(1789)
3 de julio de 1789: de Launay, gobernador de la Bastilla, al señor De Villedeuil, ministro de Estado:
Tengo el honor de informarle que viéndose obligado por las circunstancias a dejar de hacer ejercicio en las torres, privilegio que concedió usted al marqués de Sade, ayer tarde se puso a gritar desde la ventana de su celda a voz en cuello, para que lo oyera todo el barrio, pidiendo auxilio y afirmando que torturamos y asesinamos a los presos de la Bastilla. No podemos permitirle que haga ejercicio en las torres, los cañones están cargados y resultaría muy peligroso. Todo el personal de la cárcel le quedaría muy agradecido si usted accediera a trasladar cuanto antes al marqués de Sade a otro lugar.
(firmado) De Launay
P. D. Ha amenazado con organizar otro espectáculo.
Durante la primera semana de julio, Laclos salió a reclutar a nuevos adeptos. Faltaban por añadir unos cuantos nombres a la nómina.
El mismo día que oyó a Desmoulins pronunciar su discurso en el Palais-Royal, llegó a manos del duque una copia del panfleto que Camille no había conseguido publicar, el cual circulaba en forma de manuscrito. El duque declaró que le producía dolor de cabeza, pero añadió:
—El hombre que ha escrito esto puede sernos útil.
—Lo conozco —respondió Laclos.
—Perfecto. Ve a hablar con él.
Laclos no imaginaba qué hacía suponer al duque que Desmoulins era un viejo amigo suyo.
En el Café du Foy, Fabre d’Églantine leía en voz alta un pasaje de su última obra. No sonaba prometedora. Laclos supuso que no tardaría en pedirle más dinero. Tenía una pésima opinión de Fabre, pero era necesario emplear a un imbécil para ciertos trabajos.
Camille se acercó a él y le preguntó sin rodeos:
—¿Será el 12?
Laclos lo miró con aire de reproche. ¿Acaso no comprendía que era un asunto muy complejo, que requería infinita paciencia?
—El 12 no es posible. Será el 15.
—Mirabeau dice que las tropas suizas y alemanas llegarán el 13.
—Es un riesgo que debemos correr. Lo que me preocupa son las comunicaciones. Podría producirse una matanza en un determinado distrito, y a un par de kilómetros ni se enterarían. —Tomó un sorbo de café y continuó—: Se habla de formar una milicia ciudadana.
—Mirabeau dice que los tenderos están más preocupados por los bandoleros que por las tropas. Por eso quieren formar una milicia.
—Deja de repetirme lo que dice Mirabeau —protestó Laclos—. No necesito que me cuentes sus opiniones de segunda mano puesto que lo oigo disertar todos los días en la Asamblea. Tu problema es que te obsesionas con la gente.
Hace sólo unas semanas que se conocen y Laclos ya se permite criticarlo abiertamente.
—Estás enojado —dijo Camille— porque no has conseguido comprar a Mirabeau para el duque.
—Estoy convencido de que llegaremos a un acuerdo. De todos modos, quieren pedir a Lafayette —cotilleos de Washington, según dices tú— que se ponga al mando de la milicia ciudadana. Como puedes imaginar, eso es impensable.
—Lafayette es tan rico que podría comprar hasta el mismo duque.
—Eso no te concierne —contestó Laclos fríamente—. Quiero que me hables de Robespierre.
—Olvídalo —respondió Camille.
—Puede sernos muy útil en la Asamblea. Reconozco que le falta estilo, que se ríen de él, pero va mejorando.
—No pongo en duda su utilidad. Pero no podrás comprarlo. Y no se unirá a vosotros por amor al duque. No le interesan las facciones.
—¿Qué es lo que le interesa? Si me lo dices, intentaré proporcionárselo. ¿Cuáles son sus debilidades? Es lo único que necesito saber. ¿Qué vicios tiene?
—Que yo sepa, no tiene debilidades ni vicios.
—Todo el mundo tiene algún vicio —insistió Laclos.
—Eso será en tu novela.
—Qué raro —dijo Laclos—. ¿Acaso pretendes decirme que ese hombre no necesita dinero? ¿O un trabajo? ¿O una mujer?
—No conozco el estado de su cuenta corriente. Si desea una mujer, supongo que será capaz de conquistarla él solito.
—O quizás… Hace mucho que os conocéis, ¿no es cierto? ¿No tendrá ciertas inclinaciones…?
—No, no —contestó enérgicamente Camille—. En absoluto.
—Lo cierto es que no parece ser uno de esos —dijo Laclos, frunciendo el ceño. Tenía bastante facilidad para imaginar lo que la gente hacía en la cama; al fin y al cabo era su profesión. Pero el diputado de Artois tenía cierto aire de inocencia. Laclos sólo alcanzaba a imaginar que cuando estaba en la cama, dormía—. De momento lo archivaremos. Parece que el señor Robespierre es un tipo complicado. Háblame de Legendre, su carnicero. Tengo entendido que es capaz de decir cualquier cosa, y que tiene un par de pulmones increíbles.
—El duque debe de estar desesperado para querer reclutar a un tipo como él.
Laclos imaginó la expresión vacía y ensimismada del duque.
—Vivimos en unos tiempos desesperados —respondió sonriendo.
—Si quieres a alguien del distrito de los cordeliers, conozco a alguien mucho mejor que Legendre. Alguien con unos pulmones más potentes que él.
—Supongo que te refieres a Georges-Jacques D’Anton. Sí, lo tengo en mi fichero. Es el abogado que rechazó un excelente cargo bajo Barentin el año pasado. Me extraña que me recomiendes alguien que se recomienda a sí mismo a Barentin. Posteriormente rechazó otra oferta… ¿no te lo dijo? Deberías ser omnipresente, como yo. Bueno, ¿qué más sabes?
—Conoce a todo el mundo en la comarca. Es un hombre culto, con una fuerte personalidad. No tiene opiniones radicales. Se le podría convencer para que las cambiara.
—Veo que tienes una buena opinión de él —dijo Laclos.
Camille se sonrojó como si lo hubieran sorprendido en una pequeña falta. Laclos lo miró con sus astutos ojos azules.
