VI. Los últimos días de Titonville

(1789)

UNA DEPOSICIÓN A LOS ESTADOS GENERALES

La comunidad de Chaillevois se compone de aproximadamente doscientas personas. La mayoría de los habitantes no poseen tierras, o bien se trata de unas parcelas tan insignificantes que no merece la pena mencionarlas. Se alimentan de pan remojado en agua salada. Jamás prueban la carne, excepto el domingo de Pascua, el martes de Carnaval y la fiesta del santo patrón… En ocasiones, si el patrón les permite cultivarlas entre las parras, comen judías… Así es como el pueblo llano vive bajo el mejor de los reyes.

Honoré-Gabriel Riquetti, conde de Mirabeau:

Este es mi lema: entra a toda costa en los Estados Generales.

Año Nuevo. Uno sale a la calle y tiene la sensación de que ya se ha producido el cataclismo, el fin del mundo. Hace un frío espantoso. El río está cubierto por una sólida capa de hielo. La primera mañana fue una novedad. Los niños corrían y gritaban, arrastrando a sus madres para que lo vieran. «Hasta se podía patinar», decía la gente. Al cabo de una semana, el espectáculo les deja indiferentes. Debajo de los puentes, acurrucados junto a unas pequeñas hogueras, los pobres aguardan la muerte. Una hogaza de pan cuesta catorce sous.

La gente ha abandonado sus precarios refugios, sus chozas, sus cuevas, los campos cubiertos de nieve donde temen que jamás vuelva a crecer nada. Meten unos mendrugos y unas castañas en un saco, cogen un haz de leña y parten sin despedirse de nadie. Viajan en grupos, a veces compuestos sólo por hombres, otras por familias enteras, siempre en compañía de personas de su comarca que hablan su misma lengua. Al principio cantan y relatan historias.

Al cabo de un par de días caminan en silencio, arrastrando los pies. Con suerte, puede que hallen un cobertizo donde pasar la noche. Por las mañanas, los ancianos se despiertan ofuscados, sin saber dónde se encuentran. Los niños son abandonados en los portales de las iglesias. Algunos mueren; otros son hallados por gentes caritativas que los adoptan y les ponen nuevos nombres.

Los que consiguen llegar a París con sus fuerzas intactas se ponen a buscar trabajo, pero no lo encuentran. Los productos no llegan a la ciudad porque se ha helado el río. No hay tejidos que teñir, ni pieles que curtir, ni maíz. Los barcos permanecen aprisionados por el hielo, mientras el grano se pudre en sus bodegas.

Los pordioseros se refugian donde pueden. No hablan sobre la situación, porque no hay nada que decir. Hacia el atardecer se dirigen a los mercados porque cuando cierran, el pan que sobra es vendido a bajo precio o regalado; las primeras en aparecer son las feroces amas de casa parisienses. Al cabo de unas semanas, al mediodía ya no queda pan. Les dicen que el duque de Orléans regala miles de hogazas de pan a los indigentes como ellos. Pero los mendigos de París se les adelantan, dispuestos a pasar sobre el cadáver de quien sea con tal de llegar los primeros. Se reúnen en patios traseros, en los pórticos de las iglesias, al abrigo del viento. Los niños y los viejos son admitidos en los hospitales. Las atribuladas monjas tratan de arreglárselas con el escaso material y el pan duro de que disponen. Les dicen que los designios de Dios son maravillosos, porque si hiciera calor estallaría una epidemia. Las mujeres lloran de miedo al dar a luz.

Incluso los ricos experimentan ciertos trastornos. No es suficiente dar limosnas a los pobres; las calles y avenidas más elegantes están sembradas de cadáveres. Cuando las gentes distinguidas se apean de sus carrozas, se cubren la cara con sus capas para no helarse la nariz y para no contemplar el siniestro espectáculo.

—¿Regresas a casa para las elecciones? —preguntó Fabre—. ¿Cómo puedes abandonarme, Camille, con nuestra novela a medio escribir?

—No te preocupes —respondió Camille—. Es posible que cuando regrese no tengamos que recurrir a la pornografía para subsistir. Quizá dispongamos de otras fuentes de ingresos.

Fabre sonrió.

—¿Acaso crees que las elecciones son como hallar una mina de oro? Me gusta verte tan frágil y agresivo, hablas como un personaje de una obra. No estarás tísico, ¿verdad? ¿Tienes fiebre? —preguntó Fabre, tocando la frente de Camille—. ¿Crees que resistirás hasta mayo?

De un tiempo a esta parte, al despertarse por las mañanas, Camille deseaba taparse de nuevo con la sábana y permanecer acostado. Siempre tenía jaqueca y no entendía una palabra de lo que le decían.

Dos cosas —la revolución y Lucile— le parecían más remotas que nunca. Sabía que la una iba aparejada con la otra. Hacía una semana que había visto a Lucile, brevemente. Ella se había comportado con frialdad.

—No quiero mostrarme antipática —dijo—, pero temo revelar mis emociones.

En ocasiones, Camille hablaba de una reforma pacífica, confesaba ser republicano pero afirmaba no tener nada en contra de Luis, al que consideraba un buen hombre. Se expresaba como todo el mundo.

—A mí no me engañas —solía decirle D’Anton—. A ti te gusta la violencia.

Camille fue a ver a Claude Duplessis para decirle que tenía el porvenir asegurado. Aunque Picardía no le enviara como diputado a los Estados (fingía creer que era probable) sin duda enviaría a su padre.

—Ignoro qué clase de hombre es su padre —respondió Claude—, pero si es inteligente procurará no tener tratos con usted mientras se halle en Versalles, para ahorrarse problemas. —Su mirada, fija en un punto elevado de la pared, descendió hasta el rostro de Camille y lo miró con desprecio—. Mi hija es una muchacha caprichosa, idealista e inocente. No sabe lo que son las privaciones ni las dificultades. Cree saber lo que desea, pero se equivoca. Yo sé perfectamente lo que desea.

Tras esas palabras, Camille se marchó. No volvieron a encontrarse hasta al cabo de algunos meses. Camille solía detenerse en la rue Condé y observar las ventanas del primer piso, confiando en ver a Annette. Pero no vio a nadie. Fue a visitar a varios editores con la esperanza de que aceptaran su manuscrito. Las prensas funcionan día y noche, mientras sus propietarios sopesan los riesgos. Los textos subversivos están de moda, pero ninguno quiere que le embarguen la imprenta y que sus trabajadores se larguen.

—Es muy sencillo. Si imprimo esto, me meten en la cárcel —dijo Momoro—. ¿No puede suavizarlo un poco?

—No. No puedo hacer concesiones, como diría Billaud-Varennes. Lo siento —respondió Camille, sacudiendo la cabeza.

Se había dejado crecer el pelo, y cuando sacudía la cabeza sus negros rizos se agitaban de forma teatral, un efecto que le gustaba mucho. No es de extrañar que padeciera jaquecas.

—¿Cómo va la novela pornográfica que está escribiendo con el señor Fabre? —preguntó el impresor—. ¿Le cuesta escribirla?

—Cuando Camille se haya marchado —dijo Fabre a D’Anton—, revisaré el manuscrito y haré que nuestra heroína se parezca a Lucile Duplessis.

Si la Asamblea de los Estados Generales llega a celebrarse, según la promesa del Rey… no cabe la menor duda de que se producirá una revolución en el Gobierno. Adoptarán una constitución, probablemente similar a la de Inglaterra, e impondrán unos límites al poder de la Corona.

J. C. VILLIERS, diputado del Viejo Sarum.

Gabriel Riquetti, conde de Mirabeau, cumple hoy cuarenta años: feliz cumpleaños. En honor de su aniversario, se examinó detenidamente ante un espejo de cuerpo entero. El volumen y la vivacidad de la imagen reflejada contrastaba con el delicado marco de filigrana.

He aquí su historia familiar: el día en que nació, la comadrona se acercó a su padre, sosteniendo al niño en brazos, y dijo:

—No se alarme.

No es una belleza. Tiene cuarenta años, pero aparenta cincuenta. Una arruga por los graves descalabros financieros; sólo una, pues jamás le ha preocupado el dinero. Otra por cada mes que ha pasado en la prisión estatal de Vincennes. Otra por cada hijo bastardo. Has vivido intensamente, se dijo, es lógico que la vida te haya marcado.

Cuarenta es un hito en la vida de un hombre, se dijo. No mires atrás. Los primeros años de infierno doméstico, repletos de gritos y peleas, los siniestros silencios… Un día se interpuso entre su padre y su madre, y esta disparó una pistola y le alcanzó en la cabeza. Sólo tenía catorce años. Su padre decía de él que era un animal. Más tarde el Ejército, unos cuantos duelos, unos ataques de lujuria, y ciega y obstinada ira… Lo importante era vivir intensamente. La cárcel. El hermano Boniface, que se emborrachaba todos los días y que llegó a alcanzar las proporciones de un fenómeno de circo. No mires atrás. Luego, casi por casualidad, casi sin darse cuenta, la bancarrota y el matrimonio: la pequeña Émilie, la heredera, esa pequeña arpía a la que había jurado ser fiel hasta la muerte. Qué habrá sido de Émilie, se preguntaba con curiosidad.

Feliz cumpleaños, Mirabeau. Ha llegado la hora de hacer balance. Al contemplarse en el espejo vio a un hombre alto, fuerte, de anchas espaldas y poderosos pulmones. Tenía el rostro picado de viruelas, pero eso no parecía disgustar a las mujeres. Se giró de perfil para estudiar la aguileña curva de su nariz. Los labios, muy delgados, estaban contraídos en un severo rictus; podía decirse que tenía una boca cruel. En resumidas cuentas, era el rostro de un hombre, lleno de vigor y aristocrático. Mediante unos pocos adornos había convertido a su familia en una de las más antiguas y nobles de Francia. ¿A quién le importan los adornos? Sólo a los pedantes, a los genealogistas. La gente te toma por lo que eres, se dijo.

Pero ahora la nobleza, el segundo estado del reino, le había repudiado. No tendría voz ni voto. O eso creían ellos.

Las cosas se habían complicado el verano pasado al aparecer un escandaloso libro titulado La historia secreta de la Corte en Berlín. La obra abordaba con todo lujo de detalles el lado turbio de la Corte prusiana y las inclinaciones sexuales de sus más destacados miembros. Por más que Mirabeau había negado ser el autor, todo el mundo estaba convencido de que el libro estaba basado en sus observaciones durante su época de diplomático (¿diplomático, Mirabeau? Es increíble). En realidad, él no tenía la culpa. ¿Acaso no había confiado el manuscrito a su secretario, ordenándole que no se lo entregara a nadie, ni siquiera a él mismo? ¿Cómo iba a saber que su amante, la esposa de un editor, tenía la costumbre de espiar a través de las cerraduras y registrar la mesa de su secretario? Pero esas excusas no podían satisfacer al Gobierno. Además, en agosto andaba muy necesitado de dinero.

El Gobierno hubiera debido mostrarse más comprensivo. Si le hubieran dado un cargo el año pasado, algo a la altura de su talento, digamos la Embajada de Constantinopla o de Petrogrado, habría quemado el libro o lo hubiera arrojado al estanque. Si le hubieran hecho caso, en estos momentos no se dispondría a darles una lección.

Así pues, la nobleza lo había repudiado. Perfectamente. Hace tres días había visitado Aix-en-Provence en calidad de candidato para el tercer estado. ¿Y qué pasó? Pues que se habían producido unas escenas de delirante entusiasmo. La gente gritaba y lo aclamaba, llamándole «padre de la Patria». Su popularidad era evidente. Cuando regresó a París, las campanas de Aix todavía resonaban en sus oídos, mientras los fuegos artificiales iluminaban el cielo nocturno del sur. Un fuego vivo. Iría a Marsella, donde estaba seguro que le dispensarían un recibimiento no menos clamoroso y espléndido. Para mayor seguridad, decidió publicar en la ciudad un panfleto anónimo ensalzando sus propios méritos.

¿Qué iba a hacer con esos gusanos de Versalles? ¿Mostrarse conciliador? ¿Injuriarlos? ¿Acaso se atreverían a arrestarlo en plenas elecciones generales?

UN PANFLETO POR EL ABATE SIEYÈS, 1789

¿Qué significa el tercer estado?

Todo.

¿Qué ha representado, hasta ahora?

Nada.

¿Qué pretende?

Convertirse en algo.

La primera asamblea electoral del tercer estado de Guise, en la comarca de Laon: 5 de marzo de 1789. Preside maître Jean-Nicolas Desmoulins, teniente general de la jurisdicción de Vermandois, asistido por el señor Saulce, procurador, y el señor Marriage, secretario. Asisten doscientas noventa y dos personas.

En deferencia a tan solemne ocasión, el hijo del señor Desmoulins se había sujetado el cabello con una cinta verde. Por la mañana llevaba una cinta negra, pero afortunadamente recordó que el negro era el color de los habsburgos y de María Antonieta, y no quería producir una mala impresión. En cambio el verde era el color de la libertad y la esperanza. Su padre le esperaba junto a la puerta, nervioso y luciendo un sombrero nuevo.

