(1787)
Annette Duplessis era una mujer de recursos y había decidido resolver aquella misma tarde una situación que había llevado con elegancia durante cuatro años. A mediodía se había levantado viento, y por la casa silbaba una helada corriente que parecía presagiar la crisis que se avecinaba. Annette, pensando en su figura, se bebió un vaso de vinagre de sidra.
Cuando contrajo matrimonio con Claude Duplessis, hacía mucho tiempo, él le llevaba varios años; ahora parecía su padre. ¿Por qué se había casado con él? Era una pregunta que se hacía con frecuencia. La única respuesta que se le ocurría era que de joven había sido una muchacha muy seria, y con el paso de los años se había vuelto más frívola.
Cuando se conocieron, Claude se esforzaba en ascender en el escalafón del secretariado: de secretario a secas a secretario particular, a secretario extraordinario, a secretario in excelsis, a secretario-por-encima-de-todos-los-secretarios. Lo que más apreciaba Annette en él era su inteligencia y su dedicación al trabajo. El padre de Claude había sido herrero, y —aunque gozaba de una posición acomodada y desde el nacimiento de su hijo no se había acercado a una fragua— el éxito profesional de Claude le llenaba de orgullo.
Cuando Claude hubo alcanzado una sólida posición y podía pensar en casarse, se sintió inexplicablemente atraído por Annette, una chica de familia acaudalada, muy admirada por los hombres pero totalmente distinta de él. Esa diferencia entre ellos hizo que sus amigos pronosticaran un matrimonio fuera de lo común.
Claude habló poco cuando le propuso matrimonio. Lo suyo eran las cifras, no las palabras. De todos modos, a Annette le fascinaban las emociones fuertes, las que no podían expresarse con palabras. Claude controlaba sus gestos y sus esperanzas, y Annette imaginó que, debajo de ese admirable control, eran muchos los complejos e inseguridades que latían.
Una noche, seis meses más tarde, Annette salió al jardín en camisón, llorando desconsoladamente y exclamando: «¡Qué aburrido eres, Claude!». Todavía recordaba la hierba húmeda y el frío que le calaba los huesos mientras contemplaba las luces de la casa. Se había casado con él para liberarse de la rígida tutela de sus padres, pero estaba cansada de Claude. Al cabo de un rato, sin embargo, al comprender que podía coger una pulmonía si permanecía allí, entró de nuevo en casa, se lavó la cara y se tomó una tisana para tranquilizarse.
Después de este incidente, Claude la trató durante unos meses con cierta reserva. Incluso ahora, cuando estaba indispuesta o de un humor cambiante, su marido sacaba a relucir aquel episodio, explicándole que estaba acostumbrado a vivir con ella, pero que, de joven, su lunático temperamento lo había desconcertado.
Después de nacer las niñas, Annette tuvo una breve relación con un amigo de su marido. Era un abogado fornido, rubio, que ahora vivía en Toulouse. Estaba casado con una mujer gorda y rubicunda, y era padre de cinco hijas que asistían a una escuela de monjas. Annette no había repetido el experimento. Claude no se enteró nunca de su aventura. De haberlo sabido, quizá se hubiera comportado de otra manera, pero como no había sido así, Annette decidió que no merecía la pena intentarlo de nuevo.
Para abreviar —y para analizar un hecho que no debe ser catalogado como una «aventura»— diremos que Camille apareció en su vida cuando acababa de cumplir veintidós años. Stanislas Fréron —la familia de Annette conocía a la de Camille— lo llevó a casa de Annette. Camille aparentaba tener unos diecisiete años. Estudiaba derecho y no empezaría a ejercer de abogado hasta dentro de cuatro años. Una relación entre ellos parecía impensable. Su conversación era una serie de suspiros, pausas y vacilaciones. A veces le temblaban las manos y era incapaz de mirarla a los ojos.
—Es un joven brillante —dijo Stanislas Fréron—. Será muy famoso.
La presencia de Annette parecía aterrorizarlo, pero no impidió que siguiera visitándola.
Un día, Claude lo invitó a cenar junto a otros a los que seleccionó minuciosamente para poder lucirse exponiendo sus previsiones económicas para los próximos cinco años y relatar anécdotas sobre el abate Terray. Camille estaba tenso y silencioso. De vez en cuando rogaba al señor Duplessis que fuera más preciso y le demostrara cómo había llegado a esa cantidad. Claude pidió que le llevaran pluma, tinta y papel; apartó los platos y se puso a escribir. Los otros comensales lo miraron perplejos. Mientras Claude escribía y trataba de explicar su tesis, Camille rebatía sus simplificaciones y le formulaba una pregunta tras otra. Claude cerró los ojos momentáneamente. Las cifras brotaban de su pluma y se dispersaban sobre el papel.
—Querido, ¿no podrías…? —preguntó Annette, inclinándose hacia él.
