Confesión
Durante las audiencias de otoño, Michael Penrod fue juzgado en Exeter y condenado a muerte por los asesinatos de Robert, Benjamin y Albert Redmayne. No presentó defensa y se mostró impaciente por volver a su reclusión entre las rojas paredes de la cárcel del Condado; allí empleó lo poco que le restaba de vida en redactar una declaración, coincidente con la anunciada por la clarividencia de Peter Ganns.
Este extraordinario documento tenía las características del asesino en cuestión. Era, en cierto modo, atrayente; pero le faltaba verdadera distinción y la calidad propia de la grandeza; muy semejante en esto a los crímenes que refería y al hombre que los había cometido. La confesión de Penrod revelaba insensibilidad, deficiente sentido humorístico, afectación y amor por el relumbrón y la grandiosidad, defectos que anulaban cualquier desmedida pretensión de que este escrito figurara en los anales de la literatura o del crimen. El documento terminaba con la afirmación de que el autor no moriría a manos de sus semejantes. Varias veces había repetido este aserto, y se tomaron todas las precauciones concebibles para impedir que eludiera su sentencia: suceso que será registrado oportunamente. He aquí su declaración, palabra por palabra, tal cual la escribió:
MI APOLOGÍA
«¡Vosotros, jueces, oíd! Hay otra locura, y es anterior al hecho. ¡Ah! ¡No habéis ahondado lo bastante en esta alma! Así habló el juez rojo: "¿Por qué cometió un asesinato este criminal? Con propósitos de robo." Sin embargo, os digo que su alma tenía sed de sangre, no hambre de botín: ¡tenía sed de la felicidad del cuchillo!
«Dice también:
»¿Qué es este hombre? Un nudo de feroces serpientes que luchan entre sí… y que se separan para buscar su presa en el mundo.
»Así escribía alguien cuyo arte y cuya sabiduría nada dicen a esta generación de cerebros de topo; pero me fue dado hallar alimento y bebida en sus páginas y ver mis impresiones juveniles reflejadas y cristalizadas, con el brillo del genio, en su mente maravillosa.
»Recordad: yo, el que escribo, no he cumplido aún treinta años.
»Como muchacho sin experiencia, me preguntaba a veces si no se habría deslizado dentro de mi esqueleto algún espíritu perteneciente a un orden de seres distintos del humano. Tenía la impresión de que ninguna de las personas con quienes trataba era de pasta igual a la mía; porque hasta entonces sólo había conocido a una sola —mi madre— libre de la enfermedad del remordimiento. Mi padre y sus amigos se revolcaban en este mal. Se declaraban abiertamente miserables pecadores; y, al parecer, consideraban que tal actitud era la única respetable de la humanidad en general. "La seguridad" era la exclusiva situación que había que buscar; "el peligro" la única condición que debía evitarse. ¡Los de Cornualles son la hez de la cobardía!
»No obstante, pronto descubrí que la historia abundaba en grandes figuras que habían pensado y actuado de otra manera; y, más tarde, a la luz del espectáculo del pasado, logré reconocerme.
»En la noción contenida en el término general y vago de "crimen", todo depende de los valores del ejecutante; una y otra vez descubrimos que un criminal ha dado el golpe sin prever lo que le costará o sin detenerse a considerar a los inquisidores insomnes que pueden ocultarse en su corazón y su mente, y que tarde o temprano lo descubrirán o denunciarán.
»El hombre de conciencia, el hombre capaz de remordimiento, el que asesina dominado por la violencia, advertirá en seguida que por bien realizado que esté el crimen, mil distracciones desconcertantes nacidas de su debilidad, inherente o adquirida, surgen para confundirlo. El remordimiento, por ejemplo, es siempre el primer paso que conduce al descubrimiento del crimen, cuando no a la confesión; del mismo modo, cualquier inquietud menor origina preocupaciones mentales, con el consiguiente peligro para la persona. Los asesinos comunes que van a la horca, ciertamente la merecen; los que matan como yo, sin que sus opiniones se modifiquen después de consumado el crimen y se mantienen en una resolución fija e inteligente, superior a cualquier acto impulsivo, no deberían correr peligro. Nos complacemos en la sublime satisfacción mental que sigue al éxito; sensación que constituye nuestro sostén espiritual, nuestro sustento y nuestra recompensa.
»¿Qué otra cosa en el mundo proporciona tanta experiencia como el asesinato? ¿Qué pueden darnos la ciencia, la filosofía, la religión, comparable a los misterios, peligros y triunfos de un crimen capital? Comparado con el crimen, aquello es juego de niños; y como de todos modos el otro mundo embrutecerá irremediablemente nuestro conocimiento, confundirá nuestras verdades aceptadas y reducirá la sabiduría de esta tierra al balbuceo de la infancia, abandoné la física y la metafísica para dedicarme a la acción…, y como probé la sangre temprano, vibré con el goce que me brindó.
