(1791)
—Lafayette —dijo Mirabeau a la Reina— sigue muy de cerca los pasos de Cromwell.
Estamos acabados, dice Marat. Los secuaces de María Antonieta están confabulados con Austria, los reyes han traicionado a la nación. Es preciso cortar 20.000 cabezas.
Francia será invadida desde el Rin. En junio, el hermano del Rey, Artois, tendrá un ejército apostado en Coblenza. El antiguo cliente de maître Desmoulins, el príncipe de Condé, dirigirá una fuerza en Worms. Una tercera, en Colmar, estará bajo el mando del hermano menor de Mirabeau, conocido, por su silueta y sus aficiones, como Barril Mirabeau.
Barril pasó sus últimos meses en Francia persiguiendo al abogado de la Lanterne a través de los tribunales. Actualmente confía en perseguirlo por las calles, con una fuerza armada. Los emigrados desean que regrese el viejo régimen y que Lafayette sea pasado por las armas. Exigen el apoyo de las potencias europeas.
Pero las potencias europeas tienen sus propias opiniones. Esos revolucionarios son peligrosos; representan una amenaza para todos. Sin embargo Luis no ha muerto, ni ha sido depuesto; aunque los muebles y los festejos en las Tullerías no pueden compararse con los de Versalles, vive cómodamente. Más adelante, cuando la Revolución haya concluido, quizá reconozca que ha sido una dura pero beneficiosa lección. Entretanto, es un verdadero placer observar a un vecino rico esforzándose en no irse a pique, a un ejército destrozado por los motines y a los señores demócratas ponerse en ridículo. Es preciso mantener en Europa el orden establecido por Dios; pero de momento no es necesario dar mayor lustre a la flor de lis borbónica.
En cuanto a Luis, los emigrados le aconsejan que emprenda una campaña de resistencia pasiva. A medida que pasan los meses, sin embargo, pierden toda esperanza y recuerdan la máxima del conde de Provenza: «Cuando seáis capaces de mantener unidas varias bolas de marfil untadas de aceite, lograréis sacar algún provecho del Rey». Les enfurece comprobar que cada vez que Luis abre la boca se doblega ante el nuevo orden, hasta que este les asegura que todo lo que dice significa justamente lo contrario. No alcanzan a comprender que algunos de esos monstruos, esos salvajes, esos bárbaros de la Asamblea Nacional defiendan los intereses del Rey. La Reina tampoco alcanza a comprenderlo.
—Sólo mantengo tratos con ellos al objeto de utilizarlos —declara—. En realidad, me inspiran un profundo horror.
Es posible que Lafayette tenga una idea más clara que Mirabeau de los méritos de la ilustre dama. Le ha dicho a la cara (según dicen) que se propone demostrar que es culpable de adulterio y enviarla de regreso a Austria. A tal fin, deja todas las noches una puerta abierta, sin custodiar, para que pueda colarse su supuesto amante, Axel von Fersen.
—La reconciliación es imposible —escribe la Reina—. Sólo las fuerzas armadas pueden reparar los daños causados.
Catalina, la Zarina: «Trato por todos los medios de que las cortes de Viena y Berlín participen en los asuntos de Francia, para tener yo las manos libres». Catalina tiene las manos libres, como de costumbre, para ahogar a Polonia. Asegura que emprenderá una contrarrevolución en Varsovia, y dejará que los alemanes emprendan la suya en París. Leopoldo, en Austria, está muy ocupado con los asuntos de Polonia, Bélgica y Turquía; William Pitt piensa en la India y en las reformas económicas. Todos observan y esperan que los conflictos y las divisiones intestinas debiliten a Francia, para que esta deje de ser una amenaza para sus respectivos planes.
Federico de Prusia opina de distinta manera; cuando estalle la guerra con Francia, como está convencido de que sucederá, se propone sacar las máximas ventajas. Tiene agentes en París con órdenes de azuzar los sentimientos de odio contra María Antonieta y los austriacos; instar al pueblo al uso de la fuerza, desestabilizar la situación y conducirla al caos. El que propugna con más entusiasmo una contrarrevolución es Gustavo de Suecia, quien está decidido a borrar París de la faz de la Tierra; Gustavo, que percibía un millón y medio de libras al año bajo el viejo régimen; Gustavo y su ejército imaginario. Y desde Madrid se dejan sentir los enardecidos sentimientos reaccionarios de un Rey imbécil.
Esos revolucionarios, dicen, son peores que la peste. Yo los atacaré, si tú los atacas primero.
Desde París, el futuro ofrece un aspecto precario. Marat ve conspiradores por doquier, olfatea la traición y contempla la nueva bandera tricolor junto a la ventana del Rey. Detrás de la fachada, custodiada por guardias nacionales, el Rey come, bebe, se engorda y apenas se inmuta. «Mi mayor defecto —escribió en cierta ocasión—, es una pereza mental que hace que todo esfuerzo intelectual me resulte cansado y doloroso».
La prensa de izquierdas se refiere a Lafayette no por su título sino por su nombre de Mottié. Al Rey lo llama Luis Capeto, y a la Reina «la esposa del Rey».
Existen disensiones de carácter religioso. Aproximadamente un tercio de los curas de Francia accede a jurar fidelidad a la constitución. El resto son, digamos, curas refractarios. Sólo siete obispos apoyan el nuevo orden. En París, las monjas son atacadas por las pescaderas. En Saint-Sulpice, donde el padre Pancemont permanece empecinado, la multitud recorre la nave cantando: «Ça ira, ça ira, les aristocrats à la Lanterne». Las tías del Rey, Adelaide y Victoire, parten en secreto para Roma. Los patriotas temen que se hayan marchado llevándose consigo al Delfín. El Papa declara que la constitución civil es cismática. La cabeza de un policía es arrojada dentro de la carroza del nuncio papal.
En una barraca en el Palais-Royal, un varón y una hembra «salvajes» se exhiben desnudos. Comen piedras, hablan en una jerga extranjera y por unas pocas monedas están dispuestos a copular.
Barnave, en verano: «Otro paso hacia la libertad, y la monarquía quedará destruida; otro paso hacia la igualdad, y la propiedad privada quedará destruida».
Desmoulins, en otoño: «Nuestra revolución de 1789 era un asunto acordado entre el Gobierno inglés y una minoría de la nobleza, preparada por algunos con la esperanza de arrojar a la aristocracia de Versalles y apoderarse de sus castillos, mansiones y cargos; por otros para encasquetarnos a un nuevo amo, y por todos para darnos dos Cámaras y una constitución parecida a la de Inglaterra».
1791: han transcurrido dieciocho meses desde que estallara la revolución, y Francia se halla bajo el dominio de una nueva tiranía.
—El hombre que afirme que yo he propugnado alguna vez desobedecer las leyes es un embustero —dice Robespierre.
Enero en Bourg-la-Reine. Annette Duplessis estaba junto a la ventana, contemplando las ramas de un castaño que crecía en el jardín. Desde allí no se distinguían los cimientos de la nueva casa, que tenían un aire tan melancólico como unas ruinas. Annette suspiró en el denso silencio que la envolvía. En la sala de estar reinaba una evidente tensión. Cualquiera diría que nos hemos reunido para discutir un asunto grave, pensó Annette, en lugar de tomarnos una simple taza de chocolate a media mañana.
