(1788)
Nada cambia. Nada es nuevo. Persiste una atmósfera de crisis. La sensación de que algo está a punto de reventar. Pero no sucede nada. El buque del Estado se hunde, hemos alcanzado un punto sin retorno, las instituciones se desmoronan… Sólo el cliché prospera.
En Arras, Maximilien de Robespierre afronta el Año Nuevo triste y malhumorado. Se ha enemistado con el poder judicial local. No tiene dinero. Ha dimitido de la sociedad literaria porque considera que la poesía se ha vuelto obsoleta. Trata de reducir sus compromisos sociales porque le cuesta mostrarse educado con los engreídos, los arribistas y los mezquinos que componen la alta sociedad de Arras. Las conversaciones intrascendentes han dado paso a comentarios sobre las novedades del día, y Maximilien contiene el deseo de sonreír y disimular. Cada vulgar disputa se convierte en una ofensa, cada punto concedido en los tribunales se convierte en una derrota. La ley prohíbe los duelos, pero no los duelos mentales. No puedes desligar las ideas políticas de las personas que las sostienen, le dice a su hermano Augustin. Si lo haces, demuestras que no te tomas la política en serio.
De alguna manera, sus pensamientos se reflejan en su rostro, pero ello no impide que la gente lo siga invitando a una gira campestre o a una velada teatral. No comprenden que todo eso no le interesa. Maximilien intenta ser diplomático, para no ofender a nadie; a fin de cuentas, es muy fácil comportarse como el muchacho bueno y educado que ha sido siempre.
La tía Henriette y la tía Eulalie siguen asfixiándolo con sus muestras de cariño, tratando de complacerle. La hijastra de la tía Eulalie, Anaïs, es muy bonita, y está enamorada de él. ¿Por qué no me caso con ella?, se pregunta Maximilien. Porque el año que viene es posible que el Rey convoque a los Estados Generales, y quizá tenga que marcharme.
En Navidad los Charpentier se instalaron en su nueva casa en Fontenay-sous-Bois. Echan de menos el café, pero no el barro, el ruido y las gentes maleducadas de la ciudad. El aire del campo, según dicen, les ha rejuvenecido. Gabrielle y Georges-Jacques van a visitarlos cada domingo. Es evidente que son muy felices. El niño dispondrá de suficiente ropa para vestir a siete bebés y recibirá más atenciones que el Delfín. Georges-Jacques está pálido, parece cansado. Debería pasar un mes en Arcis, pero está muy ocupado. Lleva todos los asuntos legales de la administración de rentas, pero afirma que necesita otra fuente de ingresos. Le gustaría comprar unos terrenos, pero afirma que no dispone de capital. Dice que no puede partirse en dos, que todo tiene un límite, pero sin duda exagera. Todos nos sentimos muy orgullosos de Georges.
En el Tesoro, Claude Duplessis trata de mostrarse alegre y optimista, dadas las circunstancias. El año pasado, durante un período de cinco meses, Francia tuvo tres ministros de Finanzas sucesivos, todos los cuales hacían las mismas absurdas preguntas y exigían que les suministraran una enorme cantidad de datos inútiles. A veces, al despertarse por las mañanas, a Claude le cuesta trabajo recordar para quién trabaja. Dentro de poco pedirán al señor Necker que vuelva a ocupar el cargo de ministro, para que nos siga dando la tabarra sobre lo de no perder las esperanzas. Si la gente se empeña en considerar a Necker una especie de Mesías, quién soy yo, un humilde funcionario, para llevarle la contraria… Ninguno de los que trabajan en el Tesoro cree que la situación tenga remedio.
Claude confiesa a un colega que su hermosa hija quiere casarse con un insignificante abogado de provincias, un tartamudo muerto de hambre que además tiene mala fama. Su colega trata inútilmente de reprimir la risa.
El déficit asciende a ciento sesenta millones de libras.
Camille Desmoulins vivía en la rue Sainte-Anne con una muchacha cuya madre pintaba retratos.
—Ve a ver a tu familia —le insistía la joven—. Es Año Nuevo.
Le hubiera gustado tener las manos de su madre para hacerle un retrato. Pero no es fácil hacer un retrato de Camille. Es más fácil retratar al tipo de hombre que está de moda, corpulento, perfectamente peinado, consciente de su donaire. Camille es demasiado inquieto, se mueve constantemente. La joven sabe que va a abandonarla, que no puede retenerlo, pero no obstante desea ayudarlo.
La destartalada diligencia se dirigía a Guise por unos caminos inundados debido a las torrenciales lluvias que habían caído unos días atrás. A medida que se aproximaba a su casa, Camille se puso a pensar en su hermana Henriette, en su larga agonía. Se había recluido en su habitación y llevaba muchos días sin verla. Su madre parecía preocupada, y el médico acudía a visitarla todos los días. Camille iba al colegio, a Cateau-Cambrésis. En ocasiones se despertaba por la noche, extrañado de no oírla toser. Un día cuando regresó a casa, lo llevaron a la habitación de su hermana y dejaron que permaneciera junto a ella durante cinco minutos. Estaba pálida y ojerosa. Falleció el mismo día en que él partió a París, un día frío y lluvioso.
Su padre ofreció al sacerdote y al médico una copa de coñac, como si no estuvieran acostumbrados a la muerte, como si necesitaran un trago. Su padre permaneció sentado en un rincón mientras el sacerdote y el médico charlaban con Camille: ¿Te apetece ir al Louis-le-Grand? No tengo más remedio que ir. ¿No echarás de menos a tus padres? Me enviaron al colegio cuando tenía siete años, de modo que estoy acostumbrado a permanecer lejos de casa. No les echaré de menos, ni ellos a mí. Está disgustado, se apresuró a decir el sacerdote. Pero no temas, tu hermana está en el cielo. No, padre, Henriette está en el purgatorio, para expiar sus pecados. Ese es el consuelo que nos ofrece nuestra religión cuando perdemos a un ser querido.
Cuando llegara a casa le ofrecerían una copa de coñac y su padre le preguntaría, como solía hacer siempre, si había tenido buen viaje. Camille estaba acostumbrado a ese trayecto. Todo era posible, desde que los caballos tropezaran y se cayeran, hasta que alguien lo envenenara o que un compañero de viaje lo matara de aburrimiento. En cierta ocasión contestó: No he visto nada. No he hablado con nadie. Me he entretenido pensando en cosas inmorales. Eran los tiempos antes de la diligencia. Ahora tenía dieciséis años y estaba pletórico de energía.
Antes de partir de París había releído las cartas que le había escrito su padre. Eran mordaces, torpes, hirientes. Venía a decirle que los Godard deseaban romper su compromiso con su prima Rose-Fleur. A fin de cuentas, lo habían concertado cuando ella era una niña, sin imaginar lo que iba a suceder.
Llegó a casa el viernes por la noche. Al día siguiente fue a visitar a su prima. Rose-Fleur fingió sentirse demasiado turbada para hablar con él. Tenía los ojos grandes y el cabello negro y espeso, como todos los Godard. De vez en cuando lo miraba de arriba abajo, haciendo que se sintiera como un vil gusano.
El domingo Camille fue a misa con su familia. Mientras caminaba por las calles notó que la gente lo observaba como si fuera un fenómeno de feria. En la iglesia, los fieles lo miraron como si acabara de llegar de una región más cálida que París.
—Dicen que eres ateo —murmuró su madre.
—¿Dicen eso?