—Un minuto…
—Si se trata de algo tan complicado…
—Aquí tiene, ¿lo ve?, está clarísimo…
—… hablar de ello más tarde.
Claude agitó el papel y dijo:
—No es más que una vaga aproximación. Pero el ministro tampoco es muy explícito, y eso le dará una idea de la situación.
Camille cogió el papel y lo examinó. Luego alzó los ojos y miró a Annette. Ella se sintió abrumada, desconcertada por la emoción que experimentó en aquellos momentos. Tras unos segundos, apartó los ojos y siguió charlando con los otros invitados, como si buscara consuelo en ellos. Lo que él no comprendía, dijo Camille, probablemente porque era un estúpido, era la relación entre los distintos ministerios y de dónde sacaban los fondos. No, respondió Claude, no era un estúpido. Si lo deseaba, él mismo podía sacarle de dudas.
Claude apartó la silla y se levantó de la mesa ante la atónita mirada de todos los presentes.
—Estoy seguro de que todos aprenderemos muchas cosas —dijo un subsecretario, aunque no parecía muy seguro de ello.
Cuando Claude pasó junto a Annette, esta trató de detenerlo.
—Sólo voy coger el frutero —dijo él.
Acto seguido regresó a su sitio y lo colocó en medio de la mesa. De pronto una naranja se cayó del frutero y empezó a rodar por el mantel. Sin apartar la vista del rostro de Claude, Camille la detuvo con la mano y luego la empujó lentamente hacia Annette, la cual, sonrojándose como una colegiala, la cogió con ternura. Entretanto, su marido se levantó para coger la sopera de una mesa auxiliar y una bandeja de verduras de manos de un sirviente.
—El frutero representa el erario público.
Claude se había convertido en el blanco de todas las miradas. Los invitados enmudecieron.
—Y la sopera representa el Ministerio de Justicia, que es, al mismo tiempo, el Guardasellos.
—Claude… —dijo Annette.
Pero su marido no le hizo caso. Fascinados, los invitados seguían los movimientos de las fuentes y bandejas sobre el mantel. Súbitamente, Claude arrebató la copa de vino al subsecretario, dejándolo con la mano en el aire como si fuera a tocar el arpa. Miró a Claude con enojo, pero este ni siquiera se percató.
—Digamos que este salero es el secretario del ministro.
—No sabía que fuera tan poquita cosa —observó Camille.
—Y estas cucharas son los certificados del Tesoro. Pues bien…
Sí, dijo Camille, pero era preciso clarificar los conceptos, explicarlos detalladamente. Nada más fácil, respondió Claude, moviendo ligeramente la jarra de agua para rectificar las proporciones.
—Es mejor que una función de títeres —murmuró alguien.
—No me extrañaría que la sopera se pusiera a hablar.
Annette observó horrorizada mientras Camille manipulaba a Claude a su antojo y los invitados presenciaban boquiabiertos la escena, sin poder comerse el postre porque carecían de platos y cubiertos. Estaba convencida de que la noticia correría por toda la ciudad, de un ministerio a otro, llegando incluso a los tribunales de justicia. Rogó a Dios que hiciera algo para detener a Camille, pero fue inútil. Ni un incendio habría conseguido detenerlo.
Entretanto, mientras Annette bebía unos sorbos de vino para dominar sus nervios, los abrasadores ojos de Camille se clavaban en los suyos. Al fin, tras disculparse, Annette se levantó de la mesa y abandonó el comedor. Se dirigió a su cuarto y permaneció diez minutos sentada ante el tocador, abrumada por sus pensamientos. Al mirarse en el espejo se asombró al observar la expresión de sus ojos, como si estuviera sumida en un trance. ¿Cuántos años hacía que Claude y ella no dormían juntos?, pensó, tratando de calcular el déficit de su vida. Claude dice que si esta situación se prolonga hasta 1789, el país se irá al carajo y nosotros también. Annette observa reflejados en el espejo sus grandes ojos azules arrasados en lágrimas, que se apresura a enjugar. Quizá he bebido demasiado, se dice; quizá todos hemos bebido demasiado, excepto ese condenado muchacho a quien jamás perdonaré por haber arruinado la cena y haber puesto en ridículo a Claude. Pero ¿qué hago sosteniendo esta naranja?, se pregunta Annette, contemplando su mano como lady Macbeth. ¡En nuestra propia casa!
Cuando regresó al comedor, la función había terminado. Los invitados comían unas pastas. Claude le dirigió una mirada inquisitiva, como preguntándole donde se había metido. Parecía muy animado. Camille estaba silencioso, exhibiendo una expresión que, de haberse tratado de una de sus hijas, Annette no habría dudado en calificar de tímida. Los demás parecían tensos. Luego se sirvió el café, negro y amargo, como las oportunidades que uno desaprovecha en la vida.
