16

El último de los Redmayne

En las horas de la noche que siguieron al episodio acaecido a Doria junto al viejo templete, Albert Redmayne y su amigo Virgilio Poggi acudieron al Hotel Victoria, donde se hospedaba Marc, invitados a cenar por éste. Ganns le había pedido que los invitara; y, aunque suponía que la reunión despertaría las sospechas de Giuseppe, no daba, en el punto en que estaban las cosas, gran importancia a tal posibilidad.

Al hacer que Albert Redmayne se ausentara aquella noche de su casa, perseguía un doble propósito: hablar a solas con Marc Brendon y tener la seguridad de que, en adelante, su amigo el bibliófilo no estaría ni un segundo cerca de su temible enemigo. Por consiguiente, a fin de vigilar de cerca a Albert mientras hablaba con Brendon, había propuesto a este último que invitara a comer a los dos amigos en cuanto Albert regresara.

Sin advertir estas combinaciones, Albert y Poggi se presentaron, luciendo impecables camisas blancas y trajes de etiqueta algo anticuados. En su honor había sido preparada una comida especial, que fue compartida por los cuatro comensales en un salón privado del hotel. Luego pasaron al salón de fumar y, a poco, mientras Poggi y su amigo se enfrascaban en un absorbente tema bibliográfico, Peter, sentado algo más lejos junto a Marc, comentó con éste el episodio del fantasma aparecido a Giuseppe.

—Fue una maravilla, muchacho —dijo—. Es usted un actor nato; llegó y desapareció en la mejor forma en que un mortal puede hacerlo, y mucho mejor de lo que esperaba. El resultado fue estupendo. Le dimos un buen susto a Doria. Cuando creyó ver al verdadero Robert Redmayne recibió un golpe en el plexo solar…, estoy segurísimo de ello. Durante un segundo se vendió; y, en realidad, ¿cómo hubiese podido evitarlo?

»Es fácil adivinar el dilema en que se encontró: de haber sido inocente, se habría lanzado contra usted; pero no lo es. Sabía muy bien que su Robert Redmayne, el falso, no saldría esa noche a buscar pendencia; y cuando le dije que nada había visto, se dominó y juró que él tampoco había visto nada. ¡Pero, en seguida, comprendió lo que había hecho! Era demasiado tarde. ¡Le aseguro que después de esto no dejé de empuñar constantemente el revólver dentro del bolsillo! Nuestro hombre estaba deseando devolver el golpe…, lo está ahora, y no va a desperdiciar esta noche. Pero lo que importa, por el momento, es que lo hemos hecho caer en la celada, y él lo sabe.»

—Tal vez huya antes de que volvamos a «Villa Pianezzo».

—No. Está en su carácter hacer hasta el fin lo que se ha propuesto, si no se lo impedimos nosotros. Y tampoco perderá más tiempo. Ha estado jugando y divirtiéndose, con nosotros y con Albert, como un gato con un ratón. Pero dejará de jugar. A partir de esta noche se lanzará de cabeza contra nosotros tres. Está furioso consigo mismo porque cometió la tontería de aplazar los acontecimientos. Es un personaje asombroso, Marc; pero, a fin de cuentas, es hombre…; no superhombre.

—¿Qué ocurrió exactamente y qué piensa Doria de lo que vio?

—No puedo asegurarlo; pero le diré lo que creo. Observé atentamente a Giuseppe con lo que llamo mi tercer ojo: una especie de receptor colocado en mi cerebro, que extrae y absorbe como una esponja lo que piensan las demás personas. En el primer momento se sintió perplejo, perdió la sangre fría y hasta es posible que haya creído que veía un fantasma. Gritó: «¡Es Robert Redmayne!», e instantáneamente me preguntó si también lo había visto. Lo miré asombrado, y contesté que no; entonces su actitud cambió y, riéndose, dijo que sólo había sido la sombra del templete. Pero, al reflexionar, comprendió perfectamente que no había sido una sombra y, al rato, sumido en sus pensamientos, guardó silencio mientras yo charlaba de cualquier tontería, como había hecho desde el principio del paseo. Adopté una actitud confidencial, ¿comprende?; y le oí decir exactamente lo que había previsto que me diría: que estaba usted enamorado de su mujer, que él no la quería, que ella sabía lo concerniente al pelirrojo, y varias cosas por el estilo.

»Ahora bien, ¿qué pasó por su mente? Debe de haber llegado a una de dos conclusiones: o supuso que había sido víctima de una alucinación y que sólo había visto un engendro de su propia mente y, por ende, me creyó, o bien adivinó la verdad. Si hubiese interpretado el hecho en la primera forma, no habría habido razón para preocuparse. Pero no lo interpretó así y, después de reflexionar, comprendió que le había mentido. Nadie mejor que él mismo sabe que no acostumbra ver fantasmas; recordó que usted había pasado dos días en Milán, y se dio cuenta, en cuanto recobró la tranquilidad, de que era una emboscada urdida entre usted y yo para sorprenderlo y descubrir algo. Y comprendió que, al jurar que nada había visto, me daba la información que yo deseaba obtener.

