I. La vida como campo de batalla

(1763-1774)

Ahora que ya ha pasado un cierto tiempo, podemos contemplar lo sucedido con perspectiva. Ahora que han colocado la última teja roja en el tejado de la Nueva Casa, ahora que hace cuatro años que firmaron el contrato matrimonial. La ciudad huele a verano, que no es un olor muy agradable, pero es el mismo del año pasado, el mismo de todos los años. La Nueva Casa huele a resina y a cera; emana un penetrante olor a disputas familiares.

El estudio de maître Desmoulins está al otro lado del patio, en la Vieja Casa cuya fachada da a la calle. Desde la Place des Armes, si nos situamos frente a la estrecha y blanca fachada, podemos verlo detrás de las persianas del primer piso. Parece que observa la calle, pero en realidad se encuentra a muchos kilómetros de distancia. Mentalmente está en París.

En estos momentos se dispone a subir la escalera. Le sigue su hijo de tres años. Como el señor Desmoulins sabe que no podrá quitárselo de encima hasta dentro de veinte años, comprende que es inútil quejarse. El calor del mediodía invade las calles. Las niñas, Henriette y Elisabeth, duermen en sus cunas. Madeleine está insultando a la lavandera con una fluidez y una agresividad impropias de su estado de buena esperanza y su buena educación. Desmoulins cierra la puerta para no oírlas.

Tan pronto como se sienta ante su mesa de despacho, un pensamiento sobre París empieza a darle vueltas en la cabeza. Es algo que le sucede a menudo. Se ve a sí mismo en las escaleras del tribunal del Châtelet, tras haber conseguido una absolución, rodeado de un grupo de colegas que le felicitan calurosamente. Desmoulins mira a su alrededor. ¿Dónde está Perrin esta tarde? ¿Y Vinot? Ahora va dos veces al año, y Vinot —que solía comentar con él su plan de vida cuando eran estudiantes— había pasado junto a él, en la Place Dauphine, sin reconocerlo.

Eso sucedió el año pasado. Ahora estamos en 1763. Nos encontramos en Guise, Picardía; Desmoulins tiene treinta y tres años, está casado y es padre, abogado, concejal, miembro del alguacilazgo y tiene que pagar la factura del nuevo tejado.

Saca sus libros de cuentas. Hace sólo dos meses que la familia de Madeleine le entregó el último plazo de su dote. Fingieron —sabiendo que él no podía insultarlos— que había sido un descuido, que a un hombre de su posición, con un trabajo bien remunerado, no le haría falta ese dinero.

Era un truco típico de los Viefville, y Desmoulins no podía hacer nada para remediarlo. Lo habían clavado al mástil familiar mientras él, temblando de vergüenza, les entregaba los clavos. Había regresado de París, a petición de ellos, por Madeleine. No sabía que esta cumpliría treinta años antes de que su familia considerara que él había alcanzado una situación medianamente satisfactoria.

Los Viefville dirigen y controlan pequeñas poblaciones y grandes bufetes de abogados. Tienen primos repartidos por toda la comarca de Laon, por toda Picardía. Son una familia de estafadores, fríos y arrogantes. Un De Viefville es el alcalde de Guise, otro es miembro del Parlamento de París, ese augusto organismo judicial. Los De Viefville suelen casarse con miembros de la familia Godard; Madeleine es una Godard, por parte de padre. El apellido de los Godard carece de la ansiada partícula de nobleza, pero los Godard saben desenvolverse en la vida. Cuando uno asiste, en Guise o en los alrededores, a una velada musical, a un funeral o a una cena de abogados, siempre hay un Godard presente ante el que doblar la rodilla.

Las damas de la familia creen en la producción anual, y aunque Madeleine ha empezado tarde se toma muy en serio su obligación. De ahí la Nueva Casa.

El hijo que seguía a Desmoulins era su primogénito, que ahora cruza la habitación y se encarama en el asiento de la ventana. Su primera reacción, cuando se lo enseñaron a los pocos minutos de nacer, fue afirmar que no era suyo. Durante el bautizo, los complacidos tíos y tías del niño no cesaban de repetir: «¡Es igualito a los Godard!». Tres deseos, pensó Jean-Nicolas amargamente: convertirte en concejal, casarte con tu prima y nadar en la abundancia.

Al niño le impusieron muchos nombres, porque los padrinos no conseguían ponerse de acuerdo. Jean-Nicolas expuso sus preferencias, ante lo cual la familia cerró filas: puedes llamarlo Lucien o como quieras, pero nosotros lo llamaremos Camille.

El nacimiento de su primogénito fue un acontecimiento muy serio en la vida de Jean-Nicolas. Tenía la sensación de hundirse en un pantano, sin esperanzas de salvación. No es que no estuviera dispuesto a asumir sus responsabilidades, sino que se sentía abrumado por las paradojas de la vida y aterrado ante la certeza de que no había nada constructivo que él pudiera hacer. El niño constituía un problema irresoluble. Parecía inaccesible al proceso de razonamiento legal. Jean-Nicolas le sonreía, y el niño le devolvía la sonrisa, pero no la simpática sonrisa desdentada que esbozan la mayoría de los bebés, sino una sonrisa decididamente irónica. Por otra parte, Jean-Nicolas siempre había creído que los bebés no veían con claridad, pero este —sin duda se trataba de su imaginación— parecía observarlo con cierta frialdad, lo cual le incomodaba. En el fondo temía que el día menos pensado el bebé se incorporara, le mirara fijamente y exclamara: «¡Capullo!».

Asomado a la ventana, su hijo observa la plaza y comenta todo lo que ve: «Ahí va el cura, ahí está el señor Saulce. Mira, un ratón. Ahora aparece el perro del señor Saulce. ¡Pobre ratón!».

—Bájate de ahí, Camille —dice Jean-Nicolas—. Si te caes a la calle y te haces daño en la cabeza, nunca llegarás a ser un concejal. O puede que sí. ¿Quién lo iba a notar?

Mientras su padre suma las facturas de los proveedores, Camille sigue asomado a la ventana, buscando más carnaza. El cura atraviesa la plaza, el perro se tiende al sol. Un niño aparece con un collar y una cadena, se los coloca al perro y se lo lleva a casa. Al cabo de un rato, Jean-Nicolas levanta la vista y dice:

—Cuando haya terminado de pagar el tejado, estaré arruinado. ¿Me escuchas? Mientras tus tíos sigan impidiendo que me ocupe de casos de mayor envergadura, no podremos llegar a fin de mes sin echar mano de la dote de tu madre, la cual se reservaba para tus estudios. Las niñas no me preocupan, pueden aprender a bordar, o puede que alguien se case con ellas por sus encantos personales. Pero tú tendrás que espabilarte.

—El perro ha vuelto —dice su hijo.