—A lo mejor te ocurre lo que al diabólico Angevin, que durante la consagración se esfumó en una nube de humo —dijo Clément.
—Sería estupendo —dijo Anne-Clothilde—. Nuestra agenda social ha sido muy aburrida.
Camille no miró a los feligreses aunque era consciente que lo estaban observando. Se encontraban el señor Saulce y su esposa; el viejo médico, barrigudo y luciendo un tupé, el que había llevado a su hermana Henriette a la tumba.
—Mira, ahí está tu antigua novia —dijo Clément—. No disimules. Lo sabemos todo.
Sophie se había convertido en una matrona gorda y con papada. Lo miró como si tuviera los huesos de cristal. Quizá fuera cierto, pensó Camille; hasta la piedra parecía deshacerse en aquella opresiva atmósfera. La oscilante luz de las velas arrojaba unas sombras fantasmagóricas sobre los asistentes, la piedra, el vino y el pan. Unos cuantos feligreses se acercaron al altar para comulgar.
Cuando regresaron a casa, Camille se dirigió al estudio de su padre y rebuscó entre la correspondencia hasta hallar las cartas de su tío Godard. Mientras las leía apareció su padre.
—¿Qué haces? —le preguntó Jean-Nicolas—. Esto es demasiado.
—Ya sabes que soy un desalmado capaz de los más abominables crímenes —contestó Camille—. Así pues —leyó en voz alta—, debido a la conocida inestabilidad de Camille, tememos que su unión con Rose-Fleur no sea feliz ni duradera. —Al terminar, dejó la carta sobre la mesa y preguntó a su padre—: ¿Acaso creen que estoy loco?
—Opinan que…
—¿Qué otra cosa puede significar la palabra inestabilidad?
—¿Por qué le das tanta importancia? —replicó Jean-Nicolas, acercándose a la chimenea—. Esa maldita iglesia está helada —dijo—. Pudieron haber empleado otra palabra, pero hubiera resultado demasiado fuerte en una carta. Por lo visto se han enterado de que mantuviste una… relación con un colega al que siempre he tenido en la más alta…
—Eso sucedió hace muchos años —respondió Camille.
—Me resulta difícil hablar de esto —continuó Jean-Nicolas—. ¿Acaso lo niegas?
El viento soplaba con fuerza y el granizo batía sobre las ventanas.
—Qué tiempo más raro —observó Jean-Nicolas—. En noviembre se cayeron unas tejas.
—Para ser precisos, sucedió hace unos seis años. De todos modos, no fue culpa mía.
—¿Ah, no? ¿Acaso pretendes decirme que mi amigo Perrin, un hombre intachable al que conozco desde hace treinta y cinco años, un hombre respetado por todos en el Tribunal Supremo y uno de los masones más importantes del país, te dejó inconsciente de un puñetazo y se acostó contigo? Escucha, ¿no oyes un ruido muy extraño? ¿Serán goteras?
—Pregúntaselo a quien quieras.
—¿El qué?
—Sobre Perrin. Tiene muy mala fama. Yo era un niño. La verdad es que no sé cómo sucedió.
Había empezado a nevar. El viento amainó. Camille apoyó la frente sobre el frío cristal de la ventana. Estaba ofuscado. Su aliento empañó el cristal. El fuego crepitaba en la chimenea y unas golondrinas pasaron volando sobre la plaza. De pronto entró Clément.
—¿Qué es ese ruido tan extraño? —preguntó—. Parecen goteras. ¿Te encuentras bien, Camille? Tienes mala cara.
—Creo que sí.
Dos días más tarde estaba de regreso en París, en la rue Sainte-Anne.
—Me marcho —le dijo a su amante.
—Como gustes —contestó ella—. Me fastidia que te veas con mi madre a mis espaldas. De modo que es mejor que te vayas.
Camille se despertó. Estaba solo, cosa que detestaba. Se frotó los ojos. Tenía unos sueños espantosos. Su vida no era como imaginaba la gente. El esfuerzo que había hecho para conseguir a Annette le había destrozado los nervios. No tenía nada contra Claude, pero le gustaría que desapareciera del mapa. Sin sufrir, por supuesto. Trató de pensar en algún precedente, tal vez en las Sagradas Escrituras.
Recordó —lo recordaba todas las mañanas— que iba a casarse con la hija de Annette, que la había obligado a jurarlo. Qué complicado era todo. Su padre le había acusado de tener un talento especial para destrozar la vida de la gente. Camille no entendía a qué venía eso. No había violado a nadie ni había cometido ningún asesinato.
Había recibido carta de casa. No quería abrirla. Luego pensó, no seas idiota, quizás haya muerto alguien. El sobre contenía un talón bancario y una nota de su padre, más bien de resignación que de disculpa. No era la primera vez que sucedía. Se enfadaban, se insultaban y se reconciliaban. En ocasiones, su padre reconocía que había ido demasiado lejos. Necesitaba conservar el control; si Camille dejaba de escribir, si no regresaba a casa, habría perdido el control. Debería devolverle el talón, pensó Camille. Pero necesito el dinero, y él lo sabe. Padre, tienes otros hijos a los que atormentar, pensó.
Iré a ver a D’Anton, pensó. A Georges-Jacques no le importan mis vicios, más bien le gustan.
En el despacho de D’Anton estaban todos muy ocupados. El abogado de la Corona había contratado a dos secretarios. Uno de ellos era un hombre llamado Jules Paré, con el que había ido al colegio, aunque D’Anton era bastante más joven. El otro se llamaba Deforgues, y también lo conocía desde hacía tiempo. Luego había otro individuo llamado Billaud-Varennes, que acudía cuando lo necesitaban. Era un hombre bajito, enjuto, que jamás hablaba bien de nadie. Cuando entró Camille, estaba recogiendo unos documentos que había sobre la mesa de Paré y quejándose de que su esposa se había engordado. Camille advirtió que aquella mañana estaba de un humor de perros. Envidiaba a Georges-Jacques, sus elegantes trajes, su aire de prosperidad y la aplastante seguridad en sí mismo.
—¿Por qué se mete con Anna cuando en realidad es de maître D’Anton de quien le gustaría quejarse? —inquirió Camille.
—No tengo queja de nadie —replicó Billaud.
—Es usted muy afortunado. Debe de ser la única persona en Francia que no se queja. ¿Por qué miente?
—Vete, Camille —terció D’Anton, examinando los documentos que le había entregado Billaud—. Tengo mucho trabajo.
—¿Cuando ingresaste en el colegio de abogados no tuviste que pedirle al cura de la parroquia un certificado en el que constara que eras un buen católico? ¿No se te atragantó?
—París bien vale una misa —contestó D’Anton.
—Por supuesto, ese es el motivo de que maître Billaud-Varennes no haya prosperado. Le gustaría ser abogado de la Corona, pero odia a los sacerdotes. ¿No es cierto?
—Sí —respondió Billaud—. Y ya que estamos en ello, le diré que mi último y más ferviente deseo sería que estrangularan al último rey con las tripas del último sacerdote.
Una breve pausa. Camille mira fijamente a Billaud. Le inspira tal repugnancia que no soporta su presencia. Pero en estos momentos tiene que aguantarse. Por desgracia se ve obligado a tratar con gente que no soporta. En ocasiones, al mirar a ciertas personas, tiene la sensación de que las conoce de toda la vida, como si fueran parientes suyos.