—Recuerdo a D’Anton. Un hombre feo con aspecto de bruto. Parecido a Mirabeau pero en versión pobre. Francamente, tienes unos gustos muy extraños, Camille…
—No puedo responder a todas tus preguntas al mismo tiempo, Laclos. Maître D’Anton me debe un favor.
Laclos sonrió satisfecho, como si se hubiera quitado un peso de encima. Sabía por experiencia que un hombre en deuda con otro podía ser seducido por una cantidad muy pequeña de dinero, mientras que un hombre acomodado debía ser tentado con sumas que proporcionaran a su avaricia una nueva dimensión. Las arcas del duque estaban bien provistas de fondos, y recientemente había recibido un sustancioso regalo del embajador prusiano, cuyo Rey estaba siempre dispuesto a disgustar al Monarca francés. Pero los fondos no eran inagotables, y a Laclos le divertía hacer pequeñas economías.
—¿Cuánto me costará convencerlo?
—Yo me encargaré de las negociaciones —respondió Camille—. La mayoría de la gente te pediría una comisión, pero en este caso lo haré para demostrar mi estima al duque.
—Pareces muy seguro de ti —observó Laclos—. No voy a pagar un céntimo sin saber que podemos contar con él.
—Todos somos susceptibles de dejarnos corromper, ¿no es cierto? Al menos, eso dices siempre. Mira, Laclos, hay que actuar deprisa, antes de que la situación se nos escape de entre las manos. Si la Corte recupera el juicio y empiezan a pagar, vuestros amigos se apresurarán a abandonaros.
—No pareces estar entregado en cuerpo y alma a la causa del duque —observó Laclos.
—Algunos nos preguntábamos el otro día qué planes tenías para los que no estamos entregados en cuerpo y alma a la causa del duque.
Camille aguardó. «¿Qué tal un billete de ida a Pensilvania? —pensó Laclos—. Te entusiasmará vivir entre los cuáqueros. O bien un refrescante baño en el Sena».
—Permanece junto al duque —contestó Laclos—, y no te arrepentirás.
—¿Se te ha ocurrido alguna vez, Laclos, que quizá seas tú quien me ayude a montar mi revolución y no a la inversa? Quizás ocurra como en una de esas novelas en las que los personajes se adueñan de la situación y dejan atrás al autor.
Laclos dio un puñetazo en la mesa y gritó:
—¡Siempre has de decir la última palabra! ¡No te pases de listo!
—Todo el mundo te está mirando —contestó Camille.
Era imposible proseguir la conversación. Laclos se disculpó y se marchó. Estaba enojado por haber perdido los estribos con un agitador de poca monta, y, en penitencia, se había disculpado con él. Camille lo observó alejarse. Esto no puede seguir así, pensó. Si dejo que las cosas continúen de esta forma, no tendré un alma que vender cuando me hagan una buena oferta. Luego corrió a comunicar a D’Anton la buena noticia de que iban a intentar sobornarlo.
11 de julio: Camille se presentó en la casa de Robespierre en Versalles.
—Mirabeau ha aconsejado al Rey que retire sus tropas de París —dijo—. Luis se niega a hacerlo. Esas tropas no son de confianza. Los secuaces de la Reina intentan hundir a Necker. El Rey dice que enviará a la Asamblea a las provincias.
Robespierre escribía una carta a Augustin y Charlotte. Alzó la cabeza y respondió:
—Él la sigue llamando los Estados Generales.
—Lo sé. He venido a ver si estabas haciendo la maleta.
—No. Acabo de instalarme.
—Te veo muy tranquilo —observó Camille, paseándose de un lado al otro de la habitación.
—Estoy aprendiendo a ser paciente escuchando las tonterías que se dicen cada día en la Asamblea.
—Según parece, tus colegas no te inspiran el menor respeto. Detestas a Mirabeau.
—Exageras —contestó Robespierre, dejando la pluma—. Acércate, Camille, deja que te vea.
—¿Por qué? —respondió Camille, nervioso—. Dime lo que debo hacer, Max. No sé que pensar, estoy confundido. La república… el conde se ríe de ella. Me obliga a escribir, me dicta lo que debo escribir y me vigila constantemente. Ceno con él todas las noches. La comida es excelente, lo mismo que el vino y la conversación. Me está corrompiendo.
—No te hagas el ingenuo —contestó bruscamente Robespierre—. El conde puede ayudarte a prosperar, y eso es lo que necesitas. Deberías estar allí, no aquí. Yo no puedo darte lo que él te ofrece.
Robespierre sabe lo que va a suceder, como casi siempre. Camille es hábil y astuto, pero indiscreto. Ha sido visto en público con Mirabeau, que tenía un brazo apoyado sobre sus hombros, como si fuera una prostituta que hubiera recogido en el Palais-Royal. Todo eso es muy enojoso; las grandes ambiciones del conde están tan claras como si el propio doctor Guillotin le hiciera la autopsia. De momento, Camille se divierte. El conde estimula sus aptitudes. Disfruta de los halagos y las atenciones que recibe. La relación entre él y Robespierre prosigue como si la última década hubiera pasado en un abrir y cerrar de ojos. Robespierre sabe que Camille sufrirá un día una decepción, pero es inútil tratar de advertirle. Es como la decepción en el amor. Todo el mundo debe pasar por ello.
—¿Te he hablado alguna vez de Anaïs, esa chica con la que al parecer estoy comprometido? Augustin me ha informado que tengo rivales.
—¿Han aparecido desde que te fuiste?
—Eso parece.
—¿Te sientes herido?
—Siempre he tenido mucho amor propio. Pero no… —contestó Camille, sonriendo—. Esa Anaïs es una buena chica, pero un poco tonta. Lo cierto es que fue un compromiso concertado por nuestras familias.
—¿Por qué accediste?
—Para que me dejaran en paz.
Camille se dirigió a la ventana y se asomó.
—¿Qué va a suceder? —preguntó—. La revolución es inevitable.
—Sí, pero Dios actúa a través de los hombres.
—¿Qué quieres decir?
—Alguien tiene que acabar con el estancamiento entre la Asamblea y el Rey.
—Explícate.
