(1790)
«Nuestro carácter es nuestro destino —dice Félicité de Genlis—. Por ese motivo la gente corriente no tiene destino, pertenecen al ámbito del azar. Una mujer bonita e inteligente que tenga ideas originales tendrá una vida llena de extraordinarios acontecimientos».
Nos hallamos en 1790. En la vida de Gabrielle se producen ciertos acontecimientos extraordinarios.
En mayo de ese año, di un hijo a mi marido. Le pusimos el nombre de Antoine. Tiene un aspecto robusto, como mi primer hijo. Nunca hablamos de nuestro primer hijo. A veces, sin embargo, sé que Georges piensa en él, cuando sus ojos se humedecen.
Les contaré también lo que sucedió en el mundo. En enero mi marido fue elegido miembro de la Comuna, junto con Legendre, nuestro carnicero. Aunque no lo dije —nunca digo nada—, me sorprendió que presentara su candidatura puesto que siempre critica a la Comuna, y en especial al alcalde Bailly.
Poco antes de que ocupara su escaño, sucedió ese asunto del doctor Marat. Marat insultó a las autoridades de forma que decretaron su arresto. Marat se alojaba en el Hotel de la Fautrière, en nuestro distrito. Enviaron a cuatro oficiales para arrestarlo, pero una mujer corrió a avisarlo, y pudo escapar.
No comprendo por qué Georges se preocupa tanto de Marat. Suele traer a casa el periódico que edita el doctor Marat, y cuando lee exclama: «¡Basura, basura, basura!», y lo arroja al suelo, o al fuego si se encuentra frente al hogar. De todo modos, dijo que era una cuestión de principios. Advirtió a la asamblea del distrito que nadie iba a ser arrestado sin su permiso. «Aquí mando yo», dijo.
El doctor se ocultó. Yo supuse que eso sería el fin del periódico durante un tiempo, que tendríamos un poco de paz. Pero Camille dijo: «Creo que deberíamos ayudarnos mutuamente. Me ocuparé de que el siguiente número salga con puntualidad». El siguiente número publicaba un artículo feroz contra las autoridades del Ayuntamiento.
El 21 de enero, el señor Villette, comandante de nuestro batallón, vino a casa y me dijo que debía hablar con Georges urgentemente. Cuando Georges salió de su despacho, el señor Villette le mostró un papel y dijo:
—Órdenes de Lafayette. Arrestar a Marat. ¿Qué debo hacer?
—Acordonar el Hotel de la Fautrière.
Luego se presentaron los oficiales del alguacil con otra orden de arresto contra Marat, y mil hombres.
Georges se puso furioso. Dijo que eso era una invasión de tropas extranjeras. Todo el distrito se lanzó a la calle. Georges se dirigió al comandante y le espetó:
—¿Para qué sirven esas tropas? Haré que toquen a rebato, sacaré a las fuerzas de Saint-Antoine. Puedo colocar a veinte mil hombres armados en las calles con sólo chasquear los dedos.
—Asómate a la ventana —dijo Marat—, a ver si oyes lo que dice Danton. Yo no me asomo porque temo que me peguen un tiro.
—Pregunta dónde demonios está el comandante del batallón.
—He escrito a Mirabeau y a Barnave —dijo Marat, mirando a Camille con unos ojos con reflejos dorados—. Supuse que debía comunicarles lo sucedido.
—Imagino que no habrán contestado.
—No —dijo Marat—. Renuncio a la moderación.
—La moderación renuncia a ti.
—Eso es.
—Danton se está jugando el cuello por ti.
—Me gusta esa expresión —contestó Marat.
—A mí también.
—¿Por qué no intentan arrestarte a ti? Llevo ocultándome desde octubre —Marat empezó a pasearse por la habitación, recitando un monólogo entre dientes y rascándose de vez en cuando—. Este asunto encumbrará a Danton. Necesitamos buenos hombres. Podríamos volar la Escuela de Equitación; total, sólo hay media docena de diputados que valgan la pena. Buzot tiene buenas ideas, pero es demasiado arrogante. Pétion es un imbécil. Robespierre promete mucho.
—Coincido contigo. Pero no han aprobado ni una sola de las medidas que ha propuesto. El mero hecho de que apoye una moción basta para que la mayoría de los diputados vote en contra.
—Pero es perseverante —dijo Marat—. Y la Escuela de Equitación no es Francia. En cuanto a ti, tienes buenas intenciones pero estás loco. Siento una profunda estima por Danton. Hará cosas importantes. Me gustaría… —Marat se detuvo, acariciándose el mugriento pañuelo que llevaba alrededor del cuello—. Me gustaría que el pueblo se librara del Rey, la Reina, los ministros, Bailly, Lafayette y la Escuela de Equitación. Me gustaría que el país fuera gobernado por Danton y Robespierre. Yo los vigilaría estrechamente —dijo sonriendo—. Nadie nos impide soñar.
Gabrielle: las tropas que había enviado Lafayette acordonaron el edificio, mientras Marat se ocultaba dentro. Georges vino varias veces para cerciorarse de que no nos había sucedido nada. Parecía muy sereno, pero cada vez que salía a la calle se ponía furioso.
—Podéis permanecer aquí hasta mañana —dijo a las tropas—, pero no os servirá de nada.
Algunos se pusieron a blasfemar.
A medida que transcurría la mañana, nuestros hombres y las tropas de Lafayette se pusieron a charlar. Había unas tropas regulares y otras voluntarias. La gente decía que, puesto que eran nuestros hermanos de otros distritos, no iban a luchar contra nosotros. Camille aseguraba que no se atreverían a arrestar a Marat, el Amigo del Pueblo.
Georges se dirigió a la Asamblea pero le impidieron tomar la palabra y aprobaron una moción diciendo que el distrito de los cordeliers debía respetar la ley. Yo estaba preocupada porque Georges tardó mucho en regresar. Una se casa con un abogado, y de pronto descubre que vives en un campo de batalla.
—Le he traído unas ropas, doctor Marat —dijo François Robert—. El señor Danton espera que le vayan bien.
—Yo también —respondió Marat—. Confiaba en poder huir en globo. Hace mucho tiempo que me gustaría viajar en globo.
—No tuvimos tiempo de conseguirle uno.
—Seguro que ni siquiera lo han intentado.
Después de que Marat se lavara, afeitara, vistiera y peinara, François Robert dijo:
—Es asombroso.
—Siempre me ha gustado ir bien vestido —dijo Marat—, en los tiempos en que frecuentaba la alta sociedad.
—¿Y qué paso?
—Que me convertí en el Amigo del Pueblo —contestó irritado Marat.
—Pero nada le impide seguir vistiendo bien. Por ejemplo, el diputado Robespierre, a quien tanto admira, es un patriota y siempre va impecablemente vestido.
—El señor Robespierre tiene un toque frívolo —contestó Marat secamente—. No tengo tiempo para frivolidades; dedico las veinticuatro horas del día a pensar en la Revolución. Si desea prosperar, le aconsejo que siga mi ejemplo. Ahora —dijo—, voy a salir, atravesaré el cordón y las tropas de Lafayette. Saldré sonriendo, cosa que reconozco que no hago a menudo, balanceando con aire desenvuelto este bastón que me ha proporcionado el señor Danton. Es como un cuento, ¿no le parece? Luego partiré para Inglaterra, hasta que se hayan calmado las aguas. Lo cual me consta que será un alivio para todos ustedes.
Gabrielle: cuando oí que llamaban a la puerta, no sabía qué hacer. Pero era Louise, la niña que vive arriba.
—He salido, señora Danton.
—No debiste hacerlo, Louise.
—No tengo miedo. Además, ya ha pasado todo. Las tropas se han dispersado. Lafayette no se ha atrevido a atacar el edificio. Le contaré un secreto que el señor Desmoulins me dijo que le contara. Marat ya no está aquí. Salió hace una hora, disfrazado de ser humano.
Al cabo de unos minutos, Georges llegó a casa. Esa noche celebramos una fiesta.