»Y así quedó la cosa. En consecuencia, va a estar muy atareado; pero nosotros debemos estarlo más aún. Él y su cómplice piensan suprimir a Albert, tratando de que no podamos asociarlos con su muerte; pondrán en práctica, si se lo permitimos, los mismos métodos que usaron en Inglaterra. Albert desaparecería… y, lo mismo que en el caso de los otros dos, veríamos, tal vez, su sangre; pero no lo veríamos a él. El lago de Como es la tumba que, seguramente, le preparan.»

—¿Quiere decir que piensa usted atacar a Doria abiertamente?

—Sí. En este momento traza sus planes, como lo estamos haciendo nosotros; y de nosotros depende que los nuestros desbaraten los suyos. ¿Comprende usted? Somos dos y ellos son dos: la próxima jugada tiene que ser nuestra; de no ser así, nos darán jaque mate. Tenemos una gran ventaja: la de que Albert esté a nuestra disposición y no a la de ellos; y mientras él se encuentre a salvo vamos ganando la partida. Giuseppe lo sabe; pero sospecha que él no está a salvo; por consiguiente, en las próximas veinticuatro horas arriesgará su suerte.

—¿Todo gira en torno a la seguridad de Mr. Redmayne?

—Efectivamente; y debemos vigilarlo como dos halcones. Para mí el aspecto más interesante de este caso es el factor personal que ha desenmascarado al genial asesino. Este factor es la vanidad: una vanidad dominante, monstruosa, aunque pueril, que lo tentó a aplazar la realización de su propósito por el simple placer de jugar primero con usted y después conmigo. Él mismo se ha vendido; nuestro crédito se ha reducido mucho, Marc. Doria ha sido derribado por su orgullosa inteligencia. Si consiguiera ganar la partida, creo que me sentiría capaz de perdonarlo.

—Todo el crédito será suyo, Ganns, si acierta en sus conjeturas; desde el principio hasta el final, no merezco ninguno —repuso Brendon tristemente—. Sin embargo —añadió—, puede ser que se equivoque usted. Las convicciones de un hombre no se desarraigan con facilidad; el amor no es siempre ciego, y sigo creyendo que, aunque haya perdido mi reputación, ganaré tal vez, algo mejor… después de que hayamos puesto punto final a esta desgraciada historia.

Bondadosamente, Ganns le dio varias palmaditas en el brazo.

—Le suplico que no se haga ilusiones —instó—. Luche contra esa esperanza; pronto comprobará que está basada en una quimera…, en algo que no existe y que nunca existió. Ahora bien; su reputación es otro asunto, y le ruego que no permita que, mañana a estas horas, sus espléndidos antecedentes profesionales sean barridos por el viento.

—¿Mañana?

—Sí; mañana por la noche le colocaremos las esposas.

A renglón seguido, Peter explicó sus planes.

—Doria no creerá que nos movemos con tanta rapidez; si entramos en seguida en acción, nos adelantaremos al golpe que está a punto de asestar. Por lo menos, esto es lo que intentaré con la ayuda de usted. Esta noche y mañana temprano no me separaré de Albert; luego hará usted lo mismo; porque, después del almuerzo, iré a la policía local de Como. Tendrán pronto la orden de detención, y regresaré al anochecer en uno de los barquitos negros de los aduaneros. Navegaremos con las luces apagadas y arribaremos a «Villa Pianezzo» sin que nos vean. A usted le corresponderá no perder de vista a Albert y vigilar a los demás. Doria creerá, probablemente, que mi viaje a Como es un pretexto, y sin duda aprovechará la ocasión para realizar su propósito. Existe la posibilidad de que empleen veneno. No quiero que Albert cruce a casa de Poggi, porque allí lo atacarán con mayor facilidad.

—¿Está enterado Albert de lo crítico de la situación?

—Sí, se lo he expuesto claramente, y me ha prometido no comer ni beber nada, salvo lo que lleve conmigo de aquí esta noche. Hemos proyectado que mañana finja una indisposición y que no salga de sus habitaciones. Simulará que hoy ha comido demasiado. Me quedaré junto a él…, esta noche no dormiré; haré las veces de centinela. Mañana su desayuno bajará intacto…, y el mío también. Ambos comeremos lo que tendremos escondido.

