I. Vírgenes

(1789)

El señor Soulès, elector de París, estaba solo en las torres de la Bastilla. Habían ido a buscarlo por la tarde y le habían dicho que Lafayette deseaba hablar con él. De Launay ha sido asesinado, le informaron, de modo que le habían nombrado gobernador pro tem. ¿Por qué a mí?, preguntó asustado.

No te preocupes, hombre, le aseguraron, no pasará nada.

Son las tres de la mañana. Soulès ha enviado de regreso a su escolta. La noche es negra como un alma pecadora; el cuerpo ansía la muerte. Desde Saint-Antoine, a sus pies, un perro gime patéticamente. A su izquierda, una antorcha ilumina débilmente las húmedas piedras, los espíritus errantes.

Jesús, María y José, ayudadnos en la hora de nuestra muerte.

Soulès se topó con un individuo corpulento que sostenía un mosquetón.

Ya deberían de estar aquí, pensó preocupado; uno debería preguntar ¿quién va, amigo o enemigo? ¿Y si contestan «enemigo» y no se detienen?

—¿Quién eres? —preguntó el individuo del mosquetón.

—El gobernador.

—El gobernador está muerto.

—Ya lo sé. Soy el nuevo gobernador. Me ha enviado Lafayette.

—¿De veras? Lo ha enviado Lafayette —repitió el individuo con tono burlón. Se oyeron unas risitas en la oscuridad—. Enséñanos la orden.

Soulès sacó del bolsillo un documento que había conservado junto a su corazón durante esas angustiosas horas.

—Está demasiado oscuro, no puedo leerlo —dijo el individuo, arrugando el papel—. Soy el capitán D’Anton, del batallón de cordeliers de la milicia ciudadana, y te arresto porque me pareces un sujeto muy sospechoso. Ciudadanos, cumplid con vuestro deber.

Soulès abrió la boca para protestar.

—Es inútil que grites. He inspeccionado a la guardia. Están borrachos y duermen a pierna suelta. Te llevaremos a nuestro cuartel general.

Soulès miró a su alrededor. Había por lo menos cuatro hombres armados detrás del capitán D’Anton, ocultos entre las sombras.

—No se te ocurra oponer resistencia.

El capitán tenía una voz culta y educada. Un pequeño consuelo. No pierdas la cabeza, se dijo Soulès.

Tocaron a rebato en Saint-André-des-Arts. Al cabo de pocos minutos aparecieron centenares de personas en las calles. Era un distrito muy animado, según había afirmado siempre D’Anton.

—Hay que ser precavidos —dijo Fabre—. Quizá deberíamos matarlo.

—Exijo que me lleven al Ayuntamiento —repetía Soulès una y otra vez.

—No estás en condición de exigir nada —contestó D’Anton. Y poco después añadió—: De acuerdo, te llevaremos al Ayuntamiento.

Fue un viaje memorable. Tuvieron que utilizar un coche descubierto, puesto que no había otro disponible. Las calles estaban atestadas de gente que veían que los ciudadanos cordeliers necesitaban ayuda. «¡Matadlo!», gritaban.

Cuando llegaron, D’Anton dijo:

—Lo que me temía. El gobierno de la ciudad está en manos del primero que se presente y tome el mando.

Hacía unas semanas, un cuerpo no oficial de electores había formado la Comuna, el Gobierno municipal; el señor Bailly, de la Asamblea Nacional, que había presidido las elecciones de París, era su espíritu organizador. Es cierto que hasta ayer había habido un preboste, nombrado por el Rey; pero la multitud lo había asesinado después de liquidar a De Launay. ¿Quién gobernaba ahora la ciudad? ¿Quién era el guardasellos? La pregunta era difícil de responder. El marqués de Lafayette, según dijo un oficial, se había ido a casa a dormir.

—Bonito momento para irse a dormir. Ve a buscarlo. Una patrulla de ciudadanos se levanta de la cama para ir a inspeccionar la Bastilla, conquistada tras grandes esfuerzos, encuentra a los guardias borrachos y a este hombre, que asegura ser el gobernador. Alguien tiene que dar la cara. Hay que contar los muertos. Quizá queden todavía algunas víctimas encadenadas en las mazmorras.

—No es difícil contar los muertos —respondió el oficial—. Sólo había siete personas.

No obstante, D’Anton insistió:

—¿Y los efectos de los prisioneros? He oído hablar de una mesa de billar que instalaron allí hace veinte años.

Los hombres se echaron a reír. El oficial lo miró perplejo.

—Ve a buscar a Lafayette —le ordenó D’Anton.

Jules Paré sonrió en la oscuridad. Las luces iluminaban la Place de Grève. Soulès dirigió la mirada hacia la Lanterne, un lugar donde, pocas horas antes, la cabeza del marqués De Launay había rodado sobre los adoquines como si se tratara de una calabaza.

—Le recomiendo que rece, señor Soulès —dijo D’Anton amablemente.

Había amanecido cuando apareció Lafayette. D’Anton observó que iba impecablemente vestido y afeitado, pero tenía las mejillas encendidas.

—¿Sabe usted qué hora es?

—Las cinco —respondió D’Anton—. Siempre supuse que los soldados estaban dispuestos a levantarse a cualquier hora de la noche.

Lafayette se volvió un instante, con los puños crispados, y alzó la mirada al cielo. Luego se volvió de nuevo hacia D’Anton y dijo amablemente:

—Lo siento. No debí decir eso. Es usted el capitán D’Anton, ¿no es cierto? Pertenece a los cordeliers.

—Y un gran admirador suyo, general —respondió D’Anton.

—Muchas gracias. —Lafayette observó a su nuevo subordinado, un hombre gigantesco con el rostro cubierto de cicatrices—. No estoy seguro de que fuera necesario traerme aquí, pero supongo que hace usted lo que puede…

—En efecto, hago lo que puedo —respondió D’Anton.

Durante unos instantes el general lo miró con recelo. ¿Se trataría de alguna broma?

—Este es el señor Soulès, al cual he concedido plena autoridad. Por supuesto, le entregaré un nuevo documento. ¿Satisfecho?

—Sí —contestó el capitán—. Aunque me habría bastado su palabra, general.

—Si ha terminado, capitán D’Anton, regresaré a mi casa.

El capitán no percibió la ironía en sus palabras.

—Buenas noches —dijo.

Lafayette dio media vuelta, sin saber si despedirse con el saludo militar o no.

D’Anton condujo a su patrulla de nuevo al río. Gabrielle le aguardaba en casa.

—¿Por qué lo hiciste?

—Para demostrar que tengo iniciativa.

—Lafayette se habrá enojado contigo.

—A eso me refiero.

—Ese es el tipo de jueguecitos que le gusta a la gente —dijo Paré—. Creo que te nombrarán capitán de la milicia, D’Anton. También creo que te elegirán presidente del distrito. Todo el mundo te conocerá.

—Lafayette ya me conoce —respondió D’Anton.

Ultimas noticias de Versalles: el Rey ha llamado de nuevo al señor Necker. El señor Bailly ha sido nombrado alcalde de París. Momoro ha permanecido toda la noche en vela para imprimir el panfleto de Camille. Han comenzado a demoler la Bastilla. La gente se lleva las piedras, como recuerdo.

Comienza la emigración. El príncipe de Condé abandona el país precipitadamente, dejando atrás numerosas facturas sin pagar. Artois, el hermano del Rey, se marcha, al igual que las Polignac, las favoritas de la Reina.

El 17 de julio, el alcalde Bailly parte de Versalles en un coche cubierto de flores, llega al Ayuntamiento a las diez de la mañana y parte de nuevo apresuradamente, acompañado de un grupo de dignatarios, para reunirse con el Rey. Al llegar a la bomba de incendios de Chaillot, el alcalde, unos electores y los guardias se encuentran con trescientos diputados y la comitiva real.

—Señor —dice el alcalde Bailly, ofreciendo al Monarca las llaves de la ciudad sobre una bandeja de plata—, tengo el honor de entregar a Vuestra Majestad las llaves de la ciudad de París. Son las mismas que le fueron ofrecidas a Enrique IV. El Rey había reconquistado a su pueblo, y en esta ocasión el pueblo ha reconquistado a su Rey.

Suena poco delicado, pero el alcalde lo ha dicho de buena fe. Los presentes aplauden espontáneamente. A lo largo de la ruta están apostados numerosos milicianos. El marqués de Lafayette camina delante del carruaje del Rey. Suenan unas salvas. Su Majestad se apea del coche y acepta de manos del alcalde Bailly la nueva roseta tricolor. El color blanco de la monarquía ha sido añadido al rojo y al azul. Prende la roseta en su sombrero y el público lo aclama y vitorea. (El Rey ha hecho testamento antes de partir de Versalles). Luego sube por la escalinata del Ayuntamiento, bajo un arco formado por espadas. La delirante multitud intenta acercarse a él para tocarlo, para comprobar si es de carne y hueso.

—¡Viva el Rey! —gritan. (La Reina temía no volver a verlo con vida).

—Dejadlos —ordena el Monarca a los soldados—. Creo que sus muestras de afecto hacia mi persona son sinceras.

Las cosas vuelven a la normalidad. Las tiendas abren de nuevo.

Un anciano, demacrado y apoyado en un bastón, con una larga barba canosa, desfila a través de la ciudad saludando a las multitudes que siguen atestando las calles. Es el mayor Whyte —un inglés o irlandés—, y nadie sabe cuánto tiempo ha permanecido encerrado en la Bastilla. Parece halagado por las atenciones que le dispensan, pero cuando le preguntan el motivo de su encarcelación se pone a llorar. A veces no recuerda su nombre. Otras, afirma que es Julio César.

INTERROGATORIO DE DESNOT, EN JULIO DE 1789, EN PARÍS

Al preguntarle si había mutilado la cabeza del señor De Launay con un cuchillo, respondió que lo había hecho con su navaja; y cuando alguien observó que era imposible decapitar a alguien con un instrumento tan pequeño y endeble, Desnot respondió que, dada su experiencia como cocinero, sabía cómo manipular la carne.

18 de agosto de 1789

En Astley’s Amphitheatre, Puente de Westminster

(Después de una actuación en la cuerda floja a cargo

del Signior Spinacuta)

Un nuevo y espléndido espectáculo

LA REVOLUCIÓN FRANCESA

Del domingo 12 de julio al miércoles 15 de julio (inclusive)

titulado

LA SUBLEVACIÓN DE PARÍS

una extraordinaria obra basada en

hechos reales

Palcos, 3 chelines; platea, 2 chelines; anfiteatro 1 libra,

Asientos laterales, 6 peniques

Las puertas se abrirán a las cinco y media, y la representación

comenzará a las seis en punto.

Camille se había convertido en persona non grata en la rue Condé. Tenía que recurrir a Stanislas Fréron para que le diera noticias y transmitiera sus sentimientos (y sus cartas) a Lucile.

—Si he comprendido bien la situación —le dijo Fréron—, ella te amaba por tus cualidades espirituales. Porque eras sensible, elevado. Porque —según creía ella— te hallabas en un planeta distinto del resto de los mortales. ¿Y qué ha sucedido? Pues que de pronto resulta que eres un tipo que se pasea por las calles cubierto de lodo y de sangre, incitando a la insurrección y organizando una salvaje matanza.

D’Anton dijo que Fréron «trataba de desbancarlo para ocupar su lugar». Tenía un tono cínico. Citó el comentario que había hecho Voltaire a propósito del padre de Conejo: «Si una serpiente mordiera a Fréron, la serpiente moriría en el acto».

