II. La vela de un funeral

(1774-1780)

Poco después de Pascua, el rey Luis XV contrajo la viruela. Desde que nació, su vida había estado dominada por los cortesanos; el mero hecho de levantarse por la mañana constituía una ceremonia sujeta a una complicada y rígida etiqueta, y cuando comía lo hacía en público, mientras centenares de personas desfilaban ante él observando cada cucharada que se llevaba a la boca. Todos sus actos —cada vez que iba al baño, cada vez que hacía el amor, incluso cada vez que respiraba— eran comentados públicamente. De pronto, le sobrevino la muerte.

Un día tuvo que suspender la cacería y fue trasladado a palacio, postrado y con una fiebre muy alta. Tenía sesenta y cuatro años, y todos sospecharon lo peor. Cuando aparecieron en su cuerpo unas manchas rojas, el propio Rey temió que moriría e iría al infierno.

El delfín y su esposa permanecieron en sus habitaciones, por temor a contagiarse. Cuando las ampollas empezaron a supurar, abrieron todas las puertas y ventanas, pero aun así el hedor era insoportable. En sus últimas horas, el Rey estuvo atendido únicamente por médicos y sacerdotes. El carruaje de la condesa du Barry, su última amante, partió para siempre de Versalles. Una vez que esta se hubo marchado y el Rey se quedó solo, los sacerdotes accedieron a administrarle la absolución. Cuando el Rey envió a por la Du Barry y le dijeron que se había marchado, respondió: «¿Tan pronto?».

La corte estaba reunida en la gigantesca antesala conocida como «ojo de buey», para aguardar la muerte del Rey. El 10 de mayo, a las tres y cuarto de la tarde, apagaron una vela que estaba encendida junto a la ventana.

De pronto sonó un ruido parecido al estallido de un trueno y todos los cortesanos salieron del «ojo de buey», atravesaron la gran galería y se dirigieron a las habitaciones del nuevo Rey.

El nuevo Rey tiene diecinueve años; y su consorte, la princesa austriaca María Antonieta, un año menos que él. El Rey es un muchacho corpulento, piadoso, meticuloso y flemático, amante de la caza y de los placeres de la mesa; se dice que, debido a un defecto del prepucio, es incapaz de gozar de los placeres de la carne. La Reina, egoísta, testaruda, caprichosa y maleducada, es rubia, de tez pálida y bonita como casi todas las jóvenes de dieciocho años; pero su arrogancia, típica de los Habsburgo, empieza a plantear un serio problema.

El pueblo tiene depositadas todas sus esperanzas en el nuevo reinado. En la estatua del gran Enrique IV, una mano anónima ha escrito: «Resurrexit».

Cuando el teniente de la policía acude a su despacho —hoy, el año pasado, todos los años—, lo primero que hace es preguntar el precio de una hogaza de pan en las panaderías de París. Si la harina abunda en Les Halles, los panaderos de la ciudad y de los alrededores podrán satisfacer a sus clientes, y los mil panaderos llevarán su pan a los mercados de Marais, Saint-Paul, el Palais-Royal y Les Halles.

En las épocas de abundancia, una hogaza de pan cuesta ocho o nueve sous[1].

El sueldo diario de un trabajador puede llegar a veinte sous; un albañil puede ganar unos cuarenta sous; un cerrajero, cincuenta. El presupuesto doméstico comprende el alquiler, las velas, el tocino, las verduras y el vino. La carne se reserva para ocasiones especiales. Lo que más preocupa a la gente es el pan.

Los sistemas de distribución son precisos y están muy controlados. El pan que les sobra a los panaderos al final del día tienen que venderlo más barato; los pobres no comen hasta que anochece en los mercados.

Todo va bien, pero cuando la cosecha se pierde —como en 1770, en 1772 o en 1774—, los precios se disparan inexorablemente; en el otoño de 1774, una barra de pan de cuatro libras cuesta en París once sous, y en la primavera siguiente catorce. Los sueldos, sin embargo, no aumentan. Los obreros de la construcción se amotinan, al igual que los tejedores, los encuadernadores y los sombrereros, pero no para obligar al Gobierno a aumentar los sueldos sino para impedir que los reduzca. Los motines populares debido a la carestía de alimentos constituyen el recurso habitual del asalariado urbano, por lo que el clima y las lluvias que caen sobre los campos de trigo repercuten directamente en las jaquecas del teniente de policía.

Cuando el trigo escasea, la gente exclama: «¡Un pacto de hambre!». Culpan a los especuladores y a los que se dedican a hacer acaparamiento de existencias. Los molineros, dicen, forman parte del complot para matar de hambre a los cerrajeros, a los sombrereros, a los encuadernadores y a sus hijos. Ahora, en la década de los setenta, los que propugnaban una reforma económica introducirán el libre comercio en el grano, obligando a las regiones más pobres del país a competir en el mercado libre. Pero basta con un par de revueltas para que se establezcan de nuevo unos controles. En 1770, el abate Terray, ministro de Finanzas, intervino rápidamente para controlar de nuevo los precios, las tasas y las restricciones sobre el comercio del trigo. No consultó su decisión con nadie sino que actuó por real decreto. «¡Despotismo!», exclamaron los que habían comido aquel día.

El pan es lo principal: un producto sujeto a la especulación y que alimenta todas las teorías sobre lo que sucederá en el futuro. Dentro de quince años, el día en que caiga la Bastilla, el precio del pan en París habrá alcanzado sus más elevadas cotas en sesenta años. Dentro de veinte años (cuando todo haya terminado), una mujer de la capital dirá: «Bajo Robespierre corría la sangre, pero la gente comía pan. Quizá sea necesario que corra un poco de sangre para que la gente coma».