»Después de mediodía las cosas dependerán de usted. Ignoro lo que hará Doria, pero no debe darle ninguna ocasión de hacer algo. Si Giuseppe desea ver a Albert, haga valer su autoridad y dígale que no puede verlo hasta mi regreso. Écheme la culpa; y, si insiste, utilice su arma.»

—Es posible que escape cuando comprenda que ha perdido la partida —sugirió Marc—. Quizá haya huido ya.

—No —repuso Peter—. No es razonable pensar que haya adivinado lo que sé. El concepto que tiene de mí es demasiado inferior para creerme capaz de tanto. No escapará; seguirá fanfarroneando hasta que sea tarde. No temo perderlo, temo perder a Albert.

—Por lo menos en esto tenga confianza en mí.

—Así lo haré. Y quiero planear alguna pequeña sorpresa para que Albert, sin saberlo, nos ayude. No podemos pedirle que haga nada raro; no está en su carácter; pero como tenemos que cuidar al rey, ganaríamos si el rey favoreciera una jugada inesperada. Conviene estar alerta y ver las posibilidades. Si, por ejemplo, intentaran envenenarlo y advirtieran el fracaso…

—¿Qué ocurriría si les hiciéramos creer que habían tenido éxito, y Albert simulara que se sentía muy enfermo después del desayuno?

—Pensé en eso. Pero la dificultad reside en que no estaremos seguros de si utilizaron o no veneno. No hay tiempo para análisis.

—Probémoslo en el gato.

Peter reflexionó un instante.

—A menudo esta clase de engaños da excelente resultado —admitió luego—; pero he presenciado demasiados casos en que la policía ha cavado un pozo en el cual ha caído de narices. Una de las dificultades consiste en que no debemos alarmar a Albert más de lo necesario. Por el momento, sólo sabe que lo considero en peligro; pero no tiene la menor idea de que nuestras sospechas recaen sobre personas de la casa. No lo sabrá hasta que le prohiba tocar su desayuno. Sí; nadie nos impide recurrir a este ardid. Pedirá pan y leche…; sabemos quién se los subirá. Luego, su gato «Grillo» desayunará en lugar de él —Peter miró a Marc intencionadamente—. Esto lo convencerá, amigo mío.

Pero el otro movió la cabeza.

—Depende de las circunstancias. Aun cuando se emplease veneno, muchos hombres y mujeres honrados han sido instrumento inocente de la voluntad de un criminal.

—Es cierto; pero perdemos tiempo en algo que probablemente no sucederá. No creo que lo intenten. Correspondería a la ley del menor esfuerzo, y, en general, la ley del menor esfuerzo significa mayores riesgos después. No… Si se le ofrece la menor ocasión, Doria procederá en forma más ingeniosa. El peligro grande estaría en que se hallara a solas con Albert, aunque fuese un instante. Tal es la situación que es menester evitar a todo trance. Que nada lo induzca a usted a perder de vista a Albert; y aunque Doria, ostensiblemente, trate de escapar antes de que yo vuelva, no se deje engañar y no lo persiga. Después que me vaya, inventará cualquier ardid para desconcertarlo a usted; es decir, si sospecha que estoy dando un paso decisivo e inmediato. Pero si me marcho sin despertar sospechas sobre el objeto de mi partida, estaremos en condiciones de sorprenderlo antes de que dé el golpe. Tal es, en pocas palabras, nuestro objetivo.

Una hora más tarde, Ganns y Brendon acompañaron a Poggi hasta su bote, y luego regresaron a pie con Albert Redmayne. Peter llevaba alimentos ocultos entre sus ropas. Después de un rato explicó a su amigo que las cosas habían llegado a su punto culminante.

—En veinticuatro horas espero terminar con estos misterios y conspiraciones, Albert —dijo—; pero, mientras tanto, tendrás que obedecerme en todos los detalles; en esta forma me ayudarás a liberarte de la abominable acechanza que se cierne sobre tu cabeza. Confío en ti, y tú debes confiar, a ojos cerrados, en Marc y en mí, hasta mañana por la noche. Pronto estarás de nuevo en paz y sin preocupaciones.

Albert agradeció las palabras de Ganns y expresó su satisfacción porque se vislumbraba el final del asunto.

—Apenas he alcanzado a ver a través del vidrio, oscuramente —les dijo—. En realidad, no puedo decir que haya visto nada a través del vidrio. Estoy completamente desconcertado, y me alegra mucho saber que este horror que me amenaza terminará pronto. Sólo mi absoluta confianza en ti, Peter, ha impedido que pierda la razón.

Al llegar a la casa, Brendon se despidió de ellos, y Joanna recibió a su tío. La joven invitó a Marc a que entrara un momento antes de marcharse; pero era tarde, y Ganns opinó que convenía que se retiraran a descansar.

