Un legado para Peter Ganns
«Si en algún momento experimenté una sombra de pena al pensar en la supresión de quienes me habían calumniado y, por consiguiente, sellado su sentencia de muerte, fue después de vivir una temporada a orillas del lago de Como en compañía de Albert Redmayne. Emana del lago una sentimentalidad tan notoria; sus alrededores son tan serenos y sugieren una paz tan candorosa y llena de buena voluntad, que poco faltó para que mi corazón lamentase la próxima muerte del inocente bibliófilo. Pero Joanna, burlándose de mí, pronto consiguió anular esta impresión.
»”Guarda tu ternura y tus sentimientos para mí —me dijo—. No los compartiré con nadie."
»Mil veces hubiéramos podido asesinar a Albert sin dejar rastros: detalle que me trae a la parte de mi relato que más deploro. Pero cierta demora era necesaria, porque deseábamos conocer el valor comercial de sus libros, de lo contrario Virgilio Poggi nos hubiera robado después de la muerte del viejo. Entre esos libros se contaba un volumen medieval con la historia de la familia Borgia que, en circunstancias más felices, hubiera conservado como un tesoro.
»No obstante, aunque habíamos logrado éxito en cosas difíciles y peligrosas, fracasamos en esa tarea infantilmente fácil; y no fue por culpa de Joanna, sino por culpa mía. Si hubiese escuchado a mi inflexible compañera, me habría limitado a esperar el tiempo necesario para que ella buscara y encontrara el testamento de su tío. Lo hizo y, en vista de que el documento resultó plenamente satisfactorio, hubiera debido recordar que vale más pájaro en mano que ciento volando y cumplir de una vez mi tarea. La vanidad del artista se interpuso; mi orgullo, la conciencia de mi capacidad para sobresalir, estropearon la debida culminación del asunto. Los dos, sin duda alguna, éramos artistas, pero ¡cuánto más lo era ella! ¡Cuán severa y directa, cuán desdeñosa de toda innecesaria elaboración! Pertenecía en cuerpo y en espíritu al período más excelso del arte griego, y en ella se repetía la simplicidad y la perfección austera y sin alma de aquella época. Si me hubiera convencido, estaríamos ahora disfrutando juntos de nuestra tarea cumplida.
»Aunque no pudo conseguirlo, realizó, en el momento de la derrota, la hazaña última y magnífica de interceptar la muerte en mi camino para que viviera. Leal hasta el fin, se sacrificó, olvidando en aquel supremo instante que, sin ella, la vida no tiene para mí ninguna razón de ser. Cuando Joanna exhaló el último suspiro, mi deseo hubiera sido morir al mismo tiempo que ella. En cuanto a la vida futura, en cuya existencia creo con todas mis fuerzas, tengo la convicción de que compartiremos la eternidad, puesto que ella y yo hemos merecido el mismo trato; en consecuencia, por el hecho de seguir juntos estaremos en el cielo, aunque el Supremo Hacedor quiera lo contrario. Pero ¿quién osa dogmatizar? "Nada, en sí, es bueno ni malo; sólo el pensamiento lo convierte en uno u otro"; y lo que la mente de Dios tenga a bien pensar de cualquier proceder humano es, hasta ahora, un secreto que sólo Él conoce. No creó al tigre para que comiera hierba, ni al águila para que se alimentara de miel.
»La sensatez de mi mujer y su claridad de visión la indujeron a desconfiar en seguida del norteamericano Peter Ganns. Apenas vio Joanna a ese extraordinario personaje, comprendió que su mentalidad en nada se parecía a la de Brendon. No era una edición norteamericana de nuestro pobre y manso Marc. Su sorprendente llegada a Menaggio, cuando aún no lo esperábamos, convenció a Joanna de que el nuevo detective constituiría un factor de suma gravedad en cualquier cálculo futuro. Por mi parte, advertí también la reciedumbre de su carácter, y me alegré, porque al fin me veía frente a un enemigo digno de mi inventiva y de mis recursos.
»Debido, sin duda, a su desagradable profesión, Peter Ganns era sumamente escéptico. Hubiera debido llamarse "Thomas", en vez de "Peter". Tenía la desconcertante costumbre de no aceptar, a primera vista, la existencia de un hecho; y su "tercer ojo", como lo llamaba —un ojo mental—, veía mil cosas invisibles para la generalidad de los observadores. Poseía las dotes que caracterizan al criminal clásico.
