IV. Una boda, una revuelta, un príncipe de la sangre

(1787-1788)

Lucile no había dicho que sí. Tampoco había dicho que no. Sólo había dicho que lo pensaría.

Annette: su primera reacción fue de pánico, y la segunda de rabia. Al cabo de un mes de no ver a Camille, ya pasada la crisis, empezó a restringir sus compromisos y a pasar las tardes sola, meditando.

Le fastidiaba que la gente pensara que había sido seducida, pero era intolerable que pensaran que su amante la había abandonado por su hija adolescente. Era una cuestión de dignidad.

Desde que el Rey había cesado a su ministro Calonne, Claude trabajaba hasta muy tarde en su despacho.

La primera noche, Annette no había pegado ojo. Había permanecido en la cama hasta el amanecer, urdiendo su venganza. Decidió obligarlo a marcharse de París. A las cuatro se levantó, se puso un chal sobre los hombros y caminó descalza por la vivienda, como un penitente, pues no quería despertar a su doncella ni a su hija, la cual sin duda estaría sumida en el casto y apacible sueño de los déspotas emocionales. Al cabo de un rato se sentó junto a una ventana abierta, tiritando. Su decisión le parecía una monstruosa y complicada fantasía ideada por otra persona. No le des tanta importancia, se dijo, no es más que un incidente. Pero se sentía profundamente herida.

Lucile la miraba desconcertada, tratando de adivinar lo que estaba pensando. Prácticamente no se dirigían la palabra. En presencia de otras personas charlaban de cosas intrascendentes; cuando estaban a solas, se sentían violentas.

Lucile pasaba muchos ratos sola. Leyó de nuevo La Nouvelle Heloïse. Cuando un año atrás leyó el libro por primera vez, Camille le contó que tenía un amigo, un individuo con un nombre muy extraño que empezaba por R, que lo consideraba la obra cumbre de la época. Su amigo era extraordinariamente sentimental, y Lucile se llevaría muy bien con él. Por la forma en que se había expresado, Lucile dedujo que el libro no le parecía gran cosa. Un día le oyó hablar con su madre sobre las Confesiones de Rousseau, un libro que su padre no le permitía leer. Camille afirmó que el autor carecía de delicadeza y que había ciertas cosas que era mejor no ponerlas por escrito. Desde aquel día, Lucile tenía mucho cuidado con lo que escribía en su diario. Su madre se echó a reír y dijo que uno podía hacer lo que quisiera siempre y cuando no perdiera el sentido del decoro. Camille hizo un comentario sobre la estética del pecado, que Lucile apenas alcanzó a oír, y su madre sonrió, se inclinó hacia él y le acarició el cabello. En aquel momento Lucile no dio importancia a ese gesto.

Durante las últimas semanas había recordado varios episodios semejantes. Su madre parecía negar —en ocasiones resultaba difícil entender lo que decía— que se había acostado con Camille. Lucile estaba convencida de que mentía.

Annette se había portado muy bien con ella, pensó Lucile, teniendo en cuenta las circunstancias. En cierta ocasión su madre le dijo que el tiempo lo cura todo, sin necesidad de que uno tenga que hacer nada. A Lucile le parecía una forma absurda de afrontar la vida. Alguien tiene que resultar forzosamente herido, pensó, pero no seré yo. Me he convertido en una persona importante; todo cuanto digo y hago incide en los demás.

Lucile reprodujo mentalmente la escena crucial. Después de la tormenta, un rayo de sol iluminaba un mechón de pelo sobre el cuello de su madre. Camille tenía las manos apoyadas en su cintura. Cuando Annette se giró, observó que tenía el rostro contraído, como si acabaran de propinarle un violento bofetón. Camille sonrió débilmente y sujetó a su madre durante unos instantes por la muñeca, como si quisiera reservarla para otro día.

Lucile se quedó estupefacta, aunque en el fondo era lo que Adèle y ella habían supuesto.

Últimamente su madre salía poco, y siempre iba en coche. Quizá temía encontrarse con Camille. Su rostro reflejaba la tensión que padecía, y tenía el cutis apagado, como si hubiera envejecido.

Llegó el mes de mayo y los días se hicieron más largos. Claude se quedaba frecuentemente toda la noche trabajando en su despacho, tratando de dar un cierto aire de novedad a las propuestas del nuevo ministro de Finanzas. El Parlamento se negaba a dejarse atropellar. La culpa la tenía el dichoso impuesto sobre la tierra. Cuando el Parlamento se mostraba inflexible, el remedio real era exiliarlo a las provincias. Este año el Rey lo había enviado a Troyes. Cada uno de sus miembros había recibido una lettre de cachet. Qué emocionante para Troyes, observó Georges-Jacques D’Anton.