—Venga por aquí temprano, Marc —advirtió—. Albert me dice que hay en Como unos viejos cuadros sumamente interesantes. Tal vez vayamos a verlos mañana, cruzando el lago en excursión de placer, si a él le parece bien.

Antes de partir, Brendon se quedó un instante a solas con Joanna, y ella le dijo en secreto:

—Algo le ha ocurrido esta noche a Doria. Está mudo desde su paseo con Ganns.

—¿Está en casa?

—Sí; hace horas que se acostó.

—Elúdalo —aconsejó Marc—. Elúdalo, en lo posible, sin despertar sus sospechas. Los tormentos que usted sufre pueden terminar antes de lo que cree.

Se marchó sin decir más. Al día siguiente se presentó por la mañana temprano, y Joanna fue la primera que lo vio. Luego Ganns se reunió con ellos.

—¿Cómo está mi tío? —preguntó ella, y Peter le comunicó que el viejo bibliófilo se hallaba indispuesto.

—Estuvo de juerga hasta muy tarde anoche, y demasiado vino blanco —observó—. No se siente bien. Se quedará en su habitación y puede usted llevarle algo de comer dentro de un rato.

A continuación Ganns anunció que iría más tarde a Como, e invitó a Brendon y a Doria a que lo acompañasen. Marc, conociendo el papel que le tocaba interpretar, rechazó la invitación; por su parte, Giuseppe declaró que no podía realizar el paseo.

—Tengo que prepararme para regresar a Turín —dijo—. El mundo no se detiene mientras Mr. Ganns caza a su hombre rojo. Mis ocupaciones me reclaman y nada hay aquí que me retenga.

Falto de su habitual buen humor, parecía que los demás lo dejaban indiferente; pero sólo más tarde Brendon conoció la razón.

Después de almozar Ganns partió; llevaba chaleco blanco y otras vistosas prendas; Giuseppe también salió, prometiendo volver a las pocas horas; Brendon subió a acompañar a Albert. Durante un rato estuvieron solos; luego se presentó Joanna llevando un plato de sopa. Charló un momento con ellos, pero al ver que su tío mostraba somnolencia y poca voluntad de conversar, se dirigió a Marc en voz baja. Mostraba agitación y parecía muy preocupada.

—Más tarde, cuando sea posible, desearía hablar con usted…, es indispensable que hablemos. Estoy en peligro, y usted es la única persona que puede ayudarme —susurró. El temor y la súplica asomaban a sus ojos, y posó la mano en el brazo de Marc. Éste se prendió a ella y la estrechó entre las suyas. Al oír las palabras de Joanna olvidó lo demás. Al fin iba ésta hacia él por propia voluntad.

—Confíe en mí —repuso en voz baja, a fin de que sólo ella lo oyera—. Su felicidad y bienestar significan para mí más que cualquier otra cosa en el mundo.

—Doria volverá a salir más tarde. Al anochecer, después de que se haya ido, podremos conversar sin peligro —expresó ella. Y se marchó apresuradamente.

En cuanto Joanna se alejó, Albert hizo un movimiento. Estaba vestido, recostado en un canapé junto a la chimenea.

—Es muy desagradable este subterfugio que me obliga a fingirme enfermo —declaró—. Me siento espléndidamente, y me sentó muy bien la deliciosa comida de anoche. Por nadie que no fuera Peter me rebajaría a simular lo que no siento; es contrario a mi naturaleza y a mi carácter. Sin embargo, puesto que mi amigo me ha prometido que hoy se aclararán las dudas y tinieblas que nos rodean, debo armarme de paciencia, Brendon. Peter abriga horribles temores. Nunca lo he visto sospechar de personas decentes. Hoy ni siquiera me permite beber y comer en mi propia casa. Esto equivale a decir que tengo enemigos de puertas adentro. ¿Hay, por ventura, algo más aflictivo?

—Es por precaución.

—El mero hecho de sospechar es increíblemente doloroso para mí. No quiero sospechar de nadie. Cuando en mi mente se esboza una suposición de esta clase, desecho instantáneamente la causa que la suscita. Si se trata de un libro, lo descarto de una vez para siempre, aunque sea muy valioso. No permito que la desconfianza y la duda me atormenten. En esta casa viven Assunta, Ernesto, mi sobrina y su marido. Sería abominable sospechar de alguna de estas excelentes personas y me siento incapaz de hacerlo.

—Esto no durará más que unas cuantas horas. Creo que después todos, menos uno, se verán libres. A decir verdad, estoy seguro de que así será.