Al día siguiente mi marido se dirigió al Ayuntamiento, donde estalló otra disputa, como de costumbre. Algunos trataron de detenerlo, diciendo que no tenía derecho a ser miembro de la Comuna porque no sentía el menor respeto hacia la ley ni el orden. Lo acusaron de comportarse en su distrito como un rey. Dijeron muchas cosas terribles sobre Georges, que recibía dinero de los ingleses para atizar el fuego de la Revolución y de la Corte para impedir que la Revolución empeorara. Un día, el diputado Robespierre vino a casa y estuvieron hablando sobre quién se dedicaba a calumniar a Georges. El diputado Robespierre dijo que no era el único al que calumniaban. Mostró a Georges una carta de su hermano Augustin, de Arras, y se la dio para que la leyera. Al parecer, la gente de Arras decía que Robespierre era un desalmado que pretendía matar al Rey, lo cual es mentira porque jamás he conocido a un hombre más bueno y gentil. Sentí lástima de él; incluso habían publicado en «la prensa monárquica amarilla», como la denomina Georges, un estúpido artículo afirmando que descendía de Damiens, el hombre que trató de asesinar al viejo Rey. Escribieron su apellido incorrectamente, para ofenderlo. Cuando fue nombrado presidente del Club Jacobino, Lafayette se marchó para manifestar su protesta.
Cuando nació Antoine, la madre de Georges vino del campo para pasar unos días con nosotros. El padrastro de Georges no pudo acompañarla porque estaba muy ocupado inventando telares, al menos eso fue lo que dijo, pero creo que se alegraba de librarse unos días de su mujer. Fue un desastre. Lamento decirlo, pero la señora Recordain es la mujer más desagradable que he conocido en mi vida.
Lo primero que dijo fue:
—París es una ciudad inmunda. ¿Cómo puedes criar a tu hijo en este ambiente? No me extraña que muriera el primero que tuviste. Te aconsejo que cuando dejes de dar de mamar a Antoine lo envíes a Arras.
Una excelente idea, pensé yo, lo enviaré allí para que le cornee un toro y le deje la cara señalada para el resto de su vida.
Luego mi suegra echó una ojeada a su alrededor y observó:
—El papel de las paredes ha debido costaros una fortuna.
Durante la comida se quejó de las verduras y me preguntó cuánto pagaba a nuestra cocinera.
—Es demasiado —respondió—. De todos modos, me gustaría saber de dónde sacáis el dinero.
Le expliqué que Georges trabajaba mucho, pero ella replicó que sabía perfectamente lo que cobraban los jóvenes abogados y que no era suficiente para mantener una casa que parecía un palacio, y a una esposa rodeada de lujos.
Eso es lo que piensa de mí.
Cuando la llevé de compras, comentó que los precios le parecían ofensivos. Reconoció que la carne era muy buena, pero dijo que Legendre era vulgar, y que no había criado a Georges «con todo el cariño y dedicación» para que fuera amigo de un carnicero. Yo no salía de mi asombro. Al fin y al cabo Legendre no se ocupa de cortar y envolver la carne. Nunca se pone un delantal. Lleva una casaca negra como un abogado y se sienta junto a Georges en el Ayuntamiento.
Por las mañanas, la señora Recordain decía:
—No es necesario que me acompañes a ningún sitio.
Pero si no salíamos, por la noche se quejaba:
—No merece la pena hacer un viaje tan largo para quedarme encerrada entre cuatro paredes.
Un día se me ocurrió llevarla a la tienda de Louise Robert, dado que la señora Recordain es una esnob y Louise es tan fina y distinguida. Louise estuvo muy amable con ella. No dijo una palabra sobre la república, ni Lafayette, ni el alcalde Bailly. Enseñó a mi suegra la tienda y le explicó la procedencia de las especias y la forma de cultivarlas, y le regaló un paquete para que se lo llevara a casa. Pero al cabo de diez minutos la señora Recordain dio media vuelta y se marchó sin despedirse siquiera de Louise. Una vez en la calle, me dijo:
—Es una vergüenza que una mujer se case con un hombre de una posición inferior a ella. Demuestra pocas ambiciones. No me sorprendería que ni siquiera estuvieran casados.
Un día, Georges protestó:
—No entiendo por qué no puedes invitar a unos amigos a casa por el mero hecho de que mi madre haya venido a visitarnos. Podrías invitar a cenar a los Gély, o la pequeña Louise…
Yo sabía que eso representaba un sacrificio por su parte, dado que la señora Gély no le cae demasiado bien.
—En realidad —dije—, ya se conocen. Tu madre opina que la señora Gély es una mujer ridícula que se da muchos aires. Y que Louise necesita que le den unos buenos azotes.
—¡Vaya por Dios! —dijo Georges, una expresión que no solía utilizar con frecuencia—. ¿No conocemos a nadie digno de su aprobación?
Envié una nota a Annette Duplessis rogándole encarecidamente que permitiera a Lucile venir a cenar a casa. Para tranquilizarla, le dije que estaría presente la madre de Georges, y que Lucile no estaría a solas ni un momento con etcétera… Annette accedió. Lucile llevaba un vestido blanco con un lazo azul y se comportó como un ángel, formulando a la madre de Georges todo tipo de preguntas sobre la vida en el campo. Camille estuvo muy educado, como casi siempre, excepto cuando escribe esos terribles artículos en el periódico. Yo, por si acaso, había tomado la precaución de ocultar los números atrasados. También invité a Fabre, porque es muy simpático y ameno. Varias veces trató de entablar conversación con la señora Recordain, pero esta le contestaba con monosílabos y al fin Fabre se rindió y se limitó a observarla a través de sus quevedos, aunque le había rogado que no lo hiciera.
Mientras tomábamos café, mi suegra se levantó y desapareció. La encontré en nuestro dormitorio, pasando el dedo por la repisa de la ventana para comprobar si había polvo.
—¿Sucede algo malo? —le pregunté.
Ella me contestó agriamente:
—¿Es que no tienes ojos en la cara? Yo que tú vigilaría a esa chica y a tu marido.
Al principio no comprendí a qué se refería.
—También te aconsejo que vigiles a ese chico y a tu marido. Así que él y esa joven van a casarse, ¿eh? No me extraña. Dios los cría y ellos se juntan.
Un día asistimos a un debate de la Escuela de Equitación desde la galería pública, pero era muy aburrido. Georges dice que el día menos pensado se pondrán a discutir sobre la conveniencia de arrebatar las tierras a la Iglesia y cedérselas a la nación, y que si su madre hubiera asistido a ese debate habría organizado una trifulca impresionante. El caso es que mi suegra empezó a insultar a los diputados, llamándolos canallas e ingratos. El señor Robespierre se acercó a saludarnos y estuvo muy amable. Señaló a mi suegra todos los personajes importantes, incluyendo a Mirabeau.
—Ese hombre irá derechito al infierno cuando muera —soltó la madre de Georges.
El señor Robespierre me miró de reojo y sonrió. Luego se dirigió a mi suegra y dijo:
—Es usted encantadora. Coincido plenamente con usted.
Eso alegró mucho a mi suegra.
Durante todo el verano pagamos las consecuencias del asunto de Marat. Sabíamos que existía una orden de arresto contra Georges, redactada y lista para ser emitida, en un cajón, en el Ayuntamiento. Cada mañana me despertaba temblando, temerosa de que lo arrestaran aquel día. Habíamos decidido que si lo detenían, yo haría la maleta y partiría de inmediato a casa de mi madre, entregaría las llaves de la vivienda a Fabre y dejaría que él se ocupara de todo lo demás. No sé por qué se nos ocurrió pensar en Fabre, supongo que porque siempre está dispuesto a hacernos un favor.
Por aquel entonces Georges tenía una vida muy complicada. Apenas pisaba su oficina. Supongo que Jules Paré debe de ser un hombre muy competente, porque seguía entrando dinero.
A principios de año sucedió algo que según Georges demostraba que las autoridades le tenían miedo. Abolieron nuestro distrito, junto con los otros, y reorganizaron la ciudad en zonas electorales. A partir de entonces los ciudadanos de un determinado distrito no podían seguir celebrando más reuniones públicas salvo que se tratara de unas elecciones. Nos prohibieron llamar a nuestro batallón de la Guardia Nacional, «los cordeliers». Dijeron que debíamos llamarlo simplemente el «número 3».
Georges dijo que, pese a esas medidas, no conseguirían aplastar a los cordeliers. Dijo que habían decidido montar un club, como los jacobinos, pero mejor. Cualquier persona, de cualquier zona de la ciudad, podía asistir, para que nadie dijera que era ilegal. Su verdadero nombre era Club de los Amigos de los Derechos del Hombre, pero desde el principio todo el mundo lo conocía como el Club de los Cordeliers. Al principio solían reunirse en un salón de baile. Querían utilizar el viejo monasterio de los cordeliers para celebrar sus reuniones, pero el Ayuntamiento mandó que precintaran el edificio. Entonces, un buen día —sin la menor explicación— retiraron los precintos y pudieron trasladarse allí. Louise Robert dijo que había sido por influencia del duque de Orléans.
Es difícil describir el Club de los Jacobinos. La cuota anual de suscripción es bastante elevada, uno tiene que estar avalado por varios miembros, y las reuniones son muy formales. Cuando Georges fue allí un día a pronunciar un discurso, regresó a casa furioso porque le habían tratado de forma muy grosera.