—Bájate inmediatamente de ahí. Y no te portes como un niño mimado.

—¿Por qué? —pregunta Camille—. ¿Es que no soy un niño?

Su padre cruza la habitación y le obliga a bajarse del asiento de la ventana. El niño lo mira asombrado. Todo le sorprende: las diatribas de su padre, las motas en la cáscara de los huevos, los sombreros de las mujeres y los patos del estanque.

Jean-Nicolas lo sienta ante su mesa. Cuando tengas treinta años, piensa, te sentarás en esta mesa, dejarás a un lado los libros de cuentas para ocuparte de asuntos insignificantes, redactarás, quizá por décima vez en tu carrera, una hipoteca sobre la mansión de Wiège. Cuando cumplas cuarenta y te empiecen a salir canas y estés preocupado por tu hijo mayor, yo tendré setenta años. Me sentaré al sol a contemplar el paisaje, y cuando pasen el señor Saulce y el cura me saludarán educadamente.

¿Qué piensan ustedes sobre los padres? ¿Son importantes, o no? He aquí lo que opina Rousseau al respecto:

La familia es la más antigua de las sociedades, y la única natural. Sin embargo, los hijos permanecen por naturaleza sujetos a su padre sólo en tanto en cuanto lo necesitan para sobrevivir… La familia constituye el primer modelo de sociedad política. El jefe de Estado evoca la imagen de un padre; el pueblo, la de sus hijos.

He aquí otras anécdotas familiares.

El señor Danton tenía cuatro hijas, y un hijo menor que sus hermanas. El señor Danton no sentía nada especial hacia su hijo, salvo quizá un cierto alivio de que fuera varón. A los cuarenta años, el señor Danton falleció. Su viuda estaba embarazada, pero sufrió un aborto.

Posteriormente, el niño, Georges-Jacques, creía recordar a su padre. En su familia se hablaba mucho de los muertos. Él procuraba empaparse de esas conversaciones y las transmutaba haciéndolas pasar por memoria. Los muertos no regresan para quejarse ni para regañarte.

El señor Danton había sido secretario de uno de los tribunales de la localidad. Dejó algo de dinero, unas casas y unas tierras. La señora Danton iba tirando sin grandes problemas. Era una mujer de carácter dominante que no temía enfrentarse a la vida. Los maridos de sus hermanas iban a visitarlos los domingos, para aconsejarla.

Los niños eran incorregibles. Destrozaban las verjas de los vecinos, perseguían a las ovejas y cometían otras tropelías rurales. Cuando su madre o uno de sus tíos les increpaban, contestaban con malos modos. En otras ocasiones se divertían arrojando a otros niños al río.

—¡Es increíble que unas niñas se comporten de ese modo! —observó el señor Camus, hermano de la señora Danton.

—No son las niñas —replicó ella—. Es Georges-Jacques. Pero qué quieres, tienen que sobrevivir.

—Pero esto no es la selva —objetó el señor Camus—. Esto no es la Patagonia. Es Arcis-sur-Aube.

Arcis es verde; el terreno que lo rodea es llano y amarillo. La vida prosigue a un ritmo pausado. El señor Camus observa al niño, que está asomado a la ventana, tirando piedras al granero.

—Ese niño es un salvaje y está enorme —dice—. ¿Por qué lleva una venda en la cabeza?

—¿Para qué quieres saberlo? ¿Para meterte con él?

Hace dos días, una de las niñas lo había traído a casa al anochecer. Estuvieron jugando a moros y cristianos en un campo donde había un toro. Ese fue el piadoso comentario que hizo Anne Madeleine. Naturalmente, era muy posible que no todos los mártires de la Iglesia dejaran que un toro los atacara, y que algunos, como Georges-Jacques, se pasearan armados con palos. Tenía la mitad del rostro destrozado por el cuerno del animal. Desesperada, su madre le aplicó una venda bien apretada, confiando en que la carne se juntaría, y otra alrededor de la cabeza para cubrir los chichones y los cortes que tenía en la frente. Durante dos días, Georges-Jacques permaneció encerrado en casa, exhibiendo un aire agresivo y quejándose de que le dolía la cabeza. Eso fue el tercer día.

Veinticuatro horas después de que el señor Camus se hubiera marchado, la señora Danton se acercó a la ventana y vio —como en trance, como si se tratara de una horrible pesadilla— a un labrador que atravesaba los campos transportando el cuerpo inerte de su hijo. Dos perros corrían tras él con el rabo entre las patas, seguidos de Anne Madeleine, la cual gritaba de rabia y desesperación.

La señora Danton corrió a su encuentro y vio que el labrador tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Hay que sacrificar a ese toro —dijo.

Luego entraron en la cocina. Todo estaba manchado de sangre, la camisa del labrador, los perros, el delantal de Madeleine e incluso su cabello. En el suelo había también un reguero de sangre. La señora Danton buscó algo —una manta, un mantel— sobre la que extender el cadáver de su único hijo. El labrador, agotado por el esfuerzo, se apoyó en la pared, dejando en ella una larga mancha rojiza.

—Colóquelo en el suelo —dijo la señora Danton.

Cuando su mejilla rozó las frías losas del suelo, el niño gimió suavemente y la señora Danton comprendió que no estaba muerto. Entretanto, Anne Madeleine repetía con voz monótona el De profundis:

—«Desde la vigilia matutina hasta el anochecer, Israel confía en el Señor».

Su madre le propinó un bofetón para que se callara. En aquel momento entró un pollo volando y se posó en el pie de la señora Danton.

—No pegue a la niña —dijo el labrador—. Ella lo rescató de debajo de las patas del toro.

Georges-Jacques abrió los ojos y vomitó. Su madre le palpó los brazos y las piernas para comprobar si se había roto algo. Sólo se había partido la nariz. Al respirar, soltaba unas burbujas de sangre.

—No te suenes —le dijo el hombre—, que se te saldrán los sesos por la nariz.

—No te muevas, Georges-Jacques —dijo Anne Madeleine—. Le has dado un buen susto a ese toro. La próxima vez que te vea, saldrá corriendo.

—Ojalá tuviera un marido —se lamentó su madre.

Nadie le había examinado detenidamente la nariz antes del accidente, por lo que nadie podía asegurar que no la tuviera torcida antes de que se produjera el percance. Aparte de eso, el cuerno del toro le había dejado una cicatriz que le atravesaba la mejilla y que formaba una hendidura violácea en su labio superior.

Al año siguiente contrajo la viruela, lo mismo que sus hermanas, aunque afortunadamente todos se salvaron. Su madre no creía que las marcas de viruela influyeran en su aspecto. Georges era tan feo que la gente se volvía para mirarlo.