—Nunca he entendido por qué la esperanza se considera una virtud —dijo Camille—. Me parece una virtud muy egoísta.

Hacía un día frío y gris. Al llegar a la rue Grand-Pont, Camille se detuvo de pronto y rogó a su padre:

—Acompáñame a Laon, a la asamblea comarcal. Háblales en favor mío.

—¿Crees que debería apartarme y cederte mi lugar? —preguntó Jean-Nicolas—. Lamentablemente no has heredado los rasgos por los que el electorado me prefiere a mí. Sé que en Laon hay ciertas personas que te apoyan, pero no te conocen personalmente, no han intentado hablar cinco minutos seguidos contigo. No, Camille, no te ayudaré.

Camille abrió la boca para responder, pero su padre lo interrumpió:

—¿Crees que es una buena idea que nos detengamos a discutir en medio de la calle?

—Sí, ¿por qué no?

Jean-Nicolas cogió a su hijo del brazo. No quedaría muy digno que lo llevara a rastras a la reunión, pero estaba dispuesto a hacerlo si era necesario.

—Vamos —dijo—, antes de que nos den por perdidos.

—Por fin habéis llegado —dijeron los primos Viefville.

El padre de Rose-Fleur miró a Camille y le espetó:

—Confiaba en no encontrarme contigo, pero supongo que eres miembro del colegio de abogados local y tu padre dijo que no podíamos dejarte al margen. Esta es probablemente tu última oportunidad de participar en los asuntos de la nación. He oído decir que te dedicas a escribir panfletos. No es un método de persuasión que suelan utilizar los caballeros.

Camille sonrió amablemente al señor Godard y dijo:

—Maître Perrin le envía sus saludos.

Después de la reunión, lo único que le quedaba por hacer a Jean-Nicolas era ir a recoger en Laon los documentos que consignaban el apoyo formal del electorado. Adrien de Viefville, alcalde de Guise, les acompañó. Jean-Nicolas parecía aturdido por su victoria. Tenía que empezar a hacer el equipaje para trasladarse a Versalles. Cuando atravesaron la Place des Armes, se detuvo y contempló su casa.

—¿Qué haces? —preguntó su primo.

—Inspecciono el alcantarillado —contestó Jean-Nicolas.

A la mañana siguiente, maître Desmoulins no apareció a la hora del desayuno. Madeleine soñaba con el ambiente festivo, las felicitaciones, las risas. Pero sólo se sentó una de sus hijas a la mesa —los demás estaban resfriados—, y precisamente la que no conocía muy bien y que además se negaba a desayunar.

—No sé qué demonios le sucede —dijo Madeleine—. No esperaba que se comportara así precisamente hoy. Eso nos pasa por querer imitar a la realeza y dormir en alcobas separadas. Nunca sé lo que está pensando ese cerdo.

—Si quieres iré a buscarlo —dijo Camille.

—No, no te molestes. Tómate otra taza de café. Probablemente me enviará una nota.

Madeleine observó a su hija mayor. La niña no conseguía tragarse un pedazo de brioche que acababa de meterse en la boca.

—¿Qué nos ha pasado? —preguntó angustiada Madeleine—. ¿Qué te ha pasado a ti? —Sentía deseos de romper a llorar.

Al cabo de un rato una doncella les comunicó que Jean-Nicolas no se encontraba bien. Tenía dolores. El médico le habría ordenado que guardara cama unos días. Madeleine envió recado a casa del alcalde.

—¿Se trata de mi corazón? —preguntó Desmoulins angustiado. Si lo es, pensaba, Camille tiene la culpa.

—Le he explicado varias veces dónde tiene el corazón y dónde tiene los riñones, y el estado de esos órganos. Su corazón está perfectamente sano, pero viajar a Versalles con esos riñones me parece una locura. Dentro de dos años cumplirá sesenta, y debe tomarse las cosas con más tranquilidad. Además…

—¿Qué iba a decir?

—Es más probable que los acontecimientos de Versalles le provoquen un ataque de corazón que lo que pueda hacer su hijo.

Jean-Nicolas se reclinó sobre las almohadas. Tenía el rostro de un color amarillento debido al dolor y la frustración. Los Viefville se habían reunido en el salón, junto con los Godard y todos los funcionarios electorales.

—Dígale que tiene el deber de ir a Versalles —dijo Camille al médico—. Aunque le cueste la vida.

—Siempre fuiste un niño cruel —respondió el señor Saulce.

Camille se acercó a un grupo formado por los De Viefville y dijo:

—Enviadme a mí.

Jean-Louis de Viefville des Essarts, abogado, parlamentario, lo miró a través de sus quevedos y contestó:

—No te enviaría ni al mercado a comprar una lechuga.

Artois: los tres estados se reunieron por separado, y las asambleas del clero y la nobleza indicaron que dada la crisis por la que atravesaba el país estaban dispuestas a sacrificar algunos de sus antiguos privilegios. El tercer estado empezó a proponer un efusivo voto de agradecimiento.

De pronto, un joven de Arras tomó la palabra. Era bajo y delgado, e iba vestido con una elegante casaca y una inmaculada camisa blanca. Tenía un rostro inteligente y sincero, una barbilla estrecha y unos grandes ojos azules ocultos tras las gafas. Su voz era poco potente, y a la mitad del discurso se apagó momentáneamente; la gente tuvo que inclinarse hacia adelante y preguntar a sus vecinos lo que había dicho. Pero no eran sus escasas aptitudes de orador lo que causó consternación en la sala sino lo que dijo. Y lo que dijo fue que el clero y la nobleza no habían hecho nada digno de elogio, tan sólo prometer que rectificarían sus errores, de modo que era absurdo darles las gracias.

Las personas que no eran de Arras, y que no lo conocían, se quedaron pasmadas cuando el joven fue nombrado uno de los ocho diputados para el tercer estado de Artois. Era torpe, no tenía dotes de orador, ni estilo, ni nada.

—Veo que has pagado a tu sastre —dijo su hermana Charlotte—. Y al guantero. Da la impresión de que estás a punto de marcharte.

—¿Preferirías que me descolgara una noche por la ventana con un hatillo? Podrías decirles que me he embarcado.

Pero Charlotte insistió:

—Tendrás que arreglar tus asuntos antes de irte.

—¿Te refieres a Anaïs? —preguntó Maximilien, alzando la vista de una carta que estaba escribiendo a un viejo compañero de escuela—. Dice que está dispuesta a esperar el tiempo que haga falta.

—No te esperará. Conozco bien a las jóvenes. Te aconsejo que la olvides.

—Te agradezco el consejo.

Charlotte lo miró con recelo, pero el rostro de su hermano expresaba sinceridad. Maximilien siguió escribiendo:

Querido Camille:

Supongo que no te sorprenderá saber que estoy a punto de partir para Versalles. No imaginas las ganas que tengo…

MAXIMILIEN DE ROBESPIERRE, 1789, EN EL CASO DUPOND

La recompensa del hombre honesto es saber que ha deseado el bien de su prójimo. Después viene el reconocimiento de las naciones, que conserva siempre en su memoria, y los honores otorgados por sus coetáneos… Desearía adquirir esas recompensas al precio de una vida laboriosa, incluso al precio de una muerte prematura.

París: el 1 de abril, D’Anton fue a votar en la iglesia de los franciscanos, a quienes los parisienses llamaban «cordeliers». Iba acompañado por Legendre, el carnicero, un hombre alto y corpulento, autodidacta, que tenía la costumbre de mostrarse de acuerdo con todo cuanto decía D’Anton.

—Un hombre como usted… —había dicho Fréron con tono de admiración.

—Un hombre como yo no puede permitirse el lujo de presentarse como candidato —contestó D’Anton—. Si no me equivoco, pagan a los diputados dieciocho francos por sesión. Y tendría que residir en Versalles. Tengo una familia, no puede abandonar mi bufete.

—Pero me parece que se siente decepcionado —dijo Fréron.

—Es posible.

En lugar de regresar a casa, los votantes formaron unos grupos frente a la iglesia de los cordeliers, donde permanecieron charlando y especulando. Fabre no había votado porque no pagaba suficientes impuestos.

—¿Por qué no podemos tener los mismos privilegios que en las provincias? —preguntó indignado al marqués de Saint-Huruge.

Louise Robert cerró la tienda y salió del brazo de François. Llevaba las mejillas pintadas de colorete y un vestido de la temporada pasada.

—Imagínense lo que sucedería si las mujeres pudiéramos votar —dijo—. Maître D’Anton opina que las mujeres tenemos mucho que aportar a la vida política, ¿no es cierto?

—No —contestó D’Anton.

—Toda la comarca se ha echado a la calle —observó Legendre. Estaba satisfecho. Había pasado su juventud en el mar y le gustaba sentir que pertenecía a un lugar.

A media tarde apareció inesperadamente Hérault de Séchelles.

—He decidido acercarme para comprobar cómo iba todo —dijo.

D’Anton, sin embargo, tuvo la impresión de que había venido a verlo a él. Tras coger un pellizco de rapé, Hérault ofreció a Legendre la cajita, que tenía la efigie de Voltaire en la tapa.

—Es nuestro carnicero —dijo D’Anton, disfrutando del efecto.

—Encantado —respondió Hérault sin inmutarse. Más tarde D’Anton lo sorprendió examinando disimuladamente sus puños para comprobar si los tenía manchados de sangre y grasa de buey—. ¿Has estado esta mañana en el Palais-Royal? —preguntó a D’Anton.

—No, tengo entendido que se ha producido un tumulto…

—Haces bien en mantenerte al margen —terció Louise Robert.

—¿Así que no has visto a Camille?

—Está en Guise.

—No, ha vuelto. Lo vi ayer acompañado de ese inefable gusano, Jean-Paul Marat. ¿No conoces al doctor? No te pierdes nada, ese individuo tiene antecedentes penales en la mitad de los países de Europa.

—No puedes condenar a un hombre por eso —dijo D’Anton.

—Tiene fama de déspota. Era el médico de los empleados domésticos del conde d’Artois, y dicen que era el amante de una marquesa.

—Supongo que no lo creerás.

—No puedo renegar de mis orígenes —replicó Hérault, irritado—. ¿O pretendes que imite a la señorita Kéralio y abra una tienda? ¿O que me ponga a trabajar para tu carnicero? En fin, no merece la pena enfadarse por esas tonterías. Debe de ser el aire de la comarca. Ten cuidado. Marat se propone participar.

—¿Por qué lo llamas «inefable gusano»?

—Porque lo es. Se ha largado de su casa, lo ha abandonado todo para vivir como un vagabundo.

Hérault se estremeció ante las horribles imágenes que esas palabras evocaban en su mente.

—¿A qué se dedica?

—Según parece, a destruirlo todo.

—Un negocio muy lucrativo.

—Es absolutamente cierto. Pero en realidad he venido para pedirte algo relacionado con Camille, es urgente…

—Oh, Camille —dijo Legendre, añadiendo una expresión que no había usado desde los tiempos en que estaba enrolado en un barco mercante.

—Tiene usted razón —contestó Hérault—, pero no me gustaría que lo arrestara la policía. El Palais-Royal está lleno de gente subida en sillas, lanzando discursos incendiarios. No sé si se encuentra allí en estos momentos, pero ayer estaba, y anteayer…

—¿Camille ha pronunciado un discurso?

Parecía improbable, pero posible. D’Anton recordó una noche, hacía algunas semanas. Fabre estaba bebido. Todos estaban bebidos. De pronto, Fabre dijo:

—Todos vamos a convertirnos en personajes públicos. ¿Recuerdas lo que te dije sobre tu voz, D’Anton, cuando nos conocimos? Te dije que debías ser capaz de hablar durante horas, que tenías que aprender a respirar correctamente. Has mejorado mucho, pero debes seguir practicando. Una cosa es hablar en la sala de un tribunal, y otra muy distinta ante una multitud…

Luego se levantó y apoyó las yemas de los dedos en las sienes de D’Anton.

—Pon los dedos ahí —dijo—. ¿Sientes la resonancia? Ahora colócalos ahí y ahí —añadió, indicando los pómulos y las mandíbulas—. Te enseñaré a declamar como un actor. Esta ciudad será nuestro escenario.

—El Libro de Ezequiel —dijo Camille—. «Esta ciudad es la caldera, y nosotros la carne».

Fabre se giró y le espetó:

—¡Deja de tartamudear!

—Déjame en paz —respondió Camille.

Fabre se levantó de un salto y agarró a Camille por los hombros.

—Te enseñaré a hablar correctamente aunque tenga que matarte —dijo.

Camille se protegió la cabeza con las manos mientras Fabre seguía increpándolo. D’Anton estaba demasiado cansado para intervenir.

Ahora, a la luz de una esplendorosa mañana de abril, se preguntó si esa escena había ocurrido realmente. No obstante, echó a andar.

