(1787)
Mercure de France, junio de 1783: «El señor Robespierre, un joven letrado de gran valía, ha empleado en esta cuestión —que redunda en bien de las artes y las ciencias— una elocuencia y una sagacidad que confirman su talento».
«Observo en este ramo que me ofreces
Las espinas de las rosas…».
MAXIMILIEN DE ROBESPIERRE, Poesías.
El recorte estaba sucio y arrugado de tanto manosearlo. Se lo sabía ya de memoria, pero si se limitaba a repetirlo, era como si se lo hubiera inventado. En cambio, cuando lo leía, cuando sostenía el recorte de papel en la mano, era evidente que se trataba de la opinión de otra persona, de un periodista parisién. Este era un hecho absolutamente innegable.
Había un largo informe sobre el caso. Era, por supuesto, una cuestión de interés público. Todo había empezado cuando un tal señor De Vissery, de Saint-Omer, había adquirido un pararrayos y lo había instalado en el tejado de su casa, observado por un grupo de ignorantes. Una vez terminado el trabajo, estos se habían dirigido al Ayuntamiento para quejarse de que el artilugio atraía a los rayos. ¿Por qué había de querer el señor de Vissery atraer a los rayos? Pues, porque estaba aliado con el demonio.
Así pues, el señor De Vissery había consultado a maître Buissart, un destacado letrado de Arras, un hombre muy aficionado a las ciencias. Por aquel entonces, Maximilien era amigo de Buissart. Su colega se había tomado el caso muy a pecho.
—Se trata de defender un principio —dijo—. Ciertas personas pretenden obstaculizar el progreso, impedir la difusión de los beneficios de la ciencia, y nosotros no podemos permitirlo. ¿Estás dispuesto a ayudarme? Podrías escribir unas cartas. ¿Crees que deberíamos escribir a Benjamín Franklin?
Les llovieron sugerencias, consejos y comentarios científicos. Había papeles por toda la casa.
—Ese Marat —dijo Buissart— ha sido muy amable al querer ayudarnos, pero no podemos utilizar sus hipótesis. Al parecer tiene mala fama entre los científicos de la Academia.
Cuando el caso fue presentado ante el concejo de Arras, Buissart dejó que Robespierre lo expusiera. Buissart no había tenido en cuenta el esfuerzo intelectual que ese caso supondría para él. Su colega, en cambio, no parecía acusar la menor fatiga, sin duda por su juventud.
Más tarde, los vencedores celebraron una fiesta. Recibieron numerosas cartas de felicitación pues el caso había despertado una gran curiosidad. Maximilien conservó todos los documentos, la voluminosa evidencia del doctor Marat y su discurso final, con unas notas de última hora en el margen. Durante varios meses, cuando sus tías recibían una visita, sacaban el periódico y decían: «¿Has leído el artículo sobre el pararrayos? Dicen que Maximilien estuvo espléndido».
Max tiene un carácter sosegado y es muy fácil convivir con él. Es alto y delgado, con unos grandes ojos verdeazulados. Tiene la tez pálida, y su boca expresa un agudo sentido del humor. Viste bien y la ropa le sienta perfectamente. Tiene el pelo castaño y lo lleva siempre peinado y empolvado. Hace un tiempo no podía permitirse el lujo de mantener las apariencias, pero ahora su único lujo son las apariencias.
Es un hombre muy organizado. Se levanta a las seis y trabaja hasta las ocho. A las ocho acude el barbero. Seguidamente toma un desayuno ligero consistente en un par de rebanadas de pan y una taza de leche. A las diez se dirige a los tribunales. Después de la audiencia, regresa a casa apresuradamente, sin detenerse a charlar con sus colegas. Come un poco de fruta, bebe una taza de café y un poco de vino tinto muy diluido. Maximilien no se explica cómo sus colegas, después de pasar la mañana peleándose ante el tribunal, son capaces de conversar animadamente durante un buen rato antes de regresar a casa y beberse varios vasos de vino y engullir un enorme pedazo de carne.
Después de comer sale a dar un paseo, tanto si hace buen tiempo como si llueve, porque al perro, Brount, no le importa el tiempo que hace y se pone muy pesado si no lo saca. Brount conduce a Maximilien a través de las calles, los campos y el bosque. Cuando regresan a casa presentan un aspecto algo menos respetable que al salir.
—Ese perro me va a dejar el suelo lleno de barro —se queja su hermana Charlotte.