Lo cierto —aunque Fréron no dijo una palabra sobre ello— era que Lucile estaba más enamorada que nunca de Camille. Claude Duplessis estaba convencido de que si conseguía presentar a su hija al hombre adecuado se curaría de su obsesión. Pero sabía que no sería fácil hallar a un hombre que se interesara en ella; y si lo hallaba, sería ella quien no mostraría el menor interés. Todo lo relacionado con Camille la excitaba: su ausencia de respetabilidad, sus pequeños amaneramientos faux-naïf, su singular intelecto. Pero sobre todo el hecho de que de pronto se había hecho famoso.

Fréron —viejo amigo de la familia— había asistido al espectacular cambio que había experimentado Lucile. De una muchacha tímida y discreta se había transformado en una espléndida joven, con una boca sensual, llena de términos políticos, y una mirada cautivadora. Debe de ser estupenda en la cama, pensó Fréron, que estaba casado con una mujer insignificante que no encajaba en sus futuros planes. Todo es posible en estos tiempos, pensó Fréron. Desgraciadamente, Lucile había adoptado la ridícula costumbre de llamarlo «Conejo».

Camille apenas dormía; no tenía tiempo. Cuando conseguía dormir, tenía unos sueños agotadores. Soñaba, ínter alia, que todo el mundo había acudido a una fiesta. Los distintos escenarios eran la Place de Grève, el salón de Annette y el Salón de los Pequeños Placeres. Todos estaban presentes. Angélique Charpentier charlaba con Hérault de Séchelles sobre los rumores que circulaban respecto a él. Sophie, una muchacha de Guise con la que se había acostado cuando tenía dieciséis años, se lo contaba todo a Laclos; Laclos tomaba notas en su cuaderno mientras maître Perrin, que estaba junto a él, le exigía a voces que le prestara atención. El sonriente diputado Pétion se paseaba agarrado del brazo del difunto gobernador de la Bastilla, De Launay, a quien le faltaba la cabeza. Su viejo compañero de escuela, Louis Suleau, discutía en la calle con Anne Théroigne. Fabre y Robespierre jugaban a un juego de niños; cada vez que dejaban de hablar, se quedaban inmóviles como estatuas.

A Camille no le inquietaban esos sueños pues salía todas las noches a cenar. Sabía que contenían cierto grado de verdad; todas las personas que poblaban su vida se habían juntado.

—¿Qué opinas de Robespierre? —preguntó un día a D’Anton.

—¿El pequeño Max? Es un tipo estupendo.

—No debes decir eso. Es muy susceptible en lo tocante a su estatura. Al menos lo era cuando íbamos a la escuela.

—Está bien —contestó D’Anton—, dejémoslo en que es un tipo estupendo. No he tenido tiempo de ocuparme de las pequeñas vanidades de la gente.

—Y luego me acusas de no tener tacto…

—¿Pretendes discutir conmigo?

Camille no consiguió averiguar lo que D’Anton opinaba sobre Robespierre.

—¿Qué opinas de D’Anton? —le preguntó a Robespierre.

Robespierre se quitó las gafas y limpió los cristales mientras reflexionaba.

—Es muy agradable —dijo al cabo de una larga pausa.

—¿Eso es todo? No me contestes con evasivas. Uno no opina simplemente que una persona es agradable.

—Te equivocas, Camille —respondió Robespierre suavemente.

De modo que tampoco llegó a averiguar qué opinaba Robespierre sobre D’Anton.

El ex ministro Foulon había comentado en cierta ocasión, durante una hambruna, que si la gente tenía hambre podía comer hierba. Al menos eso se decía. Ese fue el motivo por el que el 22 de julio se encontraba en la Place de Grève ante un grupo de gente.

Estaba custodiado por unos guardias, pero daba la impresión de que el pequeño pero feroz grupo de gente que lo rodeaba estaba dispuesto a despedazarlo.

En eso apareció Lafayette y habló con ellos. Dijo que no deseaba interponerse en el camino de la justicia popular, pero creía que al menos debían juzgar a Foulon.

—¿De qué sirve juzgar a un hombre que ha sido condenado durante los últimos treinta años? —replicó una voz.

Foulon era viejo; hacía muchos años que había pronunciado la célebre frasecita. Para escapar a una muerte segura, había permanecido oculto y había difundido el rumor de que había muerto. Se decía que habían celebrado un funeral con un ataúd lleno de piedras. Descubierto y arrestado, en estos momentos miraba al general con aire de súplica. En las estrechas callejuelas que rodeaban el Ayuntamiento sonaban las pisadas de una nutrida multitud.

—Vienen hacia aquí —informó un ayudante al general—. Desde el Palais-Royal y desde Saint-Antoine.

—Lo sé —respondió el general—. ¿Cuántos son?

Era imposible calcularlo. Eran demasiados. El general dirigió a Foulon una mirada de lástima. No disponía de fuerzas; si las autoridades municipales querían proteger a Foulon tendrían que hacerlo ellas mismas. Lafayette miró a su ayudante y se encogió de hombros.

Arrojaron manojos de hierba a Foulon y también se la metieron en la boca, instándole a que se la comiera. Luego lo arrastraron por la Place de Grève y lo colgaron del saliente de hierro de la Lanterne. Durante unos instantes el anciano quedó suspendido de la cuerda, que se rompió y el pobre hombre cayó entre la multitud. Tras golpearlo brutalmente, volvieron a suspenderlo de la cuerda, que se rompió de nuevo. La multitud sujetó al anciano con cuidado, para no asestarle el golpe de gracia, y lo colgaron otra vez. La cuerda resistió. Cuando Foulon estaba muerto, o casi, le cortaron la cabeza y la clavaron en una pica.

Al mismo tiempo, el yerno de Foulon, Berthier, el intendente de París, había sido arrestado en Compiègne y trasladado al Ayuntamiento, con los ojos vidriosos y aterrorizado. Al llegar lo introdujeron en el edificio mientras la multitud le arrojaba mendrugos de pan negro. Al poco rato lo sacaron de nuevo para trasladarlo a la prisión de Abbaye; poco después murió, estrangulado o de un tiro en la cabeza. Y quizá no estuviera muerto todavía cuando alguien empezó a rebanarle el cuello con una espada. Acto seguido clavaron su cabeza en una pica. Cuando se encontraron las dos macabras procesiones, la multitud empezó a gritar: «¡Besa a papá!». Luego abrieron a Berthier en canal, le arrancaron el corazón, lo clavaron en una espada y lo trasladaron al Ayuntamiento, donde lo arrojaron sobre la mesa de Bailly. Al alcalde estuvo a punto de darle un ataque. Por último llevaron el corazón al Palais-Royal, lo estrujaron hasta llenar una copa con sangre y la gente la bebió, mientras cantaba:

Una fiesta no es una fiesta

si no pones en ella el corazón.

La noticia de los linchamientos en París causó gran consternación en Versalles, donde se hallaba reunida la Asamblea para debatir sobre los derechos humanos. Los diputados se sentían conmocionados, indignados. ¿Dónde estaba la milicia mientras se producían esos hechos? Todo el mundo pensaba que Foulon y su yerno habían especulado con el grano, pero los diputados, que se movían entre el Salón de los Pequeños Placeres y las despensas de sus viviendas, habían perdido contacto con lo que suele llamarse sentimiento popular. Irritado ante semejante alarde de hipocresía, el diputado Barnave les espetó:

—¿Acaso era tan pura esa sangre que ha sido derramada?

Sus compañeros protestaron ante ese ataque y reanudaron el debate. Estaban decididos a redactar una «Declaración sobre los derechos del hombre». Algunos murmuraron que la Asamblea debía redactar primero la constitución, puesto que los derechos existen en virtud de las leyes; pero la jurisprudencia es un tema muy aburrido, y la libertad, en cambio, muy emocionante…

La noche del 4 de agosto, deja de existir el sistema feudal en Francia. El vizconde de Noailles se levanta y, con voz trémula por la emoción, se desprende de cuanto posee, lo cual, dicho sea de paso, no es gran cosa. La Asamblea Nacional se pone en pie en una orgía de magnanimidad: se desprenden de siervos, leyes de caza, diezmos y cortes señoriales, mientras por sus mejillas ruedan lágrimas de felicidad. Un miembro pasa una nota al presidente: «Cierra la sesión, han perdido el control». Pero nadie, ni la mano divina, puede frenarlos; todos rivalizan para demostrar quién es el más patriótico y generoso. A la semana siguiente, tratarán de dar marcha atrás, pero será demasiado tarde. Entretanto, Camille se pasea por Versalles dejando un rastro de pelotas de papel arrugado, generando en el profundo silencio de las noches estivales la prosa que ya no desprecia:

Esa noche, más que el Sábado Santo, fue cuando al fin nos liberamos de las crueles cadenas de la esclavitud… Esa noche restituyó a los franceses los derechos del hombre y proclamó que todos los ciudadanos eran iguales, igualmente admisibles a todos los cargos, lugares y administraciones públicas. Esa noche arrebató los cargos civiles, eclesiásticos y militares a los ricos, a los nobles y a los miembros de la realeza para entregárselos a la nación en virtud de sus méritos. Esa noche arrebató a la señora d’Epr… su pensión de 20.000 libras por haberse acostado con un ministro. El comercio con las Indias está abierto a todos. Quien desee abrir una tienda puede hacerlo. El maestro sastre, el maestro zapatero y el maestro peluquero llorarán de rabia, pero los asalariados se alegrarán y encenderán luces en sus ventanas. Fue una noche desastrosa para el gran chambelán, para los funcionarios, abogados, alguaciles, mayordomos, secretarios y subsecretarios, para todos los ladrones… Pero una noche maravillosa, vera beata nox, feliz para todos, pues las barreras que excluían a muchos de honores y cargos han sido derribadas para siempre, y hoy no existe entre los franceses ninguna distinción salvo la de la virtud y la inteligencia.

Un rincón oscuro de un tenebroso bar: el doctor Marat está sentado en una mesa. Según él, el 4 de agosto fue una broma macabra.

—Ojalá fuera cierto, Camille —dijo, examinando el manuscrito que tenía ante sí, titulado «Vera beata nox»—, pero es un mito, estás convirtiendo la Revolución en una leyenda. Adornas los hechos… —De pronto se detuvo, mientas su frágil cuerpo se contraía en un espasmo de dolor.

—¿Te encuentras mal?

—¿Y tú?

—No, lo único que pasa es que he bebido demasiado.

—Con tus nuevos amigos, supongo —dijo Marat. En su rostro se adivinaba la tensión y el dolor que experimentaba en aquellos momentos—. ¿Así que te crees a salvo?

—No. Me han advertido que es posible que me arresten.

—No esperes que el Tribunal se ande con formalidades. Lo más probable es que te liquide un tipo armado con un cuchillo. O a mí. Voy a trasladarme al distrito de los cordeliers, donde puedo pedir auxilio si me veo en un apuro. ¿Por qué no haces lo mismo? —sugirió Marat, sonriendo y mostrando su espantosa dentadura—. Estaremos todos juntos. —Luego se inclinó sobre los papeles y dijo, señalando un párrafo con el índice—: Eso que dices es cierto. En otra época nos habría llevado años de guerra civil librarnos de enemigos como Foulon. Y en las guerras siempre mueren miles de personas. Por tanto, los linchamientos son perfectamente aceptables. Son una alternativa caritativa. Puede que algunos no estén de acuerdo con esa opinión, pero no temas llevar tu manuscrito al impresor. —El doctor se frotó el caballete de su aplastada nariz en un gesto muy prosaico y prosiguió—: Lo que hay que hacer, Camille, es cortar cabezas. Cuanto más tiempo pase, más gente tendremos que decapitar. Escríbelo. Escribe que es necesario cortar cabezas.

