I. Teoría de la ambición

(1784-1787)

El Café du Parnase era conocido por sus clientes como el Café de l’École puesto que daba al quai de ese nombre. Desde sus ventanas se distinguía el río y el Pont-Neuf, y a lo lejos las torres de los tribunales de justicia. El propietario del café era un tal señor Charpentier, inspector de Hacienda, el cual había montado dicho local como distracción y para redondear sus ingresos. Cuando los tribunales cerraban y el café se llenaba de clientes, el señor Charpentier se echaba un paño blanco sobre el brazo y atendía personalmente las mesas. Si no tenía mucho trabajo, se servía un vaso de vino y se sentaba a charlar con sus clientes habituales. En general, en el Café de l’École se hablaba de temas áridos, de carácter legalista, pero la clientela no era totalmente masculina. De vez en cuando entraba una mujer, que recibía encendidos piropos pronunciados en tono irónico.

Angélique, la esposa del señor Charpentier, había sido, antes de casarse, Angelica Soldini. Sería interesante poder afirmar que la italiana gozaba todavía de una vida secreta bajo la fría apariencia de matrona parisina. Pero lo cierto es que Angélique seguía hablando a gritos y gesticulando, luciendo vestidos negros y cultivando su fervor religioso y su carnalidad. Bajo estos aparatosos rasgos, sin embargo, se ocultaba una mujer prudente, ahorradora y dura como el granito. Acudía al café todos los días, y cuando un cliente le escribía un soneto y se lo regalaba, ella lo doblaba cuidadosamente y decía, sonriendo emocionada: «Lo leeré más tarde».

Su hija, Antoinette Gabrielle, tenía diecisiete años cuando apareció por primera vez en el café. Era más alta que su madre, tenía una hermosa frente, y los ojos marrones y profundos. Sonreía tímidamente, mostrando su blanca dentadura y apartando la cabeza. Su pelo castaño, lustroso y abundante, le caía por la espalda como una capa de piel, exótico y vivo.

Pero Gabrielle no era tan atractiva como su madre. Cuando se hacía un moño, el peso de su cabellera hacía que se le cayeran las horquillas. Caminaba a zancadas, respiraba con la boca abierta y se sonrojaba fácilmente; hablaba de cosas intrascendentes y su educación, típicamente católica, era deficiente y pintoresca. Tenía la energía de una lavandera, y una piel —según decían todos— como la seda.

La señora Charpentier llevaba a Gabrielle al café para que la vieran los hombres que podían pedirla en matrimonio. Tenía también dos hijos varones: Antoine, que estudiaba derecho, y Victor, que estaba casado y se ganaba muy bien la vida como notario. Así pues, sólo quedaba la chica. Todo parecía indicar que Gabrielle se casaría con uno de los jóvenes abogados que frecuentaban el café. Ella aceptaba dócilmente su destino aunque se lamentaba un poco de los años de testamentos, infracciones e hipotecas que le aguardaban. Su marido probablemente le sobrepasaría unos años, pero esperaba que fuera apuesto, que gozara de una sólida posición y que fuera generoso y atento; en pocas palabras, un hombre distinguido. Así pues, cuando un buen día se abrió la puerta del café y apareció maître D’Anton, otro oscuro abogado de provincias, Gabrielle no pensó ni remotamente que se trataba de su futuro marido.

Poco después de que Georges-Jacques llegara a la capital, Francia contaba con un nuevo ministro de Finanzas, el señor Joly de Fleury, célebre por haber aumentado en un diez por ciento los impuestos sobre los alimentos. Las circunstancias personales de Georges-Jacques no eran fáciles, pero si no hubiera tenido que luchar para abrirse camino se habría sentido decepcionado pues no le quedaría ningún recuerdo interesante de su época de miseria.

Maître Vinot le obligaba a trabajar duro pero había cumplido sus promesas.

—Cámbiese el apellido por D’Anton —le recomendó—. Produce mejor impresión.

¿A quién? No a los auténticos nobles, desde luego; pero buena parte de los pleitos civiles eran promovidos por quienes se sentían socialmente inseguros.

—¿Qué más da que sepan que es falso? —prosiguió maître Vinot—. Eso demuestra que es usted ambicioso, que desea progresar.

Cuando llegó el momento de examinarse, maître Vinot le aconsejó que acudiera a la universidad de Rheims, cuyos profesores tenían fama de benévolos. Maître Vinot no recordaba el nombre de un solo alumno al que hubieran suspendido en Rheims.