—Parece que Giuseppe es centro de las conjeturas de Peter. Lo que está sucediendo supera mi capacidad de comprensión. Doria me ha tratado siempre con respeto y cortesía. Posee sentido del humor y comprende que a la naturaleza humana le faltan muchas cosas que desearíamos ver en ella. Sus gustos literarios son también excelentes; lee autores de calidad. Es buen europeo y, exceptuando a Poggi, el único hombre que conozco que comprende a Nietzsche. Esto habla en su favor; sin embargo, hasta Joanna parece considerar a Giuseppe como a un inservible. Insinúa que está desilusionada de él. Sé en qué consiste un verdadero hombre; pero, le confieso, ignoro totalmente en qué consiste un buen marido. Un hombre bueno puede ser mal marido, porque la mujer tiene sus normas conyugales propias; y desconozco en absoluto dichas normas.

—¿Simpatiza usted con Doria?

—No tengo motivo alguno para no simpatizar con él. Espero que mi infortunado hermano (si en realidad es lo que creen y no una aparición etérea proyectada por el subconsciente) sea capturado pronto, tanto por su propio bien como por el nuestro. Leeré ahora Las Consolaciones de Boecio (último de los autores latinos propiamente dichos) y fumaré un cigarro. No veré a Giuseppe. Lo he prometido. Se entiende que estoy enfermo; pero seguramente lo ofenderá que me niegue a verlo. El hombre no sólo tiene cabeza; tiene también corazón.

Se levantó y se acercó a una pequeña biblioteca que contenía las obras de sus autores preferidos. Luego se enfrascó en la lectura de Boecio, y Marc contempló, a través de la ventana, la vida en el lago y la belleza del cielo estival reflejada en sus aguas. Más allá del líquido espejo, las torres de Bellagio, rodeadas de altos cipreses, se agolpaban al pie de una pequeña montaña. De cuando en cuando se oía el palmoteo de las ruedas que impulsaban el ir y venir de las blancas embarcaciones.

Por la tarde, Doria regresó por poco tiempo y Joanna le comunicó que su tío estaba mejor, pero que consideraba más prudente permanecer en su cuarto. El italiano había recobrado su jovialidad. Bebió vino, comió fruta y dirigió casi toda su conversación a Brendon, quien, junto con Joanna, durante un rato le hizo compañía en el comedor.

—Espero que cuando usted y Ganns se harten de perseguir a esa sombra roja vayan a verme a Turín —dijo Giuseppe—. Y tal vez consigan convencer a Joanna de que mis ideas son razonables. ¿Cuál es el objeto del dinero? Tiene en sus manos veinte mil libras y yo, su marido, le ofrezco una inversión que a pocos capitalistas les cae en suerte. Vendrán ustedes a ver lo que mis amigos y yo estamos haciendo en Turín. ¡Poco les costará entonces hacerle ver a Joanna que me sobra buen sentido!

—¿Un nuevo automóvil, me dijo usted? —inquirió Marc.

—Sí…, un automóvil que, comparado con los otros, será lo que un transatlántico junto al Arca de Noé. No tenemos más que cosechar los millones que se nos brindan. Sin embargo, languidecemos por obtener los modestos millares que nos permitirían empezar. Los perritos descubren la liebre; los perros grandes la cazan.

Joanna guardó silencio. Doria se volvió hacia ella y le pidió que hiciese la maleta.

—No puedo permanecer aquí —dijo, cuando su mujer se retiró—. No es vida para un hombre. Es probable que Joanna se quede con su tío. Está harta, como vulgarmente se dice, de mí. Me siento muy desgraciado, Brendon; no merezco perder el cariño de mi mujer. Pero si un nuevo enamorado llena sus pensamientos, es inútil lloriquear. Los celos son defecto de tonto. ¡Pero tengo que trabajar, porque si no me ocupo en algo haré alguna barbaridad!

Se marchó y Brendon volvió junto a Albert Redmayne; halló inquieto y temeroso al anciano.

—No soy feliz, Brendon —dijo—. En mi mente se insinúa una nube; el presentimiento de que se desatarán terribles desastres sobre los seres que amo. ¿Cuándo regresa Ganns?

—En cuanto oscurezca, Mr. Redmayne. Debe de llegar alrededor de las nueve. Tenga otro poco de paciencia.

—Nunca me he sentido como hoy —contestó el bibliófilo—. Una sensación de desgracia ensombrece mis pensamientos… Me persigue la idea de que se acerca el fin, y Joanna comparte esta idea. Algo anda mal. Ella lo presiente. Puede ser, como ella supone, que mi alter ego tampoco se sienta feliz. Virgilio y yo somos como mellizos. Estamos extraña y psicológicamente unidos. Tengo la seguridad de que se siente en este momento inquieto por mí. No estaría mal enviar a Ernesto a ver si allá todo marcha normalmente y a decirle a Virgilio que estoy bien.

Siguió hablando y luego, saliendo al balcón, miró hacia Bellagio; después pareció que por un rato olvidaba a Poggi. Más tarde comió algunos de los alimentos que Ganns había llevado en secreto la noche anterior.