»A los quince años de edad maté a un hombre; y este asesinato, realizado por razones muy concretas, me produjo una emoción que superaba todo lo imaginado. Fue como si bebiendo de un manantial, a la vera del camino, hubiese probado un elixir. Tal incidente quedó en el misterio; nadie conoce, hasta ahora, la causa de la muerte del capataz de mi padre, Job Trevose. Este hombre vivía en Paul, aldea situada en las colinas próximas a Penzance; en el trayecto que recorría para dirigirse a su trabajo pasaba por el sendero de los guardas de costas que corre a lo largo de altos acantilados. Cierto día que me hallaba entre los cobertizos destinados al acondicionamiento del pescado oí, sin ser visto, que Trevose, conversando con otro hombre, le decía que la mala conducta de mi madre deshonraba a mi padre.
»Desde aquel momento Trevose estuvo sentenciado a muerte por mí; y, semanas después, tras varias infructuosas tentativas que realicé a fin de establecer condiciones adecuadas, lo atrapé al anochecer en medio de la niebla marítima, cuando regresaba a su casa. No había nadie más que nosotros dos en el sendero del acantilado; él era de físico endeble y yo un muchachote grande y vigoroso. Avancé unos cincuenta pasos detrás de él; cuando estuve cerca acorté la marcha y, saltándole al cuello, lo arrojé, en un santiamén al espacio, por encima del borde del acantilado. Lanzó un solo alarido y recorrió ciento ochenta metros en su caída. Cumplido mi propósito, huí a través del campo, tierra adentro, y llegué a casa cuando era de noche. Nunca relacionaron este asunto conmigo ni con ninguna otra persona. La muerte de Job Trevose fue atribuida a un accidente…, tanto más creíble cuanto que aquel hombre era bastante aficionado a la bebida.
»En lugar de despertarme remordimiento, esta experiencia aumentó mi virilidad. Mi acción me causaba regocijo. Pero a nadie confié lo que había hecho; únicamente mi mujer supo, más adelante, la verdad. Transcurrió el tiempo y proseguí mi vida en forma normal, tratando de conocerme a mí mismo y acrecentando mi comprensión de la naturaleza humana. Nunca me dejé llevar por pasión alguna; aprendí a reprimirme y comprobé que sólo mediante el conocimiento y el dominio de sí mismo se conquista el poder. No perseguí la fruta prohibida; pero no la eludí. Mi vida continuó ordenadamente; elegí la profesión de dentista, porque pensé que me daría la oportunidad de conocer a personas más interesantes que las relacionadas con mi padre; y conservé abierta la mente para mí mismo y cerrada para los demás.
»En aquella época mi mayor felicidad eran los ocasionales viajes a Italia que realizaba en compañía de mi madre. Sentía que este país era mi verdadera patria y odiaba a Cornualles y a sus habitantes. Y en el momento psicológico, cierta muchacha despertó en mí instintos hasta entonces adormecidos; fui objeto de una suerte poco común: hallé en el otro sexo un espíritu hermano. Hasta que conocí a Joanna Redmayne no creía que existiese mujer capaz de ver con mis ojos, ni de compartir mi desdén por las trabas impuestas a la vida. Nunca me habían interesado las mujeres, excepto mi madre; no había conocido a ninguna dotada, como ella, de gran corazón, de tolerancia, de humorismo y de indiferencia ante las convenciones.
»Cuando un amigo casual, el loco de Robert Redmayne, llevó con él a su sobrina a pasar las vacaciones, descubrí en la estudiante de diecisiete años una magnífica mentalidad, pagana y sencilla, que unida a su extraordinaria belleza clásica, me conmovió profundamente. Desde el día en que nos conocimos, desde la hora en que la oí burlarse de las objeciones que oponía su tío a los baños de mar mixtos, me sentí como poseído; y es fácil adivinar, aunque no medir, la magnitud de mi dicha cuando comprendí que Joanna reconocía en mí al complemento y agregado que su espíritu, inconscientemente, buscaba.
»Hasta entonces había tenido muy escasa noción de su propia alma; y después de nuestro encuentro, la luz blanca, límpida e impetuosa de su mundo interior brilló en secreto y únicamente para mí. Nos amamos apasionadamente desde el primer momento, y cada nuevo hallazgo que mutuamente hacíamos en nuestros corazones nos unía con creciente adoración y vehemencia. Éramos, con toda seguridad, el hombre y la mujer más exquisitos, originales, hermosos, valientes y distinguidos que había visto pasar por sus calles el atrasado pueblo de Penzance. A veces las gentes nos miraban como a bellos personajes mitológicos; pero no sabían que nuestros espíritus eran tan maravillosos como nuestros cuerpos. Las dos llamas se unieron; y antes de que la joven terminara su educación estábamos prometidos para siempre.