—¿Cómo va lo de su panfleto subversivo? —le preguntó a Billaud—. ¿Ha encontrado a alguien que se lo quiera imprimir?
D’Anton alzó la cabeza y preguntó:
—¿Por qué se molesta en escribir cosas que nadie las va a publicar, Billaud?
Billaud se puso colorado como un tomate.
—Porque me niego a hacer concesiones.
—Vamos, hombre —dijo D’Anton—. ¿No sería preferible que…? Es inútil, ya hemos hablado sobre eso. Quizá tú también deberías dedicarte a escribir panfletos, Camille. Puede que la prosa sea más rentable que la poesía.
—Su panfleto se titula «El último golpe contra los prejuicios y la superstición» —respondió Camille—. Pero no parece que vaya a ser el último golpe, ¿verdad? Supongo que correrá la misma suerte que sus abominables obras.
—El día que usted… —empezó a decir Billaud.
D’Anton lo interrumpió.
—Basta. ¿Qué son estos documentos que me ha traído, Billaud? Son ilegibles.
—¿Pretende enseñarme mi trabajo, maître D’Anton?
—Si no sabe hacerlo, sí. —Luego se dirigió a Camille y le preguntó—: ¿Cómo está tu prima Rose-Fleur? No, no me lo cuentes ahora. Estoy demasiado ocupado.
—¿Resulta muy difícil ser respetable? —le preguntó Camille—. Me refiero a si cuesta un gran esfuerzo.
—Esa pose suya resulta grotesca, maître Desmoulins —dijo Billaud—. Me da asco.
—No menos del que me inspira usted a mí, fantasma —replicó Camille—. Si no consigue ejercer de abogado, siempre puede utilizar su talento para gemir en los sótanos de un castillo o danzar sobre las tumbas de sus antepasados.
Cuando Camille se marchó, Jules Paré dijo:
—No me atrevo a decir lo que pienso sobre ese cretino.
Al llegar al Théâtre des Variétés, el portero dijo a Camille:
—Llegas tarde, amor.
Camille no comprendió sus palabras. En la taquilla había dos hombres discutiendo sobre política. Uno de ellos atacaba duramente a la aristocracia. Era un individuo bajito y rollizo, que parecía no tener un solo hueso en el cuerpo, el tipo de hombre que —en circunstancias normales— suele defender con vehemencia el statu quo.
—Ten cuidado, Hébert —le advirtió el otro sin perder la calma—, van a colgarte.
Se masca la sedición, pensó Camille.
—Apresúrese —le dijo el portero—. Está de pésimo humor. Se pondrá furioso con usted por llegar tarde.
En el interior del teatro, sumido en la penumbra, reinaba un ambiente hostil. Unos actores, visiblemente nerviosos, saltaban y brincaban sobre las tablas del escenario para entrar en calor. Philippe Fabre d’Églantine estaba de pie ante el escenario y la cantante que acababa de actuar.
—Creo que necesitas unas vacaciones, Anne —dijo este—. Lo siento, querida, no me ha gustado la prueba. ¿Qué te ha pasado en la garganta? ¿Acaso te dedicas a fumar en pipa?
La chica cruzó los brazos. Parecía a punto de romper a llorar.
—Dame un puesto en el coro, Fabre. Te lo suplico.
—Lo siento, no puedo. Parece como si estuvieras cantando dentro de un edificio en llamas.
—Qué vas a sentirlo, cabrón —dijo la muchacha.
Camille se acercó a Fabre y le preguntó al oído:
—¿Está casado?
—¿Qué? —contestó Fabre, girándose sobresaltado—. No.
—¿No? —insistió Camille.
—Bueno, sí, en cierta forma…
—No pretendo hacerle chantaje.
—De acuerdo, sí, estoy casado. Mi mujer está… de gira. ¿Puede esperarme media hora? Enseguida le atenderé. ¿Qué he hecho para merecer esto? —se quejó, señalando el escenario, las bailarinas y el gerente del teatro, que estaba sentado en un palco.
—Todos estamos de mal humor esta mañana. En la taquilla están discutiendo sobre la composición de los Estados Generales.
—El taquillero, René Hébert, es muy impulsivo. Le fastidia que su destino sea vender entradas de teatro.
—Esta mañana he visto a Billaud —dijo Camille—. También está de un humor de perros.
—No mencione el nombre de ese hijo de puta —contestó Fabre—. ¿Por qué no se dedica a su profesión en lugar de intentar quitarles el pan de la boca a los escritores? Usted es distinto —añadió amablemente—. No me importaría que usted escribiera una obra, puesto que como abogado es una nulidad. Creo, querido Camille, que usted y yo deberíamos colaborar en algún proyecto.
—Me gustaría colaborar en una violenta y sangrienta revolución. Algo que ofendiera a mi padre.
—Yo me refería más bien a algo a corto plazo, que nos diera mucho dinero —contestó Fabre.
Camille se retiró a un rincón y observó a Fabre mientras dirigía el ensayo.
La cantante bajó del escenario, se dejó caer en una butaca y se echó sobre los hombros un chal de seda que había visto mejores tiempos, como su belleza. Luego miró a Camille con cara de pocos amigos y preguntó:
—¿Le conozco?
Era una muchacha de unos veintisiete años, delgada, con el pelo castaño oscuro y la nariz respingona. Era bastante atractiva, pero tenía las facciones ligeramente desdibujadas, como si le hubieran propinado una paliza y aún no se hubiera recuperado del todo. Al cabo de unos momentos, repitió la pregunta.
—Me gusta su estilo —contestó Camille.
La muchacha sonrió y se frotó el cuello.
—Creí que nos conocíamos.
—A mí también me pasa con frecuencia. Últimamente tengo la sensación de que conozco a todo el mundo en París. Es como si sufriera alucinaciones.
—¿Es amigo de Fabre? ¿No podría convencerlo para que me contratara? Bueno, da lo mismo. Tiene razón, he perdido la voz. Estudié en Inglaterra. Tenía la ilusión de convertirme en una gran cantante. No sé lo que voy a hacer ahora.
—¿Qué suele hacer cuando no canta?
—Solía acostarme con un marqués.
—Bien, pues…
—No sé —dijo la muchacha—. Tengo la impresión de que los marqueses se han vuelto un poco tacaños. Y yo ya no concedo mis favores tan a la ligera. Creo que me iré a Génova. Tengo varios contactos allí.
A Camille le gustaba su voz, su acento extranjero.
—¿De dónde es usted? —le preguntó.
—De una población cercana a Lieja. He viajado bastante. Me llamo Anne Théroigne. Qué cansada estoy —dijo la joven, cerrando los ojos y reclinándose en la butaca.
Claude estaba en su casa de la rue Condé.
—Me sorprende verlo a usted —dijo, aunque no parecía sorprendido—. Ya tiene mi respuesta. Decididamente no. Jamás.
—¿Acaso se cree inmortal? —preguntó Camille. Tenía ganas de pelearse con Claude.
—Se diría que me está usted amenazando —respondió este.
—Escúcheme —dijo Camille—. Dentro de cinco años todo esto habrá desaparecido. No habrá funcionarios del Tesoro, ni aristócratas, y la gente se casará con quien le dé la gana; no habrá monarquía, ni parlamentos, y usted no podrá impedirme nada.
Jamás había hablado a nadie en ese tono. Se sentía como si se hubiera quitado un peso de encima. Quizás elija la carrera de matón, pensó Camille.