El 14 de junio contrajo matrimonio con Gabrielle en la iglesia de Saint-Germain l’Auxerrois. La novia tenía veinticuatro años. Mientras esperaba pacientemente a que su padre y su prometido llegaran a un acuerdo, pasaba las tardes metida en la cocina, haciendo experimentos y degustando los platos que preparaba. Lo que más le gustaba eran las tartas de chocolate. El día de la boda sonrió cuando su madre la ayudó a ponerse el vestido, pensando en el momento en que su marido se lo quitaría. Estoy a salvo —pensó al salir de la iglesia del brazo de Georges—. Tengo toda la vida ante mí y no me cambiaría ni por la Reina. Luego se sonrojó ligeramente ante esos pensamientos tan sentimentales. De tanto comer dulces se me ha reblandecido el cerebro, pensó, sonriendo a los convidados, sintiendo el calor de su cuerpo embutido en el ceñido vestido de seda. No, decididamente no me gustaría ser la Reina. La había visto desfilar por las calles en su carroza, su rostro la viva imagen de la estupidez, mirando con desprecio a sus súbditos y exhibiendo unos brillantes que relucían como la hoja de un cuchillo.

La vivienda que habían alquilado estaba muy cerca de Les Halles.

—Me gusta mucho —dijo Gabrielle—. Lo único que me preocupa es ver a los cerdos corriendo por la calle.

—Son unos cerdos muy pequeños —respondió Georges-Jacques—. Pero tienes razón, debimos pensar en ello.

—Es una vivienda preciosa. De no ser por los cerdos, el barro y las palabrotas que sueltan las verduleras, sería perfecta. Cuando tengamos dinero nos mudaremos. Con tu nuevo cargo como consejero del Rey, no tardaremos mucho en trasladarnos de barrio.

Gabrielle ignoraba lo de las deudas. Georges-Jacques pensaba decírselo una vez que se hubieran casado. Pero nunca encontraba el momento propicio. Gabrielle se había quedado encinta la misma noche de bodas y estaba entusiasmada, eufórica, corriendo de un lado a otro entre el café y la casa, y haciendo planes para el futuro. Era la esposa ideal, tal como Georges-Jacques había imaginado: inocente, convencional y piadosa. Hubiera sido un crimen dejar que algo ensombreciera su felicidad. Así pues no le dijo nada sobre las deudas. El embarazo sentaba divinamente a Gabrielle; tenía el cabello más espeso, la piel más luminosa. Estaba muy guapa, con un cierto aire exótico. Ambos se sentían felices y optimistas.

—¿Me permite una palabra, maître D’Anton?

Se hallaban frente a los tribunales de justicia. D’Anton se giró. El juez Hérault de Séchelles, un hombre más o menos de su edad, era un aristócrata inmensamente rico. Vamos progresando, pensó Georges-Jacques.

—Deseo felicitarle por el discurso que pronunció al entrar a formar parte de los letrados del Tribunal Supremo. ¿Ha estado usted en los tribunales esta mañana?

D’Anton le mostró una carpeta.

—Se trata del caso del marqués de Chayla. Me ha contratado para demostrar su derecho a ostentar ese título.

—Parece estar convencido de ello —murmuró Camille.

—Ah, hola —dijo Hérault—. No le había visto, maître Desmoulins.

—No disimule. Claro que me había visto.

—Vamos, hombre —elijo Hérault echándose a reír y mostrando una dentadura blanca y perfecta.

Qué demonios pretendes, pensó D’Anton. Hérault le sonreía amablemente, como si quisiera charlar un rato con él.

—¿Qué cree que sucederá ahora que el Parlamento ha sido exiliado? —preguntó a D’Anton.

A qué viene esa pregunta, pensó Georges-Jacques. Luego respondió:

—El Rey necesita dinero. El Parlamento afirma que sólo los Estados Generales pueden concederle un subsidio. Cuando el Rey reúna al Parlamento de nuevo en otoño, supongo que dirán lo mismo, y Su Majestad no tendrá más remedio que convocar a los Estados Generales.

—¿Aplaude usted la victoria del Parlamento?

—No puedo aplaudirla —contestó D’Anton secamente—. Me limito a expresar mi opinión. Personalmente, creo que es conveniente que el Rey convoque a los Estados Generales, pero me temo que algunos nobles que propugnan esa medida pretenden utilizar a los Estados para reducir el poder del Rey y aumentar el suyo propio.

—Creo que tiene razón —dijo Hérault.

—Usted debe de saberlo.

—¿Por qué lo dice?