—Por supuesto —dijo—, con su talento podría examinarse en París pero…

Vinot se detuvo e hizo un gesto vago con la mano. Parecía como si se estuviera refiriendo a uno de esos logros intelectuales a los que eran tan aficionados en el bufete de Perrin. D’Anton fue a Rheims, aprobó los exámenes y se convirtió en abogado del parlamento de París. Formaba parte del rango inferior de letrados, que es por donde se empieza siempre. El que consiguiera alcanzar un puesto más elevado no dependía de sus méritos sino del dinero.

Al cabo de un tiempo abandonó l’île de Saint-Louis para establecerse por su cuenta. Sus clientes, aristócratas de segunda fila, le confiaban casos sobre títulos y derechos de propiedad. Un arribista que deseaba poner en orden sus patentes le había recomendado a sus amigos. Los pormenores, complejos aunque no en exceso, no le absorbían del todo. Tras haber hallado la fórmula ganadora, una parte de su cerebro quedaba como dormida, inactiva. ¿Aceptaba quizá esos casos para tener tiempo de pensar en otros asuntos? En aquella época, Georges-Jacques no solía perderse en divagaciones. Se sentía un tanto sorprendido e irritado al comprobar que la gente que le rodeaba era mucho menos inteligente que él. Los imbéciles como Vinot prosperaban y ganaban una fortuna. «Adiós —decían—. No ha sido una mala semana. Nos veremos el martes». Georges-Jacques los observaba mientras partían para pasar el fin de semana en lo que los parisinos denominaban el campo. Un día se compraría una casita, pensó, un par de hectáreas, donde podría descargar sus angustias y tensiones.

Sabía lo que necesitaba. Necesitaba dinero, un buen matrimonio, y poner en orden su vida. Necesitaba capital, para montar un despacho más suntuoso. A los veintiocho años tenía la complexión de un minero. Era difícil imaginárselo sin sus cicatrices; sin ellas habría ofrecido un aire apuesto aunque algo tosco. Hablaba perfectamente el italiano, que practicaba con Angelica cuando acudía al café. Dios le había dado una voz potente, clara y resonante, para compensarlo por su grotesca apariencia, una voz que hacía que a las mujeres se les pusiera la carne de gallina. Requería un poco más de vibración, un poco más de color en el tono, pero era sin duda un rasgo que le favorecía profesionalmente.

La belleza no es lo principal, pensaba Gabrielle, ni tampoco el dinero. Tenía que meditar el asunto. Comparados con él, todos los hombres que acudían al café parecían débiles y canijos. En el invierno de 1786 empezó a dirigirle largas y tiernas miradas; en la primavera le dio un casto beso en los labios, mientras el señor Charpentier pensaba: «Ese chico tiene futuro».

Lo malo es que para hacer carrera como abogado de poca monta uno tiene que mostrarse dócil y servil, cosa que acaba cansando. En ocasiones, en el feroz rostro de Georges-Jacques se advertía cierta crispación.

Maître Desmoulins llevaba seis meses ejerciendo de abogado. Rara vez aparecía por los tribunales, y como todo lo raro llamaba la atención de numerosos expertos. Una manada de estudiantes lo seguía como si fuera un gran jurista, observando sus grandes esfuerzos por dejar de tartamudear. También observaban la arrogancia con que abordaba los casos, así como su habilidad para convertir el dictamen judicial más trivial en la sentencia de un tirano que él, y sólo él, era capaz de liquidar. Era una forma especial de ver el mundo, el punto de vista de un gusano harto de ser pisoteado.

El caso que se había visto aquel día trataba sobre unos derechos de pastoreo, referidos a unos arcanos precedentes no destinados a pasar a la historia de la jurisprudencia. Maître Desmoulins recogió sus papeles, dirigió una radiante sonrisa al juez y salió del tribunal con la celeridad del preso al que acaban de dar la libertad.

—¡Vuelva aquí! —gritó D’Anton.

Desmoulins se detuvo.

—Ya veo que no está acostumbrado a ganar —dijo D’Anton—. Es costumbre expresar al oponente su pesar por haberlo derrotado.

—¿Quiere que le diga que lo siento? ¿Acaso no ha cobrado sus honorarios? Vamos a dar un paseo, este lugar me pone nervioso.