Cuando Georges-Jacques cumplió diez años, su madre contrajo nuevas nupcias con Jean Recordain, un comerciante de la localidad. Era viudo, con un hijo (de carácter sosegado) al que debería criar. Aunque era un tanto excéntrico, la madre de Georges estaba segura de que sería muy feliz con él. Georges empezó a asistir a la escuela local. No tardó en descubrir que era capaz de aprenderlo todo con poco esfuerzo, lo cual le permitía disponer del suficiente tiempo libre para seguir cultivando sus aficiones. Un día le pasó por encima toda una piara de cerdos, ocasionándole varias contusiones y heridas, además de dejarle un par de cicatrices que quedaron ocultas bajo su espesa pelambrera.

—Es la última vez que permito que un animal me pisotee —dijo—. Tanto si tiene dos patas como cuatro.

—Roguemos a Dios para que así sea —respondió piadosamente su padrastro.

Pasó un año. Un día, Georges cayó enfermo. Tenía mucha fiebre y no cesaba de tiritar. Cuando tosía arrojaba unos esputos sanguinolentos, y en su pecho sonaba un ruido bronco y áspero.

—Es posible que tenga los pulmones dañados —dijo el médico—. Son ya muchas las veces que se ha roto las costillas. Lo siento. Les recomiendo que avisen al sacerdote.

El sacerdote acudió para administrarle la extremaunción. Pero Georges no murió aquella noche. Tres días más tarde seguía en estado de coma. Su hermana Marie-Cécile organizó unos turnos de oraciones, reservándose el más pesado: desde las dos de la mañana hasta el amanecer. El salón se llenó de parientes que intentaban consolar a su madre. De vez en cuando se producía un silencio, roto por el vocerío de todos los presentes tratando de hablar al mismo tiempo. Las noticias sobre el estado de Georges iban de una habitación a otra.

Al cuarto día, Georges se incorporó y reconoció a su familia. Al quinto, empezó a bromear y tenía tanta hambre que pidió abundantes raciones de comida.

El médico afirmó que ya estaba fuera de peligro.

Su madre había decidido abrir la tumba familiar y enterrarlo junto a su padre. El ataúd, que habían colocado en un cobertizo, fue devuelto. Por fortuna, sólo habían pagado un depósito por él.

Mientras Georges-Jacques permanecía convaleciente, su padrastro viajó a Troyes. A su regreso anunció que había decidido enviar al muchacho a un seminario.

—¡Mentecato! —dijo su mujer—. Lo que pretendes es quitártelo de encima, confiésalo.

—No tengo tiempo para ocuparme de mis inventos —protestó Recordain—. Vivo en un campo de batalla. Cuando no le pisotean unos cerdos, pilla una pulmonía. ¿A quién se le ocurre bañarse en el río en noviembre? Los ciudadanos de Arcis no tienen por qué saber nadar. Es un chico muy difícil.

—Tienes razón, quizá podría ser sacerdote —dijo su mujer en tono conciliador.

—Ya lo imagino rodeado de sus feligreses —terció el tío Camus—. Quizá lo envíen a una cruzada.

—No sé de quién habrá heredado su inteligencia —dijo su mujer—. En mi familia no hay nadie inteligente.

—Gracias —protestó su hermano.

—Claro que el hecho de ingresar en un seminario no presupone que tenga que hacerse sacerdote. También podría ser abogado. Hay varios abogados en la familia.

—¿Y si no está de acuerdo con el veredicto? No quiero ni pensarlo.

—De todos modos —dijo la mujer—, prefiero que se quede en casa uno o dos años más. Me gusta tenerlo junto a mí.

—Como quieras —respondió su marido. Jean Recordain era un hombre bonachón que satisfacía a su mujer obedeciéndola en todo. Buena parte del tiempo lo pasaba encerrado en un cobertizo, inventando una máquina para tejer algodón. Decía que aquella máquina cambiaría el mundo.

Su hijastro tenía catorce años cuando se trasladaron a Troyes, vieja ciudad catedralicia de gente pacífica. Allí los animales no pisoteaban a la gente, ni los sacerdotes permitían a los chicos bañarse en el río. Todo parecía indicar, por tanto, que Georges-Jacques lograría sobrevivir.

Más tarde, cuando recordaba su adolescencia, siempre decía que había sido muy feliz.

En estos momentos, bajo una luz más débil, más gris, más del norte, se celebran unos esponsales. Es el 2 de enero, y los escasos asistentes se felicitan el año nuevo.

La historia de amor de Jacqueline Carraut ocupó la primavera y el verano de 1757, y el día de san Miguel, el 29 de septiembre, se enteró de que estaba embarazada. Jacqueline jamás cometía un error. O, por lo menos, sólo cometía errores graves.

En vista de que su novio se mostraba más frío hacia ella, y dado que su padre era un hombre colérico, Jacqueline decidió ensanchar los corpiños de sus vestidos y no decir palabra. Cuando se sentaba a la mesa, jugueteaba un rato con la comida y luego se la daba al terrier que estaba sentado junto a sus faldas. Llegó adviento.

—Si me lo hubieras dicho antes —dijo su novio—, mi familia sólo habría protestado de que un Robespierre se casara con la hija de un cervecero. Ahora, con esta barriga, encima se armará un escándalo.

—Es el fruto de nuestro amor —dijo Jacqueline. No era una joven romántica, pero se sentía obligada a mantener el tipo. Así pues, una vez ante el altar, sostuvo la cabeza bien alta y miró a todos de frente. Es decir, a su familia, porque los Robespierre se quedaron en casa.

François tenía veintiséis años y un brillante porvenir como abogado; era uno de los mejores partidos de la localidad. Los Robespierre llevaban en la comarca de Arras desde hacía trescientos años. No tenían dinero, pero eran muy orgullosos. Jacqueline estaba impresionada por cómo vivían sus suegros. En casa de su padre, el cervecero, quien no dejaba de quejarse en todo el día ni de regañar a sus empleados, comían unos buenos bistecs. Los Robespierre, en cambio, se comportaban con exquisita educación y comían sopa.

Puesto que la consideraban una muchacha fuerte y robusta, como todas las de su procedencia social, le servían unos gigantescos platos de sopa. Incluso le ofrecían cerveza de la que fabricaba su padre. Pero Jacqueline no era ni fuerte ni robusta, sino frágil y delicada. Ha tenido suerte de casarse con un Robespierre, decía la gente con envidia. Así no tendrá que trabajar. Parecía una figurita de porcelana, un tanto deforme debido a su estado.

François había cumplido con su deber y se había casado con ella; pero cuando abrazó su cuerpo entre las sábanas, volvió a experimentar la misma pasión visceral que antes. Se sentía atraído por el nuevo corazón que latía en su pecho, por la primitiva curva de sus costillas. Le fascinaba su piel suave y diáfana. Le encandilaban sus grandes y miopes ojos verdes, cuya mirada ella sabía suavizar o endurecer, como un gato. Cuando hablaba, sus palabras eran como unas pequeñas garras que se le clavaban en la carne.