—Porque forma usted parte del círculo de la Reina.

—No se haga el demócrata conmigo, D’Anton. Sospecho que tenemos más cosas en común de las que imagina. No niego que Su Majestad me permite ganarle de vez en cuando a las cartas. Pero la Corte está llena de hombres de buena fe, más que en el Parlamento.

A las primeras de cambio te suelta un discurso, pensó D’Anton. Pero es profesionalmente encantador. Profesionalmente brillante.

—¿Buena fe? —terció Camille—. Sólo les preocupa que sus familias reciban una generosa pensión. He oído decir que los Polignac obtienen 70.000 libras al año. ¿No es usted un Polignac? Me asombra que se contente con ser juez. ¿Por qué no compra todo el sistema judicial?

Hérault de Séchelles era un experto en obras de arte, un coleccionista. Era capaz de recorrer toda Europa para adquirir una valiosa talla, un reloj, una primera edición. Miró a Camille como si se hubiera desplazado desde muy lejos para examinarlo y hubiera descubierto que se trataba de un fraude. Luego se giró hacia D’Anton y dijo:

—Lo que me asombra es esa peregrina idea, muy difundida entre las gentes ignorantes, de que el Parlamento se opone al Rey en interés del pueblo. El Rey desea imponer un sistema tributario justo…

—Eso me tiene sin cuidado —dijo Camille—. Me gusta observar cómo se pelean entre sí. Cuanto más se peleen, antes caerá el sistema y se instaurará una república. Si tomo partido de vez en cuando es para exacerbar los ánimos.

—Tiene usted unas opiniones un tanto excéntricas —observó Hérault—. Por no decir peligrosas. —Durante unos instantes pareció sentirse cansado, confundido—. En cualquier caso, la situación tiene que cambiar. De lo cual me alegro sinceramente.

—¿Acaso se aburre? —le preguntó D’Anton. Era una pregunta muy directa, que había soltado de forma impulsiva, lo cual no era habitual en él.

—Supongo que sí —respondió Hérault—. Aunque debería decir que espero que se produzcan unos cambios por el bien de Francia, no para aliviar mi aburrimiento.

Era muy curioso. Al cabo de unos minutos el curso de la conversación había cambiado por completo. Hérault había adoptado un aire confidencial, abandonando sus aires de orador. Hablaba con ellos como si los conociera de toda la vida. Hasta Camille lo miraba con cierta simpatía.

—Qué duro debe de ser soportar la carga de tanto título y dinero —dijo Camille—. Hace usted que a maître D’Anton y a mí se nos llenen los ojos de lágrimas.

—Lo que demuestra que son hombres de una gran sensibilidad —contestó Hérault—. Tengo que ir a Versalles, me han invitado a cenar. Hasta pronto, D’Anton. He oído decir que se ha casado. Salude a su esposa de mi parte.

D’Anton lo observó mientras se alejaba con expresión pensativa.

Solían acudir con frecuencia al Café du Foy, en el Palais-Royal. Poseía una atmósfera diferente, menos decorosa que el café del señor Charpentier, y la clientela también era distinta. Por otra parte, ofrecía la ventaja de que era improbable que se toparan con Claude.

Al llegar vieron a un hombre subido en una silla, recitando unos versos. Agitaba vigorosamente el papel que sostenía en la mano y se agarraba el pecho con la sinceridad de un actor. D’Anton lo observó con curiosidad durante unos instantes.

—Te están vigilando —murmuró Camille—. Los de la Corte. Para comprobar si puedes serles útil. Luego te ofrecerán un pequeño cargo. Te convertirán en un funcionario. Si aceptas su dinero, acabarás como Claude.

—Para ser sinceros, a Claude no le han ido tan mal las cosas —respondió D’Anton—. Hasta que apareciste en su vida.

—¿Y te conformas con eso?

—No lo sé. —Georges-Jacques se giró hacia el actor para rehuir la mirada de Camille—. Qué curioso, juraría…

Al terminar, el hombre los miró fijamente y exclamó:

—¡D’Anton!

Acto seguido saltó de la silla, se dirigió hacia ellos y entregó a D’Anton unas entradas para el teatro.

—Te las regalo —dijo—. ¿Cómo estás? Apuesto a que no sabes quién soy. ¡Cómo has crecido!

—¿El ganador de premios?

—El mismo. Fabre d’Églantine, tu humilde servidor. ¡Vaya, vaya! —dijo, golpeando a D’Anton en el hombro—. Ya veo que has seguido mi consejo. Eres abogado. O has prosperado, o vives por encima de tus posibilidades, o le estás haciendo chantaje a tu sastre. Tienes aspecto de haberte casado.