Annette se hallaba sentada en una habitación contigua. Era la primera vez desde hacía seis meses que Claude llegaba temprano a casa, por lo que Camille no estaba preparado para enfrentarse a él. Está empeñado en casarse con mi hija, pensó Annette, porque alguien se lo impide. Durante mucho tiempo, la propia Annette había alimentado ese feroz ego, como si se tratara de una extraña planta de interior, a base de café moca y pequeñas confidencias.
—No te muevas de aquí, Lucile —ordenó Annette a su hija—. No permitiré que te burles de la autoridad de tu padre.
—¿Llamas a eso autoridad? —inquirió Lucile. Asustada, se dirigió apresuradamente hacia la puerta de la habitación.
Camille estaba pálido de ira y sus ojos parecían dos manchas oscuras. Lucile se detuvo ante él.
—Quiero que sepas —dijo—, que estoy decidida a vivir como me apetezca. Me aterra llevar una vida vulgar, aburrida.
Camille le rozó la mano con la punta de los dedos, que estaban helados. Luego dio media vuelta y salió. Lucile oyó un portazo. Lo único que le quedaba de él era el frío tacto de su mano. Al cabo de unos segundos oyó sollozar a su madre.
—Jamás, en veinte años, se había pronunciado una palabra fuera de lugar en esta casa —dijo su padre—, ni mis hijas habían oído alzar la voz a nadie.
En aquel momento apareció Adèle.
—De modo que ahora vivimos en el mundo real —observó.
Claude la miró apenado.
El hijo de los D’Anton era un niño robusto, con la piel ligeramente tostada, el pelo oscuro y los ojos azul claro, como su padre. Los Charpentier lo miraban embelesados, tratando de descubrir a quién se parecía. Gabrielle se sentía satisfecha de sí misma. Había decidido amamantar a su hijo en lugar de ponerlo en manos de una nodriza.
—Hace diez años habría sido impensable que una mujer de tu posición, la esposa de un abogado, amamantara a su hijo —dijo su madre, a quien chocaban ciertas costumbres modernas.
Corre el mes de mayo de 1788. El Rey ha anunciado que suprimirá los parlamentos. Algunos de sus miembros han sido arrestados. Los ingresos ascienden a 503 millones, los gastos a 629 millones. Gabrielle, asomada a la ventana, ve a un cerdo persiguiendo a un niño. El incidente la preocupa. Desde que ha dado a luz está muy sensible y no quiere llevarse sobresaltos.
Así pues, al cabo del tiempo se mudaron a una vivienda situada en un primer piso, en la esquina de la rue des Cordeliers y la Cour du Commerce. Al principio, Gabrielle pensó que no podían permitírselo. Era una vivienda muy lujosa y tendrían que comprar más muebles.
—Georges-Jacques tiene gustos caros —observó la madre de Gabrielle.
—Trabaja mucho —respondió esta.
—¿De veras? Querida, me parece admirable que seas una esposa obediente, pero no imbécil.
Más tarde, Gabrielle preguntó a su marido:
—¿Estamos endeudados?
—No te preocupes por eso —contestó Georges-Jacques.
Al día siguiente, frente a la puerta de su nueva casa, D’Anton se detuvo para dejar paso a una mujer que llevaba de la mano a una niña de unos nueve o diez años. Se trataba de la señora Gély, cuyo marido, Antoine, era funcionario en el tribunal del Châtelet. La señora Gély preguntó a D’Anton si lo conocía, y este respondió afirmativamente. La niña se llamaba Louise. Tras cambiar algunas frases corteses, la señora Gély se despidió diciendo:
—Si la señora D’Anton me necesita, no tiene más que comunicármelo. La semana que viene, cuando ya estén instalados, tienen que venir a cenar a casa.
Luego subió la escalera, seguida de Louise.
Georges-Jacques encontró a Gabrielle sentada en una caja, tratando de pegar las dos mitades de un plato.
—Es lo único que se nos ha roto —dijo, dándole un beso—. Nuestra nueva cocinera está preparando la comida. Esta mañana he contratado a una doncella. Se llama Catherine Motin, es joven y barata.
—He conocido a nuestra nueva vecina. Es muy amable. Tiene una niña de unos diez años. Me pareció que me miraba con recelo.
Gabrielle lo abrazó.
—No tienes un aspecto muy tranquilizador —dijo—. ¿Ha concluido el caso?
—Sí. He ganado.
—Siempre ganas.
—No siempre.
—Yo creo que sí.
—Como quieras.
—¿No te importa que te adore?
—Lo importante, según me han dicho, es no verse obligado a satisfacer todas las expectativas de una mujer.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Camille.
El niño rompió a llorar y Gabrielle corrió a atenderlo. Años más tarde, Georges-Jacques recordaría ese momento, esa pequeña conversación, los lloros de su hijito, los opulentos pechos de su mujer y su dulce aire de inocencia, el olor a pintura, el montón de facturas sobre su mesa, los árboles frente a la ventana y el ambiente estival.
Índice de inflación | 1785-1789: |
Trigo | 66% |
Centeno | 71% |
Carne | 67% |
Leña | 91% |
Stanislas Fréron era periodista, un viejo compañero de escuela de Camille. Vivía a pocos pasos de los D’Anton y editaba una revista literaria. Era sarcástico y presumido, pero Gabrielle toleraba su presencia porque era ahijado de un miembro de la realeza.
—Supongo que este es su salón, señora D’Anton —dijo Fréron, sentándose en un flamante sillón púrpura—. No me mire de ese modo. ¿Por qué no puede la esposa de un prominente abogado abrir un salón?
—No me veo en ese papel.
—Así que ese es el problema, ¿eh? Pensaba que el problema éramos nosotros. Que nos consideraba ciudadanos de segunda clase. Algunos, lo somos, desde luego. Fabre, por ejemplo, no es que sea de segunda clase sino que es de tercera —dijo Fréron, inclinándose hacia adelante y juntando las manos—. Todos esos hombres, a quienes admirábamos de jóvenes, han muerto, están seniles o se han retirado con unas pensiones que apenas les permiten mantener encendidas las brasas de su ira, aunque sospecho que se trataba de una ira fingida. Sin duda recordará la que se organizó cuando el señor Beaumarchais se empeñó en que representaran sus obras, y nuestro obeso e ignorante Rey hizo que las prohibieran porque las consideraba subversivas. Lo cual demostró que la aspiración del señor Beaumarchais era poseer la más lujosa mansión de París, que ha construido a pocos metros de la Bastilla y de uno de los barrios más míseros de la ciudad. Por otra parte…, en fin, podría citar miles de ejemplos. Las ideas que hace veinte años se consideraban peligrosas son ahora moneda corriente. Sin embargo, la gente se sigue muriendo de frío y de hambre en invierno, mientras que nosotros protestamos contra el orden establecido sólo porque no hemos conseguido trepar por la sórdida escala social. Si Fabre, por ejemplo, fuera elegido mañana miembro de la Academia, sus ansias de revolución social se convertirían de la noche a la mañana en la más dulce y apacible conformidad.
—Un bonito discurso, Conejo —dijo D’Anton.
—Menuda ocurrencia tuvo Camille al ponerme ese mote —contestó Fréron con visible irritación—. Ahora todo el mundo me llama de ese modo.
D’Anton sonrió.
—Prosiga —dijo.