—Es doloroso para mí —volvió a comentar— que Peter tema una traición bajo este techo. ¿Acaso Dios no es todopoderoso? ¿Cómo podría permitir que un veneno concluyese con una vida tan llena e inofensiva como la mía? Me alegraré mucho cuando Peter abandone su desagradable profesión; cuando se retire y dedique su noble intelecto a pensamientos más puros.

—¿Qué ocurrió con la sopa, Mr. Redmayne?

—«Grillo» la tomó hasta la última gota; después, mi hermoso gato ronroneó, dándome las gracias por su comida, como hace siempre, y se entregó tranquilamente al sueño.

Marc miró al enorme gato persa, de color gris azulado, que dormía en postura de perfecta comodidad. Le acarició la cabeza, y el animal despertó, bostezó, se desperezó, ronroneó suavemente y volvió a acurrucarse.

—Está muy bien.

—Por supuesto. Joanna me dice que su marido vuelve a Turín mañana. Ella se quedará aquí conmigo por el momento. Es mejor, quizá, que se separen durante una temporada.

Conversaron y fumaron y Albert se distrajo evocando episodios de su vida pasada. Transportado por sus recuerdos, olvidó sus inquietudes presentes y contó detalles de sus tempranos años en Australia y de su ulterior carrera como librero y comerciante.

Joanna se reunió con ellos y algo más tarde fueron juntos al comedor donde servían el té.

—Pronto se irá —susurró ella a Brendon. Comprendió que se refería a su marido.

Albert se negaba a comer y a beber.

—Me excedí en ambas cosas ayer —explicó— y conviene que deje descansar mi maltratado estómago.

Conversó mucho con Doria, dándole instrucciones sobre varios mensajes que debía llevar a distintos libreros de Turín. Largo rato permanecieron en el comedor y las sombras se intensificaron antes de que el anciano regresara a sus habitaciones. Entonces Giuseppe, haciéndose el gracioso, suplicó una vez más a Marc que influyera en el ánimo de Joanna a favor de los automóviles; luego, encendiendo un cigarro toscano, buscó su sombrero y salió de la casa.

—¡Por fin! —murmuró Joanna, con el semblante iluminado por una expresión de alivio—. Estará ausente dos largas horas; ahora tendremos oportunidad de hablar.

—Pero no aquí —repuso Marc—. Salgamos al jardín. Desde allí podré ver cuándo regresa.

Avanzaron en la creciente oscuridad y se sentaron en un banco de mármol, debajo de un acebo, tan cerca de la entrada que nadie podía llegar sin ser visto por ellos.

Al rato apareció Ernesto y encendió una lamparilla eléctrica que colgaba sobre la artística verja de hierro del portón exterior. Cuando estuvieron solos otra vez, ella se despojó de toda sombra de reserva y del dominio que sobre sí misma ejercía.

—¡Gracias a Dios! ¡Por fin! —exclamó y se desató en un torrente de súplicas. Marc se sintió arrastrado lejos de todo asidero mental, ahogado en el torrente de los ruegos de Joanna; por momentos desconcertado y confundido; por momentos en el colmo de la felicidad.

—¡Sálveme! —imploraba ella—, sólo usted puede hacerlo. Soy indigna de su amor y tal vez ha dejado usted de quererme y hasta de respetarme; pero sigo respetándome a mí misma, porque ahora sé que he sido víctima inocente de este hombre maldito. No fue un amor natural el que me obligó a seguirlo y a casarme con él; fue la fascinación magnética que posee, lo que en Italia se denomina «mal de ojos». He sido cruelmente, malignamente agraviada y no merezco lo que he sufrido; porque fue la magia del hipnotismo o algo diabólico de esta especie lo que hizo que lo viera en forma tan errónea, engañándome e impulsándome hacia él.

»Desde el día de la muerte de mi tío, en "El nido del cuervo", Doria me ha dominado. Entonces no lo sabía; de otro modo, me hubiese suicidado antes de rebajarme a ser juguete de ningún hombre. Creí que era amor y me casé con él; luego, el ardid se puso de manifiesto y no le importó que mis ojos se abrieran a la verdad. Le aseguro que si no me separo de él perderé la cabeza.»

Habló durante una hora seguida y detalló lo que había soportado. Absorto, Brendon la escuchaba con profundo interés. De cuando en cuando, la joven tocaba el hombro del detective; otras veces le asía la mano. En cierto momento se la besó, agradecida porque acababa de prometerle que dedicaría su inteligencia y energía a salvarla. Marc sentía en la mejilla el roce de la respiración de Joanna y, cuando se echó a llorar, la rodeó con su brazo.