—¿Algo más? —preguntó D’Anton sonriendo.

Fabre le palpó la barriga y contestó:

—Te estás engordando.

—¿Dónde te has metido? ¿Qué has hecho?

—Trabajo en una nueva compañía teatral. La temporada pasada tuvimos mucho éxito.

—No sabía que estuvieras en París. Voy con mucha frecuencia al teatro.

—No, no he trabajado en París. Hemos estado en Nîmes, donde tuvimos un éxito moderado. He abandonado mis actividades como diseñador paisajista. He escrito varias obras y he viajado por el país. También he escrito unas canciones. —Fabre se detuvo y empezó a silbar una tonada mientras los clientes del local lo observaban asombrados—. Todo el mundo conoce esta canción. La he escrito yo. He compuesto muchas canciones, pero no me ha servido de nada. De todos modos, he conseguido venir a París. Me gusta venir a este café y recitar las poesías que escribo. Los clientes me escuchan amablemente y luego me dan su opinión, aunque no se la pida. Las entradas son para Augusta. Actuamos en Les Italiens. Es una tragedia. Los críticos me han desollado vivo.

—He visto Hombres de letras —dijo Camille—. Es una obra suya, ¿no es cierto?

Fabre se giró, sacó un impertinente del bolsillo y examinó a Camille.

—Más vale no hablar sobre Hombres de letras. El público la acogió con abucheos.

—Supongo que es normal cuando uno escribe una obra contra los críticos. Los estrenos de las obras de Voltaire solían acabar como el rosario de la aurora.

—Cierto —respondió Fabre—. Pero a Voltaire no le preocupaba el dinero.

—Conozco su obra —insistió Camille—. Se dedica a escribir sátiras. Si quiere tener éxito, le aconsejo que sea más benevolente con los personajes de la Corte.

Fabre se sentía inmensamente halagado de que Camille le dijera que conocía su obra. Se pasó la mano por el pelo y contestó:

—¿Usted cree? Reconozco que me gusta ganar dinero y vivir bien. Pero no estoy dispuesto a hacer concesiones.

D’Anton los condujo a una mesa que había quedado libre.

—¿Cuánto hace? —le preguntó Fabre cuando se sentaron—. ¿Diez años? ¿Más? Ha pasado mucho tiempo.

—Todos acabamos encontrándonos de nuevo —dijo Camille—. La semana pasada vi a Brissot. —D’Anton no le preguntó quién era Brissot. Camille tenía muchos amigos poco recomendables—. Y hoy me he topado con Hérault. Siempre he odiado a Hérault, pero ahora siento una cierta simpatía por él. Aunque no me lo explico.

—Hérault es un juez parlamentario —explicó D’Anton a Fabre—. Proviene de una familia muy antigua e inmensamente rica. Sólo tiene treinta años, un aspecto impecable, es culto, y despierta la admiración de las damas de la Corte…

—Qué asco —dijo Fabre.

—Estamos asombrados porque ha pasado diez minutos hablando con nosotros —dijo D’Anton, sonriendo—. Dicen que se cree un gran orador y que pasa horas enteras hablando solo ante el espejo. Aunque nadie puede saber si está realmente solo.

—Salvo sus criados —dijo Camille—. La aristocracia considera que sus criados no son personas de carne y hueso, de modo que no se molestan en ocultar sus debilidades ante ellos.

—¿Por qué practica el arte de la oratoria? —preguntó Fabre—. ¿Por si el Rey convoca a los Estados Generales?

—Eso suponemos —contestó D’Anton—. Se considera un líder de la reforma. Tiene unas ideas muy avanzadas. Al menos, eso dice.

—Su plata y su oro no les salvará del castigo divino el día del juicio final —dijo Camille—. Lo pone muy claro en el Libro de Ezequiel. Dice que la ley perecerá a manos de los sacerdotes, y el consejo a manos de los ancianos. «El Rey llorará, y el Príncipe se estará triste…». Si las cosas siguen como hasta ahora, no tardará en suceder.

—Le aconsejo que baje la voz si no quiere que la policía lo arreste por sus sermones —dijo un hombre que estaba sentado en la mesa junto a la suya.

Fabre descargó un puñetazo sobre la mesa y se levantó de un salto.

—¿Acaso es una ofensa citar las Sagradas Escrituras? —inquirió, rojo de ira.

Alguien soltó una risotada.

—No sé quién es usted —dijo Fabre con vehemencia a Camille—, pero presiento que vamos a llevarnos muy bien.

—Lo que faltaba —murmuró D’Anton.