Brount se tumba junto a la puerta de la habitación de Maximilien. Este cierra la puerta y se sienta a trabajar hasta las siete o las ocho, o más tarde si al día siguiente tiene un caso complicado. Luego recoge sus papeles e intenta escribir una poesía para presentarla durante la próxima reunión de la sociedad literaria. En realidad no se trata de poesías sino de unas obritas sin importancia. Algunas, como la «Oda a los pastelitos de mermelada», son menos serias que otras.
Es muy aficionado a la lectura, y una vez a la semana asiste a la reunión de la Academia de Arras. El propósito de estas reuniones es hablar de historia y literatura, y comentar asuntos científicos y temas de actualidad. Además de eso, se dedican a cotillear, a concertar matrimonios y a provocar pequeñas disputas.
Algunas tardes se dedica a escribir cartas o a repasar las cuentas con Charlotte. Una vez a la semana visita a sus tías, que ahora viven en casas separadas, lo cual representa dos visitas.
Cuando regresó a Arras, con su flamante título de abogado y sus moderadas esperanzas, comprobó que las cosas habían cambiado mucho. En 1776, el año que estalló la guerra norteamericana, la tía Eulalie anunció, ante el asombro general, que iba a casarse. Eso demuestra que no hay que perder las esperanzas, dijeron las solteronas de la parroquia. La tía Henriette afirmó que la tía Eulalie había perdido el juicio. Robert Deshorties era un joven viudo cargado de hijos, incluyendo a una hija llamada Anaïs. Al cabo de seis meses, sin embargo, la tía Henriette empezó a dar muestras de haberse enamorado, y un año más tarde contrajo matrimonio con Gabriel de Rut, un hombre tosco y ruidoso, de cincuenta y tres años. Maximilien se alegró de hallarse en París y no poder asistir a la boda.
Su hermana Henriette no llegó a casarse. Siempre había sido una muchacha delicada. Respiraba con dificultad, no tenía apetito, era tímida y apocada, y sólo le interesaba la lectura. Una mañana —le comunicaron la noticia por carta, con una semana de retraso— la encontraron muerta, con la almohada empapada en sangre. Había sufrido una hemorragia cuando las tías jugaban a las cartas con Charlotte; mientras cenaban, su corazón se había detenido. Tenía diecinueve años. Maximilien la quería mucho y confiaba en que llegaran a ser amigos.
Dos años después de los sorprendentes matrimonios de sus tías falleció el abuelo Carraut. Dejó la fábrica de cerveza al tío Augustin Carraut, y un poco de dinero a cada uno de sus nietos, Maximilien, Charlotte y Augustin.
Gracias al abate, el joven Augustin había conseguido también matricularse en la escuela Louis-le-Grand. Era un muchacho agradable y cortés, aplicado pero no extraordinariamente inteligente. Maximilien temía que no progresara en sus estudios. Siempre había pensado que para una persona de su posición social lo más importante era la inteligencia. Suponía que Augustin también había tenido ocasión de comprobarlo.
Cuando regresó a Arras se instaló en casa de la tía Henriette y de su tosco marido, el cual, antes de que hubiera transcurrido una semana, le recordó que les debía dinero. Para ser exactos, era su padre François quien debía dinero a la tía Henriette, a la tía Eulalie y a los herederos del abuelo Carraut. Tuvo que utilizar el legado que le había dejado su abuelo para saldar las deudas de su padre. ¿Por qué le hacían eso? Era una canallada. Podían haberle dado un margen de un año, hasta que hubiera ganado algo de dinero. El caso es que pagó lo que su padre les debía y se marchó, para no causar problemas a la tía Henriette.
De haber sido ellos quienes le debieran dinero, no les hubiera exigido que se lo devolvieran inmediatamente. Para colmo, siempre estaban hablando de François, que si tu padre era de esa manera, que si a tu edad ya había conseguido labrarse un porvenir… Yo no soy mi padre, pensaba Maximilien indignado. Al cabo de un tiempo Augustin regresó a casa, hecho un hombre. Era indiscreto, vividor y le gustaba perseguir a las mujeres, aunque no tenía éxito.
—Es igual que su padre —decían las tías con admiración.
Cuando Charlotte dejó el convento donde estudiaba se instalaron en la rue des Rapporteurs. Maximilien trabajaba, Augustin se dedicaba a divertirse y Charlotte se ocupaba de la casa y criticaba a los dos.