—¿Conoce usted a Brissot? Está en América, Camille recibió carta suya. Ha ido a aconsejarles cómo solucionar sus problemas. Un gran teórico, ese Brissot, un gran filósofo político, aunque no tiene un céntimo. Todos esos americanos profesionales, esos irlandeses y ginebrinos profesionales —todos los gobiernos en el exilio, los mediocres, los chupatintas— afirman odiar lo que en realidad más desean.
—Usted puede permitirse el lujo de decirlo. Su familia goza de importantes influencias. Muy pocos pueden permitirse expresar una opinión radical.
—Me denigra usted, D’Anton.
—Usted denigra a sus amigos.
Fréron estiró las piernas.
—Fin de la discusión —dijo—. ¿Sabe usted por qué Camille me llama Conejo?
—No tengo la menor idea.
Fréron se giró hacia Gabrielle y dijo:
—Sigo pensando que dispone usted de todos los elementos para abrir un salón, señora D’Anton. Me tiene a mí, a François Robert y a su esposa. A propósito, Louise Robert dice que le gustaría escribir una novela sobre Annette Duplessis y las peripecias de la rue Condé, pero teme que el personaje de Camille no resulte creíble.
Los Robert acababan de casarse, estaban locamente enamorados y no tenían un céntimo. Él era profesor de derecho, tenía veintiocho años y era un hombre afable y cordial. Louise, de soltera señorita Kéralio, había nacido en Artois y era hija de un censor real. Su aristocrático padre le había prohibido casarse con François, pero ella no le hizo caso. A consecuencia de su matrimonio, su familia la había desheredado y François había encontrado todas las puertas cerradas, de modo que abrieron una tienda de comestibles en la rue Condé, especializada en productos de las colonias. Louise se pasaba el día sentada detrás de la caja, cosiendo o leyendo una obra de Rousseau, pendiente de oír entrar a un cliente o los rumores que circulaban sobre una posible subida del precio de la melaza. Por las noches preparaba la cena para su marido y revisaba meticulosamente todas las facturas. Cuando terminaba de repasar las cuentas, charlaba un rato con François sobre jansenismo, la administración de justicia o la estructura de la novela moderna. Más tarde permanecía acostada en la oscuridad, tapada hasta la nariz, rezando para que Dios no le enviara hijos.
—Aquí me encuentro cómodo —dijo Georges-Jacques.
Por las tardes le gustaba salir a dar una vuelta por el barrio y detenerse a charlar con los vecinos. Legendre, el carnicero, era un tipo simpático cuyo negocio marchaba viento en popa. El individuo de aspecto un tanto siniestro que vivía enfrente era en realidad un marqués, el marqués de Saint-Huruge, el cual andaba siempre despotricando contra el Gobierno. Fabre solía contar una historia tremenda sobre las desventuras del marqués.
Es un barrio tranquilo, decía Georges-Jacques, aunque la vivienda estaba siempre llena de personas a las que apenas conocían; nunca cenaban solos. Georges-Jacques trabajaba en casa, pues había instalado un pequeño estudio en el comedor. Sus escribientes, Paré y Deforgues, eran siempre muy amables con Gabrielle. A veces acudían unos jóvenes a los que ella no conocía preguntando si Camille vivía allí. En cierta ocasión Gabrielle se enfadó y dijo:
—No lo sé ni me importa.
Su madre iba a visitarlos una o dos veces a la semana, para jugar con su nieto y criticar a los sirvientes.
—Ya me conoces, Gabrielle —solía decir—, jamás me entrometo en nada.
Gabrielle se encargaba de la compra, porque le gustaba elegir personalmente las frutas y hortalizas, y para evitar que la estafaran. A veces la acompañaba la niña Louise Gély, para ayudarla a transportar las bolsas, y otras iba con ella la señora Gély para aconsejarla y cotillear un rato. A Gabrielle le gustaba Louise porque era una niña muy vivaracha y precoz, como todos los hijos únicos.
—Siempre veo a un montón de gente entrar y salir de su casa —dijo un día la niña—. ¿Puedo bajar alguna vez a visitarla?
—Sí, si prometes portarte bien y no alborotar. Y siempre que yo esté en casa.
—Oh, no me atrevería a ir si no estuviera usted. Maître D’Anton me da miedo. Tiene un aspecto muy severo.
—Es muy bueno.
La niña no parecía muy convencida. De pronto soltó:
—Quiero casarme enseguida, tener muchos hijos y dar una fiesta cada noche.
—Pero si sólo tienes diez años —dijo Gabrielle, echándose a reír.
—No voy a esperar a hacerme vieja —replicó Louise Gély.
El 13 de julio cayó una violenta granizada que provocó numerosos accidentes en las calles, arrasó los jardines y destruyó las cosechas en los campos. La tormenta duró todo el día; la noche del 13 al 14, los ciudadanos apenas consiguieron pegar ojo. Por la mañana se despertaron en silencio y reanudaron sus tareas. Hacía calor y la gente estaba deslumbrada por el fuerte resplandor, como si toda Francia estuviera sumergida bajo el agua.
Faltaba un año para que estallara el cataclismo. Gabrielle estaba ante el espejo, colocándose el sombrero. Iba a salir a comprar unos cortes de lana para los vestidos de invierno de Louise. A la señora Gély le parecía una necedad, pero a su hija le gustaba tener sus vestidos de invierno colgados en el armario a finales de agosto. Nunca se sabe qué tiempo hará, decía, y si de pronto refrescara, no tendría qué ponerse pues había crecido mucho desde el invierno pasado. No es que en invierno fuera a ningún sitio especial, pero quería que Gabrielle la llevara a Fontenay para conocer a su madre. Fontenay es el campo, decía Louise.
De pronto sonaron unos golpes en la puerta.
—Pasa, Louise —dijo Gabrielle, pero no entró nadie.
La doncella, Catherine, estaba acunando al niño, que no cesaba de berrear. Extrañada, Catherine abrió la puerta y se encontró a una joven que no conocía.
—Disculpe —dijo esta—. Veo que está usted a punto de salir.
—¿Qué desea? —preguntó Gabrielle.
—¿Me permite pasar cinco minutos? —contestó la joven—. Sé que suena absurdo, pero temo que me estén siguiendo los sirvientes.
Gabrielle la invitó a pasar. La joven se quitó el sombrero y sacudió la cabeza. Llevaba una chaqueta de lino azul, muy ceñida, que ponía de realce su cintura de avispa y su esbelta figura. Luego se detuvo ante el espejo y se arregló el cabello. Gabrielle se sintió de pronto fea, gorda y mal vestida.
—Imagino —dijo—, que es usted Lucile.
—He venido —respondió Lucile—, porque la situación en mi casa es insostenible y necesito desahogarme con alguien. Camille me ha hablado de usted. Me ha dicho que es una persona muy buena y comprensiva.
Gabrielle arrugó el ceño. Qué truco tan bajo y despreciable, pensó. Si Camille le ha hablado bien de mí, ¿cómo puedo decirle lo que pienso de él?
—Sube y dile a la niña que me he retrasado, Catherine —dijo, arrojando el sombrero sobre una silla—. Después tráenos limonada. Qué calor hace, ¿verdad? —añadió, dirigiéndose a Lucile—. ¿Se ha peleado usted con sus padres, señorita Duplessis?
Lucile se sentó en una silla y contestó:
—Mi padre se pasea por casa repitiendo: «¿Acaso la autoridad de un padre no cuenta nada?». Mi hermana y yo nos morimos de risa.
—¿Qué opina usted?
—Creo en el derecho de resistirse a la autoridad cuando esta es injusta.
