III. En el despacho de maître Vinot

(1780)

Sir Francis Burdett, el embajador francés, afirma respecto a París: «Es la ciudad más horrorosa, sucia y pestilente que he visto en mi vida; en cuanto a sus habitantes, son diez veces peores que los de Edimburgo».

Georges-Jacques se apeó del coche en la Cour des Messageries. El viaje había resultado más interesante de lo esperado. En el coche había una pasajera llamada Françoise-Julie; Françoise-Julie Duhauttoir, de Troyes. Georges-Jacques no la conocía —se habría acordado de ella—, pero sabía que era el tipo de muchacha que hacía que sus hermanas fruncieran el ceño. Naturalmente, era muy bonita, llena de vitalidad, tenía dinero, era huérfana y pasaba seis meses del año en París. Durante el viaje entretuvo a Georges-Jacques imitando a sus tías: «Uno no vive eternamente», «una buena reputación es como tener dinero en el banco», «¿no crees que va siendo hora de que te establezcas en Troyes, donde viven todos tus parientes, y te cases antes de que estés hecha un vejestorio?». Sus tías, según decía, se expresaban como si de pronto fueran a escasear los hombres.

Georges-Jacques pensó que una chica como ella jamás tendría problemas para enamorar a un hombre. Coqueteaba con él con toda naturalidad, como si no le importara su cicatriz. Hablaba sin parar, como si llevara meses amordazada, como si acabara de salir de la cárcel. Las palabras salían de su boca a borbotones, mientras le hablaba de su ciudad, de su vida y sus amigos. Cuando el coche se detuvo, bajó de un salto en lugar de esperar a que él la ayudara a apearse.

Súbitamente, dos hombres que habían acudido para ocuparse de los caballos empezaron a pelearse. Eso fue lo primero que Georges-Jacques oyó, una sarta de palabrotas pronunciadas con el acento seco y cortante de la capital.

Rodeada de sus maletas, Françoise-Julie se agarró al brazo de Georges-Jacques y dijo sonriendo:

—Lo que más me gusta de París es que cambia continuamente. Siempre están demoliendo algún edificio para levantar otro en su lugar.

Había escrito sus señas en un papel, que le metió en el bolsillo.

—¿Puedo ayudarte? —le preguntó este—. ¿Quieres que te acompañe a tu casa?

—No es necesario —respondió ella—. Vivo aquí. Conozco bien la ciudad. —Luego se giró, dio instrucciones a un mozo respecto a su equipaje y le entregó unas monedas—. No te perderás, ¿verdad? Espero verte dentro de una semana. Si no apareces, iré a buscarte.

Tras esas palabras cogió la bolsa más pequeña, se abalanzó sobre él, le plantó un beso en la mejilla y desapareció entre la muchedumbre.

Georges-Jacques portaba sólo una maleta, repleta de libros. Antes de cogerla, sacó del bolsillo un papel en el que su tío había escrito:

El Caballo Negro

rue Geoffroy l’Asnier

parroquia de Saint-Gervais.

De repente empezaron a sonar unas campanas, y Georges soltó una palabrota. ¿Cuántas campanas había en esta ciudad, y cómo diablos iba a distinguir la campana de Saint-Gervais y su parroquia? Enojado, arrugó el papel y lo arrojó al suelo.

Parecía como si muchos de los viandantes anduvieran perdidos. Danton recorrió numerosos callejones, calles sin nombre y solares que semejaban estercoleros. Los viejos tosían y escupían, las mujeres se arremangaban las faldas para no manchárselas de barro, los niños correteaban desnudos como si fueran hijos de campesinos. Era como Troyes, pero al mismo tiempo totalmente distinto. Georges-Jacques llevaba en el bolsillo una carta de presentación para un abogado de l’île de Saint-Louis, llamado Vinot. Al día siguiente se presentaría en su despacho, pero antes debía hallar un lugar donde pasar la noche.

Una muchedumbre se había congregado en torno a un buhonero que vendía remedios contra el dolor de muelas y le estaba gritando e insultando.

—¡Embustero! —gritó una mujer—. ¡El dolor de muelas sólo se quita arrancándote la muela!

Antes de alejarse, Georges-Jacques observó su mirada enloquecida, urbana.

Maître Vinot era un hombre grueso, de manos regordetas y temperamento belicoso. Parecía un estudiante entrado en años.

—Bien —dijo—, podemos intentarlo.

Sí, puedo intentarlo, pensó Georges-Jacques.

—Su caligrafía es atroz, desde luego. ¿Qué es lo que les enseñan en la escuela? Confío en que domine el latín.

—He trabajado de escribiente durante dos años —contestó Danton—. ¿Acaso cree que he venido aquí para copiar cartas?

Maître Vinot lo contempló fijamente.

—Sí, domino el latín —prosiguió Danton—. Lo mismo que el griego. Hablo inglés con fluidez y chapurreo el italiano.