—¡Sálveme y seré suya! —prometió la joven—. No sigo engañada. Giuseppe confiesa la trampa que me tendió y en la intimidad se burla cruelmente de mí. Sólo quiere mi dinero; con gusto le daría hasta el último penique si con ello pudiera verme libre de él.

Brendon la escuchaba con tanto embeleso que era casi incredulidad; por fin lo amaba y no deseaba otra cosa que ser suya y olvidar la doble tragedia que había destrozado su vida.

Estaba en sus brazos y trató de tranquilizarla, de ayudarla y de orientar sus pensamientos hacia un futuro de paz, asegurándole que la felicidad y la alegría volverían a pertenecerle. Pasó otra hora, las luciérnagas danzaban sobre sus cabezas; dulces perfumes emanaban del jardín; las luces de la casa brillaban y, en el silencio que se había producido entre ellos, oyeron, procedente del lago, el suave golpe de la hélice de un barco. Doria no había regresado aún, y cuando el reloj de la iglesia dio la hora, Joanna se levantó. Se había arrojado a los pies de Brendon, llamándolo su salvador. Ahora, soñando todavía con el extraño cambio de su suerte, preocupado con las medidas que debía tomar para liberar a su futura mujer, Marc hizo un esfuerzo para volver a la realidad.

Joanna se separó de él y fue en busca de Assunta; él, oyendo el rumor del barco y pensando que Peter estaría de vuelta, se apresuró a entrar en la casa. El más absoluto silencio reinaba en ella; y en el momento en que Marc, levantando la voz, llamaba a Albert Redmayne, el ruido sobre el agua cesó. Ninguna respuesta llegó a sus oídos; y, dejando atrás la biblioteca, penetró en el dormitorio contiguo. Al comprobar que estaba vacío, salió precipitadamente a la galería que daba sobre el lago. Pero el bibliófilo no aparecía por ninguna parte. Una embarcación larga y negra, con las luces apagadas, había anclado a cien metros de «Villa Pianezzo»; era el barco de la policía lacustre, y de su costado se separó un bote que bogó hasta la escalinata que se hallaba a los pies de Brendon.

En ese preciso instante Joanna se reunió con él.

—¿Dónde está mi tío Albert? —inquirió.

—No lo sé. Lo he llamado y no he recibido respuesta.

—¡Marc! —exclamó ella con voz atemorizada—. Es posible que…

Entró en la casa y llamó en voz alta a su tío. Brendon oyó que Assunta contestaba. Momentos después Joanna lanzaba una exclamación de angustia.

Brendon había descendido los escalones para recibir el bote que se acercaba. En su cerebro bullía aún un torbellino de encontradas emociones. Mientras sujetaba la embarcación oyó el gritó de Joanna que, desde arriba, le llamaba.

—¡No está en casa! ¡Vengan pronto, por Dios! ¿Ha llegado Mr. Ganns? ¡Mi tío ha cruzado el lago y mi marido no ha vuelto!

Acompañado de cuatro hombres, Peter desembarcó rápidamente y Brendon le explicó lo ocurrido; pero, como ignoraba los detalles, Joanna se encargó de proporcionárselos. Dijo que mientras ella y Marc se hallaban en el jardín, vigilando la puerta de entrada y el portón delantero, había llegado por agua, a la parte trasera de la casa, un mensaje de Bellagio para Albert. Una sola persona en el mundo tenía poder suficiente para hacer que Albert Redmayne olvidara sus promesas y el peligro que corría, y la llamada de esa persona era, precisamente, lo que había impulsado al anciano a partir en seguida.

Assunta contó que había llegado en un esquife, al pie de la escalinata, un italiano que venía de Bellagio; que la había llamado para darle la mala noticia de que Mr. Poggi había tenido un grave accidente y suplicaba a sus amigos que fuesen a verlo sin demora.

«Virgilio Poggi ha tenido una caída fatal y está a punto de morir —había dicho el mensajero—. Ruega a Mr. Redmayne que corra a su lado antes de que sea demasiado tarde.»

Assunta no se atrevió a aplazar el informe. A decir verdad, sabiendo lo que significaba para su amo, se lo comunicó inmediatamente y cinco minutos después de oír la terrible noticia, Albert Redmayne, presa de tremenda aflicción, se había embarcado rumbo al promontorio en que vivía su amigo.

Assunta declaró que su amo estaba ausente desde hacía una hora o más.

—Tal vez sea cierto —observó Joanna; pero Brendon sabía demasiado bien lo que había ocurrido.

Se agruparon para recibir órdenes; y, sin tardanza, Peter las impartió. Lanzó a Marc una mirada que éste nunca olvidaría; pero nadie más la vio.