Todo el mundo era bien recibido en el Club de los Cordeliers. Solían acudir muchos actores, abogados y comerciantes, junto con algunos sujetos de mala catadura. Por supuesto, nunca fui allí cuando había reunión, pero vi lo que habían hecho con la capilla. La habían dejado desnuda. Cuando se rompieron unas ventanas, tardaron varias semanas en repararlas. Qué extraños son los hombres, pensé, en casa les gusta sentirse cómodos pero fuera les importa un comino. La mesa del presidente consistía en el banco de un ebanista que encontraron al mudarse al monasterio. En realidad, de no ser por los turbulentos tiempos en que vivíamos, Georges no hubiera tenido tratos con un ebanista. La tribuna de oradores consistía en cuatro palos que sostenían una tabla. Alguien había clavado en la pared un trapo con un eslogan pintado en rojo que decía: Libertad, Igualdad, Fraternidad.
Después de mi desastrosa experiencia con la madre de Georges, me disgusté mucho cuando Georges me comunicó que quería ir a pasar unos días en Arcis. Afortunadamente nos alojamos en casa de su hermana Anne Madeleine, y, para mi sorpresa, todo el mundo nos recibió con gran deferencia y respeto. Era asombroso. Las amigas de Anne Madeleine prácticamente me saludaban con una reverencia. Al principio supuse que los habitantes de Arcis debían haberse enterado de los éxitos de Georges como presidente del distrito, pero luego comprendí que no recibían los periódicos de París ni les importaba lo que ocurría en la capital. La gente me hacía unas preguntas muy curiosas, como, ¿cuál es el color favorito de la Reina?, ¿qué es lo que le gusta comer?, etcétera. Un día dije a Georges:
—Creo que la amabilidad de la gente se debe a que como eres abogado de la Corona, creen que el Rey te invita a ir todos los días a palacio para que le aconsejes.
Durante unos instantes, Georges me miró perplejo. Luego se echó a reír.
—¿Eso creen? ¡Qué ingenuos son! ¡Y pensar que tengo que vivir en París, rodeado de esos cínicos y mentecatos! Dentro de cuatro o cinco años nos instalaremos aquí y tendremos una granja. Abandonaremos París para siempre. ¿Qué te parece?
Francamente, no sabía qué responder. Por una parte, pensé, sería maravilloso alejarse de los periódicos, las pescaderas, la abundancia de delincuencia y la escasez de productos. Pero luego pensé en la perspectiva de toparme todos los días con la señora Recordain. Así pues, no dije nada, imaginando que se trataba de un capricho pasajero. No creía que Georges estuviera dispuesto a abandonar el Club de los Cordeliers. Ni la Revolución. Al cabo de un tiempo empezaría a ponerse nervioso y un buen día me diría: «Mañana regresamos a París».
De todos modos, Georges fue con su padrastro a ver unos terrenos, y habló con el notario de Arcis sobre la compra de una parcela.
—Me alegro de que te vayan bien las cosas, hijo —dijo el señor Recordain.
Georges sonrió.
Nunca olvidaré aquel verano. En el fondo estaba preocupada, porque opino que pase lo que pase debemos ser leales al Rey, a la Reina y a la Iglesia. Pero si algunos consiguen salirse con la suya, la Escuela de Equitación será más importante que el Rey, y la Iglesia pasará a ser otro departamento gubernamental. Sé que estamos obligados a obedecer a la autoridad, y que Georges se ha burlado de ella en más de una ocasión. Él es así, porque en la escuela, según me ha contado Paré, solían llamarlo «el anti-superior». Naturalmente, uno debe procurar superar sus defectos, pero entretanto yo estoy obligada a obedecer a mi marido, a menos que me incite a que cometa un pecado. ¿Acaso es un pecado invitar a cenar a unas personas que hablan de enviar a la Reina de regreso a Austria? Cuando pedí a mi confesor que me aconsejara, dijo que debía obedecer a mi esposo e intentar que regresara al seno de la Iglesia católica. Sus palabras no me ayudaron mucho. De modo que aunque exteriormente acepto todas las opiniones de Georges, en mi corazón tengo ciertas reservas, y rezo todos los días para que modifique algunas de sus opiniones.
Sin embargo, todo nos va bien. Siempre tenemos algún motivo para celebrar algo. Cuando llegó el aniversario de la toma de la Bastilla, todas las ciudades y poblaciones en Francia enviaron unas delegaciones a París. En los Campos de Marte construyeron un enorme anfiteatro, junto con un altar, que llamaron el Altar de la Patria. Acudió el Rey, que juró defender la constitución, y el obispo de Autun celebró misa. (Es una lástima que sea ateo). Nosotros no fuimos, porque Georges dijo que no soportaba ver a la gente lamiendo el culo de Lafayette. Hubo bailes donde antes se alzaba la Bastilla y por las noches se celebraron unos festejos en nuestro distrito. Asistimos a todas las fiestas, y regresamos a casa de madrugada. Yo me puse un poco piripi, y todos se rieron de mí. Había llovido todo el día, y alguien compuso una poesía que afirmaba que Dios era un aristócrata. Jamás olvidaré las caras de la gente al tratar de lanzar unos fuegos artificiales bajo la lluvia torrencial; ni el momento en que Georges y yo regresamos a casa cogidos del brazo, por las calles mojadas, mientras despuntaban las primeras luces. Al día siguiente comprobé que mis nuevos zapatos de raso estaban destrozados.
Deberían vernos ahora; hemos cambiado mucho desde el año pasado. Algunas damas de la sociedad han dejado de empolvarse el pelo; en lugar de recogérselo en un moño, lo llevan suelto. Muchos caballeros también han dejado de empolvárselo, y la gente lleva menos encajes. El maquillaje ha caído en desuso; no sé que harán las damas de la Corte, pero Louise Robert es la única mujer que conozco que todavía lleva colorete. Admito no obstante que sin él tiene un color enfermizo. Vestimos sencillamente, y los colores de moda son el rojo, el blanco y el azul, los colores nacionales. La señora Gély dice que la nueva moda no favorece a las mujeres maduras, y mi madre está de acuerdo con ella. «En cambio tú —me dice mi madre—, puedes permitirte el lujo de prescindir de los encajes y el corsé». No estoy de acuerdo con ella. No he vuelto a recuperar mi figura desde que nació Antoine.
La joya de moda este año es un fragmento de una de las piedras de la Bastilla engastado en un broche o un colgante. Félicité de Genlis tiene un broche en el que figura la palabra LIBERTAD en brillantes. Me lo contó el diputado Pétion. Hemos renunciado a nuestros suntuosos abanicos; ahora utilizamos unos hechos con sencillos trozos de madera y papel plisado, que representan vistosas escenas patrióticas. Yo siempre procuro llevar uno cuya escena encaje con las opiniones de mi marido. No puedo llevar un retrato del alcalde Bailly luciendo una corona de laurel, o de Lafayette montado en su caballo blanco, pero puedo mostrar un retrato del duque Philippe, o la toma de la Bastilla, o Camille pronunciando un discurso en el Palais-Royal. Aunque, como lo veo prácticamente todos los días, no veo la necesidad de llevar su retrato encima.
Recuerdo a Lucile en nuestra vivienda la mañana de las celebraciones de la Bastilla, despeinada, con sus cintas tricolores hechas trizas y calada hasta los huesos. Tenía el vestido empapado y pegado al cuerpo, y daba la sensación de llevar poca ropa interior. ¡No quiero ni imaginar lo que hubiera dicho la madre de Georges! De todos modos, le reprendí severamente por su imprudencia. Encendí la chimenea, le ordené que se quitara la ropa y la envolví en una manta. Lamento decir que Lucile estaba guapísima sentada junto al fuego, envuelta en una manta. Parecía un gato.
—Qué infantil eres —dije—. Me sorprende que tu madre te dejara salir vestida de ese modo.
—Dice que debo aprender de mis errores —contestó, sacando los dos brazos por debajo de la manta—. Déjame sostener al niño.
Deposité a Antoine en sus brazos y ella le hizo unas carantoñas.
—Hace un año que Camille se hizo famoso —dijo—, pero todavía no hemos fijado la fecha de la boda. Pensé que si me quedaba encinta precipitaría las cosas, pero no consigo que se acueste conmigo. A veces es exageradamente recto. A su lado, John Knox era un aprendiz.
—No seas mala —dije, por decir algo.