Debido a su tamaño le era imposible salir disimuladamente, de modo que fingió que no los conocía. Te gusta alborotar porque no sabes hacer nada, pensó, te gusta destruir las cosas porque tú mismo eres una ruina. Se giró hacia la puerta, tras la que se extendía la ciudad. Existen millones de personas cuya opinión desconozco, pensó. Personas impulsivas, sin principios, calculadoras y agradables. Personas que entienden el hebreo, y otras que no saben contar. Bebés que flotan en el líquido amniótico del útero materno, y viejas que desafían el paso del tiempo aplicándose potingues que empiezan a correrse pasada la medianoche, revelando su piel arrugada y macilenta. Monjas vestidas con trajes de sarga. Annette Duplessis soportando a Claude. Unos presos en la Bastilla, gritando para que los liberen. Personas deformes y otras que sólo están desfiguradas, niños abandonados llorando para que alguien los acoja. Cortesanos. Hérault, que trata de ganar a María Antonieta a las cartas. Prostitutas. Peluqueros, oficinistas, aduaneros y esclavos liberados que tiritan en las plazas. Hombres que han sido sepultureros toda su vida. Otros que nadan contra corriente y cuyos pensamientos nadie conoce. D’Anton miró a Fabre.

—Todavía no he escrito mi gran obra —dijo Fabre con un gesto grandilocuente.

Parecía un juguete mecánico al que le hubieran dado cuerda, pensó D’Anton. Camille lo observaba como un niño al que acaban de hacerle un regalo inesperado. El peso del viejo mundo es agobiante, y tratar de quitártelo de encima resulta muy cansado. Está harto del constante intercambio de opiniones, de los razonamientos lógicos, de las ideas, de las actitudes… Debe de existir un mundo menos complicado, más violento.

Lucile: la inercia tiene sus ventajas, pero en estos momentos está pensando que ha llegado la hora de pasar a la acción. Había dejado atrás su infancia, la muñeca de porcelana con el corazón de paja. Maître Desmoulins y su madre le habían asestado un duro golpe. Desde aquel fatídico día, los cuerpos —al menos los de ellos— poseían una realidad más evidente. Eran sólidos, importantes. Su superioridad la hería.

Mediados de verano: Brienne, el ministro de Finanzas, ha pedido prestadas doce millones de libras al municipio de París.

—Una nimiedad —dijo el señor Charpentier.

Había puesto el café en venta; él y Angélique iban a trasladarse al campo. Annette paseaba con frecuencia por los jardines de Luxemburgo, como solía hacer con las niñas y Camille. Esa primavera había notado que las flores desprendían un olor áspero.

Lucile seguía escribiendo su diario. «El viernes, que comenzó como cualquier otro viernes, una criada depositó mi suerte en mis ignorantes manos. Aquella noche —de viernes a sábado—, saqué la carta del lugar donde la había ocultado y la coloqué sobre mi corazón. Sentí que su calor me abrasaba y comprendí que en septiembre mi suerte cambiaría por completo».

—He decidido casarme con maître Desmoulins —dijo.

Su madre la miró furibunda.

Tiene que acostumbrarse a encajar los golpes que el destino le tiene reservado. Tras el primer enfrentamiento con su padre, corre a refugiarse en su habitación, hecha un mar de lágrimas. A medida que transcurren los días, sus sentimientos, al igual que las revueltas populares, se vuelven más violentos.

La manifestación se había iniciado frente a los tribunales de justicia. Los letrados recogieron sus papeles, sopesando las ventajas de permanecer en el interior del edificio en lugar de tratar de escurrirse entre la multitud, como habían hecho algunos de sus colegas. Al final decidieron que era preferible no salir hasta que la zona estuviera completamente despejada. D’Anton los cubrió de insultos y salió al campo de batalla.

Mucha gente había resultado herida. Algunos habían sido atropellados por la multitud, pero otros habían luchado mano a mano con los guardias. Un hombre de aspecto respetable se paseaba mostrando a todo el mundo el agujero que le había hecho una bala en la casaca. Una mujer estaba sentada en el suelo, gritando:

—¿Quiénes son los que han abierto fuego? ¿Quién les ha ordenado que lo hicieran?

D’Anton halló a Camille arrodillado junto a un muro, anotando lo que había presenciado. El hombre que hablaba con él estaba medio tendido en el suelo, apoyado sobre los codos. Tenía las ropas hechas trizas y el rostro manchado de negro. D’Anton no alcanzó a ver dónde lo habían herido, pero su expresión denotaba una mezcla de dolor y asombro.

—Camille —dijo D’Anton.