—¿Y qué dice su madre?
—Nada. Sabe que recibo cartas, aunque finge no darse cuenta.
—No me parece una medida oportuna.
—Las dejo donde puede verlas.
—Eso empeora la situación.
—Sí.
—Francamente, no apruebo su conducta —dijo Gabrielle—. Yo jamás me hubiera enfrentado a mis padres. Ni les hubiera engañado.
—¿No cree que las mujeres debemos casarnos con el hombre del que estemos enamoradas? —preguntó Lucile.
—Desde luego. Siempre y cuando sea razonable. No me parece razonable que se case con maître Desmoulins.
—¿Usted no lo haría? —inquirió Lucile como si se dispusiera a comprar un trozo de encaje y no supiera cuál escoger—. El caso, señora D’Anton, es que estoy muy enamorada de él.
—Lo dudo. Es usted muy joven, está enamorada del amor.
Lucile la observó con curiosidad.
—Antes de conocer a su marido, ¿se había enamorado otras veces?
—Sinceramente, no. No era ese tipo de chica.
—¿Y cree que yo lo soy? Eso de estar enamorada del amor es lo que suelen decir las personas mayores, que se creen con derecho a mirarte con aires de superioridad y a juzgarte.
—Mi madre, que es una mujer con mucha experiencia, diría que está usted enamoriscada.
—Mi madre también tiene mucha experiencia —dijo Lucile.
Gabrielle se sentía confundida. No sabía qué hacer ni qué decir para lograr que esa desventurada muchacha recuperara el juicio.
—Mi madre me ha advertido que no debo criticar a los amigos de mi marido —dijo—. Pero en este caso… Lo cierto es que no es un hombre al que admiro…
—Eso es evidente.
Gabrielle recordaba el aspecto que ofrecía unos meses antes de dar a luz. Su estado, pese a sentirse muy feliz ante la perspectiva de ser madre, le había causado numerosos problemas. A finales del tercer mes tenía una barriga muy abultada, y sabía que después del parto la gente se pondría a contar los meses que habían transcurrido desde la boda. A medida que pasaba el tiempo, Georges-Jacques empezó a tratarla como a una desconocida. Sólo le hablaba sobre asuntos domésticos. Gabrielle echaba de menos el café, la compañía de los clientes masculinos, el mundo exterior.
¿Qué importaba que Georges trajera a sus amigos a casa? Pero Camille siempre estaba a punto de llegar o de marcharse. Cuando se sentaba lo hacía en el borde de la silla, y si permanecía quieto durante más de treinta segundos era porque estaba profundamente cansado. Su mirada expresaba una sensación de pánico y angustia. Cuando nació el niño, Gabrielle se sintió muy aliviada.
—Camille es como una nube en mi horizonte —dijo—. Una espina que tengo clavada en el corazón.
—¿Suele usted emplear muy a menudo esas metáforas, señora D’Anton?
—Para empezar… Sin duda sabrá que no tiene dinero.
—En efecto, pero yo sí.
—Camille no puede vivir a costa de usted.
—Muchos hombres viven a costa de sus esposas. En algunos círculos, es una práctica perfectamente respetable.
—¿Y qué me dice sobre… esos rumores entre su madre y él? No sé cómo decirlo…
—Yo tampoco —respondió Lucile—, aunque existen varias formas de expresarlo.
—Debería tratar de averiguar la verdad.
—Mi madre se niega a hablar conmigo. Puedo preguntárselo a Camille, pero seguramente me mentirá. Así que he decidido no darle más vueltas. Me paso todo el día pensando en él. Sueño con él… Le escribo cartas y luego las rompo. Imagino que de pronto me lo encontraré en la calle…
Lucile se detuvo y se pasó la mano por la frente como para apartar un imaginario mechón. Gabrielle la miró horrorizada. Está obsesionada, pensó. Lucile se miró con tristeza en el espejo.
En aquel momento se asomó a la puerta Catherine.
—Ha llegado el señor.
Gabrielle se levantó de un salto. Lucile se reclinó en la silla y flexionó las manos como un gato probando sus garras. Al cabo de unos segundos entró D’Anton.
—Se ha congregado una impresionante multitud ante los tribunales de justicia —dijo, quitándose el abrigo—. Como no quería meterme en líos, he decidido volver a casa temprano. El ambiente está muy cargado y todos gritan el nombre de Orléans. A los guardias no les interesa dispersar a la muchedumbre. Hola, Lucile. Al parecer, también tenemos problemas en casa. Camille no tardará en llegar. Se ha detenido a hablar con Legendre. Legendre —añadió—, es nuestro carnicero.
Cuando apareció Camille, Lucile se levantó apresuradamente, cruzó la habitación y le besó en los labios. Mientras lo hacía, dirigió la vista hacia el espejo. Camille le cogió las manos y se las devolvió, unidas como en una plegaria. Notó que Lucile estaba muy guapa con el pelo suelto, que enmarcaba sus pronunciados rasgos y su palidez. También notó que Gabrielle lo contemplaba con menos hostilidad que otras veces. Vio que esta observaba a su marido, que a su vez observaba a Lucile. Vio a D’Anton pensando, por una vez ha dicho la verdad, no ha exagerado, Lucile es preciosa. Eso duró unos segundos. Luego, Camille sonrió. Sabía que las personas sentimentales le perdonarían todas sus locuras en nombre de su amor por Lucile, y sabía cómo despertar la compasión en la gente. Creía estar profundamente enamorado de Lucile; a fin de cuentas, ¿qué otra cosa podía ser esa sensual tristeza que observaba en el rostro de Lucile, y que sin duda expresaba también el suyo?
¿Por qué está tan alterada?, se preguntó. Deben de ser mis cartas. De pronto recordó lo que le había dicho Georges: «Dedícate a la prosa». Quizá tuviera razón. Tenía muchas cosas que decir, y si conseguía reducir sus complejos y dolorosos sentimientos respecto a los Duplessis a unas pocas y reveladoras páginas, analizar el estado de la nación, en comparación con ello sería como un juego de niños. Por otra parte, aunque su vida era absurda y hacía sonreír a la gente, sus obras podían resultar patéticas y conmovedoras, y podían provocar abundantes lágrimas.
Durante medio minuto Lucile olvidó mirarse en el espejo. Por primera vez sintió que había cogido las riendas de su vida, que había dejado de ser una mera espectadora. ¿Pero cuánto tiempo duraría esa sensación? La presencia física de Camille la turbaba. Deseaba que se fuera, para poder imaginarlo de nuevo, pero no sabía cómo pedírselo sin que la tomara por una loca. Camille formó mentalmente la primera y la última frase de un panfleto político, pero sus ojos no se apartaron de Lucile. Dado que era muy miope, su mirada daba la impresión de una concentración tan intensa que Lucile sintió que le temblaban las rodillas. Ambos permanecieron inmóviles frente a frente, cada cual enfrascado en sus propios pensamientos, hasta que el momento pasó.
—De modo que esta es la muchacha que siembra el caos en su casa y soborna a sirvientes y sacerdotes —dijo D’Anton—. ¿Conoce usted las comedias de un escritor inglés llamado Sheridan?
—No.
—Me pregunto si cree que la vida debe imitar el arte…
—Me conformo con que imite a la vida —respondió Lucile. De pronto observó el reloj y dijo—: Me van a matar.
Después de lanzar un beso a todos, cogió su sombrero y salió precipitadamente. Al salir se topó con una niña que al parecer estaba escuchando detrás de la puerta.