Los músicos afinaban sus instrumentos. Uno, dos. D’Anton acariciaba la empuñadura de su sable, impaciente. En la calle, frente a su ventana, los vecinos habían organizado un alboroto para protestar contra la distribución de los asientos. La orquesta de la Real Academia de Música iba a ofrecer un concierto. Había sido una excelente idea por parte de D’Anton el contratarlos, daría tono a la ocasión. También tocaría, por supuesto, una banda militar. Como presidente del distrito y capitán de la Guardia Nacional (como se denominaba ahora la milicia ciudadana), D’Anton era responsable de la organización de los festejos de aquel día.

—Estás muy guapa —dijo a su esposa, sin mirarla.

D’Anton lucía un nuevo uniforme —pantalones blancos, botas negras, guerrera azul con ribetes blancos y el cuello rojo— que le hacía sudar a mares. Afuera, el sol caía a plomo.

—Invité a Robespierre, el amigo de Camille, a pasar el día con nosotros —dijo—. Pero está muy ocupado en la Asamblea.

—Pobre muchacho —dijo Angélique—. No sé qué clase de familia tendrá. Le pregunté un día si no añoraba a los suyos, y me dijo que al único que añoraba era a su perro.

—Me cae bien ese joven —terció Charpentier—. No comprendo por qué pierde el tiempo con Camille. Bien —dijo frotándose las manos—, ¿cuál es el programa del día?

—Lafayette llegará dentro de quince minutos. Después de asistir a misa, durante la cual el sacerdote bendecirá la nueva bandera de nuestro batallón, la izaremos y desfilaremos ante ella, mientras Lafayette actúa como comandante en jefe. Imagino que habrá suficientes imbéciles presentes para aclamarlo y vitorearlo.

—No lo comprendo —dijo Gabrielle con aire preocupado—. ¿Acaso la milicia está de parte del Rey?

—Todos estamos de parte del Rey —dijo su marido—. A quienes no soportamos es a sus ministros, a sus sirvientes, a sus hermanos y a su mujer. Luis parece un viejo estúpido, pero no es mala persona.

—¿Pero por qué dice la gente que Lafayette es republicano?

—En América es un republicano.

—¿Es que hay republicanos allí?

—Muy pocos.

—¿Matarían al Rey?

—¡Por el amor de Dios, claro que no! Eso se lo dejamos a los ingleses.

—¿Lo encarcelarían?

—No lo sé. Pregúntaselo a la señora Robert. Es una extremista. O a Camille.

—De modo que si la Guardia Nacional está de parte del Rey…

—De parte del Rey —la interrumpió ella— siempre y cuando no intente retroceder a la situación en que nos encontrábamos antes de julio.

—Comprendo. O sea que está de parte del Rey, y en contra de los republicanos. Pero Camille, Louise y François son republicanos, ¿no es cierto? De modo que si Lafayette te ordenara que los arrestaras, ¿qué harías?

—Puedes estar segura que no haré sus trabajos sucios.

Además, pensó D’Anton, podemos crear nuestras propias leyes en el distrito. Puede que no sea el comandante del batallón, pero lo tengo bajo el pulgar.

Camille llegó jadeando y entusiasmado.

—Traigo excelentes noticias —dijo—. En Toulouse, el fiscal ha quemado mi panfleto en la plaza pública. Ha sido muy amable, la publicidad significará una segunda edición. Y en Oléron, un grupo de monjes atacó una librería donde lo vendían, quemaron todos los libros y le cortaron el pescuezo al librero.

—No le veo la gracia —dijo Gabrielle.

—Realmente es una tragedia.

En un taller de cerámica en las afueras de París habían fabricado unos platos con su efigie pintada en azul y amarillo chillón. Eso es lo que sucede cuando uno se convierte en un personaje popular; la gente come encima tuyo.

Cuando izaron la nueva bandera no soplaba una gota de viento, de modo que permaneció colgando lánguidamente como una lengua tricolor. Gabrielle estaba de pie entre su padre y su madre. A su izquierda se hallaban sus vecinos, los Gély. La pequeña Louise llevaba un sombrero nuevo del que se sentía insoportablemente orgullosa. Gabrielle era consciente de que todos la miraban, comentando que era la esposa de D’Anton. Oyó que alguien decía: «Es muy guapa, ¿tienen hijos?». Gabrielle miró a su marido, que estaba de pie en los escalones de la iglesia, junto a Lafayette. Los dos hombres se esforzaban en mostrarse mutuamente corteses. El comandante del batallón agitó su sombrero en el aire y empezó a dar vivas a Lafayette. El público lo coreó, mientras el general sonreía. Gabrielle cerró los ojos, cegada por el resplandor del sol. Detrás de ella oyó la voz de Camille, hablando con Louise Robert como si esta fuera un hombre. Los diputados de Bretaña, decía Camille, y la iniciativa en la Asamblea. Yo quería ir a Versalles en cuanto tomaron la Bastilla —Gabrielle oyó a la señora Robert soltar una pequeña exclamación de sorpresa— pero debe hacerse cuanto antes. Se estará refiriendo a otro levantamiento, pensó Gabrielle, a otra Bastilla. De pronto, alguien gritó:

—¡Viva D’Anton!

Gabrielle se giró, asombrada y complacida. El grito fue coreado por los asistentes.

—Se trata de unos cuantos cordeliers —dijo Camille con pesar—, pero pronto será toda la ciudad.

Al cabo de unos minutos concluyó la ceremonia y comenzaron los festejos. Georges se acercó a su esposa y la abrazó.

—Estaba pensando —dijo Camille—, que ya va siendo hora que le quites el apóstrofo a tu apellido. En estos tiempos queda fuera de lugar.

—Puede que tengas razón —respondió Georges—. Lo haré poco a poco, no es necesario proclamarlo a los cuatro vientos.

—No, debes hacerlo enseguida —insistió Camille—. Para que nadie se confunda.

—Eres un déspota —dijo Georges-Jacques afectuosamente. Luego se giró hacia su esposa y le preguntó—: ¿Qué te parece?

—Haz lo que te parezca mejor —contestó Gabrielle—. Lo que creas más oportuno.

—¿Y si ambas cosas no coincidieran? —preguntó Camille—. Me refiero a lo que le parezca mejor y lo que crea más oportuno.

—Estoy segura de que coincidirán —respondió Gabrielle—, porque es un buen hombre.

—Una respuesta muy profunda. Georges-Jacques empezará a sospechar que te dedicas a pensar cuando no está en casa.

Camille había pasado el día anterior en Versalles, y por la tarde fue con Robespierre a una reunión en el Club Bretón. Este se había convertido en el foro de los diputados liberales, los que apoyaban la causa popular y los que recelaban de la Corte. Aquí fue donde se estudiaron todos los detalles del espectacular Cuatro de Agosto. A la reunión asistieron algunos nobles; cualquier hombre cuyo patriotismo estuviera fuera de toda duda era bien recibido, aunque no fuera diputado.

No existía nadie cuyo patriotismo fuera más manifiesto que el suyo. Robespierre le pidió que pronunciara unas palabras. Pero Camille estaba nervioso y tuvo problemas para hacerse oír. Para colmo, aquel día tartamudeaba más que de costumbre. El público se mostró impaciente. Dijeron que no era más que un vulgar orador que sólo servía para arengar a las masas, un anarquista. En resumidas cuentas, su intervención resultó desastrosa. Robespierre permaneció sentado, contemplando las hebillas de sus zapatos. Cuando Camille abandonó la tribuna para sentarse a su lado, Robespierre se limitó a esbozar una sonrisa paciente, tímida, sin alzar la cabeza. No es de extrañar que fuera incapaz de animar a Camille. Cada vez que se levantaba para tomar la palabra en la Asamblea, algunos miembros de la nobleza hacían ver que apagaban una vela o imitaban los balidos de un cordero. Era inútil que intentara consolar a Camille.

Tras finalizar la reunión, Mirabeau subió a la tribuna de oradores y realizó para sus seguidores y partidarios una imitación del alcalde Bailly, tratando de decidir si era lunes o martes; del alcalde Bailly examinando las lunas de Júpiter en busca de la respuesta, para acabar reconociendo (con unas alusiones obscenas) que su telescopio era demasiado pequeño. Camille bostezó un par de veces. Tras concluir su actuación, que fue muy aplaudida, el conde abandonó la tribuna, dio unos golpes en la espalda a algunos compañeros y estrechó unas cuantas manos.

Robespierre dio un golpecito en el codo a Camille y preguntó:

—¿Nos vamos?

Demasiado tarde. El conde vio a Camille y se precipitó hacia él.

—Estuviste magnífico —dijo, dándole un abrazo—. No hagas caso de esos provincianos. No saben nada. Ninguno de ellos es capaz de hacer lo que hiciste tú. Les infundes terror.

Robespierre se había retirado discretamente hacia el fondo de la sala. Camille parecía entusiasmado ante la perspectiva de aterrar a la gente. ¿Por qué no podía haberle dicho Robespierre lo que le había dicho Mirabeau? En parte, era cierto. Veinte años atrás, Robespierre se había prometido cuidar de Camille, protegerlo, animarlo, pero no tenía el don de pronunciar la frase oportuna en el momento preciso. Las necesidades y deseos de Camille eran para él un libro cerrado, un libro escrito en una lengua que desconocía.

—Ven a cenar —oyó que le decía el conde—. Dile al cordero que nos acompañe. Le invitaremos a un buen plato de carne.

Había catorce comensales a la mesa. Empezaron comiendo carne, y continuaron con rodaballo con una salsa de hierbas, acompañado de berenjenas asadas.

El conde vivía esos días por todo lo alto. Nadie sabía si había vuelto a endeudarse o si había cobrado algún dinero, en cuyo caso cabía preguntarse de dónde procedía. Mantenía una correspondencia secreta con varios personajes. En público solía soltar frases crípticas a la vez que sonoras, y había regalado un brillante a su amante, la esposa de un editor. Esa noche se mostró extremadamente amable con Robespierre. ¿Por qué? Los buenos modales no cuestan nada, pensó. Pero durante las últimas semanas había observado atentamente al diputado, notando la sequedad de su tono, su (aparente) indiferencia a la opinión de los demás y las brillantes ideas que se le ocurrían de vez en cuando.

Mirabeau pasó toda la velada charlando con la Vela de Arras en voz baja y tono confidencial. Si uno se detiene a analizarlo, se dijo, apenas existe diferencia entre la política y el sexo; las dos cosas tienen que ver con el poder. No imaginaba que era la primera persona en el mundo que había llegado a dicha conclusión. Era un problema de seducción, de la rapidez con que uno alcanzaba sus fines sin invertir demasiado dinero en la empresa. Si Camille, pensó, se parecía a uno de esos pequeños tenderos que apenas consiguen llegar a fin de mes, Robespierre era una carmelita decidida a convertirse en la madre superiora. Es imposible corromperla; uno puede agitar la verga bajo sus narices sin conseguir que muestre el menor interés ni curiosidad. ¿Por qué iba a hacerlo, si no tiene ni idea de qué es ni para qué sirve?

Hablaron de si el Rey debía tener el veto sobre la legislación aprobada por la Asamblea. Robespierre se oponía. Mirabeau opinaba que sí, o pensó que podría opinar que sí, si el precio le convenía. Hablaron sobre cómo funcionaban esas cosas en Inglaterra; Robespierre se apresuró a rectificar algunos de los datos que expuso Mirabeau. Este aceptó las correcciones, y cuando su interlocutor le recompensó con su precisa sonrisa triangular, experimentó una extraordinaria sensación de alivio.