Claude leía con aire desafiante El diario de la ciudad y la Corte, un escandaloso periódico de derechas. Camille observaba a su esposa, como hacía con frecuencia. (A los dos días de casados, Lucile había descubierto estupefacta que aquellos ojos negros que la hacían derretirse eran miopes. «¿Por qué no te pones gafas?». «Soy demasiado vanidoso»). Lucile leía una traducción de Clarisa, con escaso interés. Cada dos minutos alzaba la cabeza para mirar a su esposo.
Annette se preguntaba si sería el aire de triunfo sexual de Lucile, el vivo color de sus mejillas, lo que había sumido a Claude en un humor de perros. Desearías que tuviera nueve años, pensó Annette, observando las canas repeinadas y empolvadas de su marido, y que todavía jugara a muñecas. Esos descansos rurales no sentaban bien a Claude. Camille, a unos pocos metros de distancia, parecía un gitano que había perdido su violín y lo estaba buscando debajo de un seto. Su descuidada vestimenta parecía subrayar el colapso del orden social.
De pronto, Claude dejó caer el periódico.
—Te advertí que si leías esa basura te llevarías más de un sobresalto —dijo Camille.
Claude señaló la página sin poder articular palabra. Camille se inclinó para coger el periódico, pero Claude se negó a entregárselo.
—No seas tonto, Claude —dijo Annette, como si se dirigiera a un niño—. Dale el periódico a Camille.
Camille echó un vistazo al artículo que estaba leyendo su suegro y dijo:
—Caramba. Sal un momento, Lolotte.
—No.
¿De dónde había sacado ese apodo? Annette sospechaba que se lo había puesto Danton. Es un tanto íntimo, pensó, y ahora lo utiliza Camille.
—Haz lo que te ordena Camille.
Lucile no se movió. Soy una mujer casada, pensó, no tengo por qué hacer lo que me ordene nadie.
—Entonces quédate —dijo Camille—. Sólo intentaba evitar que te llevaras un susto. Según este artículo, no eres hija de tu padre.
—Quema ese maldito periódico —dijo Claude.
—Ya sabes lo que solía decir Rousseau —dijo Annette—: «Quemar no es una respuesta».
—¿Entonces de quién soy hija? —preguntó Lucile—. ¿Soy hija de mi madre, o soy huérfana?
—Eres hija de tu madre, y tu padre es el abate Terray.
Lucile soltó una carcajada.
—Como vuelvas a reírte —la amonestó su madre—, te doy una bofetada.
—Así pues, el dinero de la dote es fruto de la especulación con el grano por parte del abate durante la época de hambruna —agregó Camille.
—El abate no especuló con el grano —replicó Claude, mirando enfurecido a Camille.
—Me limito a repetir lo que dice el periódico.
—Ya —dijo Claude.
—¿Conocías a Terray? —preguntó Camille a su suegra.
—Nos vimos en una ocasión. Cambiamos tres palabras.
—Terray tenía fama de mujeriego —dijo Camille, dirigiéndose a Claude.
—No era culpa suya —protestó enérgicamente Claude—. Nunca quiso ser sacerdote. Su familia le obligó a tomar los hábitos.
—Cálmate, querido —dijo Annette.
Claude se inclinó hacia adelante, con las manos entre las rodillas, y dijo:
—Teníamos todas nuestras esperanzas depositadas en Terray. Era un trabajador infatigable. La gente le temía. —Súbitamente se detuvo, como si comprendiera que por primera vez en muchos años había añadido una nueva frase, una coda.
—¿Tú también le temías? —preguntó Camille por simple curiosidad, sin ánimo de burlarse de él.
—Es posible —respondió Claude.
—Yo le tengo miedo a mucha gente —confesó Camille.
—¿A quién? —inquirió Lucile.
—Por ejemplo a Fabre. Cuando me oye tartamudear, me sacude y me golpea la cabeza contra la pared.
—Ha habido otras insinuaciones, Annette —dijo Claude—. En otros periódicos. —Miró disimuladamente a Camille—. Pero he conseguido borrarlas de mi mente.
Annette guardó silencio. Camille arrojó el periódico al suelo y gritó:
—¡Me querellaré contra ellos!
—¿Qué? —preguntó Claude.
—Me querellaré contra ellos por difamación —repitió Camille.
Claude se puso de pie y dijo:
—Adelante.
Acto seguido abandonó la sala de estar, riendo a mandíbula batiente, y se dirigió a su habitación.
En febrero, Lucile estaba muy ocupada dando los últimos toques a la casa. Quería poner unos cojines de seda rosas. Camille no estaba muy convencido. Cuando vio unos grabados de la Vida y Muerte de María Estuardo, soltó una palabrota. No le gustaba contemplar esos cuadros. Bothwell tenía una expresión cruel que le recordaba a Antoine Saint-Just. Mientras unos fornidos sirvientes, ataviados con unas faldas escocesas que dejaban al descubierto sus rechonchas rodillas, esgrimían unas espadas, unos distinguidos caballeros ayudaban a la atribulada reina de Escocia a subir a un bote de remos. Para su ejecución, María, que parecía que tuviera veintitrés años, lucía un ceñido vestido que ponía de realce su espléndida figura.
—¿No te parece romántico? —le preguntó Lucile.
Desde que se habían mudado, Camille había instalado las oficinas del periódico en su nueva casa. Unos hombres con los dedos manchados de tinta, nerviosos y malhumorados, subían y bajaban continuamente la escalera formulando a Lucile todo tipo de preguntas a las que ella no sabía responder. Sobre las mesas yacían montones de pruebas sin corregir. Parecía la casa de los Danton, que se encontraba en el mismo edificio. A todas horas entraba y salía gente de la casa, el comedor estaba colonizado por los redactores, el dormitorio era utilizado como cuarto de estar y, en términos generales, reinaba el más absoluto caos.
—Debemos encargar más estanterías —dijo Lucile—. Hay montones de libros por todas partes. No sé por dónde pisar. ¿Necesitas todos esos viejos periódicos, Camille?
—Sí. Los utilizo para poner al descubierto las incoherencias de mis oponentes —contestó su marido, escogiendo al azar uno de Hébert.
—Eso es basura —dijo Lucile.
René Hébert expresaba en la actualidad sus opiniones a través de un personaje que fingía ser el portavoz del pueblo, un farmacéutico ficticio llamado Père Duchesne. Era un periódico vulgar, en todos los sentidos de la palabra, escrito de forma pedestre y tachonado de palabras malsonantes.
—Père Duchesne es un empecinado monárquico —observó Camille.
—¿Es Hébert realmente como Père Duchesne? —preguntó Lucile—. ¿Fuma en pipa y suelta palabrotas como él?
—En absoluto. Es un hombre menudo y afectado que mueve las manos constantemente. ¿Eres feliz, Lolotte?
—Muy feliz.
—¿Estás segura? ¿Te gusta la casa? ¿Quieres mudarte a otra?
—No, me gusta esta. Me gusta todo. Soy muy feliz —contestó Lucile, conmovida—. Lo único que me preocupa es que suceda algo malo.
—¿Qué puede suceder? —preguntó Camille, aunque lo sabía de sobra.
—Que vengan los austriacos y te maten. O que te secuestren y te encierren en una mazmorra y no vuelva a verte.
Lucile se tapó la boca, como si temiera exteriorizar sus angustiosos pensamientos.
—No soy un personaje tan importante —respondió Camille—. Tienen otras cosas más importantes que hacer que mandar que me asesinen.