Pero D’Anton no estaba dispuesto a ceder.

—Aunque sea una hipocresía, es la costumbre.

Camille Desmoulins se giró hacia él e inquirió:

—Así pues, ¿debo regocijarme por haberlo derrotado?

—Si quiere expresarlo de esa forma, sí.

—¿Es eso lo que les enseñan en el despacho de maître Vinot?

—Mi primer caso fue parecido a este —dijo D’Anton—. Defendí a un pastor contra un noble.

—Ha progresado bastante desde entonces.

—No moralmente. ¿Ha renunciado usted a sus honorarios? Lo suponía. Lo detesto.

—¿En serio? —preguntó Desmoulins desconcertado.

—No, hombre. Creí que le gustaban las emociones fuertes. En el tribunal todos estábamos tensos. Fue usted muy benévolo con el juez al no insultarlo personalmente.

—No siempre me comporto así. Como bien dice, no tengo costumbre de ganar. ¿Qué cree usted, D’Anton, que soy un mal abogado o que defiendo casos desesperados?

—No le comprendo.

—¿Qué pensaría si fuera un observador imparcial?

—Pero eso es imposible. En mi opinión, las cosas le irían mejor si aceptara más casos, si viniera cuando debe venir y si cobrara unos honorarios por su trabajo como cualquier otro abogado.

—Un bonito discurso —dijo Camille—. Ni el mismo maître Vinot lo habría expresado mejor. Pronto empezará usted a rascarse su incipiente barriga y a recomendarme un «plan de vida». Siempre hemos sabido lo que sucedía en su bufete. Tenemos espías.

—Sin embargo, tengo razón.

—Hay mucha gente que necesita un abogado pero no puede pagarle sus honorarios.

—Sí, pero eso es un problema social que no le concierne a usted.

—Hay que ayudar a la gente.

—¿De veras?

—Sí… Aunque, como postura filosófica, entiendo el argumento contrario de dejar que las cosas se pudran. Pero cuando los ves sufrir ante tus narices, tienes que ayudarlos.

—¿A expensas suyas?

—No va a ser a expensas de los demás.

D’Anton lo miró detenidamente. Nadie, pensó, querría ser como él.

—Debe de considerarme un canalla por intentar ganarme la vida.

—¿Ganarse la vida? Eso no es vivir, eso es estafar, robar, y usted lo sabe. No sea usted ridículo, maître D’Anton. Usted sabe que estallará una revolución, y entonces tendrá que decidir de qué lado se pondrá.

—¿Y esa revolución lo solucionará todo?

—Eso espero. Debo irme. Tengo que visitar a un cliente. Mañana van a colgarlo.

—¿Es eso frecuente?

—Sí, siempre cuelgan a mis clientes. Incluso por litigios sobre la propiedad y pleitos matrimoniales.

—Me refiero a si suele visitarlos antes de que los ejecuten. ¿No teme que su cliente le eche en cara no haberlo defendido mejor?

—Es posible. Pero, por otro lado, visitar a los condenados es un acto de misericordia, ¿no cree, D’Anton? ¿No fue usted educado en las creencias religiosas? Yo me dedico a coleccionar indulgencias, por si me muero inesperadamente.

—¿Dónde está su cliente?

—En el Châtelet.

—Pues se ha equivocado de dirección.

Maître Desmoulins miró a D’Anton como si este acabara de decir una estupidez.

—No tenía pensado seguir una determinada ruta. ¿Por qué pierde usted el tiempo con estas sandeces en lugar de tratar de convertirse en alguien importante?

—Quizá necesite olvidarme una temporada del sistema —respondió D’Anton. Los ojos de su colega, negros y luminosos, denotaban la timidez de las víctimas naturales, el agotamiento de una presa fácil. Súbitamente, se inclinó hacia adelante y preguntó—: ¿Qué demonios le ha sucedido, Camille?

Camille Desmoulins tenía los ojos más separados de lo normal, y lo que D’Anton había tomado por un rasgo que revelaba su carácter era en realidad un defecto de su anatomía. Pero pasarían varios años antes de que se diera cuenta de ello.

Y eso continuó: una conversación a altas horas de la noche, con largas pausas.

—Al fin y al cabo —dijo D’Anton—, ¿de qué sirve todo esto? —Por la noche, y con unas copas de más, se mostraba más franco—. No merece la pena pasarse la vida pendiente de los caprichos de un imbécil como Vinot.