Durante sus vacaciones escolares, Maximilien cumplía siempre con las visitas de rigor. Iba a ver al obispo, al abate y a los maestros de su primera escuela, para contarles sus progresos en el Louis-le-Grand. No lo hacía porque le encantara su compañía, sino porque sabía que más tarde necesitaría su ayuda. Así pues, cuando regresó de París pasó a formar parte del cuerpo de abogados del municipio de Arras y todo el mundo se portó muy amablemente con él. Porque, claro está, Maximilien no era su padre; no bebía, ofrecía siempre un aspecto impecable y era meticuloso. Era un orgullo para Arras, para el abate y para sus respetables tías que lo habían criado.
Le fastidiaba que ese impresentable de Rut no cerrara la boca de una vez… Había ciertas conversaciones, ciertas alusiones, ciertos pensamientos que le producían náuseas. Se sentía como si hubiera cometido un delito. A fin de cuentas, no era un delincuente, sino un juez.
Durante el primer año se ocupó de quince casos, una cifra superior a la media. Por regla general, preparaba los papeles con una semana de antelación, pero la víspera de la vista trabajaba hasta medianoche, hasta el amanecer si era necesario. Olvidaba todo lo que había hecho hasta entonces, dejaba sus papeles a un lado y repasaba todos los hechos desde el principio. Tenía un cerebro como la caja fuerte de un usurero: una vez que almacenaba en él un dato, no salía de allí. Sabía que intimidaba a sus colegas, pero qué iba a hacer. ¿Acaso pensaban que era incapaz de llegar a ser un excelente abogado?
Solía aconsejar a sus clientes que procuraran llegar a un acuerdo con la parte contraria fuera de los tribunales. Eso no le reportaba muchos beneficios ni a él ni a su oponente, pero sus clientes se ahorraban tiempo y dinero.
—Otros no son tan escrupulosos como tú —le decía Augustin.
Al cabo de cuatro meses fue nombrado juez. Era un honor, sin duda, pero Maximilien sospechaba que su nombramiento se debía a motivos turbios. Durante las primeras semanas comprobó que las cosas no funcionaban, y no vaciló en decirlo. El señor Liborel, que había apoyado su designación como miembro del cuerpo de abogados del municipio de Arras, opinaba que Maximilien había cometido ciertas meteduras de pata.
—Por supuesto —dijo Liborel—, estamos de acuerdo en que es necesario implantar algunas reformas, pero no conviene precipitarse.
Maximilien no pretendía molestar a nadie, pero lo cierto es que había conseguido que todos estuvieran enojados con él. No sabía por tanto si su cargo judicial se debía a sus méritos personales o si se trataba de una especie de soborno, de un ardid para manipularlo, o bien de un premio, de un favor, de una compensación… ¿una compensación por un daño que todavía no se había perpetrado?
Al fin llegó el día en que debía presidir un caso. Permaneció en vela toda la noche, con los postigos abiertos, contemplando las estrellas en el cielo. Alguien había dejado una bandeja entre sus papeles. Se levantó y cerró la puerta. Ni siquiera probó la comida. Se quedó observando la piel de una manzana, como si esperara verla pudrirse ante sus ojos.
Podrías morir como tu madre, discretamente. Recordaba perfectamente su rostro mientras yacía apoyada sobre las almohadas, esperando que la descuartizaran; también recordaba que una de las criadas le había dicho que iban a quemar las sábanas. O podrías morir como Henriette, solo, desangrándote, incapaz de pedir auxilio, paralizado de terror, mientras tu familia cena tranquilamente. O morir como el abuelo Carraut, viejo y decrépito, desmemoriado, preocupado por la herencia, charlando con el director de la fábrica sobre la edad de la madera de las barricas; echando en cara unos errores cometidos treinta años antes, o maldiciendo a su hija muerta por haberse quedado encinta. No era culpa del abuelo sino de su avanzada edad. Pero Maximilien no podía imaginar que un día se haría viejo.
¿Y si moría ahorcado? No quería ni pensar en ello. La muerte de un vulgar criminal podía durar media hora.