»Lo que vio en mí fue una extraordinaria belleza masculina, unida a un intelecto que colocaba en su debido sitio el bien y el mal y se elevaba, por instinto nato, sobre uno y otro. Lo que descubrí en ella fue una actitud mental tan libre e indagadora, tan completamente exenta de prejuicios familiares, de opiniones aprendidas de sus mayores, que me sentí descubridor de una joya inapreciable y sin mancha, terrestre o celestial. Su intelecto era puro y no estaba viciado por ninguna superstición; revelaba una saludable sed de conocimiento; al adorarme, adoraba también mi actitud frente a la vida. Hicimos fascinadores viajes de descubrimiento de nuestras almas; varias veces efectuamos experiencias con personas comunes y pronto comprendimos que ambos poseíamos una excepcional habilidad histriónica.
»Anteriormente, Joanna había acariciado la ambición de trabajar en las tablas; y, pese a que su difunto padre no se lo hubiera impedido, su deseo no fue alentado por los tres bodoques de sus tíos, que, a la sazón, creían dominar el porvenir de su sobrina. Con mi mujer, el mundo ha perdido a una maravillosa artista.
»No tenía secretos para mí y pronto me enteré de que un día sería rica; sin embargo, no fue la perspectiva del dinero de los Redmayne lo que acortó la vida de sus tíos. Joanna y yo no éramos caníbales y, aunque mi juvenil experiencia del crimen atraía y aumentaba su admiración por mis cualidades, no abrigábamos, en aquel momento, la intención de anticiparnos a los acontecimientos ni de disgustarnos con sus parientes.
»Cuando la conocí, su abuelo vivía aún y en nuestros proyectos tenían escasa cabida el monto de la fortuna del anciano y sus disposiciones testamentarias. Estábamos demasiado enamorados para pesar el valor del dinero, y la distinción de nuestros temperamentos no nos permitía perder un minuto en sórdidos cálculos.
»Transcurrió un año; Joanna estaba dispuesta a casarse conmigo y a convertirse en mi estrella gemela; yo la deseaba con ansia incontenible. Por suerte, la situación se aclaró; murió su abuelo y supimos que, oportunamente, sería dueña de cuantiosos bienes; yo disfrutaba de una renta del negocio de Penrod y Trecarrow.
»Entonces estalló la guerra, provocando incidentalmente la sentencia de muerte de los hermanos Redmayne. La locura y falta de comprensión que demostraron tuvieron la culpa de lo que más adelante ocurrió.
»Los hechos son conocidos de todos, pero no las tremendas y violentas emociones que soporté cuando estos patriotas estúpidos me tacharon de cobarde y de traidor a mi país. No discutí con ellos; me bastó que en Joanna se despertara rápidamente un odio más amargo aún que el mío y un resentimiento más furioso y profundo que el que yo experimentaba. Habían suscitado la tempestad latente y nuestros rayos eran sólo cuestión de tiempo.
»¿Tenía, por ventura, que convertirme en carroña a causa de estúpidas luchas internacionales? ¿Tenía que sacrificar mi espléndida vida porque cerebros embrutecidos y de ínfima categoría, cegados por su propia ignorancia y engañados por estadistas más inteligentes habían permitido que Inglaterra se dejara arrastrar a una guerra con Alemania? ¿Acaso era el cordero que sería ofrecido en holocausto por un gobierno de disidentes de la iglesia anglicana…? ¿Consentiría en ser mutilado por los "boches" porque mi insensato país confiaba en la vieja pandilla? ¡No!
»Había comprendido hacía tiempo que la guerra estallaría; había subido a tribunas públicas, sumándome al pequeño núcleo que advertía del peligro al Imperio, y cuyos esfuerzos eran ridiculizados por los murciélagos y topos que gobernaban. Pero morir para salvar a esa escoria diplomática, sufrir tormentos indecibles y la muerte por culpa de aquella banda de miopes hipócritas que se denominaba gobierno británico… ¡Nunca!
»Como lo hicieron varios millares de hombres inteligentes, eludí el servicio activo ingiriendo una droga que afectaba al corazón. Conservé mi pellejo, no salí del país y obtuve mi parte: la Orden del Imperio Británico, en lugar de una tumba sin nombre. Fue bastante fácil.
»Antes de que Joanna y yo nos casáramos, ella sabía que mi honor ultrajado había sentenciado a muerte a su familia. Pero este trabajo podía esperar hasta que la guerra terminase. Tal vez Alemania diera cuenta de Robert Redmayne; y era posible que hasta el anciano Benjamin, asignado a un dragaminas, perdiera la vida luchando por su patria. Mientras tanto nos presentamos como voluntarios y nuestra hoja de servicios en el Depósito de Musgo de Princetown es inmejorable.
»Mis intenciones para el futuro empezaban a colorear mi vida. Dejé que me creciera la barba, usé lentes e hice creer que mi organismo era endeble, porque me proponía matar a tres hombres después de la guerra, haciéndolo en forma tal que nadie pudiera atribuirme esos crímenes. Mi mujer, naturalmente, aprobaba sin reservas mi decisión y dedicamos muchas horas al proyecto. Odiaba a su familia, como sólo pueden odiar los parientes; por otra parte, tenía motivos personales de queja, porque su legado de veinte mil libras se hallaba retenido a la espera de lo que quisiera disponer Albert Redmayne. A Joanna le interesaba el dinero más que a mí; me hizo notar que sus tíos y ella heredaban la fortuna de su abuelo (bastante más de cien mil libras) y que, siendo solteros los tres hermanos, ella podía, razonablemente, esperar que le llegaría el turno de heredarlos a todos.