Camille se giró, y D’Anton comprobó que estaba pálido como la cera. Luego dejó el papel y señaló un hombre que se encontraba a pocos metros de distancia, con los brazos cruzados y sus cortas piernas firmemente plantadas en el suelo.

—¿Ves a ese hombre? —preguntó Camille—. Es Marat.

D’Anton no alzó la vista. Alguien señaló a Camille y dijo:

—Los guardias lo derribaron al suelo y le propinaron unas patadas en las costillas.

Camille sonrió con tristeza y dijo:

—Probablemente tropezaron conmigo.

D’Anton trató de ayudarlo a incorporarse.

—No puedo —dijo Camille—. Déjame.

D’Anton lo llevó a casa para que Gabrielle le curara las heridas. Luego lo acostaron en su lecho, donde se quedó dormido.

—Si te hubieran propinado a ti unas patadas en las costillas —dijo más tarde Gabrielle—, se hubieran roto las botas.

—Ya te lo he explicado —respondió D’Anton—. Yo me encontraba en mi despacho. Camille estaba fuera, entre la multitud. A mí no me gustan esos jueguecitos.

—Sin embargo, estoy preocupada.

—Fue tan sólo una pequeña escaramuza. Algunos soldados perdieron la cabeza. Nadie sabe por qué se produjo.

Pero nada de lo que decía consolaba a Gabrielle. Lo tenía todo previsto, el traslado a su futura casa, sus hijos, el éxito profesional que iba a tener D’Anton. Temía cualquier clase de disturbios, tanto civiles como emocionales. Temía que los disturbios callejeros la afectaran personalmente.

Cuando acudían unos amigos a cenar, su marido hablaba abiertamente sobre los personajes que ocupaban cargos en el Gobierno, como si los conociera. Cuando se refería al futuro, añadía: «Suponiendo que continúe este estado de cosas».

—Como sabes —dijo D’Anton—, el señor Barentin, el presidente de la administración de rentas, me ha dado mucho trabajo, que me ha llevado a visitar varios despachos públicos. Cuando conoces a las personas que gobiernan el país, te preguntas si están preparados para hacerlo. Como es lógico, a veces te equivocas.

—Pero se trata de personas —dijo Gabrielle tímidamente—. No veo la necesidad de poner en cuestión todo el sistema.

—Lo que debemos preguntarnos es si este puede durar —contestó D’Anton—. La respuesta es no. Dentro de doce meses, nuestras vidas serán muy distintas.

Luego cerró la boca con firmeza, pues comprendió que le estaba hablando de cosas que a las mujeres no les interesan. No quería aburrirla ni disgustarla.

Philippe, el duque de Orléans, se está quedando calvo. Sus amigos —o los que aspiran a convertirse en sus amigos— se han afeitado la parte frontal de la cabeza para que dé la sensación de que la alopecia del duque es una moda, un capricho. Pero por mucho que se esfuercen, no pueden ocultar la verdad.

El duque ha cumplido cuarenta años. Se dice que es uno de los hombres más ricos de Europa. La dinastía de los Orléans constituye la rama menor de la familia real, y sus príncipes no suelen llevarse bien con sus augustos primos. El duque no está de acuerdo en nada con el Rey.

La vida de Philippe, hasta el momento, no había sido afortunada. Estaba tan malcriado que parecía como si sus padres y tutores lo hubieran hecho adrede, para desacreditarlo e impedir que se dedicara a la política. Cuando se casó, y apareció en la Ópera con la nueva duquesa, el gallinero estaba atestado de prostitutas vestidas de luto.

Philippe no es estúpido, pero es muy susceptible y un tanto neurótico. En estos momentos se queja de que el Rey se mete continuamente en su vida privada. Le abren la correspondencia y unos policías y espías del Rey le siguen a todas partes. Tratan de romper su amistad con su amigo el príncipe de Gales e impedir que visite Inglaterra, país del que ha importado un nutrido número de mujeres y caballos de carreras. Los amigos de la Reina lo calumnian continuamente e intentan ponerlo en ridículo. Su único delito es ocupar una posición cercana a la Corona. Le cuesta trabajo concentrarse, y nadie puede pretender que lea el destino de la nación en una hoja de balance; pero no es necesario decirle a Philippe de Orléans que no existe libertad en Francia.

Entre las numerosas mujeres que ha habido en su vida destaca una, que no es precisamente la duquesa. Félicité de Genlis se había convertido en su amante en 1772, y para demostrarle la firmeza de sus sentimientos, el duque se hizo tatuar cierto objeto en el brazo. Félicité es una mujer dulce, pero de carácter enérgico. Escribe libros. Apenas existe un rincón de la experiencia humana que no haya explorado con su increíble pedantería. Impresionado, asombrado, hechizado, el duque le ha encomendado la educación de sus hijos. Philippe y Félicité tienen una hija, Pamela, una hermosa e inteligente joven que hacen pasar por huérfana.