—Por sus venas sólo corre sopa —dijo Jacqueline—. Si les hicieras un corte, sangrarían buenos modales. Gracias a Dios que mañana nos instalamos en nuestra propia casa.

Fue un invierno crudo y tenso. Las dos hermanas de François iban a visitarlos a menudo, pero se sentían violentas. El hijo de Jacqueline nació el 6 de mayo, a las dos de la mañana. Más tarde, la familia se reunió alrededor de la pila bautismal. El padre de François fue el padrino e impusieron al niño su nombre, Maximilien. Era un nombre tradicional en la familia, según informó a la madre de Jacqueline, una familia sólida a la que ahora pertenecía su hija.

A lo largo de los cinco años siguientes nacieron otros tres niños de ese matrimonio. Jacqueline estaba siempre indispuesta y asustada. Tenía la impresión de hallarse continuamente en estado.

Aquel día la tía Eulalie les leyó un cuento. Se llamaba «La zorra y el gato». Leía precipitadamente, pasándose algunas hojas. Maximilien pensó que si eso lo hubiera hecho un niño, habría recibido un bofetón. Para colmo, era su libro favorito.

La tía Eulalie se parecía a la zorra del cuento, cuando alzaba la cabeza para escuchar atentamente, con aire preocupado. Aburrido, Maximilien se sentó en el suelo y se puso a jugar con el puño de encaje de su tía. Su madre sabía hacer labores de encaje.

Le extrañó que su tía Eulalie no le regañara por sentarse en el suelo, y lo interpretó como un signo de mal presagio.

De pronto su tía se detuvo bruscamente. Arriba, Jacqueline se estaba muriendo. Sus hijos todavía no lo sabían.

Habían despedido a la comadrona, pues era una inútil. En estos momentos se encontraba en la cocina, comiendo queso y atemorizando a la sirvienta con sus macabras historias. Habían avisado al médico, con el que François sostenía una acalorada disputa. La tía Eulalie se levantó de un salto y cerró la puerta, pero aun así se oían sus voces. Luego siguió leyendo con voz entrecortada, mientras con su blanca y delicada mano mecía la cuna del pequeño Augustin.

—No veo cómo sacar a la criatura si no es rajando a la madre —dijo el médico. No le gustaba emplear esa palabra, pero no había más remedio—. Quizá pueda salvar al niño.

—Quiero que la salve a ella —dijo François.

—Si no hago nada morirán los dos.

—No me importa que muera la criatura, pero salve a la madre.

Eulalie empezó a mecer la cuna apresuradamente, y Augustin rompió a llorar. Afortunadamente para él, ya había nacido.

Los dos hombres seguían peleándose.

—¡Para eso podía haber avisado al carnicero! —gritó François.

La tía Eulalie se levantó de su asiento, y el libro se deslizó de sus manos y cayó al suelo.

—¡Por Dios! —gritó mientras corría escaleras arriba—. Bajad la voz. Los niños están oyéndolo todo.

Maximilien cogió el libro y alisó las páginas que había doblado su tía mientras contemplaba las ilustraciones de la zorra y el gato, la tortuga y la liebre, el astuto cuervo y el oso. Luego colocó la rechoncha mano de su hermana sobre la cuna y dijo:

—Anda, mécelo un rato.

Su hermana le miró fijamente y preguntó:

—¿Por qué?

La tía Eulalie pasó junto a Maximilien sin reparar en él, con la frente perlada de sudor. El niño subió la escalera y vio a su padre sentado en un sillón, llorando, con la cara oculta entre las manos. El médico abrió su maletín y dijo:

—Dónde habré puesto los fórceps… Al menos lo intentaré. A veces sale bien.

Maximilien abrió la puerta del dormitorio y entró. Las ventanas estaban cerradas, como para impedir que penetrara la brisa estival y la fragancia de los jardines y los campos. En la chimenea ardía un fuego, y junto a ella había una cesta con varios troncos. El calor era inmediato y visible. El cuerpo de su madre yacía envuelto en una sábana blanca, con la cabeza apoyada en unas almohadas y el cabello recogido con una cinta. Su madre le miró sin volver la cabeza, sonriendo débilmente. La piel alrededor de su boca tenía un tono grisáceo. Sus ojos parecían advertirle que dentro de poco se separaría de él.

Maximilien se encaminó hacia la puerta. Antes de salir se giró y alzó la mano en un gesto de solidaridad. En el pasillo se topó con el médico, que se había quitado la chaqueta y la llevaba colgando del brazo, como si esperara que alguien se la cogiera y la colgara en algún sitio.

—Si me hubieran avisado hace unas horas… —dijo el médico.

François había desaparecido.

En aquel momento llegó el sacerdote.

—Si el niño asoma la cabeza —dijo—, lo bautizaré.

—Si el niño asomara la cabeza, no tendríamos ningún problema —replicó el médico.

—O un brazo o una pierna. La Iglesia lo permite.

Eulalie entró de nuevo en la habitación.

—Aquí hace un calor sofocante —dijo—. No creo que le convenga a la parturienta.

—Tampoco le conviene pillar un resfriado —contestó el médico—. Aunque de todos modos…

—En tal caso le administraré la extremaunción —dijo el sacerdote—. Traigan una mesa.

Abrió su maletín y sacó un paño blanco y unas velas. La gracia de Dios en versión portátil.

—Saquen de aquí a ese niño —dijo el médico, indicando a Maximilien.

Eulalie lo cogió en brazos. Mientras bajaban la escalera, Maximilien sintió el áspero roce del vestido contra su mejilla.

Eulalie los condujo hacia la puerta principal.

—Poneos los guantes —dijo—. Y los sombreros.

—Hace calor —protestó Maximilien—. No queremos los guantes.

—Haced lo que os digo —insistió Eulalie.

Salieron seguidos de la nodriza, que llevaba al pequeño Augustin en brazos como si fuera un saco de patatas.

—Cinco niños en seis años —dijo esta a Eulalie—. No me extraña que se esté muriendo.

Se dirigieron a casa del abuelo Carraut. Más tarde, la tía Eulalie les dijo que debían rezar por su hermanito. La abuela preguntó muy bajo, sin apenas mover los labios, si el bebé había sido bautizado. La tía Eulalie sacudió la cabeza y contestó en el mismo tono:

—Ha nacido muerto.

Maximilien se estremeció, y la tía Eulalie se inclinó para darle un beso.

—¿Cuándo puedo volver a casa? —preguntó el niño.

—Pasarás unos días con tu abuela, hasta que tu madre se haya restablecido.

Pero Maximilien recordaba la piel grisácea en torno a su boca y comprendía lo que su madre había tratado de decirle: pronto me meterán en un ataúd y me enterrarán.