Lucile me cae bien. Por supuesto, no soy tonta, sé que Georges se siente atraído hacia ella, como todos los hombres. Camille vive ahora cerca de nosotros. Tiene una vivienda muy bonita, y un ama de llaves, de aspecto un tanto feroz, llamada Jeanette. No sé de dónde la ha sacado pero es una excelente cocinera y a veces, cuando tenemos invitados, viene a ayudarme. Hérault de Séchelles nos visita con frecuencia, lo cual me complace mucho. Tiene unos modales exquisitos, a diferencia de los amigos actores de Fabre. También vienen varios diputados y periodistas, sobre los cuales sostengo diversas opiniones, que me guardo mucho de expresar. Según Georges, si alguien es un patriota su personalidad carece de importancia. Eso es lo que dice, pero rehuye a Billaud-Varennes como la peste. ¿Recuerdan a Billaud? Solía trabajar para Georges de vez en cuando. Desde la Revolución se le ve mucho más animado. Al parecer tiene un empleo fijo.
Una noche, en julio, vino a cenar un hombre llamado Collot d’Herbois. Qué nombre tan raro, ¿verdad? Se parecía a Fabre, en el sentido de que era actor, dramaturgo, y había sido gerente de un teatro. Debía tener aproximadamente la edad de Fabre. En aquella época ponían una obra suya, titulada, La familia patriótica, en el Théâtre de Monsieur. Era el tipo de obra que estaba de moda, aunque nosotros no la habíamos visto. Tuvo un gran éxito de taquilla, pero Collot parecía un hombre amargado. Insistió en contarnos la historia de su vida, y, según dijo, todo cuanto había emprendido hasta la fecha le había salido mal. Cuando era joven, le desconcertaba el que la gente pretendiera siempre estafarlo, hasta que comprendió que envidiaban su talento. Achacaba su mala fortuna al destino, hasta que se dio cuenta de que todo el mundo conspiraba contra él. (Al decir eso, Fabre me hizo un gesto indicando que estaba loco). Todos los temas que tocábamos despertaban en Collot amargos recuerdos. Se ponía rojo de ira y empezaba a gesticular violentamente, como si estuviera pronunciando un discurso en la Escuela de Equitación. Yo temí que fuera a romper una copa o un plato.
Más tarde comenté a Georges:
—No me gusta ese Collot. Tiene peor carácter que tu madre, y estoy segura de que su obra debe de ser horrible.
—Un comentario típicamente femenino —respondió Georges—. A mí no me cae mal, aunque me aburre. Sus opiniones son… —Georges se detuvo unos instantes y sonrió—… iba a decir correctas, pero en realidad son las que yo sostengo.
Al día siguiente, Camille dijo:
—Ese Collot es horrible. Es la peor persona del mundo. Supongo que su obra es insoportable.
—Quizá tengas razón —contestó Georges dócilmente.
Hacia finales de año, Georges pronunció una alocución ante la Asamblea. Al cabo de unos días cayó el ministerio. La gente decía que había sido culpa de Georges. Mi madre me dijo que estaba casada con un hombre muy poderoso.
LA ASAMBLEA NACIONAL ESTÁ REUNIDA
LORD MORNINGTON, SEPTIEMBRE DE 1790
No disponen de un sistema normal de debate sobre asuntos ordinarios; algunos se dirigen a la Asamblea desde sus asientos, otros desde el centro de la sala, otros desde el banco o la tribuna… El tumulto es tal que resulta muy difícil entender lo que dicen. En ocasiones se alzan más de cien voces al mismo tiempo. El presidente se tapa los oídos con las manos y ruge «¡orden!», como si reconviniera a un cochero, y se pone a golpear la mesa con los puños y a blasfemar… El público de las galerías manifiesta su aprobación y desaprobación por medio de bramidos y aplausos.
Esta mañana fui a la corte en las Tullerías. Es una corte muy tétrica… El Rey tenía buen aspecto, pero me pareció menos arrogante que la última vez que nos vimos; ahora se inclina ante todo el mundo, cosa que ningún Borbón solía hacer antes de la Revolución.
El año de Lucile: ahora tengo dos diarios. Uno lo reservo para los pensamientos más puros y elevados y el otro para anotar en él las cosas que suceden.
Solía vivir como Dios, en distintas Personas. El motivo era que la vida me parecía muy aburrida. Me gustaba fingir que era María Estuardo, y, a decir verdad, todavía lo hago de vez en cuando. No es fácil desprenderse de esos hábitos. Asignaba un papel a todas las personas que me rodeaban —generalmente de doncella o de algo por el estilo— y me enfurecía cuando no lo desempeñaban bien. Cuando me cansaba de María E., asumía la personalidad de Julie, en La Nouvelle Heloïse. Actualmente me pregunto qué clase de relación mantengo con Maximilien de Robespierre. Vivo dentro de su novela favorita.
Uno tiene que emplear la imaginación para no dejarse arrastrar por la cruda realidad. A principios de año Camille fue demandado por daños y perjuicios por el señor Sanson, el verdugo. Es curioso, uno no suele pensar que los verdugos tengan derecho a recurrir a la justicia, como cualquier persona corriente.
Por fortuna la justicia es lenta, los procesos complicados y el duque está dispuesto a pagar los daños y perjuicios. No, no es la justicia lo que me preocupa. Cada mañana me despierto pensando: ¿estará vivo aún?
Lo atacan por la calle. Lo denuncian ante la Asamblea. Lo desafían continuamente a duelos, aunque los patriotas han acordado no aceptar jamás un duelo. La ciudad está llena de locos deseosos de clavarle un cuchillo. Esos mismos locos le escriben cartas, unas cartas tan repugnantes que ni siquiera se digna leerlas. Las mete en un cajón. Luego hace que sus empleados las revisen, por si contienen amenazas muy concretas, como por ejemplo, te mataré tal día, a tal hora y en tal sitio.
Mi padre se comporta de forma muy extraña. Dos veces al mes me prohíbe que vuelva a ver a Camille. Pero por la tarde se apresura a leer el periódico. «¿Alguna noticia?», pregunta ansioso, como si quisiera que le dijéramos que han hallado el cadáver degollado de Camille flotando en el río. No lo creo. De no ser por Camille, mi padre se aburriría mucho. Mi madre se divierte tomándole el pelo. «Reconócelo, Claude —le dice—. Es el hijo que nunca tuviste».
Con frecuencia Claude trae a cenar a apuestos jóvenes, confiando en que me enamore de alguno. Funcionarios públicos. ¡Dios!
A veces me escriben versos, unos sonetos muy hermosos. Adèle y yo los leemos con la adecuada expresión sentimental. Alzamos la vista al cielo, nos llevamos las manos al pecho y suspiramos. Luego hacemos con ellos unas bolitas y nos entretenemos atacándonos mutuamente con ellas.
Estamos llenas de energía y vitalidad. Procuramos mostrarnos siempre alegres. Más vale estar alegre que triste y llorosa. Preferimos tomarnos la vida a broma.
Mi madre, en cambio, está siempre tensa, melancólica; pero en el fondo, creo que sufre menos que yo. Probablemente porque es mayor que yo y ha aprendido a dosificar esas cosas. «No temas, Camille sobrevivirá —dice—. ¿Por qué crees que se rodea siempre de tipos tan corpulentos?». Pero pueden atacarlo con una pistola, protesto yo, o con un cuchillo. «¿Un cuchillo? ¿Te imaginas a alguien intentando alcanzar a Camille con un cuchillo a través del señor Danton? Suponiendo, naturalmente, que este se interpusiera en su camino. De todos modos, Camille es un experto en conseguir que la gente se sacrifique por él —dice mi madre—. Fíjate en mí, o en ti».
Suponemos que dentro de poco Adèle nos comunicará su compromiso. Max ha venido a visitarnos, y alabó al abate Terray. Buena parte de lo que ha hecho el abate, según dijo, no se le ha reconocido. A partir de entonces, a Claude ya no le importa el hecho de que Max sólo cuente con su salario de diputado, ni que mantenga a sus dos hermanos menores.
Me pregunto cómo será la vida de Adèle. Robespierre también recibe cartas, pero no como las que le llegan a Camille. Proceden de todos los rincones de la ciudad; son cartas de personas insignificantes que se han enemistado con las autoridades o que están en un apuro y confían en que él les solucione el problema. Se levanta a las cinco de la mañana para contestar a esas cartas. A veces pienso que tiene un escaso sentido del confort doméstico. Al parecer, no necesita distraerse ni divertirse. No sé si Adèle conseguirá acostumbrarse a ese estilo de vida.