»Con esto a la vista, nos dedicamos intensamente al trabajo en el depósito de musgo, y esperábamos conquistar más adelante la confianza y la buena voluntad de los hermanos antes de suprimirlos de la faz de la tierra. En Princetown adoptamos la actitud activa y sencilla frente a la vida que mejor podía engañar a los seres con quienes el trabajo nos había puesto en contacto. Fingimos entusiasmo por nuestras tareas y afecto por Dartmoor; ambos eran igualmente falsos.
Para dar un ejemplo de nuestros métodos de largo alcance, citaré nuestro regreso al páramo después de la guerra. Iniciamos allí la construcción de una casita que, excuso decirlo, nunca tuvimos intención de habitar. Pero la semilla estaba sembrada, y creamos en muchas mentes la impresión de una pareja sencilla, convencional, de criterio estrecho, ingenua y, por tanto, atrayente para la mayoría.
»Llego ahora a mi confesión, y antes de empezar debo reconocer que las circunstancias tuvieron la virtud de modificar los detalles y mejorar el plan inicial. Mi grandeza aumentará gradualmente a los ojos de los críticos inteligentes y sin prejuicios, cuando consideren mis dotes de adaptación; porque el juego imprevisible del azar, que enreda para el resto de sus días al noventa y nueve por ciento de los hombres, fue para mí motivo de mayor inspiración y aprovechamiento. Domé la suerte; le puse el freno en la boca, y la brida en el fogoso pescuezo. La suerte alteró enormemente mi plan original; pero no consiguió modificar mi talento; se convirtió en esclava para servir un propósito inexorable, superior a ella.
»La guerra dejó con vida a los tres hermanos. Había proyectado suprimir primero a Benjamin y a Albert, que nunca me habían visto, y dejar para el final a mi viejo amigo Robert; pero éste llegó en el momento crítico, como un corderito que se ofrece al sacrificio y esta circunstancia me inspiró la invención magnífica que ahora conoce el mundo civilizado.
»Era hora de matar a aquellos hombres que me habían insultado y ultrajado; y cuando Benjamin Redmayne publicó un anuncio pidiendo un lanchero, acepté el desafío. Dejé a mi mujer y desde Southampton ofrecí mis servicios, haciéndome pasar por marino italiano, entendido en mecánica y familiarizado con este país, que buscaba ocupación en Inglaterra. Desde niño había sido el mar mi patio de recreo y dominaba perfectamente lo relativo a la navegación. No obstante, dudé de que Benjamin me eligiese y pensé que esta tentativa no me brindaría la oportunidad de conocer a mi primera víctima. Envié varias cartas falsificadas, de recomendación, con formas extranjeras y aguardé. Aceptó. Le agradaban los marineros italianos; los había conocido en el transcurso de sus viajes, y le gustaron mi carta y mis imaginarios antecedentes de soldado. Convinimos en que ocuparía mi puesto un día determinado de fines de junio; y regresé a Princetown llevando esta interesante noticia.
»No es necesario que detalle mi plan original; cualquier lector dotado de imaginación advertirá que Benjamin Redmayne hubiera estado muy pronto en mi poder y que poco me hubiese costado deshacerme de él. Pero, en el transcurso de la quincena anterior a mi traslado a "El nido del cuervo", la llegada de Robert Redmayne cambió las cosas. Aunque parezca extraño, mi mujer había estado la víspera a punto de conseguir que no fuese a cumplir mi compromiso con Benjamin. Había sabido que Robert se hallaba en Paignton, y el peligro de un encuentro con él (la posibilidad de que visitara a su hermano y me reconociera) era demasiado grande. Por tanto, casi había abandonado el papel de "Giuseppe Doria", cuando Robert llegó a Princetown y nos reconciliamos con él. Entonces Joanna, a quien corresponde la gloria de esta etapa —¡mi fiel, mi admirable Joanna!—, entrevió la brillante ocasión que se nos ofrecía. Estudiamos los pormenores con minuciosa precaución; previmos y calculamos los azares y riesgos.
»El hecho de que, en cualquier momento, Robert Redmayne visitara a Benjamin hacía que el personaje de "Doria" constituyese un peligro; porque pese a la escasa percepción de Robert —era un tonto ruidoso y fácil de engañar— estaba pendiente de la probabilidad de que me reconociera. Y más aún después de haber reanudado nuestra antigua amistad. Había una solución; si Robert Redmayne era reducido a silencio, si desaparecía, podría interpretar tranquilamente el papel de "Giuseppe Doria" en casa del viejo marino.
»De esta decisión, impedir que Robert visitara a Benjamin, nació la forma fatal de conseguirlo. Una semana antes de que muriera Robert Redmayne, habíamos planeado las etapas de nuestro itinerario.