Las once. El cordero rabioso se disculpó y salió de la habitación. Al menos demuestra que es mortal, que tiene que orinar como los demás hombres. Mirabeau se sentía extraño, curiosamente sobrio, curiosamente frío. Miró a uno de los ginebrinos que estaba sentado a la mesa. «Ese joven llegará lejos —pensó—. Cree a pies juntillas en todo lo que dice».

Brulard de Sillery, conde de Genlis, se levantó, bostezó y dijo:

—Gracias, Mirabeau. Ya es hora de tomarse unas copas. ¿Nos acompaña, Camille?

La invitación parecía general. Excluía a dos personas: a la Vela de Arras (que en aquellos momentos estaba ausente) y a la Antorcha de Provenza. Los ginebrinos se disculparon, se levantaron y se despidieron; luego doblaron sus servilletas, cogieron sus sombreros, se ajustaron la corbata y se subieron las medias. De pronto, Mirabeau sintió que los detestaba. Detestaba sus casacas de seda gris, su precisión y su servilismo. Deseaba encasquetarles los sombreros hasta los ojos y lanzarse a la aventura que le ofrecía la noche, acompañado por su sombrero y por un novelista de éxito. Era muy curioso; si había alguien a quien no podía soportar, este era Laclos, y si existía alguien con quien hubiera deseado emborracharse, ese era Camille. Esos curiosos sentimientos sólo podían ser producto de una velada apacible y abstemia dedicada a cultivar a Maximilien de Robespierre.

Cuando regresó Robespierre, se despidieron con un seco apretón de manos. Cuídate, Vela. Gracias por la cena, Antorcha.

Tuvieron que sacar los naipes; De Sillery se negaba a acostarse sin jugar una partida. Después de una larga racha de mala suerte, se reclinó en la silla y se echo a reír.

—El señor Miles y los Elliot se pondrían furiosos si supieran lo que hago con el dinero del Rey de Inglaterra.

—Imagino que saben perfectamente lo que haces con él —dijo Laclos mientras barajaba—. No creo que piensen que lo destinas a obras benéficas.

—¿Quién es el señor Miles? —preguntó Camille.

Laclos y De Sillery se miraron.

—Creo que deberías decírselo —dijo Laclos—. Camille no debe vivir como un rey ignorante que no sabe de dónde proviene el dinero.

—Es muy complicado —respondió De Sillery, depositando los naipes boca abajo sobre la mesa—. ¿Conoces a la encantadora Grace Elliot? Sin duda la habrás visto por la ciudad, tratando de enterarse de los rumores políticos que circulan. Lo hace porque trabaja para el Gobierno inglés. Sus aventuras amorosas la han colocado en una interesante posición. Fue la amante del príncipe de Gales antes de que Philippe la trajera a Francia. Ahora, por supuesto, su amante es Agnès de Buffon —mi esposa, Félicité, se encarga de organizar esas cosas—, pero Grace y el duque siguen siendo muy amigos. Pues bien —De Sillery se detuvo y se frotó la frente con aire cansado—, la señora Elliot tiene dos cuñados, Gilbert y Hugh. Hugh vive en París, Gilbert viene de vez en cuando a la capital. Ambos tienen tratos con otro inglés, un tal señor Miles. Todos ellos son agentes del Foreign Office. Han venido para observar los acontecimientos, redactar informes y entregarnos fondos.

—Bien hecho, Charles-Alexis —dijo Laclos—. Admirablemente lúcido. ¿Un poco más de clarete?

—¿Por qué? —preguntó Camille.

—Porque los ingleses están muy interesados en nuestra Revolución —contestó De Sillery—. Sí, pásame la botella, Laclos. No creas que lo hacen porque quieran que disfrutemos de un parlamento y una constitución como la suya, no se trata de eso; lo que les interesa es socavar la posición de Luis. Como en Berlín. Como en Viena. Los ingleses saldrían muy beneficiados si echáramos al rey Luis y lo sustituyéramos por el rey Philippe.

El diputado Pétion alzó la vista lentamente. Su apuesto rostro denotaba preocupación.

—¿Nos has traído aquí para darnos esa información? —preguntó a De Sillery.

—No —contestó Camille—. Nos lo ha revelado porque ha bebido demasiado.

—Es prácticamente del dominio público —dijo Charles-Alexis—. Pregúntaselo a Brissot.

—Siento un profundo respecto por Brissot —insistió el diputado Pétion.

—¿De veras? —murmuró Laclos.

—No es el tipo de hombre que participaría en esos tejemanejes.

—El amigo Brissot —dijo Laclos—, es tan ingenuo que cree que el dinero aparece en su bolsillo por generación espontánea. Pero te aseguro que lo sabe, aunque no lo reconozca. Jamás pregunta nada. Si quieres darle un susto, Camille, acércate a él y susúrrale al oído: «William Augustus Miles».

—Si me permitís expresar mi opinión —terció Pétion—, Brissot no tiene pinta de recibir dinero. Siempre lo he visto con la misma casaca, bastante raída en los codos.

—No le pagamos mucho —respondió Laclos—. No sabría qué hacer con mucho dinero, a diferencia de los aquí presentes, a quienes les gustan las cosas buenas de la vida. ¿No crees, Pétion? Díselo, Camille.

—Probablemente es cierto —contestó Camille—. Solía aceptar dinero de la policía. Charlaba con sus amigos y luego informaba a la policía sobre sus opiniones políticas.

—Me dejáis asombrado —dijo Pétion, con tono controlado.

—¿Cómo creéis que se ganaba la vida? —preguntó Laclos.

Charles-Alexis soltó una carcajada y dijo:

—Todos esos escritores, toda esa gente saben lo suficiente como para enriquecerse haciéndose chantaje mutuamente. ¿No es cierto, Camille? Sólo desisten por temor a ser los primeros en ser chantajeados.

—Pero eso que decís… —Durante unos instantes Pétion parecía sobrio. Apoyó la frente en la palma de la mano y añadió—: No alcanzo a comprenderlo.

—No es necesario que lo comprendas —dijo Camille—. No te preocupes.

—Resultará muy difícil mantener una cierta… integridad —dijo Pétion.

Laclos le sirvió otra copa.

—Quiero editar un periódico —dijo Camille.

—¿Y quién te apoyará económicamente? —preguntó Laclos. Le complacía que la gente reconociera públicamente que necesitaba el dinero del duque.

—El duque tendrá suerte si decido aceptar su dinero —respondió Camille—. Cuento con algunas otras fuentes. Es posible que necesitemos al duque, pero este nos necesita mucho más a nosotros.

—Puede que os necesite colectivamente —dijo Laclos sin inmutarse—. Pero no os necesita individualmente. Individualmente podéis arrojaros del Pont Neuf. Individualmente podéis ser sustituidos.

—¿Eso crees?

—Sí, Camille, estoy convencido de ello. Estás exageradamente convencido de tu propia importancia.

Charles-Alexis se inclinó hacia adelante y apoyó una mano en el brazo de Laclos.

—Ten cuidado —dijo—. ¿Por qué no cambiamos de tema?

Laclos permaneció en silencio y sólo se animó cuando De Sillery contó unas anécdotas sobre su esposa. Félicité, según dijo, ocultaba un montón de cuadernos debajo de su lecho matrimonial. A veces, mientras su marido yacía sobre ella, esforzándose en procurarle placer, ella metía la mano debajo de la cama para asegurarse de que seguían allí. De Sillery se preguntaba si esa manía disgustaba al duque tanto como a él.

—Tu mujer es muy irritante —dijo Laclos—. Mirabeau dice que está harto de ella.

—Lo creo —respondió De Sillery—. Está harto de todo el mundo. No obstante, estos días apenas hace nada. Prefiere organizar la vida de los demás. Cuando recuerdo que hace unos años… —De Sillery se sumió en unas breves ensoñaciones—. ¿Cómo iba a imaginar que acabaría casándome con la mejor alcahueta de Europa?

—A propósito, Camille —dijo Laclos—. Agnès de Buffon se ha divertido mucho leyendo tu panfleto. La prosa. Se cree muy culta. Tengo que presentártela.

—Y a Grace Elliot —dijo De Sillery, soltando una carcajada.

—Se lo comerán vivo —observó Laclos.

Al amanecer, Laclos abrió una ventana y se puso una elegante bata, aspirando ávidamente el aire del Rey.

—No hay nadie en Versalles que esté tan borracho como nosotros —dijo—. Permitidme que os diga, mis buenos piratas, que a cada uno le llega su merecido, y a Philippe le llegará el suyo muy pronto, en agosto, septiembre u octubre.

El nuevo panfleto de Camille apareció en septiembre. Ostentaba el título de «Un discurso para los parisienses, junto a la Lanterne» y el siguiente epígrafe de San Mateo: «Qui male agit odit lucem.». Traducido libremente por el autor: los canallas detestan la Lanterne. La horca de hierro en la Place de Grève se disponía a ajusticiar a otras víctimas. El autor sugería sus nombres, aunque el suyo no aparecía entre ellos. Firmaba como «El señor verdugo de la Lanterne».

En Versalles, María Antonieta leyó sólo las dos primeras páginas.

—En circunstancias normales —dijo a Luis—, ese escritor permanecería encerrado en la cárcel durante mucho tiempo.

El Rey leía un libro de geografía. Alzó la cabeza y contestó:

—En tal caso consultaremos a Lafayette.

—¿Te has vuelto loco? —replicó su esposa. Durante ese tipo de discusiones, solían expresarse de una forma bastante ordinaria—. El marqués es enemigo nuestro. Paga a tipos como ese para que nos calumnie.

—El duque también —respondió el Rey en voz baja. Le costaba pronunciar el nombre de Philippe. La Reina lo llamaba «nuestro primo rojo»—. ¿Cuál te parece más peligroso?

Tras reflexionar unos instantes, la Reina se decidió por Lafayette.

Lafayette había leído el panfleto y se lo llevó al alcalde Bailly.

—Es demasiado peligroso —dijo el alcalde.

—Estoy de acuerdo.

—Me refiero que sería demasiado peligroso arrestarlo. Se ha mudado al distrito de los cordeliers.

—Con todos mis respetos, señor Bailly, opino que ese panfleto es un acto de traición.

—Sólo puedo decir, general, que el mes pasado me vi en un serio apuro cuando el marqués de Saint-Huruge me envió una carta abierta ordenándome que me opusiera al veto del Rey o me dispusiera a ser linchado. Como sin duda sabe, cuando lo arrestamos, los cordeliers armaron tal trifulca que decidí soltarle de nuevo. No me gusta, pero así están las cosas. No quiero provocarlos. ¿Conoce usted a ese tal Danton, el presidente de los cordeliers?

—Sí —respondió Lafayette—. Lo conozco.

—Debemos proceder con mucha cautela —dijo Bailly—. Es preciso impedir que estallen más revueltas. No nos conviene convertirlos en mártires.

—Debo reconocer —dijo Lafayette—, que no deja de tener razón. Si todas las personas amenazadas por Desmoulins fueran ahorcadas mañana, no sería precisamente una Matanza de los Inocentes. Así que no haremos nada. Pero nuestra posición se volverá muy incómoda, porque nos acusarán de apoyar la ley de las masas.

—¿Qué sugiere que hagamos?

—Me gustaría… —Lafayette cerró los ojos—. Me gustaría enviar a tres o cuatro tipos forzudos al otro lado del río para que redujeran al Señor Verdugo a una minúscula manchita roja.

—¡Pero marqués!

—No lo digo en serio —respondió Lafayette—. Pero a veces preferiría no ser un caballero tan honorable. A menudo me pregunto si los métodos civilizados tendrán alguna eficacia con esa gentuza.

—Es usted el caballero más honorable de Francia —dijo el alcalde—. Es bien sabido. —De no ser astrónomo, habría dicho universalmente sabido.