Los jardines del Palais-Royal estaban atestados. Hacía un calor sofocante, como en plena canícula estival. Las tiendas estaban abiertas y el negocio iba viento en popa. La gente charlaba, discutía y reía; los agentes de Bolsa se habían quitado la corbata y bebían limonada, y los parroquianos de los cafés se paseaban por los jardines, abanicándose con el sombrero. Unas jóvenes habían salido a tomar un poco de aire, a exhibir sus vestidos veraniegos y a compararse con las prostitutas, que habían acudido en tromba para intentar captar algún cliente. Los perros callejeros correteaban por entre las piernas de los paseantes mientras los vendedores ambulantes anunciaban sus mercancías. Flotaba un ambiente festivo, aunque peligroso.

Camille estaba de pie sobre una silla. Sostenía un papel y leía lo que parecía ser un expediente policial, mientras la brisa agitaba sus cabellos. Cuando terminó, sostuvo el papel durante unos segundos a la distancia de un brazo, entre el índice y el pulgar, y lo arrojó al suelo. El público rompió a reír. Dos hombres se miraron y desaparecieron entre la multitud.

—Son unos informadores —dijo Fréron.

Camille habló seguidamente de la Reina con cordial desprecio mientras la muchedumbre silbaba y protestaba; luego dijo que el Rey estaba rodeado de pésimos consejeros y alabó a Necker, y la gente comenzó a aplaudir. Cuando se refirió al bueno de Philippe y a sus obras benéficas, todos los presentes arrojaron los sombreros al aire y corearon su nombre.

—Lo van a arrestar —dijo Hérault.

—¿Delante de esa muchedumbre? —respondió Fabre.

—No, más tarde.

D’Anton estaba muy serio. La multitud era cada vez más numerosa. La voz de Camille sonaba clara y enérgica, sin la menor vacilación. Había adquirido un marcado acento parisino. La gente atravesaba los jardines para acercarse a escucharlo. De la ventana superior de una joyería, Laclos, el hombre de confianza del duque, presenciaba la escena sin inmutarse, tomando unos sorbos de un vaso de agua y escribiendo en un papel. Todo el mundo salvo Laclos estaba empapado en sudor. Camille se enjugó el sudor de la frente y arremetió contra los especuladores de grano. «El mejor discurso de esta semana», escribió Laclos.

—Me alegro de que nos avisaras, Hérault —dijo D’Anton—. Pero no podemos detenerlo.

—Eso corre de mi cuenta —dijo Fabre con aire satisfecho—. Hay que ponerse serio con Camille. Incluso pegarle si es necesario.

Aquella tarde, cuando Camille salía de la casa de Fréron, dos caballeros le interceptaron el paso y le rogaron amablemente que los acompañara a casa del duque de Biron. Se montaron en un carruaje y nadie dijo una palabra durante el trayecto.

Camille se alegraba de no tener que hablar. Le dolía la garganta y había vuelto a tartamudear. A veces, en los tribunales, cuando se exaltaba, dejaba de tartamudear. Pero ahora había vuelto a hacerlo y tenía que recurrir a sus viejas tácticas: no podía pronunciar una frase seguida a menos que su mente se adelantara cuatro o cinco frases para transformar las palabras que no podía pronunciar en sinónimos o bien modificar lo que iba a decir. En algunas ocasiones, Fabre, desesperado, se golpeaba la cabeza contra el brazo de una silla.

El duque de Biron apareció brevemente, saludó a Camille con una inclinación de cabeza y desapareció en el interior de la casa. El aire era casi irrespirable; la luz de los candelabros iluminaba tenuemente la estancia. En las paredes colgaban unos tapices que olían a alcanfor y a humedad, y que presentaban unas escenas de caza. Camille contempló unas gráciles diosas, unos sabuesos de aspecto feroz, unos cazadores ataviados a la antigua usanza y un ciervo que flotaba en las aguas de un río. Súbitamente se detuvo, presa del pánico, deseando echar a correr. Uno de sus acompañantes le apoyó suavemente la mano en el hombro y le obligó a seguir avanzando.

Laclos le aguardaba en una pequeña habitación con las paredes tapizadas de seda verde.

—Siéntese —le dijo—, y hábleme de usted. Cuénteme lo que pensaba mientras soltaba esta mañana su discurso.

Laclos, que era un hombre perfectamente capaz de controlar sus emociones, no se explicaba cómo alguien podía inflamarse de aquella manera.

Al cabo de unos momentos entró De Sillery, amigo del duque, y ofreció a Camille una copa de champán. Puesto que no habían salido de caza y se aburría, decidió charlar un rato con aquel pequeño agitador.

—Supongo que tiene problemas financieros —dijo Laclos—. Nosotros podríamos ayudarle.

Cuando concluyó el interrogatorio, Laclos hizo un gesto imperceptible y aparecieron de nuevo los escoltas. Mientras recorrían de nuevo los pasillos pero en sentido inverso, Camille percibió el frío mármol bajo sus pies y el murmullo de voces, risas y música. Al pasar frente a los tapices, observó en los bordes unos lirios, unas rosas y unas campánulas. Afuera, el aire era todavía caluroso. Un lacayo abrió la puerta del carruaje y le ayudó a subir en él.

Camille se reclinó sobre los cojines. Uno de los escoltas corrió la cortinilla de terciopelo para proteger sus rostros de miradas curiosas.

Laclos rechazó la cena y reanudó su trabajo. El duque está bien servido por agitadores que sólo buscan complacer a la multitud, se dijo, por jóvenes exaltados como ese.

El 22 de abril, un miércoles, el hijito de Gabrielle, que había cumplido un año, yacía en la cuna, gimiendo y negándose a comer. Su madre lo acostó en su cama y el niño se quedó dormido, pero al amanecer notó que el niño tenía las mejillas ardiendo.

Catherine fue en busca del doctor Souberbielle.

—¿Tose? —preguntó el médico a Gabrielle—. ¿No tiene apetito? No se preocupe. La primavera es una mala época. Procure descansar un rato.

Por la noche el niño seguía igual. Gabrielle durmió un par de horas y luego sustituyó a Catherine a la cabecera de su hijo. Se sentó en una silla, observando preocupada al pequeño. Cada pocos minutos le acariciaba la frente y las mejillas.

A las cuatro el niño parecía encontrarse mejor. La fiebre había bajado y estaba dormido. Gabrielle cerró los ojos, aliviada.

El reloj dio las cinco. Gabrielle se levantó de un salto, angustiada por un terrible presentimiento. Se inclinó sobre la cuna y vio que el niño yacía boca abajo, inmóvil. Estaba muerto.

En el cruce de la rue Montreuil y el Faubourg Saint-Antoine había un enorme edificio que los vecinos llamaban Titonville. La primera planta albergaba —según decían— unos suntuosos aposentos ocupados por un tal señor Réveillon. En el sótano había una bodega repleta de excelentes vinos. En la planta baja estaba la fuente de la riqueza del señor Réveillon, una fábrica de papel pintado en la que trabajaban 350 obreros.

El señor Réveillon había adquirido Titonville al arruinarse su propietario y había construido un próspero negocio de exportación. Era un hombre muy rico, y uno de los comerciantes más importantes de París. Era natural que se presentara como candidato a diputado de los Estados Generales. El 24 de abril se presentó lleno de esperanzas a la reunión electoral de la división de Sainte-Marguerite, donde sus vecinos lo escucharon con deferencia. Un buen hombre, Réveillon. Inteligente y trabajador.

El señor Réveillon observó que el precio del pan era demasiado alto. Todos le aplaudieron entusiasmados, como si hubiera dicho algo muy original. Si bajara el precio, dijo el señor Réveillon, los patronos podrían reducir los salarios, lo cual llevaría a una bajada del precio de los artículos manufacturados. En caso contrario, dijo el señor Réveillon, no se atrevía a pronosticar cómo acabarían las cosas. Los precios subirían, los sueldos subirían, los precios subirían, los sueldos subirían…

El señor Hanriot, dueño de una salitrería, apoyó con entusiasmo las palabras de Réveillon. Afuera, la gente se acercaba para informarse de cómo iba la reunión.

Sólo una parte del programa del señor Réveillon captó la atención del público: su propuesta de recortar los salarios. Todo Saint-Antoine se echó a la calle.

De Crosne, el teniente de policía, había advertido que podía haber problemas en el barrio, lleno de trabajadores emigrantes y con una elevada tasa de desempleo. La noticia se extendió lentamente por toda la ciudad. En Saint-Marcel, un grupo de manifestantes iniciaron una marcha hacia el río, gritando:

¡Mueran los ricos!

¡Mueran los aristócratas!

¡Mueran los especuladores!

¡Mueran los curas!

Transportaban una horca confeccionada en cinco minutos por el aprendiz de un carpintero, de la que colgaban dos muñecos de paja vestidos con ropas viejas y sus nombres escritos con yeso en el pecho: Hanriot y Réveillon. Asustados, los tenderos cerraron sus comercios. Los muñecos fueron ejecutados ceremoniosamente en la Place de Grève.

Todo eso era bastante habitual. Hasta aquel momento, los manifestantes no habían matado ni a un gato. Las ejecuciones constituían un ritual para que la gente se desahogara. El coronel de la guardia francesa envió a cincuenta hombres para que vigilaran Titonville, por si se organizaba un tumulto, pero se olvidó de la casa de Hanriot. Un grupo de manifestantes marcharon por la rue Cotte, derribaron las puertas y prendieron fuego a la vivienda. El señor Hanriot consiguió escapar indemne. No hubo víctimas. El señor Réveillon fue nombrado diputado.

El lunes empeoró la situación. La multitud llenaba de nuevo la rue Saint-Antoine, y se produjo otra incursión de Saint-Marcel. Mientras los manifestantes marchaban por la orilla del río, los estibadores y los pordioseros que dormían bajo los puentes corrieron a unirse a ellos; los obreros de la fábrica real de vidrio dejaron sus instrumentos y se lanzaron a la calle. Otros doscientos guardias franceses fueron enviados a Titonville, donde se parapetaron detrás de unos carros requisados. Los oficiales empezaron a advertir los primeros síntomas de pánico entre sus hombres. Frente a las barricadas podía haber cinco mil personas, o quizá diez mil. En los últimos meses se habían producido numerosos tumultos, pero esto era diferente.

Aquel día se celebraba una carrera hípica en Vincennes. Cuando los lujosos carruajes atravesaban el Faubourg Saint-Antoine, las elegantes damas y los caballeros, vestidos a l’Anglais, fueron obligados a apearse y gritar «¡Abajo con los especuladores!». Luego los ayudaron a montar de nuevo. Varios caballeros repartieron unas monedas para garantizar su seguridad, y algunas damas tuvieron que besar a repugnantes aprendices y apestosos carreteros en señal de solidaridad. Cuando apareció el carruaje del duque de Orléans, el público lo aclamó. El duque se apeó, pronunció unas tranquilizadoras palabras y vació su bolsa entre los presentes. Los coches que lo seguían se vieron obligados a detenerse.

—El duque está pasando revista a sus tropas —dijo un aristócrata.

Los guardias cargaron los fusiles y aguardaron. Unos grupos de gente se acercaron a los carros para hablar con los soldados, pero no mostraban intención de atacar las barricadas. En Vincennes los anglófilos animaban a sus caballos favoritos. La tarde transcurría sin mayores problemas.

Algunos manifestantes intentaron obligar a la gente que regresaba de las carreras a desviarse, pero cuando apareció el coche de la duquesa de Orléans la situación se hizo muy tensa. La duquesa deseaba atravesar las barricadas, según dijo el cochero. Los soldados trataron de explicarles el problema, pero la duquesa insistió. Era un conflicto entre etiqueta y conveniencia. Al fin prevaleció la etiqueta. Los soldados y algunos curiosos empezaron a retirar las barricadas. Los ánimos se exacerbaron; los manifestantes empezaron a gritar consignas; los soldados empuñaron de nuevo las armas. Cuando hubo pasado el coche de la duquesa, seguido de la enardecida multitud, Titonville fue totalmente quemado y destruido.

La muchedumbre había empezado a saquear los comercios de la rue Montreuil y cuando llegó la caballería obligaron a los soldados a desmontar. A continuación aparecieron los soldados de infantería, disparando a diestro y siniestro. Eran cartuchos de fogueo, pero antes de que la gente se diera cuenta de ello un soldado resultó levemente herido en la cabeza por una teja. Al girarse para encararse con su agresor, fue golpeado por otra teja que lo dejó ciego.

Al cabo de unos minutos, tras derribar las puertas y destrozar las cerraduras de los comercios y las viviendas de la rue Montreuil, la multitud se encaramó a los tejados. Los soldados retrocedieron, cubriéndose el rostro con las manos mientras la sangre se deslizaba entre sus dedos, tropezando con los cuerpos de sus compañeros. A las seis y media abrieron fuego contra la muchedumbre.