—Supongo que será Mirabeau. Nadie se fía de él, pero si diera la señal…
—Estancamiento, señal… —Camille cerró la ventana y se giró indignado. Robespierre retiró el tintero—. ¿Una señal es algo que haces agitando las manos? —preguntó Camille. Luego se arrodilló ante Robespierre, quien trató de ayudarlo a incorporarse—. Esto es real —dijo Camille—. Estoy arrodillado en el suelo y tú tratas de ayudarme a levantarme. No metafóricamente, sino realmente. Mira —dijo, arrojándose de bruces sobre la alfombra—. Me he postrado en la alfombra. Esto es acción. ¿Puedes distinguir entre lo que acaba de suceder y lo que sucede cuando alguien dice que «el país está postrado»?
—Por supuesto. Levántate.
Camille obedeció.
—Me aterras —dijo Robespierre. Luego se sentó en la mesa donde había estado escribiendo una carta, se quitó las gafas y se frotó los ojos—. Las metáforas son muy útiles —dijo—. Me gustan las metáforas. Las metáforas no matan a la gente.
—Me matan a mí. Si vuelvo a oír a alguien hablando de mares embravecidos o edificios que se desmoronan, me tiraré por la ventana. No lo soporto. El otro día me encontré a Laclos. Me sentía tan enojado que decidí hacer algo.
Robespierre cogió la pluma y añadió una frase a la carta.
—Temo que estallen motines civiles —dijo.
—¿Por qué? Yo espero que así sea. A Mirabeau ya sabemos que le guían sus propios intereses, pero si tuviéramos un líder con un nombre intachable…
—No sé si existe un hombre así en la Asamblea.
—Tú —respondió Camille.
—¿Eso crees? A Mirabeau le llaman «La Antorcha de Provenza». ¿Sabes cómo me llaman a mí?: «La Vela de Arras».
—Pero con el tiempo, Max…
—Sí, el tiempo todo lo arregla. Opinan que debería frecuentar la compañía de vizcondes y cultivar su retórica florida. Con el tiempo quizá lleguen a respetarme. Pero no quiero que me acepten con aire de benevolencia. No quiero promesas, ni cargos, ni comisiones, ni mancharme las manos de sangre. Me temo que no soy su hombre predestinado.
—¿Pero no crees que en el fondo eres el hombre predestinado?
Robespierre examinó la carta que estaba escribiendo. Tenía que añadir una posdata.
—No más que tú —contestó.
Domingo, 12 de julio: son las cinco de la mañana.
—No existen respuestas a esas preguntas, amigo Camille —dijo D’Anton.
—¿No?
—No. Mira, ha amanecido. Un día más. Lo has conseguido.
Camille insistió en sus preguntas:
—Supongamos que consigo a Lucile, ¿cómo voy a seguir sin Annette? ¿Por qué no he logrado nunca nada, ni una sola cosa? ¿Por qué se niegan a publicar mi panfleto? ¿Por qué me odia mi padre?
—De acuerdo —contestó D’Anton—. Te responderé brevemente. ¿Por qué has de seguir con Annette? ¿Acaso pretendes acostarte con las dos? Supongo que eres capaz de hacerlo. No sería la primera vez que ocurre en la historia del mundo.
—Parece que nada te escandaliza —dijo Camille.
—¿Me dejas continuar? Nunca has conseguido nada porque siempre estás en posición horizontal. Quiero decir que nunca estás en el lugar apropiado en el momento indicado. La gente dice que eres muy distraído, pero yo sé la verdad. Empiezas el día lleno de buenas intenciones, pero de pronto te encuentras con alguien y te vas a la cama con esa persona.
—Y así malgasto los días —contestó Camille—. Tienes razón.
—¿Qué clase de fundamento para una carrera…? Déjalo, no importa. ¿Por dónde iba? Se niegan a publicar tu panfleto porque no es el momento adecuado. En cuanto a tu padre, no te odia, probablemente te quiere mucho, lo mismo que yo y otras personas. Me agotas, Camille.
El viernes, D’Anton había pasado todo el día en los tribunales, y el sábado había trabajado sin parar. Estaba extenuado.
—Hazme un favor —dijo, levantándose y acercándose a la ventana—. Si decides suicidarte déjalo para el miércoles, cuando haya concluido el caso que llevo entre manos.
—Regreso a Versalles —respondió Camille—. Tengo que hablar con Mirabeau.
—Es un infeliz —dijo D’Anton, bostezando—. Va a hacer un calor sofocante.
Al abrir los postigos, la luz inundó la habitación.
El problema de Camille no era permanecer despierto sino recoger sus efectos personales. Hacía algún tiempo que se había mudado. Se preguntaba si D’Anton era capaz de comprender sus problemas. Cuando uno se presenta de improviso en un sitio donde ha vivido antes, es muy difícil decir a los actuales ocupantes: «Quítenme las manos de encima. Sólo vengo a recoger una muda». No te creen. Piensan que es un pretexto.
Además, Camille siempre anda de un lado para el otro. El viaje de París a Versalles suele llevar tres horas. Pese a sus problemas, ha llegado a casa de Mirabeau a la hora en que las personas normales están desayunando. Después de afeitarse, peinarse y cambiarse de ropa, ofrecía el aspecto de un joven y modesto abogado que espera ser recibido por el gran hombre.
Al abrirle la puerta, Teutch puso los ojos en blanco y dijo:
—Han formado un nuevo gabinete. Y él no está incluido.
Mirabeau se paseaba por la habitación como un tigre enjaulado.
—¡Por fin has llegado! —exclamó al ver a Camille—. ¿Has estado follando con Philippe?
La habitación estaba atestada de gente con expresión de enojo y preocupación. El diputado Pétion apoyó una sudorosa mano en su hombro y dijo:
—Tiene buen aspecto, Camille. Yo me he pasado la noche en vela. ¿Sabe que han destituido a Necker? El nuevo gabinete se reúne esta mañana, si consiguen hallar a un ministro de Finanzas. Tres personas han rechazado el cargo. Necker es muy popular, esta vez han metido la pata.
—¿Cree que María Antonieta tiene la culpa?
—Eso dicen. Algunos de los diputados que están aquí temen ser arrestados.
—Los arrestos se producirán más tarde.
—Creo que algunos de nosotros deberíamos ir a París —dijo Pétion—. ¿No está de acuerdo, Mirabeau?
Mirabeau lo miró enfurecido por haberlo interrumpido en medio de una frase.
—Sí, hágalo —contestó, fingiendo haber olvidado el nombre de Pétion.