»¿Cuál fue el primer paso? ¡La súplica que me hizo Joanna de que me afeitase la barba! Me lo rogó reiteradamente y pidió a Robert que la apoyase. Me opuse a complacerlos hasta la mañana de la fecha señalada para su muerte. Aparecí sin barba, y ambos me felicitaron. Hicimos otros pequeños preparativos. Días antes mi mujer había ido a Plymouth con su tío, en la motocicleta; en cierto momento se separó de él para efectuar varias compras, adquirió en la tienda de artículos teatrales Burnell una peluca roja de mujer. De vuelta a casa la convirtió en peluca roja de hombre. Entretanto me había fabricado unos grandes bigotes. Aprovechando las ausencias de Mrs. Gerry, nuestra huésped, sustraje pelo de la cola de uno de los zorros disecados, cuyo color era exacto al mostacho leonado de Robert Redmayne. Era cuanto necesitaba. El resto de mi disfraz lo llevaría el mismo Robert a la cantera.
»También trasladé otros adminículos a ese sitio; era indispensable prever muchas cosas. Cuando salimos los dos, después del té, en la motocicleta, con el objeto de trabajar en la obra en construcción, llevaba conmigo una maleta que contenía el traje de Giuseppe Doria; traje muy sencillo de sarga azul, que se componía de chaqueta, chaleco, pantalones y gorro de marino. Llevaba asimismo una herramienta…, el pequeño instrumento con el cual asesiné a los tres Redmayne. Se asemejaba al hacha de un matarife; era muy pesada y uno de sus lados tenía filo. La encargué en una herrería de Southampton y hoy yace bajo las aguas del lago de Como. En otras ocasiones había llevado la maleta a la cantera, con vasos y una botella de "whisky"; por consiguiente, a Robert no le extrañó que volviese a hacerlo.
»Nos dirigimos a Foggintor y llegamos cuando aún era de día. Yo, que anteriormente había estudiado la cantera, sabía dónde descansaría para siempre Robert Redmayne. Lo hallarán —y con él el traje que usaba yo aquella tarde— en el punto donde las piedras se abren en forma de abanico, deslizándose desde arriba y ensanchándose hacia abajo. A la derecha, en la base, el agua que cae de los salientes de granito gotea ininterrumpidamente; allí, a medio metro de la superficie está enterrado su cuerpo. El agua alisa, sin cesar, la pendiente; y todos los días los guijarros y la arena granítica que descienden aumentan el volumen que cubre su cadáver. La corriente líquida debe de haber lavado, en seguida, los rastros de mi trabajo; y aun con estas señas, quizá resulte difícil encontrar al muerto.
»Llegados a la casita, lo primero que propuso Robert fue que nos bañásemos en la charca de la cantera. Lo había acostumbrado a hacerlo. Nos desvestimos y pasamos diez minutos nadando. Advertirá el lector la importancia de este detalle. Sus ropas estaban a mi disposición, sin mancha alguna. Cuando volvimos de la charca a la casa, tumbé de un solo golpe, con mi arma formidable, a un hombre desnudo. Me volvía la espalda y el hacha atravesó su cráneo como si atravesara un pan de manteca. Antes de que le cortara el cuello estaba muerto. Me puse los zapatos, empuñé una azada y, desnudo, me dirigí rápidamente al montón de granito.
»Abrí la fosa debajo del agua que caía, excavando sesenta centímetros en las piedras sueltas, porque aquella profundidad era suficiente. Luego transporté el cadáver y mi ropa; los enterré; volví a cubrir el suelo y dejé que las incesantes filtraciones de lo alto hicieran el resto. Unicamente una persona muy sagaz habría podido, a la mañana siguiente, descubrir rastros en aquel sitio, aunque lo hubiese recorrido en su totalidad. Pero las medidas que tomé hicieron que la policía se orientara en otra dirección. Un Ganns hubiera, tal vez, hallado indicios; un Brendon era más fácil de engañar.
»Había conseguido deshacerme del cuerpo del delito. Afrontaba ahora la tarea de crear la falsa apariencia de realidad que con tanto éxito rodeó dichas actividades. Me vestí con las ropas de Redmayne. Nuestra estatura y corpulencia eran casi iguales, y el traje me quedaba bastante bien, aunque, examinado en detalle, un poco grande. Luego me coloqué la peluca y el bigote y me calé la gorra de Robert: era demasiado holgada, pero hice caso omiso. Busqué el saco, lo manché con sangre e introduje en él, para rellenarlo, mi maleta y un montón de helechos y cascotes. Lo até detrás de la motocicleta: un bulto pesado cuyo objeto era crear las necesarias sospechas.
»No quedaba, en Foggintor, nada de Redmayne ni nada que me perteneciera. Largo rato después de la caída de la tarde emprendí la marcha y fui dejando rastros a través de Two Bridges, Postbridge y Ashburton, rumbo a Brixham. Una sola vez me vi en apuros; fue en la barrera del camino situado junto a la estación costanera de Brixham; pero levanté la motocicleta y, pasándola por encima del obstáculo ascendí los acantilados en la dirección de Berry Head. El destino me favoreció, porque, pese a lo tardío de la hora, hubo testigos de mis pasos; hasta tuve la suerte de cruzarme con un joven pescador que bajaba del faro en busca de un médico en un lugar donde nunca hubiera esperado hallar a alma viviente. De esta forma las autoridades pudieron seguir mi camino y anotar cada etapa de su largo recorrido.