Robespierre: no es sólo París que debe tener en cuenta. Las cartas proceden de todo el país. En las ciudades provinciales han instalado unos clubes jacobinos, y el comité de correspondencia del club de París les envía noticias, informes y directrices. En sus cartas sus admiradores destacan, entre sus colegas parisienses, al diputado Robespierre, deshaciéndose en alabanzas hacia él. Ya es algo, después de las injurias y vituperios de los monárquicos. Entre las hojas de El contrato social conserva una carta de un joven de Picardía, un entusiasta llamado Antoine Saint-Just: «Le conozco, Robespierre, como conozco a Dios, por sus obras». Cuando siente una angustiosa opresión en el pecho, cosa que suele sucederle a menudo, o cuando sus ojos están demasiado cansados para seguir leyendo, el recuerdo de esa carta le da energías para continuar su labor.
Todos los días asiste a la Asamblea, y todas las tardes al Club Jacobino. Cuando puede pasa por la casa de los Duplessis, cena de vez en cuando con Pétion, pero se trata de cenas de trabajo. Acude al teatro unas dos veces por temporada, pues no es muy aficionado y le disgusta perder el tiempo. La gente aguarda frente a la Escuela de Equitación, al club, al inmueble donde habita, para verlo siquiera unos segundos.
Por las noches se acuesta rendido. Duerme profundamente. No sueña sino que se sumerge en la oscuridad, como si cayera a un pozo. El mundo de la noche es real; las mañanas, con su luz y su aire, están pobladas de sombras, de espectros. Siempre se levanta antes del amanecer.
WILLIAM AUGUSTUS MILES, OBSERVANDO LA SITUACIÓN PARA INFORMAR
AL GOBIERNO (INGLÉS) DE SU MAJESTAD
El hombre que goza de menos consideración en la Asamblea Nacional…, pronto se convertirá en el más importante. Es un hombre severo, de rígidos principios, poco agraciado, de talante sencillo, austero en su forma de vestir, incorruptible, que desprecia la riqueza y sin un ápice de la volubilidad típica de los franceses. Nada de lo que pudiera ofrecerle el Rey le haría abandonar sus propósitos. Lo observo atentamente cada noche. Es un personaje singular; con cada hora que pasa crece su importancia, y sin embargo todos los miembros de la Asamblea Nacional lo consideran insignificante; cuando afirmé que se convertiría en un hombre de gran influencia en poco tiempo, y que gobernaría a los millones de franceses, se rieron de mí.
A principios de año Lucile fue presentada a Mirabeau. Jamás olvidaría a ese hombre, de pie sobre una exquisita alfombra persa en una habitación decorada con increíble mal gusto. Era inmenso, de labios delgados y con el rostro cubierto por numerosas cicatrices.
—Tengo entendido que su padre es un funcionario —dijo Mirabeau, mirándola de pies a cabeza—. ¿Tiene una hermana gemela?
Mirabeau parecía utilizar todo el aire disponible de una habitación. También parecía utilizar todo el cerebro de Camille. Era asombroso que Camille se dejara engañar de ese modo. Por supuesto que Mirabeau no recibía dinero de la Corte. Por supuesto que Mirabeau era el perfecto patriota. Cuando llegara el día en que Camille no pudiera seguir engañándose, se pegaría un tiro. Aquella semana casi no hubo periódicos.
—Max se lo advirtió —dijo Adèle—. Pero no le hizo caso. Mirabeau ha calificado a esa ignorante austríaca como «una gran y noble mujer». Y sin embargo, para las personas de la calle, Mirabeau es un dios. Eso demuestra lo fácilmente que se dejan engañar.
Claude apoyó la cabeza en las manos y exclamó:
—¿Es necesario que soporte esas blasfemias, esa sedición de labios de mis hijas y en mi propia casa?
—Supongo —dijo Lucile—, que Mirabeau debe de tener sus razones para conspirar con la Corte. Pero ha perdido prestigio entre los patriotas.
—¿Sus razones? Sus razones son el dinero y la ambición de poder. Quiere salvar a la monarquía para que le estén eternamente agradecidos y en deuda.
—¿Salvar a la monarquía? —preguntó Claude—. ¿De qué? ¿De quién?
—Padre, el Rey ha pedido a la Asamblea una asignación de veinticinco millones, y los muy imbéciles se la han concedido. Ya conoces el estado de la nación. Pretenden exprimirla como a una naranja. ¿Cuánto crees que puede durar esa situación?
Claude miró a sus hijas, tratando de reconocer en ellas a sus dulces pequeñas.
—Pero si no tuviéramos al Rey, a Lafayette, a Mirabeau o a los ministros —os he oído hablar mal de todos ellos— ¿quién gobernaría la nación?
Las hermanas se miraron y respondieron al unísono:
—Nuestros amigos.
Camille atacó a Mirabeau en su periódico con inusitada brutalidad. Sentía una incontenible rabia que fluía por sus venas. Durante un tiempo, Mirabeau siguió defendiéndolo contra quienes pretendían silenciarlo. Se refería a él como «mi pobre Camille». Andando el tiempo, se pasó a las filas enemigas. «Soy un buen cristiano —decía Camille—. Amo a mis enemigos». En efecto, sus enemigos contribuían a definir su personalidad. Podía adivinar sus propósitos en su mirada.
Al alejarse de Mirabeau, su relación con Robespierre se hizo más estrecha. Eso supuso para Camille un cambio radical en su estilo de vida. Pasaban las veladas juntos revisando documentos, escribiendo, escuchando el tictac del reloj. Para estar con Robespierre, Camille tuvo que revestirse de rigor y seriedad, como quien se pone una capa de invierno.
—Él es todo lo que me gustaría ser —le confesó a Lucile—. A Max no le importa el fracaso ni el éxito. Le tiene sin cuidado lo que los demás piensen de él, la opinión que les merezcan sus actos. Es uno de los pocos hombres al que sólo le preocupa obrar según su propia conciencia.
Sin embargo, el día anterior, Danton dijo a Lucile:
—El joven Maximilien es un enigma. No logro descifrarlo.
Pero Robespierre no se había equivocado respecto a Mirabeau. Independientemente de lo que uno opinara sobre él, era preciso reconocer que casi siempre tenía razón.
En mayo, Théroigne abandonó París. No tenía dinero y estaba cansada de que los periódicos monárquicos la llamaran prostituta. No habían vacilado en exponer implacablemente su turbio pasado. La época en que había vivido en Londres con un lord arruinado. Su relación, más provechosa, con el marqués de Persan. Su estancia en Génova con un cantante italiano. Unas semanas locas en París, cuando se presentaba ante todo el mundo como la condesa de Campinado, una aristócrata venida a menos. Nada delictivo ni exageradamente hiperbólico: sólo el tipo de cosas que todos hemos hecho cuando la necesidad aprieta. Sin embargo, se exponía a ser criticada, ridiculizada e insultada. ¿Quién sería capaz de soportar el tipo de escrutinio que he tenido que sufrir yo?, pensó mientras hacia la maleta. Se proponía regresar al cabo de unos meses, cuando la prensa hubiera caído sobre otra víctima.
En París se la veía con frecuencia en la Escuela de Equitación, sentada en la galería pública con su casaca roja, rodeada de admiradores; o paseando por el Palais-Royal, con una pistola en la cintura. Se dijo que había desaparecido de su casa de Lieja; sus hermanos creyeron que se había fugado con un hombre, pero al poco tiempo empezó a circular el rumor de que la habían secuestrado los austriacos.
Espero que no la suelten, dijo Lucile. Estaba celosa de Théroigne. ¿Qué derecho tenía a comportarse como un seudo-hombre, presentándose en las reuniones de los cordeliers y tomando la palabra desde la tribuna de oradores? Eso enfurecía a Danton. A él le gustaba el tipo de mujer que solía conocer en casa del duque: Agnès de Buffon, que le dirigía miradas lánguidas, y una joven inglesa llamada Grace Elliot, con sus misteriosas conexiones políticas y su maquinal forma de coquetear. Lucile había estado en casa del duque y había observado allí a Danton. Suponía que este estaba al tanto de lo que pasaba. De hecho, Danton sabía que Laclos le había tendido una trampa, cuyo señuelo eran esas mujeres. Félicité, la alcahueta, se la dejaba a Camille. A Camille le gustaba sostener una conversación inteligente con una mujer. Era una de sus perversiones, decía Danton.
Ese verano llegó a París Louis Suleau, el viejo enemigo de Camille de los tiempos de la escuela. Venía de Picardía bajo arresto, acusado de escribir panfletos sediciosos y anticonstitucionales. Su rebeldía, sin embargo, era distinta de la de Camille pues era más monárquico que el Rey. Louis fue absuelto y esa misma noche él y Camille permanecieron charlando hasta el amanecer. Era una conversación culta, brillante, cuyo santo patrón era Voltaire.