En cuanto llegue la noticia al Palais-Royal…, pensó Camille. Se dirigió hacia el conde y dijo:
—Debo irme, Gabriel.
Mirabeau lo agarró del brazo, sonriendo, y le apartó el pelo de la cara de un manotazo. Uno de sus anillos le rozó el labio inferior.
—Maître Desmoulins quiere asistir a una pequeña revuelta. Es domingo por la mañana, Camille, ¿por qué no has ido a misa?
Camille abandonó la habitación y bajó apresuradamente la escalera. Al llegar a la calle se giró y vio a Teutch corriendo tras él.
—¿Acaso me envía el conde algún consejo? —le preguntó.
—Sí, pero ahora no me acuerdo —respondió Teutch—. Ah, sí, dice que procure que no lo maten.
Son casi las tres cuando la noticia de la destitución de Necker alcanza el Palais-Royal. La reputación del financiero suizo se ha ido construyendo con gran diligencia, sobre todo durante la última semana, cuando su caída parecía inminente.
Todo el populacho parece haberse volcado en las calles y las plazas, bajo el sofocante calor, avanzando hacia los jardines públicos con sus hermosas avenidas llenas de castaños y conexiones orleanistas. El precio del pan acaba de subir nuevamente. Las tropas extranjeras han acampado en las afueras de la ciudad. Los guardias franceses han desertado de sus puestos para defender sus intereses como trabajadores. Los agitadores clandestinos han salido a la luz; sus anémicos rostros están marcados por imágenes nocturnas de ahorcamientos, u otras soluciones últimas. El sol reluce implacablemente, como un hirviente ojo tropical.
Bajo ese ojo se derrama vino, los ánimos se inflaman y estallan. Han acudido todos, peluqueros y oficinistas, aprendices, pequeños tenderos, cerveceros, pañeros, curtidores y porteros, afiladores, cocheros y prostitutas, los restos de Titonville. La muchedumbre se desplaza hacia adelante y hacia atrás, impulsada por los rumores y el nerviosismo, regresando siempre al mismo lugar. Comienzan a sonar las campanadas del reloj.
Hasta ahora esto ha sido una broma, un deporte violento, un combate pugilístico. La multitud está llena de mujeres y niños. Las calles apestan. ¿Por qué tiene el tribunal que esperar a que se verifique el proceso político? Los soldados alemanes de caballería podrían conducir al populacho por estrechos callejones y matarlos como si fueran cerdos. ¿Por qué tienen que esperar de brazos cruzados a que suceda eso? ¿Se atreverá el Rey a profanar el domingo? Mañana es fiesta, la gente puede morir de muerte natural. El reloj da las tres. Es la hora de la crucifixión, como todos sabemos. Estaba escrito que un hombre moriría por todos nosotros, y en 1757, antes de que naciéramos, un hombre llamado Damiens atacó al Rey con una navaja. La gente todavía habla de su ejecución, un día de gritos y aclamaciones, una fiesta de tormento. Han pasado treinta y dos años, y ahora han aparecido los alumnos del verdugo, dispuestos a organizar otro sangriento festejo.
La precipitada entrada de Camille en la historia sucedió del siguiente modo. Se hallaba en la puerta del Café du Foy, sudoroso, inquieto y asustado ante aquella enardecida muchedumbre. Alguien sugirió que pronunciara unas palabras y colocaron una mesa en la puerta del café. Durante unos instantes Camille se sintió mareado y se apoyó en la mesa. Se preguntaba si D’Anton tendría también resaca. ¿Cómo se le había ocurrido permanecer despierto toda la noche? En aquellos momentos deseaba estar en una habitación oscura y silenciosa, solo y, tal como había dicho D’Anton, en posición horizontal. El corazón le latía aceleradamente. No recordaba que hubiera probado bocado en todo el día. Temía asfixiarse en aquel fétido ambiente que apestaba a sudor, miseria y miedo.
De pronto tres jóvenes avanzaron por entre la multitud, agarrados del brazo, con expresión firme y resuelta. Camille comprendió al instante lo que iba a suceder. Reconoció a dos de los hombres, pero al tercero no lo conocía. El tercer individuo gritó «¡A las armas!», y los otros imitaron su ejemplo.
—¿Qué armas? —preguntó Camille, apartando un mechón que le caía sobre la frente y alzando una mano en señal de interrogación. Alguien le puso una pistola en la mano.
Camille miró el arma como si hubiera caído del cielo y preguntó:
—¿Está cargada?
—Naturalmente —contestó un hombre que estaba junto a él, entregándole otra pistola.
Aterrado, Camille se echó a temblar. Esas eran las consecuencias del rigor intelectual, de no dejar que la gente se saliera con la suya con un eslogan barato.
—Ten cuidado, se te puede disparar en la cara —le advirtió el hombre.
Sin duda será esta noche, pensó Camille. Las tropas saldrán del Campo de Marte, se producirán arrestos, detenciones, castigos ejemplares. Súbitamente comprendió hasta qué punto había evolucionado la situación desde la semana pasada, desde el día anterior, en la última media hora. Será esta noche, pensó, las cosas han llegado al límite.
Había imaginado tantas veces este momento que actuaba automáticamente; sus gestos eran fluidos, perfectamente sincronizados, como los movimientos en un sueño. Había hablado muchas veces desde la puerta de un café. Tras pronunciar la primera frase, las demás salían de corrido. Sabía que lo hacía mejor que nadie, porque esta era la migaja que Dios le tenía reservada, el último bocado del plato.
Camille se encaramó a la mesa, rodeado por una nutrida multitud, como el público de un anfiteatro. Ahora comprendía el significado de la frase «un mar de rostros»; era un mar vivo, donde la gente alzaba la cabeza para aspirar una bocanada de aire antes de que los arrastrara la corriente. Había gente asomada a las ventanas del café y de los edificios vecinos. La muchedumbre era cada vez más numerosa. Camille no estaba lo bastante alto, no le veían bien. Sujetó las dos pistolas con una mano, temeroso de que se dispararan accidentalmente, pero reacio a separarse de ellas. Agitó el brazo izquierdo hacia alguien que estaba dentro del café y sacaron una silla y la plantaron sobre la mesa. Camille pidió a un hombre que estaba a su lado que la sostuviera. Luego se pasó las pistolas a la mano izquierda. Son las tres y dos minutos.