Luego trató de rezar, utilizando un rosario para no distraerse. Pero le recordaba una soga, y lo dejó caer suavemente al suelo. Siguió recitando: «Pater noster, qui es in coeli, Ave Maria, Ave Maria», para acabar con «Gloria Patri, et Filio, et Spiritui Sancto, Amen». Las pías sílabas formaban unas palabras sin sentido. ¿Pero qué es el sentido? Dios no iba a decirle lo que debía hacer. Dios no iba a ayudarle. Maximilien no cree en ese tipo de Dios. No es que sea ateo, simplemente es una persona adulta.
Había amanecido. Maximilien oyó el sonido de unas ruedas, el crujido de los arneses y el relincho del caballo que tira de un carro cargado con verduras para los que aún estén vivos a la hora de comer. Unos sacerdotes se disponían a celebrar misa. Sus hermanos se habían levantado, se habían lavado, habían puesto agua a hervir y habían encendido la lumbre. En el Louis-le-Grand, ya estaría sentado en clase. ¿Qué habría sido de sus compañeros? ¿Qué habría sido de Louis Suleau? Probablemente seguiría siendo tan impertinente y sarcástico como de niño. ¿Y Fréron? Sin duda gozaría de un elevado puesto en sociedad. Camille estaría todavía dormido, sin saber que había condenado su alma.
Brount se puso a gemir junto a la puerta. Al cabo de unos segundos oyó a Charlotte llamar al perro, y este se alejó de mala gana.
Maximilien abrió la puerta al barbero. Al ver la cara de su amable cliente, decidió permanecer con la boca cerrada. Al cabo de un rato el reloj dio las diez.
Maximilien decidió no presentarse. Tras aguardar diez minutos, ordenarían al alguacil que fuera a ver si aparecía, y al final le enviarían un recado; y él respondería que no iba a presentarse en el tribunal.
No podían sacarlo a rastras de su casa. No podían obligarlo a dictar sentencia.
Pero existía la ley, y si él era incapaz de aplicarla, hubiera debido dimitir el día anterior.
Las tres de la mañana. Tiene náuseas. Está empapado en sudor. Se arrodilla junto a la carretera y trata de vomitar. Los ojos le pican, la garganta la escuece. Pero tiene el estómago vacío. Hace veinticuatro horas que no ha probado bocado.
Al cabo de unos instantes se pone en pie. Desearía que alguien le cogiera de la mano para dejar de tiritar; pero cuando alguien se siente mal, nadie acude en su ayuda.
Si algún viandante lo hubiera visto en aquellos momentos avanzando por la carretera habría advertido que caminaba torpemente, arrastrando los pies. Maximilien trata de enderezarse, de dominar sus pies, pero es inútil. Su miserable cuerpo pretende enseñarle una lección: sé honesto contigo mismo.
Este es Maximilien Robespierre, abogado, soltero, un joven amable y educado con un brillante porvenir. Hoy, en contra de sus más arraigados principios, ha aplicado la ley y ha condenado a un criminal a morir ahorcado. Y ahora tendrá que apechugar con las consecuencias.
Un hombre consigue sobrevivir. Incluso aquí, en Arras, era posible hallar aliados, si no amigos. Joseph Fouché daba clases en el colegio oratoriano. Había pensado en hacerse sacerdote, pero al final había desechado la idea. Era profesor de física, y le interesaba todo lo moderno. Cenaba con frecuencia en casa de Maximilien, invitado por Charlotte. Al parecer, le había propuesto casarse con ella; en todo caso, existía una relación entre ambos. A Max le asombraba que una joven se sintiera atraída por Fouché, con sus esqueléticas piernas y unos ojos que prácticamente carecían de pestañas. Lo cierto es que no le caía nada bien, pero no podía meterse en la vida de su hermana.
Luego estaba Lazare Carnot, un capitán de ingenieros de la guarnición; un hombre mayor que Maximilien, de carácter reservado, resentido por la falta de oportunidades que se le ofrecían como plebeyo en las fuerzas de Su Majestad. Carnot solía acudir a las reuniones de la Academia, pensando en diversas fórmulas mientras ellos discutían sobre la forma del soneto. En ocasiones se ponía a hablar sobre el lamentable estado del Ejército mientras los miembros de la Academia se miraban divertidos.
Sólo Maximilien, que no sabía nada sobre cuestiones militares, lo escuchaba impresionado.
Cuando la señorita Kéralio pasó a formar parte de la Academia —el primer miembro femenino—, Maximilien pronunció un discurso en su honor sobre el talento de las mujeres y su papel en la literatura y en las artes.
—Llámeme Louise —le dijo ella más tarde.