—¿Acaso tiene un «plan de vida» más ambicioso?

—Desde luego. Hay que tratar de alcanzar la cima.

—Yo también soy ambicioso —dijo Camille—. Asistí a un colegio en el que pasábamos un frío atroz y la comida era repugnante. Ahora acepto el frío como algo natural, y la comida no me preocupa. Sin embargo, cuando no paso frío y alguien me da de comer me siento profundamente agradecido y pienso que sería muy agradable sentarse junto al fuego y salir a cenar todas las noches. Por supuesto que sólo pienso esas cosas en los momentos bajos. También pienso que debe de ser estupendo despertarse cada mañana junto a una persona que te gusta en lugar de pensar: «¿Dios mío, qué sucedió anoche? ¿Cómo me metí en este lío?».

—No es pedir mucho —observó Georges-Jacques.

—Pero cuando al fin consigues algo, acaba por aburrirte. Al menos, eso me han dicho. Yo nunca he conseguido nada, de modo que no lo sé por experiencia.

—Debería tomar una decisión respecto a su futuro, Camille.

—Mi padre quería que regresara a casa en cuanto obtuviera el título, para trabajar en su bufete. Pretenden que me case con mi prima. Siempre nos casamos entre primos, para que el dinero no salga de la familia.

—¿Es eso lo que usted desea?

—Me da lo mismo. En realidad no importa con quién se case uno.

—¿Ah, no? —contestó D’Anton.

—Pero Rose-Fleur tendrá que venir a París. No quiero regresar a Guise.

—¿Cómo es su prima?

—En realidad no lo sé, apenas la conozco. ¿Se refiere a qué aspecto tiene? Es muy guapa.

—¿No desea enamorarse algún día?

—Desde luego. Pero sería una coincidencia que me casara con la mujer a la que amo.

—¿Y sus padres? Hábleme de ellos.

—Últimamente no se dirigen la palabra. En mi familia es una tradición casarse con alguien al que no puede ver ni en pintura. Según dicen, mi primo Antoine, uno de mis primos Fouquier-Tinville, asesinó a su primera mujer.

—¿Y fue condenado?

—Sólo por los chismosos de la familia. No había suficientes pruebas para procesarlo. Además, como es abogado, seguro que las habría manipulado. El asunto disgustó mucho a mi familia, aunque yo siempre he considerado un héroe a mi primo Antoine. Cualquiera que sea capaz de ofender gravemente a los Viefville es para mí un héroe. Otro caso interesante es Antoine Saint-Just; sé que estamos emparentados, pero casi nunca nos vemos porque vive en Noyon. Hace poco huyó con los objetos de plata de la familia, y su madre, que es viuda, consiguió una lettre de cachet e hizo que lo encerraran. Cuando salga —tendrán que soltarlo un día u otro— estará tan enojado que jamás se lo perdonará. Es un joven alto, corpulento y engreído, y probablemente en estos momentos esté planeando su venganza. Sólo tiene diecinueve años; cuando cumpla treinta quizá se haya convertido en un consumado delincuente.

—Debería escribirle para darle ánimos.

—Sí, quizá lo haga. Tiene usted razón, no puedo continuar así. Me han publicado una pequeña poesía, nada importante, un comienzo modesto. Escribir es lo que más me gusta. Con mis defectos, es un alivio no tener que hablar. Sólo pretendo vivir discretamente —a ser posible en un sitio donde haga calor— y escribir una obra importante.

D’Anton no le creyó. Pensó que era un pretexto del que Camille se valía de vez en cuando para disimular que era un provocador.

—¿No le gustan las personas respetables? —preguntó.

—Sí, me gusta mi amigo Robespierre, pero apenas nos vemos porque vive en Arras. Y debo reconocer que maître Perrin ha sido muy amable conmigo.

D’Anton lo miró fijamente. No alcanzaba a comprender cómo era capaz de decir: «Debo reconocer que maître Perrin ha sido muy amable conmigo».

—¿No le importa la opinión de la gente?

—Bueno —contestó Camille suavemente—, prefiero que no me odien, pero no por eso modificaré mi conducta.

—Me gustaría saber, a título de curiosidad, si es eso cierto —dijo D’Anton.

—¿Porque teme que en cuanto amanezca me apresuraré a contarle a todo el mundo que he pasado la noche con usted?