Al día siguiente, Claude comentó a Annette que había sido una velada muy interesante, mucho más que la mayoría de cenas que solían ofrecer, y que le gustaría que volviera a invitar al joven cuyo nombre no recordaba en aquellos momentos. Un muchacho encantador, era una lástima ese tartamudeo que quizá se debiera a su torpeza. Claude deseaba que no se hubiera llevado una mala impresión sobre cómo funcionaban las cosas en el Tesoro.
Qué angustiosa debe ser, pensó Annette, la situación de los imbéciles que saben que son imbéciles; y qué agradable debe ser, en comparación con ellos, la situación de Claude.
La próxima vez que Camille fue a visitarlos, miró a Annette con más discreción. Era como si ambos hubieran acordado no precipitar las cosas. Es interesante, pensó ella, muy interesante.
Dijo a Annette que en realidad no deseaba ser abogado, pero ¿qué iba a hacer? Se sentía atrapado por las condiciones de su beca, y al igual que Voltaire, no deseaba dedicarse a otra profesión que no fuera la de escritor.
—Estoy harta de oír el nombre de Voltaire —contestó Annette—. En el futuro, los escritores serán un lujo. Tendremos que trabajar muy duro, y no dispondremos de tiempo para distraernos con otras cosas. Tendremos que imitar a Claude.
Camille se pasó la mano por el pelo. Era un gesto tonto pero encantador, pensó Annette.
—No lo creo —contestó Camille—. Ni usted tampoco. En el fondo de su corazón, está convencida de que todo seguirá como hasta ahora.
—Usted no sabe lo que oculto en el fondo de mi corazón.
A medida que transcurrían los días, Annette comprendió que aquella situación era absurda. No sólo por la diferencia de edad sino por todo en general. Los amigos de Camille eran unos actores sin trabajo, o bien unos oscuros oficinistas. Tenían hijos ilegítimos, sostenían opiniones subversivas, y cuando la policía los perseguía se marchaban al extranjero. Por otra parte, no sabía nada sobre su vida íntima.
Camille se convirtió en un visitante asiduo. En ocasiones, Claude le invitaba, con otros amigos, a pasar el fin de semana en la casa de campo que tenían en Bourg-la-Reine. Sus hijas, pensó Annette, sentían un gran afecto por él.
Desde hacía dos años, Camille y Annette se veían con mucha frecuencia. Una amiga de Annette, muy mundana y experta en esos asuntos, le dijo que Camille era homosexual. Annette no lo creyó, pero tomó nota de ello para esgrimirlo en defensa propia en caso de que su marido protestara. Pero ¿por qué iba a protestar su marido? Camille era simplemente un joven que iba a visitarlos con frecuencia. No había nada entre ellos.
Un día, Annette le preguntó:
—¿Sabes algo sobre las flores silvestres?
—Un poco.
—Lucile cogió una flor en Bourg-la-Reine y me preguntó qué era. Como no tenía la menor idea, le dije que te lo preguntaría a ti.
Se sentó junto a Camille, sosteniendo un diccionario en el que había guardado la flor junto a la lista de la compra y unas facturas. Abrió el libro con cuidado para que los papeles no cayeran al suelo, y le mostró la flor. Tras examinarla detenidamente, Camille dijo:
—Creo que se trata de una planta venenosa.
Luego trató de besarla. Sorprendida, Annette se apartó de un salto y el diccionario cayó al suelo. Habría sido muy fácil darle un bofetón, pero eso era una vulgaridad. Siempre había deseado abofetear a alguien, pero hubiera preferido que fuera una persona más robusta. El caso es que, entre una cosa y otra, el momento pasó. Annette se puso en pie.
—Lo lamento —dijo Camille—. Ha sido una indelicadeza.
Temblaba ligeramente.
—¿Cómo se ha atrevido a semejante cosa?
—Porque la deseo, Annette.
—Eso es imposible —respondió ella. A sus pies, junto a una factura del sombrerero, yacían unos versos que le había enviado Camille y que ella había decidido ocultar a Claude. Camille sería incapaz de preguntarle el precio de un sombrero, pensó Annette. Estaba tan turbada que se giró hacia la ventana (aunque hacía un día nublado), mordiéndose el labio para disimular su nerviosismo.
Había pasado un año desde su primer encuentro.
Conversaban sobre teatro, sobre libros y sobre la gente que conocían; aunque casi siempre terminaban hablando de lo mismo: de por qué no quería acostarse con él. Ella respondía lo de costumbre. Él la acusaba de tener unas ideas muy puritanas, de tener miedo de sí misma y de que Dios la castigara.
Ella pensaba (aunque no lo decía) que jamás había conocido a nadie que tuviera tanto miedo de sí mismo como él, y no le faltaban motivos.