El Rey convocó en el ministerio a un hombre llamado Turgot, para nombrarlo ministro de Finanzas. Turgot tenía cuarenta y ocho años y era un racionalista, un discípulo del laissez-faire. Era un hombre vital, enérgico, lleno de ideas sobre las reformas que debían imponerse para salvar al país. El Rey opinaba que era el hombre del momento. Lo primero que hizo fue exigir que se redujeran los gastos en Versalles. La corte se escandalizó. Malesherbes, miembro de la casa del rey, aconsejó al ministro que se anduviese con cuidado, pues se estaba creando muchos enemigos.

—Las necesidades del pueblo son enormes —replicó Turgot secamente—, y en mi familia fallecemos a los cincuenta años.

En la primavera de 1775 estallaron violentas revueltas en varios centros comarcales, especialmente en Picardía. En Versalles, ocho mil personas se congregaron frente al palacio, confiando en que la intervención personal del Rey resolviera todos sus problemas. El gobernador de Versalles prometió que bajaría el precio del trigo en París. El nuevo Rey salió al balcón para dirigirse a la multitud, la cual, tras escuchar sus palabras, se dispersó pacíficamente.

En París, la muchedumbre saquea las panaderías de la orilla izquierda del Sena. La policía detiene a unas cuantas personas, aunque procura no exacerbar los ánimos de la gente para evitar enfrentamientos. Ciento sesenta y dos personas son procesadas. Dos de los saqueadores, uno de ellos un muchacho de dieciséis años, son colgados en la Place de Grève el 11 de mayo, a las 3 de la tarde, a modo de ejemplo.

En julio de 1775, el joven Rey y su hermosa Reina visitaron el colegio Louis-le-Grand. Era una visita tradicional después de la coronación; pero no se detuvieron mucho tiempo pues tenían otras cosas más interesantes que hacer. Estaba previsto que los Soberanos, junto con su séquito, fueran recibidos a la puerta del colegio, y que cuando descendieran del carruaje el alumno más aventajado leyera el discurso de bienvenida. El día de la visita real, amaneció nublado.

Una hora y media antes de que llegaran los ilustres invitados, alumnos y profesores se reunieron frente a la puerta de la rue Saint-Jacques. De pronto apareció un grupo de oficiales montados a caballo, y con brusquedad les obligaron a retroceder. Estaba chispeando, pero pronto las escasas gotas de lluvia se convirtieron en una pertinaz llovizna. Al cabo de unos momentos aparecieron los ayudantes, la guardia personal y el séquito. Cuando hubieron ocupado sus posiciones, todo el mundo estaba calado hasta los huesos. Como nadie recordaba la última coronación, no sabían que la visita real estuviera rodeada de tanto aparato. Los estudiantes temblaban de frío. Si uno de ellos avanzaba un paso, los oficiales se le echaban encima y le obligaban a retroceder.

Al fin apareció el carruaje real. Los alumnos se pusieron de puntillas para ver a los Soberanos, y los más jóvenes se quejaron de que después de haber aguardado tanto rato bajo la lluvia no veían nada. El padre Poignard, el rector, se acercó a los Reyes y los saludó con una profunda reverencia.

El distinguido alumno que debía pronunciar las palabras de bienvenida tenía la garganta seca y le temblaban las manos. Pero como el discurso era en latín, nadie notaría su acento provinciano.

La Reina asomó su hermosa cabeza por la ventanilla del carruaje y volvió a meterla apresuradamente. El Rey agitó la mano y murmuró unas palabras a un ayudante vestido de librea, el cual transmitió las palabras del Monarca a los oficiales montados a caballo, quienes a su vez las transmitieron al resto de los asistentes.

El padre Poignard estaba consternado. Hubiera debido ordenar que colocaran unas alfombras y un pabellón decorado con unas hojas, al estilo rústico, y el escudo real, o los monogramas de los Soberanos, realizados con flores. Su expresión denotaba nerviosismo, turbación. Por fortuna, el padre Herivaux hizo una señal al distinguido alumno para que iniciara su discurso.

Tras las primeras frases, un tanto vacilantes, el chico consiguió dominar sus nervios. El padre Herivaux sonrió satisfecho; él mismo había escrito el discurso y le había enseñado a pronunciarlo.

Súbitamente, la Reina se estremeció de frío. «¡La Reina se ha estremecido!», exclamaron los presentes. Al cabo de unos segundos, la Reina bostezó. El Rey se giró hacia ella, preocupado. De pronto el cochero azuzó a los caballos y la comitiva real partió precipitadamente, sin dar tiempo al distinguido alumno a concluir su discurso de bienvenida.

Pero este, pálido y serio, siguió como si nada hubiera sucedido.

Los profesores y alumnos se sentían decepcionados. Habían organizado la visita real minuciosamente, hasta el último detalle. La lluvia empezó a arreciar. Les parecía un tanto grosero romper filas y echar a correr, pero más groseros habían sido los Reyes, que se habían largado dejando a Maximilien con la palabra en la boca…

—No es por nada personal —dijo el padre Poignard—. No es porque hayamos cometido una torpeza. Su Majestad estaba fatigada…

—Hubiera dado lo mismo que pronunciara el discurso en japonés —observó un alumno.

—Por una vez, Camille, coincido contigo —respondió el padre Poignard.

Maximilien terminó su discurso. Sin una sonrisa se despidió afectuosamente de los Reyes, cuyo carruaje ya había doblado un recodo del camino, reiterándoles su lealtad y expresando su deseo de que en el futuro visitaran de nuevo la escuela…

El padre Poignard apoyó una mano en su hombro y dijo:

—No se preocupe, Robespierre, podría haberle sucedido a cualquiera.