—Me han dicho…, entre otras cosas…, que tiene usted relaciones con una mujer casada.

—Es cierto.

—Por lo que veo, lleva usted una vida muy agitada.

Cuando el reloj dio las cuatro, D’Anton estaba convencido de haber averiguado muchas cosas de las que deseaba saber sobre Camille. Lo observó a través de la niebla producida por el alcohol y la fatiga, el clima que predominaría a lo largo de los próximos años.

—No tengo inconveniente en hablarle sobre Annette Duplessis —dijo Camille—, pero la vida es muy corta.

—¿Usted cree? —respondió D’Anton. Jamás había pensado en ello; por el contrario, en ocasiones le parecía que el tiempo transcurría con insoportable lentitud.

En julio de 1786, los Reyes tuvieron una hija.

—Me alegro —dijo Angélique Charpentier—, aunque supongo que el Rey tendrá que regalarle más brillantes para consolarla por haberse engordado.

—¿Cómo sabes que se ha engordado? —preguntó su marido—. No la vemos nunca. Jamás viene a París. Detesta la capital. No se fía de nosotros. Claro que hay que tener en cuenta que no es francesa, que está lejos de su tierra.

—Yo también estoy lejos de mi tierra —respondió Angélique secamente—, y no hundo a mi país en un mar de deudas.

La «deuda», el «gravamen», el «déficit», eran las palabras en boca de todos los clientes del café mientras trataban de ponerse de acuerdo sobre la cantidad exacta. Sólo unos pocos estaban capacitados para manejar fuertes sumas de dinero, decían, y el señor Calonne, el nuevo ministro de Finanzas, no lo estaba. El señor Calonne era el perfecto cortesano, con sus bocamangas de encaje y agua de lavanda, su bastón con el puño de oro y su afición por las trufas del Périgord. Al igual que el señor Necker, había pedido dinero prestado; pero a diferencia de él, más moderado, el señor Calonne exageraba, seguramente por falta de imaginación y por el deseo de mantener las apariencias.

En agosto de 1786, el ministro de Finanzas presentó al Rey un paquete de reformas para su aprobación. Existía un motivo de peso para tomar dichas medidas: la mitad de las rentas del año próximo ya se habían gastado. Francia es un país rico, informó el señor Calonne a su Soberano; debería producir más de lo que rinde, lo cual, dicho sea de paso, daría mayor gloria y prestigio a la monarquía. Pero Luis dudaba. La gloria y el prestigio son importantes, pero para conseguir que el país rindiera más era preciso realizar algunos cambios, ¿no era cierto?

Desde luego, contestó el ministro, a partir de ahora todo el mundo —nobles, clérigos y plebeyos— debería pagar un impuesto sobre la tierra. El pernicioso sistema de exenciones fiscales debía desaparecer. Era necesario instituir el libre comercio, abolir los aranceles aduaneros internos y, como concesión a los liberales, el nefasto corvée. El Rey arrugó el ceño. No era la primera vez que oía esas palabras. Le recordaban al señor Necker, dijo. De no haber estado en aquellos momentos tan confundido, también se habría acordado del señor Turgot.

El caso, dijo, es que aunque él era partidario de esas medidas, los parlamentos jamás las aceptarían.

—Cierto —respondió el señor Calonne. Su Majestad, con su proverbial percepción, había dado en el clavo.

Pero si Su Majestad estaba convencido de que dichas medidas eran necesarias, no debía dejarse intimidar por los parlamentos, sino tomar él mismo la iniciativa.

—Hummm —dijo el Rey, revolviéndose en la silla y mirando por la ventana para ver qué tiempo hacía.

Era preciso convocar una Asamblea de Notables, dijo Calonne. ¿Una qué?, preguntó el Rey. Calonne prosiguió. Los Notables comprenderían de inmediato que el país se hallaba hundido en una crisis económica y apoyarían decididamente las medidas propuestas por el Rey. Era necesario crear un organismo superior a los parlamentos, los cuales deberían acatar las decisiones del mismo. Eso era lo que habría hecho Enrique IV.

El Rey reflexionó unos minutos. Enrique IV había sido un monarca muy sabio y popular, al que Luis pretendía emular.