Ella le aseguró que no cambiaría de opinión, pero que el debate podía prolongarse indefinidamente. No indefinidamente, contestó Camille, sino hasta que los dos fueran demasiado viejos y ya no les interesara. Los ingleses lo hacen en la Cámara de los Comunes, dijo Camille. Annette lo miró escandalizada. No, no lo que ella imaginaba, pero si alguien propone algo que te disgusta uno puede levantarse y exponer los pros y los contras de la cuestión hasta que la sesión termina. Puede durar años.
—En cierto aspecto —dijo Camille—, puesto que me gusta mucho conversar con usted, sería una forma muy agradable de pasar el tiempo. Pero el caso es que la deseo ahora.
Desde el día en que él intentó besarla, ella se mostraba siempre distante, aunque él no había vuelto a tocarla. Si le rozaba una mano accidentalmente, se apresuraba a disculparse. Es mejor así, decía Camille, teniendo en cuenta los caprichos de la naturaleza humana, que las tardes son muy largas, que las niñas habían ido a visitar a unas amigas, que las calles estaban desiertas y que en la habitación sólo se oía el tictac del reloj y el latir de sus corazones.
Annette había decidido poner fin a esa no-relación suavemente, sin precipitarse. Era preciso reconocer que tenía sus buenos momentos. Pero Camille se lo había contado a alguien, o un amigo de su marido había advertido algo entre ellos, y todo el mundo lo comentaba. Claude tenía muchos amigos. El asunto era comentado en los vestuarios (sobreseído en el Châtelet pero propuesto en los tribunales civiles como el escándalo del año, en el apartado de los escándalos de la pequeña burguesía); corría de boca en boca en los cafés más elegantes, y en el ministerio todo el mundo hablaba de ello. En la mente de los cotillas no existían las discusiones, las tentaciones, la angustia moral ni los escrúpulos. Ella era una mujer atractiva, un tanto talludita, y se aburría. Él era joven y persistente. ¿Cómo no iban a tener una aventura? ¿Desde cuándo duraba el asunto? ¿Acaso Duplessis no estaba enterado?
Claude puede que sea sordo, mudo y ciego, pero no es un santo ni un mártir. La palabra adulterio es muy fea. Ha llegado el momento de poner fin a esto, pensó Annette; de poner fin a lo que nunca había comenzado.
Recordaba un par de ocasiones en que creyó hallarse de nuevo en estado, antes de que Claude y ella decidieran dormir en habitaciones separadas. Tenía la sensación de estar embarazada, pero luego le vino la regla y comprendió que no lo estaba. Durante un par de semanas había pensado en la criatura, hasta había empezado a quererla. Pero todo había terminado bruscamente. Sin embargo, seguía pensando en la criatura. ¿Tendría los ojos azules? ¿A quién de los dos se habría parecido?
Por fin había llegado el día. Annette estaba sentada ante su tocador mientras su doncella la peinaba.
—Así no —dijo Annette—. Ese peinado no me sienta bien. Me hace vieja.
—¡Ni mucho menos! —contestó horrorizada la doncella—. Nadie diría que tiene más de treinta y ocho años.
—No me gusta aparentar treinta y ocho años —replicó Annette—. Prefiero un número más redondo. Digamos treinta y cinco.
—O cuarenta.
Annette tomó un sorbo de vinagre de sidra e hizo una mueca.
—Ha llegado su amigo —le anunció la doncella.
La lluvia batía con furia sobre la ventana.
En otra habitación, Lucile, la hija de Annette, abrió su nuevo diario, que se hallaba por estrenar. Estaba encuadernado en rojo, tenía un papel blanco satinado y una cinta para señalar la página.
«Anne Lucile Duplessis —escribió. Su caligrafía había cambiado ligeramente—. El diario de Lucile Duplessis, nacida en 1770, muerta en Volumen III. El año de 1786.
»En este momento de mi vida —siguió escribiendo— pienso en lo que significa ser reina. No la nuestra; otra más trágica. Pienso en María Tudor: “Cuando haya muerto y me abran hallarán Calais escrito en mi corazón”. Si yo, Lucile, muriera y me abrieran, hallarían escrita la palabra “aburrimiento”.
»En realidad prefiero a María Estuardo. Es mi reina favorita. Pienso en su resplandeciente belleza entre aquellos bárbaros escoceses. Pienso en los muros de Fotheringay, opresivos como una tumba. Es una lástima que no muriera joven. Es preferible que las personas mueran jóvenes, así se conservan radiantes y no engordan ni enferman de reumatismo».
Lucile dejó una línea en blanco. Tras una pausa, continuó escribiendo:
«Pasó su última noche escribiendo cartas. Envió un brillante a Mendoza, y otro al rey de España. Cuando hubo terminado de escribir las cartas y las hubo sellado, permaneció sentada, con los ojos abiertos, mientras sus servidoras rezaban.