—¿Por qué cree que nos causa tantos problemas el distrito de los cordeliers? —preguntó Lafayette—. Ahí vive Danton, y ese feto llamado Marat, y este… —dijo, indicando el papel—. A propósito, cuando este sujeto va a Versalles se aloja en casa de Mirabeau, lo cual resulta muy significativo.

—Tomo nota de ello. Lo cierto es que desde un punto de vista literario —dijo el alcalde— el panfleto es admirable.

—No me hable de literatura —le espetó Lafayette. En aquel momento recordaba el cadáver de Berthier, con los intestinos colgándole del vientre. Se inclinó sobre la mesa y levantó el panfleto con el índice—. ¿Conoce usted a Camille Desmoulins? ¿Lo ha visto alguna vez? Es abogado. Jamás ha utilizado nada más peligroso que un abrecartas. Me pregunto de dónde sale esa gente. Son vírgenes. Jamás han participado en una guerra. Nunca han pisado un coto de caza. Nunca han matado a un animal, y mucho menos a un hombre. Pero les entusiasma la sangre.

—Siempre y cuando no sean ellos los que tengan que matar —contestó el alcalde. Aún no se había recobrado de la impresión de ver el corazón de Berthier sangrando sobre su mesa.

En Guise.

—¿Cómo voy a ir por la calle con la cabeza en alto? —preguntó Jean-Nicolas retóricamente—. Lo peor es que cree que debería sentirme orgulloso de él. Dice que lo conocen en todas partes. Cena todas las noches con aristócratas.

—Espero que coma lo suficiente —dijo la señora Desmoulins. No dejaban de resultar curiosas estas palabras en sus labios, puesto que nunca había manifestado una fuerte inclinación maternal. Pero le preocupaba que Camille no comiera lo bastante.

—No podré mirar a los Godard a la cara. Sin duda lo habrán leído en los periódicos. Seguro que Rose-Fleur se alegra de que la obligaran a romper su compromiso con Camille.

—No conoces a las mujeres —respondió su esposa.

Rose-Fleur conservaba el panfleto sobre su costurero y no cesaba de citarlo, para enojar al señor Tarrieux de Tailland, su nuevo prometido.

D’Anton había leído el panfleto y se lo había pasado a Gabrielle.

—Es mejor que lo leas —le dijo—. Todo el mundo habla de él.

Gabrielle leyó la mitad y lo dejó, aduciendo que, puesto que tenía que vivir con Camille, por decirlo así, prefería no conocer sus opiniones. Había recuperado la serenidad tras la trágica muerte de su hijito. Nunca preguntaba a Georges lo que sucedía en las reuniones de la asamblea del distrito. Cuando aparecían nuevos rostros a la hora de cenar, se limitaba a poner más platos en la mesa y conversaba amablemente con ellos. Estaba de nuevo encinta. Nadie esperaba mucho de ella. Nadie esperaba que se preocupara por el estado de la nación.

Mercier, el célebre autor, introdujo a Camille Desmoulins en los salones de París y Versalles. Antes, conversando con sus amigos, había profetizado:

—Dentro de veinte años, se habrá convertido en nuestro más insigne escritor.

¿Veinte años? Camille era incapaz de aguardar siquiera veinte minutos.

Durante esas reuniones, su estado de ánimo oscilaba bruscamente, pasando del entusiasmo al más profundo desaliento. Las anfitrionas de sociedad, que se esforzaban por conseguir que acudiera a dichas reuniones, con frecuencia fingían ignorar quién era. Preferían que la gente fuera descubriendo su identidad poco a poco, de modo que si alguien deseaba marcharse pudiera hacerlo sin montar una escena. Todas las anfitrionas insistían en invitarlo a sus salones, para observar el impacto que causaba entre sus amistades. Una fiesta no era una fiesta…

Volvía a padecer jaqueca; quizá porque agitaba constantemente la cabeza. Un elemento invariable de todas esas fiestas era que no tenía que decir nada. Eran los otros quienes hablaban, generalmente sobre él.

Viernes por la noche, en casa de la condesa de Beauharnais. Está llena de jóvenes que la halagaban, y unos acaudalados e interesantes criollos. Las espaciosas habitaciones estaban pintadas con colores pasteles. Fanny de Beauharnais cogió a Camille del brazo; un gesto protector, muy distinto de cuando nadie quería saber nada de él.

—Arthur Dillon —murmuró la condesa—. ¿No se conocen? Es hijo del undécimo vizconde Dillon. Miembro de la Asamblea de Martinica. —Un toque, un roce, un murmullo de seda—. ¿General Dillon? Le presento a alguien que sin duda despertará su curiosidad.

Dillon se volvió. Tenía unos cuarenta años y era un hombre extraordinariamente apuesto; parecía la caricatura de un aristócrata, con su delgada nariz y su boca pequeña y roja.

—Es el abogado de la Lanterne —murmuró Fanny—. No se lo diga a todo el mundo.

Dillon lo examinó de pies a cabeza.

—Es muy distinto a como lo había imaginado —dijo.

Fanny se alejó dejando un leve rastro de perfume. Dillon miró a Camille, fascinado.

—Los tiempos han cambiado, y nosotros también —dijo en latín. Luego apoyó la mano en el hombro de Camille y añadió—: Venga, le presentaré a mi esposa.

Laure Dillon ocupaba una chaise-longue. Llevaba un vestido de gasa blanco y plateado y el cabello recogido en un turbante de gasa también blanco y plateado. Practicaba uno de sus caprichos favoritos, mordisquear un cabo de vela.

—Querida —le dijo Dillon—, te presento al abogado de la Lanterne.

—¿Quién? —preguntó Laure, un tanto irritada.

—El que organizó las revueltas antes de que cayera la Bastilla. El que hace que cuelguen a la gente y les corten la cabeza.

—Ah —respondió Laure, mirando a Camille con sus hermosos ojos. Sus pendientes de plata relucían—. Es encantador.

Arthur se echó a reír.

—Mi esposa no entiende nada de política —dijo.

Laure se sacó de la boca el trozo de cera y suspiró, acariciando la cinta que llevaba en el escote de su vestido.

—Venga a cenar una noche —dijo.

Mientras Dillon y él atravesaban de nuevo la habitación, Camille vio reflejado en un espejo su rostro afilado y demacrado. Los relojes dieron las once.

—Es casi la hora de cenar —dijo Dillon. Al volverse advirtió la expresión de desconcierto de Camille—. No ponga esa cara. Lo importante es el poder. Usted lo tiene. Cambia las cosas.

—Lo sé. Aún no me he acostumbrado a él.

Todos lo miraban con curiosidad, murmurando entre sí: «¿Quién es?». «¿Ese?». «¿De veras es él?».

El general Dillon lo observó, minutos más tarde, rodeado de un grupo de mujeres. Su identidad había sido descubierta. Las mujeres lo miraban con franca admiración, con la boca levemente abierta y los ojos clavados en él. Un espectáculo poco edificante, pensó el general. Pero así son las mujeres. Hace tres meses, ni siquiera se habrían fijado en él.

El general era un buen hombre. Se había propuesto seguir de cerca la trayectoria de Camille, y eso es lo que hizo a partir de aquella noche, intermitentemente, a lo largo de los cinco años siguientes. Aunque parezca estúpido, cuando pensaba en Camille sentía deseos de protegerlo.

¿Debía tener el Rey el poder de vetar las acciones de la Asamblea Nacional?

La gente apodaba a la Reina la Señora Veto.

Sin veto, dijo Mirabeau crípticamente, era como vivir en Constantinopla. Pero dado que los ciudadanos de París se oponían unánimemente al veto (la mayoría de ellos creían que se trataba de un nuevo impuesto), Mirabeau soltó ante la Asamblea un discurso incomprensible, que más bien parecía obra de un contorsionista de feria que de un estadista. Al fin llegaron a un acuerdo: el Rey tendría el poder no de bloquear sino de postergar la legislación. Una solución que no satisfizo a nadie.

La confusión de la gente iba en aumento. Un orador en una esquina de París:

—La semana pasada se dio a los aristócratas los vetos suspensivos, y han empezado a utilizarlos para comprar todo el maíz y sacarlo del país. Por eso no tenemos pan.

Octubre: nadie sabía si el Rey pensaba ejercer la resistencia, o huir. En cualquier caso, había unos nuevos regimientos en Versalles, y cuando llegó el regimiento de Flandes la guardia personal del Rey les ofreció un banquete en palacio.

Fue una cosa poco delicada, aunque los agitadores también hubieran puesto el grito en el cielo si se hubiera tratado de una gira.

Cuando apareció el Rey, acompañado de su esposa y el pequeño Delfín, un coro de embriagadas voces lo aclamaron con fervor. El niño fue subido sobre la mesa y todos alzaron sus copas gritando contra los rebeldes. La roseta tricolor fue arrojada al suelo y pisoteada.

Eso sucedió el sábado, 3 de octubre. En Versalles se celebraba un fastuoso banquete mientras en París la gente se moría de hambre.

A las cinco de esa tarde, el presidente Danton habló ante la asamblea del distrito, golpeando la mesa con el puño. Los ciudadanos cordeliers arrasarán la ciudad, dijo. Se vengarán de ese insulto a los patriotas. Salvarán París de la amenaza real. Los batallones convocarán a sus camaradas de todos los distritos y se lanzarán a las calles. Obligarán al Rey a regresar a París, para vigilarlo. Si todo falla, el mismo presidente Danton irá a Versalles y traerá a Luis aunque sea a rastras. No quiero saber nada más del Rey, dijo el abogado de la Corona.

Stanislas Maillard, un funcionario del tribunal del Châtelet, arengaba a las vendedoras del mercado, refiriéndose a sus pobres hijos hambrientos. No tardó en formarse una procesión encabezada por Maillard, un hombre alto y enjuto que parecía una de esas ilustraciones de la Muerte que figuran en los libros. A su derecha marchaba una vendedora ambulante, una vagabunda, conocida en los ambientes marginales como la Reina de Hungría. A su izquierda un loco escapado de un asilo, sujetando una botella de licor barato. La bebida se deslizaba por las comisuras de su boca y su barbilla. Sus ojos carecían de expresión. Era domingo.

El lunes por la mañana, Danton preguntó a sus secretarios:

—¿Acaso teníais pensado ir a algún sitio?

En realidad, habían pensado pasar el día en Versalles.

—Esto es un bufete, no un cuartel general de campo.

—Danton tiene un importante caso entre manos —informó Paré a Camille—. No quiere que le molesten. ¿Acaso pensaba usted ir a Versalles?

—No, realmente no. A propósito, ¿se trata del mismo caso que llevaba entre manos el día que tomaron la Bastilla?

—La apelación —contestó Danton al otro lado de la puerta de su despacho.

Santerre, comandante de un batallón de la Guardia Nacional, dirige un ataque contra el Ayuntamiento; roban un poco de dinero y destruyen unos documentos. Las vendedoras del mercado corren por las calles, obligando a las mujeres que encuentran a unirse a ellas, exhortándolas, amenazándolas. En la Place de Grève la multitud coge algunas armas. Quieren que la Guardia Nacional les acompañe a Versalles, con Lafayette a la cabeza. Desde las nueve hasta las once de la mañana, el marqués trata de disuadirlos.

—El Gobierno nos está engañando —le dice un joven—. Debemos traer al Rey a París. Si, tal como dicen, es un imbécil, coronaremos a su hijo, usted será el regente y todo irá mucho mejor.

A las once, Lafayette discute con el comité de policía. Durante toda la tarde permanece tras una barricada, a la espera de recibir noticias. A las cinco parte para Versalles a la cabeza de quince mil guardias nacionales. La multitud es incalculable. Está lloviendo.