El Rey hundió el rostro entre las manos. Tal como había expuesto Calonne, parecía una buena idea, pero todos sus ministros tenían la habilidad de hacer que las cosas parecieran más sencillas de lo que eran. Además, la Reina y sus amigos… La Reina, reveló Luis a Calonne, opinaba que la próxima vez que los parlamentos se opusieran a una decisión del Rey, este debía disolverlos. Los parlamentos de París y todos los provinciales.

Al oír esto, el señor Calonne palideció. Eso sólo provocaría más conflictos, disputas, venganzas y motines:

—Debemos romper ese ciclo, Majestad. Creedme, la situación es muy grave.

Georges-Jacques se presentó ante el señor Charpentier y puso las cartas sobre la mesa.

—Tengo un hijo bastardo —dijo—. Tiene cuatro años. Supongo que debí confesárselo antes.

—¿Por qué? —respondió el señor Charpentier—. Nunca es tarde para recibir una sorpresa agradable.

—Soy un hipócrita —dijo D’Anton—. No sé como he tenido el valor de amonestar al pobre Camille.

—Continúe —dijo el señor Charpentier—. Me tiene usted en ascuas.

La conoció en su primer viaje a París. Ella le dio sus señas y él la visitó unos días más tarde. Siguieron viéndose y… Georges-Jacques estaba seguro de que el señor Charpentier podía imaginar el resto. No, ya no se veían. El niño vivía en el campo, con su nodriza.

—Supongo que usted le propondría matrimonio.

D’Anton asintió.

—¿Y ella se negó?

—Supongo que en el fondo no estaría enamorada de mí —contestó Georges-Jacques.

Le parecía ver a Françoise hecha una furia, gritando que no estaba dispuesta a casarse con un desgraciado, un don nadie, un mujeriego. Antes de que naciera la criatura, Georges-Jacques había pensado en la posibilidad, aunque remota, de que naciera muerta. No es que lo deseara, pero no sería el primer caso.

Pero el niño siguió creciendo, y al cabo de unos meses nació. «Hijo de padre desconocido», puso Françoise en la partida de nacimiento. Françoise había encontrado al fin al hombre con quien deseaba casarse, un tal maître Huet de Paisy, consejero del reino. Maître Huet decidió vender su cargo, y se lo ofreció a D’Anton.

—¿Cuánto pide por él?

D’Anton se lo dijo. Tras recibir el segundo shock de la tarde, el señor Charpentier respondió:

—Eso es imposible.

—Es mucho dinero, lo sé, pero así zanjaría el asunto del niño. Maître Huet está dispuesto a reconocer su paternidad.

—Me asombra que la familia de la madre no la obligara a casarse con usted —respondió el señor Charpentier—. ¿Qué clase de gente son? En cierto sentido, el asunto quedará zanjado, ¿pero qué me dice de sus deudas? No sé cómo conseguirá reunir ese dinero. Tenga —añadió, entregándole un papel—. Eso es cuanto puedo darle. Digamos que se trata de un préstamo, pero en cuanto haya firmado el contrato matrimonial le perdonaré la deuda. Deseo ver a Gabrielle casada, es mi única hija. ¿Cuanto dinero puede aportar su familia? No es mucho —se quejó el señor Charpentier, anotando la cifra—. ¿Cómo conseguiremos lo que falta?

—Tendremos que pedir dinero prestado. Al menos, eso es lo que diría Calonne.

—No veo otra solución.

—Existe otro problema. Françoise se ofreció a prestarme ella misma el dinero. Es muy rica. No hemos entrado en detalles, pero supongo que los intereses serán bastante elevados.

—¡Esa mujer es una zorra! ¿No le entran ganas de estrangularla?

—Sí —respondió D’Anton, sonriendo.

—¿Está seguro de que el niño es hijo suyo?

—Sí. Françoise no se atrevería a mentirme.

—Eso es lo que solemos creer los hombres —contestó Charpentier. No, esa no era la solución. De acuerdo, el niño era hijo suyo—. Es una suma desproporcionada por el mero hecho de haberse acostado con ella hace cinco años.

—Supongo que es comprensible que Françoise pretenda sacarme lo que pueda —contestó D’Anton—. Al fin y al cabo, yo la he deshonrado. Deseo resolver el asunto cuanto antes e iniciar una nueva vida con Gabrielle.

—Pero está usted hipotecando su futuro —dijo el señor Charpentier—. ¿No podría…?

—No, no puedo pelearme con ella. Yo la amaba, es la madre de mi hijo. Sería una canallada.