»A las ocho fue a buscarla el capitán preboste. Al despedirse, María leyó con voz serena las oraciones de los moribundos. Sus servidores se arrodillaron cuando entró en el gran salón, vestida de negro, con un crucifijo de marfil en su marfileña mano.
»Trescientas personas habían acudido para presenciar su ejecución. María entró por una pequeña puerta lateral, compuesta y serena. El patíbulo estaba cubierto con un paño negro. Habían colocado un cojín negro para que se arrodillara sobre él. Pero cuando sus servidores le quitaron la capa negra, comprobaron que llevaba un vestido escarlata. El color de la sangre».
Lucile dejó la pluma. Empezó a pensar en sinónimos. Bermellón. Cereza. Encarnado. Se le ocurrían frases como al rojo vivo, al rojo blanco.
Cogió la pluma de nuevo y escribió:
«¿En qué debía pensar mientras apoyaba la cabeza sobre el tajo? ¿Mientras aguardaba a que el verdugo se colocara junto a ella? Pasaron unos segundos, que debieron parecerle años.
»El primer hachazo abrió una profunda herida en la cabeza de la Reina. El segundo no consiguió separar la cabeza del tronco pero dejó el suelo manchado de sangre. El tercer hachazo hizo rodar su cabeza por el patíbulo. El verdugo la cogió y la sostuvo en alto para que la vieran todos los presentes. Los labios de María aún se movían, y siguieron moviéndose durante un cuarto de hora.
»Aunque ignoro quién calculó el tiempo que tardó en morir la desdichada Reina».
En aquel momento entró su hermana Adèle.
—¿Estás escribiendo tu diario? —le preguntó—. ¿Me dejas que lo lea?
—Sí; pero no te dejo que lo leas.
—Oh, Lucile —respondió su hermana, riendo.
Adèle se sentó en una silla. Lucile la miró, tratando de concentrarse en el presente. Se está abandonando, pensó Lucile. Si yo fuera una mujer casada, aunque fuese por poco tiempo, no pasaría las tardes en casa de mis padres.
—Me siento sola —dijo Adèle—. Estoy aburrida. No puedo ir a ningún sitio porque hace poco que he enviudado y aún estoy de luto.
—Esto es muy aburrido —observó Lucile.
—Aquí todo sigue como de costumbre, ¿no es cierto?
—Excepto que Claude casi nunca está en casa. Lo cual da a Annette más oportunidad de verse con su amigo.
Tenían la impertinente costumbre, cuando estaban solas, de referirse a sus padres por su nombre de pila.
—¿Y cómo está su amigo? —inquirió Adèle—. ¿Todavía te ayuda con el latín?
—He dejado el latín.
—Qué lástima. Ya no tienes una excusa para reunirte con él.
—Te odio, Adèle.
—No me extraña —respondió su hermana sonriendo—. Soy mucho más madura que tú. Mi marido me dejó una fortuna. Y soy más inteligente y más culta que tú. Cuando me quite el luto voy a divertirme por todo lo alto, mientras tú languidecerás pensando en ese hombre.
—No es cierto —replicó Lucile.
—¿No sospecha Claude lo que se cuece aquí entre Annette y su amigo y su amigo y tú?
—No se cuece nada. No sucede absolutamente nada.
—Quizá no en el sentido más crudo de la palabra —respondió Adèle—. Pero estoy segura de que Annette acabará sucumbiendo, aunque sea por cansancio. Y tú… tenías doce años cuando lo viste por primera vez. Los ojos te hacían chiribitas.
—¡No es cierto!
—Es exactamente el tipo de hombre que deseas —dijo Adèle—, aunque no creo que María Estuardo se hubiera enamorado de él.
—Nunca me mira —contestó Lucile—. Cree que soy una niña. Ni siquiera se da cuenta de que existo.
—Te equivocas —dijo Adèle. Luego señaló las puertas del salón y añadió—: Anda, asómate y cuéntame lo que sucede.
—No puedo entrar ahí.
—¿Por qué? Si sólo están charlando no creo que se enfaden. Y si no… eso es precisamente lo que queremos averiguar, ¿no es cierto?
—¿Por qué no entras tú?
Adèle miró a su hermana como si estuviera loca.
—Porque tú tienes un aire más inocente que yo.
Lucile comprendió que su hermana tenía razón. Adèle la observó dirigirse hacia el salón, caminando sigilosamente con sus escarpines de raso. De pronto imaginó el extraño rostro de Camille. Si ese hombre no nos lleva a la perdición, pensó, romperé mi bola de cristal y me dedicaré a hacer punto.
Camille llegó puntualmente a las dos. Annette le preguntó, en tono ofensivo, si no tenía nada mejor que hacer con sus tardes. Camille creyó que no merecía la pena responder a esa pregunta, pero presintió por dónde iban los tiros.