»Cuando llegué al acantilado vacié el saco, arrojé al espacio el relleno, até mi maleta en el soporte que antes había sostenido el bulto, introduje el saco manchado de sangre en una conejera, donde con seguridad sería hallado y regresé a Paignton, a la casa donde Robert Redmayne se alojaba. La dueña de casa había recibido un telegrama en el que le anunciaba su regreso para aquella noche. Había conseguido sonsacarle a Robert detalles del lugar y, debido a ello, sabía dónde guardaba su motocicleta; la dejé en el cobertizo y, utilizando la llave de la víctima, entré en la casa hacia las tres y di cuenta de la abundante comida preparada para él. En la casa sólo vivían una viuda y su criada, y ambas dormían profundamente.
»No me atreví a buscar el cuarto de Robert, porque ignoraba cuál era; pero cambié de traje, poniéndome el de sarga, y el gorro, y los zapatos de color castaño de Doria. Luego guardé en mi maleta las ropas de Redmayne: el traje de tweed, el llamativo chaleco, las botas y los calcetines, junto con la peluca, los bigotes y el arma. Algo después de las cuatro me marché, convertido en un marinero afeitado, de tez bronceada: en el "Giuseppe Doria" de fama inmortal.
»Empezaba a aclarar, pero Paignton dormía aún y no me crucé con un agente de policía hasta cosa de un kilómetro más allá del balneario. Después de admirar la belleza del alba, que despuntaba sobre Torquay, me dirigí a pie a Newton Abbot y llegué antes de las seis. Desayuné en la estación y más tarde tomé el tren que salía para Dartmouth. Antes de mediodía estaba en "El nido del cuervo" y conocía a Benjamin Redmayne. Era tal cual había descrito Joanna, y conseguí conquistar fácilmente su amistad y su estimación.
»Pero en aquellos momentos tenía poco tiempo para ocuparse de mí, porque su sobrina le había comunicado la misteriosa tragedia de Dartmoor.
»Excuso decir que pensaba constantemente en mi mujer y ansiaba recibir noticias suyas. Esta breve separación me hacía sufrir, porque nuestras almas eran una, y nunca, excepto la vez que fui a Southampton, nos habíamos separado.
»La idea exquisita de hacer intervenir en el asunto al hombre de Scotland Yard se le ocurrió a ella. Le habían recomendado a Marc Brendon que se hallaba de vacaciones en Princetown, y no se equivocó al juzgarlo; además, su intuición femenina le hizo comprender el cariz verosímil que prestaría a nuestro plan la participación activa del detective. Genialmente segura de sí misma, complicó las cosas llamando a Brendon y obteniendo su entusiasta ayuda. Ganamos mucho con esto, porque el incauto se convirtió pronto en condescendiente víctima de Joanna. Mientras su ineptitud y sus pecados de omisión agregaban a episodios ulteriores un cúmulo de detalles provechosos para nosotros, su mediocre talento se oscurecía cada vez más porque se había enamorado de mi mujer. De este modo, con el correr del tiempo nos fue muy útil; pero a veces la suerte favorece a los tontos; y al final, su misma estupidez lo ayudó. Cuando traté de matarlo en el Griante, creyendo que lo había logrado, el hombre demostró un ingenio que nunca le hubiera atribuido y, sin saberlo, preparó los cimientos de nuestro futuro desastre.
»La carta que recibió Benjamin, y leyó convencido de que había sido enviada desde Plymouth por su hermano, fue puesta en el correo por Joanna cuando se trasladó a "El nido del cuervo". La habíamos escrito juntos una semana antes, estudiando cuidadosamente la letra, de rasgos impersonales, de su tío Robert; consideraba muy útil esta pantalla y no me equivoqué, porque concentró la atención en el citado puerto y afianzó la teoría de la huida de Robert a Francia o a España.
»De este modo terminó el primer episodio. El asesinato de Michael Penrod fue aceptado como un hecho abonado por abundantes indicios y al cual sólo le faltaba la evidencia absoluta del cuerpo del delito; en cambio, la huida de Robert Redmayne planteaba a las autoridades un problema irresoluble. En realidad, era como si Michael Penrod hubiera muerto, porque mi plan incluía la decisión de que nunca reaparecería. Como es de suponer, no podía presentarse nuevamente ante el mundo; y yo, que había creado a "Doria", empecé a interpretar con deleite mi nuevo papel en la vida: era autor y actor al mismo tiempo. El personaje no brotó completo de mi cerebro; al igual que otros grandes intérpretes, amplié y enriquecí gradualmente mi creación, hasta llegar a sentir como propia la personalidad del ser en que me había transformado, y a pensar como él. Penrod se convirtió en la sombra de una sombra.