Al escuchar esas tranquilizadoras palabras, el distinguido alumno sonrió.

Esto sucedía en París, en julio de 1775. En Troyes, Georges-Jacques Danton había cubierto ya la primera parte de su vida. Su familia lo ignoraba, por supuesto. Era un buen estudiante, aunque todavía no había decidido qué deseaba hacer. Su futuro era tema de debate familiar.

Un día, en Troyes, junto a la catedral, había un hombre que intentaba dibujar a la gente que pasaba, mientras miraba de vez en cuando el cielo y tarareaba una canción popular.

Pero los viandantes no querían que les hiciera un retrato y pasaban de largo. El pintor, sin embargo, no parecía disgustado sino que se contentaba con gozar de la soleada tarde. Era un extranjero, con aire de dandi parisién. Georges-Jacques Danton se detuvo para mirar sus obras y conversar con él. Danton hablaba con todo el mundo, sobre todo con extraños. Le gustaba que la gente le contara su vida.

—¿Quiere que le haga un retrato? —le preguntó el pintor sin levantar la vista, colocando una nueva hoja de papel en el caballete.

El muchacho vaciló.

—Ya lo sé, es usted estudiante y no tiene dinero —prosiguió el pintor—. Pero tiene un rostro muy interesante. Jamás había visto tantas cicatrices. Le haré un par de bocetos al carbón y le regalaré uno.

Georges-Jacques Danton permaneció inmóvil, observando al extraño de reojo.

—No hable ni se mueva —le advirtió el pintor—. Limítese a arrugar el ceño, así, y yo le hablaré mientras dibujo. Me llamo Fabre, Fabre d’Églantine. ¿Le choca mi nombre? ¿Que de dónde procede el apellido D’Églantine? En el concurso literario de 1771, la Academia de Toulouse me obsequió con una guirnalda de rosas silvestres. Un gran honor, ¿no le parece? Por supuesto, yo habría preferido un pequeño lingote de oro, pero qué le vamos a hacer. Para conmemorar tan importante evento, mis amigos añadieron el sufijo D’Églantine a mi vulgar apellido. Gire un poco la cabeza. No, hacia el otro lado. Quizá se pregunte qué hace un tipo como yo, que ha sido galardonado por su obra literaria, retratando a la gente que pasa por la calle…

—Imagino que será un artista muy versátil —respondió Georges-Jacques.

—Algunos de los dignatarios locales me invitaron a que les leyera mi obra —dijo Fabre—. Pero no dio resultado. Al final, me peleé con mis mecenas.

Georges-Jacques le observó sin volver la cabeza. Fabre era un hombre de unos veintitantos años, no muy alto, con el pelo negro y corto. Llevaba una casaca limpia, con los puños raídos, y una camisa vieja. Todo cuanto decía era al mismo tiempo serio y no serio. En su rostro se dibujaban diversas expresiones experimentales.

—Vuélvase un poco hacia la izquierda —dijo Fabre, cogiendo otro lápiz—. Es cierto, soy un artista muy versátil. Soy al mismo tiempo dramaturgo, director de orquesta, retratista y paisajista; compositor, músico, poeta y coreógrafo. Escribo ensayos sobre todo tipo de temas de interés público, y hablo varios idiomas. También me gustaría dedicarme a diseñar jardines, pero nadie me contrata. El mundo no está preparado para un hombre de mi talento. Hasta la semana pasada era un actor itinerante, pero he perdido a la compañía con la que viajaba.

Cuando terminó, dejó el carboncillo y examinó detenidamente los bocetos.

—Tenga —dijo, entregando uno a Danton—. Sin duda este es el mejor.

Danton miró asombrado el dibujo. Era exacto a él, la misma cicatriz que le surcaba la mejilla, la nariz aplastada, el pelo fuerte y encrespado…

—Cuando sea usted famoso —dijo—, esto valdrá una fortuna. ¿Qué fue de los otros actores? ¿Acaso iban a representar una obra?

Le habría gustado asistir al teatro; la vida era muy tranquila y aburrida.

Inopinadamente, Fabre se levantó y, girándose hacia Bar-sur-Seine, le dedicó un gesto obsceno.

—Dos de nuestros actores más aclamados se pudren en una cárcel de pueblo por haberse emborrachado y haber organizado un escándalo. Nuestra primera actriz quedó preñada hace unos meses por un campesino, y en la actualidad se dispone a representar el más vulgar de los papeles cómicos. La compañía se ha deshecho. Temporalmente, claro. —Fabre miró a Danton con curiosidad y añadió—: ¿Le gustaría huir de casa para convertirse en actor?

—Creo que no. Mi familia quiere que sea sacerdote.

—Ni se le ocurra —dijo Fabre—. ¿Sabe cómo eligen a los obispos? Por su pedigrí. ¿Tiene usted pedigrí? No, por supuesto que no. Es usted un campesino. ¿De qué sirve dedicarse a una profesión si no se puede alcanzar la cima?

—¿Alcanzaría la cima si trabajara como actor? —preguntó Danton cortésmente, como si estuviera dispuesto a considerar dicha posibilidad.

Fabre soltó una carcajada.

—Sería un excelente villano —contestó—. Causaría sensación. Tiene una buena voz, pero debe aprender a respirar —dijo Fabre, golpeándose en el pecho justo debajo del diafragma—. Piense que su respiración es un río, y deje que fluya. El truco consiste en respirar correctamente. Relájese, está demasiado tenso. Respire profundamente y podrá seguir declamando durante horas.