Un grupo de mujeres ha invadido la Asamblea. Están sentadas en los bancos de los diputados, con las faldas arremangadas, bromeando y metiéndose con los diputados. Una pequeña delegación de las mujeres se presenta ante el Rey, y este les promete todo el pan que consigan reunir. ¿Pan o sangre? Théroigne está fuera, hablando con los soldados. Lleva un traje de montar escarlata y sostiene un sable. La lluvia ha deslucido las plumas del sombrero.

El general Lafayette recibe un mensaje: el rey Luis ha decidido aceptar la Declaración de los Derechos del Hombre. ¿De veras? Al general, cansado y desalentado, con las manos apoyadas en la silla mientras la lluvia se desliza por su puntiaguda nariz, esa noticia le trae sin cuidado.

París: Fabre habla en los cafés, expresando su opinión.

—El caso —dice—, es que cuando alguien inicia una cosa así, es justo y lógico que la gente lo reconozca. No se puede negar que la iniciativa fue tomada por el presidente Danton y su distrito. En cuanto a la marcha, nadie mejor que las mujeres de París para emprenderla. No van a disparar contra las mujeres.

Fabre no se sentía decepcionado por el hecho de que Danton se hubiera quedado en casa sino más bien aliviado. Empezaba a percibir por dónde soplaba el viento. Camille tenía razón; en público, ante sus seguidores, Danton poseía un aura de grandeza. A partir de ahora, Fabre le instaría siempre a proteger su integridad física.

Es de noche. Todavía llueve. Los hombres de Lafayette aguardan en la oscuridad mientras este es interrogado por la Asamblea. ¿Cuál es la razón de esa inoportuna manifestación militar?

Lafayette lleva en el bolsillo una nota del presidente de esta Asamblea, rogándole que conduzca a sus hombres a Versalles para rescatar al Rey. Está tentado de meter la mano en el bolsillo para comprobar que la nota no es un sueño, pero no puede hacerlo delante de la Asamblea porque lo considerarían un gesto irrespetuoso. ¿Qué haría Washington en su lugar?, se pregunta inútilmente. Así pues, permanece de pie, cubierto de barro, respondiendo a esas extrañas preguntas con voz ronca. ¿Sería posible persuadir al Rey de que pronunciara, para ahorrarnos problemas, un breve discurso en favor de los nuevos colores nacionales?

Algo más tarde, agotado, es conducido en presencia del Rey y, todavía cubierto de barro, habla con Su Majestad, con el hermano de Su Majestad, el conde de Provenza, el arzobispo de Burdeos y el señor Necker.

—Bien —dice el Rey—, supongo que has hecho lo que has podido.

El general se lleva las manos al pecho en un gesto que ha visto en algunas pinturas, y pone su vida a disposición del Rey. Asegura ser también el devoto servidor de la constitución, y alguien, dice, ha estado pagando una gran cantidad de dinero.

La Reina lo observaba con enojo desde la penumbra.

Lafayette apostó unas patrullas alrededor del palacio y la ciudad, observó desde una ventana la luz de las antorchas y oyó voces que cantaban. Unas baladas, sin duda, referentes a la vida de la corte. De pronto se sintió presa de la melancolía, una especie de nostalgia de sus días heroicos. Tras comprobar que todo estaba en orden, se dirigió de nuevo a los aposentos reales pero no le permitieron pasar. El Rey y su familia se habían acostado.

Hacia el amanecer se acostó vestido y cerró los ojos. Al cabo de un rato lo llamó el general Morfeo.

Ha salido el sol. Suenan unos tambores. Una pequeña puerta ha quedado abierta, por negligencia o traición. De pronto se oyen unos disparos, los guardias se ven incapaces de contener a la multitud, y a los pocos minutos aparecen unas cabezas clavadas en las picas. La muchedumbre invade el palacio. Las mujeres, armadas con cuchillos y palos, corren por las galerías en busca de víctimas.

El general se despierta. Antes de que llegue al palacio, la multitud alcanza la puerta del salón del Ojo de Buey, pero los guardias nacionales la obligan a retroceder. «¡Dame el hígado de la Reina! —grita una mujer—. ¡Lo echaré en el puchero!». Antes de que Lafayette se dirija a pie hacia el castillo —no tiene tiempo de esperar a que le traigan un caballo—, la muchedumbre ya ha colgado a varios miembros de la guardia personal del Rey. La familia real está a salvo en el salón. Los hijos de los Reyes lloran. La Reina está descalza. Ha escapado por los pelos.

Al fin llega Lafayette. Mira a la mujer que va descalza, la mujer que le obligó a abandonar la Corte, que solía burlarse de sus modales y de su forma de bailar. Ahora, sin embargo, necesita que le demuestre algo más que las habilidades de un cortesano. La multitud grita enfurecida bajo las ventanas. Lafayette señala el balcón.

—Es necesario —dice.

Cuando aparece el Rey, la multitud agita las picas y los fusiles y grita: «¡A París!».

Luego piden que salga la Reina.

En el salón, el general le invita a que aparezca en el balcón.

—¿No oís lo que gritan? —protesta la Reina—. ¿No habéis visto los gestos que hacen?

—Sí —contesta Lafayette, pasándose un dedo por el cuello—. Pero o salís a su encuentro o ellos vendrán a por vos. Salid, señora, os lo ruego.

La Reina agarra a sus hijos de la mano y sale al balcón.

—¡Los niños no! —grita la multitud.

La Reina suelta la mano del Delfín, y este y su hermana entran de nuevo en el salón.

María Antonieta se enfrenta sola a la muchedumbre, mientras Lafayette trata de calcular las consecuencias. Al anochecer habrá estallado la guerra, será un infierno. Al cabo de unos instantes sale al balcón y se coloca junto a la Reina, confiando en protegerla con su cuerpo en caso de que… La multitud no deja de rugir. De pronto, Lafayette se inclina ante la Reina y le besa la mano.

La muchedumbre comienza a gritar: «¡Viva Lafayette!». El general se estremece ante ese repentino cambio. Una voz grita: «¡Viva la Reina!». Hace una década que nadie vitoreaba a la Reina. Esta se apoya ligeramente en Lafayette y lanza un suspiro de alivio. Un guardia sale para atenderla, luciendo un sombrero con la roseta tricolor. La multitud aclama a los monarcas. El Rey declara que irá a París.

El viaje dura todo el día.

De camino a París, Lafayette cabalga junto al coche del Rey, sin apenas despegar los labios. A partir de ese día, él mismo se encargará de elegir a la escolta del Soberano. Desea proteger a la nación del Rey, y al Rey del pueblo. He salvado la vida de la Reina. En aquel momento recuerda su rostro pálido como la cera, sus pies descalzos, la siente apoyarse en él cuando la multitud empezó a aclamarla, a punto de desfallecer. Jamás se lo perdonará. Las fuerzas armadas están ahora a mi disposición, piensa Lafayette, mi posición será inatacable… Pero por el camino, entre las sombras, una multitud de rostros anónimos grita: «¡Aquí vienen el panadero, la mujer del panadero y el aprendiz del panadero!». Los guardias nacionales y los guardias personales del Rey se intercambian los sombreros, lo cual les da un aire ridículo. Pero más ridículas son las cabezas ensangrentadas, clavadas en unas picas, que se agitan e inclinan ante la comitiva real.

Eso sucedió en octubre.

La Asamblea siguió al Rey a París, alojándose temporalmente en el palacio del arzobispo. El Club Bretón reanudó sus sesiones en el refectorio de un edificio conventual vacío situado en la rue Saint-Jacques. La gente llamaba a los dominicos, antiguos inquilinos del mismo, «jacobinos», nombre que siguieron ostentando los diputados, periodistas y hombres de negocios que se reunían allí para debatir, como si se tratara de una segunda Asamblea. A medida que el número de miembros aumentaba, se trasladaron a la biblioteca; y por último a la vieja capilla, que tenía una galería abierta al público.

En noviembre la Asamblea se mudó a una vieja escuela de equitación. La sala era pequeña, estaba mal iluminada y tenía una forma extraña, por lo que resultaba difícil hacerse oír en ella. Los miembros se sentaban los unos frente a los otros, separados por un pasillo. En un extremo de la sala estaba situado el sillón del presidente y la mesa de los secretarios; en el otro, la tribuna de oradores. Los defensores del poder real ocupaban unos asientos a la derecha del pasillo; los patriotas, como solían denominarse, se situaban a la izquierda.

Una estufa colocada en medio del suelo proporcionaba calor, pero debido a la deficiente ventilación el aire era casi irrespirable. El doctor Guillotin sugirió que esparcieran todos los días por el suelo unas gotas de vinagre y unas hierbas. Las galerías públicas eran también muy reducidas, por lo que los trescientos espectadores que albergaban podían ser fácilmente organizados y controlados, no necesariamente por las autoridades.

A partir de entonces, los parisienses llamaban siempre a la Asamblea «la Escuela de Equitación».

Rue Condé: hacia finales de año, Claude permitió que se suavizaran las tensiones familiares. Annette dio una fiesta. Sus hijas invitaron a sus amigos, y los amigos invitaron a sus amigos. En un determinado momento, Annette miró a su alrededor, pensando: «Si estallara un fuego, buena parte de la Revolución quedaría reducida a cenizas».

Antes de que llegaran los convidados había discutido con Lucile, como de costumbre.

—Deja que te recoja el cabello en un moño —dijo Annette—. Como solía hacerlo, con flores.

Lucile respondió con vehemencia que prefería morirse. No quería llevar horquillas, cintas ni flores en el pelo. Quería llevar la melena suelta, para agitarla a su antojo.

—Si quieres imitar a Camille —replicó su madre, enojada—, al menos hazlo bien. Si sigues moviendo la cabeza de ese modo acabarás con tortícolis. —Adèle se tapó la boca con la mano y se echó a reír—. Debes hacerlo así —dijo Annette, haciendo una demostración—. No puedes echar la cabeza hacia atrás y al mismo tiempo sacudirla para apartarte el flequillo de los ojos. Son dos movimientos separados.

—Puede que tengas razón —contestó Lucile—. Inténtalo tú, Adèle. Ponte de pie, para que veamos el efecto.

Las tres mujeres se colocaron delante del espejo y se echaron a reír a carcajadas.

—Fijaos en esto —dijo Lucile.

De pronto se puso seria, mirándose en el espejo en un arrebato de narcisismo, y se apartó un mechón imaginario con un delicado gesto.

—Idiota —dijo su madre—. El ángulo de la muñeca no es correcto. ¿Es que no tienes ojos en la cara?

Lucile la miró con cara de asombro, imitando a Camille, y respondió:

—Sólo nací ayer.

Adèle y su madre estallaron de nuevo en carcajadas. Adèle se arrojó sobre la cama de su madre, llorando de risa.

—¡Basta, basta! —dijo Annette. El moño se le había deshecho y se le había corrido el colorete. Lucile estaba tendida en el suelo, golpeando la alfombra con el puño y diciendo:

—No puedo más. Me voy a morir de risa.

Hacía cuatro meses que las tres mujeres apenas se dirigían la palabra. Al cabo de un rato se levantaron, tratando de dominarse, se empolvaron y perfumaron, y bajaron al salón.

—Maître Danton, creo que ya conoce a Maximilien Robespierre —dijo Annette, girándose bruscamente presa de otro ataque de hilaridad.

Maître Danton tenía la agresiva costumbre de apoyar los puños en la cadera y fruncir el ceño mientras charlaba sobre el tiempo o cualquier otro tema intrascendente. El diputado Maximilien Robespierre tenía la curiosa manía de mirar sin parpadear y de deslizarse sigilosamente por la habitación, como si persiguiera a un ratón. Annette dejó a los dos hombres conversando amigablemente.