¿Por qué se empeñaban en mentirle?

Maximilien empezó a contar los días. Las tías Eulalie y Henriette iban y venían constantemente. Les extrañaba que el niño no preguntara por su madre.

—Maximilien no pregunta por su madre —dijo Henriette a la abuela Carraut.

—Es un niño muy frío —respondió su abuela.

Pero él siguió contando los días hasta que decidieron decirle la verdad. Al noveno día, mientras los niños desayunaban, entró su abuela y dijo:

—Debéis ser muy valientes. Vuestra madre se ha ido a vivir con Jesús.

Con el Niño Jesús, pensó Maximilien.

—Ya lo sé —dijo.

En aquella época tenía seis años. El viento agitaba las cortinas blancas del balcón, y un gorrión se posó en la barandilla. Dios, rodeado de vaporosas nubes, les observaba desde un cuadro colgado en la pared.

Dos días más tarde, su hermana Charlotte se detuvo ante el ataúd, señalándolo con el dedo, mientras su hermana pequeña, Henriette, permanecía sentada en un rincón, malhumorada porque nadie le hacía caso.

—Si quieres te leeré un cuento —dijo Maximilien a Charlotte—. Pero no ese libro de animales. Es demasiado infantil.

Más tarde, su tía Henriette lo alzó para que pudiera contemplar el cuerpo de su madre antes de que cerraran el ataúd.

—Yo no quería que la viera —dijo su tía, girando la cabeza—. Pero la abuela Carraut insistió.

Maximilien sabía perfectamente que aquel cadáver con la nariz aguileña y las manos blancas como la cera era su madre.

De pronto, la tía Eulalie salió corriendo de la casa y exclamó:

—¡François, te lo ruego!

Maximilien corrió tras ella y vio a su padre alejarse sin volver la cabeza ni siquiera una vez. La tía Eulalie cogió al niño de la mano y lo llevó hacia la casa.

—Tiene que firmar el certificado de defunción —dijo—. Pero se niega en redondo. ¿Qué vamos a hacer?

Al día siguiente regresó François. Apestaba a coñac, y el abuelo Carraut dijo que era evidente que había estado con una mujer.

Durante los meses siguientes, François se dio a la bebida. No atendía a sus clientes, y estos se buscaron otro abogado. Un día hizo la maleta y dijo que se marchaba para siempre.

El abuelo y la abuela Carraut confesaron que nunca les había caído bien. Dijeron que no tenían nada contra los Robespierre pues eran gente decente, pero que François era un canalla. Al principio hicieron ver que estaba ocupado con un complicado caso en otra ciudad. De vez en cuando regresaba, generalmente para pedir dinero. Los abuelos Robespierre —«a nuestros años»— no se sentían capaces de ofrecer a sus nietos un hogar. El abuelo Carraut se hizo cargo de los dos chicos, Maximilien y Augustin, y las tías Eulalie y Henriette, que estaban solteras, de las niñas.

Cierto día, Maximilien descubrió, o le dijeron, que había sido concebido antes del matrimonio. A partir de entonces es posible que achacara las desgracias de su familia a esa circunstancia, pero lo cierto es que durante el resto de su vida no volvió a mencionar a sus padres.

En 1768 François de Robespierre regresó a Arras tras una ausencia de dos años. Dijo que había estado en el extranjero pero no especificó en qué lugar, ni cómo se había ganado la vida. Fue a casa del abuelo Carraut para ver a su hijo. Maximilien les oyó discutir a través de la puerta.

—Dices que nunca has conseguido superarlo —dijo el abuelo Carraut—. ¿Te has parado a pensar en si tu pobre hijo lo ha superado? Es su viva imagen. No es un niño fuerte, como tampoco lo era su madre. Tú lo sabías cuando le obligaste a tener un hijo tras otro. Yo me ocupo de alimentar a tus hijos, de vestirlos y de educarlos como buenos cristianos.

Su padre lo encontró muy delgado para su edad. Conversó con él durante unos minutos, pero era evidente que se sentía tenso e incómodo. Al despedirse, le dio un beso en la frente. Su aliento apestaba a alcohol. El niño se apartó bruscamente. François parecía decepcionado. Quizá esperaba que se arrojara en sus brazos.

Más tarde, el niño, que había aprendido a dosificar sus emociones, sintió ciertos remordimientos.

—¿Ha venido papá a verme? —le preguntó a su abuelo.

—No seas ingenuo —contestó el anciano—. Ha venido a pedir dinero.

Maximilien no causaba ningún problema a sus abuelos. Era un chico dócil y obediente. Sentía afición por la lectura y tenía unas palomas en el jardín. Sus hermanas iban a verlo los domingos, y él dejaba que acariciaran —suavemente, con un dedo— a las palomas.

Las niñas le suplicaron que les regalara una paloma. Ya os conozco, dijo Maximilien, os cansaréis de ella a los dos días. No es una muñeca, tenéis que darle de comer y limpiar la jaula. Pero sus hermanas insistieron e insistieron, hasta que al fin cedió. La tía Eulalie compró una bonita jaula dorada.

Al cabo de unas semanas, la paloma murió. Se dejaron la jaula en el jardín, y se desencadenó una tormenta. Maximilien imaginaba al pobre pájaro arrojándose contra los barrotes, con las alas rotas. Charlotte le dio la noticia sollozando amargamente, pero Maximilien sabía que a los cinco minutos ya no se acordaría de la paloma.

—Dejamos la jaula fuera para que se sintiera libre —dijo gimoteando.

—Pero no era libre. Teníais que cuidarla. Ya os lo advertí.

Pero ello no le sirvió de consuelo, sino que le dejó un sabor amargo en la boca.

Su abuelo le dijo que cuando fuera mayor se ocuparía del negocio. Solía llevar al chico a la fábrica, para que fuera conociendo las diversas operaciones que requería la elaboración de la cerveza y para que charlara con los operarios. Pero al chico no le interesaba el negocio de la cerveza. Su abuelo dijo que, dado que era más intelectual que práctico, podría hacerse sacerdote.

—Augustin se encargará del negocio —dijo—. O puede que lo venda. Yo no soy un sentimental. Existen otras profesiones aparte de la de cervecero.

Cuando Maximilien cumplió diez años, sus abuelos pidieron al abate de Saint-Waast que hablara con él y le orientara respecto a su futuro. Al abate no le cayó simpático Maximilien. Pese a sus excelentes modales, no parecía tener en cuenta sus opiniones, como si estuviera distraído pensando en otras cosas. Sin embargo, parecía un chico muy inteligente. El abate pensó que no era culpable de sus desgracias y decidió ayudarle. Había asistido tres años a la escuela de Arras, y sus maestros aseguraban que era muy aplicado y estudioso.