A las ocho llegaron tropas de refuerzo. Los manifestantes fueron obligados a retroceder. Los soldados se llevaron a los heridos que podían caminar. Al cabo de unos minutos aparecieron unas mujeres, con un chal sobre los hombros, acarreando cubos de agua para limpiar las heridas y dar de beber a los que habían perdido mucha sangre. Las fachadas de los comercios estaban destrozadas, las viviendas derruidas, las calles sembradas de trozos de vidrio y charcos de sangre. En las esquinas ardían pequeños fuegos. La bodega de Titonville había sido saqueada y los hombres y mujeres que habían destrozado los barriles y roto los cuellos de las botellas yacían semiinconscientes en medio de sus vómitos. Los guardias franceses, sedientos de venganza, los golpearon brutalmente. Sobre los adoquines corría un riachuelo de clarete. A las nueve llegó otro contingente de soldados de caballería. Los guardias suizos aparecieron con seis cañones. La jornada había concluido. En las calles yacían cerca de trescientos cadáveres.

Hasta el día del funeral, Gabrielle no salió de casa. Encerrada en su habitación, lloraba desconsoladamente mientras rezaba por el alma pecadora de su hijito, el cual había demostrado ser un niño violento, exigente y codicioso. Más tarde iría a la iglesia para encender unas velas a los santos inocentes.

Louise Gély hizo un paquete con las ropas del niño, su pelota y su muñeca de trapo, y lo llevó a su casa. Estaba seria, como quien está acostumbrado a atender a personas que acaban de perder a un ser querido y sabe que no debe dejarse arrastrar por la emoción. Luego se sentó junto a Gabrielle y le cogió la mano.

—Así es la vida —dijo maître D’Anton—. Justo cuando las cosas empiezan a ir bien, los malditos designios del Señor… —Su mujer y Louise lo miraron escandalizadas. D’Anton frunció el ceño—. La religión ya no me ofrece ningún consuelo.

Después de enterrar al niño, los padres de Gabrielle la acompañaron a casa para hacerle compañía.

—Fíjate en el futuro —dijo Angélique—. Podrías tener otros diez hijos.

Su yerno estaba sentado, con la mirada perdida en el infinito. El señor Charpentier no hacía más que pasearse arriba y abajo, suspirando. Se sentía impotente. Se acercó a la ventana y miró la calle. Angélique trató de obligar a Gabrielle a que comiera algo.

A media tarde, los ánimos de Gabrielle y su familia se serenaron. La vida debe continuar.

—Esta es una triste situación para un hombre que solía estar siempre al tanto de todas las noticias —dijo el señor Charpentier, indicado a su yerno que las mujeres preferían estar solas.

Georges-Jacques se levantó de mala gana. Se pusieron el sombrero y caminaron a través de las concurridas y ruidosas calles hasta llegar al Palais-Royal y al Café du Foy. El señor Charpentier trató de entablar conversación con Georges-Jacques, pero fue en vano. La matanza que se había producido en la ciudad no interesaba a su yerno, que estaba ensimismado en sus problemas personales.

Al entrar en el café, Charpentier dijo:

—No conozco esa gente.

D’Anton echó un vistazo a su alrededor. Le sorprendió ver numerosos rostros que conocía.

—Aquí es donde se reúne la Sociedad Patriótica del Palais-Royal —dijo.

—¿Quiénes son?

—Unos tipos aficionados a perder el tiempo.

Billaud-Varennes se dirigió hacia ellos. Hacía varias semanas que D’Anton no le daba trabajo; su taciturno semblante le irritaba. «No puede dar trabajo a todos los resentidos y gandules de la comarca», le había dicho Paré, su secretario.

—¿Qué le parece todo esto? —preguntó Billaud. Tenía una perpetua expresión de amargado—. Desmoulins se ha reunido con las gentes de Orléans. Lo han comprado. Hablando del diablo…

Camille entró solo.

—¿Dónde te has metido? —preguntó a Georges-Jacques—. Hace una semana que no te he visto. ¿Qué te parece lo de Réveillon?

—Le diré lo que yo pienso —terció Charpentier—. Mentiras y más mentiras. Réveillon es el mejor patrono de la ciudad. Pagó religiosamente a todos los trabajadores que despidió el invierno pasado.

—¿De modo que le parece un filántropo? —inquirió Camille—. Disculpe, debo hablar con Brissot.

D’Anton no había reparado en Brissot. Este se volvió hacia Camille, asintió y se giró de nuevo hacia el grupo con el que estaba sentado, diciendo:

—No, no, esto es puramente legislativo.

Luego estrechó la mano de Camille. Era un hombre enjuto, de aspecto gris, con unos hombros estrechos hasta el punto de parecer deforme. Su delicada salud y pobreza le hacían aparentar más de los treinta y cinco años que tenía, pero hoy sus pálidas mejillas estaban arreboladas y tenía la mirada encendida.

—Camille —dijo—, he decidido editar un periódico.

—Tenga cuidado —dijo D’Anton—. La policía todavía tiene tomada la ciudad. Es posible que no consiga distribuirlo.

Brissot miró a Georges-Jacques de arriba a abajo. No pidió a Camille que le presentara a su amigo.

—Primero pensé en empezar el 1 de abril y publicarlo dos veces a la semana, luego pensé esperar hasta el 20 de abril, y publicarlo cuatro veces a la semana, pero al final he decidido aguardar hasta la semana que viene, cuando se reúnan los Estados… Es el mejor momento para lanzar un periódico. Quiero obtener todas las noticias de París y Versalles, y ofrecérselas al público. Puede que me detenga la policía, pero no me importa. Ya he estado una vez en la Bastilla. No he tenido un momento de respiro, he participado en los comicios del distrito de Filles-Saint-Thomas, querían que les aconsejara…

—La gente siempre acude a ti en busca de consejo —dijo Camille—. Al menos eso dices.

—No te burles —replicó Brissot irritado—. Sé que piensan que no soy capaz de editar un periódico, pero eso es lo de menos. ¿Quién iba a decirnos hace un mes que llegaríamos hasta estos extremos?

—A costa de trescientos muertos —terció Charpentier.

—Creo… —Brissot se detuvo—. Te diré en privado lo que creo. Puede haber informadores de la policía.

—Como tú —dijo una voz a sus espaldas.

Brissot no se inmutó. Miró a Camille para ver si había oído el comentario.

—Ese Marat no hace más que calumniarme —murmuró—. Después de todo lo que he hecho para ayudarlo en su carrera y darle prestigio… Las personas a quienes consideraba mis camaradas me han tratado peor que la policía.

—Tu problema es que te contradices continuamente —dijo Camille—. Según dices, los Estados salvarán al país. Hace dos años afirmabas que nada era posible a menos que nos libráramos de la monarquía. ¿En qué quedamos? No, no me respondas. ¿Crees que habrá una investigación sobre los motivos de esos motines? No. Se limitarán a colgar a unos cuantos, eso es todo. ¿Por qué? Porque nadie se atreve a averiguar lo sucedido, ni Luis, ni Necker ni el duque. Pero todos sabemos que el mayor delito de Réveillon ha sido presentar su candidatura como diputado de los Estados contra el candidato propuesto por el duque de Orléans.

Todos guardaron silencio.

—Esto se veía venir —dijo Charpentier tras la pausa.

—Era imposible imaginar la magnitud de los hechos —murmuró Brissot—. Estaba planeado, sin duda, y pagaron a la gente, pero no a diez mil personas. Ni siquiera el duque puede pagar a diez mil personas. Actuaron por voluntad propia.

—¿Y eso altera tus planes?

—Necesitan ser guiados —respondió Brissot, sacudiendo la cabeza—. No podemos permitir que se imponga la anarquía. Cuando veo a algunos de los individuos que tenemos que utilizar me estremezco —dijo señalando a D’Anton, que se había alejado con el señor Charpentier—. Fijaos en él. Por la forma en que va vestido parece un respetable ciudadano, pero se nota que se siente a gusto esgrimiendo un cuchillo…

—Pero si es el maître D’Anton, un abogado de la Corona —le contestó Camille—. No te apresures a sacar conclusiones. Maître D’Anton podría ser ministro, pero tiene otros planes. De todos modos, ¿por qué estás tan nervioso, Brissot? ¿Acaso temes a un hombre del pueblo?

—Yo soy un gran admirador del populacho —respondió Brissot con firmeza—, sobre todo de su alma pura y elevada.

—No, los desprecias porque huelen mal y no saben griego —respondió Camille. Luego se levantó y se dirigió hacia donde se hallaba D’Anton.

—Te ha tomado por un asesino —dijo—. Brissot —añadió, dirigiéndose al señor Charpentier—, se casó con una tal señorita Dupont, la cual solía trabajar de cocinera para Félicité de Genlis. Así es como llegó a conocer a los Orléans. En realidad, lo respeto mucho. Ha vivido varios años en el extranjero, escribiendo y comentando sus proezas. Se merece una revolución. Aunque sea hijo de una cocinera, es muy instruido. Se da aires porque ha sufrido mucho.

—Usted, Camille —dijo enojado el señor Charpentier—, que no duda en aceptar el dinero del duque, reconoce que Réveillon es una víctima…

—Réveillon no tiene la menor importancia. Si no dijo esas cosas, seguramente las pensó. La verdad literal carece de importancia. Lo único que importa es lo que cree la gente de la calle.

—Dios sabe que no me gusta esta situación —dijo el señor Charpentier—, pero tiemblo al pensar en lo que sucedería si la gestión de la reforma cayera en sus manos.

—¿Reforma? —repitió Camille—. Yo no me refiero a una reforma. La ciudad estallará este verano.

D’Anton se sentía triste y angustiado. Quería contar a Camille lo del niño, pero su amigo estaba muy ocupado pensando en la próxima matanza que iba a producirse. ¿Quién soy yo para aguarle la fiesta?, pensó D’Anton.

Versalles: el desfile ha requerido una minuciosa planificación. No se trata simplemente de levantarse y echar a andar.

La nación se siente esperanzada. La ansiada fecha ha llegado por fin. Mil doscientos diputados de los Estados Generales marchan en solemne procesión hacia la iglesia de Saint-Louis, donde monseñor de la Fare, obispo de Nancy, pronunciará un sermón y bendecirá la empresa.

El clero, el primer estado. La optimista luz de principios de mayo brilla sobre las mitras y los mantos suntuosos. Les sigue la nobleza: la misma luz arroja destellos sobre trescientas empuñaduras de espada y trescientas casacas de seda. Las plumas que adornan los trescientos sombreros se agitan alegremente al viento.

Les precede el estado llano, el tercer estado, encabezado por el maestro de ceremonias; seiscientos individuos, vestidos de negro, avanzan como una gigantesca babosa. ¿Por qué no ponerles un uniforme de colegiales y ordenarles que se chupen el dedo? Pero no se sienten humillados. Sus sencillos trajes negros constituyen un emblema de solidaridad. A fin de cuentas, han acudido para presenciar la desaparición del viejo orden, no para asistir a un baile de disfraces. Sus solemnes rostros muestran una expresión de orgullo. Somos hombres serios; olvídense de las frivolidades.

Maximilien de Robespierre caminaba con un contingente de su comarca, entre dos campesinos; si hubiera girado la cabeza habría visto las pronunciadas mandíbulas de los diputados bretones. Avanzaba con la mirada al frente, reprimiendo el deseo de observar a la multitud que los aclamaba por las calles. Nadie lo conocía; nadie lo vitoreaba específicamente a él.

Camille se encontró con el abate de Bourville.

—No me reconoces —dijo el abate abriéndose paso a través de la multitud—. Estábamos juntos en la escuela.

—Sí, pero en aquellos días tenías siempre un tono azulado debido al frío.

—Te he reconocido enseguida. No has cambiado, parece que tengas diecinueve años.

—Imagino que te habrás vuelto muy piadoso, Bourville.

—No demasiado. ¿Has visto a Louis Suleau?

—No. Pero supongo que aparecerá por aquí.

Luego siguieron contemplando el desfile. Durante unos momentos Camille se sintió invadido por el pensamiento irracional de que él mismo había organizado esto, que los Estados marchaban a petición suya, que todo París y Versalles giraban alrededor de su persona.

—Allí va Orléans —dijo de Bourville—. Fíjate, ha insistido en desfilar con el tercer estado. El maestro de ceremonias está tratando de disuadirlo. El pobre hombre se encuentra desesperado. Mira, allí está el duque de Biron.

—Lo conozco. He estado en su casa.

—Y allí está Lafayette. —El héroe americano, pálido y abstraído, lucía un chaleco plateado y su puntiaguda cabeza se hallaba oculta bajo un tricornio a la Henri Quatre—. ¿Lo conoces?

—Solamente de oídas —respondió Camille—. Por los cotilleos de Washington.

Bourville se echó a reír y dijo:

—Debes incluirlo en uno de tus libros.

—Ya lo he hecho.