Annette había decidido emplear a fondo un aspecto de sí misma que sus amigos denominaban una «mujer espléndida», que consistía en pasearse por la habitación con porte digno y sonreír despectivamente.
—Existen ciertas normas y tú te niegas a observarlas —dijo—. Sé que le has contado a alguien lo nuestro.
—Pero si no hay nada que contar —respondió Camille, jugueteando con un mechón de pelo.
—Claude lo descubrirá.
—Pero si no hay nada que descubrir —insistió Camille—. A propósito, ¿cómo está Claude?
—Enojado —contestó Annette distraídamente—. Muy enojado. Ha invertido mucho dinero en la planta de agua potable de los hermanos Périer, pero el conde de Mirabeau ha redactado un panfleto contra dicho proyecto y las acciones han bajado.
—Sin duda lo ha hecho por el bien de la gente. Admiro mucho a Mirabeau.
—No me extraña. Si un hombre es un canalla, un inmoral… No me distraigas, Camille.
—Creí que deseabas que te distrajera.
Annette trataba de mantener las distancias, situándose de vez en cuando detrás de una mesa.
—Esto tiene que terminar —dijo con firmeza—. No quiero que sigas viniendo. La gente empieza a murmurar. Estoy harta de que hagan presunciones. ¿Qué te hizo creer que iba a renunciar a la seguridad de mi matrimonio por una sórdida relación contigo?
—No lo sé.
—¿Crees que estoy enamorada de ti? ¡No seas fatuo!
—Huyamos, Annette. Esta noche.
Ella estuvo a punto de acceder.
Camille se levantó, como si fuera a sugerirle que empezara a hacer el equipaje. Annette dejó de pasearse por la habitación y se detuvo frente a él. Lo miró fijamente y apoyó una mano en su hombro.
Él la sujetó por las muñecas y se acercó a ella. Sus cuerpos se tocaron. El corazón de Camille latía aceleradamente. Annette temió que fuera a darle un síncope. Lo miró unos instantes a los ojos, y después sus labios se rozaron. Al cabo de unos segundos, Annette hundió los dedos en el cabello de su enamorado y lo atrajo hacia ella.
De pronto oyeron un grito a sus espaldas.
—¡De modo que es cierto! —exclamó Lucile—. En el sentido más crudo de la palabra, tal como dice Adèle.
Annette se separó bruscamente de Camille y se giró, pálida. Camille miró a Lucile con más interés que asombro, sonrojándose levemente. Lucile permanecía inmóvil, anonadada.
—No hay nada de censurable en ello —dijo Camille—. ¿De veras piensas eso? Es muy triste.
Lucile dio media vuelta y salió precipitadamente de la habitación. Annette lanzó un suspiro de alivio. Dios sabe lo que hubiera sucedido si la escena se hubiera prolongado. Me estoy comportando como una estúpida, pensó.
—Vete de mi casa, Camille —le ordenó—. Si vuelves a acercarte a mí, haré que te arresten.
Camille la miró asustado. Luego retrocedió lentamente, como si se despidiera de la Reina. Annette deseaba gritarle: «¿En qué piensas ahora?». Pero estaba tan asustada como él.
—¿Es esta tu última locura? —preguntó D’Anton a Camille—. ¿O piensas cometer alguna más?
De algún modo —sin saber cómo—, D’Anton se ha convertido en el confidente de Camille. Lo que este acaba de contarle es absurdo, peligroso y depravado.
—Pero tú me dijiste que cuando pretendías conquistar a Gabrielle cultivaste la amistad de su madre —protestó Camille—. Todo el mundo lo vio. Le hablabas en italiano y le dirigías fogosas miradas.
—Sí, pero eso es lo que hace todo el mundo. Es un juego inofensivo, necesario, socialmente aceptado. No tiene nada que ver con lo que tú pretendes. Conquistar a la hija para seducir a la madre.
—Creo que sería mejor que me casara con la hija —contestó Camille—. Sería más permanente. Pasaría a formar parte de la familia. Si me convierto en su yerno, Annette no podrá hacer que me arresten.
Al día siguiente, Lucile recibió una carta. Nunca averiguó cómo llegó hasta allí; se la trajeron de la cocina. Debieron entregársela a uno de los criados. Lo lógico es que se la hubieran entregado directamente a la señora, pero tenían una nueva sirvienta que era una ignorante.
Cuando hubo leído la carta se quedó perpleja. Luego volvió a leerla, la dobló y la guardó entre las páginas de un volumen de poesías pastoriles. Seguidamente la sacó y la colocó entre las Cartas persas de Montesquieu. Era tan extraña que parecía proceder de Persia.