El abate logró que le concedieran una beca nada menos que en el Louis-le-Grand, el mejor colegio del país, donde estudiaban los hijos de la aristocracia y en el que un chico sin fortuna podía llegar a ser alguien. El abate le recomendó que estudiara con ahínco, que obedeciera a sus superiores y que se mostrara agradecido.

—Espero que me escribas con frecuencia —dijo Maximilien a su tía Henriette.

—Por supuesto.

—Y mis hermanas también.

—Desde luego.

—En París tendré muchos amigos.

—Eso espero.

—Y cuando sea mayor, me haré cargo de mis hermanas y de mi hermano. No tendrán que depender de nadie más.

—¿Has olvidado a tus viejas tías?

—También me ocuparé de vosotras. Viviremos en una gran casa, y no nos pelearemos nunca.

Henriette no estaba convencida de que el chico debiera ir a París. Aunque había cumplido doce años, era un niño un tanto enclenque y tímido; temía que cuando abandonara la casa de su abuelo, nadie le hiciera caso.

Pero no, por supuesto que debía ir. No podía desaprovechar una oportunidad como esa ni permanecer toda la vida pegado a las faldas de sus tías. Le recordaba a la pobre Jacqueline; tenía los mismos ojos que su madre, de un color verde mar, que parecían atrapar la luz. Nunca me cayó mal, pensó Henriette. Tuvo la desgracia de estar delicada del corazón.

Durante el verano de 1769, Maximilien se esforzó en perfeccionar el latín y el griego. Pidió a la hija de una vecina, una niña mayor que él, que cuidara de sus palomas durante su ausencia. En octubre, partió hacia París.

En Guise, bajo la atenta mirada de Viefville, la carrera de maître Desmoulins avanzaba a buen ritmo. Le habían ascendido a magistrado. Por las noches, después de cenar, él y Madeleine conversaban un rato, mirándose tiernamente a los ojos. El dinero escaseaba.

En 1767, cuando Armand empezaba a dar sus primeros pasos y Anne Clothilde era todavía un bebé, Jean-Nicolas dijo a su esposa:

—Creo que debemos enviar a Camille a la escuela.

Camille había cumplido los siete años y seguía a su padre por toda la casa, parloteando sin cesar, como todos los Viefville.

—Debería ir a Cateau-Cambrésis —dijo Jean-Nicolas—, con sus primos. Al fin y al cabo no está lejos de aquí.

Madeleine andaba siempre muy atareada. Su hija mayor estaba continuamente enferma, las criadas se aprovechaban y el exiguo presupuesto familiar requería grandes economías. Aparte de sus ocupaciones como ama de casa, Jean-Nicolas le exigía que tuviera en cuenta sus sentimientos.

—¿No es un poco joven para esforzarse en conseguir las ambiciones que tú nunca conseguiste alcanzar? —preguntó a su marido.

Lo cierto es que Jean-Nicolas era un hombre amargado. Había renunciado a sus sueños.

Dentro de unos años, otros jóvenes abogados le preguntarían por qué se había conformado con permanecer en Guise pudiendo aprovechar su talento para abrirse camino en otro lugar. Y él respondería secamente que su provincia le bastaba y sobraba, y que no se metieran en sus asuntos.

En octubre enviaron a Camille a Cateau-Cambrésis. Poco antes de Navidad, recibieron una efusiva carta del rector relatándoles los asombrosos progresos de Camille. Jean-Nicolas la agitó ante las narices de su mujer y exclamó:

—¿No te lo dije? Yo estaba en lo cierto.

Pero a Madeleine le preocupaba el tono de la carta.

—Es como si te dijeran que tu hijo es muy atractivo e inteligente aunque sólo tenga una pierna —dijo.

Jean-Nicolas lo interpretó como una broma de su mujer. Hacía pocos días, esta le había acusado de no tener imaginación ni sentido del humor.

Al cabo de unas semanas Camille regresó a casa. Sus padres se quedaron estupefactos al comprobar que tartamudeaba. Madeleine se encerró en su habitación y pidió que le sirvieran las comidas allí. Camille dijo que los reverendos habían sido muy amables con él y afirmó que él tenía la culpa de su defecto. Su padre, para animarlo, dijo que no era un defecto sino más bien un inconveniente. Camille insistió en que era el único culpable y preguntó fríamente cuándo podía regresar a la escuela, ya que allí nadie reparaba en su defecto ni le criticaban. Jean-Nicolas se puso en contacto con Cateau-Cambrésis y exigió al rector que le explicara por qué su hijo tartamudeaba ahora. El sacerdote contestó que cuando llegó a la escuela ya presentaba ese defecto, pero Jean-Nicolas le aseguró que cuando se marchó de casa no lo hacía.

Al fin, ambos llegaron a la conclusión de que Camille debió perder su fluidez de palabra en el viaje, como si se tratara de una maleta o de unos guantes. Nadie tenía la culpa; son cosas que pasan.

En 1770, cuando Camille cumplió diez años, los sacerdotes aconsejaron a su padre que lo sacara de la escuela porque no podían prestarle la atención que su progreso merecía.

—Quizá deberíamos ponerle un tutor. Un hombre culto y educado —dijo Madeleine.

—¿Estás loca? —le espetó su marido—. ¿Acaso me has tomado por un duque? ¿Por un magnate del algodón inglés? ¿Crees que poseo una mina de carbón? ¿Que estoy rodeado de siervos?

—No —contestó su esposa—. Sé perfectamente quién eres. No me hago ilusiones.

Fue un De Viefville quien les brindó la solución.

—Sería una lástima dejar que vuestro hijo desperdiciara su inteligencia por falta de dinero. Al fin y al cabo —dijo groseramente—, tú, Jean-Nicolas, nunca llegarás a nada, pero el niño es encantador y espero que cuando sea mayor deje de tartamudear. Debemos pensar en una beca. Si pudiéramos enviarlo al Louis-le-Grand, no nos costaría mucho dinero.

—¿Crees que lo admitirían?

—Según me han dicho, es un chico extraordinariamente inteligente. Cuando sea abogado, será el orgullo de la familia. La próxima vez que mi hermano vaya a París, le pediré que os haga ese favor. ¿Qué más puedo decir?

La esperanza de vida en Francia ha aumentado hasta casi los veintinueve años.

El colegio Louis-le-Grand era una institución muy antigua. Había sido dirigido por jesuitas, pero cuando fueron expulsados de Francia los sustituyeron los oratorianos, una orden más ilustrada. Entre sus alumnos se contaban varios personajes célebres como Voltaire, que por entonces estaba exiliado, y el marqués de Sade, que permanecía encerrado en uno de sus castillos mientras su esposa trataba de conseguir que le conmutaran la sentencia por envenenamiento y sodomía.