—No veo por qué debería hacerlo —contestó Danton.

—Usted cree que los actores somos una mierda, ¿no es cierto? Unos gusanos. Como los protestantes. Como los judíos. ¿Y qué le hace creer que es diferente? Todos somos unos gusanos. ¿No comprende que basta con que el Rey firme un papel que ni siquiera ha leído para que le encierren mañana en la cárcel para el resto de su vida?

—No veo por qué el Rey haría semejante cosa. No he hecho nada para que me encierren en la cárcel. No soy más que un estudiante.

—Exactamente —contestó Fabre—. Le aconsejo que trate de vivir los próximos cuarenta años sin llamar la atención. No es necesario que el Rey lo conozca a usted personalmente. ¿Pero qué le han enseñado en la escuela? Cualquiera que sea alguien y quiera quitárselo de en medio puede acudir al Rey y pedirle que firme un documento para que lo encierren en la Bastilla, a quince metros por debajo de la rue Saint-Antoine, junto a un montón de huesos. No, no estará solo en una celda, porque ni siquiera se molestan en retirar a los viejos esqueletos. Supongo que sabrá que existe una raza especial de ratas que devoran vivos a los presos…

—¿En serio?

—Y tan en serio —contestó Fabre—. Primero se comen el pulgar, luego el dedo pequeño del pie, etcétera.

Al ver la cara de asombro de Danton, Fabre se echó a reír.

—Es inútil tratar de instruir a los provincianos. No sé por qué pierdo el tiempo aquí en lugar de ir a París y hacerme rico.

—Yo también deseo ir a París —dijo Georges-Jacques impulsivamente—. Quizá volvamos a encontrarnos un día.

—Téngalo por seguro. No olvidaré su rostro —contestó Fabre, señalando el otro dibujo que le había hecho—. Le buscaré.

El muchacho extendió su enorme manaza y dijo:

—Me llamo Georges-Jacques Danton.

Fabre se quedó mirándolo y contestó:

—Adiós. Estudie leyes, Georges-Jacques. La ley es un arma contundente.

Durante toda la semana, Georges-Jacques no hizo más que pensar en París. Quizá fuera un gusano, pero al menos habría ido a la capital. Respira profundamente, se repetía. Fabre tenía razón. Cuando respiraba correctamente, tenía la sensación de poder seguir hablando durante días.

Cuando el señor De Viefville des Essarts viajaba a París, solía ir al colegio Louis-le-Grand para visitar a su sobrino, aunque lo cierto es que tenía serias reservas sobre el futuro del muchacho. Su tartamudeo no había mejorado, sino más bien al contrario. Cuando hablaba con el chico, sonreía nerviosamente. Cuando el muchacho se quedaba atascado en medio de una frase, el señor De Viefville se sentía turbado, desolado. Era inútil tratar de ayudarlo porque Camille era imprevisible. Empezaba una frase con normalidad y de pronto se salía por la tangente.

El muchacho no estaba capacitado para afrontar la vida que habían planeado para él. Era tan nervioso que casi se podían oír los latidos de su corazón. Era menudo, con la tez pálida y dotado de una abundante cabellera negra. Miraba a su tío tímidamente y no cesaba de moverse, como si deseara escapar de la habitación. En aquellos momentos, su tío se compadecía de él.

Pero en cuanto salía a la calle, su compasión se evaporaba. Se sentía como si le hubieran ofendido de palabra. Resultaba absurdo. Era como si un cojo le hubiera hecho tropezar. Sentía deseos de protestar ante tamaña injusticia, pero dadas las circunstancias, no podía hacerlo.

El señor De Viefville viajaba a la capital para asistir al Parlamento de París. Los parlamentos del reino no eran unos organismos elegidos por votación popular. El señor De Viefville había comprado su título de parlamentario, título que pasaría a sus herederos. A Camille, quizá, si se portaba mejor. En los parlamentos se celebraban juicios, se sancionaban los edictos del Rey. En una palabra, demostraban que eran la ley.

De vez en cuando, los parlamentos se volvían incómodos. Protestaban sobre el estado de la nación, sobre todo para defender sus intereses o cuando temían verlos amenazados. El señor De Viefville pertenecía a una clase media que no deseaba aniquilar a la nobleza sino mezclarse con ella. Los cargos, los destinos, los monopolios, tenían un precio, y muchos de ellos conllevaban un título.

Los parlamentarios se inquietaron cuando la Corona empezó a afirmar su poder, emitiendo unos decretos que jamás había dictado y sugiriendo la forma en que el país debería ser gobernado. De vez en cuando, el Monarca se enojaba con ellos; y dado que resistirse a la autoridad era una novedad peligrosa, los parlamentarios consiguieron la difícil proeza de defender una postura archiconservadora y convertirse al mismo tiempo en héroes populares.

En enero de 1776, el ministro Turgot propuso la abolición de un derecho feudal denominado corvée, una labor comunal obligatoria para la construcción de carreteras y puentes. Sostenía que las carreteras serían más seguras si las construían unas entidades privadas en lugar de ignorantes campesinos. Pero eso sería muy costoso, por lo que se impondría un impuesto sobre la propiedad, que pagarían todos, no sólo los plebeyos sino también los nobles.

El Parlamento rechazó la propuesta. Tras otro violento altercado, el Rey obligó a los parlamentarios a abolir el llamado corvée. Turgot tenía innumerables enemigos. La Reina y su círculo intensificaron su campaña contra él. Al Rey le disgustaba imponer su voluntad, y era vulnerable a las presiones del momento. En mayo destituyó a Turgot, y el trabajo forzado fue impuesto de nuevo.