—Me gusta su chaqueta —le dijo a Lucile.
Aquella noche, al acostarse, Lucile pensó: «Creo que he conquistado a aquel hombre feo y corpulento».
El 8 de agosto, el Rey fijó una fecha para la reunión de los Estados Generales: el 1 de mayo de 1789. Una semana más tarde, Briennne, el ministro de Finanzas, descubrió (o eso dijeron) que las arcas del Estado contenían el dinero suficiente para cubrir los gastos de una cuarta parte de un día. Inmediatamente declaró suspensión de pagos por parte del Gobierno. Francia estaba en quiebra. Su Majestad seguía cazando, y cuando no lograba cobrar una pieza anotaba en su diario: «Rien, rien, rien». Brienne fue destituido.
Debido a la gravedad de los últimos acontecimientos, Claude se hallaba en París en lugar de encontrarse en Versalles. A media mañana se dirigió, bajo el sofocante sol de agosto, al Café du Foy. Otros años, en agosto, solía sentarse junto a una ventana abierta en su casa de campo de Bourg-la-Reine.
—Buenos días, maître D’Anton —dijo—. Maître Desmoulins. No sabía que se conocieran. ¿Qué les parece esta situación? Es evidente que las cosas no pueden seguir así.
—Si usted lo dice… —contestó Camille—. ¿Qué opinión le merece el regreso del señor Necker?
—¿Qué importa lo que yo opine? Creo que ni siquiera el abate Terray habría sabido resolver esta situación.
—¿Alguna novedad de Versalles? —preguntó D’Anton.
—Alguien me ha informado que cuando el Rey no puede salir de caza —dijo Camille—, se dedica a disparar contra los gatos de las damas desde los tejados de Versalles. ¿Cree que es cierto?
—No me extrañaría —respondió Claude.
—Nadie se explica cómo es posible que la situación se haya deteriorado hasta este extremo desde que Necker abandonó el cargo. En 1781, los libros mostraban un superávit…
—Falso —dijo Claude.
—¿De veras?
—Se lo aseguro.
—Ese Necker debe de ser un lince —observó D’Anton.
—A mí no me parece un delito —terció Camille—. Al fin y al cabo, sirvió para estimular la confianza de la gente…
—Jesuita —dijo D’Anton.
Claude se giró hacia él.
—He oído rumores, D’Anton, pajas que se agitan en el viento. Su jefe, Barentin, deja el cargo en la administración de rentas y se traslada al ministerio de Justicia en el nuevo Gobierno. —Claude sonrió. Parecía muy cansado—. Hoy es un día triste para mí. Daría cualquier cosa con tal de evitarme este sufrimiento. —De pronto miró a Camille, que se estaba comportando con gran discreción, y dijo—: Maître Desmoulins, confío en que haya abandonado su propósito de contraer matrimonio con mi hija.
—Se equivoca.
—Me gustaría que viera usted el asunto desde mi punto de vista.
—Me temo que sólo puedo verlo desde el mío.
El señor Duplessis se volvió. D’Anton le tocó el brazo y preguntó:
—¿Puede decirme algo más sobre Barentin?
—Cuanto menos se diga sobre ello, mejor —respondió Claude—. Espero no haber sido indiscreto. Supongo que volveré a verlo dentro de poco… y a usted también, Desmoulins.
—Pajas que se agitan en el viento… —dijo Camille cuando Duplessis se hubo marchado—. Podría competir con maître Vinot para ver cuál de los dos suelta más majaderías. Aunque le he entendido perfectamente. Quiere decir que van a ofrecerte un cargo.
Tras tomar posesión de su cargo, Necker empezó a negociar un préstamo del extranjero. Los parlamentos fueron restituidos. El precio del pan aumentó dos sous. El 29 de agosto, una muchedumbre enfervorizada quemó los puestos de los centinelas en el Pont-Neuf. El Rey halló el dinero para trasladar unas tropas a la capital. Los soldados abrieron fuego contra una multitud de seiscientas personas, produciendo ocho muertos y multitud de heridos.
El señor Barentin fue nombrado ministro de Justicia y guardasellos real. Los ciudadanos confeccionaron un muñeco de paja con la efigie de su predecesor y lo quemaron en la Place de Grève, entre gritos y risas, ante la aquiescencia de los guardias que estaban destinados permanentemente en la capital y que disfrutaban con esas cosas.
D’Anton expuso sus motivos con precisión, sin acalorarse pero con toda claridad; había ensayado previamente lo que iba a decir, de modo que no hubiera lugar a dudas. La oferta de Barentin de un cargo de secretario no tardaría en ser del dominio público en el Ayuntamiento y los ministerios. Fabre sugirió que le llevara unas flores a Gabrielle y le diera la noticia suavemente.
Cuando Georges-Jacques llegó a casa se encontró a la señora Charpentier y a Camille. Al verlo, todos guardaron silencio. Aunque la atmósfera estaba bastante cargada, Angélique se acercó a él, sonriendo, y le besó en las mejillas.
—Querido Georges —dijo—, nuestras más sinceras felicitaciones.
—¿Por qué? —preguntó D’Anton—. Mi caso aún no se ha presentado ante los tribunales. La justicia, hoy en día, es de una lentitud exasperante.
—Hemos oído decir que te han ofrecido un cargo en el Gobierno —respondió Gabrielle.
—En efecto, pero lo he rechazado.
—Me lo temía —dijo Camille.
—En ese caso me marcho —dijo Angélique.
—Te acompañaré a la puerta —dijo Gabrielle ceremoniosamente. Estaba roja de ira. Madre e hija se levantaron y estuvieron susurrando unos momentos junto a la puerta.
—Angélique la obligará a comportarse —dijo D’Anton. Luego se dirigió a su mujer y añadió—: Siéntate y cálmate, intenta comprender que lo hago en bien de los dos.
—Cuando Camille nos advirtió que lo rechazarías —contestó Gabrielle—, le dije que estaba equivocado.
—Este Gobierno no durará un año. No quiero ese cargo, Gabrielle.
—¿Y qué piensas hacer? —le preguntó su mujer—. ¿Cerrar el bufete porque no te gustan las leyes que rigen actualmente? Eras un hombre ambicioso, solías decir…
—Y ahora aún es más ambicioso —terció Camille—. No quiere aceptar un cargo insignificante bajo Barentin. Es muy probable que un día le ofrezcan el cargo de guardasellos.
D’Anton se echó a reír y contestó:
—En tal caso te lo cederé a ti, te lo prometo.
—Eso sería una traición —dijo Gabrielle, a quien se le había empezado a deshacer el moño, como solía ocurrirle en momentos de crisis.
—Por muchos obstáculos que pongan en su camino, Georges-Jacques va a ser un personaje importante —afirmó Camille.
—Estáis locos —contestó Gabrielle. Al sacudir la cabeza, una cascada de horquillas cayó al suelo—. Lo que detesto, Georges, es que te dejes arrastrar por las opiniones de los demás.
—¿Eso crees de mí?
—Te equivocas, Gabrielle —se apresuró a decir Camille—, Georges tiene sus propias opiniones.
—A ti te hace caso, pero lo que yo le digo no cuenta para nada —contestó Gabrielle.
—Eso se debe a que… —empezó a decir Camille. No se le ocurría ninguna respuesta diplomática—. ¿Quieres que te acompañe esta noche al Café du Foy? —preguntó, dirigiéndose a D’Anton—. Quizá te pidan que pronuncies un breve discurso.