Al subirse a la silla sintió que esta oscilaba ligeramente. Sería ridículo que se cayera de la silla, la gente diría que era típico de él. Era una silla corriente, con el asiento de paja. Si fuera tan corpulento como Georges-Jacques la atravesaría.
Ahora dominaba a la multitud. Soplaba una fétida brisa procedente de los jardines. Camille identificó algunos rostros. Había policías e informadores, hombres que llevaban varias semanas vigilándolo, colegas y cómplices de unos individuos que hacía unos días habían sido acorralados y brutalmente golpeados por la multitud. Pero ahora había llegado la hora de matar. Sabía que a sus espaldas había unos hombres armados. Aterrorizado, Camille comenzó a hablar.
Identifica a los policías que están camuflados entre la multitud, desafiándoles a que lo maten de un disparo o se lo lleven vivo. Lo que está sugiriendo, instando a la multitud, es organizar una insurrección armada, transformar la ciudad en un campo de batalla. Son las tres y cuatro minutos y ya es culpable de una larga lista de delitos capitales. Si la muchedumbre deja que se lo lleve la policía, puede darse por muerto. Por consiguiente, está dispuesto a disparar contra un policía y dispararse luego un tiro en la sien, confiando en morir en el acto. Así comenzará la Revolución. Sólo le lleva un segundo tomar esa decisión, entre frase y frase. Son las tres y cinco. La forma exacta de las frases no tiene importancia. Nota que la tierra empieza a temblar bajo sus pies. ¿Qué es lo que pretende la multitud? Rugir. ¿Cuál es su objetivo? No hay una respuesta coherente. Se limitan a rugir. ¿Quiénes son esas personas? No tienen nombre. Lo único que desean es multiplicarse, abrazarse, fundirse, gritar a coro. Si Camille no estuviera de pie se estaría muriendo, agonizando entra las páginas de sus cartas. Si consigue sobrevivir escribirá todo cuanto hoy ha presenciado y experimentado. Pero teme no ser capaz de describir el sofocante calor, las hojas verdes de los castaños, el polvo que le asfixia, el olor a sangre y la ferocidad de la multitud; será un viaje a la hipérbole, una odisea de mal gusto. A su alrededor suenan gritos, gemidos y sangrientas promesas; se siente flotar envuelto en una especie de nube escarlata, un nuevo y tenue elemento. Durante un segundo se palpa el bulto en el labio inferior que esa mañana le ha producido el anillo del conde; sólo eso le indica que habita el mismo cuerpo y posee la misma carne.
Hace unos días, en este mismo lugar, dijo: «La bestia ha caído en la trampa; acabad con ella». Se refería al animal del viejo régimen, bajo el cual ha vivido toda su vida. Pero ahora ve a otra bestia: la multitud. Una multitud que no tiene alma, ni conciencia, sólo garras y dientes. De pronto recuerda al perro del señor Saulce, en la Place des Armes, tumbado al sol. Camille tiene tres años y está asomado a la ventana de la Vieja Casa. Ve al perro atrapar a una rata y partirle el cuello. Nadie lo matará por eso. Nadie se lo llevará y lo encadenará por haber matado a la rata. Camille se inclina hacia adelante, extendiendo un brazo, con la palma de la mano hacia arriba, arengando a la multitud. Ha perdido una de las pistolas, no sabe cómo, no importa. Nota como si la sangre se hubiera coagulado en sus venas. Está decidido a vivir eternamente.
La multitud se ha quedado ronca. Súbitamente, Camille se arroja de la mesa. Cientos de manos se alzan para sujetarlo por la ropa, el cabello, las piernas, los brazos. La gente solloza, maldice, blasfema, lanza consignas. Todos repiten su nombre; lo conocen. El ruido es ensordecedor, un horror salido del Libro de las Revelaciones, como si hubiera estallado el infierno y los demonios anduvieran sueltos por las calles. Han dado las tres y cuarto, pero nadie ha reparado en ello. La gente llora y gime. Cogen a Camille y lo transportan a hombros a través de los jardines. Una voz les ordena que cojan las picas, mientras una columna de humo se eleva entre los árboles. De pronto suena un redoble de tambor; no es un sonido profundo, reverberante, sino seco, duro, feroz.
CAMILLE DESMOULINS A JEAN-NICOLAS DESMOULINS, EN GUISE
Cometiste un error al no acompañarme a Laon para recomendarme a las personas que podían elegirme. Pero no importa. He escrito mi nombre en nuestra Revolución con letras más grandes que las de todos nuestros diputados de Picardía.
A media tarde, el señor Duplessis salió con un par de amigos que deseaban satisfacer su curiosidad. Cogió un pesado bastón, con el que se proponía repeler a los agitadores obreros. Su esposa le suplicó que no saliera.
El rostro de Annette denotaba preocupación. Los sirvientes habían traído unas terribles noticias, y temía que fueran ciertas. Lucile estaba segura de que lo eran. Permanecía sentada en silencio, sin llamar la atención, como si acabara de ganar la lotería.
Adèle estaba en casa. Casi siempre estaba en casa, salvo cuando iba a Versalles a visitar a sus amigas para enterarse de los últimos cotilleos. Conocía a las esposas de los diputados y a varios diputados, todos los rumores que circulaban por los cafés y las estrategias electorales de la Asamblea Nacional.
Lucile se retiró a su habitación. Cogió pluma y papel y escribió: «Adèle está enamorada de Maximilien Robespierre». Luego arrancó el papel y lo arrugó.
A continuación cogió un tapete que estaba bordando. Trabajaba lentamente, atenta a lo que estaba haciendo. Más tarde mostraría a la gente la prodigiosa labor que había realizado aquella tarde entre las cinco y cuarto y las seis y cuarto. Al cabo de un rato se le ocurrió practicar unas escalas. Cuando me case, pensó, tendré un piano, aparte de otras novedades.
Al volver a casa, Claude se dirigió directamente a su estudio, sin quitarse la casaca, y cerró la puerta de un portazo. Annette comprendió que deseaba estar solo unos minutos para recuperarse de la impresión.
—Me temo que tu padre ha recibido malas noticias —dijo Annette a su hija.