—El otro día vi una carta en la que te amenazan de muerte.
—No debes leer la correspondencia de otras personas. Te expones a enterarte de cosas que no te conviene saber.
—¿Quién nos obliga a vivir de ese modo? —preguntó Lucile, arrojándose en sus brazos—. Dentro de poco tendremos que vivir en un sótano, como Marat.
—Sécate las lágrimas. Tenemos visita.
—Vuestra ama de llaves me dijo que podía pasar —dijo Robespierre, tímidamente.
—Adelante —contestó Lucile—. Como verás, esto no es exactamente un nido de amor. Puedes sentarte en la cama. Medio París se presentó aquí esta mañana mientras me estaba vistiendo.
—Desde que nos hemos mudado, nunca encuentro nada —se quejó Camille—. No tienes idea de lo cansado que es estar casado. Tienes que tomar decisiones sobre todo tipo de cosas, como pintar el techo o dejarlo como está.
—No quiero entreteneros —dijo Robespierre—. Sólo deseaba saber si has escrito el artículo que me prometiste, sobre mi panfleto a propósito de la Guardia Nacional. Supuse que lo publicarías en el último número del periódico.
—No sé dónde lo he metido —contestó Camille—. Me refiero a tu panfleto. ¿Tienes una copia? Si quieres, tú mismo puedes escribir el artículo.
—No me importa ofrecer a tus lectores una muestra de mis ideas, Camille, pero preferiría que lo escribieras tú y que dijeras si mis ideas te parecen coherentes y lógicas, si están bien expresadas. No sería correcto que escribiera una artículo ensalzándome a mí mismo.
—No veo por qué.
—No estoy de humor para bromas.
—Lo lamento —contestó Camille, pasándose una mano por el pelo y sonriendo—. Eres nuestra política editorial, ¿no lo sabías? Nuestro héroe. —A continuación se acercó a Robespierre y apoyó las manos en sus hombros—. Admiramos tus principios, apoyamos tus iniciativas y tus escritos. Siempre te daremos buena publicidad.
Robespierre retrocedió y contestó irritado:
—Nunca cumples tus promesas. Eres un irresponsable.
—Sí, lo siento.
—No le reprendas como si fuera un niño, Maximilien —terció Lucile.
—Escribiré el artículo esta misma tarde —dijo Camille.
—Te espero en el club a las seis.
—No faltaré.
—Eres un tirano —dijo Lucile, dirigiéndose a Robespierre.
—Te equivocas, Lucile —respondió este suavemente—. De vez en cuando tengo que amonestarlo. Camille es un soñador. Estoy seguro de que si yo estuviera casado con una mujer como tú, también me sentiría tentado de pasar todo el día contigo, descuidando mi trabajo. Camille es débil, nunca ha sabido resistirse a la tentación. Pero me disgusta que me creas un tirano.
—Está bien —contestó Lucile—, te perdono. Pero intenta utilizar ese tono agresivo de voz para atacar a la derecha, no para meterte con Camille.
Robespierre la miró con expresión tensa, a la defensiva. En aquel momento, Lucile comprendió por qué Camille prefería disculparse antes que enzarzarse en una discusión con él.
—A Camille no le importa que nos metamos con él. Al menos, eso dice Danton. Adiós. No olvides escribir el artículo esta tarde.
Cuando Robespierre se hubo marchado, Camille y Lucile se miraron a los ojos.
—¿Qué ha querido decir con esa alusión a Danton? —preguntó Lucile.
—Nada. Le molestó que le criticaras.
—¿Es que no puedo criticarlo?
—No. Se lo toma todo muy a pecho. Además, tenía razón. Hubiera debido escribir el artículo hace días. No seas tan dura con él. En realidad, es su timidez lo que le hace aparecer brusco.
—A su edad ya debería haberla superado. Además, un día me dijiste que no tenía debilidades.
—Por supuesto que las tiene. Como todo el mundo.
—Tengo miedo de que algún día me abandones —dijo Lucile inesperadamente—. Que me dejes por otra persona.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Temo que ocurra algo que destruya mi felicidad. Jamás me había sentido tan feliz como ahora.
—¿Acaso no fuiste feliz de niña?
—Sí.
—Yo también.
—Tengo miedo de que puedas morir a causa de un accidente o de una enfermedad. Tu hermana Henriette murió tísica, ¿no es cierto? —insistió Lucile, mirándolo fijamente, como si quisiera ver el tejido que había debajo de la piel.
Camille se volvió. No podía soportarlo. Temía comprobar que la felicidad era un hábito, una cualidad inherente al temperamento de uno, o algo que se adquiere de niño, como un idioma, más difícil que el latín y el griego, que es preciso aprender a dominar. Pero ¿y si uno no aprende nunca a dominarlo? ¿Y si uno fuera demasiado estúpido, o ciego, para aprender a dominar la felicidad? Ciertas personas analfabetas, que se avergüenzan de serlo, fingen ante los demás saber leer y escribir. Lógicamente, un día se descubre que no es cierto. Pero siempre cabe la posibilidad de que mientras uno finge saber leer y escribir, de pronto te des cuenta de que puedes hacerlo, y estás salvado. Análogamente, es posible que mientras uno trata de escribir unas expresiones rudimentarias —como las frases que figuran en las guías de viajeros—, súbitamente se revelen en tu mente la gramática y la sintaxis de ese idioma desconocido. Pero, el proceso podía llevar años, pensó Camille. Comprendía perfectamente el problema de Lucile: ¿cómo sabe uno si vivirá lo suficiente para llegar a dominar esa lengua?
EL AMIGO DEL PUEBLO, NÚMERO 497, J. P. MARAT, EDITOR
… nombre de inmediato un tribunal militar, un dictador supremo… Están ustedes perdidos si siguen haciendo caso de los actuales líderes, quienes les halagan impidiéndoles ver que tienen a los enemigos en casa… Ha llegado la hora de cortar la cabeza a Mottié, a Bailly… a todos los traidores de la Asamblea Nacional… dentro de unos días Luis XVI avanzará a la cabeza de todos los desafectos y las legiones austriacas… Un centenar de espíritus enardecidos amenazarán con destruir su ciudad si se resisten… todos los patriotas serán arrestados y los escritores de moda encerrados en mazmorras… Si no despiertan inmediatamente de su letargo, la muerte les sorprenderá mientras estén durmiendo.
Danton en casa de Mirabeau.
—¿Qué tal está? —pregunta el conde.
Danton asintió.
—¿Es usted un cínico, o se lleva entre manos algunos turbios manejos? —preguntó Mirabeau, sonriendo—. Confiéselo, Danton. Ardo en deseos de saberlo. ¿Quién será rey, Luis o Philippe?
Danton no respondió.
—O quizá ninguno de los dos. ¿Es usted republicano, Danton?
—Robespierre dice que lo que importa no es la etiqueta de un gobierno sino su naturaleza, la forma en que funciona, y si es justo y democrático. La república de Cromwell, por ejemplo, no era un gobierno popular. Estoy de acuerdo con él. No tiene importancia que lo llamemos monarquía o república.
—Dice que lo que importa es su naturaleza, pero no dice qué naturaleza prefiere que tuviera.
—Prefiero no responder a eso.
—Lo comprendo. Se pueden ocultar muchas cosas detrás de unas consignas. Libertad, igualdad y fraternidad.
—Suscribo eso totalmente.
—Tengo entendido que usted lo inventó. ¿Pero qué significa la libertad?