—Lo comprendo, pero me preocupa usted. ¿Cuándo pretende esa mujer que le entregue el último pago?

—En 1791, el primer día del primer trimestre. ¿Cree usted que debería contárselo a Gabrielle?

—Eso debe decidirlo usted. Espero que a partir de ahora y hasta que se case con mi hija, va a procurar ser más prudente.

—Dispongo de cuatro años para saldar la deuda.

—Puede ganar mucho dinero como consejero del reino, no lo niego. —El señor Charpentier pensó: es joven, inexperto, no puede estar tan seguro de sí mismo como aparenta. Deseaba tranquilizarlo—. Maître Vinot asegura que se avecinan tiempos difíciles, y en esas circunstancias siempre aumentan los pleitos. Es posible que de aquí al año 1791 se produzca algún acontecimiento que haga mejorar su situación.

Dos de marzo de 1787. Aquel día Camille cumplía veintisiete años, y hacía una semana que nadie lo había visto. Al parecer, se había mudado de nuevo.

La Asamblea de Notables no conseguía ponerse de acuerdo. En el café, todos querían dar su opinión.

—¿Qué es lo que ha dicho el marqués de Lafayette?

—Que el Rey debería convocar a los Estados Generales.

—¡Pero si eso es una reliquia! No se han reunido desde…

—Mil seiscientos catorce.

—Gracias, D’Anton —dijo maître Perrin—. No creo que con eso se resuelvan nuestros problemas. El clero se pondrá a debatir en una cámara, los nobles en otra y el estado llano en otra, y lo que proponga el estado llano será rechazado por los otros dos. Por consiguiente…

—Incluso las instituciones viejas y caducas pueden cambiar un día —terció D’Anton—. No tienen por qué comportarse como hicieron la última vez.

Los otros lo miraron muy serios.

—Lafayette es un hombre joven —observó maître Perrin.

—Debe tener aproximadamente su edad, Georges-Jacques.

Sí, pensó D’Anton, y mientras yo estudiaba los libros de leyes en el despacho de Vinot, él dirigía a los Ejércitos. Yo me he convertido en un picapleitos, y él es el héroe de Francia y América. Mientras él aspira a ser el líder de la nación, yo me limito a ganarme la vida. Y ahora, ese joven de aspecto corriente y vulgar, delgado, rubio, había acaparado la atención de todo el mundo, había propuesto una idea; y D’Anton, que sentía, sin saber por qué, una enorme antipatía hacia él, se veía obligado a defenderlo.

—Los Estados Generales son nuestra única esperanza —dijo—. Eso sí, deben representar de forma justa al estado llano, al tercer estado. Puesto que a la aristocracia le tiene sin cuidado la suerte del Rey, me parece una estupidez que este siga defendiendo sus intereses. Debe convocar los Estados Generales y otorgar un poder real al tercer estado.

—No lo creeré hasta que no lo vea —dijo Charpentier.

—Eso es imposible —afirmó Perrin—. Lo más interesante es la propuesta de Lafayette de investigar el fraude fiscal.

—Y las especulaciones ilícitas —dijo D’Anton—. Los turbios manejos del mercado.

—No deja de asombrarme la vehemencia de quienes no poseen obligaciones y desearían poseerlas —observó Perrin.

En aquel momento el señor Charpentier miró hacia la puerta y sonrió.

—He aquí a un hombre que sin duda nos aclarará las cosas —dijo, estrechando la mano del individuo que acababa de aparecer—. Señor Duplessis, hace tiempo que no le veíamos por aquí. Le presento al novio de mi hija. El señor Duplessis es un viejo amigo mío, trabaja en el Tesoro.

—Desgraciadamente —respondió el señor Duplessis con una sonrisa sepulcral. Saludó a D’Anton inclinando la cabeza, como si hubiera oído hablar de él. Era un hombre alto, de cincuenta y tantos años, apuesto y bien vestido. Su mirada parecía posarse en un punto indefinido, más acá o más allá de su objetivo, como si ni las mesas de mármol ni las sillas doradas ni sus contertulios se interpusieran en su campo visual.

—De modo que Gabrielle va a casarse. ¿Han decidido ya la fecha de tan grato acontecimiento?

—Sí. En mayo o junio.

—Hay que ver cómo pasa el tiempo.

El señor Duplessis era muy dado a soltar frases hechas y parecía que el sonreír le supusiera un tremendo esfuerzo muscular.