—Pero si sólo ha salido a dar un paseo —respondió Adèle—. Confío en que no sean noticias de carácter personal.
Annette llamó a la puerta del estudio. La acompañaban sus hijas.
—Sal —dijo—. ¿O prefieres que entremos nosotras?
—Han utilizado al ministro como pretexto —dijo Claude.
—Querrás decir Necker —le rectificó Adèle—. Ya no es ministro.
—Tienes razón. —Claude se sentía atrapado entre su lealtad a su superior y su deseo de exponer sus opiniones—. Ese hombre nunca me cayó bien. Es un charlatán. Pero no se merecía esto.
—Querido —contestó Annette—, aquí tienes a tres mujeres que están sobre ascuas. ¿No podrías ser un poco más explícito?
—La multitud se ha lanzado a la calle —respondió Claude—. La destitución del señor Necker ha causado furor. Estamos sumidos en una situación de anarquía, y la anarquía no es una palabra que me guste utilizar.
—Siéntate, querido —dijo Annette.
Claude se sentó y se frotó los ojos. El viejo Rey los observaba a todos desde la pared: a la Reina actual, con un vestido chillón, el pelo adornado con plumas y la cabeza gacha; un busto de yeso de Luis, con aspecto de carretero; y el abate Terray, de frente y de perfil.
—Han organizado una insurrección —dijo Claude—. Han prendido fuego a las barreras aduaneras. Han cerrado los teatros y han irrumpido en el museo de cera.
—¿Que han irrumpido en el museo de cera? —preguntó Annette, asombrada—. ¿Por qué?
—¿Cómo quieres que lo sepa? —replicó Claude—. ¿Cómo quieres que conozca sus motivos? Hay cinco mil personas, seis mil personas, marchando sobre las Tullerías, y muchas otras que se dirigen a reunirse con ellas. Están destruyendo la ciudad.
—¿Dónde están los soldados?
—Eso mismo debe de estar preguntándose el Rey. Quizás han ido a aclamar y vitorear a los insurrectos. Gracias a Dios que el Rey y la Reina se encuentran en Versalles, pues quién sabe lo que podría haber sucedido. A la cabeza de la multitud… —Claude se detuvo, incapaz de continuar—. He visto a esa persona.
—No te creo —dijo Annette, aunque sabía que era cierto.
—Como gustes. Lo leerás mañana en el periódico…, si es que se publica. Según parece, pronunció un discurso en el Palais-Royal que influyó decididamente en las masas y se ha convertido en una especie de héroe para esa gente. La policía trató de arrestarlo, pero él cometió la torpeza de pararlos a punta de pistola.
—No estoy segura de que fuera una torpeza —contestó Adèle—, teniendo en cuenta los resultados.
—Debí tomar medidas —dijo Claude—. Debí enviaros a un colegio internas. Me pregunto qué he hecho para merecer esto. Una de mis hijas frecuenta la compañía de radicales, y la otra planea fugarse con un delincuente.
—¿Delincuente? —repitió Lucile, asombrada.
—Sí. Ha infringido la ley.
—La ley puede ser modificada.
—Dios mío —dijo Claude—, no lo comprendes. Las tropas los aplastarán.
—¿Crees que todo esto es fruto de la casualidad? —preguntó Lucile—. No, padre, déjame hablar, tengo derecho a hacerlo puesto que conozco mejor que tú la situación. Dices que hay miles de insurrectos por las calles, pero no sabes el número exacto. Los guardias franceses no atacarán a sus compatriotas, la mayoría están de nuestro lado. Si se organizan debidamente dispondrán de suficientes armas para derrotar a las tropas alemanas.
Claude la miró como si no diera crédito a lo que oía.
—Es demasiado tarde para tomar medidas —dijo su esposa. Lucile carraspeó. Estaba pronunciando un discurso de salón, una pálida imitación del que debía haber pronunciado Camille en el Palais-Royal. Las manos le temblaban. Se preguntaba si Camille había sentido miedo al verse rodeado por aquella multitud enfervorizada, si había olvidado que en el ojo del huracán está la calma, el lugar más seguro en el centro de todos los designios divinos.
—Todo esto ha sido planificado —dijo—. Al otro lado del río hay refuerzos. —Se acercó a la ventana y prosiguió—: Esta noche no hay luna. ¿Cuánto tiempo les llevará atravesar el río en la oscuridad? Sólo saben luchar en el campo de batalla, no saben luchar en las calles. Mañana por la mañana —si consiguen retenerlas en la Place Louis XV— obligarán a las tropas a retirarse del centro de la ciudad. Y el electorado parisino tendrá a la milicia por las calles; podrán pedir armas al Ayuntamiento. En los Inválidos hay fusiles y mosquetones…
—¿Campo de batalla? —repitió Claude—. ¿Refuerzos? ¿Cómo sabes todo eso? ¿Quién te lo ha dicho?
—¿No lo adivinas?
—¿Electorado? ¿Milicia? ¿Acaso sabes también —preguntó Claude con histérico sarcasmo— dónde conseguirán la pólvora y las balas?
—Desde luego —contestó Lucile—. En la Bastilla.
Habían elegido el color verde para identificarse, el color de la esperanza. En el Palais-Royal una muchacha había entregado a Camille una cinta verde. La multitud había saqueado las tiendas, y las calles estaban cubiertas por metros y metros de cinta verde musgo, verde manzana y verde esmeralda. Habían arrancado las hojas de los castaños del Palais-Royal, y la gente las lucía en el ojal y en el sombrero. Un olor intenso y dulzón, a vegetales, yacía como una nube sobre la ciudad.
Al anochecer se había formado un ejército que marchaba tras sus estandartes. A pesar de la oscuridad, el calor no había cedido. Por la noche estalló una tormenta. Los rayos y los truenos se mezclaban con los cantos y el fragor de los fusiles y los disparos. Durante toda la noche sonaron las pisadas de las botas sobre los adoquines y el ruido del acero. Los relámpagos iluminaban las devastadas calles, mientras el viento transportaba el humo de las barreras que ardían. A medianoche, un granadero borracho preguntó a Camille:
—¿No nos hemos visto antes?