El colegio estaba ubicado en la rue Saint-Jacques, separado de la ciudad por unos sólidos muros y una enorme verja de hierro. En el edificio reinaba un frío polar pues sólo encendían las chimeneas cuando se formaba una capa de hielo sobre el agua bendita de la capilla. En invierno los alumnos salían temprano, cogían unos témpanos de hielo y los metían en las pilas del agua bendita, confiando en que el rector se diera por enterado. Por las habitaciones corría un aire gélido, junto con algunas ráfagas de frases pronunciadas en lenguas muertas.

Maximilien de Robespierre llevaba un año en el colegio.

Al llegar, le recomendaron que estudiara con ahínco para agradecerle así al abate el gran favor que le había hecho. Le dijeron que no se preocupara si los primeros días añoraba a su familia, pues le pasaría pronto. En cuanto llegó, Maximilien se apresuró a anotar todo lo que había visto durante el viaje, para no olvidarlo. Los verbos se conjugaban en París del mismo modo que en Artois. Si uno prestaba atención a los verbos, todo iba bien. Era un estudiante aplicado y sus profesores estaban muy satisfechos de él. Pero no tenía amigos.

Un día se le acercó un alumno mayor que él, llevando de la mano a un niño de corta edad.

—Oye, tú —dijo el chico mayor (sus compañeros solían fingir que no recordaban su nombre).

—¿Es a mí? —preguntó Maximilien, sin girarse, en un tono entre amable y ofensivo que dominaba a la perfección.

—Quiero que te ocupes de este niño que nos han mandado. Creo que es de tu pueblo, de Guise.

Esos ignorantes parisienses no saben distinguir un lugar de otro, pensó Maximilien.

—Guise está en Picardía —respondió—. Yo soy de Arras. Arras está en Artois.

—¿Y qué más da? Aunque sé que estás muy ocupado con tus estudios superiores, espero que tengas tiempo de enseñarle la escuela.

—De acuerdo —contestó Maximilien, girándose para contemplar al niño. Era muy guapo y tenía el cabello muy oscuro.

—¿Adónde te apetece ir? —le preguntó.

En aquel momento apareció el padre Herivaux, tiritando de frío. Al verlos, se detuvo y dijo:

—Me alegro de verlo, Camille Desmoulins.

El padre Herivaux era un eminente clasicista, y procuraba estar al tanto de todo. Una beca no impedía que penetrara el frío viento otoñal; y las cosas seguramente empeorarían.

—Tengo entendido que tiene diez años —dijo el reverendo.

El niño asintió.

—Y que es muy espabilado para su edad.

—Sí —respondió el niño.

El padre Herivaux se mordió el labio y se alejó apresuradamente. Maximilien se quitó las gafas y se frotó los ojos.

—Procura decir «sí, padre» —dijo—. Es lo habitual. No contestes con la cabeza, no les gusta. Y cuando te pregunten si eres inteligente, convendría que fueras un poco más modesto. Debes responder «hago lo que puedo, padre», o algo por el estilo.

—O sea que hay que lamerles las botas —dijo el niño.

—Sólo pretendía aconsejarte, basándome en mi experiencia —contestó Maximilien.

Se puso de nuevo las gafas y observó al niño fijamente. De pronto se acordó de la paloma, atrapada en la jaula. Le parecía tocar sus plumas, suaves y muertas, y los huesecillos de su cuerpo. Sintió un estremecimiento y se limpió la mano en la chaqueta.

El niño tartamudeaba, lo cual le hacía sentirse incómodo. Aquella situación le enojaba profundamente. Temía que las cosas se complicasen y que pudiera perder el modus vivendi que había logrado.

Cuando regresó a Arras para pasar las vacaciones de verano, Charlotte observó:

—Apenas has crecido.

Todos los años hacía el mismo comentario.

Sus profesores lo tenían en gran estima. Es tosco y carece de estilo, decían, pero siempre dice la verdad.

Maximilien no sabía qué opinaban sus compañeros de él. Si le hubieran preguntado qué tipo de persona creía ser, hubiera contestado que era un chico inteligente, sensible, paciente y desprovisto de encanto. Pero, lógicamente, ignoraba si los demás opinaban lo mismo.

No recibía muchas cartas de casa. Charlotte le escribía con frecuencia, contándole pequeñas aventuras y anécdotas. Maximilien guardaba sus cartas un par de días, y luego las tiraba a la basura.

Camille Desmoulins recibía carta de su familia dos veces a la semana. Eran unas cartas larguísimas, que solía leer en voz alta para entretenimiento de sus compañeros. Les explicó que puesto que le habían enviado a la escuela cuando tenía siete años, sabía más cosas sobre su familia por las cartas que le escribían que por haber convivido con ellos. Los episodios eran como los capítulos de una novela, y a medida que los leía, sus amigos empezaron a creer que sus parientes eran como unos «personajes» de fábula. En ocasiones, sus amigos se echaban a reír como locos cuando les leía frases parecidas a «Tu padre confía en que te hayas confesado», que no cesaban de repetir durante varios días. Camille les explicó que su padre estaba escribiendo una Enciclopedia de Derecho, probablemente para no tener que conversar con su madre por las noches. Quizá su padre se encerraba en su cuarto con la Enciclopedia, y se ponía a leer lo que el padre Proyart denominaba «libros peligrosos». Camille contestaba puntualmente a las cartas, llenando numerosos folios con su curiosa caligrafía. Guardaba todas las cartas para publicarlas más adelante.

—Tenga presente, Maximilien —le dijo un día el padre Herivaux—, que la gente le tomará por lo que aparente. Por tanto, procure dar la impresión de ser un hombre de valía.

Eso nunca había supuesto un problema para Camille. Tenía la habilidad de trabar amistad con alumnos mayores que él y muy bien relacionados. Uno de ellos se llamaba Stanislas Fréron, un chico que tenía cinco años más que él y al que habían puesto el nombre de su padrino, el rey de Polonia. Los Fréron eran muy ricos y cultos, y un tío suyo era un conocido enemigo de Voltaire. A los seis años le habían llevado a Versalles, donde recitó una poesía para las señoras Adelaide, Sophie y Victoire, hijas del anciano rey, que jugaron con él y le dieron unos caramelos.

—Cuando seas mayor —dijo Fréron a Camille—, te presentaré a mis amigos y te ayudaré a hacer carrera.

¿Se sentía agradecido Camille con Fréron? En absoluto. Por el contrario, lo despreciaba y lo llamaba «Conejo». En Fréron empezó a desarrollarse una desmedida sensibilidad. Se ponía ante el espejo, y examinaba su rostro con detenimiento para comprobar si, efectivamente, tenía dientes de conejo o aspecto tímido.