—¿Acaso quiere que se lo defina? Debería de saberlo.
—Eso es mero sentimentalismo —respondió Mirabeau.
—Lo sé. El sentimentalismo tiene su lugar en la política, como en la alcoba.
—Más tarde hablaremos sobre alcobas —dijo el conde—. Ahora vayamos a lo práctico. Va a haber elecciones, cambios en la Comuna. El cargo inmediatamente inferior al de alcalde será el de administrador. Habrá dieciséis administradores. ¿Desea ser uno de ellos, Danton?
—Deseo servir a la ciudad.
—Sin duda. Yo tengo un cargo asegurado. Entre sus colegas estarán Sieyès y Talleyrand. Por su expresión, deduzco que se sentirá cómodo en compañía de esos tergiversadores. Pero si pretende que lo apoye, quiero que me garantice que se comportará con moderación.
—Se lo garantizo.
—Me refiero a su moderación. ¿Me ha comprendido bien?
—Sí.
—¿Está seguro?
—Sí.
—Lo conozco, Danton. Se parece a mí. ¿Por qué cree que le llaman el Mirabeau de los pobres? No posee usted una onza de moderación en su cuerpo.
—Creo que nuestro parecido es superficial.
—¿Se tiene usted por un hombre moderado?
—No lo sé. Es posible. Casi todo es posible.
—Aunque en ocasiones desee mostrarse conciliador, va en contra de su naturaleza. Usted no trabaja con las personas, trabaja sobre las personas.
Danton asintió.
—Las dirijo a mi antojo —dijo—. Hacia la moderación, o hacia los extremos.
—El problema es que la moderación puede parecer debilidad, ¿no es cierto? Lo sé, Danton, conozco bien el tema. A propósito de extremismos, no me gustan los ataques emprendidos contra mi persona por los periodistas cordeliers.
—La prensa es libre. Yo no dicto los artículos que escriben los periodistas de mi distrito.
—¿Ni siquiera del que vive cerca de usted?
—Camille siente la necesidad de adelantarse a la opinión pública.
—Recuerdo la época —dijo Mirabeau—, en que ni siquiera existía la opinión pública. Nadie había oído hablar de semejante cosa. —El conde se acarició la barbilla, pensativo—. Muy bien, Danton, considérese usted elegido. Recuerde que me ha prometido moderación, y cuento con su apoyo. Bueno, ahora cuénteme algún cotilleo. ¿Cómo va el matrimonio?
Lucile miró la alfombra. Era una buena alfombra, y estaba satisfecha de haberla comprado. No es que estuviera admirando el dibujo, sino que había bajado la cabeza para ocultar la expresión de su rostro.
—Francamente —dijo—, no comprendo por qué me cuentas todo esto, Caro.
Caroline Rémy apoyó los pies sobre la chaise-longue. Era una hermosa mujer, una actriz de la compañía del Théâtre Montansier. Mantenía una relación con Fabre d’Églantine y otra con Hérault de Séchelles.
—Para que no tengas que enterarte por otras personas —dijo—, que estarían encantadas de burlarse de tu ingenuidad. ¿Cuántos años tienes, Lucile?
—Veinte.
—¡Veinte! —exclamó Caroline. Ella no debía ser mucho mayor, pensó Lucile. Pero, debido a su profesión y a su estilo de vida, tenía un aspecto un tanto baqueteado—. Me temo, querida, que no sabes nada de la vida.
—Eso es lo que me dicen todos. Supongo que deben de tener razón. —(Una pequeña capitulación. Camille, la semana pasada, tratando de educarla, le había dicho: «Lolotte, nada se convierte en verdad a fuerza de repetirlo». ¿Pero cómo podía mostrarse educada y amable cuando la gente se ponía tan pesada?).
—Me sorprende que tu madre no te lo advirtiera —dijo Caro—. Estoy segura de que lo sabe todo sobre Camille. Pero si hubiera tenido el valor —y créeme que me lo reprocho— de haber venido a verte antes de Navidad para contarte, por ejemplo, lo de maître Perrin, ¿cómo habrías reaccionado?
—Con curiosidad —contestó Lucile.
No era la respuesta que esperaba Caro.
—Eres una muchacha muy singular —dijo, como dándole a entender que no era conveniente ser singular—. Tienes que estar preparada para todo.
—Trato de imaginarlo —respondió Lucile.
En aquellos momentos deseó que se abriera la puerta de golpe y apareciera uno de los empleados de Camille, buscando un papel que hubiera perdido. Pero la casa estaba en silencio y sólo se oía la bien modulada voz de Caro, un tanto ronca y con cierto acento trémulo, como todas las actrices trágicas.
—La infidelidad es perfectamente tolerable —le dijo—. En los círculos en los que me muevo, esas cosas se comprenden. —Caro hizo un elegante gesto con las manos indicando que el adulterio, tanto desde el punto de vista estético como social, resultaba correcto y aceptable—. Una acaba hallando un modus vivendi. No me cabe la menor duda de que encontrarás la forma de divertirte. Una puede aceptar la existencia de otras mujeres, siempre y cuando no vivan demasiado cerca de casa…
—Un momento —dijo Lucile—. ¿A qué te refieres?
—Camille es un hombre muy atractivo —respondió Caro—. Sé muy bien lo que digo.
—Si te refieres a que te has acostado con él —replicó Lucile—, no es necesario que me lo cuentes.
—Soy tu amiga —protestó Caro. Al menos había averiguado que Lucile no estaba encinta, por tanto el motivo de que se casaran apresuradamente no era ese. Sin duda era algo más interesante, pero no se le ocurría lo que podía ser. Se arregló el cabello, se levantó de la chaise-longue y dijo—: Debo marcharme. Tengo un ensayo.
No creo que necesites ensayar, pensó Lucile, eres una consumada arpía.
Cuando Caro se hubo marchado, Lucile se reclinó en el sillón, respiró hondo y trató de dominarse. Entró Jeanette, el ama de llaves, y dijo:
—¿Le apetece una tortilla?
—Déjame en paz —respondió Lucile—. No sé qué te hace pensar que la comida lo resuelve todo.
—¿Quiere que vaya a avisar a su madre?
—Ya soy mayorcita, no necesito a mi madre.
Al fin Lucile accedió a beberse un vaso de agua helada que le congeló la mano y las tripas. Camille llegó a las cinco y cuarto y corrió a escribir el artículo que le había prometido a Danton.
—Debo estar en el Club de los Jacobinos a las seis —dijo.
Lucile se acercó y le observó mientras escribía con una letra torpe y descuidada.
—No tengo tiempo de corregirlo —dijo Camille—. ¿Qué sucede, Lolotte?
Lucile se sentó y soltó una risita nerviosa.
—Nada —contestó.
—Eres una pésima embustera —dijo Camille.
—Ha venido a verme Caroline Rémy.
—¿Ah, sí? —contestó Camille, con cierto aire de desdén.
—Quiero hacerte una pregunta, aunque reconozco que es un tanto delicada.
—Adelante.
—¿Has tenido una aventura con ella?
Camille arrugó el ceño y contestó:
—Esa frase no me suena bien. —Después de tachar la frase, dijo—: He tenido una aventura con todo el mundo, ¿no lo sabías?
—No, pero me gustaría saberlo.
—¿Por qué?
—¿Por qué?
—¿Por qué quieres saberlo?
—En realidad, no lo sé.