—Al menos ahora tendremos dinero —dijo el conde d’Artois a espaldas del vilipendiado economista.

Cuando el Rey no iba de caza, se encerraba en su taller para reparar cerraduras y otros objetos de metal. Confiaba en que si no tomaba decisiones, no cometería errores; estaba convencido de que, si no intervenía, las cosas seguirían con la normalidad de costumbre.

Tras la destitución de Turgot, Malesherbes presentó su dimisión al Rey.

—Tienes suerte —dijo Luis con tristeza—. Ojalá yo también pudiera dimitir.

1776: DECLARACIÓN DEL PARLAMENTO DE PARÍS

El primer imperativo de la justicia es defender lo que pertenece a cada individuo. Se trata de una norma fundamental de las leyes naturales, de los derechos humanos y del gobierno civil; una norma que consiste no sólo en defender los derechos de la propiedad, sino los derechos connaturales en cada individuo y los que derivan de las prerrogativas de nacimiento y posición social.

Cuando el señor De Viefville regresaba de París, se dirigía a regañadientes, a través de la maraña de estrechas callejuelas, a casa de Jean-Nicolas, un edificio alto y blanco repleto de libros, situado en la Place des Armes. Maître Desmoulins tenía una obsesión, y De Viefville temía enfrentarse a su mirada y verse obligado a responder a una pregunta a la que nadie podía contestar: ¿qué había sido del bondadoso muchacho que enviara a Cateau-Cambrésis nueve años atrás?

El día del decimosexto cumpleaños de Camille, su padre dijo:

—A veces creo que mi hijo es un pequeño monstruo sin un ápice de cordura ni de sentimientos.

Había escrito a los sacerdotes en París para preguntarles qué era lo que enseñaban a su hijo; para preguntarles por qué era tan desordenado y por qué, durante su última visita a casa, había seducido a la hija de un concejal, «un hombre con el que me tropiezo cada día».

En realidad, Jean-Nicolas no esperaba que los sacerdotes respondieran a sus preguntas. Lo que más le irritaba de su hijo eran otras cosas. Le hubiera gustado preguntarles por qué era tan emocional. ¿De dónde sacaba la habilidad de contagiar a los otros sus emociones, haciendo que se sintieran incómodos y violentos? En la conversación más natural, Camille solía salirse por la tangente, o bien hacía que degenerara en una enconada disputa. Hasta los gestos más inocentes cobraban un aire peligroso. No se le puede dejar a solas con nadie, pensó Desmoulins.

Nadie decía ya que su hijo era un Godard de pies a cabeza. Tampoco los De Viefville se apresuraban a declararlo. Sus hermanos y hermanas eran cada día más guapos e inteligentes, pero cuando Camille entraba en la Vieja Casa parecía portador de un recado de la inclusa.

Todo parecía indicar que de mayor se convertiría en uno de esos jóvenes a quienes sus padres pagan para mantenerlos alejados de casa.

En Francia, algunos nobles han descubierto que sus mejores amigos son abogados. Ahora, mientras las rentas de las tierras disminuyen constantemente y los precios suben, los pobres son más pobres y los ricos son también más pobres. Fue preciso reivindicar ciertos privilegios que se habían ido perdiendo a lo largo de los años. Era frecuente que el pago de las rentas se retrasara hasta en una generación; este Gobierno débil y caritativo debe cesar. Nuestros antepasados han permitido que una parte de sus propiedades se convierta en «tierra comunal», expresión para la que no existe una base legal.

Esa era la época dorada de Jean-Nicolas; si tenía problemas personales, profesionalmente, al menos, estaba prosperando. Maître Desmoulins no era de los que se agachan ante nadie; tenía un profundo sentido de la dignidad y era un hombre de ideas liberales, partidario de la reforma, prácticamente en todos los ámbitos de la vida nacional. Leía a Diderot después de cenar y estaba suscrito a una reimpresión, hecha en Ginebra, de la Enciclopedia, que recibía en fascículos. No obstante, se hallaba muy atareado con registros de derechos y comprobando la genealogía de ilustres aristócratas. Un día le enviaron dos cajas fuertes a su despacho. Al abrirlas, salió de ellas un penetrante olor a rancio.

—Así es como huele la tiranía —observó Camille.

Su padre dejó lo que tenía entre manos y se puso a hurgar en las cajas. Sacó con cuidado unos viejos y amarillentos pergaminos y los examinó detenidamente. Clément, su hijo menor, pensó que estaba buscando un tesoro escondido.

El príncipe de Condé, el noble más importante de la comarca, visitó personalmente a maître Desmoulins en su modesta casa, pintada de blanco y llena de libros, situada en la Place des Armes. Lo lógico hubiera sido que enviara a su administrador, pero tenía ganas de conocer al hombre que estaba realizando tan excelente trabajo para él. Por otra parte, era muy probable que si le honraba con su visita no le enviara la factura. Era una tarde de otoño. El príncipe se hallaba sentado a la luz de las velas, calentando una copa de vino tinto en la mano, consciente de su superioridad respecto al abogado, mientras las sombras se iban haciendo más densas.

—¿Qué es lo que quiere la gente? —preguntó.

—Bien… —Maître Desmoulins reflexionó unos instantes antes de responder a tan grave pregunta—. La gente como yo, los profesionales, queremos intervenir más en las cuestiones públicas, es decir, tener la oportunidad de servir a nuestro país. —Es justo, piensa; bajo el viejo Rey, los nobles nunca eran designados ministros, pero cada vez hay más ministros que son nobles—. Una igualdad civil, una igualdad fiscal.