El señor Charpentier le ofreció una taza de café y dijo:

—Lamento lo del marido de su hija.

—Sí, ha sido una desgracia. Mi pobre hija Adèle… Casada y viuda, y no es más que una niña —respondió Duplessis, dirigiendo la mirada sobre el hombro izquierdo del señor Charpentier—. Lucile vive todavía con nosotros. Sólo tiene quince años, o dieciséis, no lo recuerdo exactamente. Es toda una mujercita. Las hijas dan muchos quebraderos de cabeza. Los hijos también, aunque yo no tengo ningún hijo varón. Y no digamos los yernos cuando les da por morirse… Pero usted, maître D’Anton, estoy seguro de que no causará ningún problema a su futuro suegro. Tiene aspecto de ser un joven extremadamente saludable.

¿Cómo puede tener un aire tan digno y decir tantas majaderías? —pensó Georges-Jacques—. ¿Será un defecto de nacimiento, o estará trastornado por el déficit o por problemas domésticos?

—¿Cómo está su esposa? —preguntó el señor Charpentier.

El señor Duplessis reflexionó unos instantes, como si recordara qué cara tenía su mujer, y al fin contestó:

—Más o menos como siempre.

—Me gustaría que usted y su esposa vinieran a cenar un día. Y sus hijas también, por supuesto.

—Se lo agradezco…, pero las tensiones del trabajo… Paso casi toda la semana en Versalles. Sólo vengo a París cuando tengo que hacer alguna gestión… En ocasiones trabajo incluso los fines de semana. —De pronto se giró hacia D’Anton y dijo—: He trabajado en el Tesoro toda mi vida. Ha sido una carrera muy satisfactoria, pero cada día es más dura. Si el abate Terray…

Charpentier reprimió un bostezo. Estaba cansado de oír al señor Duplessis contar su vida y milagros. El abate Terray era su ídolo, su héroe.

—Si el abate Terray hubiera permanecido en el cargo, estaríamos salvados. Todos las soluciones que proponen actualmente, ya se le habían ocurrido a él. —Eso fue cuando Duplessis era más joven, cuando sus hijas eran unas niñas y su trabajo le llenaba y le ofrecía la posibilidad de progresar. Pero los parlamentos se habían opuesto al abate, acusándole de especular con el grano, e indujeron a las gentes ignorantes a quemar su efigie—. Eso fue antes de que la situación llegara a los extremos a los que ha llegado. Entonces, los problemas se podrían haber solucionado. Sólo saben proponer medidas milagrosas… —El señor Duplessis hizo un gesto como de desesperación. Le preocupaba enormemente la situación del Tesoro; y desde que el abate Terray había abandonado el ministerio, su trabajo se había convertido en una pesada carga.

El señor Charpentier se inclinó hacia adelante para servirle un poco más de café.

—No, debo irme —dijo Duplessis—. Tengo que examinar unos documentos. Vendré a cenar con mi esposa en cuanto haya pasado esta crisis.

El señor Duplessis cogió su sombrero, se despidió con una inclinación y se marchó.

—¿Y cuándo pasará esta crisis? —preguntó Charpentier—. Es difícil preverlo.

Angélique se acercó y dijo:

—Te he visto que sonreías al preguntarle cómo estaba su esposa —dijo—. Y usted —añadió, dirigiéndose a D’Anton y dándole un golpecito en el hombro—, apenas podía contener la risa. ¿De qué estaban hablando?

—De nada importante, querida. Simples cotilleos.

—¿Simples cotilleos? ¿Existe algo más interesante en la vida que los cotilleos?

—Tienen que ver con ese amigo gitano de Georges —dijo el señor Charpentier.

—¿Camille? No te creo. Me tomas el pelo —contestó Angélique, observando las maliciosas sonrisas de los clientes—. ¿Annette Duplessis? ¿Annette Duplessis?

—Escucha atentamente —dijo su marido—. Es muy complicado, es circunstancial, nadie sabe cómo acabará el asunto. A algunos les gusta la ópera; a otros las novelas del señor Fielding. A mí me divierten los cotilleos, y te aseguro que en estos momentos no hay nada más divertido que el que se refiere a lo que pasa en la rue Condé. Para quien conoce los caprichos humanos…

—¡Jesús! —exclamó Angélique—. Cuenta de una vez.