—Tengo que mantener a Louis alejado de Robespierre —confió Camille a Lucile—. Louis es una de las mejores personas del mundo, pero me temo que Max no lo comprendería.
Louis era un caballero, pensó Lucile. Tenía estilo, empaque, presencia. Al poco tiempo dispuso de una plataforma, entró en el consejo editorial de un periódico monárquico de línea escandalosa titulado Los hechos de los Apóstoles. Los diputados que se sentaban a la izquierda solían autodenominarse «los apóstoles de la libertad», pomposidad que en opinión de Louis debía ser severamente castigada. ¿Quiénes eran los colaboradores? Una pandilla de crápulas y ex sacerdotes, decían indignados los patriotas. ¿Cómo se hacía el periódico de marras? El Hechos solía organizar «cenas evangélicas» en el Restaurant du Mais y en Chez Beauvillier, donde comentaban los últimos chismorreos y tramaban el siguiente número. Invitaban a sus rivales y los emborrachaban para sonsacarles alguna noticia sabrosa. Camille comprendía el principio por el que se regían: un rumor por aquí, una confidencia por allá, total, una juerga a expensas de los idiotas que trataban de ocupar la vía del medio. Con frecuencia los artículos que rechazaba el Révolutions eran publicados por el Hechos.
—Querido Camille —dijo Louis—, deberías unirte a nosotros. Estoy seguro de que algún día coincidirán nuestras opiniones. Déjate de esas bobadas de «libertad, igualdad y fraternidad». ¿Conoces nuestro manifiesto? «Libertad, alegría y democracia real». En el fondo los dos queremos lo mismo, que la gente sea feliz. ¿De qué os sirve vuestra Revolución si os convierte en seres tristes y malhumorados? ¿De qué sirve una revolución dirigida por individuos amargados desde míseros cuartuchos?
Libertad, alegría y democracia real. Las mujeres Duplessis dieron a sus modistos instrucciones para el otoño de 1790. Trajes de seda negros con cinturones escarlatas y capas cortas ribeteadas con una cinta tricolor para asistir a estrenos teatrales, cenas para conocer a gente nueva…
Era todavía verano cuando Antoine Saint-Just llegó a París. No sólo de visita. Lucile estaba ansiosa de conocerlo. Camille le había hablado de él, contándole que había huido con la plata de la familia y había dilapidado el dinero en quince días. Estaba convencida de que era un joven encantador.
Antoine tenía veintidós años. El asunto de la plata familiar había sucedido tres años antes. ¿Se lo había inventado Camille? Costaba creer que una persona pudiera cambiar tanto. Lucile miró a Saint-Just y observó la chocante neutralidad de su expresión. Tras las presentaciones de rigor, él la miró como si no le interesara lo más mínimo. Iba acompañado de Robespierre, con quien al parecer mantenía correspondencia. Es curioso, pensó Lucile, la mayoría de los hombres se esfuerzan en conseguir de mí algo más que unas palabras amables. De todos modos no le molestó. Al contrario, era un cambio agradable.
Saint-Just era un joven muy apuesto, alto, de complexión atlética, con una mirada aterciopelada y una lánguida sonrisa. Tenía la tez pálida y el cabello castaño oscuro; su único defecto era su pronunciada barbilla, excesivamente ancha y larga. Lucile pensó que la barbilla impedía que resultara demasiado guapo, aunque visto desde ciertos ángulos, su rostro ofrecía un aspecto un tanto desequilibrado.
Camille iba con ella, por supuesto. Estaba de mal humor.
—¿Sigues escribiendo poesías? —preguntó a Saint-Just. El año pasado su primo había publicado un poema épico y se lo había enviado para conocer su opinión. Era interminable, violento y ligeramente obsceno.
—¿Por qué lo preguntas? ¿Te gustaría leerlas? —Saint-Just le miró ilusionado.
Camille sacudió la cabeza.
—La tortura ha sido abolida.
—Supongo que mi poema te ofendió —dijo Saint-Just con tono irónico—. Quizá te pareció pornográfico.
—Ni siquiera eso —contestó Camille, soltando una carcajada.
—Era un poema serio —insistió Saint-Just—. ¿Acaso crees que escribo poesías para perder el tiempo?
—Lo ignoro —respondió Camille.
Lucile notó que tenía la boca seca. Observó a los dos hombres tratando de ridiculizarse: Saint-Just pálido, pasivo, esperando los resultados; Camille nervioso, agresivo, con la mirada enfebrecida. Eso no tiene nada que ver con un poema, pensó Lucile. Robespierre también parecía algo alarmado.
—Eres demasiado severo, Camille —observó Robespierre—. Sin duda la obra tendría algún mérito.
—En absoluto —contestó Camille—. Pero si quieres, Antoine, te mostraré unas poesías que escribí en mis años mozos, para que puedas burlarte de ellas. Probablemente eres mejor poeta que yo, y sin duda serás mejor político, porque sabes controlarte. Te gustaría pegarme, pero no lo harás.
Saint-Just lo miró impertérrito.
—¿Te he ofendido? —preguntó Camille con tono afligido.
—Profundamente —le contestó Saint-Just, sonriendo—. Me has herido en lo más íntimo de mi ser. Porque eres la única persona cuya opinión tengo en cuenta. Ninguna cena aristocrática estaría completa sin tu presencia.
Tras esas palabras, Saint-Just se volvió hacia Robespierre.
—¿No puedes ser más amable con él? —murmuró Lucile.
—Como amigo, no me importa ser amable con él. Pero él se estaba dirigiendo al editor, no al amigo. Quería que escribiera un artículo ensalzando su talento. No le interesaba mi opinión personal, sino mi opinión profesional.
—¿Qué ha pasado? Pensaba que te caía bien.
—Ha cambiado. Era un loco, siempre estaba metido en algún lío de faldas. Pero se ha vuelto solemne y formal. Me gustaría que lo viera Louis Suleau, es el ejemplo típico de un revolucionario amargado. Se declara republicano. No me gustaría vivir en su república.
—Quizás él no te lo permitiría.
Más tarde Lucile oyó murmurar a Saint-Just:
—Es un frívolo.
Lucile meditó sobre esa palabra. La asociaba con divertidas giras veraniegas y resopones después del teatro. La actriz, sudorosa y pintarrajeada, sentada junto a ella, dijo: «Veo que está muy enamorada. Es muy guapo. Espero que sean felices». Era la primera vez que oía pronunciar esas palabras como una condena, cargadas de desprecio y malos presagios.
Aquel año la Asamblea convirtió a obispos y sacerdotes en funcionarios públicos, asalariados del Estado sometidos a elección, y les exigió que juraran lealtad a la nueva constitución. Si se negaban eran tachados de desleales y peligrosos. Todo el mundo coincidía (en las tardes pasadas en el salón de su madre) que el conflicto religioso era la fuerza más peligrosa que podía desatarse en una nación.
De vez en cuando Annette suspiraba y decía:
—La vida es muy prosaica. La constitución, la rectitud, los sombreros al estilo cuáquero…
—¿Qué prefiere? —le preguntó Danton—. ¿Plumas y grandes pasiones en la Escuela de Equitación? ¿Pánico en el Municipio? ¿Amor y muerte?
—No se ría. Nuestras románticas aspiraciones se han visto pisoteadas. He aquí la Revolución, el espíritu de Rousseau convertido en realidad, creíamos…
—Y lo cierto es que se trata sólo del señor Robespierre, con la vista cansada y un acento provinciano.
—Un montón de gente hablando de sus cuentas bancarias.
—¿Quién le ha hablado de mis asuntos?
—Todo el mundo habla de usted, señor Danton. —Annette se detuvo unos instantes—. Dígame, ¿le disgusta Max?
—¿Disgustarme? —contestó Danton, sorprendido—. No lo creo. Me hace sentirme algo incómodo. Tiene unos principios muy elevados, que trata de imponer a todo el mundo. ¿Será usted capaz de estar a su altura cuando se convierta en su suegra?
—Eso todavía no está… decidido.
—¿Acaso Adèle está indecisa?
—Él no le ha pedido que se casen.
—¿Entonces aún no están comprometidos? —preguntó Danton.
—No estoy segura de que Max…, pero no debo hacer ningún comentario al respecto. No me mire de ese modo. ¿Cómo puede una simple mujer adivinar lo que piensa un diputado?
—Ya no existen «simples mujeres». La semana pasada sus dos futuros yernos me vencieron en una discusión sobre ese tema. Tengo entendido que las mujeres son, en todos los aspectos, iguales que los hombres. Sólo quieren que les den la oportunidad de demostrarlo.