Camille arrancó la hoja y empezó a escribir en otra.
—No me parece una conversación muy inteligente. —Tras una pausa, preguntó—: ¿Te lo ha dicho Caroline?
—No.
—¿Entonces qué te hace pensar que he tenido una aventura con ella? —preguntó Camille, alzando la vista al techo mientras buscaba un sinónimo.
—Me lo dio a entender.
—Quizás interpretaste mal sus palabras.
—¿Entonces por qué no lo niegas?
—Es probable que haya pasado una noche con ella, pero no lo recuerdo —contestó Camille. Al fin había dado con la palabra adecuada.
—¿Cómo es posible que no lo recuerdes?
—¿Por qué habría de recordarlo? No todo el mundo piensa que hacer el amor sea la actividad más interesante que existe en el mundo.
—Supongo que el hecho de no acordarse indica un absoluto desprecio hacia esa mujer.
—Es posible. ¿Has visto el último número publicado por Brissot?
—Estás escribiendo encima de él.
—Ah, sí.
—¿De veras no lo recuerdas?
—Ya sabes que soy muy distraído. Quizá ni siquiera pasé una noche con ella. Puede que fuera una tarde. O unos minutos, o puede que no sucediera nunca. Quizá la confundí con otra persona.
Lucile soltó una carcajada.
—Me choca que este asunto te divierta —dijo Camille con tono burlón—. Deberías mostrarte escandalizada.
—Caroline te encuentra muy atractivo.
—Me alegro. Falta la página que busco. Debí arrojarla al fuego. Mirabeau dice que Brissot es un jockey literario. No estoy seguro de lo que quiere decir, pero supongo que es muy ofensivo.
—Caroline me contó algo sobre un abogado que conoces.
—Conozco a quinientos.
Camille se había puesto a la defensiva. Lucile guardó silencio. Después de limpiar la pluma, Camille la dejó en la mesa y miró a su esposa de reojo, sonriendo ligeramente.
—No me mires así —dijo ella—, como dándome a entender lo bien que lo pasaste. ¿Lo sabe la gente?
—Algunas personas.
—¿Lo sabe mi madre?
Silencio.
—¿Por qué no me lo contaste?
—No lo sé. Posiblemente porque tenías unos diez años cuando ocurrió. No te conocía. No imagino cómo hubiera podido decírtelo.
—Ah. Caroline no me dijo que había sucedido hace tanto tiempo.
—Estoy seguro de que te dijo sólo lo que le convenía. ¿Acaso tiene tanta importancia, Lolotte?
—No. Supongo que era un hombre muy agradable.
—Sí, fue muy amable conmigo. En realidad, no tiene la menor importancia.
Lucile se lo quedó mirando. Es un hombre muy singular, pensó.
—Pero ahora… —dijo—… eres un personaje público. Todo el mundo está pendiente de lo que haces.
—Ahora estoy casado contigo. Y nadie podrá reprocharme nunca nada, excepto el hecho de amar a mi esposa con locura y no darles motivos para chismorrear. —Camille se levantó de la silla y añadió—: Los jacobinos pueden esperar. No me apetece escuchar sus discursos. Prefiero escribir una reseña teatral. ¿Quieres que vayamos al teatro? Me gusta llevarte al teatro. Me gusta pasear contigo. Sé que todos me envidian. ¿Sabes lo que más me gusta? Que la gente te admire, especulando sobre si estarás casada o no. Seguramente, piensan con tristeza, pero de todos modos, quién sabe… Y alguien dice, está casada con el abogado de la Lanterne, y todos se quedan muy sorprendidos.
Lucile corrió a vestirse para ir al teatro. Más tarde, al recordar aquella conversación, tuvo que reconocer que Camille había desviado el tema con gran habilidad.
La esposa de Roland, una mujer menuda, salió de la Escuela de Equitación del brazo de Pétion.
—París ha cambiado mucho desde la última vez que estuve aquí, hace seis años —dijo—. Jamás olvidaré esa visita. Asistimos al teatro todas las noches. Lo pasé estupendamente.
—Confío en que esta vez también se lleve un buen recuerdo —contestó Pétion galantemente—. Sin embargo, según me ha informado mi amigo Brissot, usted es parisiense, ¿no es cierto?
Te estás pasando, Jérôme, pensó su amigo Brissot.
—Así es, pero los negocios de mi marido nos obligan a vivir en las provincias. Ardía en deseos de regresar, y ahora, gracias al Municipio de Lyon, por fin estoy aquí.
Se expresa como en una novela, pensó Brissot.
—Estoy seguro que su marido es un digno representante —dijo Pétion—, pero confío en que no concluya sus asuntos demasiado rápidamente. Lamentaría que me privara usted de sus valiosos consejos… y de su radiante belleza.
La señora Roland lo miró sonriendo. Era el tipo de mujer que a él le gustaba, menuda, regordeta, con los ojos pardos, el cabello castaño y el rostro ovalado, aunque iba vestida de forma un tanto juvenil para su edad.
Debía tener unos treinta y cinco años. Pétion pensó en la posibilidad de hundir la cabeza en su voluminoso pecho… pero habría que esperar una ocasión más propicia.
—Brissot me ha hablado con frecuencia de su corresponsal en Lyon —dijo—, de su «dama romana». He leído todos su artículos, por supuesto, y admiro su elegante prosa, pero jamás imaginé que su inteligencia fuera unida a tan resplandeciente belleza.
La sonrisa de la señora Roland, un tanto rígida, hizo temer a Pétion que había sido demasiado generoso en sus alabanzas. Brissot puso los ojos en blanco.
—¿Qué le ha parecido la Asamblea Nacional, señora? —preguntó Pétion, para cambiar de tema.
—Con franqueza, opino que ha dejado de ser útil y eficaz. ¡Qué algarabía! ¿Siempre se comportan así?
—Me temo que sí.
—Pierden el tiempo peleándose como niños. Lo cierto es que esperaba otro tono.
—Supongo que los jacobinos la habrán complacido más. Son más comedidos.
—Al menos se preocupan de los asuntos importantes. Estoy convencida de que en la Asamblea hay muchos patriotas, pero me choca que unos hombres adultos se dejen engañar tan fácilmente. Me temo que algunos deben de haberse vendido a la Corte. De no ser así, no avanzaríamos tan lentamente. ¿Acaso no comprenden que si queremos que impere la libertad en Europa debemos deshacernos de todos los monarcas?
Danton, que en aquellos momentos se dirigía a su despacho, miró desconcertado a Pétion y a sus acompañantes, se quitó el sombrero y pasó de largo sin saludarlos siquiera con un lacónico «Buenos días, señora revolucionaria y señores».
—¿Quién es ese? —preguntó la señora Roland.
—El señor Danton —respondió Pétion—. Uno de los personajes más curiosos de la capital.
—¿Cómo consiguió esas cicatrices?
—Nadie lo sabe con certeza —contestó Pétion.
—Tiene un aspecto un tanto agresivo.
—Las apariencias engañan —respondió Pétion, sonriendo—. Es un hombre culto, abogado de profesión y gran patriota. Es uno de los administradores de la ciudad.
—Jamás lo hubiera imaginado —dijo la señora Roland.
—¿A quién ha visto la señora en el Club de los Jacobinos? —preguntó Brissot—. ¿Ha conocido a alguno de nuestros amigos?