Tan pronto como hubo colocado el libro en la estantería, deseó tener de nuevo entre sus manos la carta, sentir el tacto del papel, contemplar su letra… Camille escribe maravillosamente, pensó. La carta contenía unas frases que la habían dejado sin aliento. Unas palabras que parecían tener alas. Unos párrafos luminosos. Cada palabra parecía estar suspendida de un hilo, parecía refulgir como un brillante.
Dios mío, pensó Lucile, recordando con vergüenza sus diarios. Y yo creía que dominaba la prosa…
Trataba de no pensar en el contenido de la carta. No creía que fuera dirigida a ella, aunque todo parecía indicar que ella era la destinataria.
En efecto, era ella —su alma, su rostro, su cuerpo— quien había inspirado esa prosa. Uno no puede examinar su alma para comprobar si realmente es tan admirable; incluso le resultaba difícil ver su cuerpo y su rostro. Los espejos de la casa estaban colgados demasiado altos, probablemente por orden de su padre, de modo que sólo alcanzaba a verse la cabeza, lo cual le producía un extraño efecto. Tenía que ponerse de puntillas para ver un trozo de su cuello. Sin duda había sido muy bonita de niña, al igual que su hermana Adèle. El año pasado se había producido un cambio espectacular.
Sabía que para muchas mujeres la belleza era una cuestión de esfuerzo, un gran ejercicio de paciencia y habilidad. Requería astucia y dedicación, una singular honradez y una total ausencia de vanidad. Así, aunque no fuera precisamente una virtud, podría decirse que era un mérito.
Pero Lucile no podía atribuirse ese mérito.
A veces le irritaba su belleza, del mismo modo que a algunos les irrita ser perezosos o morderse las uñas. Hubiera querido tener que esforzarse en aparecer bella, pero no era necesario. Temía que la gente la juzgara por algo que ella no podía remediar. Un día oyó decir a una amiga de su madre: «Las muchachas que tienen ese aspecto a su edad, cuando cumplen veinticinco años no valen nada». Lo cierto es que Lucile no puede imaginar qué aspecto tendrá a los veinticinco años. En estos momentos tiene dieciséis, y la belleza es tan definitiva como una señal de nacimiento.
Dado que tenía la tez muy pálida, como si viviera en una torre de marfil, Annette la había convencido de que se empolvara su negro cabello y se lo sujetara con cintas y flores para realzar sus hermosos pómulos. En el fondo, Annette deseaba contemplar en su hija su propio rostro de muñeca. Más de una vez, Lucile había imaginado que era una de las muñecas de porcelana que tenía su madre de niña, vestida de seda y colocada en una estantería; una muñeca demasiado frágil y valiosa para dejar que otros niños jugaran con ella.
En general, la vida era muy aburrida. Lucile recordaba cuando, tiempo atrás, su mayor diversión consistía en ir de gira, hacer una excursión al campo o pasearse una tarde en barca por el río. Un día sin clases, cuando se rompía la monotonía y hasta olvidaba qué día de la semana era. Los domingos por la mañana se levantaba temprano para mirar el cielo y comprobar qué tiempo hacía. Había ciertas horas en que pensaba: «La vida es realmente así». Suponía que la felicidad consistía en eso, y era cierto. Luego regresaba por la tarde, cansada, y las cosas seguían como siempre. Se decía: «La semana pasada, cuando fui al campo, me sentí feliz».
Ahora ya no le hacían ilusión esas excursiones domingueras; el río siempre tenía el mismo aspecto, y si llovía y tenía que quedarse en casa, ello no constituía un desastre. Después de su infancia (cuando se dijo: «mi infancia ha terminado»), los sucesos que acaecían en su mente eran infinitamente más interesantes que lo que pudiera suceder en casa de los Duplessis. Cuando le fallaba la imaginación, se paseaba por las habitaciones, triste y desanimada, pensando en cosas negativas. Se alegraba cuando llegaba la hora de meterse en la cama y le costaba levantarse por las mañanas. La vida le parecía tan insoportablemente vacía y monótona que ni siquiera tenía ganas de escribir en su diario.
Ni coger la pluma: Anne Lucile Philippa, Anne Lucile. Me fastidia hacer esto, me fastidia que una joven con tu educación y tu refinamiento no tenga nada mejor que hacer —tocar el piano, bordar, ir a dar un paseo—, que desear estar muerta, alimentar esas morbosas fantasías, esos siniestros pensamientos, esas imágenes de horcas, cuchillos, y el amante de tu madre con ese aire que tiene de medio muerto y sus labios gruesos y sensuales. Anne Lucile. Anne Lucile Duplessis. Se miró en el espejo y sonrió; luego inclinó la cabeza hacia atrás, mostrando el largo y pálido cuello que según su madre destrozaría el corazón de sus admiradores.