Tanto el duque como sus hijos manifiestan hacia Félicité respeto, obediencia y adoración; la duquesa se limita a aceptar su estatus y sus poderes. Félicité tiene, por supuesto, un marido, Charles Alexis Brulard de Sillery, conde de Genlis, un apuesto ex oficial de la Marina con un brillante historial militar. Es amigo de Philippe; forma parte de su pequeño ejército de organizadores y lameculos. Todos estaban convencidos de que el suyo había sido un matrimonio por amor. Ahora, al cabo de veinticinco años, Charles es todavía un hombre apuesto y elegante, que dedica cada hora del día y de la noche a su pasión favorita, el juego.

Félicité ha conseguido incluso reformar al duque, moderando ciertos excesos y encauzando su dinero y sus energías por otros caminos más convenientes. Actualmente, a sus cuarenta años muy bien llevados, es una mujer alta, con el pelo rubio oscuro, de ojos castaños y rasgos pronunciados. Ha cesado su intimidad física con el duque, pero ahora se dedica a elegir a sus amantes y a enseñarles cómo deben comportarse. Está acostumbrada a ser el centro de atención, a que todos le pregunten su opinión y le pidan consejo. No soporta a María Antonieta, la esposa del Rey.

La frivolidad de la Corte ha producido una especie de vacío cultural en la nación. Félicité está convencida de que Philippe y su corte pueden llenarlo. No es que tenga ambiciones políticas para el duque, pero resulta que muchos intelectuales, artistas y eruditos, mucha gente cuya amistad resultaría agradable cultivar, son hombres de talante liberal, inteligentes, que aspiran a que la situación cambie, y el duque coincide plenamente con ellos. En este año, 1787, ha reunido a su alrededor a varios jóvenes, en su mayoría aristócratas y con una vaga sensación de que sus ambiciones se han visto truncadas, que sus vidas no han sido satisfactorias. Así pues, han decidido que el duque, que los comprende perfectamente, sea su líder.

El duque desea ser un hombre para el pueblo, sobre todo el pueblo de París; desea conocer sus problemas y angustias. Ha instalado a su corte en el centro de la ciudad, en el Palais-Royal. Ha cedido los jardines al público y ha arrendado los edificios como tiendas, burdeles, cafés y casinos. Así pues, Philippe, el bueno de Philippe, el padre de su pueblo se halla en el epicentro de la fornicación, los rumores, los robos y las peleas callejeras. Sólo que nadie lo proclama todavía a voz en grito; aún no ha llegado el momento.

En el verano de 1787, Philippe se dispone a emprender unas maniobras de prueba. En noviembre, el Rey decide reunirse con el obstructivo Parlamento en una sesión real para conseguir que se registren los edictos que sancionen el préstamo al Estado. Si no se sale con la suya, se verá obligado a convocar a los Estados Generales. Philippe se dispone a enfrentarse a la decisión real —como diría De Sillery—, de costado.

Camille vio unos instantes a Lucile frente a la iglesia de Saint-Sulpice, donde había acudido para oír misa.

—Nuestro coche está ahí enfrente —dijo ella—. Nuestro cochero, Théodore, suele estar de mi parte, pero no podemos entretenernos.

—Espero que tu madre no esté en el coche —dijo Camille, alarmado.

—No, se ha quedado en casa refunfuñando. A propósito, he oído decir que participaste en una revuelta.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Un tal Charpentier se lo contó a Claude. Como puedes imaginar, Claude está encantado.

—Hace un día horrible. Vas a resfriarte —dijo Camille.

Lucile tenía la impresión de que Camille deseaba que se fuera.

—A veces —dijo Lucile— sueño que vivo en un país donde hace sol. Como Italia. Después pienso que debo permanecer en casa, aunque tenga que pasarme la vida tiritando. No quiero renunciar al dinero que mi padre ha reservado para mi dote. Sería una ingrata. Podemos casarnos cuando queramos. Luego iremos a Italia de vacaciones. Necesitaremos unas vacaciones después de la lucha que tendremos que sostener contra ellos. Podríamos alquilar unos elefantes y atravesar los Alpes.

—¿De modo que estás resuelta a casarte conmigo?

—Pues claro —contestó Lucile, mirándolo asombrada. ¿Es posible que se hubiera olvidado de comunicárselo, cuando era lo único en que pensaba desde hacía varias semanas? ¿Es posible que se lo hubiera dicho y Camille lo hubiera olvidado?—. Camille…

—Muy bien —dijo él—. Pero si pretendes que alquile unos elefantes, debo estar seguro de tus intenciones. Quiero que me lo jures solemnemente. Di «lo juro por los huesos del abate Terray».