—¿Quién le enseñó esos idiomas?

—Los aprendí por mi cuenta.

—Muy interesante. De todos modos, cuando necesitamos comunicarnos con los extranjeros solemos llamar a un intérprete —dijo Vinot—. ¿Le gusta viajar?

—Sí. Me gustaría ir a Inglaterra.

—¿Admira a los ingleses? ¿Admira sus instituciones?

—Necesitamos urgentemente un parlamento. Me refiero a una institución auténticamente representativa, no minada por la corrupción como el inglés. Y la separación de las ramas ejecutiva y legislativa. Ahí es donde fallan los ingleses.

—Escúcheme bien —dijo maître Vinot—. Le diré una cosa, y espero no tener que repetirla. No pretendo rebatir sus opiniones, las cuales imagino que considera muy originales, ¿no? Pues bien, son de los más vulgares, hasta mi cochero opina como usted. No me interesa la moralidad de mis empleados ni los obligo a ir a misa; pero esta ciudad es muy peligrosa. Circulan todo tipo de libros sin el sello del censor, y en algunos cafés —los más elegantes, por cierto— se dicen cosas que rayan en la traición. No le pido ningún imposible, ni que se encierre en su casa, sólo le pido que sea prudente a la hora de elegir a sus amigos. No permitiré que se organicen revueltas en mi bufete. No confíe en nadie, pueden tirarle de la lengua y luego denunciarlo a las autoridades. Oh, sí —continuó Vinot, asintiendo enérgicamente para demostrar que conocía el tema—, uno aprende muchas cosas en este negocio. Le recomiendo que mantenga la boca cerrada.

—Muy bien —contestó Georges-Jacques.

En aquel momento apareció un individuo y dijo:

—Maître Perrin desea saber si va usted a contratar al hijo de Jean-Nicolas.

—¡Dios mío! —exclamó maître Vinot—. ¿Ha visto usted al hijo de Jean-Nicolas? ¿Ha tenido el placer de conversar con él?

—Pues no —contestó el individuo—. Sólo sé que es hijo de un viejo amigo suyo. Dicen que es muy inteligente.

—¿De veras? También dicen otras cosas de él. No, he decidido emplear a este joven de Troyes. Es insolente y rebelde, pero eso no es nada comparado con los riesgos de emplear al joven Desmoulins.

—No se preocupe. Perrin desea contratarlo.

—No me extraña. ¿Pero es que Jean-Nicolas no se ha enterado de lo que dicen? No, siempre fue un poco obtuso. En todo caso, allá él. Mi lema es vive y deja vivir. —Maître Vinot se giró hacia Danton y dijo—: Maître Perrin es un viejo colega, experto en leyes tributarias. Dicen que es sodomita, pero eso no me concierne.

—Un vicio privado —dijo Danton.

—Efectivamente. ¿Ha quedado claro lo que pretendo de usted?

—Sí, maître Vinot, perfectamente claro.

—Bien. Es inútil que trabaje en el despacho porque nadie conseguirá entender su letra, de modo que es mejor que se dedique a «cubrir los tribunales», como decimos nosotros. Quiero que cada día compruebe cómo van los casos de los que nos ocupamos y que se dé una vuelta por los tribunales de justicia. ¿Le interesan los asuntos eclesiásticos? Nosotros no nos ocupamos de ellos, pero le presentaré a unos abogados especializados en ese tipo de asuntos. Le aconsejo que no pretenda abarcar demasiado. Construya lentamente; todo el que trabaja con ahínco puede obtener un modesto éxito. Por supuesto, necesita contar con contactos influyentes, y eso es lo que mi bufete le proporcionará. Trate de organizarse un plan de vida. En Troyes le sobrará trabajo. Dentro de cinco años tendrá una buena clientela.

—Me gustaría hacer carrera en París.

Maître Vinot sonrió.

—Eso es lo que dicen todos los jóvenes. En fin, mañana dese una vuelta por la ciudad.

Se despidieron con un apretón de manos, un tanto formalmente, como los ingleses. Georges-Jacques bajó apresuradamente la escalera y salió a la calle. No dejaba de pensar en Françoise-Julie. Recordaba perfectamente sus rasgos. Tenía sus señas, vivía en la rue de la Tixanderie, en la tercera planta. No es un piso elegante, le había dicho Françoise-Julie, pero es mío. Georges-Jacques se preguntó si estaría dispuesta a acostarse con él. Era muy posible. Las cosas que en Troyes resultaban imposibles aquí eran perfectamente posibles.

Durante todo el día, y buena parte de la noche, el tráfico circulaba sin cesar por las estrechas calles. Los carruajes le obligaban a pegarse a la pared. Los blasones y proezas de sus dueños estaban pintados en chillones colores heráldicos; los caballos de morro aterciopelado hundían sus cascos en la porquería de la ciudad. En el interior de los carruajes, sus propietarios se repantingaban en el asiento y miraban como con descuido por la ventanilla. En los puentes y en los cruces, los elegantes carruajes se topaban con humildes carretas. Los lacayos de librea, asidos a la parte posterior de los carruajes, intercambiaban insultos con los carboneros y los panaderos. Los problemas ocasionados por los accidentes de tráfico se resolvían allí mismo, en metálico, según la tarifa de un brazo, una pierna o la cabeza, bajo la indiferente mirada de los guardias.