Al amanecer, bajo la lluvia, se topó con Hérault de Séchelles. Pero ya nada podía sorprenderle, aunque se hubiera topado con la misma señora du Barry. El juez tenía el rostro manchado y las ropas desgarradas. En una mano sostenía una pequeña pistola, perteneciente a una valiosa pareja de pistolas confeccionadas para Maurice de Saxe, y en la otra un cuchillo de carnicero.
—¡Qué salvajada! —exclamó Hérault—. ¡Qué irresponsabilidad! Han saqueado el monasterio de Saint-Lazare. Se han llevado los muebles y la plata. También han vaciado las bodegas. En estos momentos están tendidos en la calle, vomitando como descosidos. ¿Cómo dices? ¿Versalles? ¿Has dicho «acaba con ello» o «acaba con ellos?». En tal caso, iré a cambiarme, no quiero presentarme en palacio con esta pinta. Esto es más divertido que archivar documentos, ¿no crees? —preguntó, soltando una carcajada. Jamás se había sentido tan feliz.
El duque Philippe había pasado el día 12 en su castillo de Raincy, en el bosque de Bondy. Al enterarse de los sucesos ocurridos en París, expresó su «asombro y conmoción». «Lo cual —dijo su ex amante, la señora Elliot— me pareció sincero».
En la mañana del día 13, durante la recepción real, el Monarca ignoró a Philippe y más tarde le ordenó (con malos modos) que se largara. Philippe partió para su casa en Mousseaux de un humor de perros, y juró (según la señora Elliot) «que jamás volvería a poner los pies en palacio».
Por la tarde, Camille regresó al distrito de los cordeliers. Lo seguía el granadero borracho, que repetía insistentemente: «¿No nos hemos visto antes?». También lo seguían cuatro guardias franceses bajo amenaza de linchamiento si algo malo le sucedía, y varios presos fugados de La Force. Y una vendedora del mercado, con una camisa rayada y un gorro de lana, esgrimiendo un cuchillo de cocina y una lengua más afilada que este, la cual se había encaprichado de Camille. Y una bonita joven que lucía una pistola en la cintura de su traje de amazona y el pelo sujeto con una cinta roja y otra azul.
—¿Y la cinta verde? —le preguntó Camille.
—Alguien recordó que el verde es el color del conde d’Artois, de modo que hemos adoptado los colores de París, el rojo y el azul —contestó la muchacha sonriendo amablemente—. Me llamo Anne Théroigne. Nos conocimos en una de las audiciones de Fabre. ¿Se acuerda?
Tenía un rostro luminoso. Camille observó que estaba calada hasta los huesos.
—El tiempo ha cambiado —dijo la joven—. Y muchas otras cosas.
Al llegar a la Cour de Commerce, Camille comprobó que el conserje había cerrado las puertas, de modo que habló con Gabrielle a través de la ventana. Estaba despeinada y tenía mala cara.
—Georges salió con nuestro vecino, el señor Gély —dijo—, para reclutar a gente para la milicia ciudadana. Hace unos minutos vino maître Lavaux. Ya lo conoces, vive al otro lado de la calle. Estoy muy preocupada por Georges. Está subido en una mesa gritando que debemos proteger nuestros hogares de los militares y bandoleros. ¿Quiénes son esas personas que te acompañan?
En aquel momento apareció Louise Gély.
—Hola —dijo—. ¿Quiere entrar o va a quedarse en la calle?
Gabrielle abrazó a la muchacha y dijo:
—Su madre está en casa. Se ha desmayado. Georges dijo a maître Lavaux: «Únete a nosotros, has perdido el cargo, la monarquía está acabada». No entiendo cómo se le ocurrió decir semejante cosa. ¿Cuándo regresará? ¿Qué voy a hacer?
—Georges tiene razón —respondió Camille—. No temas, no tardará en volver. No le abras la puerta a nadie.
El granadero borracho le dio un codazo en las costillas y preguntó:
—¿Es tu mujer?
Camille retrocedió y miró asombrado al granadero. De pronto sintió que le estallaba algo en la cabeza y se apoyó en la pared. Alguien le obligó a beber un trago de coñac y acto seguido perdió el conocimiento.
Otra noche por las calles. A las cinco sonó el toque a rebato.
—Ahora empezará en serio —dijo Anne Théroigne, quitándose las cintas del pelo y colocándoselas en el ojal de la casaca. Rojo y azul—. Rojo por la sangre —dijo—. Azul por el cielo. Los colores de París: sangre-cielo.
A las seis llegaron al cuartel de los Inválidos para conseguir armas. Alguien señaló las bayonetas del Campo de Marte, que relucían bajo los primeros rayos de sol, y dijo:
—No vendrán.
Tenía razón. Camille oyó su propia voz pronunciando frases sosegadas, destinadas a calmar los ánimos, mientras contemplaba las bocas de los cañones, junto a los cuales había unos soldados sosteniendo unas velas encendidas. No tenía miedo. Una vez concluidas las negociaciones para conseguir armas, todos echaron a correr gritando como locos. Por primera vez, Camille sintió miedo y se apoyó en la pared. La joven con el pelo castaño le entregó una bayoneta. Camille tocó la fría hoja y preguntó:
—¿Es difícil?
—No, es muy fácil —contesto el granadero—. Al fin recordé de qué te conocía. Hace un par de años, cuando se produjo un motín frente a los tribunales de justicia, te derribé al suelo y te di unas cuantas patadas en las costillas. Lo siento. Espero no haberte lastimado.
Camille lo miró fijamente. El soldado sonreía estúpidamente, empapado en sangre. De pronto ejecutó unos torpes pasos de baile y canturreó:
—Ahora iremos a la Bastilla.
De Launay, el gobernador de la Bastilla, era un civil. En el momento de rendirse llevaba una levita gris. Poco después trató de suicidarse con su espada, pero sus ayudantes se lo impidieron.
La multitud gritaba: «¡Matadlo!». Unos miembros de la guardia francesa trataron de proteger a De Launay, cubriéndolo con sus cuerpos, pero al llegar a la iglesia de Saint-Louis, un grupo de personas le escupieron, lo golpearon y lo derribaron. Cuando los guardias consiguieron rescatarlo, tenía la cara cubierta de sangre, le habían arrancado grandes mechones de cabello y apenas se sostenía en pie.