Al llegar a la iglesia de Saint-Louis, Robespierre ocupó un asiento junto al pasillo, desde el cual pudo contemplar perfectamente la ceremonia. Estaba tan cerca de los ilustres personajes, que cuando el mar episcopal se separó unos segundos entre los mantos violetas y las amplias mangas de los obispos, la mirada del Rey, vestido de oro, se cruzó con la suya; y cuando la Reina se giró, las plumas de garza que adornaban sus cabellos parecieron hacerle señal para que se acercara. El Sagrado Sacramento, en una custodia de oro cuajada de piedras preciosas, resplandecía como un pequeño sol en manos del obispo. Se sentaron en una tarima bajo un dosel de terciopelo bordado con flores de lis doradas. A continuación, el coro entonó:

O salutaris hostia.

Si pudieras vender las joyas de la Corona, ¿qué comprarías para Francia?

Quae coeli pandis ostium,

El Rey parece medio dormido.

Bella premunt hostilia,

La Reina tiene aspecto arrogante.

Da robur, fer auxilium.

Tiene el aire de los Austrias.

Uni trinoque Domino,

Señora Déficit.

Sit sempiterna gloria,

Afuera, las mujeres aclamaban a Orléans.

Qui vitam sine termino,

No veo a nadie que conozca.

Nobis donet in patria.

Quizás baya venido Camille.

Amén.

—Mira —dijo Camille a de Bourville—, ahí está Maximilien.

—Supongo que su presencia no debería sorprendernos.

—Yo debería formar parte de la procesión. De Robespierre es inferior a mí intelectualmente.

—¿Qué? —contestó el abate, soltando una carcajada—. Sin duda crees que Luis XVI es también inferior a ti intelectualmente, lo mismo que el Papa. ¿Qué más te gustaría ser, aparte de diputado? —Camille no respondió—. Eres incorregible —dijo el abate enjugándose los ojos.

—Allí está Mirabeau —dijo Camille—. Quiere editar un periódico. Voy a escribir en él.

—¿Te lo ha pedido él?

—No, se lo propondré mañana.

De Bourville lo miró de soslayo. Camille es un embustero, piensa el abate, siempre lo ha sido. No, eso es demasiado fuerte; digamos que tiene mucha fantasía.

—Te deseo suerte —dijo el abate—. ¿Has visto cómo recibieron a la Reina? Pero aclamaron y vitorearon a Orléans. Y a Lafayette. Y a Mirabeau.

Y a D’Anton, se dijo Camille. D’Anton llevaba un importante caso entre manos y se había negado a acudir a presenciar el espectáculo. Y a Desmoulins, añadió. Desmoulins fue el que recibió más vítores y aplausos.

No había cesado de llover durante toda la noche. A las diez, cuando comenzó la procesión, las calles relucían bajo el sol, pero a mediodía el suelo estaba seco.

Camille había decidido pasar aquella noche en Versalles, en la vivienda de su primo. Había pedido ese favor al diputado en presencia de varias personas, para que este no pudiera negarse. Llegó pasada la medianoche.

—¿Dónde demonios te has metido? —le preguntó De Viefville.

—Estaba con el duque de Biron. Y el conde de Genlis —respondió Camille.

—Comprendo —dijo De Viefville. Estaba irritado porque no sabía si creerlo o no. Había una tercera persona presente, lo cual le impedía ponerse a discutir con su primo.

—Me marcho —dijo un joven, levantándose de un sillón en una esquina de la sala—. Pero piense en lo que le he dicho, De Viefville.

De Viefville no le presentó a Camille. El joven se dirigió a este y dijo:

—Me llamo Barnave, quizás haya oído hablar de mí.

—Todos hemos oído hablar de usted.

—Quizá me tome por un agitador. Espero poder demostrarles que soy capaz de otras cosas más provechosas. Buenas noches, caballeros.

Al salir cerró la puerta silenciosamente tras de sí. Camille hubiera deseado correr tras él para hacerle algunas preguntas, para tratar de entablar amistad con él, pero estaba agotado. Ese Barnave era el hombre que en el Delfinado había conseguido provocar resistencia a los edictos reales. La gente lo llamaba Tigre, un apodo que a Camille le parecía un tanto exagerado tratándose de un joven abogado de educados modales.

—¿Qué sucede? —le preguntó De Viefville—. ¿Estás decepcionado? ¿No es como imaginabas?

—¿Qué es que lo que pretende?

—Apoyo para sus medidas. Sólo podía dedicarme quince minutos.

—¿Te sientes ofendido?

—Mañana los verás a todos despellejándose entre sí. Son una pandilla de ambiciosos.

—¿No existe nada que pueda alterar tus creencias provincianas? —preguntó Camille—. Eres peor que mi padre.

—Si fuera tu padre, Camille, hace años que te habría retorcido el pescuezo.

Los relojes dieron la una al unísono, en el palacio y en toda la ciudad. De Viefville dio media vuelta y se dirigió a su habitación. Camille sacó el borrador de su panfleto «La France Libre». Después de leerlo de cabo a rabo, lo rompió y lo arrojó al fuego. No estaba a la altura de las circunstancias. La semana que viene, deo volente, o el mes que viene, lo escribiría de nuevo. Mientras observaba las llamas se vio a sí mismo sentado ante su mesa, escribiendo, mientras la pluma volaba sobre el papel. Cuando cesó el ruido del tráfico bajo la ventana, se sentó en un sillón y cayó dormido junto a las brasas del hogar. A las cinco la luz empezó a filtrarse entre los postigos y pasó el primer carro de pan negro para el mercado de Versalles. Camille se despertó y miró sobresaltado a su alrededor.

El mayordomo, que en realidad no era un mayordomo sino un guardaespaldas, preguntó:

—¿Ha escrito usted esto?

En la mano sostenía una copia del primer panfleto que había escrito Camille, titulado «Una filosofía para el pueblo francés». Lo esgrimía como si fuera un arma peligrosa.

Camille lo miró asustado. A las ocho, la antesala de Mirabeau estaba repleta de gente que deseaba entrevistarse con el conde. Camille se sentía pequeño, insignificante, aplastado por la agresividad de aquel hombre.

—Sí —contestó—. Mi nombre está al pie.

—Perfecto, ya hace tiempo que el conde desea hablar con usted —dijo el mayordomo—. Acompáñeme.

Camille lo miró asombrado pues nada había resultado sencillo hasta ahora. El conde de Mirabeau llevaba una bata de seda escarlata que parecía una cortina, como si esperara a un escultor que tuera a hacerle un busto. Iba sin afeitar, y en su frente brillaban unas gotas de sudor; tenía el rostro picado de viruela y un tono macilento.

—De modo que es usted el filósofo —dijo—. Teutch, tráeme café. —Luego se giró hacia Camille y añadió—: Pase. —Camille vaciló unos instantes—. Le he dicho que pase —repitió bruscamente el conde—. No soy peligroso. Al menos a estas horas del día.

El escrutinio del conde era ofensivo, para ponerlo nervioso.

—Me había propuesto secuestrarlo en algún lugar público y traerlo aquí —dijo el conde—. Desgraciadamente, pierdo el tiempo esperando a que el Rey me mande llamar.

—Sin duda debería mandarlo llamar, señor.

—¿Es usted uno de mis partidarios?

—He tenido el honor de defender enérgicamente su postura.

—Conque sí, ¿eh? —dijo Mirabeau, echándose a reír—. Me encantan los aduladores, maître Desmoulins.

Camille no comprende la forma en que le miran los hombres de Orléans, la forma en que ahora le mira Mirabeau, como si tuvieran planes para él. Desde que los curas abandonaron toda esperanza de convertirlo en un hombre de provecho, nadie ha tenido planes para él.

—Disculpe mi aspecto —dijo el conde—. Mis asuntos me mantienen despierto toda la noche. Aunque no siempre se trata de asuntos políticos.

Eso son tonterías, pensó Camille. Si quisiera, el conde recibiría a sus admiradores afeitado y sobrio. Pero todo cuanto hace tiene un efecto calculado; mediante su aspecto descuidado e informal pretende dominar a los hombres que esperan entrevistarse con él. El conde observó el impasible rostro de Teutch y soltó una sonora carcajada, como si su sirviente hubiera dicho algo gracioso. Luego se giró hacia Camille y dijo:

—Me gustan sus obras, maître Desmoulins. Están llenas de emoción, de sentimientos.

—Solía escribir versos, pero no tengo talento para la poesía.

—Es muy complicado.

—No pretendía que estuviera llena de emoción y sentimientos, sino que fuera más bien fría y concisa.

—Deje eso a los viejos —respondió el conde—. ¿Puede volver a escribir una cosa así? —preguntó, agitando el panfleto.

—Desde luego. —Camille detestaba el primer panfleto que había escrito, aunque por lo visto despertaba una gran admiración en los demás—. Me resulta tan fácil como… respirar. No digo tan fácil como hablar, por razones obvias.

—Sin embargo, ha hablado usted en el Palais-Royal, maître Desmoulins.

—Me obligo a ello.

—A mí me acusan de demagogo —dijo el conde, girándose para exhibir su mejor perfil—. ¿Desde cuándo tartamudea?

Lo preguntó como si se refiriera a una interesante novedad.

—Desde hace mucho tiempo —contestó Camille. Desde los siete años. Desde que me enviaron a la escuela.

—¿Acaso le disgustó mucho abandonar a sus padres?

—No lo recuerdo. Supongo que sí. A menos que estuviera tratando de expresar el alivio que sentía.

—Ah, comprendo —dijo Mirabeau, sonriendo con aire comprensivo—. Conozco todos los problemas domésticos que pueden afligir a un chico, desde los ataques de ira a la hora de desayunar hasta las consecuencias del incesto. El Rey —el difunto Rey— solía decir que debería existir un secretario de Estado que no tuviera otra función que arbitrar las disputas familiares. Mi familia es muy antigua. Muy ilustre.

—¿De veras? La mía finge serlo.

—¿A qué se dedica su padre?

—Es magistrado. —La honestidad le obligó a añadir—: Me temo que les he decepcionado.

—No me diga… Jamás lograré entender a las clases medias. Pero siéntese, se lo ruego. Me interesa conocer más detalles de su biografía. ¿Dónde estudió?

—En el Louis-le-Grand. ¿Acaso pensó que me había educado el cura del pueblo?

—De Sade también estudió allí —observó Mirabeau, dejando la taza de café en la mesa.

—Pero no es un caso típico.

—Tuve la mala suerte de que en cierta ocasión me encarcelaran con Sade. Le dije: «Señor, no deseo tratar con un individuo que tiene la costumbre de hacer picadillo a las mujeres». Disculpe, estoy divagando —dijo el conde, sentándose en un sillón. Un aristócrata jamás pedía disculpas a nadie. Camille lo observó, monstruosamente vanidoso y egocéntrico, disertando como si fuera un gran hombre. Cuando el conde hablaba lanzaba rugidos; cuando contestaba parecía un león disecado en un museo de historia natural, muerto pero con aspecto feroz—. Continúe —dijo.

—¿Por qué?

—¿Por qué pierdo el tiempo con usted? ¿Cree acaso que voy a dejar que los canallas del duque se aprovechen de sus insignificantes talentos? Le daré unos buenos consejos. ¿Le da el duque buenos consejos?

—No. Jamás ha hablado conmigo.

—Lo dice con tono patético. Por supuesto que no ha hablado con usted. En cambio yo sí me intereso por usted. Me gusta emplear a hombres inteligentes. Y me gusta que todos se sientan satisfechos, quiero decir en la plantación. Imagino que sabe a qué me dedico, ¿no es cierto?

Camille recordó lo que Annette le había dicho de Mirabeau: un conde arruinado, un inmoral. El recuerdo de Annette parece un tanto fuera de lugar en esta pequeña habitación atestada de muebles, cuadros antiguos y relojes que hacen tictac mientras el conde se rasca la barbilla. Toda la habitación indica su afición a la buena vida. ¿Por qué decimos buena vida cuando deberíamos decir extravagancia, glotonería y holgazanería? El hecho de estar arruinado no impide al conde adquirir artículos caros, entre los que parece que se cuenta él mismo. En cuanto a su inmoralidad, está más que dispuesto a reconocerlo. La salvaje colección de sus ambiciones acecha desde un rincón, hambrienta y apestosa.

—Se ha quedado usted absorto —dijo el conde, rodeando con un brazo los hombros de Camille y atrayéndole hacia la ventana. Su aliento apestaba a alcohol—. Debo advertirle que me gusta rodearme de hombres con pasados sórdidos y complicados. Me siento a gusto entre ellos. Y usted, Camille, con sus impulsos y emociones que ha estado vendiendo en el Palais-Royal como ramos envenenados… —Se detuvo y se pasó la mano por el pelo—. Y su interesante, leve pero perceptible sombra de ambivalencia sexual…

—¿Le divierte disecar a la gente?

—Me gusta usted —respondió Mirabeau secamente— porque nunca niega nada. Circula un manuscrito titulado «La France Libre». ¿Es suyo?