Escribía novelas, mil páginas a la semana. Maximilien envidiaba su facilidad con la pluma.
—Escuche este pasaje —le decía ella a veces—, y deme su opinión.
Max jamás le expresaba su opinión, los escritores son muy susceptibles. Louise era una joven muy agraciada, y siempre llevaba los dedos manchados de tinta.
—Me marcho a París —le dijo un día—. No puedo seguir aquí. Me ahogo. ¿Por qué no me acompaña a París? ¿No? Bueno, pues al menos vayamos a pasar la tarde junto al río, para dar a estas buenas gentes motivos de cotilleo.
Louise pertenecía a la nobleza.
—El pobre Maximilien no tiene nada que hacer con ella —dijeron las tías.
—Por muy aristócrata que sea, no deja de ser una zorra —contestó Charlotte—. Quería que Maximilien le acompañara a París. Imaginaos.
Louise hizo las maletas y se fue en busca de un porvenir más esperanzador. Maximilien tuvo la vaga sensación de haber perdido el tren.
No obstante, todavía quedaba Anaïs, la hijastra de la tía Eulalie. Las dos tías la preferían a ella por encima de otras candidatas. Decían que tenía unos modos impecables.
Un día, la madre de un pobre cordelero se presentó en casa de Maximilien lamentándose de que habían metido a su hijo en la cárcel porque los benedictinos de Anchin lo habían acusado de robar. La mujer sostenía que las acusaciones eran falsas. El tesorero, el reverendo Brognard, era un ladrón y había tratado de acostarse con la hermana del cordelero, y no era la primera vez que…
—Sí —dijo Maximilien—. Cálmese. Tome asiento. Empecemos por el principio.
Era el tipo de cliente que solía acudir a él últimamente. Un hombre —o una mujer— común y corriente que tenía problemas con la Iglesia o el Estado. Naturalmente, no podían pagarle sus honorarios.
La historia del cordelero era increíble. No obstante, dijo Maximilien, veremos qué podemos hacer. Al cabo de un mes el reverendo Brognard fue acusado de malversación de fondos, y el cordelero se querelló contra la abadía por daños y perjuicios. Los benedictinos contrataron al señor Liborel, el abogado que había apoyado a Maximilien. Por encima de la gratitud, dijo este, tengo el deber de defender la verdad.
Palabras vanas. La mayor parte de los letrados se pusieron de lado de Liborel. El pleito se convirtió en una sucia pelea, y al final hicieron lo que Maximilien sospechaba que harían: ofrecer al cordelero más dinero del que ganaba en cinco años para que mantuviera la boca cerrada.
Evidentemente, después de aquel episodio las cosas no podían seguir como hasta entonces. Maximilien jamás olvidaría cómo habían conspirado todos contra él, denunciándole en la prensa local como un agitador anticlerical. ¿Él? ¿El protegido del abate? ¿El niño mimado del obispo? Perfectamente. De ahora en adelante ya no se molestaría en facilitar las cosas a sus colegas, ni en mostrarse amable y educado. Ya no le importaba lo que la gente opinara sobre él.
Fue designado presidente de la Academia de Arras, pero los aburría con sus peroratas sobre los derechos de los niños ilegítimos. Como si no existieran otras injusticias en el universo, protestó uno de los miembros.
—Si tu madre y tu padre se hubieran comportado como es debido —le había dicho el abuelo Carraut—, tú no hubieras nacido.
Al revisar las cuentas, Charlotte observaba que el precio de la conciencia de su hermano aumentaba de mes en mes.
—Por supuesto —replicaba Maximilien—. Es lógico.
De vez en cuando Charlotte le soltaba un sermón, demostrándole que ni siquiera su hermana lo comprendía.
—Esta casa no es un hogar —decía Charlotte—. Jamás hemos tenido un hogar. A veces estás tan preocupado que apenas me diriges la palabra. Es como si no existiera. Soy una buena administradora, pero nunca me felicitas por ello. Soy una excelente cocinera, pero la comida no te interesa. Cuando invito a un amigo y nos ponemos a charlar o sacamos las cartas, tú coges un libro y te retiras a un rincón.
Maximilien esperaba pacientemente que a su hermana se le pasara el enfado. Últimamente estaba siempre de mal humor. Era lógico. Fouché le había propuesto matrimonio —o algo por el estilo— y luego la había dejado plantada. Maximilien estaba convencido de que a la larga su hermana se alegraría de no haberse casado con ese tipo.