»Mi vanidad artística, esta falsa y estúpida sensación de superioridad, desbarató mi obra, porque me impidió proceder de modo que Ganns se viera ante el problema de descubrir al asesino de Albert en lugar de verse ante la tarea de preservar su vida. Si Albert hubiese desaparecido bajo las aguas del lago de Como antes de la llegada de Ganns, ni veinte Peters con su inteligencia lo habrían hallado; pero, aunque nadie en el mundo hubiera podido salvar la vida de Albert, puesto que había decidido quitársela, embrollé con mis errores lo que había premeditado para después de su muerte. Una vez más, Ganns actuó antes de lo que esperaba y me vi, demasiado tarde, frente a destructora verdad. Me había descubierto. Regresó a Inglaterra, trabajó como un topo, y seguramente desenterró mi historia y llegó a la conclusión lógica de que era más razonable que Michael Penrod hubiera asesinado a Robert Redmayne, que éste a aquél. Partiendo de esta base, cada suceso reconstruido por él debe de haber proyectado nueva luz sobre los siguientes; no obstante, es indudable que sólo una prodigiosa chispa de inspiración le permitió identificar en Doria al desaparecido Penrod.
»Ganns es hombre excepcional en su esfera, pese a que es comilón y cava su tumba con los dientes; pese a su repugnante costumbre de atragantarse con tabaco en polvo, en lugar de fumar como un caballero; pese a esto, no siento sino admiración por él. Su pequeña tramoya —servirme una dosis de mi propia medicina, presentándome en la penumbra a un falso "Robert Redmayne"— fue admirable. Ocurrió en forma tan repentina e inesperada que no hallé la adecuada respuesta. Confesar que había visto al fantasma era peligroso; pero fingir, después, que no lo había visto fue fatal. El detective demostró su extraordinaria inteligencia cuando me aseguró que nada había visto, induciéndome a sospechar que había sido víctima de mi propia imaginación. Desde aquel momento la batalla estaba librada, con grave desventaja para mí.
»Me faltaba averiguar qué provecho sacaría el adversario de mi desliz. En todo caso, no había tiempo que perder; porque supuse que Ganns no podría menos que asociarme con el desconocido que, usando las ropas de Redmayne, había disparado su arma contra Brendon cuando él, Ganns, estaba ausente. Como es de imaginar, Joanna fue quien me ayudó a excavar, en el Griante, la fosa destinada a Marc, y compartió mi desilusión al saber que Brendon había escapado al disparo. En realidad, lo salvó el pequeño accidente de haberse mordido la lengua. Vi la sangre que manaba de su boca; por eso no hice un nuevo disparo.
»No adiviné que Peter pensaba detenerme la noche de la muerte de Albert; ¿en qué podía basarse para hacerlo? A decir verdad, creí que después de completar nuestra obra, eliminando a Albert, el bueno de Ganns no tardaría en comprobar, a su entera satisfacción, que no había motivo para sospechar de mí y pondría en tela de juicio su teoría. De haber sabido que Peter estaba a punto de alcanzar la meta, mi primer pensamiento hubiera sido desaparecer inmediatamente para reaparecer un año o dos después, bajo el disfraz de una nueva personalidad, cuando la tormenta se calmara. En tal caso hubiera echado a correr el rumor de que "Giuseppe Doria" se había suicidado y habría dejado pruebas fehacientes de la forma en que había cometido el hecho.
»Pero no fui capaz de medir la majestuosa altura del talento de Peter Ganns; y, aprovechando su corta ausencia, recurrí a un sencillo ardid y asesiné a Albert Redmayne. Únicamente Marc Brendon hubiera podido impedirlo; pero poco le costó a Joanna, que había reservado su irresistible y definitiva súplica para cuando se presentase alguna ocasión de importancia vital, dominar la limitada inteligencia de Marc, despertando en él esperanzas y visiones de un porvenir dichoso en brazos de la amada. Es menester subrayar que el apasionamiento de este hombre sirvió reiteradamente para mejorar nuestra situación y desbaratar los esfuerzos de Peter Ganns. El hecho de que éste confiara en él aquella importantísima noche, encargándole que cuidara a Albert, demuestra que Peter nunca advirtió las limitaciones de su colega. Sí; hasta Peter es humano; demasiado humano.
»Mientras Joanna narraba sus sufrimientos recurriendo a la pasión de que era presa su interlocutor, salí de la casa, y Brendon me vio partir. Conseguir un bote para cruzar a Bellagio fue cuestión de diez minutos. Subí a uno, sin incomodar al dueño, embarqué una docena de pesadas piedras, y poco después bogaba hacia "Villa Pianezzo" y subía la escalinata. Mi disfraz consistía, solamente, en una barba negra, salvo que había dejado mi chaqueta en el bote y me presenté en mangas de camisa ante Albert Redmayne.