Al llegar al Ayuntamiento, unas personas les interceptaron el paso. Se produjo una acalorada discusión entre los que querían juzgar a De Launay antes de colgarlo y los que querían acabar con él allí mismo. Unos hombres le sujetaron por los brazos. Aterrado, De Launay se puso a dar patadas para liberarse y alcanzó a un hombre llamado Desnot. Desnot —un cocinero sin trabajo— soltó un grito y cayó de rodillas.
De pronto, un desconocido se detuvo frente al prisionero y lo miró fijamente. Tras unos segundos de vacilación, le hundió la bayoneta en el vientre. De Launay avanzó unos pasos y cayó sobre las puntas de otras seis bayonetas. Alguien le golpeó repetidas veces en la cabeza con un trozo de madera. Sus protectores retrocedieron mientras unos hombres lo arrastraban hacia la cuneta, donde murió. Alguien lo remató de un tiro. Un hombre se giró hacia Desnot y dijo: «Es tuyo». Desnot, con el rostro contraído todavía en una mueca de dolor, se arrodilló junto al cuerpo. Sacó una pequeña navaja, agarró a De Launay por el escaso pelo que le quedaba y empezó a rebanarle el cuello. Alguien le ofreció una espada, pero la rechazó, pues no estaba seguro de poder manejarla, y prosiguió su macabra tarea hasta conseguir separar la cabeza de De Launay del tronco.
Camille dormía profundamente. Soñaba con unas imágenes rurales, de verdes pastos y límpidos arroyos. Pero de pronto las aguas aparecían teñidas de sangre.
—¡Dios mío! —exclamó la voz de una mujer.
Camille se dio cuenta de que dormía con la cabeza apoyada en un pecho no precisamente maternal.
—Me siento profundamente conmovida —dijo Louise Robert.
—Has llorado —dijo Camille.
¿Cuánto hacía que había caído dormido? ¿Una hora, medio día? No comprendía qué hacía tendido en el lecho de los Robert, ni cómo había llegado hasta allí.
—¿Qué hora es? —preguntó.
—Siéntate y escucha —respondió Louise. Era una joven de facciones delicadas, pálida, menuda. Se levantó y empezó a pasearse por la habitación—. Esta no es nuestra revolución. Esto no tiene nada que ver con nosotros, ni con Brissot, ni con Robespierre. —Se detuvo unos instantes y luego continuó—: Conozco a Robespierre. Supongo que si me hubiera empeñado hubiera llegado a ser la señora de la Vela de Arras. ¿Crees que hubiera hecho bien?
—No tengo ni idea.
—Es la revolución de Lafayette —dijo Louise—. Y de Bailly, y del maldito Philippe. Pero es un comienzo. —Se detuvo y lo miró detenidamente—. Tenías que ser precisamente tú…
—Ven —respondió Camille, extendiendo la mano.
Le parecía haber estado flotando a la deriva sobre un mar helado, más allá de todo contacto humano. Louise se sentó junto a él y dijo:
—He cerrado la tienda. A nadie le interesa comprar unos exquisitos manjares de las colonias. Hace dos días que nadie compra nada.
—Puede que desaparezcan las colonias. Y los esclavos.
Louise se echó a reír.
—Dentro de un tiempo. Pero no intentes distraerme. Debo impedirte que vayas a la Bastilla. Temo que te abandone la suerte.
—No se trata de una cuestión de suerte —respondió Camille, imaginando la historia que escribiría.
—Te equivocas —insistió Louise.
—Si fuera a la Bastilla y me mataran, mi nombre aparecería en los libros de historia, ¿no es cierto?
—Sí. Pero nadie va a matarte.
—A menos que regrese tu marido y me asesine —dijo Camille, aludiendo a la situación entre Louise y él.
—Sí —respondió ella con tristeza—. En realidad, quiero serle fiel a François. Creo que tenemos un futuro juntos.
Todos tenemos ahora un futuro. No es cuestión de azar ni de suerte, piensa Camille. De pronto ve su menudo y enjuto cuerpo, sus manos tratando de protegerse los ojos contra la deslumbrante blancura del futuro, siente su rostro pegado a la roca y una intensa sensación de vértigo.
Louise lo estrechó entre sus brazos.
—Qué golpe de teatro —murmuró, acariciándole el pelo.
Más tarde le trajo una taza de café y le dijo que no se moviera. Camille observó la taza mientras se enfriaba el café. El aire estaba cargado de electricidad. Examinó la palma de su mano derecha y vio que tenía un pequeño corte.
—¿Cómo crees que me hice eso? No lo recuerdo, pero dado el contexto, teniendo en cuenta que estaba rodeado de personas pisoteadas y aplastadas…
—Creo que llevas una vida interesantísima —dijo Louise—. Nunca lo había sospechado.
François Robert llegó a casa. Se detuvo en la puerta y besó a su esposa en los labios. Después de quitarse la casaca, se puso ante el espejo y se peinó su cabello negro y rizado mientras Louise permanecía junto a él, sonriendo. Cuando hubo terminado, dijo:
—Han tomado la Bastilla. —Luego atravesó la habitación y dijo a Camille—: Aunque estabas aquí, también estabas allí. Varios testigos te vieron. Eras uno de los protagonistas. El segundo hombre que estaba dentro era Hérault de Séchelles. ¿Queda un poco de café? —François se sentó, se quitó las botas y dijo como si se dirigiera a un idiota o a un niño—: La vida normal ha cesado. A partir de ahora todo será muy distinto.
—Eso es lo que crees —contestó Camille con aire fatigado. Apenas comprendía lo que le decían.
La gravedad no ha sido abolida, el suelo está erizado de peligros. Incluso en la cima del risco existen unos pasos y precipicios que se abren a tus pies.
—Soñé que había muerto —añadió—. Soñé que me habían enterrado.
Existe un angosto sendero que conduce al corazón de las montañas, pedregoso, ambivalente, el lento y tedioso paisaje de la imaginación. No mientas, se dice Camille. No he soñado eso, he soñado con un arroyo; he soñado que sangraba por las calles.
—Pensé que después de tantas emociones habría dejado de tartamudear —dijo—. Pero no es así. ¿Puedes darme una hoja de papel? Quiero escribir una carta a mi padre.
—Está bien, Camille —respondió François—. Ya puedes decirle que eres famoso.