Lucile se echó a reír.

—Siempre nos hemos tomado muy en serio al abate Terray.

—Claro, por eso quiero que me lo jures por sus huesos.

—De acuerdo. Te lo juro por los huesos del abate Terray. Te juro que me casaré contigo, pase lo que pase, a despecho de lo que digan los demás, aunque se hunda el mundo. Me gustaría besarte, pero temo que Théodore tenga remordimientos de conciencia y se apresure a venir a recogerme.

Lucile le tendió la mano.

—Al menos quítate el guante —dijo Camille.

Lucile se quitó el guante y le ofreció la mano. Supuso que le besaría la punta de los dedos, pero Camille retuvo su mano unos segundos en la suya y luego oprimió los labios sobre la palma de la mano. Nada más. No la besó, tan sólo oprimió los labios sobre la palma de su mano.

—Se nota que conoces a las mujeres —dijo Lucile, estremeciéndose.

En aquel momento llegó el coche. Los caballos aguardaron pacientemente, pateando el suelo; Théodore se colocó de espaldas a ellos, observando la calle con gran interés.

—Escucha —dijo Lucile—, acudimos a esta iglesia porque mi madre siente debilidad por uno de los sacerdotes. Lo considera un hombre muy espiritual, casi un santo.

Théodore se giró y abrió la portezuela del coche.

—Es el abate Laudréville —prosiguió Lucile—. Viene a casa tres veces a la semana para hablar con mi madre y confortarla. Opina que mi padre carece por completo de sensibilidad. No dejes de escribirme.

Lucile cerró la portezuela del coche y se asomó por la ventanilla.

—Imagino que sabrás conquistarte a un anciano sacerdote. Entrégale las cartas y él me las traerá. Si acudes a la misa vespertina, el abate te entregará las mías.

Théodore cogió las riendas.

—Te hará bien asistir a misa —dijo Lucile.

Noviembre: Camille está en el Café du Foy, hablando atropelladamente.

—Mi primo De Viefville me habló en público. Estaba ansioso de contarle a alguien lo sucedido. Según parece, el Rey se quedó medio dormido, como de costumbre. El guardasellos dijo que se convocaría a los Estados Generales, pero no hasta 1792…

—La culpa la tiene la Reina.

—Baja la voz.

—Los asistentes protestaron y se negaron a registrar los edictos, tal como deseaba el Rey. Poco antes de proceder a la votación, el guardasellos se dirigió al Rey y le habló al oído, pero el Rey insistió en que los edictos debían ser registrados.

—¿Pero cómo puede…?

—Chitón.

Camille observó a sus contertulios. Era consciente de que se había producido de nuevo un hecho singular: había dejado de tartamudear.

—Entonces se levantó Orléans, pálido como la cera, según me contó De Viefville. El duque dijo: «No podéis hacer eso. Es ilegal». El Rey se puso muy nervioso y gritó: «Es legal porque yo lo deseo».

Las palabras de Camille suscitaron de inmediato unos murmullos de protesta e indignación. En aquellos momentos, Camille sintió el deseo de destruir su caso; era un buen abogado, sin duda podría conseguirlo. Pero era demasiado honesto.

—Escuchad —dijo—, eso es lo que dijo De Viefville que dijo el Rey. Pero no sabemos si es cierto. No acaba de convencerme. Si alguien quisiera provocar una crisis constitucional, eso es exactamente lo que querrían que dijera el Rey. En realidad, el Rey no es mal hombre… Es probable que no dijera eso, que hiciera alguna broma…

D’Anton notó que Camille había dejado de tartamudear y que se expresaba con gran soltura.

—Venga, acaba de una vez —dijo alguien.

—Los edictos fueron registrados. El Rey se marchó. En cuanto desapareció, los edictos fueron anulados y borrados de los libros. Dos miembros del Parlamento fueron arrestados. El duque de Orléans se encuentra exiliado en sus propiedades de Villers-Cotterêts. Mi primo De Viefville me ha invitado a almorzar con él.

El otoño pasó. Según decía Annette, si el techo se hundiera, uno no se limitaría a llorar y gemir sino que trataría de rescatar lo que pudiera de entre los escombros. La perspectiva de lo que se disponía a hacer Camille, respecto a su hija y a ella misma, era demasiado atroz para resistirla. Así pues, Annette lo aceptó del mismo modo que una persona que padece una enfermedad mortal acaba aceptándolo; a veces, deseaba estar muerta.