Gabrielle los miró perpleja, sujetando una horquilla que acababa de recoger del suelo, y preguntó:
—¿Acaso os sentís glorificados por este asunto?
—Yo no emplearía la palabra «glorificados» —respondió Camille—. Pero no deja de ser un comienzo.
—Regresaré pronto —dijo D’Anton—. Más tarde te lo explicaré todo. Deja las horquillas, Gabrielle, ya las recogerá Catherine.
Gabrielle sacudió de nuevo la cabeza. No quería que le explicara nada, y si pedía a Catherine que se arrastrara por el suelo en busca de sus horquillas, la muchacha se despediría.
Mientras bajaban la escalera, Camille dijo a D’Anton:
—Temo que mi presencia pone nerviosa a Gabrielle. Aunque mi afligida novia recurra a ella en busca de ayuda, tu mujer está convencida de que pretendo llevarte a la cama.
—¿Y es así? —preguntó D’Anton.
—No es momento para pensar en esas cosas —respondió Camille—. Me siento satisfecho. Todo el mundo asegura que se van a producir unos cambios importantes, que la situación cambiará radicalmente. Lo dicen, y yo lo creo.
—Hubo un papa, no recuerdo cuál, que pronosticó que iba a producirse el fin del mundo. La gente vendió sus propiedades, y el papa las compró y se hizo rico.
—Es una bonita historia —respondió Camille—. Tú no eres papa, pero creo que llegarás muy alto.
En cuanto llegó a Arras la noticia de que iban a convocarse elecciones, Maximilien se apresuró a poner en orden sus asuntos.
—¿Cómo sabes que van a elegirte? —le preguntó su hermano Augustin—. Es probable que se confabulen contra ti.
—Por si acaso, mantendré la boca cerrada hasta las elecciones —contestó Maximilien—. En las provincias casi todo el mundo tiene voto, no sólo la gente adinerada, de modo que no podrán cerrarme las puertas.
—Esos canallas son capaces de todo —afirmó su hermana Charlotte—. Después de todo lo que has hecho por los pobres… Mereces salir elegido.
—Esto no es un premio.
—Has trabajado duro sin recibir nada a cambio, ni dinero, ni prestigio. No finjas que no te duele. No estás obligado a comportarte como un santo.
Maximilien suspiró. Charlotte tenía razón.
—Sé lo que piensas, Max —dijo su hermana—. No crees que regresarás de Versalles dentro de seis meses, ni de un año. Crees que esto alterará tu vida por completo. ¿Acaso pretendes que estalle una revolución tan sólo para satisfacer tus deseos?
—No me importa lo que hagan los Estados Generales —dijo Philippe de Orléans—, siempre y cuando yo esté presente cuando aborden el tema de la libertad del individuo, de forma que pueda utilizar mi voz y voto para imponer una ley que me garantice que, cuando me apetezca dormir en Raincy, nadie me obligará a ir a Villers-Cotterêts.
Hacia fines de 1788 el duque destituyó a su secretario particular y contrató a uno nuevo. Le gustaba poner a la gente en ridículo, y ese pudo haber sido el motivo que le impulsó a hacerlo. El nuevo secretario era un oficial del Ejército llamado Laclos. Tenía cerca de cincuenta años y era un hombre alto, delgado, de rasgos aristocráticos y unos ojos azules y fríos. Se había incorporado al Ejército a los dieciocho años, pero nunca había servido activamente en él. Ello le causaba cierta tristeza, pero veinte años destinado en plazas provincianas le habían dado un aire de profunda y filosófica indiferencia. Para distraerse había escrito unos poemas y el libreto de una ópera. Le gustaba observar a la gente y tomar nota de los pormenores de sus maniobras, sus juegos de poder. Durante veinte años no había tenido otra cosa que hacer. Tenía la costumbre de despreciar lo que más envidiaba y admiraba, y de desear únicamente lo que no podía poseer.
Su primera novela, Las relaciones peligrosas, fue publicada en París en 1782. La primera edición se agotó a los pocos días. Los editores se frotaron las manos y dijeron que si lo que quería el público era leer ese escandaloso y cínico libro, ¿quiénes eran ellos para erigirse en censores? La segunda edición también se agotó. Las matronas y los obispos expresaron su indignación. El secretario de la Reina encargó un ejemplar con las tapas en blanco para la biblioteca particular de Su Majestad. Todos cerraban las puertas en las narices del autor. Había alcanzado la fama.
Todo parecía indicar que sus críticas contra las tradiciones castrenses habían dado al traste con su carrera militar.
—Es el hombre que me conviene —dijo el duque—. No teme exponer los vicios y virtudes de la gente.
Cuando Félicité de Genlis se enteró del nombramiento, amenazó con dimitir de su cargo como institutriz de los hijos del duque, lo cual a Laclos no le pareció un desastre irremediable.
Era un momento crucial en la vida del duque. Si quería aprovecharse de los turbulentos tiempos que corrían, era preciso organizarse. Debía sacar el máximo partido de su popularidad en París, contratar a hombres leales e inteligentes, de pasado intachable y brillante porvenir.
Laclos analizó detenidamente la situación. Empezó a frecuentar a escritores conocidos por la policía. Hizo discretas averiguaciones sobre los ciudadanos franceses que residían en el extranjero respecto al motivo de su exilio. Adquirió un inmenso mapa de París y trazó en él unos círculos azules que indicaban los puntos que podían ser fortificados. Repasaba minuciosamente las hojas de los panfletos recién salidos de las imprentas parisienses. Buscaba escritores que fueran más audaces y descarados que sus compañeros para hacerles una sustanciosa oferta. Pocos de ellos habían conseguido un éxito de ventas.
Laclos se convirtió en el hombre de confianza del duque. Lacónico, de aire severo y nombre desconocido. Sin embargo observaba a todo el mundo con un furtivo interés profesional, y anotaba los pensamientos que se le ocurrían en unos pedazos de papel.
En diciembre de 1788, el duque vendió su magnífica galería de arte del Palais-Royal y destinó el dinero a obras de beneficencia. Anunció en la prensa que distribuiría a diario mil libras de pan; que sufragaría los gastos de parto de las mujeres indigentes (incluso las que no habían sido preñadas por él, según decían algunos); que renunciaría a los diezmos sobre el grano cultivado en sus propiedades, y que revocaría las leyes sobre la caza en todas sus tierras.
Tal era el programa de Félicité. Era por el bien del país. Y también por el bien de Philippe.
Rue Condé.
—Aunque la censura se ha suavizado —dice Lucile—, aún se imponen sanciones criminales.
—Afortunadamente —observa su padre.
El primer panfleto redactado por Camille yace en la mesa, junto a su cubierta de papel. Su segundo manuscrito yace junto a él. Los impresores no quieren tocarlo, al menos aún no; tendremos que esperar a que la situación empeore.
Lucile lo acaricia:
El azar nos ha reservado la satisfacción de asistir a la restitución de la libertad entre los franceses… Durante cuarenta años la filosofía ha socavado los fundamentos del despotismo, y así como Roma estaba esclavizada por sus vicios antes de César, Francia, gracias a su inteligencia, había adquirido carta de naturaleza antes de Necker… El patriotismo se extiende día a día con la avidez de una gran conflagración. Los jóvenes toman las armas; los viejos cesan, por primera vez, de añorar el pasado. Ahora se sonrojan al evocarlo.