El día anterior, Adèle había sacado el tema. Luego, Lucile había entrado en el salón y había visto a su madre introducir la lengua entre los dientes de su amante, hundir los dedos en su cabello y acariciar sus delgadas y elegantes manos. Lucile recordaba las manos de Camille, recorriendo el papel con su índice, acariciando su letra, diciendo, Lucile, preciosa, esto debería figurar en ablativo, y me temo que Julio César jamás imaginó las cosas que sugiere tu traducción.
Hoy, el amante de su madre le había propuesto matrimonio. Cuando algo —un hecho maravilloso, extraordinario— nos arranca de la monotonía, debemos sentirnos muy afortunados.
Claude:
—He dicho mi última palabra sobre esa cuestión. Confío en que ese joven tenga la sensatez de aceptarla. No sé lo que le impulsó a proponerle semejante cosa. ¿Acaso lo sabes tú, Annette? Hace un tiempo, quizá lo habría aceptado. Reconozco que cuando lo conocí me pareció un muchacho muy inteligente, ¿pero de qué sirve la inteligencia si uno es un canalla, un desequilibrado? Tiene una reputación terrible… No, no y no. Me opongo terminantemente.
—Lo suponía —contestó Annette.
—Francamente, no alcanzo a comprender… No salgo de mi gran asombro.
—Yo tampoco.
Claude había pensado en enviar a Lucile a casa de unos parientes. Pero temía que la gente empezara a murmurar, que creyeran que su hija había hecho algo que no debía hacer.
—¿Y si…?
—Sigue —dijo Annette, impaciente.
—¿Y si la presentara a unos jóvenes inteligentes y educados?
—Es demasiado joven para casarse. Y muy vanidosa. Pero haz lo que creas conveniente, Claude. A fin de cuentas, eres su padre.
Después de tomarse una copa de coñac, Annette mandó llamar a su hija.
—La carta —dijo, chasqueando los dedos.
—No la llevo encima.
—¿Dónde la has guardado?
—En las Cartas persas.
—¿Por qué no la guardas en mi ejemplar de Las relaciones peligrosas? —preguntó Annette, sonriendo despectivamente.
—No sabía que tuvieras ese libro. ¿Puedo leerlo?
—No. Quizá siga los consejos que da el autor en el prólogo y te regale un ejemplar el día de tu boda. Cuando tu padre y yo encontremos un marido adecuado para ti, dentro de un tiempo.
Lucile no contestó. Qué bien disimula, pensó —con ayuda de una copita de coñac— el golpe que ha recibido. Casi sentía deseos de felicitarla.
—Fue a ver a tu padre —dijo Annette—. Le dijo que te había escrito. No volverás a verlo. Si te escribe otras cartas, debes entregármelas.
—¿Acepta la situación?
—Eso no importa.
—¿No se le ocurrió a papá que debía consultarme?
—¿Por qué iba a hacerlo? Eres una niña.
—Creo que debería hablar con papá y contarle ciertas cosas.
—Quieres hacerme daño, ¿no es cierto? —dijo Annette, sonriendo con tristeza.
—Es lo que te mereces —contestó Lucile. Sentía un nudo en la garganta que apenas le permitía hablar—. Necesito tiempo para reflexionar. Es lo único que pido.
—Yo te pido a cambio que seas discreta. ¿Qué es lo que crees que sabes, Lucile?
—Nunca he visto a papá besarte de esa forma. Jamás había visto a nadie besar a alguien de esa forma. Supongo que te habrá alegrado la semana.
—A ti también te la ha alegrado —respondió Annette, levantándose de la silla. Luego se puso a arreglar unas flores que había en un florero—. Debimos enviarte a un convento. Aún podemos hacerlo.
—Más pronto o más tarde tendréis que dejarme salir.
—Sí, pero entretanto no tendrás ocasión de espiar a la gente y practicar el arte de la manipulación —contestó Annette—. Supongo que hasta que entraste en el salón pensabas que yo era una mujer inteligente y sofisticada, incapaz de cometer una imprudencia.
—No. Hasta que entré en el salón pensé que llevabas una vida de lo más monótona y aburrida.
—Quisiera pedirte que olvides lo ocurrido durante los últimos días —dijo Annette, girándose para mirar a su hija—. Pero no lo harás, porque eres testaruda y vanidosa y quieres aprovecharte de la situación.
—No te estaba espiando —replicó Annette—. Fue Adèle quien me sugirió que entrara. ¿Qué pasaría si aceptara casarme con él?
—Eso es impensable —contestó su madre.
—No creas. El cerebro humano es extraordinario.
Lucile se inclinó para coger una rosa que se le había caído a su madre de las manos. Se chupó una gota de sangre en el dedo y pensó: «Puede que lo haga, y puede que no». En cualquier caso, recibirá más cartas. No volverá a utilizar el tomo de Montesquieu para ocultarlas sino las disertaciones de Mably de 1768: Dudas sobre el orden natural de las sociedades. Las cuales, de pronto, le parecen enormes.