—Sí. No creerá que ese anodino panfleto que ha sacado constituye toda mi obra…

—No, maître Desmoulins. Veo que cuenta usted también con sus esclavos e imitadores. Dígame cuál es su política, en una palabra.

—Soy republicano.

Mirabeau soltó una blasfemia.

—La monarquía es para mí un artículo de fe —dijo—. La necesito. Me propongo alcanzar mis objetivos a través de ella. ¿Tiene muchos amigos que opinan como usted?

—No más de media docena. Es decir, no creo que halle a más de media docena de republicanos en todo el país.

—¿Y a qué cree que se debe?

—Supongo que la gente no soporta la realidad. Creen que el Rey lanzará un silbido y les nombrará ministros. Pero ese mundo no tardará en desaparecer.

—Prepara mi ropa, Teutch —dijo Mirabeau a su mayordomo—. Algo elegante.

—Negro —dijo Teutch—. Es usted diputado, ¿no es así?

—Maldita sea, lo había olvidado. Parece que se están poniendo algo nerviosos —dijo el conde, indicando la antesala—. Sí, deja que pasen todos a la vez, será muy divertido. Ah, aquí viene el gobierno ginebrino en el exilio. Buenos días, señor Duroveray, señor Dumont, señor Clavière. Son unos esclavos —dijo Mirabeau en voz baja a Camille—. Clavière desea ser ministro de Finanzas. Se encuentra a gusto en cualquier país. Tiene unas ambiciones muy singulares.

—Me han tapado la boca —se quejó Brissot.

—Lo lamento —respondió Mirabeau.

Los ginebrinos lucían unos trajes de seda de color pálido, mientras que los diputados iban de negro y portaban unos folios bajo el brazo. Brissot, con una raída casaca marrón y sus cuatro pelos distribuidos sobre su calva ofrecía un aspecto ridículo.

—¿Pétion? ¿Es usted diputado? Buenos días —dijo Mirabeau—. ¿De dónde? ¿De Chartres? Perfecto. Gracias por su visita.

Luego se giró y se puso a hablar con tres personas al mismo tiempo. Era evidente que Pétion no le interesaba. Era un hombre corpulento, de expresión bondadosa y apuesto. Miró a su alrededor sonriendo.

—¡Pero si es el célebre Camille! —dijo de pronto.

Camille se sonrojó. Hubiera preferido que omitiera el adjetivo.

—He hecho una visita relámpago a París —dijo Pétion—, y he oído su nombre en los cafés. El diputado Robespierre me facilitó una descripción tan detallada de usted que lo he reconocido al instante.

—¿Conoce a Robespierre?

—Bastante bien.

Lo dudo, pensó Camille.

—¿Era una descripción favorecedora?

—Robespierre le admira mucho —respondió Pétion, sonriendo—. Como todo el mundo. No me mire de esa forma tan escéptica.

—¿Qué tal por el Palais-Royal, Brissot? —preguntó Mirabeau, añadiendo sin aguardar a que el otro contestara—: Supongo que estarán maquinando una de sus sucias intrigas, como de costumbre. Todos salvo el duque, que es demasiado simple para dedicarse a las intrigas. Sólo le interesan los coños.

—Mi querido conde, le ruego que modere su lenguaje —dijo Duroveray.

—Mil disculpas —contestó Mirabeau—. Había olvidado que proviene usted de la ciudad de Calvino. De todos modos, es cierto. Teutch es mejor estadista que el duque.

Brissot parecía sentirse violento.

—Deje de hablar del duque —murmuró—. Laclos está aquí.

—Lo lamento, no le había visto —dijo el conde, dirigiéndose a Laclos—. ¿Es usted un espía? ¿Cómo va el negocio de los libros pornográficos?

—¿Qué haces aquí? —preguntó Brissot a Camille—. ¿Cómo es que tienes tratos con el conde?

—No lo sé.

—Caballeros, les ruego un momento de atención —dijo Mirabeau situándose detrás de Camille y apoyando las manos en sus hombros. Se había transformado en otro tipo de animal: ruidoso y amenazador, como un oso que se ha escapado de su guarida—. Les presento a mi nueva adquisición, el señor Desmoulins.

El diputado Pétion miró a Camille y le sonrió. Laclos se giró.

—Ahora, caballeros, si me conceden unos minutos para vestirme, me reuniré enseguida con ustedes. Teutch, acompaña a los caballeros. Quédese conmigo, Camille.

Cuando todos hubieron salido, el conde se pasó la mano por la cara y dijo:

—¡Qué farsa!

—Me parece una solemne pérdida de tiempo. Pero no soy experto en estos asuntos.

—No es usted experto en nada, amigo mío, aunque eso no le impide expresar su opinión. El ascenso del conde Mirabeau —dijo, alzando la vista al techo con los brazos extendidos—. Acuden a ver al ogro. Laclos me mira como si fuera a comérmelo. Brissot, ídem. Ese Brissot me cansa, no para quieto. No me refiero a que corretea por la habitación como usted, sino a que no para de moverse. A propósito, supongo que Orléans le da a usted dinero. Me parece justo. Hay que vivir, y a ser posible a expensas de los demás. Teutch, puedes afeitarme, pero no me llenes la boca de jabón, quiero hablar.

—Eso no es ninguna novedad —respondió el mayordomo. El conde le dio un codazo en las costillas. Teutch derramó unas gotas de agua caliente sobre su patrón.

—Soy muy popular entre los patriotas —dijo Mirabeau—. ¡Patriotas! ¿Ha observado que no podemos decir dos párrafos seguidos sin utilizar esa palabra? Publicarán su panfleto dentro de un par de meses.

Camille se sentó y lo miró fijamente. Se sentía sereno, como si navegara en aguas apacibles.

—Los editores son unos buitres —dijo el conde—. Si yo dirigiera el infierno, haría que se asaran lentamente sobre unas prensas al rojo vivo.

Camille observó el rostro de Mirabeau. Su expresión y sus tensiones indicaban que no era únicamente amigo del diablo.

—¿Está usted casado? —preguntó inesperadamente el conde.

—No, pero estoy comprometido.

—¿Una mujer rica?

—Mucho.

—Cada vez me cae usted más simpático —dijo Mirabeau, indicando a Teutch que podía retirarse—. Creo que será mejor que se aloje usted aquí, al menos mientras esté en Versalles. Quizá se pregunte cómo llegó hasta aquí… Eso mismo me pregunto yo, qué hago en Versalles, esperando todos los días a que el Rey me mande llamar en virtud de mis escritos, mis conferencias, el apoyo que me brinda la gente… Desempeñar al fin mi papel natural en este reino… Porque cuando hayan probado todas las soluciones y estas hayan fracasado, el Rey se verá obligado a recurrir a mí, ¿no cree?

—En efecto. Pero debe demostrarle que es usted un rival muy peligroso.

—Sí… Es imprescindible. ¿Ha tratado alguna vez de suicidarse?

—Reconozco que de vez en cuando pienso en ello.

—Usted todo se lo toma a broma —dijo el conde secamente—. Espero que siga mostrándose tan chistoso cuando le acusen de traición. Pero le comprendo. En todo caso, es una alternativa. La gente dice no arrepentirse de nada, pues yo me arrepiento de muchas cosas, de las deudas que he contraído, de las mujeres a las que he arruinado y abandonado, de mis naturales inclinaciones que no consigo dominar. Sí, la muerte habría sido un consuelo, me habría liberado de mí mismo. Pero fui un imbécil. Ahora deseo estar vivo para… —Mirabeau se detuvo. Iba a decir que había sufrido mucho, que se había sentido asfixiado, hundido y humillado.

—¿Para qué?

—Para atormentarlos —contestó Mirabeau sonriendo.

Lo llamaban el salón de los Pequeños Placeres. Hasta la fecha había sido utilizado para almacenar los decorados de las obras teatrales que se representaban en palacio. Ambos hechos ocasionaban no pocos comentarios.

Cuando el Rey decidió que era el lugar idóneo para la reunión de los Estados Generales, llamó a carpinteros y pintores. Colgaron unos cortinajes de terciopelo, erigieron unas falsas columnas y le dieron unas manos de pintura dorada. Quedaba bastante fastuoso, y las obras habían resultado baratas. Dispusieron unas sillas a la derecha y a la izquierda de la Corona para el primer y segundo estado; los miembros del tercer estado ocuparían unos bancos de madera al fondo del salón.

La cosa empezó mal. Después de la solemne entrada del Rey, este los miró con una sonrisa estúpida y se quitó el sombrero. A continuación se sentó y se puso de nuevo el sombrero. Los asistentes, ataviados con sus mejores galas, ocuparon sus asientos. Trescientos sombreros de plumas fueron alzados y colocados de nuevo sobre trescientas cabezas. Pero el protocolo dictaba que, en presencia del Monarca, los plebeyos debían de permanecer con la cabeza descubierta y de pie.

Al cabo de un momento un hombre de mejillas rubicundas se encasquetó el sombrero y se sentó ruidosamente. Acto seguido se sentaron todos los miembros del tercer estado. El conde de Mirabeau ocupó su asiento junto a sus compañeros.

Sin inmutarse, Su Majestad se alzó para pronunciar su discurso. No le parecía razonable obligar a los pobres desgraciados a permanecer de pie toda la tarde, máxime cuando llevaban tres horas aguardando a que comenzara la ceremonia. Unos momentos después de que el Rey iniciara su discurso, los que estaban sentados en las últimas filas preguntaron a los ocupantes de las primeras qué era lo que había dicho.

Era evidente que sólo un gigante dotado de descomunales pulmones prosperaría en ese salón. Mirabeau, convencido de encajar en dicha descripción, sonrió satisfecho.

El Rey dijo en realidad muy poco. Habló sobre el fuerte endeudamiento causado por la guerra norteamericana. Dijo que el sistema tributario era susceptible de ser reformado. No dijo cómo. El señor Barentin, ministro de Justicia y guardasellos real, se levantó para tomar la palabra. Previno a los presentes sobre una acción precipitada y los peligros de la innovación, e invitó a los estados a reunirse al día siguiente por separado a fin de elegir a los dignatarios y redactar las normas. Luego, se sentó.

El estado llano expresó el deseo de que los estados se reunieran conjuntamente, y que los votos fueran contabilizados individualmente, uno por cabeza. En caso contrario, los clérigos y los nobles se unirían contra el tercer estado. La generosa concesión de una doble representación —seiscientos plebeyos contra trescientos nobles y otros tantos clérigos— no les sería de ningún provecho. Para eso, era mejor irse a casa.

Pero no antes del discurso de Necker. El ministro de Finanzas se puso en pie, mientras todos los presentes guardaban silencio. Maximilien de Robespierre se inclinó hacia adelante y le observó atentamente. Necker empezó a hablar. Se le oía mejor que a Barentin. Su discurso consistía en números, números y más números.

Al cabo de diez minutos, Maximilien de Robespierre, al igual que el resto de los hombres, dirigió la mirada hacia los bancos donde las damas de la Corte estaban colocadas como platos en una estantería, sentadas rígidamente en sus corsés. De vez en cuando se movían un poco y bostezaban discretamente, deseando que aquella tortura terminara cuanto antes. Pobrecillas, pensó Maximilien, se les va a partir la espalda de permanecer tan tiesas.

Pasó la primera media hora. Necker hablaba con voz clara y enérgica, como si hubiera estado ensayando; lo malo era que nada de lo que decía tenía el menor sentido. Lo que necesitamos es oír frases alentadoras, pensó Max, inspiradas. Al cabo de un rato Necker empezó a perder la voz, lo cual estaba previsto pues tenía un sustituto a su lado. El sustituto se levantó y empezó a hablar. Tenía una voz que crujía como un viejo puente levadizo.

Había una mujer a la que Max no quitaba los ojos de encima: la Reina. Cuantió habló su marido, hizo visibles esfuerzos por concentrarse en lo que este decía. Cuando tomó la palabra Barentin, empezó a mirar a su alrededor descaradamente, observando a los ocupantes de los bancos del tercer estado, los cuales, a su vez, la observaban a ella. De vez en cuando bajaba la cabeza y contemplaba los refulgentes brillantes que adornaban sus manos. Luego la alzaba de nuevo y se giraba como si buscara a alguien. ¿Quizás a un enemigo? ¿A un amigo? Su abanico se movía entre sus manos como un pájaro.

Tres horas más tarde los diputados, mareados y aturdidos, abandonaron el salón donde se había celebrado la solemne ceremonia. Afuera, un nutrido grupo se congregó alrededor de Mirabeau, que estaba analizando el discurso del señor Necker.

—Es el discurso que uno espera oír de labios de un empleado de banco de pocas luces… En cuanto al déficit, es nuestro mejor aliado. Si el Rey no necesitara reunir dinero, no estaríamos aquí.

—Si no conseguimos que los votos se contabilicen individualmente, estamos perdiendo el tiempo —observó un diputado. Mirabeau le dio un golpe en el hombro que estuvo a punto de derribarlo al suelo.