Condé lo miró perplejo y preguntó:

—¿Acaso pretende que la nobleza pague los impuestos que le corresponden a usted?

—No, monseñor, estamos dispuestos a pagar los impuestos que nos correspondan.

—Yo pago religiosamente mis impuestos —dijo Condé—. Eso del impuesto de la propiedad es una majadería. ¿Qué más desean?

Desmoulins hizo un gesto que confiaba que resultara elocuente.

—Una igualdad de oportunidades, eso es todo —respondió maître Desmoulins, tratando de explicarle con la mayor sencillez las aspiraciones básicas del pueblo—. Una igualdad de oportunidades para prosperar en el Ejército o en la Iglesia…

—¿Igualdad de oportunidades? Eso parece ir contra la naturaleza.

—Otras naciones se comportan de forma distinta. Tomemos el ejemplo de Inglaterra. La opresión no es natural.

—¿La opresión? ¿Acaso se siente usted oprimido?

—Sí, y los pobres mucho más.

—Los pobres no sienten nada —contestó el príncipe—. No sea usted sentimental. No les interesa el arte de gobernar. Lo único que les interesa es llenarse la barriga.

—Aun así…

—Y a usted —prosiguió Condé—, sólo le interesan los pobres, como argumento de sus peticiones. Y ustedes los abogados, sólo desean concesiones que les resulten beneficiosas.

—No se trata de concesiones. Se trata de los derechos naturales del ser humano.

—Una hermosa frase. Veo que la emplea con frecuencia.

—Libertad de pensamiento y libertad de palabra. ¿Acaso es pedir demasiado?

—Es pedir mucho, y usted lo sabe —replicó Condé bruscamente—. Lo peor es que oigo esas mismas frases en boca de mis iguales. Unas ideas elegantes para un nuevo orden social. Unos minuciosos planes para una «comunidad de razón». Luis es débil. A poco que ceda, aparecerá un Cromwell. Terminará en una revolución, que no será precisamente una gira campestre.

—Pero ¿cómo es posible? —exclamó de pronto Jean-Nicolas, mirando hacia una esquina de la habitación—. ¿Qué haces aquí?

—Os estaba escuchando —contestó Camille—. No trataba de ocultarme.

Maître Desmoulins se puso rojo.

—Le presento a mi hijo —dijo.

El príncipe de Condé hizo un leve gesto con la cabeza. Camille avanzó unos pasos.

—¿Has aprendido algo de provecho? —le preguntó el príncipe. Por su tono, era evidente que creía que Camille era más joven de lo que era—. ¿Cómo has conseguido permanecer quieto durante tanto rato?

—Porque al oírle a usted se me heló la sangre —contestó Camille mirando al príncipe de arriba abajo, como un verdugo tomando medidas—. Naturalmente que estallará una revolución. Están ustedes creando una nación de Cromwells. Pero confío en que logremos más que Cromwell. Dentro de quince años ustedes, los tiranos y los parásitos, habrán desaparecido. Fundaremos una república basada en el más puro modelo romano.

—Camille asiste a la escuela en París —terció Jean-Nicolas, visiblemente nervioso—. Allí les infunden unas ideas muy peregrinas.

—Y supongo que piensa que es demasiado joven para que alguien le haga arrepentirse de ellas —dijo Condé. Luego se giró hacia el chico y preguntó—: ¿A qué viene todo esto?

—Es el punto culminante de su visita, monseñor. Le gusta ir a ver cómo viven sus educados siervos y pasarlo bien charlando con ellos —dijo Camille, temblando de rabia—. Le detesto.

—No permitiré que ese mocoso me ofenda —dijo Condé—. Desmoulins, mantenga alejado de mí a ese hijo suyo.

Tras buscar un lugar donde depositar la copa de vino, acabó entregándosela a su anfitrión. Maître Desmoulins le siguió hasta la escalera.

—Monseñor…

—He hecho mal en mostrarme condescendiente viniendo aquí. Debí haber enviado a mi administrador…

—Lo lamento.

—No consentiré que nadie me insulte. Me lo impide mi dignidad.

—¿Me permite continuar el trabajo que estaba haciendo para usted?

—Sí.

—Espero que no se sienta ofendido.

—Sería ridículo que me ofendiera por algo sin importancia.

Tras reunirse con su pequeño séquito, que le aguardaba a la puerta, Condé se giró hacia Jean-Nicolas y repitió:

—Mantenga a su hijo alejado de mí.

Cuando el príncipe se marchó, Jean-Nicolas subió la escalera y entró de nuevo en su despacho.

—¿Y bien, Camille? —preguntó con calma, respirando profundamente.

El silencio se prolongó. Había anochecido y el resplandor de la luna iluminaba la plaza. Camille volvió a ocultarse en las sombras, donde se sentía más seguro.

—Lo que decías era estúpido y fatuo —contestó al cabo de unos minutos—. Todo el mundo lo sabe. El príncipe no es un retrasado mental. No todos los nobles son imbéciles.

—Lo sé de sobras. Vivo de ellos.

—Me ha hecho gracia la frase de «ese hijo suyo», como si fuera una excentricidad por tu parte tener un hijo.

—Puede que lo sea —respondió Jean-Nicolas—. De haber sido un ciudadano del mundo antiguo, te habría abandonado en la cima de una colina para que te las arreglaras como pudieras.

—A lo mejor una loba se enamoraba de mí —dijo Camille.

—Cuando hablabas con el príncipe, observé que no tartamudeabas.

—No te preocupes. Ya vuelvo a tartamudear.

—Temí que fuera a pegarte.

—Yo también.

—Me hubiera gustado que lo hiciera. Si sigues así —dijo Jean-Nicolas—, harás que me muera de un ataque cardíaco.