—Ha conocido al marqués de Condorcet… lo siento, no hubiera debido decir marqués, y al diputado Buzot. ¿Recuerda, señora, a aquel individuo bajito y delgaducho que le cayó tan mal?
Qué grosero, pensó Brissot. Yo también soy bajito y delgaducho, lo cual es preferible a parecer un cerdo como tú.
—¿Aquel individuo vanidoso y sarcástico que miraba a todos a través de unos quevedos?
—El mismo. Es Fabre d’Églantine, un gran amigo de Danton.
—Nunca lo hubiera imaginado —contestó la señora Roland—. Ah, ahí está mi marido.
Pétion y Brissot miraron asombrados al señor Roland, observando su calva, su solemne semblante, su piel macilenta y arrugada y su enjuto cuerpo. Podía haber sido el padre de su mujer, pensaron ambos.
—¿Te diviertes, querida? —preguntó Roland a su esposa.
—He preparado los extractos que me pediste. He verificado las cifras y he redactado varios borradores para tu discurso ante la Asamblea. Cuando hayas decidido el que te gusta más, lo pasaremos en limpio. Todo está en orden.
—Es mi pequeña secretaria —dijo Roland, besando la mano de su esposa—. Soy muy afortunado. Sin ella estaría perdido.
—¿No le gustaría tener un salón, señora? —preguntó Brissot—. No se sonroje, está perfectamente cualificada para ello. Los hombres que debatimos los grandes asuntos del momento necesitamos hacerlo bajo una dulce influencia femenina. —(Pomposo cretino, pensó Pétion)—. Para darle un tono más alegre e informal. Podría invitar a algunos caballeros del mundo de las artes.
—No —contesto secamente la señora Roland—. No invitaría a pintores, poetas ni actores por el mero hecho de ser artistas. Debemos ser serios. Aunque si además fueran patriotas, desde luego serían bien recibidos.
—Una respuesta muy inteligente —dijo Pétion—. ¿Invitaría usted al diputado Buzot? Tuve la impresión de que le cayó simpático.
—En efecto. Me pareció un joven íntegro, un patriota. Posee una gran fuerza moral.
(Y un hermoso rostro de expresión lánguida y melancólica, pensó Pétion, que sin duda contribuye a su atractivo. Dios se apiade de la pobre señora Buzot si esta decide clavar sus garras en François-Léonard).
—¿Quiere que traiga a Louvet?
—No estoy segura. Creo recordar que escribió una obra un tanto censurable. Se ríe usted de mí, me toma por una provinciana. No se trata de eso, sino de sostener unos principios.
—Por supuesto. Pero Faublas es un libro totalmente inofensivo —contestó Brissot, sonriendo al imaginar al pálido y frágil Jean-Baptiste escribiendo un libro obsceno. La gente aseguraba que era autobiográfico.
—¿Y Robespierre? —preguntó Brissot.
—Sí, traiga a Robespierre. Me intriga. Es muy reservado. Me gustaría descubrir su verdadera personalidad.
Quién sabe, pensó Pétion, quizá seas la primera mujer que lo consiga.
—Robespierre está siempre muy ocupado —dijo—. No tiene tiempo para disfrutar de una vida social.
—Mi salón no formará parte de la vida social de nadie —le corrigió dulcemente la señora Roland—. Será un foro donde se debatirán cuestiones serias e importantes que interesan a los patriotas y a los republicanos.
Preferiría que no hablara tanto de la república, pensó Brissot. Es un tema delicado. Le daré una lección.
—Si le gustan los republicanos, le traeré a Camille.
—¿Quién es?
—Camille Desmoulins. ¿Acaso no se lo presentaron en el Club de los Jacobinos?
—Un joven de aspecto taciturno, con el cabello largo —dijo Pétion—. Tartamudea ligeramente, pero creo que aquel día no pronunció ningún discurso. Estaba sentado junto a Fabre, murmurando.
—Son muy amigos —dijo Brissot—. Unos grandes patriotas, desde luego, pero no precisamente unos ejemplos de virtudes cívicas. Camille hace pocas semanas que se ha casado y ya…
—Caballeros —terció Roland—, no creo que deban comentar eso delante de mi esposa.
Resultaba tan gris e insignificante junto a su alegre y dicharachera mujer, que Pétion y Brissot se habían olvidado de su presencia.
—El señor Desmoulins, querida —prosiguió Roland—, es un inteligente periodista aficionado a escribir artículos escandalosos. Se le conoce como el abogado de la Lanterne.
La señora Roland se sonrojó levemente y respondió con firmeza:
—No veo la necesidad de conocerlo.
—Es uno de los personajes de moda en París.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Pues que es importante conocerlo —contestó Pétion.
—Según parece —dijo Brissot—, la señora Roland considera poco recomendables a Danton y a sus amigos.
—No es la única —dijo Pétion—. Danton posee ciertas cualidades, pero le faltan escrúpulos. Es despilfarrador, extravagante y uno no puede por menos que preguntarse de dónde saca el dinero. Los antecedentes de Fabre son más que dudosos. En cuanto a Camille, sin duda es inteligente y popular, pero un bala perdida.
—Sugiero —continuó Brissot—, que la señora Roland abra su apartamento a los patriotas entre el cierre de la Asamblea —hacia las cuatro de la tarde, en un día normal— y la reunión de los jacobinos a las seis. —(De este modo podrá abrirse de piernas a los patriotas un poco más tarde, pensó Pétion)—. Habrá un continuo ir y venir de gente, será muy agradable.
—Y útil —apostilló ella.
—Caballeros —dijo Roland—, creo que han tenido una gran idea. Como ven, mi esposa es una mujer culta y sensible —añadió, mirándola como un padre observando a su hija dar los primeros pasos.
—Me siento muy feliz de hallarme en París —dijo la señora Roland, radiante de emoción—. Durante años he observado, he estudiado, he discutido, conmigo misma, por supuesto; mi gran anhelo era regresar algún día. De haber sido una mujer de fe, habría rezado… Ansiaba que en Francia se estableciera una república. Ahora estoy aquí, en París, y mi sueño va a cumplirse. —Sonrió a los tres hombres, mostrando su blanca dentadura, de la que estaba muy orgullosa—. Antes de lo que imaginan.
Danton vio a Mirabeau en el Ayuntamiento. Eran las tres de la tarde de un día de finales de marzo. El conde estaba apoyado en la pared, con la boca ligeramente entreabierta, como si se recuperara de un violento esfuerzo. Danton se detuvo. Observó que el conde había cambiado desde su último encuentro, aunque no solía reparar en esas cosas.
—Mirabeau…
Mirabeau sonrió con tristeza y contestó:
—No debe llamarme de esa forma. A partir de ahora me llamo Riquetti. Los títulos nobiliarios han sido abolidos por la Asamblea. El decreto fue apoyado por Marie Joseph Paul Yves Roch Gilbert du Mottié, ci-devant marqués de Lafayette, y rechazado por el abate Mauray, hijo de un zapatero.
—¿Se encuentra bien?
—Sí —respondió Mirabeau—. No. A decir verdad no me encuentro bien, Danton. Estoy enfermo. Siento un dolor aquí, y la vista empieza a fallarme.
—¿Ha ido a ver al médico?
—He visto a varios. Dicen que mis dolencias se deben a mi carácter colérico, y me han recetado unas cataplasmas. ¿Sabe lo que pienso estos días, Danton?
—Procure reposar, o al menos siéntese en una silla —contestó Danton, como si hablara con un niño o un anciano.