Otro de sus amigos era Louis Suleau, un chico un tanto irónico, que sonreía cuando los jóvenes aristócratas criticaban a la nobleza. Es increíble, decía Suleau, ver cómo algunas personas se dedican a socavar la tierra que pisan. No tardará en estallar una guerra —dijo a Camille—, y tú y yo nos encontraremos en bandos distintos. Así que más vale que ahora procuremos llevarnos bien.

—No quiero volver a confesarme —anunció un día Camille al padre Herivaux—. Si me obliga a ello, fingiré que soy otra persona y me inventaré los pecados.

—Sea razonable —respondió el padre Herivaux—. Cuando cumpla dieciséis años, podrá renegar de su fe. Es la edad en que se suele hacer.

Cuando cumplió dieciséis, años Camille ya tenía nuevas aficiones e intereses. Maximilien de Robespierre le preguntó un día:

—¿Cómo consigues salir de aquí?

—No es la Bastilla. A veces salgo tranquilamente por la puerta; otras trepo por el muro. ¿Quieres que te enseñe cómo lo hago, o prefieres no saberlo?

Dentro de los muros hay una nutrida comunidad intelectual. Fuera, las bestias se pasean frente a la verja de hierro. Parece como si unos seres humanos hubieran sido enjaulados, mientras que afuera los animales salvajes campan a sus anchas y realizan actividades humanas. La ciudad apesta a riqueza y corrupción; los mendigos piden limosna en la calle, el verdugo tortura a los reos en público, se cometen robos y asesinatos a plena luz del día. Lo que Camille halla fuera de los muros le excita y escandaliza al mismo tiempo. Es una ciudad maldita, dice, dejada de la mano de Dios; un lugar de insidiosa depravación espiritual al que aguarda un futuro apocalíptico. La sociedad en la que Fréron se propone introducirlo es como un gigantesco y venenoso organismo a punto de sucumbir; las personas como tú, dice a Maximilien, sois las únicas capaces de gobernar el país.

—Ya verás lo que es bueno cuando el padre Proyart sea nombrado rector —comentó Camille, excitado ante semejante perspectiva—. Acabará con nosotros.

Curiosamente, pensó Maximilien, Camille creía que cuanto peor se pusieran las cosas, mejor para todos.

Pero el padre Proyart no fue nombrado rector, sino el padre Poignard d’Enthienloye, un hombre de temperamento sosegado, liberal e inteligente. Le alarmaba el espíritu de rebeldía que se había apoderado de los alumnos.

—El padre Proyart dice que forma usted parte de una «pandilla» —dijo a Maximilien—. Que son unos anarquistas y unos puritanos.

—El padre Proyart me tiene manía —contestó Maximilien—. Creo que le da excesiva importancia al asunto.

—El asunto la tiene. Pero no nos andemos con rodeos. Debo leer mi discurso de aceptación del cargo dentro de media hora.

—¿Dice que somos puritanos? Pues debería alegrarse.

—Si hablaran ustedes todo el tiempo sobre mujeres lo comprendería, pero dice que sólo hablan de política.

—Es cierto —respondió Maximilien. Estaba dispuesto a tener en cuenta los problemas de sus superiores—. Teme que estos altos muros no puedan impedir que se filtren las ideas de los norteamericanos. Y tiene razón.

—Cada generación tiene sus pasiones. Es natural. A veces creo que nuestro sistema educativo es erróneo. Les arrebatamos su niñez, forzamos sus ideas en este ambiente de invernadero y les instruimos en un clima de despotismo. —Dicho esto, el sacerdote suspiró; las metáforas le deprimían.

Maximilien consideró unos instantes la posibilidad de encargarse de la fábrica de cerveza; al menos no necesitaría estudios clásicos.

—¿Cree usted que es preferible no dar esperanzas a la gente? —preguntó al nuevo rector.

—Creo que es una lástima azuzar su inteligencia y luego advertirles de que no pueden pasar de aquí —contestó el sacerdote, alzando una mano—. No podemos ofrecer a un joven como usted los privilegios de que gozan los que nacen ricos y nobles.

—Ya lo sé —contestó Maximilien sonriendo.

El rector no alcanzaba a comprender por qué el padre Proyart la tenía tomada con este chico. No era agresivo ni descarado.

—¿Qué piensa hacer, Maximilien? ¿A qué quiere dedicarse? —El rector sabía que de acuerdo con las condiciones de la beca, el muchacho debía licenciarse en medicina, teología o jurisprudencia—. Tengo entendido que desea ser sacerdote.

—Eso es lo que quiere mi familia —respondió Maximilien.

El chico es respetuoso, pensó el rector, y tiene en cuenta las opiniones de los demás, aunque al fin hará lo que a él le dé la gana.

—Mi padre era abogado, quizá siga sus pasos —prosiguió Maximilien—. Tengo que regresar a casa. Soy el mayor de los hermanos, ¿comprende?

El rector sabía que la familia de Maximilien había desembolsado una pequeña cantidad para cubrir los gastos que no alcanzara su beca de estudios, y era lógico que el chico se sintiera acomplejado por su situación social. El año pasado, el tesorero le había entregado el dinero para que se comprara un sobretodo nuevo.

—¿Se conformaría con ejercer su carrera en su provincia? —preguntó el rector.

—A fin de cuentas, me moveré en mi ambiente —contestó Maximilien no sin cierta ironía—. Pero decía usted que le preocupaba el tono moral del colegio. Creo que debería hablarlo con Camille. Está más enterado del asunto que yo.

—Detesto esa costumbre de utilizar el nombre de pila —dijo el sacerdote—. Como si fuera un personaje célebre. ¿Acaso no tiene apellido? Francamente, no tengo una buena opinión de su amigo. Y no me diga que no es amigo suyo.

—Lo reconozco —respondió Maximilien—. Pero no creo que tenga usted una mala opinión de él.

El sacerdote se echó a reír.

—El padre Proyart dice que no sólo son ustedes unos puritanos y unos anarquistas, sino unos engreídos, incluyendo a ese tal Suleau. Pero veo que usted no es así.

—¿Cree que debería mostrarme tal como soy?

—Sin duda.

—Confieso que me resulta difícil.

Más tarde, mientras guardaba su breviario, el sacerdote meditó sobre la entrevista que había mantenido con Maximilien. Ese chico será un desgraciado, pensó. Regresará a su provincia y no hará nada de provecho.

Corre el año 1774. Ha llegado el momento de que los estudiantes se hagan adultos, de que irrumpan en el mundo, en los actos públicos. A partir de ahora todo sucederá a la luz de la historia, la cual no ilumina el intelecto como el astro solar, sino más bien como la vela de un funeral. Como mucho, es un resplandor lunar de segunda mano, débil y miope, que induce al error.

Camille Desmoulins, 1793:

—Creen que alcanzar la libertad es como hacerse adulto, que tienes que sufrir.

Maximilien Robespierre, 1793:

—La historia es pura ficción.