—No temas, eres muy fuerte —contestó Camille—. El médico ha dicho que sólo tienes unos cálculos biliares.

Jean-Nicolas sintió deseos de abrazar a su hijo. Era un impulso absurdo, que enseguida reprimió.

—Has ofendido al príncipe —dijo— y puedes arruinar nuestro futuro. Lo peor fue la forma en que lo miraste de arriba a abajo, sin decir palabra.

—Sí —respondió Camille—. Soy insolente. Cultivo la insolencia silenciosa, por razones obvias.

Luego se sentó en la silla de su padre y se apartó un mechón de la frente, dispuesto a continuar la conversación.

Jean-Nicolas es un hombre digno, serio, de una rigidez y rectitud casi insalvables. En esos momentos sentía deseos de gritar y romper el cristal de la ventana, o tirarse por ella y morir aplastado en la calle.

El príncipe tiene prisa por regresar a Versalles y ya ha olvidado el incidente.

Actualmente está de moda el juego del faraón. El Rey lo ha prohibido por las cuantiosas pérdidas que ocasiona. Pero el Rey es un hombre de costumbres rutinarias, que se retira temprano, y en cuanto se marcha aumentan las apuestas en la mesa de la Reina.

—Pobre hombre —dice esta, refiriéndose a su marido.

La Reina es quien impone la moda en Francia. Sus vestidos —encarga unos ciento cincuenta al año— se los confecciona Rose Bertin, una modista cara pero imprescindible, que tiene taller en la rue Saint-Honoré. Los trajes de ceremonia son como una prisión, con sus ballenas, sus miriñaques, sus colas, sus rígidos brocados y sus incómodos adornos. Los peinados y los sombreros se complementan y siempre están al último grito; las tropas de George Washington, en formación de combate, avanzan torpemente bajo unas enhiestas torres, y los jardines ingleses, de estilo informal, parecen una rígida composición geométrica. Lo cierto es que la Reina desea liberarse de ese aparato, instituir una época de libertad, donde predominen las gasas más finas, las muselinas más suaves, los lazos sencillos y las túnicas vaporosas. Es asombroso comprobar que la sencillez, cuando va acompañada de buen gusto, luce lo mismo que los terciopelos y los rasos. La Reina asegura que le gusta la naturalidad en la forma de vestir, en la etiqueta. Lo que más adora son sus brillantes, y sus tratos con la firma parisiense de Böhmer y Bassenge son motivo de escándalo. Con frecuencia, después de reformar sus habitaciones privadas de arriba abajo, desembarazándose de los muebles viejos y cambiando las cortinas, se cansa de la nueva decoración y se traslada a otras habitaciones.

—Temo aburrirme —confiesa.

No tiene hijos. Los panfletos que se distribuyen por todo París la acusan de mantener relaciones promiscuas con sus cortesanos e incluso con sus favoritas. En 1776, cuando aparece en su palco de la Opéra, el público acoge su presencia con un silencio hostil. La Reina no lo comprende. Dicen que cuando se encierra en sus habitaciones, llora amargamente.

—¿Pero qué les he hecho? —se lamenta—. ¿Por qué se meten con una pobre mujer que sólo pretende divertirse?

Su hermano el Emperador le escribe desde Viena: «Las cosas no pueden continuar así… Será una revolución sangrienta y cruel, y tú la habrás provocado».

En 1778 Voltaire regresó a París, a los ochenta y cuatro años de edad, cadavérico y vomitando sangre. Recorrió la ciudad en un carruaje azul cubierto de estrellas doradas. Las calles estaban atestadas de histéricas multitudes que gritaban: «¡Viva Voltaire!». El anciano comentó:

—Otros quisieran verme ejecutado.

La Academia salió a recibirle: acudió Franklin y Diderot. Durante la representación de su tragedia, Irene, los actores colocaron una corona de laurel sobre su estatua, y el público se puso en pie para manifestarle su entusiasmo y veneración.

En mayo, falleció. París le negó un funeral cristiano. Muchos temían que sus enemigos profanaran su tumba, de modo que el cadáver fue sacado de la ciudad de noche, sentado en un carruaje, a la luz de la luna, como si estuviera vivo.

Un hombre llamado Necker, un protestante, un banquero suizo millonario, fue designado ministro de Finanzas y maestro de los Milagros en la corte. Sólo Necker podía mantener a flote el barco del Estado. El secreto, según decía, era pedir dinero prestado. Los elevados impuestos y los recortes en el gasto público mostraban a Europa que Francia estaba hundida. Pero si uno pedía dinero prestado mostraba un talante progresista, dinámico y ambicioso; al mostrar confianza en uno mismo, la creaba. Cuanto más dinero se pidiera prestado, mejor. El señor Necker era un optimista.

Por extraño que parezca, el sistema funcionaba. Cuando en mayo de 1781 las habituales intrigas antiprotestantes provocaron la caída del ministro, el país lamentó profundamente su pérdida. Pero el Rey dio un suspiro de alivio y compró a Antonieta unos brillantes para celebrarlo.

Georges-Jacques Danton había decidido ir a París.

Fue una decisión difícil; según dijo Anne-Madeleine, era como si se fuera a América, o a la luna. Se celebraron varios cónclaves familiares durante los cuales todos sus tíos expusieron, con cierta ceremonia, su opinión. Lo de hacerse sacerdote pasó al olvido. Durante un par de años había trabajado en los bufetes de sus tíos y de los amigos de estos. Era una modesta tradición familiar. Pero si estaba seguro de que eso era lo que deseaba…

Seguro que su madre le echaría de menos; pero lo cierto es que se habían distanciado. Era una mujer sin estudios y con unas ideas muy convencionales. La única industria en Arcis-sur-Aube era la confección de gorros de dormir. ¿Cómo podía explicar Georges-Jacques a su madre que tal cosa casi le parecía una ofensa personal?