»Con voz trémula comuniqué a Assunta, quien, por supuesto, no me reconoció, que Poggi estaba gravemente enfermo y que no había esperanzas de que viviera una hora. Fue suficiente. Volví al bote y en seguida Albert estaba junto a mí y me ofrecía una cuantiosa suma de dinero si remaba como nunca lo había hecho en mi vida. A ciento cincuenta metros de la costa, le pedí que pasara a proa, explicándole que así nos deslizaríamos con mayor velocidad. Cuando pasó a mi lado, la pequeña hacha cayó. No sufrió; y cinco minutos después, con piedras atadas en pies y manos, se hundía en el lago. El hacha lo siguió; no la necesitaba. En épocas más grandiosas aquel arma hubiese pasado en herencia a través de las generaciones. Todo ocurrió a menos de doscientos metros de "Villa Pianezzo", al amparo de las tinieblas.
»Luego remé rápidamente hasta la orilla, dejé el bote sin que nadie me viera, me quité la barba y la escondí en mi bolsillo y me dirigí a una taberna conocida. Sólo habían pasado veinticuatro minutos desde el momento de mi salida de la casa ante los ojos de Brendon, que estaba sentado en el jardín. Permanecí largo rato en la taberna, a fin de establecer una coartada y de que no se supiera exactamente a qué hora había llegado, por si acaso me veía precisado a aclarar el punto. Y entonces se produjo el derrumbe. Regresé a casa sin la menor sospecha… para caer como Lucifer, para hallar que todo estaba perdido, para estrechar entre mis brazos a mi mujer muerta y saber que sin ella la vida había terminado para mí.
»Murió en forma digna y espléndida y no se podrá decir que el hombre a quien amó esa maravillosa mujer terminó sus días con menos distinción y propiedad. Morir en el cadalso es hacer lo que otros muchos se han visto obligados a hacer; no aceptaré semejante ignominia. Ganns me conoce demasiado bien para ignorarlo. ¿Acaso no advirtió a los policías que he sido dentista, aconsejándoles que me revisaran minuciosamente la boca? Sólo él ha comprendido mi talento; pero no en toda su extensión. Nuestros iguales, y nadie más, están en condiciones de juzgarnos, y hombres como yo llegan a la atmósfera terrestre semejantes a solitarios cometas, y solitarios se van. Nuestra grandeza causa terror… y el rebaño humano agradece a Dios cuando desaparecemos. En realidad, tuve un privilegio que se sale de lo común porque mi compañera de viaje fue una criatura más excepcional que yo. Como estrellas gemelas irradiamos una luz mezclada; brillamos y desaparecimos juntos, para que jamás nos nombren separados.
»No olvidéis el legado que dejo a Peter Ganns, ni que he nombrado a Marc Brendon albacea y heredero universal. No tengo nada contra él; hizo lo que pudo para mejorar nuestra situación. Seguramente os preguntáis: "¿Cómo un hombre condenado a muerte y vigilado día y noche a fin de que no atente contra su vida…, cómo hará para morir por su propia mano?" Antes que estas palabras sean leídas por el mundo, conoceréis la respuesta.
»Creo que no tengo nada más que añadir.
»"Al finir del gioco, si vede chi ha guadagnato."
»Al final del juego se ve quién ha ganado. Pero no siempre, porque a veces la partida es equilibrada y los tantos se obtienen con facilidad. He jugado una partida con Peter Ganns y hemos empatado; él no pretenderá que ha triunfado, ni dejará de conceder el primer aplauso a quien lo merece. No ignora que, aunque él y yo somos iguales, ella era superior a nosotros dos.
» Adiós.
GIUSEPPE DORIA.»
Diez días después de leer este relato y su continuación en la cómoda casa que poseía en los alrededores de Boston, Peter Ganns halló sobre su mesa de desayuno un paquetito enviado desde Inglaterra. El envoltorio parecía contener una nueva caja de rapé que iría a engrosar su famosa colección. Había dejado varios encargos en Londres, y estaba seguro de que lo aguardaba un nuevo tesoro. Pero sufrió una desilusión. Sus azorados ojos vieron algo mucho más curioso que una caja de rapé. El paquete contenía, además, una larga carta de Marc Brendon con notas informativas que Ganns conocía por los periódicos; pero le comunicaba otras noticias destinadas solamente a él.
New Scotland Yard, 20 de octubre de 1921
Estimado Peter Ganns: Seguramente conoce la confesión de Penrod y el mensaje que le dirigió a usted; pero es probable que no haya leído los detalles completos que le conciernen a usted personalmente. Le envío adjunto el regalo del reo, y me atrevo a predecir que nadie poseerá jamás algo tan notable. Redactó en la cárcel su testamento y la ley admitió que yo heredara sus bienes personales. No le sorprenderá a usted saber que los he repartido, por partes iguales, entre los orfanatos de la Policía de mi país y del suyo.