—No necesito una silla. ¿Sabe lo que pienso? —repitió Mirabeau, apoyando una mano en el brazo de Danton—. Pienso en la muerte del viejo Rey. Cuando murió, según me han contado, no encontraron a nadie dispuesto a ponerle la mortaja. El hedor era tan atroz, el espectáculo tan dantesco, que nadie de su familia se atrevía a acercarse al cadáver, y los sirvientes se negaron en redondo. Al fin trajeron a unos pobres campesinos, les pagaron una determinada cantidad y lo colocaron en el ataúd. Ese fue el fin del Rey. Dicen que uno de los campesinos murió poco después. Ignoro si es cierto. Cuando trasladaron el ataúd a la cripta, la multitud comenzó a escupir y a gritar obscenidades. «¡Ahí va el placer de las damas!», decían. ¡Dios! Se creen invulnerables porque reinan por la gracia de Dios, creen tener a Dios en el bolsillo. Hacen caso omiso de mis consejos, unos consejos sinceros y leales. Deseo salvarlos, soy el único que puede hacerlo. No tienen el menor sentido común, ignoran lo que es la compasión. —Mirabeau presentaba un aspecto envejecido; su rostro estaba rojo de ira, pero debajo asomaba una palidez mortal—. Me siento muy cansado. Mi tiempo se ha agotado. Si creyera en un veneno lento, Danton, diría que alguien me ha envenenado, porque siento que me estoy muriendo lentamente. —Danton observó que Mirabeau tenía los ojos llenos de lágrimas—. Salude de mi parte a su querida esposa. Y al pobre Camille. Debo volver a mi trabajo.
El 27 de marzo, el ci-devant conde de Mirabeau se desplomó súbitamente aquejado de fuertes dolores y fue trasladado a su vieja casa, situada en la rue Chaussée-de-l’Antin. Falleció sin haber recuperado el conocimiento el 2 de abril, a las ocho y media de la mañana.
Camille se había instalado en la chaise-longue de terciopelo azul, pertrechado tras sus libros. Las tiendas habían cerrado, en señal de respeto, y las calles estaban casi desiertas. El funeral iba a celebrarse esta noche, a la luz de las antorchas.
Camille había ido a verlo a su casa. Mirabeau padece fuertes dolores, le habían dicho, no puede recibirle. Camille rogó que le permitieran verlo, siquiera unos segundos. Es imposible. Estampe su firma en el libro de visitas que hay junto a la puerta.
Al toparse con uno de los ginebrinos, este le dijo:
—Mirabeau preguntó por usted, pero le dijimos que no había venido.
La Corte enviaba a un mensajero dos veces al día para interesarse por el estado del enfermo. Tiempo atrás, cuando Mirabeau pudo haberlos ayudado, le volvieron la espalda. Ahora todo estaba olvidado, la desconfianza, las evasivas, el orgullo, la codiciosa garra de un egocéntrico sobre el futuro de la nación. La gente se lamenta de su muerte y expresa su temor ante el futuro.
Sobre la mesa de Camille yacía una hoja con una nota escrita en una letra casi ilegible. Danton la cogió y leyó en voz alta:
—«Id, estúpidos, y postraos ante la tumba de este dios…». No entiendo lo que sigue.
—«este dios de los mentirosos y de los ladrones».
Danton dejó el papel, escandalizado.
—No puedes escribir eso. Todos los periódicos del país alaban la figura de Mirabeau. Barnave, uno de sus más duros detractores, ha pronunciado un panegírico en el Club de los Jacobinos. Esta noche la Comuna y todos los miembros de la Asamblea se unirán al cortejo fúnebre. Hasta sus enemigos lo ensalzan. Si publicas ese artículo, Camille, te desollarán vivo. Lo digo en serio.
—Escribiré lo que me plazca —replicó Camille—. La opinión es libre. Si los demás son unos hipócritas, allá ellos. No voy a variar de opinión porque haya muerto.
—¡Dios! —exclamó Danton, y salió precipitadamente.
Había anochecido. Lucile había ido a la rue Condé. Habían transcurrido diez minutos; Camille permanecía sentado en la habitación, en la penumbra. Jeanette asomó la cabeza y preguntó:
—¿No desea hablar con nadie?
—No.
—Sólo ha venido el diputado Robespierre.
—Hazlo pasar.
Al cabo de unos instantes entró Robespierre. Estaba pálido y tenía aspecto fatigado. Cogió una silla y se sentó junto a Camille.
—Tienes mala cara —dijo Camille.
—Apenas duermo. Sufro pesadillas, y cuando me despierto, me cuesta respirar —contestó Robespierre, llevándose la mano al pecho. Temía la llegada del verano, el sofocante calor en las calles y edificios públicos—. Estoy enfermo, me siento débil.
—¿Te apetece que abra una botella de vino para brindar por los gloriosos difuntos?
—No, gracias. He bebido demasiado. Me conviene no beber por las tardes.
—Pero si ya ha anochecido —insistió Camille. Luego añadió—: ¿Qué va a suceder ahora, Max?
—La Corte buscará un nuevo consejero. Y la Asamblea un nuevo amo. Él era su amo, tienen una naturaleza servil, al menos eso diría Marat. —Robespierre se acercó a Camille. Su complicidad era total; sólo ellos habían comprendido a Mirabeau—. Barnave tratará de ocupar su lugar, pero está muy lejos de ser un Mirabeau.
—Tú detestabas a Mirabeau —dijo Camille.
—Te equivocas —contestó Robespierre bruscamente—. Yo no odio. Es un sentimiento que nubla el juicio.
—Yo no tengo juicio.
—Por eso trato de guiarte. Eres capaz de juzgar acontecimientos, pero no a las personas. Estabas demasiado unido a Mirabeau. Era peligroso para ti.
—Sí. Pero me gustaba.
—Lo sé. Reconozco que fue generoso contigo, te dio confianza en ti mismo. Se comportó casi como un padre.
¿Es esa la impresión que te dio?, pensó Camille. Mis sentimientos, en cambio, no eran del todo filiales.
—No todos los padres son buenos —dijo.
Max guardó silencio durante unos minutos. Luego dijo:
—En el futuro, debemos elegir con más cuidado a nuestras amistades. Quizá debamos deshacernos de algunas… —Robespierre se detuvo de pronto, consciente de que había dicho lo que había venido a decirle.
Camille lo miró en silencio. Al cabo de unos instantes, dijo:
—Quizá no hayas venido a hablar de Mirabeau. Tal vez me equivoque, pero quizás hayas decidido revelarme que no piensas casarte con Adèle.
—No quiero herir a nadie —contestó Robespierre, rehuyendo la mirada de Camille.
Los dos hombres permanecieron unos minutos en silencio. De pronto entró Jeanette, les dirigió una sonrisa y encendió las lámparas. Cuando se hubo marchado, Camille se levantó de un salto y exclamó furioso:
—¡Explícate!
—Es difícil. Te ruego que tengas un poco de paciencia.
—¿Pretendes que se lo comunique yo?
—Sí. Sinceramente, no sé cómo decírselo. Apenas conozco a Adèle.
—¡Pero sí sabías lo que hacías!
—No me grites. No existe un compromiso en firme entre los dos. No puedo seguir así. Hay muchos hombres, mejores que yo, que estarán encantados de casarse con ella. Ni siquiera sé cómo empezó todo. No puedo permitirme el lujo de contraer matrimonio.
—¿Por qué?