En París percibiría un modesto estipendio como secretario del abogado en cuyo bufete se prepararía; más tarde necesitaría dinero para montar su propio bufete. Los inventos de su padrastro se habían comido el patrimonio familiar; su nuevo telar era un verdadero desastre. A Georges-Jacques y a sus hermanas les divertía contemplar el pequeño aparato, cuyas lanzaderas crujían de forma alarmante, esperando que el hilo se rompiera de nuevo. El señor Danton, fallecido dieciocho años atrás, había dejado un poco de dinero, que fue reservado para cuando su hijo fuera mayor.

—Lo necesitarás para tus inventos —dijo Georges-Jacques a su padrastro—. Y la verdad es que prefiero partir de cero.

Aquel verano visitó a todos sus parientes. Un chico seguro de sí mismo y ambicioso que se marcha a París sólo regresa para visitar a su familia, y convertido ya en un hombre distante y de éxito. De modo que fue a despedirse de todos sus parientes, incluyendo a unos primos lejanos y a las viudas de unos tíos abuelos. En sus frías casas rústicas, muy parecidas a la suya, estiraba las piernas y les contaba sus planes. Pasaba mucho rato en el cuarto de estar de aquellas viudas y tías solteronas, en compañía de unas damas que asentían con la cabeza a la tenue luz del atardecer, mientras el polvo formaba un halo púrpura alrededor de sus cabezas. Georges-Jacques conversaba amablemente con ellas, como si presintiera que no volvería a verlas.

Sólo le faltaba visitar a su hermana Marie-Cécile en el convento. Siguió a la maestra de las novicias por un largo y silencioso pasillo, sintiéndose ridículamente alto y corpulento, demasiado hombre. Las monjas pasaban junto a él vestidas con sus negros hábitos, con los ojos clavados en el suelo y las manos metidas en las mangas. Georges-Jacques no quería que su hermana se encerrara allí. Preferiría estar muerto, pensó, que ser una mujer.

La reverenda se detuvo frente a una puerta y dijo:

—Es una lástima que la sala de visitas se encuentre tan alejada. Hemos decidido construir otra cerca de la entrada, cuando consigamos los fondos.

—Yo creía que era una orden rica.

—Se equivoca usted —respondió la monja secamente—. Algunas novicias aportan unas dotes que apenas si bastan para comprar la tela para sus hábitos.

Marie-Cécile estaba sentada detrás de una celosía. Georges-Jacques no podía tocarla ni besarla. Estaba pálida, o puede que el velo blanco de novicia no le sentara bien. Tenía los ojos pequeños y azules, de mirada franca, como su hermano.

Conversaron tímidamente, como si se sintieran incómodos. Georges-Jacques refirió a su hermana las noticias de la familia y le explicó sus planes.

—¿Vendrás a la ceremonia cuando tome los hábitos, cuando pronuncie los votos definitivos? —le preguntó su hermana.

—Sí —mintió Georges-Jacques—. Procuraré venir.

—París es una ciudad muy grande. ¿No te sentirás solo?

—Lo dudo.

Marie-Cécile lo miró fijamente e inquirió:

—¿Qué aspiras conseguir de la vida?

—Deseo abrirme camino.

—¿Qué significa eso?

—Que quiero alcanzar una posición, tener dinero, hacer que la gente me respete. Lo siento, no veo la necesidad de ser modesto. Quiero llegar a ser alguien importante.

—Todo el mundo es importante. A los ojos de Dios.

—Esta vida te ha vuelto muy piadosa.

Ambos se echaron a reír.

—¿Has pensado en la salvación de tu alma? —preguntó Marie-Cécile a su hermano.

—¿Por qué voy a pensar en mi alma, teniendo como tengo una hermana monja que no tiene otra cosa que hacer que rezar por mí? ¿Y tú? ¿Eres feliz?

Marie-Cécile suspiró.

—Piensa en el dinero que se han ahorrado nuestros padres, Georges-Jacques. Cuesta mucho casar a una hija. Hay muchas chicas en nuestra familia. Supongo que fueron otros quienes me indujeron a dar este paso. Pero ahora que estoy aquí, me siento feliz. Tiene sus compensaciones, aunque no lo creas. Pero pienso que tú no has nacido para llevar una vida tranquila y sosegada.

Georges-Jacques sabía que muchos campesinos se habrían casado con ella por la exigua dote que había entregado al convento, satisfechos de tener una esposa sana y alegre. No le habría costado hallar un hombre trabajador que la tratara decentemente y que le diera unos hijos. Georges-Jacques opinaba que todas las mujeres debían tener hijos.

—¿Puedes salir de aquí si lo deseas? —preguntó a su hermana—. Si gano mucho dinero podría ocuparme de ti. Te buscaríamos un marido, o podrías quedarte a vivir conmigo.

Marie-Cécile alzó una mano y respondió:

—Ya te he dicho que… me siento feliz. Estoy satisfecha.

—Me entristece ver que el color ha desaparecido de tus mejillas —dijo Georges-Jacques.

Su hermana giró la cabeza.

—Es mejor que te vayas, antes de que yo también me ponga triste. A veces recuerdo los tiempos en que íbamos a jugar a los campos. Pero ya no volverán. Que Dios te bendiga.

—Que Dios te bendiga —contestó Georges-Jacques, aunque no confiaba en esas cosas.