—Lleve este bote hasta el vapor, Brendon —ordenó Ganns—, y dígales a bordo que lo conduzcan a usted, cuanto antes, a casa de Mr. Poggi. Si Albert está allí, déjelo y vuelva. Pero si no está allí, está en el fondo del lago. ¡Vaya!

Marc corrió al bote, y uno de los policías que habían ido con Ganns escribió una orden en un pliego de un bloc. Con ella Brendon llegó hasta el barco pintado de negro, y pocos minutos después la embarcación desaparecía en la noche a toda velocidad, rumbo a Bellagio.

Peter se volvió entonces hacia los demás y les pidió, inclusive a Joanna, que lo acompañaran a la sala. Habían preparado allí la comida, pero no había nadie en el cuarto.

—He aquí lo que ha sucedido —explicó Peter—: Doria ha empleado el único medio seguro de hacer salir de esta casa a Albert Redmayne; e, indudablemente, su mujer lo ha ayudado, atrayendo la atención del colega a quien dejé de guardia. Adivino fácilmente el procedimiento que usó.

Joanna se sonrojó y sus ojos horrorizados lo miraron lanzando chispas.

—¡Qué equivocado está! —exclamó—. ¡Lo que dice es una crueldad y una infamia! ¿Le parece que no he sufrido bastante?

—Si estoy equivocado, seré el primero en reconocerlo, señora —replicó Ganns—. Pero no lo estoy. Lo ocurrido significa que su marido regresará a la hora de la comida. Sólo faltan diez minutos. Assunta, vuelva a la cocina. Ernesto, escóndase en el jardín y eche la llave al portón de hierro en cuando Doria entre.

Otras disposiciones fueron respectivamente traducidas a tres hombretones vestidos de civil por el cuarto, todos ellos miembros de la policía. Ernesto salió al jardín, los policías ocuparon sus puestos y Ganns, señalando una silla a Joanna, se sentó en otra muy cerca de ella. Ésta había tratado de salir del cuarto, pero Peter se lo había impedido.

—Si es usted inocente, no tiene por qué temer —le dijo. Ella desoyó la observación y guardó para sí sus pensamientos. Estaba muy pálida y sus ojos erraban sobre los rostros extraños que tenía alrededor.

Nadie pronunció palabra, y cinco minutos más tarde, rompiendo el silencio, se oyó primeramente el ruido metálico del portón y luego los pasos de un hombre que se acercaba. Doria cantaba su canción favorita. Entró directamente en el cuarto, miró con sorpresa a los hombres allí reunidos y, finalmente, clavó los ojos en su mujer.

—¿Qué significa esto? —exclamó azorado.

—Terminó la partida y usted ha perdido —contestó Ganns—. Su inteligencia es superior a la del común de los bandidos, y sólo ha perdido por culpa de su desmedida vanidad.

Peter se volvió rápidamente hacia el jefe de policía, y éste, mostrando una orden de detención, la leyó en inglés.

—Michael Penrod —dijo—, queda usted detenido por los asesinatos de Robert y Benjamin Redmayne.

—Y añada: de Albert Redmayne —gruñó Ganns.

Mientras esto decía, saltó hacia un lado con asombrosa agilidad: el criminal, apoderándose del arma que tenía más a mano —un pesado salero de la mesa— acababa de arrojarlo a la cabeza del viejo detective.

La pieza de cristal chocó contra un antiguo espejo italiano que estaba detrás de Ganns, y en el momento en que todos los ojos miraban caer los cristales rotos, el marido de Joanna se abalanzó hacia la puerta. En un santiamén había girado sobre sus talones y, antes de que pudieran impedírselo, trasponía el umbral; pero uno de los presentes vigilaba y, en ese instante, levantó su revólver. Este joven oficial de policía —que se haría célebre en el futuro— no le había quitado los ojos de encima y, sin vacilar, hizo fuego. Había procedido con suma rapidez; pero otra persona, más rápida que él, al adivinar su intención se había anticipado al ademán. Joanna, que se había precipitado hacia la puerta, se desplomó. Había detenido con su cuerpo la bala destinada a Michael Penrod.

Cayó al suelo sin un gemido, y el fugitivo, instantáneamente, volvió sobre sus pasos. Renunciando a huir, corrió junto a ella, se arrodilló y la estrechó contra su pecho.

Estaba ileso, pero abrazaba a un cadáver. Sus labios se tiñeron de sangre cuando besó la boca de la muerta. Al comprender la verdad, abandonó la lucha, cargó el delicado cuerpo, lo llevó a un diván y lo extendió suavemente; luego volviéndose, alargó los brazos para que le colocasen las esposas.

Un momento más tarde, Marc Brendon entró en el cuarto.

—Poggi no envió mensaje alguno, y Albert Redmayne no ha sido visto en Bellagio —dijo.