—Porque… estoy demasiado ocupado. Trabajo porque es mi deber. No tendría tiempo para dedicárselo a mi familia.
—Pero bien tienes que comer y dormir, ¿no? Necesitas un hogar. Adèle sabe que tu trabajo te absorbe.
—Ese no es el único motivo. Es posible que tenga que sacrificarme por la Revolución. No me importaría hacerlo…
—¿Sacrificarte?
—¿Y si tuviera que dar mi vida por la Revolución?
—¿A qué te refieres?
—Se quedaría viuda por segunda vez.
—¿Acaso has estado hablando con Lucile? Está convencida de que estallará una epidemia de peste bubónica. O que moriremos aplastados por una carroza. O que nos matarán los austriacos, lo cual reconozco que es bastante probable. Por supuesto que un día morirás. Pero si todos nos dejáramos llevar por tu pesimismo, la raza humana ya se habría extinguido.
—Lo sé —contestó Robespierre—. Has hecho muy bien en casarte, aunque tu vida corra peligro. Pero el matrimonio no está hecho para mí.
—Hasta los curas se casan. Tú mismo defendiste en la Asamblea su derecho a hacerlo. Tus opiniones son contrarias al espíritu de la época.
—Lo que hagan los curas y lo que haga yo son dos cosas muy distintas. La mayoría de ellos no soportaban el celibato.
—¿Y tú? ¿Te resulta fácil?
—No se trata de si me resulta fácil o difícil.
—¿Qué fue de aquella chica de Arras que se llamaba Anaïs? ¿Te hubieras casado con ella en otras circunstancias?
—No.
—¿Entonces no es culpa de Adèle?
—No.
—Simplemente no quieres casarte.
—Eso es.
—Pero no por los motivos que aduces.
—No me acoses, no estamos ante un tribunal —protestó Robespierre, levantándose y paseándose nervioso por la habitación—. Sé que me consideras cínico y cruel, pero te equivocas. Aspiro a lo que todo el mundo, pero no puedo comprometerme sabiendo, temiendo… lo que el futuro puede depararme.
—¿Temes a las mujeres?
—No.
—Reflexiona antes de responder.
—Siempre trato de ser sincero.
—Lo cierto —dijo Camille intencionadamente—, es que a partir de ahora la vida será muy distinta para ti. Aunque no te guste, las mujeres te encuentran atractivo. He observado que se precipitan sobre ti, jadeando de pasión. Cada vez que te levantas en la Asamblea para pronunciar un discurso, se percibe un murmullo de carnalidad en las galerías por parte del público femenino. Hasta ahora el hecho de estar comprometido las contenía, pero a partir de este momento te perseguirán por doquier intentando arrancarte la ropa. Piensa en ello.
Robespierre se sentó de nuevo. Su rostro expresaba consternación y disgusto.
—Cuéntame el verdadero motivo —dijo Camille.
—Ya te lo he dicho —contestó Robespierre. En el fondo de él bullían unas imágenes que le aterraban. Una mujer, con el cabello recogido en un moño; el crepitar del fuego en la chimenea; el zumbido de las moscas. Miró a Camille y dijo—: Trata de comprenderme. Quería decirte algo… pero lo he olvidado. En todo caso, necesito tu ayuda.
Camille alzó la mirada hacia el techo durante unos instantes y luego respondió.
—De acuerdo. No te preocupes. Ya se me ocurrirá algo. Lo que temes es que si te casas con Adèle quizá llegues a amarla. Si tienes hijos, los amarás más que a nada en este mundo, más que tu patriotismo, más que la democracia. Si tus hijos se hacen adultos y se convierten en traidores, ¿podrás exigir su muerte, como hacían los romanos? Quizá no seas capaz de ello. Temes que si amas a las personas no serás capaz de cumplir con tu deber, porque se trata de otra clase de amor que el que sientes hacia tu patria. En realidad, tu problema con Adèle es culpa mía y de Annette. Nos gustaba la idea, y procuramos atraerte hacia Adèle. Tú eras demasiado educado para resistirte. Ni siquiera la habías besado. Por supuesto, no lo harías. Lo sé, tu trabajo está ante todo. Nadie va a hacer lo que vas a hacer tú, e incluso has renunciado, en la medida de lo posible, a las necesidades y debilidades humanas. Ojalá pudiera ayudarte más.
Robespierre miró fijamente a Camille, tratando de adivinar si se estaba burlando de él, pero era evidente que hablaba en serio.
—Cuando éramos niños —dijo Robespierre—, la vida no nos resultó fácil a ninguno de los dos, ¿no es cierto? Pero nos ayudamos mutuamente. Los años en Arras, los años intermedios, fueron los peores. Ahora no me siento tan solo.
—Hummm. —Camille buscaba una fórmula, una fórmula que contuviera lo que su intuición rechazaba—. La Revolución es tu esposa —dijo al fin—. Como la Iglesia es la esposa de Jesucristo.
—En fin —dijo Adèle—, ahora tendré que soportar que Jérôme Pétion me mire fijamente el escote mientras murmura consignas sentimentales. En realidad, hace semanas que me he dado cuenta de la situación. De ahora en adelante, Camille, procura no inmiscuirte en la vida de los demás.
Camille estaba asombrado de que se lo tomara con tanta tranquilidad.
—¿No sientes deseos de echarte a llorar?
—No. Debo reflexionar.
—Hay muchos hombres, Adèle.
—Lo sé.
—¿Le guardas rencor?
—Por supuesto que no. Espero que podamos ser amigos. Supongo que eso es lo que él quiere.
—Desde luego. Me alegro mucho. Si hubieras reaccionado de otra forma, me habrías colocado en una situación delicada.
Adèle lo miró con afecto.
—Eres el ser más egoísta del mundo, Camille.
—Es un eunuco —dijo Danton, soltando una carcajada—. Esa muchacha no sabe la suerte que ha tenido de no casarse con él. Hubiera tenido que imaginarlo.
—¿A qué viene tanto jolgorio? —protestó Camille—. Trata de ponerte en su lugar, de comprenderlo.
—¿Comprenderlo? Lo comprendo perfectamente. Es muy fácil.
Danton se lo contó a todos los asiduos del Café des Arts. Lo sabía de buena tinta. El diputado Robespierre era sexualmente impotente. Se lo contó a sus colegas en el Ayuntamiento, a varios diputados, a las actrices del Théâtre Montansier, y a la práctica totalidad de los miembros del Club de los Cordeliers.
En abril de 1791, el diputado Robespierre se opuso a la tasación de bienes de futuros diputados y defendió la libertad de expresión. En mayo apoyó la libertad de prensa, se manifestó contrario a la esclavitud y pidió derechos civiles para los mulatos de las colonias. Cuando se debatía una nueva legislación, propuso que los miembros de la actual Asamblea no fueran elegidos para un segundo mandato y que cedieran el paso a hombres nuevos. Fue escuchado durante dos horas en respetuoso silencio, y su moción resultó aprobada. Durante la tercera semana de mayo, cayó enfermo debido a un agotamiento nervioso y exceso de trabajo.
A finales de mayo exigió infructuosamente la abolición de la pena de muerte.
El 10 de junio fue elegido fiscal. El magistrado superior de la ciudad dimitió para no tener que trabajar para él, y Pétion asumió el cargo que este había dejado vacante. Poco a poco, como habrá podido verse, nuestros personajes van alcanzando el poder que ansían.