»El pasado, mediante el esfuerzo de mi voluntad, se desvaneció de mi memoria. Inventé otro pasado y pronto creí en la realidad de su existencia. Cuando mi mujer volvió a mi lado, me enamoré de ella por segunda vez. ¡Entré de modo tan magnífico en la existencia y en el punto de vista mental de Giuseppe Doria que estuve a punto de escandalizarme ante la familiaridad de Joanna cuando me besó y abrazó en la primera oportunidad que tuvimos después de su llegada a "El nido del cuervo"!
»Y su talento, que vibraba al unísono con el mío, aceptó sin vacilar esta espléndida transformación de su marido inglés. También a sus ojos me convertí en un nuevo ser. Con la maravillosa capacidad de imaginación que sólo poseen las mujeres geniales, no tardó en formarse de mí una idea enteramente distinta de la que tenía de Michael Penrod —me vio como a un hombre más dotado y original— y este esfuerzo imaginativo nos permitió crear esa sólida apariencia de un creciente entendimiento entre ambos que con tanta eficacia engañó a Benjamin Redmayne y despistó a Marc Brendon.
»No tengo palabras para explicar la singular diversión que nos proporcionó este aspecto de nuestra impostura. Decidimos que dejaríamos pasar seis meses antes de matar a Benjamin Redmayne, y estábamos estudiando los detalles de la ejecución y la mejor forma de hacer que Robert reapareciera en escena, cuando Marc Brendon se presentó de sopetón. Llegó muy a propósito con sus ojos llenos de ingenuo amor; era evidente que nos ayudaría una vez más, aplicando sus limitadas dotes al problema de la próxima desaparición de nuestro viejo lobo de mar. Conocíamos bien a Marc y comprendimos que nos sería muy útil, porque su presencia serviría para proteger la falsa realidad del ambiente ficticio que habíamos creado.
»Tuvimos que proceder con rapidez… Con tanta rapidez que dimos los primeros pasos antes de haber planeado totalmente los últimos; pero el lugar, las ventajas de las largas y oscuras noches invernales, y otras circunstancias más, nos prestaron valiosa ayuda en la difícil empresa que realizábamos. En seguida hice revivir a Robert Redmayne. Claro está que no lo habría ataviado con su viejo traje, si hubiese tenido más tiempo para perfeccionar mi acción; pero este burdo detalle no carecía de valor, como lo prueba el hecho de que engañara a Brendon. Ante la súbita aparición, en medio de aquella noche de tormenta, el incauto detective no se detuvo a pesar probabilidades ni recurrió a la lógica. A la luz de la luna, sacudido por el vendaval, vio la cabeza pelirroja, el bigote enorme y el chaleco con botones dorados de Robert Redmayne y, omitiendo la consideración de los detalles, se dejó arrastrar por el torbellino de emociones y sospechas que despertaba en él tan inesperada presencia.
»Seguramente iba pensando en Joanna y calculaba con profunda preocupación la forma de acercarse a aquella mujer solitaria y bellísima. No se le habían pasado por alto mis atractivos personales y podemos estar seguros de que el amor y los celos atormentaban su corazón. Sus reflexiones fueron interrumpidas por Redmayne, el asesino; y el primer pensamiento de Marc fue, sin duda, poco halagador para los habitantes de "El nido del cuervo". Ignoro lo que pensaba hacer al día siguiente; pero lo obligamos a hacer lo que queríamos. Después de presentarme ante sus ojos, en el límite del Bosque Negro y de levantar el telón para el segundo acto de mi romántica tragedia, permanecí un rato allí; luego ascendí hasta la granja Strete y, más tarde, a la madrugada, desperté al granjero, dejé que me viera robar comida y salí corriendo.
»En virtud de esto, cuando Giuseppe, horas más tarde, fue en busca de la leche, le relataron el robo y volvió con la noticia a "El nido del cuervo". Describió al hombre y, sin la menor dificultad Benjamin y Joanna reconocieron en él, respectivamente, al hermano y al tío. ¡Robert Redmayne había entrado de nuevo en la lid!
»Los sucesos que se produjeron a continuación son demasiado conocidos y no es necesario que los refiera. Conviene, sin embargo, recordar que Robert no vuelve a aparecer ante nadie que no sea Joanna o Doria. En pocas palabras. No vuelve a aparecer. El disfraz permanece escondido y sólo es usado meses más adelante cuando el pelirrojo se muestra otra vez en las agrestes montañas del Griante. Aunque, a través de la descripción que Joanna y yo hacemos de él, parece muy próximo y con suficiente vida como para impresionar con su presencia a Benjamin y a Brendon, ha desaparecido en la nada. La "falsificación" queda nuevamente dormida; tan profundamente como el que yace en Foggintor.
»Como dije, un accidente modificó el plan inicial y la suerte volvió a ayudarnos, permitiéndonos mejorar nuestra primera combinación.