Los escritores de cartas públicos tenían instaladas sus casetas en el Pont-Neuf, y los vendedores disponían su género en el suelo. Georges-Jacques vio unas cestas llenas de libros de segunda mano entre los que había una novela sentimental, unas obras de Ariosto y un tomo que ni siquiera había sido abierto, publicado en Edimburgo y titulado Las cadenas de la esclavitud, de Jean-Paul Marat. Tras examinarlos, adquirió media docena a dos sous cada uno. Los perros iban en manadas, devorando lo que encontraban a su paso.

De cada dos personas con las que se tropezaba, una era un albañil, sudoroso y cubierto de yeso. Toda la ciudad estaba en obras. En algunos barrios habían demolido todos los edificios para construir otros. La gente se detenía para contemplar las operaciones más complicadas y espectaculares. Los operarios eran temporeros y pobres. Si terminaban las obras antes de lo previsto recibían una bonificación, lo cual les obligaba a trabajar a un ritmo peligroso mientras blasfemaban, empapados de sudor. ¿Qué hubiera dicho maître Vinot? «Es preciso construir lentamente».

En una esquina había un hombre tuerto, con la cara llena de lívidas cicatrices, que sostenía una pancarta que decía: «HÉROE DE LA LIBERACIÓN AMERICANA». Tenía una hermosa voz de barítono y cantaba canciones sobre la corte, describiendo a la Reina como una mujer entregada a unos vicios de los que ni siquiera habían oído hablar en Arcis-sur-Aube. En los jardines de Luxemburgo, una hermosa rubia lo miró de arriba a abajo, dio media vuelta y se alejó.

Georges-Jacques se dirigió a Saint-Antoine. Se detuvo junto a la Bastilla y contempló sus ocho torres. Había imaginado que sus muros serían altos e imponentes como riscos. El más alto debía medir unos veintitrés o veinticuatro metros.

—Los muros miden dos metros y medio de espesor —dijo un hombre que se había detenido junto a él.

—Creía que sería más grande.

—Es lo suficientemente grande para encerrar en ella a mucha gente —replicó el hombre—. Algunos de los que han entrado allí no han vuelto a ver la luz del día.

—¿Es usted de aquí?

—Sí —contestó el hombre—. Hay unas celdas subterráneas, llenas de agua y de ratas.

—He oído hablar de las ratas.

—Y las celdas que hay debajo del tejado son aún peores. En verano te asas y en invierno te hielas. Pero sólo los desgraciados van a parar allí. Algunos presos duermen en lechos con colchones y pueden llevar a sus gatos para impedir que les ataquen las ratas.

—¿Qué suelen comer?

—Depende de quién sea el preso. De vez en cuando les dan carne. Un vecino mío, que estuvo encerrado una temporada, jura que un día vio que instalaban una mesa de billar. Es como todo —dijo el hombre—, unos ganan y otros pierden.

Georges-Jacques alza la vista y observa los inexpugnables muros de la prisión. Esas gentes —en su mayoría cerveceros y tapiceros— viven y trabajan a los pies de estos muros, pensó, contemplándolos todos los días hasta que al final dejan de verlos, como si hubieran desaparecido. Lo importante no es la altura de las torres sino las imágenes que bullen en su cabeza de víctimas enloquecidas por la soledad, de suelos cubiertos de sangre, de niños que nacen sobre un montón de paja. Uno no puede dejar que un extraño, un tipo al que conoces en la calle, te reorganice tu mundo interior. ¿Acaso no hay nada sagrado? Las aguas del río, contaminadas por la fábrica de colorantes, aparecen teñidas de azul y amarillo.

Al anochecer, los funcionarios regresan apresuradamente a sus casas; los joyeros de la Place Dauphine guardan los brillantes en la caja fuerte. Georges-Jacques piensa durante unos instantes con nostalgia en su casa, en los campos de Arcis-sur-Aube, pero enseguida desecha esos pensamientos. En la rue Saint-Jacques, unos zapateros se disponen a emborracharse. En un piso de la tercera planta, en la rue de la Tixanderie, una joven abre la puerta a su nuevo amante y se desnuda. En la isla de Saint-Louis, en un despacho vacío, el hijo de maître Desmoulins se enfrenta, con la boca seca, a su nuevo patrono. Los sombrereros, que trabajan quince horas bajo una débil luz, se frotan los ojos y rezan por sus parientes que viven en el campo. Las puertas se cierran a cal y canto; las farolas se encienden. Los actores se pintan la cara, dispuestos a salir a escena.