—Esto es obra de Louise Robert —respondió Annette—. Una mujer de mucho carácter. No me parece lógico que los hombres pierdan el tiempo defendiendo la igualdad de las mujeres. Va contra sus propios intereses.
—Robespierre se muestra totalmente indiferente. Como siempre. Y Camille dice que debemos conceder el voto a las mujeres. Dentro de poco las tendremos en la Escuela de Equitación, luciendo sombreros negros y discutiendo sobre el sistema fiscal.
—La vida será entonces aún más prosaica.
—No se preocupe —dijo Danton—. Puede que aún se produzca alguna sórdida tragedia.
—¿Acaso tiene esta revolución una filosofía? —preguntó Lucile—. ¿Un futuro?
No se atrevía a preguntárselo a Robespierre por temor a que le lanzara un discurso sobre el general Will; ni a Camille, por temor a que se pasara dos horas hablando sobre la república romana. De modo que decidió preguntárselo a Danton.
—Yo creo que sí —contestó—. Agarra lo que puedas y lárgate cuanto antes.
Diciembre de 1790: Claude ha cambiado de opinión. Sucedió un infausto día de diciembre, cuando unos densos nubarrones que presagiaban nieve se cernían sobre los tejados y las chimeneas de la ciudad.
—No puedo más —dijo—. Que se casen, antes de que me maten a disgustos. Amenazas, lágrimas, promesas, ultimátums… No soporto esta situación ni una semana más. Debí mostrarme más severo hace tiempo, pero ahora es demasiado tarde. Que sea lo que Dios quiera, Annette.
Annette se dirigió a la habitación de su hija. Lucile estaba escribiendo en su diario. Al ver entrar a su madre, tapó la hoja de papel con la mano, derramando una gota de tinta.
Cuando Annette le comunicó la noticia, miró a su madre atónita.
—¿Así de sencillo? —murmuró—. ¿Conque Claude ha cambiado de parecer? Yo creía que sería más complicado —dijo. Luego apoyó la cabeza entre las manos y rompió a llorar, dejando que sus lágrimas se deslizaran sobre las palabras prohibidas de su diario—. ¡Qué alivio! —exclamó.
Su madre apoyó las manos sobre sus hombros y dijo:
—Ya has conseguido lo que querías, de modo que deja de tontear con el señor Danton. Compórtate como es debido.
—Seré un dechado de virtudes —contestó Lucile, enjugándose las lágrimas—. Nos casaremos enseguida.
—¿Enseguida? ¡Qué dirá la gente! Además, estamos en Adviento. No puedes casarte en Adviento.
—Pediremos una dispensa. En cuanto a lo que diga la gente, no me importa en absoluto. Allá ellos.
Lucile se levantó de un salto y echó a correr por la casa, riendo y llorando al mismo tiempo. En aquellos momentos llegó Camille.
—¿Por qué tiene una mancha de tinta en la frente? —preguntó, desconcertado.
—Es como si hubiera recibido un segundo bautismo —contestó Annette—. O el equivalente republicano de la unción con los sagrados óleos. Al fin y al cabo, querido, vuestra vida está llena de tinta.
Camille tenía también una manchita de tinta en el puño. Presentaba el aire de un hombre que acaba de escribir un editorial y le preocupa que pueda aparecer una errata. En cierta ocasión se había referido a Marat como «el apóstol de la libertad», y habían escrito «el apóstata de la libertad». Marat se había presentado en su despacho hecho una furia, exigiendo una explicación.
—¿Está usted seguro, señor Duplessis? —preguntó Camille—. No puedo creerlo. ¿No será un error? ¿Un error de imprenta?
Por más que lo intentaba, Annette no conseguía borrar las imágenes. Se imaginaba paseándose por esta misma habitación, diciendo a Camille que todo había terminado entre ellos. La lluvia batía sobre las ventanas. Y el beso, un beso de diez segundos que, de no haber aparecido en aquellos momentos Lucile, habría terminado en la chaise-longue de terciopelo azul.
—¿Por qué estás tan enojada, Annette? —preguntó Claude.
—No estoy enojada, querido. Es un día maravilloso.
—Si tú lo dices… ¡Mujeres! —exclamó Claude, mirando a Camille con aire de complicidad. Camille lo observó fríamente—. Lucile también parece un tanto confundida sobre sus sentimientos. Espero que… —Claude se detuvo frente a Camille, como si fuera a apoyar una mano en su hombro, pero se abstuvo—. Bien, espero que seáis felices.
—Camille, querido —dijo Annette—, tu vivienda es muy bonita pero creo que debéis buscar una más grande. Necesitaréis algunos muebles… ¿Quieres que te regale esta chaise-longue? Sé que siempre te ha gustado.
—He soñado con ella muchas veces —respondió Camille, bajando la vista.
—La mandaré al tapicero.
—No, te lo ruego —protestó Camille—. Así está bien.
—Bueno, os dejo para que sigáis hablando sobre los muebles —dijo Claude, sonriendo—. Debo reconocer, muchacho, que nunca dejas de sorprenderme.
—¿De veras? ¡Es maravilloso! —exclamó el duque de Orléans—. Es la primera buena noticia que recibo desde hace mucho tiempo.
Camille le había presentado a Lucile, quien le había parecido una joven encantadora. Tenía estilo, porte, como una inglesa; sería una excelente amazona. Les haré un buen regalo, pensó el duque.
—Laclos, ¿dónde está situada esa casa que en estos momentos tengo vacía? Esa con un jardín y doce habitaciones. No recuerdo la calle…
—¡Es increíble! —exclamó Camille—. Me imagino la cara que pondrá mi padre… ¡Va a regalarnos una casa! Dispondremos de espacio suficiente para instalar en ella la chaise-longue…
—A veces no te entiendo —dijo Annette—. ¿Qué sería de ti si no tuvieras a tanta gente ocupándose de ti, Camille? ¿Cómo puedes aceptar una casa del duque, el soborno más grande, más visible que pueda hacerte? Es demasiado comprometedor. ¿No temes que te ataque la prensa monárquica?
—Tienes razón.
—Dile que te dé dinero. Hablando de casas, mira estos bocetos —dijo Annette, mostrándole los planos de su propiedad en Bourg-la-Reine—. Me gustaría construir para vosotros una casita aquí, al final de esa avenida de tilos.
—¿Por qué?
—Porque no estoy dispuesta a vivir bajo el mismo techo contigo y con Claude durante las vacaciones. Sería como irse de vacaciones al Purgatorio. Siempre he deseado diseñar una casita. Por supuesto, es posible que, dado que soy una simple amateur, olvide algún detalle fundamental. Pero no te preocupes, incluiré un bonito dormitorio para ti. Yo iré a visitaros de vez en cuando.
Annette sonrió de forma ambigua, como entre aterrada y entusiasmada. Los próximos años serán muy interesantes, pensó. Camille tiene unos ojos extraordinarios, de un gris tan oscuro que casi parecen negros, y una mirada absorta, como si contemplara el futuro.
—En Saint-Sulpice —dijo Annette—, las confesiones son a las tres.
—Lo sé —respondió Camille—. Todo está arreglado. He enviado recado al padre Pancemont de que llegaría a las tres en punto. Le dije que no suelo hacer esas cosas todos los días y que no me hiciera esperar. ¿Vienes?
—Ordena que traigan el coche.
Al llegar frente a la iglesia, Annette dijo al cochero:
—Tardaremos… ¿Cuánto crees que tardarás en confesarte?
—En realidad no voy a confesarme. Sólo unos pocos pecadillos. Treinta minutos.
Al fondo de la iglesia había un hombre vestido con una casaca oscura, paseándose arriba y abajo, con una carpeta bajo el brazo. En aquel momento el reloj dio las tres.
—Las tres en punto, señor Desmoulins. ¿Entramos?
—Es mi abogado —dijo Camille.
—¿Cómo? —preguntó Annette, perpleja.
—Mi abogado, notario público. Está especializado en ley canónica. Me lo recomendó Mirabeau.
El abogado tenía aire satisfecho. Qué interesante, pensó Annette, que todavía veas a Mirabeau.
—¿Acaso pretendes que tu abogado te acompañe durante la confesión, Camille?
—Una simple medida de precaución. Ningún pecador serio debería pasarla por alto.
Tras esas palabras, Camille cogió a Annette del brazo y atravesaron la iglesia apresuradamente.
—Te espero aquí —dijo Annette.
Se arrodilló en un banco, junto a unas abuelas que rezaban para que regresaran los viejos tiempos, y un perrito dormido en el suelo, roncando. El sacerdote preguntó en voz alta:
—¿Eres tú?