—¿Dónde vives ahora? —preguntó Danton.

—En la rue Saintonge, en el Marais.

—¿Te sientes cómodo?

Robespierre no contestó. No tenía idea de lo que Danton consideraba como un aceptable nivel de comodidad, de modo que su respuesta no significaba nada. Por fortuna, Danton no insistió en que contestara a su pregunta.

—A la mayoría de los diputados no les apetece trasladarse a París.

—La mayoría de ellos casi nunca vienen por aquí. Y cuando lo hacen se dedican a hablar sobre la forma de clarificar el vino y engordar a los marranos.

—Añoran su casa. Al fin y al cabo no deja de ser una interrupción en su vida cotidiana.

Robespierre sonrió irónicamente.

—Pero su vida es esta —contestó.

—Te equivocas. Lo que les preocupa es que la cosecha se eche a perder, la educación de sus hijos y que su mujer se la pegue con otro… es humano.

Robespierre lo miró fijamente.

—A veces no entiendo, Danton. Los tiempos no están para esas cosas. Creo que todos deberíamos esforzarnos un poco más.

Annette se movía por entre sus invitados, sonriendo amablemente. De algún modo le resultaba imposible ver a sus convidados masculinos como ellos deseaban que los viera. El diputado Pétion (con su eterna sonrisita burlona) parecía un hombre muy amable, al igual que Brissot (que padecía una serie de molestos tics). Danton la observaba al otro lado de la habitación. ¿En qué estaría pensando? Annette imaginó que pensaba: «Es una mujer muy guapa, a pesar de su edad». Fréron estaba solo, sin apartar la mirada de Lucile.

Camille, como de costumbre, se hallaba rodeado de un nutrido público.

—Lo único que debemos hacer es decidir el título —decía—, y organizar las suscripciones provinciales. Aparecerá todos los sábados, o con mayor frecuencia si las circunstancias lo requieren. Irá en octavo, con una cubierta de papel gris. Contaremos con la colaboración de Brissot, Fréron y Marat. Propondremos a los lectores que nos escriban cartas. Publicaremos unas críticas teatrales feroces. El universo y todas sus locuras hallarán espacio en las páginas de nuestro periódico, que pretendemos que sea extremadamente crítico.

—¿Cree que ganará dinero con él? —preguntó Claude.

—No —contestó Camille—. Ni siquiera espero cubrir gastos. La idea es mantener el precio lo más bajo posible, para que prácticamente todo el mundo pueda comprarlo.

—¿Y cómo piensa pagar al impresor?

—Dispongo de ciertas fuentes —respondió Camille con aire misterioso—. La idea es que la gente te pague por escribir lo que te proponías escribir de todos modos.

—Me asusta usted —dijo Claude—. No tiene el menor sentido ético.

—Lo que cuentan son los resultados. No destinaré más que un par de columnas a alabar a las personas que me financian. El resto del periódico lo utilizaré para dar publicidad al diputado Robespierre.

Claude miró a su alrededor, temeroso. El diputado Robespierre conversaba con su hija Adèle en tono confidencial, casi íntimo. De todos modos, Claude reconocía que si uno separaba los discursos que pronunciaba el diputado Robespierre en la Escuela de Equitación sobre la persona, no tenía nada de alarmante. Más bien todo lo contrario. Parecía un joven agradable, discreto y responsable. Adèle hablaba de él con frecuencia; posiblemente estuviera enamorada de él. Robespierre no tenía dinero, pero no se puede tener todo en la vida. Uno podía darse por satisfecho de tener un yerno que no pegara a su mujer.

Adèle se había ido aproximando a Robespierre a lo largo de la conversación. En estos momentos hablaban de Lucile.

—Es terrible —dijo—. Hoy… bueno, hoy todo ha sido distinto, nos hemos reído mucho. —Es mejor que no le cuente el motivo, pensó—. Pero normalmente el ambiente es terrible. Lucile tiene un carácter muy fuerte, le gusta discutir. Está completamente decidida respecto a Camille.

—Supuse que, puesto que lo habéis invitado, tu padre había cedido —aventuró Max.

—Yo también. Pero fíjate en su expresión. —Ambos jóvenes se volvieron para mirar a Claude—. No obstante —prosiguió Adèle—, al final se saldrán con la suya. Los dos están decididos a casarse. Lo que me preocupa es si serán felices.

—Todo el mundo considera a Camille una persona conflictiva —dijo Robespierre—. Pero en realidad no lo es. Es mi mejor amigo.

—Eres muy bueno —respondió Adèle. Lo pensaba sinceramente. ¿Qué otra persona se hubiera atrevido a afirmar semejante cosa en estos tiempos tan complicados?—. Mira, Camille y mi madre están hablando sobre nosotros.

Era cierto. Los dos charlaban confidencialmente, como en los viejos tiempos.

—Lo lamento, pero el papel de casamentera no me va —decía Annette.

—¿No conoces a nadie que se preste a ello? Me gusta hacer las cosas como es debido.

—Él se la llevará a Artois.

—¿Y qué? Iré a verla allí. ¿O acaso crees que París está rodeado de un profundo precipicio y que te despeñas al llegar a Chaillot? Además, no creo que él regrese a casa.

—¿Pero qué sucederá una vez hayan redactado la constitución y la Asamblea se disuelva?

—No creo que las cosas sucedan como tú las ves.

Lucile los observaba con rabia, pensando: «¿Por qué no te echas encima de él, madre? Podrías acostarte con él sobre la alfombra». Su buen humor se había disipado. No quería permanecer en aquella habitación, rodeada de gente que no paraba de hablar. A los pocos minutos se dirigió a un discreto rincón, seguida de Fréron.

Se sentó en una silla y esbozó una sonrisa forzada. Mientras charlaban de cosas intrascendentes, Fréron, sin apartar la vista de su rostro, apoyó el brazo en el respaldo de su silla. Al fin le preguntó suavemente, con tono insinuante:

—¿Todavía eres virgen, Lucile?

Lucile se sonrojó vivamente y agachó tímidamente la cabeza.

—Por supuesto —contestó.

—Ese no es el Camille que conozco —dijo Fréron.

—Prefiere esperar a que nos hayamos casado.

—Eso es muy cómodo para él, puesto que debe de tener otros medios de… desahogarse.

—No quiero saberlo —contestó Lucile con firmeza.

—Lo comprendo. Pero ya no eres una niña. ¿No empiezas a estar cansada de ser todavía virgen?

—¿Y qué pretendes que haga, Conejo? ¿Qué oportunidades crees que se me ofrecen?

—Me consta que os seguís viendo. Probablemente en casa de Danton. Ni él ni Gabrielle son excesivamente morales.

Lucile lo miró de reojo. Le molestaba hablar de esas cosas, pero por otro lado era un alivio poder manifestar sus sentimientos, desahogarse con alguien, aunque se tratara de Fréron. ¿Por qué tenía que calumniar a Gabrielle? Es capaz de decir cualquier cosa, pensó Lucile. Al mirarlo, vio que él se había dado cuenta de que había ido demasiado lejos. ¡Qué ocurrencia!, pensó Lucile. «¿Te importa prestarnos tu lecho, Gabrielle?». Gabrielle jamás se prestaría a semejantes jueguecitos.

Al pensar en el lecho de los Danton, Lucile notó una sensación muy especial. Una sensación indescriptible. Cuando llegue el día, pensó, Camille no me hará daño, pero Danton sí. De pronto sintió que el corazón le daba un vuelco y se puso colorada como un tomate, porque no sabía cómo se le había ocurrido semejante idea, era totalmente espontánea, no la había buscado…

—¿Te encuentras mal? —preguntó Fréron.

—Deberías avergonzarte —le espetó Lucile enfurecida.

Pero no consigue borrar esas imágenes de su mente: esa beligerante energía, esas manos grandes y poderosas, ese peso… Gracias a Dios que las mujeres tenemos una imaginación limitada, piensa Lucile.

El periódico atravesó por varios cambios de nombre. Comenzó titulándose Courier du Brabant. Al otro lado de la frontera también había estallado una revolución, y Camille creyó oportuno darlo a conocer. Luego se convirtió en Révolutions de France et du Brabant, y finalizó llamándose simplemente Révolutions de France. Por supuesto, Marat era el mismo, siempre cambiando el título de su periódico por oscuras razones. Se había titulado El publicista de París, y actualmente se llamaba El amigo del pueblo. Un título, según opinaban en el Révolutions, ridículamente ingenuo; sonaba como una medicina contra la sífilis.

Todo el mundo está empeñado en publicar un periódico, incluso las personas que no saben escribir y que, según dice Camille, ni siquiera son capaces de pensar. El Révolutions destaca entre todos ellos; es un bombazo; impone una rutina. No importa que la plantilla sea reducida, provisional y un tanto desorganizada; si se ve obligado a ello, Camille puede redactar él solo un número entero. ¿Qué son treinta y dos páginas en octavo para un hombre que tiene tantas cosas que decir?

El lunes y el martes llegaban temprano a la oficina, para ponerse a trabajar en la edición semanal, y el miércoles buena parte del periódico estaba lista para la imprenta. El miércoles recibían también las citaciones del juzgado por las querellas presentadas el sábado, aunque algunas víctimas obligaban a sus abogados a regresar del campo el domingo por la mañana para que las citaciones llegaran a la redacción el martes. Los desafíos a duelos se recibían esporádicamente a lo largo de la semana.

El jueves se imprimía el periódico. Tras realizar unas correcciones de última hora, un oficinista lo llevaba al impresor, el señor Laffrey, que tenía el taller en el Quai des Augustins. El jueves al mediodía solían presentarse en la redacción el señor Laffrey acompañado por el señor Garnery, el distribuidor, protestando airadamente por el contenido de algunas noticias. ¿Acaso pretende que me embarguen las prensas, que nos envíen a la cárcel? Siéntense y tómense una copa, decía Camille. Pocas veces accedía a cambiar algo; en realidad, casi nunca. Todos sabían que cuanto mayor era el riesgo, más ejemplares se vendían.

René Hébert aparecía de vez en cuando por la oficina. Era un hombre de tez rubicunda y expresión desagradable, aficionado a hacer comentarios burlones sobre la vida privada de Camille; todas sus frases encerraban un doble sentido. Camille explicó a sus empleados que Hébert solía trabajar de taquillero en un teatro, del que fue despedido por robar.

—¿Quieres que la próxima vez que aparezca lo echemos de aquí? —preguntaron sus empleados, ansiosos de hacer algo que rompiera la monotonía.

—No, dejadlo en paz —contestó Camille—. Siempre ha tenido un carácter desagradable. Es su forma de ser.

—Quiero editar un periódico —declaró Hébert—. Totalmente distinto del suyo.

Brissot había ido aquel día a ver a Camille. Estaba sentado en la esquina de una mesa, balanceando una pierna.

—No creo que te resulte muy difícil —replicó—. Este ha tenido un éxito sin precedentes.

Brissot y Hébert no se tenían simpatía.

—Tú y Camille escribís para las personas cultas —dijo Hébert—. Lo mismo que Marat. Yo voy a seguir otra línea.

—¿Pretendes editar un periódico para analfabetos? —le preguntó Camille—. Te deseo suerte.

—Quiero editar un periódico para el hombre de la calle, con su misma forma de hablar.

—En tal caso, cada dos palabras tendrás que intercalar una blasfemia —dijo Brissot.

—Exactamente —respondió Hébert.