Max se mantuvo alejado. No quería arriesgarse a recibir un mamporro por parte de ese bruto de Mirabeau. De pronto notó unos golpecitos en el hombro. Al girarse se topó con uno de los diputados bretones, que le dijo:

—La reunión sobre tácticas será esta noche, a las ocho, en mi habitación. ¿De acuerdo?

Max asintió. Sin duda quiso decir estrategia, pensó, el arte de imponer al enemigo el momento, el lugar y las condiciones de la batalla.

De pronto apareció el diputado Pétion.

—¿Qué hace usted aquí solo, Robespierre? A propósito, he encontrado a su amigo.

El diputado se zambulló valientemente en el círculo que rodeaba a Mirabeau y reapareció al cabo de unos segundos acompañado de Camille Desmoulins. Pétion era un hombre sentimental; observó satisfecho la reunión entre ambos amigos. Camille estrechó la mano fría, firme y seca de Robespierre, sintiendo que el corazón le daba un vuelco. Al girarse vio a Mirabeau que se alejaba charlando animadamente con Barnave. Durante unos segundos vio al conde a una luz muy distinta: un noble venido a menos, un tanto tronado, en un ruidoso melodrama. En aquel momento sintió deseos de abandonar el teatro.

El 6 de mayo, el clero y la nobleza se reunieron por separado en las salas que les habían sido asignadas. Pero no había ningún lugar lo bastante espacioso para albergar al tercer estado, a excepción del salón de los Pequeños Placeres. Así pues, se reunieron en dicho salón.

—El Rey ha cometido un error —dijo Robespierre—. Nos ha dejado en posesión de su territorio.

Su elocuencia lo sorprendió. Quizás había aprendido algo de sus conversaciones con Lazare Carnot, el ingeniero militar. Dentro de poco le tocaría pronunciar un discurso ante la gran asamblea. Arras había quedado muy lejos.

El tercer estado no tenía facultad para ocuparse de ningún asunto. De habérselo permitido, ello hubiera equivalido a aceptar su estatus como asamblea independiente, lo cual era impensable. De modo que pidieron a los otros dos estados que se reunieran con ellos. La nobleza y el clero se negaron en redondo.

—Escriban lo que yo les dicte.

Los esclavos ginebrinos estaban sentados, sosteniendo en sus rodillas unos libros sobre los que descansaban unos papeles. Los papeles del conde cubrían cada centímetro de superficie que pudiera utilizarse como escritorio. De vez en cuando los ginebrinos se miraban con aire de complicidad, como veteranos revolucionarios que eran. El conde se paseaba de un lado a otro, agitando las notas que sostenía en la mano. Llevaba la bata de seda escarlata y unos gruesos anillos que lanzaban destellos a la luz de las velas. De pronto apareció Teutch.

TEUTCH: Señor…

MIRABEAU: Fuera.

[Teutch sale y cierra la puerta tras él.]

MIRABEAU: De modo que la nobleza no quiere unirse a nosotros. Han rechazado nuestra propuesta… por cien votos en contra. El clero tampoco quiere unirse a nosotros, pero sus votos fueron, si no me equivoco, 133 contra 114, ¿no es así?

LOS GINEBRINOS: Así es.

MIRABEAU: Ha sido una votación muy reñida, lo cual no deja de ser revelador.

[Empieza a pasearse por la habitación. Los ginebrinos siguen escribiendo. Son las dos y cuarto. Teutch aparece de nuevo.]

TEUTCH: Señor, fuera hay un hombre con un nombre muy difícil que espera ser recibido desde las once.

MIRABEAU: ¿Un nombre difícil?

TEUTCH: Difícil de pronunciar.

MIRABEAU: Pues pídele que lo escriba en un papel y me lo traes, imbécil.

[Teutch sale de la habitación.]

MIRABEAU: [divagando]: Necker. ¿Quién demonios es Necker? ¿Cuáles son sus cualificaciones para ser ministro? ¿Cuál es su gran atractivo? Yo se lo diré. Ese tipo no tiene deudas, ni amantes. Es lo que el público quiere en estos tiempos, un avaro suizo sin pelotas. No, Dumont, no escriba eso.

DUMONT: Parece como si tuviera envidia de Necker, Mirabeau. De su cargo de ministro.

[Las tres menos cuarto. Teutch aparece y entrega un papel a Mirabeau. El conde lo guarda en el bolsillo.]

MIRABEAU: Olvídense de Necker. Todo el mundo acabará olvidándose de él. Volvamos a lo nuestro. Así pues, parece que nuestra mejor esperanza es el clero. Si conseguimos convencerlos de que se unan a nosotros…

[A las tres y cuarto, el conde saca el papel del bolsillo y lo mira.]

MIRABEAU: Robespierre. Sí, es un nombre extraño… Ahora todo depende de esos diecinueve sacerdotes. Mi discurso no debe de ser un discurso común y corriente sino un gran discurso, que no sólo les invite a unirse a nosotros sino que les mueva a hacerlo. Un discurso que les haga comprender claramente sus intereses y su obligación.

DUROVERAY: Y que de paso cubra el nombre de Mirabeau de gloria…

MIRABEAU: Eso es.

[Teutch entra de nuevo.]

MIRABEAU: ¿Acaso piensas entrar y salir cada dos minutos? ¿Todavía está ahí fuera el señor Robespierre?

TEUTCH: Sí, señor.

MIRABEAU: Debe de ser un hombre muy paciente. Ojalá tuviera yo su paciencia. Ofrece al diputado Robespierre una taza de chocolate, Teutch, y dile que lo recibiré enseguida.

[Las cuatro y media. Mirabeau sigue hablando. De vez en cuando se detiene ante un espejo para contemplarse en él. El señor Dumont se ha quedado dormido.]

MIRABEAU: ¿Todavía está ahí el señor Robespierre?

[Las cinco de la mañana. El conde abandona su expresión leonina y sonríe.]

MIRABEAU: Muchas gracias, señores. Se lo agradezco profundamente. La combinación, mi querido Duroveray, de su erudición, mi querido Dumont, de sus… ronquidos, de su gran talento, junto con mis dotes de orador…

[Teutch asoma la cabeza.]

TEUTCH: ¿Han terminado? Ese señor todavía espera para hablar con usted.

MIRABEAU: Sí, hemos concluido nuestra gran tarea. Hazle pasar.

[Cuando el diputado de Arras entra en la pequeña estancia, empiezan a despuntar las primeras luces. El humo del tabaco le escuece los ojos. Se siente en desventaja pues sus ropas están arrugadas y se ha manchado los guantes. Hubiera debido cambiarse antes de presentarse ante el conde. Mirabeau examina al joven anémico y cansado. Robespierre esboza una débil sonrisa mientras extiende una mano con las uñas mordidas. Mirabeau, en lugar de estrecharle la mano, le da unos golpecitos en el hombro.]

MIRABEAU: Mi querido señor Robespierre, siéntese, haga el favor, si es que encuentra una silla.

ROBESPIERRE: No importa, llevo bastante rato sentado.

MIRABEAU: Lo siento. Tengo que atender tantos asuntos…

ROBESPIERRE: No importa.

MIRABEAU: Lo siento. Trato de mostrarme asequible a todos los diputados que desean hablar conmigo.

ROBESPIERRE: No le entretendré mucho rato.

[Deja de disculparte, se dice Mirabeau. Ya te ha dicho que no le importa.]

MIRABEAU: ¿En qué puedo ayudarlo, señor Robespierre?

[El diputado saca unos papeles doblados del bolsillo y se los entrega a Mirabeau.]

ROBESPIERRE: Es el texto de un discurso que espero pronunciar mañana. Me gustaría que le echara un vistazo y que me diera su opinión. Aunque es un poco largo, y quizás está usted cansado…

MIRABEAU: Estaré encantado de echarle un vistazo. ¿Cuál es el tema de su discurso, señor Robespierre?

ROBESPIERRE: En mi discurso invito al clero a que se una al tercer estado.

[Mirabeau se gira bruscamente, crispando los puños. Duroveray se tapa la cara con las manos y lanza un suave gemido. Cuando ha conseguido dominarse, el conde se gira de nuevo hacia Robespierre.]

MIRABEAU: Enhorabuena, señor Robinpère. Ha tocado usted el tema que nos ocupará mañana. Debemos asegurarnos de que nuestra propuesta tenga éxito.

ROBESPIERRE: Desde luego.

MIRABEAU: ¿No se le ha ocurrido que quizás otros miembros de su asamblea se propongan abordar ese tema?

ROBESPIERRE: Sí, es lógico. Por eso he venido a verlo. Supuse que conocía los planes, no queremos que todos los diputados se levanten y digan las mismas cosas.

MIRABEAU: Quizá le interese saber que he preparado un pequeño discurso sobre ese mismo tema. [Mirabeau habla y lee al mismo tiempo.] Si me lo permite, creo que es preferible que exponga la cuestión una persona bien conocida por sus compañeros, un orador experimentado. Puede que el clero escuche con menos interés a alguien que… ¿cómo se lo diría?… que todavía no ha tenido ocasión de revelar sus dotes de orador.

ROBESPIERRE: ¿Revelar? No somos prestidigitadores, señor. No estamos aquí para sacar conejos del sombrero.

MIRABEAU: Por supuesto.

ROBESPIERRE: Suponiendo que uno poseyera unas dotes extraordinarias, ese sería sin duda el mejor momento de revelarlas.

MIRABEAU: Comprendo su punto de vista, pero le sugiero que en esta ocasión ceda usted, por el bien de todos. Tengo muchos seguidores. A veces, cuando un nombre célebre se une a una causa…

[Mirabeau se detiene bruscamente. Observa en el delicado rostro triangular del joven una ligera expresión de desprecio. Pero el tono de su voz es amable y respetuoso.]

ROBESPIERRE: Mi discurso es eficaz, hace hincapié en todos los puntos importantes.

MIRABEAU: Sin duda, pero el orador… Francamente, señor Robertpère, he pasado toda la noche trabajando en mi discurso y me propongo pronunciarlo, por lo que le ruego cordialmente que busque otra ocasión para su debut, o bien se limite a pronunciar unas breves palabras para apoyarme.

ROBESPIERRE: No, no estoy dispuesto a hacerlo.

MIRABEAU: ¿Cómo que no? [El conde observa satisfecho que cuando alza la voz, el diputado parpadea.] Yo soy el personaje importante. Usted es un desconocido. Ni siquiera interrumpirán su conversación para escucharlo. Su discurso es prolijo, farragoso, no le dejarán terminarlo.

ROBESPIERRE: No intente intimidarme, no lo conseguirá. [No es un farol. Mirabeau lo mira fijamente. Sabe por experiencia que es capaz de intimidar a la mayoría de la gente.] No trato de impedir que pronuncie su discurso. Si se empeña, hágalo; yo pronunciare luego el mío.

MIRABEAU: ¡Maldita sea! En su discurso y el mío decimos las mismas cosas.

ROBESPIERRE: Cierto, pero dado que tiene usted fama de demagogo, quizá sus palabras no les inspiren confianza.

MIRABEAU: ¿Demagogo?

ROBESPIERRE: Político.

MIRABEAU: ¿Y qué es usted?

ROBESPIERRE: Una persona normal y corriente.

[El conde se pone rojo como un tomate y se pasa la mano por el pelo, dejándolo alborotado.]

MIRABEAU: Será usted el hazmerreír de todos.

ROBESPIERRE: No se preocupe por eso.

MIRABEAU: Supongo que ya está usted acostumbrado a hacer el ridículo.

[El conde se gira hacia el espejo y ve que Duroveray acaba de despertarse.]

DUROVERAY: ¿Por qué no tratan de llegar a un acuerdo?

ROBESPIERRE: No. Le he ofrecido llegar a un acuerdo, pero lo ha rechazado.

[Silencio. El conde suspira. Contrólate, Mirabeau, se dice, trata de adoptar una actitud conciliadora.]

MIRABEAU: Me temo que se trata de un malentendido, señor de Robinspère. No es necesario que nos peleemos.

[Robespierre se quita las gafas y se frota los ojos. Mirabeau observa que tiene un tic en el ojo izquierdo. He ganado, piensa.]

ROBESPIERRE: Debo irme. Estoy seguro que está deseando acostarse.

[Mirabeau sonríe. Robespierre contempla la alfombra, sobre la que yacen, rotas y arrugadas, las hojas de su discurso.]

MIRABEAU: Lo lamento. Un síntoma de una pataleta infantil, [Robespierre se agacha y recoge los papeles.] ¿Desea que los arroje al fuego? [Robespierre se los entrega dócilmente. Los músculos del conde se relajan visiblemente.] Tiene que venir a cenar una noche, Robertpère.

ROBESPIERRE: Gracias. Acepto encantado. No se preocupe por los papeles, tengo un borrador. Siempre conservo los borradores de mis discursos.