—Escriba esto —ordenó Camille al abogado.
—Debo admitir que no pensé que vinieras. Cuando recibí tu mensaje supuse que era una broma.
—No es ninguna broma. Para casarme debo estar en estado de gracia, ¿no es así?
—¿Eres católico?
—¿Por qué lo pregunta? —quiso saber Camille.
—Porque si no eres católico no puedo administrarte los sacramentos.
—De acuerdo. Soy católico.
—¿Acaso no has afirmado… —Annette oyó carraspear al sacerdote—, en tu periódico que la religión mahometana es tan válida como la de Jesucristo?
—¿Lee usted mi periódico? —preguntó Camille, complacido. Silencio—. ¿Se niega a casarnos?
—Hasta que hayas declarado públicamente que profesas la fe católica…
—No tiene usted derecho a pedirme eso. Debe aceptar mi palabra. Mirabeau dice…
—¿Desde cuándo es Mirabeau una autoridad eclesiástica?
—Le gustará esa frase, se la diré. Le ruego que cambie de opinión, padre, porque estoy muy enamorado y es preferible que nos casemos a que nos abrasemos en el infierno.
—Ya que citas a San Pablo —respondió el sacerdote—, me permito recordarte que es Dios quien me ha otorgado mis poderes. Y que quienquiera que se resista a mis poderes en realidad se estará resistiendo a las reglas de Dios, y los que se resistan se condenarán.
—Es un riesgo que debo correr —replicó Camille—. Como sabe de sobra, creo que es el versículo catorce, el marido no creyente será santificado por su esposa. Si se niega a casarnos, presentaré el caso ante una comisión eclesiástica. Me está poniendo obstáculos, me impide unirme en santo matrimonio con mi prometida. En lugar de comparecer ante los tribunales, sería preferible que se expusiera a ser engañado. Ver capítulo seis.
—Eso se refiere a llevar a los tribunales a los no creyentes. El vicario general de la diócesis de Sens no es un no creyente.
—Sabe que no tiene razón —insistió Camille—. ¿Dónde cree que me educaron? No me venga con esas majaderías. No —dijo a su abogado—, no es necesario que escriba eso.
Al salir del confesionario, Camille ordenó a su abogado:
—Tache esa última frase. Me he precipitado. Escriba en la parte superior de la hoja: «En relación a la celebración del matrimonio de L. C. Desmoulins, abogado». Eso es. Subráyelo.
—¿Has rezado con fervor? —preguntó a Annette, cogiéndola del brazo. Luego añadió en voz baja a su abogado—: Envíelo inmediatamente a la comisión.
—Ni iglesia, ni sacerdote —dijo Lucile—. Maravilloso.
—El vicario general de la diócesis de Sens dice que soy responsable de la pérdida de la mitad de sus ingresos anuales —respondió Camille—. Dice que por culpa mía han quemado su castillo. Deja de reírte, Adèle.
Estaban sentados en el cuarto de estar de Annette.
—Bien, Maximilien —dijo Camille—, dado que eres un experto a la hora de resolver problemas, espero que resuelvas este.
—¿No conocéis a un sacerdote más tolerante? —preguntó Adèle, tratando de contener la risa—. ¿Algún compañero de la escuela?
—Quizá pudiéramos convencer al padre Bérardier —contestó Robespierre—. Era nuestro rector en el Louis-le-Grand, y ahora es miembro de la Asamblea. Siempre te tuvo mucho afecto, Camille…
—Cuando me ve, sonríe como diciendo: «Ya sabía cómo ibas a acabar». Dicen que se negará a jurar lealtad a la constitución.
—Eso no importa —terció Lucile—. Si existe alguna posibilidad…
—Con las siguientes condiciones —dijo Bérardier—. Que declares públicamente en tu periódico que profesas la fe católica. Que dejes de hacer chistecitos anticlericales en tu periódico y que elimines de él su tono blasfemo.
—¿Y cómo quiere que me gane la vida? —inquirió Camille.
—Podías haber previsto lo que sucedería cuando decidiste meterte con la Iglesia. Pero nunca fuiste un muchacho previsor.
—Bajo las condiciones estipuladas —dijo el padre Pancemont—, permitiré que el padre Bérardier os case en Saint-Sulpice. Pero yo me niego a hacerlo, y creo que el padre comete un error.
—Es un joven que se deja llevar por sus impulsos —dijo el padre Bérardier—. Un día sus impulsos lo conducirán por el camino adecuado, ¿no es cierto, Camille?
—El problema es que no pensaba sacar otro número antes de Año Nuevo.
Los sacerdotes se miraron.
—Entonces debes hacerlo en el primer número de 1791.
Camille asintió.
—¿Lo prometes? —preguntó Bérardier.
—Lo prometo.
—Siempre fuiste un consumado embustero.
—No lo hará —dijo el padre Pancemont—. Hubiéramos debido exigirle que se retractara antes de casarlo.
Bérardier suspiró.
—¿De qué serviría? Uno no puede forzar las conciencias —dijo.
—Tengo entendido que el diputado Robespierre también era alumno suyo.
—Sí, durante un tiempo.
El padre Pancemont lo miró como si acabara de decir: «Estuve en Lisboa durante el año del terremoto».
—Así pues, ¿ha abandonado la enseñanza? —preguntó.
—Mire, existen personas que son peores.
—No se me ocurre ninguna —contestó el sacerdote.
Los testigos de la boda: Robespierre, Pétion, el escritor Louis-Sébastien Mercier y el marqués De Sillery, amigo del duque. Un grupo elegido diplomáticamente que representa al ala izquierda de la Asamblea, las fuerzas literarias y las conexiones orleanistas.
—Espero que no te importe —dijo Camille a Danton—. En realidad, quería que los testigos fueran Lafayette, Louis Suleau, Marat y el verdugo.
—Por supuesto que no me importa —contestó Danton. Al fin y al cabo, pensó, voy a ser testigo de todo lo demás—. ¿Piensas hacerte rico?
—La dote asciende a cien mil libras. Y poseo algunos objetos de plata. No me mires así. He sudado lo mío para conseguirlos.
—¿Vas a serle fiel?
—Naturalmente —respondió ofendido Camille—. Qué pregunta. La amo.
—Me alegra saberlo.
Alquilaron una vivienda en el primer piso de un edificio situado en la rue des Cordeliers, junto a los Danton; y el 30 de diciembre ofrecieron una comida de bodas para cien invitados. Hacía un día gris y lluvioso. A la una se encontraron por fin solos. Lucile llevaba todavía su vestido rosa de novia, un tanto arrugado y manchado de champán. Se sentó en la chaise-longue de terciopelo azul y se quitó los zapatos.
—¡Qué día! —exclamó—. No ha habido un día igual en los anales del sagrado matrimonio. Filas y filas de gente llorando y gimiendo… Mi madre llorando, mi padre llorando, el viejo Bérardier amonestándote públicamente, tú llorando, y la mitad de París que no estaba en la iglesia corría por las calles lanzando eslóganes y frases obscenas. Y…
Lucile se detuvo. Estaba nerviosa y mareada. Debe ser como navegar en alta mar, pensó. Camille parecía hablarle desde muy lejos:
—… y jamás pensé que me sentiría tan feliz, porque hace dos años no tenía nada y ahora te tengo a ti, tengo una posición desahogada y soy famoso…
—He bebido demasiado —dijo Lucile.
Al recordar la ceremonia le parecía que todo estaba envuelto en una bruma, y de pronto se preguntó angustiada: «¿Estaremos realmente casados? ¿No será la embriaguez un impedimento? La semana pasada, cuando visitamos la casa, ¿estaba sobria? ¿Dónde está la casa?».
—Temí que no se fueran nunca —dijo Camille.
Lucile lo miró. Durante cuatro años había imaginado las cosas que le diría al llegar este momento, pero ahora era incapaz de esbozar siquiera una tímida sonrisa. Abrió los ojos para impedir que la habitación siguiera girando, pero estaba tan cansada que volvió a cerrarlos. Luego se tumbó boca abajo en la chaise-longue, se instaló cómodamente y cayó dormida. Una caritativa mano acomodó una almohada debajo de su mejilla.
—Escucha los epítetos que me dedica si no apoyo el juramento constitucional de los pobres obispos —dijo el Rey, ajustándose las gafas para leer el periódico que sostenía en las manos:
—… traidor, conspirador, enemigo de las libertades públicas, perjuro, cobarde, príncipe sin honor, sinvergüenza, bellaco… —Luis se detuvo, dejó el periódico y se sonó enérgicamente con un pañuelo que llevaba bordado el escudo real—. Feliz año nuevo, doctor Marat.