»Las lágrimas acuden a mis ojos cuando pienso en mi incomparable Joanna y en el asombroso dominio del detalle que demostró en "El nido del cuervo"; su sutileza y exquisito tacto, su delicadeza, su rapidez y su seguridad felinas. Benjamin y Brendon eran como niños en sus manos. ¡Oh maravilloso fénix femenino, tú y yo éramos espíritus iguales, incorporados a la humana arcilla! ¡Tú lo heredaste de tu padre; yo, de mi madre; fuego primitivo que se abre camino a través de los obstáculos para cumplir sus tenaces propósitos!
»Digo que un accidente nos obligó a alterar radicalmente nuestros planes, porque mi intención, la noche de la cita de Robert Redmayne con Benjamin, era matar al viejo marino en el cuarto de la torre y, con la ayuda de mi mujer, deshacerme de él antes del alba. Pero se postergó la muerte de Benjamin porque aquella noche, durante la conversación previa que sostuve con él a propósito de Joanna, adiviné, al advertir sus miradas torpes y su evidente nerviosidad, que alguien estaba oculto en el cuarto.
»Sólo había un escondite; únicamente determinada persona podía ser la que lo utilizaba. Oculté que había descubierto el secreto, y no fue el detective quien se vendió; cuando presentí su presencia proyecté rápidamente un haz de luz en uno de los orificios de ventilación del armario, y comprobé que nuestro sabueso estaba oculto allí dentro. Tuve que modificar mi plan de campaña de acuerdo con la novedad y resultó mucho más ventajoso. El hecho de asesinar a Benjamin en su propia casa, al llegar yo en lugar del esperado hermano, hubiera constituido, por cierto, una torpeza comparada con la notable hazaña de la noche siguiente.
»Conduje al viejo marino a la caverna, donde había dejado encendida la lámpara durante el recorrido que efectué más temprano a lo largo de la costa después de dejar a Brendon; desembarqué detrás de él y apenas sus pies pisaron tierra, le asesté un hachazo. Murió instantáneamente; y, minutos más tarde, su sangre corría por la arena. Luego excavé una fosa en el suelo de guijarro, en un punto que, a la hora, estaría cubierto por la marea. En menos de veinte minutos Benjamin Redmayne dormía debajo de un metro de arena y piedras; y yo regresaba a "El nido del cuervo". Una vez allí comuniqué a Brendon el encuentro de los hermanos y la petición que me habían hecho de que volviera más tarde. Fumé varios cigarrillos, bajé a nuestro pequeño puerto, saqué la pala de la lancha y la guardé en la casita, saqué un saco y emprendí el regreso al lugar del crimen.
»Cuando llegué a la caverna las olas cubrían la tumba del viejo lobo de mar. Desembarqué, llené a medias el saco con piedras y arena, desparramé estratégicas gotas de sangre y subí los peldaños del túnel, dejando el rastro que ocupó la atención oficial, con tan pobres resultados, durante los días siguientes. Al llegar a la meseta, vacié el saco, arrojando el contenido desde lo alto del acantilado; luego estampé varias huellas de las botas de Robert Redmayne que, por supuesto, había tenido la previsión de calzarme. Estaba seguro de que Marc Brendon las reconocería, porque rastros de las mismas existían en Foggintor y sus impresiones habían sido registradas.
»Volví a bajar rápidamente por el túnel, regresé a la casita de la lancha, guardé el saco, me cambié las botas y corrí a transmitir mi historia a Brendon. El traslado de éste a la caverna, nuestras infructuosas investigaciones y la imposibilidad de explicar la desaparición de Benjamin y la reaparición de Robert, son hechos que todos recuerdan. Sería superfluo relatar otra vez estos episodios; pero me parece interesante revelar que para nosotros fue sumamente divertido, por saber que Benjamin Redmayne estaría a menos de un metro de los pies de los investigadores, imaginar el trabajo que tendría, al día siguiente, la policía, cuando desembarcara en la playuela.
»Una vez más, mi admirable mujer y yo nos separamos por un breve período. Luego tuve la dicha de mostrarle el paisaje de Italia, donde nos esperaba la tarea restante. Aunque estábamos allí, resolvimos dejar pasar un tiempo prudencial antes de poner en práctica nuestros propósitos; y durante muchos meses no nos presentamos ante el último de los tres hermanos. Mientras tanto, disfrutamos de una segunda luna de miel; comunicamos nuestro casamiento a Albert y al ilustre Marc, a quien, por idea de Joanna, enviamos un trozo de la tarta de boda, para que comprendiera bien nuestra unión. No habíamos terminado aún con el genial representante de New Scotland Yard.
»Y ahora hablaré de Italia. Es verdad que en mi juventud sufrí un grave accidente en Nápoles, cuyo secreto sólo conocíamos mi madre y yo. En consecuencia, abrigaba cierto rencor por este bello país, no tan grande, sin embargo, como para disminuir el amor que me inspiraba. Desde tiempo atrás, Joanna y yo habíamos decidido que, una vez terminada nuestra tarea de eliminación, viviríamos allí, con dignidad y paz, el resto de nuestros días.»