He aquí los hechos. Al acercarse el día de la ejecución, se tomaron extraordinarias precauciones; pero Penrod se comportó con la mayor serenidad, no dio trabajo, ni anunció que atentaría contra su vida. Después de completar su declaración escrita, pidió que se le permitiese copiarla a máquina; pero su ruego no fue atentido. Guardó su confesión, y le prometieron que no intentarían leerla hasta después de que fuera ejecutado. A decir verdad, le hicieron esta promesa antes de que empezara a escribir. Se mostraba tranquilo y sobrio, comía bien, hacía ejercicio con los guardianes y fumaba muchos cigarrillos. Le aviso, de paso, que el cuerpo de Robert Redmayne fue encontrado donde Penrod lo enterró; en cuanto a los restos de Benjamin, la marea ha desplazado los guijarros de la playa que le sirvió de tumba, y ha sido imposible hallarlos.
Dos noches antes del día fijado para la ejecución, Penrod se retiró, como de costumbre, y aparentemente durmió varias horas con la cara tapada por las ropas de cama. Dos guardias se hallaban sentados a ambos lados de la cama y la luz estaba permanentemente encendida. De pronto lanzó un suspiro y, extendiendo el brazo, alcanzó algo al hombre de la derecha.
Ocúpese de que esto llegue a manos de Peter Ganns…, es mi legado —dijo—. Y recuerde que Marc Brendon es mi heredero.
Y dejó un pequeño objeto en la mano del guardián. Al mismo tiempo sufrió una espantosa convulsión, lanzó un gemido y, de un salto, se incorporó. En seguida cayó de bruces, sin sentido. Uno de los hombres lo sostuvo, mientras el otro corría en busca del médico de la cárcel. Pero Penrod estaba muerto…, envenenado con cianuro de potasio.
Recordará usted dos detalles que hubieran podido proyectar luz sobre su secreto. El primero es el accidente que sufrió en Italia cuando era muchacho; el segundo la constante curiosidad que despertaba en usted la calidad peculiar e inhumana de su expresión y que nunca logró explicarse. Ambos están ahora aclarados. Tratándose de ojos comunes, hubiéramos descubierto en seguida el secreto. Pero, tratándose de este caso, la oscuridad de sus ojos era tan grande que la pupila y el iris se unificaban casi en un mismo color; de ahí nuestro fracaso cuando buscábamos una explicación al misterio artificial de su mirada. Llevaba consigo un receptáculo secreto que nadie conocía ni podía descubrir; porque, según dice él, solamente su madre estaba enterada del accidente que le costó la pérdida de un ojo. Detrás del de cristal, que ocupó el lugar del verdadero, había escondido, para utilizarla en caso necesario, la cápsula de veneno que fue hallada, mordida, dentro de su boca, después de su muerte.
Imagine usted lo que significó para mí la declaración, hecha pública, de este bandido. He abandonado mi profesión de detective y he encontrado otra ocupación. Lo único que puedo hacer es tratar de olvidar mi espantosa experiencia. El año próximo mi trabajo me llevará a Estados Unidos; y cuando esto ocurra, sería un enorme placer para mí volver a verlo, siempre que usted lo permitiese… No con el objeto de hablar del pasado, con todo el fracaso y la amargura que encierra para mí; sino para mirar hacia adelante y comprobar que sus horas de retiro le traen felicidad, honor y bienestar. Hasta ese día, quedo de usted su admirador y fiel amigo
MARC BRENDON
Peter abrió el paquete.
Contenía un ojo de cristal, exquisitamente fabricado, imitando la realidad. Su color oscuro había impedido conocer la verdad; sin embargo, aunque perfecto en brillo y color, el falso órgano había comunicado a la expresión de Penrod algo indefinible que siempre había inquietado a Peter. No era siniestra; pero, en su larga experiencia, el viejo detective no recordaba haber visto semblante que pudiera parecerse al de Penrod.
Ganns hizo girar el pequeño objeto que tantas veces se había encontrado con su mirada inquisidora.
—Un pillo como no hay dos —dijo en voz alta—; pero tenía razón: su mujer era superior a él y a mí. Si en lugar de vanagloriarse la hubiera escuchado, ambos estarían hoy con vida y prosperando.
El ojo de color castaño oscuro parecía mirar fijamente, con un destello humano, al detective, mientras extraía del bolsillo su cajita de oro y aspiraba una nueva toma de rapé.