[Mirabeau observa por el rabillo de ojo que Duroveray se ha puesto en pie, llevándose una mano al corazón.]

MIRABEAU: Teutch.

ROBESPIERRE: No se moleste en avisar a su mayordomo, conozco el camino. A propósito, me llamo Robespierre.

MIRABEAU: Ah, creí que era De Robespierre.

ROBESPIERRE: No, simplemente Robespierre.

D’Anton fue a escuchar el discurso que pronunció Camille en el Palais-Royal. Se situó al fondo, presenciando el acto cómodamente.

—No puedes pasarte la vida sonriendo con aire despectivo —le dijo Camille—. Ya es hora de que te pronuncies.

—¿Sobre qué? —respondió D’Anton.

Camille pasaba mucho tiempo con Mirabeau. Su primo De Viefville apenas le dirigía la palabra. En Versalles los diputados no cesaban de hablar, como si ello sirviera de algo. Cuando el conde tomaba la palabra, se alzaban unos murmullos de protesta. La Corte todavía no le había mandado llamar. Por las noches necesitaba que le hicieran compañía, para animarlo. El conde había hablado con Lafayette, rogándole que intercediera para que los nobles liberales apoyaran su causa. Pidió al abate Sieyès que tratara de convencer a los curas pobres de provincias, los cuales estaban a favor del pueblo, no de los obispos. Este adoptó un aire pensativo. Era un hombre enjuto, de aspecto frágil, propenso a soltar frases lapidarias, que jamás bromeaba, jamás discutía. La política, según decía, es una ciencia que he perfeccionado.

El conde acudió también a ver al señor Bailly, el presidente de la asamblea del tercer estado, para proponerle sus sugerencias. El señor Bailly lo miró fijamente. Era un célebre astrónomo, y, según observó alguien, tenía la cabeza más en las estrellas que en una revolución terrestre. Porque la palabra de moda era «revolución», no sólo en el Palais-Royal sino entre los cortinajes de seda y los oropeles. Estaba siempre en boca del diputado Pétion mientras conversaba con el diputado Buzot, un joven abogado de Evreux. Había veinte o treinta hombres que se sentaban siempre juntos, que no cesaban de murmurar entre sí y que a veces soltaban alguna carcajada. El primer discurso del diputado Robespierre fue suspendido debido a una cuestión técnica.

La gente se preguntaba qué había hecho para disgustar a Mirabeau. Mirabeau le llama «el cordero rabioso».

El arzobispo de Aix se presentó ante la asamblea del tercer estado portando un pedazo de pan negro y derramando lágrimas de cocodrilo. Exhortó a los diputados a no perder más el tiempo en fútiles discusiones. La gente se moría de hambre, y eso era lo que les daban de comer, dijo, sosteniendo el pedazo de pan entre el pulgar y el índice, para que todos lo vieran. Luego sacó un pañuelo de hilo con su escudo bordado y se limpió delicadamente las manos. Los diputados lo observaron con aire de reproche. Lo mejor que podían hacer, dijo el arzobispo, era dejar a un lado sus rencillas y formar un comité conjunto con los otros dos estados, para hablar sobre el hambre y la solución a dicho problema.

Robespierre se levantó y fue apresuradamente hacia la tribuna de oradores para evitar que alguien tratara de detenerlo. Si se unían con los otros estados para celebrar una sesión de comité, por un voto, el tercer estado habría perdido su causa. Era un truco del arzobispo.

—¡No, no! —dijo enérgicamente. Era como si se le hubiera atragantado el pedazo de pan negro que sostenía el arzobispo en la mano. Al girarse, vio ante él centenares de rostros que lo miraban con expresión vacía y oyó su voz en medio del profundo silencio—: Que vendan sus carruajes y que entreguen el dinero a los pobres…

Los asistentes se miran perplejos. Nadie aplaude, y poco a poco se alza un curioso murmullo. La gente se levanta para observar mejor al orador. Este se sonroja ligeramente. Aquí es donde empezó todo: el 6 de junio de 1789, a las tres de la tarde.

6 DE JUNIO, A LAS SIETE DE LA TARDE. EL DIARIO DE LUCILE DUPLESSIS:

¿Acaso debemos arrastrarnos eternamente como gusanos? ¿Cuándo hallaremos la felicidad que todos ansiamos? El hombre se deja deslumbrar fácilmente, y cree hallar la felicidad. Pero la felicidad no existe en la Tierra, es una quimera. Cuando el mundo cese de existir… pero es imposible que desaparezca todo. Dicen que no quedará nada. Absolutamente nada. El sol perderá su fulgor, dejará de brillar. ¿Qué será de él? ¿En que se convertirá?

Se detiene unos instantes, dudando en subrayar la palabra «nada». Pero no necesita subrayarla.

—Apenas pruebas bocado, Lucile —dice su padre—. Te estás consumiendo. ¿Qué le ha pasado a mi niña?

Se ha adelgazado mucho. Se le notan todos los huesos. Tiene ojeras. Se niega a recogerse el cabello. Antes tenía una mirada alegre y vivaracha, pero ahora observa a la gente con ojos tristes y sombríos.

—Deja de tocarte el pelo, Lucile —dice su madre—. Me recuerda… Me irrita.

Pues sal de la habitación, madre; no me mires.

Debe de tener el corazón de piedra. Cada mañana, al despertarse, comprueba que está viva, que aún respira. Al mirar a su padre a los ojos ve en ellos el reflejo de una joven alegre y feliz, de veintitantos años, con dos o tres niños sentados en sus rodillas; al fondo aparece un hombre fornido y honrado, impecablemente vestido, pero la zona de su rostro es nebulosa. No les dará esa satisfacción. Ha pensado en varias formas de suicidarse. Pero eso sería poner fin a todo; y la auténtica pasión jamás llega a consumarse. Es preferible encerrarse en un convento, sofocar la metafísica lujuria bajo unos hábitos. O marcharse un día y afrontar la pobreza, el amor y el azar.

Señorita Languidez, la llama D’Anton. Tiene algo que ver con las obras inglesas que lee.

El 12 de junio, tres curas rurales se unieron al tercer estado. El 17, otros dieciséis. El tercer estado se denomina ahora «Asamblea Nacional». El 20 de junio, les impiden reunirse en el salón de los Pequeños Placeres. Está cerrado por reformas, según les comunican.

La solemne expresión del señor Bailly, que tiene el sombrero empapado a consecuencia de la lluvia, contrasta con las risas burlonas de los demás diputados. El doctor Guillotin, su compañero académico, pregunta:

—¿Por qué no nos reunimos en la pista de tenis?

Los otros le miran perplejos.

—No está cerrada. No dispondremos de mucho espacio, pero si no hay otra solución…

Al llegar a la pista de tenis suben al presidente Bailly sobre una mesa y juran no separarse hasta ofrecer a Francia una constitución. Abrumado por la emoción, el científico asume la pose de un antiguo romano.

—Ya veremos lo que hacen cuando ataquen las tropas —observa el conde de Mirabeau.

Tres días más tarde, cuando se hallan reunidos de nuevo en su antigua sala, el Rey se presenta de improviso. Con voz temblorosa, suspende la sesión. Sólo él puede redactar un programa de reformas. Mira las negras chaquetas y corbatas, los pétreos rostros de los hombres sentados ante él; parecen sus propios monumentos. Tras ordenarles que se dispersen, el Monarca abandona apresuradamente el salón.

Mirabeau se levanta de un salto. Escrupulosamente atento a su leyenda, mira a su alrededor en busca de los dactilógrafos y la prensa.

El maestro de ceremonias les ruega que suspendan la sesión, tal como ha ordenado Su Majestad.

MIRABEAU: Si le han ordenado que nos obligue a hacernos marchar, tendrá que utilizar la fuerza. Sólo abandonaremos nuestros asientos a punta de bayoneta. El Rey puede mandar que nos ejecuten. Dígale que estamos dispuestos a morir; pero no nos separaremos hasta haber redactado la constitución. —Después añade en voz baja, dirigiéndose a su vecino—: En cuanto aparezcan nos largamos.

Durante unos instantes todos guardan silencio, los cínicos, los detractores y los cotillas. Luego los diputados rompen a aplaudir, retrocediendo para cederle paso mientras el conde avanza contemplando la invisible corona de laurel que adorna su encrespado cabello.

—La respuesta es la misma, Camille —dijo Momoro, el impresor—. Si publico esto acabaremos en la Bastilla. No merece la pena revisarlo, cada versión es peor que la anterior.

Camille lanzó un suspiro y cogió su manuscrito.

—Ya nos veremos.

Aquella mañana, en el Pont-Neuf, una mujer le había leído el porvenir. Le había dicho lo de costumbre: dinero, poder y éxito en los asuntos del corazón. Pero cuando Camille le preguntó si viviría muchos años, la mujer examinó la palma de su mano y le devolvió el dinero.

D’Anton estaba en su despacho, sentado ante un montón de papeles.

—Ven a verme en los tribunales esta tarde —dijo a Camille—. Voy a aplastar a tu amigo Perrin.

—Sólo te gusta atacar a la gente con la que te enfrentas en los tribunales —le reprochó Camille.

—¿Atacar? —repitió D’Anton, perplejo—. Me llevo muy bien con Perrin. Aunque no tan bien como contigo.

—No entiendo por qué concedes tanta importancia a esas insignificancias.

—Porque tengo que ganarme la vida —contestó D’Anton lentamente—. Me gustaría ir a Versalles para ver lo que se cuece allí, pero tengo a maître Perrin y a unos litigantes que me esperan a las dos en punto.

—¿Qué es lo que quieres, Georges-Jacques?

—Lo de siempre —contestó D’Anton sonriendo.

—Dinero. Está bien. Procuraré que consigas dinero.

El Café du Foy. La Sociedad Patriótica del Palais-Royal está reunida. Cada media hora reciben noticias de Versalles. El clero se está uniendo en masa al tercer estado. Mañana, según dicen, serán cincuenta nobles, encabezados por Orléans.

Los miembros de la Sociedad están convencidos de que existe un Complot de Hambre. Los especuladores están matando de hambre a la gente para obligarla a rendirse. El precio del pan aumenta cada día.

El Rey ha mandado llamar a las tropas de la frontera, y miles de mercenarios marchan hacia París. Sin embargo el peligro más inmediato son los bandoleros, como los llama todo el mundo. Acampan en las afueras de la ciudad, y por la noche penetran en ella sigilosamente. Son los refugiados de las provincias más pobres, donde las tormentas de granizo han asolado los campos. Son unos hombres hambrientos, agresivos, que recorren las calles como profetas, sosteniendo unos palos en las manos. Las mujeres procuran no andar solas por las calles. Los patronos entregan a sus aprendices unas hachas para que se defiendan. Los tenderos han instalado cerraduras nuevas. Antes de salir a buscar el pan, las sirvientes ocultan un cuchillo en el bolsillo de su delantal. El que los bandoleros no son totalmente desaprovechables es un hecho conocido tan sólo por la Sociedad Patriótica.

—¿De modo que han oído hablar de tus proezas en Guise? —preguntó Fréron a Camille.

—Sí, mi padre suele escribirme con frecuencia, amonestándome. Me ha enviado también esta carta —contestó Camille, mostrando a su amigo una carta de su pariente, Antoine Saint-Just, el célebre delincuente de Noyon—. Léela.

Fréron cogió la carta. Estaba escrita con una letra minúscula, casi ilegible.

—¿Por qué no la lees tú?

Camille sacudió la cabeza. No tenía costumbre de leer en voz alta en una habitación pequeña.

—¿Por qué no? —le preguntó Fabre, enojado—. No es más difícil que hablar ante una multitud.

—De acuerdo —dijo Fréron. No le convenía que Camille se volviera demasiado competente en cosas ordinarias.

La carta contenía unas noticias muy interesantes: en Picardía se habían producido varios motines, la multitud se había echado a la calle, los edificios ardían, y los molineros y los terratenientes estaban amenazados de muerte. Se hallaba escrita en un tono de mal disimulada satisfacción.

—Me encantaría conocer a tu primo —dijo Fabre—. Parece un chico de lo más agradable y pacífico.

—Mi padre no me ha dicho una palabra de todo eso —respondió Camille—. ¿Crees que Antoine exagera? Tiene una caligrafía desastrosa… Como se aburre, quiere que suceda algo gordo… No tiene idea de la puntuación, y exagera con las mayúsculas… Creo que iré a Les Halles para hablar con los tipos del mercado.

—¿Es esa otra de tus muchas malas costumbres, Camille? —inquirió Fabre.

—Allí todos son de Picardía —dijo Fréron, acariciando la pequeña pistola que llevaba en el bolsillo de la casaca—. Diles que París los necesita. Diles que se echen a la calle.

—Antoine no deja de asombrarme —dijo Camille—. Mientras vosotros protestáis de forma convencional contra la violencia, la sangre de esos comerciantes constituye para él…

—Lo mismo que para ti —dijo Fabre—. Leche y miel, Camille. Julio es tu tierra prometida.