Brissot es el editor del Patriota francés (diario, cuatro páginas en cuarto, y muy aburrido). Por otra parte es el más concienzudo e imaginativo colaborador de los periódicos editados por otras personas. Acude casi todas las mañanas a la oficina, lleno de luminosas ideas. Se queja de que se ha pasado toda la vida doblegándose ante los editores y de que le roban las ideas y le plagian los manuscritos. No parece darse cuenta de que existe cierta relación entre su triste historial y lo que hace en estos momentos. Son las once y media de la mañana y está en la oficina de otro editor, jugueteando con el sombrero y hablando sin cesar.

—Mi familia era muy pobre, ¿comprendes, Camille? Muy pobre e ignorante. Querían que me hiciera monje, creían que era lo mejor para mí. Pero perdí la fe y… Por supuesto, ellos no lo comprendieron. ¿Cómo iban a comprenderlo? Era como si habláramos idiomas distintos, como si ellos fueran suecos y yo italiano. Existía un profundo abismo entre mi familia y yo. Entonces sugirieron que me hiciera abogado. Un buen día, mientras caminaba por la calle, un vecino me dijo: «Mira, ahí va el abogado Janvier». Era un hombre de aspecto estúpido, barrigudo, que caminaba apresuradamente portando unos folios bajo el brazo. «Si trabajas con ahínco —continuó mi vecino—, algún día llegarás a ser como él». En aquel momento me sentí totalmente desmoralizado y decidí que prefería que me metieran en la cárcel a ser como él. Naturalmente, el abogado Janvier no era tan estúpido como parecía; tenía dinero, era muy respetado, no oprimía a los pobres y había contraído segundas nupcias con una bonita y agradable joven… Pero, ya ves, la perspectiva de acabar como él no me tentaba en absoluto.

Uno de los empleados de Camille se asomó y dijo:

—Ha venido a verte una mujer, Camille.

En aquel momento apareció Théroigne. Llevaba un vestido blanco con un fajín tricolor, y sobre los hombros la guerrera de un guardia nacional, desabrochada. Su pelo castaño caía en una descuidada cascada de rizos; se notaba que la había peinado uno de esos peluqueros que dan a las mujeres un aire como si jamás hubieran pisado una peluquería.

—Hola —dijo—. ¿Cómo estás?

Su talante no concordaba con el escueto y democrático saludo; irradiaba vitalidad y una excitación casi sexual.

Brissot saltó de la mesa, le quitó la guerrera, la dobló cuidadosamente y la colocó sobre una silla. Ella lo miró irritada. Brissot había notado un objeto pesado en uno de los bolsillos de la guerrera.

—¿Lleva usted una pistola? —preguntó sorprendido a la joven.

—Me la dieron cuando atacamos los Inválidos. ¿Recuerdas, Camille? Apenas te dejas ver últimamente.

Théroigne se acercó a él, le cogió la mano y examinó la palma. Todavía podía verse la cicatriz de una herida de bayoneta, apenas más gruesa que un cabello, que había recibido el 13 de julio. Théroigne la recorrió sensualmente con un dedo.

Brissot la miró boquiabierto y al cabo de unos segundos dijo:

—Si queréis que os deje solos…

—No, no —se apresuró a contestar Camille.

No quería que Lucile se enterara de que Théroigne iba a visitarle. Por lo que sabía, Anne llevaba una vida casta e intachable, aunque se empeñara en dar otra impresión. Los periódicos monárquicos escandalosos se cebarían en ella.

—¿Quieres que escriba algo para ti, amor mío? —preguntó ella.

—Puedes intentarlo. Pero te advierto que soy muy exigente.

—¿Serías capaz de rechazarme?

—Me temo que sí. De hecho, me sobran las ofertas.

—Muy bien —respondió Théroigne, cogiendo la guerrera de la silla. Al pasar frente a Brissot, le dio un beso en la mejilla.

Al salir de la habitación, dejó tras de sí un potente aroma a sudor femenino y agua de lavanda.

—Calonne también utilizaba agua de lavanda, ¿te acuerdas, Camille? —preguntó Brissot.

—No solía moverme en esos círculos.

—Yo creía que lo conocías.

Brissot lo sabía todo. Creía en la hermandad de los hombres. Opinaba que todos los hombres inteligentes de Europa deberían reunirse para hablar sobre el método de gobierno y el desarrollo de las artes y las ciencias. Conocía a Jeremy Bentham y a Joseph Priestley. Dirigía una sociedad contra la esclavitud y escribía artículos sobre jurisprudencia, el sistema parlamentario inglés y las epístolas de san Pablo. Había llegado a la pequeña vivienda que ocupaba en la actualidad, situada en la rue de Grètry, tras unos breves periodos en Suiza, Estados Unidos, una celda en la Bastilla y un piso en Brompton Road. Tom Paine era amigo suyo (según decía él) y George Washington solía pedirle consejo. Brissot era un optimista. Creía que siempre prevalecería el sentido común y el amor a la libertad. Su actitud hacia Camille era afectuosa, amable y ligeramente paternalista. Le gustaba hablar sobre su pasado, y confiaba en que el destino le deparara un futuro mejor.

La visita de Théroigne —sobre todo el beso— le había dejado muy intrigado.

—He tenido una vida muy dura —dijo—. Al poco de morir mi padre, mi madre se volvió loca.

Camille apoyó la cabeza en la mesa y rompió a reír a carcajadas.

Fréron acudía a la oficina los viernes. Camille salía a almorzar y tardaba varias horas en regresar. Luego se reunían para hablar sobre las citaciones judiciales y decidir si era oportuno disculparse con la víctima. Dado que Camille no solía estar del todo sereno a esas horas, nunca se disculpaban. Los que se ocupaban del Révolutions trabajaban con ahínco, sin importarles que los insultaran y escupieran por la calle. Cada semana, después de imprimir el periódico, Camille juraba que esta sería la última edición. Pero al siguiente sábado el periódico salía de nuevo a la calle porque no soportaba que alguien pensara que «ellos» podían intimidarlo con sus amenazas e insultos, con su dinero y sus amigos en la Corte. Cuando llegaba el momento de escribir, cogía la pluma sin pensar en las consecuencias; sólo le importaba el estilo. En ocasiones se decía: «No sé por qué le doy tanta importancia al sexo; no existe nada en el mundo más gratificante que un punto y coma bien colocado». Una vez que comenzaba a escribir, era inútil tratar de frenarlo, recordándole que podía destruir una reputación o la vida de una persona. Por sus venas fluía un dulce veneno, más suave y potente que el coñac. Al igual que algunas personas necesitan opio, Camille necesitaba ejercer su talento para ridiculizar a las personas, vituperarlas y ofenderlas. Puede que el láudano aplaque los sentidos, pero un buen editorial hace que se le forme a uno un nudo en la garganta y que el corazón le lata más deprisa. Escribir es como bajar corriendo una cuesta: aunque quieras no puedes detenerte.

Citaremos algunas intrigas para cerrar el annus mirabilis… Lafayette comunica a Philippe que está buscando pruebas de su participación en las revueltas de octubre, y que si las encuentra… procederá en consecuencia. El general quiere echar al duque del país; Mirabeau, que necesita al duque para llevar a cabo sus planes, desea que permanezca en París.

—Dígame quién le está presionando —le ruega Mirabeau, aunque lo sabe de sobra.

El duque está desconcertado. A estas horas ya debería ser Rey, pero no lo es.

—Uno lo organiza todo —se lamenta a De Sillery—, y vienen otros y te fastidian los planes.

—A veces uno pierde el rumbo —dice Charles-Alexis amablemente.

—Por favor —contesta el duque—, esta mañana no estoy de humor para tus metáforas náuticas.

El duque está asustado, asustado de Mirabeau, asustado de Lafayette, y bastante más asustado de este último. Incluso le asusta el diputado Robespierre, que no hace más que oponerse a todo lo que dicen los demás en la Asamblea, sin alzar la voz, sin perder la compostura, observando a sus compañeros con una mirada implacable tras las gafas.

Tras los acontecimientos de octubre, Mirabeau traza un plan para que la familia real huya. La Reina lo aborrece, pero él trata de manipular la situación para hacerse imprescindible en la Corte. Mirabeau odia a Lafayette, pero piensa que puede serle útil. El general sostiene la bolsa de los fondos del servicio secreto, y eso no es grano de anís cuando uno tiene que invitar a gente a almorzar y cenar, pagar los sueldos de sus secretarios y ayudar a jóvenes con escasos recursos que ponen a tu disposición su talento e ingenio.

—Puede que me paguen —dice el conde—, pero no me han comprado. Si alguien depositara su confianza en mí, no tendría que recurrir a estas artimañas.

—Sí, señor —responde Teutch—. Yo que usted, señor, no insistiría en ese epigrama.

Entretanto, el general Lafayette estaba preocupado.

Mirabeau, pensó fríamente, es un charlatán. Si decidiera poner al descubierto sus planes, conseguiría hundirlo. Hay que desterrar la idea de que ocupe un ministerio. Es un hombre corrupto. No me explico cómo sobrevive su popularidad e incluso aumenta de día en día. Le ofreceré un cargo, alguna embajada, para sacarlo de Francia… Lafayette se pasó la mano por sus escasos cabellos rubios. Por fortuna, Mirabeau había dicho una vez en público que no emplearía a Philippe ni como mayordomo. Porque si esos dos se aliaban… No, era imposible. Orléans debía abandonar Francia, Mirabeau debía ser comprado y el Rey debía ser vigilado día y noche por seis guardias nacionales, al igual que la Reina. Esta noche ceno con Mirabeau y le ofreceré… Lafayette dejó su pensamiento en suspenso. No importaba dónde empezaban y terminaban sus frases, porque hablaba consigo mismo. ¿En quién podía confiar? Alzó la cabeza y vio reflejada en el espejo su calva, que los cordeliers encontraban cómica; luego suspiró y salió de la habitación vacía.

EL CONDE DE MIRABEAU AL CONDE DE MARCK

Ayer por la noche vi a Lafayette. Mencionó el lugar y la cantidad. Yo rechacé la oferta; preferiría una promesa por escrito de una embajada importante. Mañana recibiré un anticipo. Lafayette está muy preocupado por el duque de Orléans… Si mil luises te parece una suma indiscreta, no los pidas, pero es la cantidad que necesito…

Orléans partió para Londres, malhumorado, en compañía de Laclos. «Una misión diplomática», decía el anuncio oficial. Camille estaba con Mirabeau cuando recibieron la mala noticia. El conde se puso a dar vueltas de un lado al otro de la habitación, blasfemando.

A principios de noviembre, la Asamblea aprobó una moción excluyendo a los diputados de los cargos de ministros.

—¡Se han unido contra mí! —rugió Mirabeau—. Esto es obra de Lafayette.

—Cuando se enfurece de ese modo —contestó el esclavo Clavière—, tememos por su salud.

—Está bien, ríanse, búrlense de mí, abandónenme —dijo el conde—. Son una pandilla de oportunistas. Unos traidores. El muy marrano.

—Esa medida iba destinada a usted, sin duda.

—Aplastaré como a una pulga a ese cabrón. ¿Quién se ha creído que es? ¿Cromwell?

Tres de diciembre de 1789: maître G.-J. Danton pagó a maître Huet de Paisy y a la señorita Françoise Duhauttoir la suma de 12.000 libras, más 1500 de intereses.

Decidió contárselo a su suegro, para quitarse un peso de encima.

—¡Con dieciséis meses de antelación! —exclamó Charpentier, tratando de calcular los beneficios y los gastos. Luego sonrió y dijo—: Bueno, así te sentirás más a gusto.

En privado, pensó, es imposible. ¿Qué demonios se propone Georges-Jacques?