—Lo siento —respondía Maximilien—. Trataré de ser más sociable. Estoy agobiado por el trabajo.
—Un trabajo por el que ni siquiera te pagan —le reprochaba Charlotte.
Según le dijo, en Arras tenía fama de débil y de que no le interesaba el dinero, lo cual sorprendió a Maximilien, pues se consideraba inteligente y un hombre de principios. Su hermana lo acusó de enemistarse con las personas que podían ayudarlo en su carrera, y él trataba de explicarle los motivos por los que no podía aceptar la ayuda de esa gente. Maximilien opinaba que su hermana exageraba. A fin de cuentas, ganaba lo suficiente para poder comer y pagar las facturas.
Charlotte siempre acababa llorando.
—Te casarás con Anaïs y me dejarás sola —le decía.
Sus colegas lo acusan de soltar «discursos políticos» en los tribunales. Naturalmente. Todo es política. El sistema está corrompido. La justicia es una farsa.
«30 de junio de 1987:
»Se ordena suprimir las frases injuriosas contra los jueces y la ley, contenidas en un informe firmado por el abogado Robespierre. El presente decreto será publicado en Arras.
»Por orden de los magistrados de Bêthune».
De vez en cuando aparece un rayo de luz en medio de las tinieblas. Un día, al salir del tribunal, se le acercó un joven abogado llamado Hermann y le dijo:
—Empiezo a pensar que tiene usted razón, Robespierre.
—¿Sobre qué?
El hombre lo miró perplejo y contestó:
—Sobre todo.
Maximilien escribió un ensayo para la Academia de Metz que decía así:
«La principal fuente de energía en una república es la virtud, el amor hacia las leyes y la patria. Por consiguiente, el bien general debe prevalecer sobre los intereses particulares y las relaciones personales… Todos los ciudadanos participan en el poder soberano… y por tanto, no pueden absolver a su mejor amigo si la seguridad del Estado exige que este sea condenado».
Tras escribir ese párrafo, Maximilien dejó la pluma y pensó: «Eso es muy fácil de decir porque no tengo un amigo». Luego comprendió que estaba equivocado, tenía a Camille.
Buscó la última carta que había recibido de él. Estaba escrita en griego y en ella le hablaba sobre una mujer casada. Camille había utilizado una lengua muerta para ocultar su tristeza, su confusión y su dolor; al obligar al destinatario a traducirla, le daba a entender que su vida era un mero pasatiempo, algo que sólo existía cuando la plasmaba por escrito en una hoja de papel y la echaba al correo. Era una lástima que Camille no sentara la cabeza, pensó Max. Deseaba volver a verlo… Deseaba que todo le fuera bien.
Se ha impuesto la tarea de denunciar, una por una, todas las iniquidades del sistema, todas las mezquindades de las gentes de Arras. Nadie puede acusarlo de no tratar de comportarse como es debido, de no tratar de adaptarse. Siempre se ha mostrado amable y cortés con sus colegas. Si alguna vez ha arremetido contra ellos ha sido para obligarlos a rectificar; jamás ha sido un hombre violento. Pero lo que pide es imposible: les pide que reconozcan que el sistema dentro del que han vivido siempre es falso y corrompido.
En ocasiones, cuando se enfrenta a un estúpido oponente o a un pomposo magistrado, tiene que hacer verdaderos esfuerzos por reprimir el deseo de asestarles un puñetazo. Cada mañana, al abrir los ojos, dice:
—Dios mío, ayúdame a soportar este día.
Reza para que ocurra algo que le ahorre esas interminables, corteses y absurdas recriminaciones, que le impida dilapidar su juventud, su inteligencia y su coraje. Max, no puedes devolver el dinero que te ha pagado ese hombre. Es pobre, no puedo cobrárselo. ¿Qué te apetece para cenar, Max? No tengo ni idea. ¿Cuándo os vais a casar Anaïs y tú? Max sueña con arrojarse al mar y ahogarse.
No le gusta ofender a nadie. Se tiene por un hombre sensato, razonable y conciliador. Sabe zafarse de una disputa. Sabe sonreír enigmáticamente y negarse a hacer comentario alguno. Sabe salirse por la tangente. Pero de pronto surge la pregunta: «¿Desea usted que estalle una revolución, señor Robespierre?». «Sí, lo deseo. Es necesaria».