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Revólver y zapapico

Pese a que, en su fuero interno, Brendon no estimaba a Giuseppe Doria, su mente equilibrada le permitía juzgarlo imparcialmente. Descartaba el hecho del triunfo sentimental del italiano y, por lo mismo que se sabía rival sin éxito, ponía mayor celo en que su desilusión no le creara prejuicios. Pero Doria no había conseguido hacer de Joanna una mujer feliz; Marc lo comprendía muy bien y tenía presente que de las circunstancias podía surgir alguna futura ventaja para él. La actitud de la joven había cambiado; no era ciego y no dejaba de advertirlo. Sin embargo, desechaba por el momento su propio interés y trataba, con toda su alma, de solucionar los problemas con que se enfrentaba. Tenía especial empeño en suministrar a Peter Ganns, cuando regresara, sustanciosas informaciones.

Procedió según su criterio; pero no halló razones suficientes para relacionar a Doria con el misterioso asunto, ni con Robert Redmayne. Porque, pese al luminoso análisis de Peter, seguía creyendo que el fugitivo era el hermano de Albert Redmayne; y no hallaba argumento razonable para asociar a Giuseppe, en el presente y en el pasado, con aquel misterioso personaje. Antes bien, todo indicaba una dirección opuesta. Brendon rememoró los pormenores de la desaparición de Benjamin Redmayne y no recordó nada sospechoso en la conducta de Giuseppe durante su permanencia en «El nido del cuervo»; y, puesto que parecía irrazonable suponer que había participado en la segunda tragedia, menos probable aún resultaba la idea de que estuviera complicado en la primera.

Doria, por cierto, se había casado con la viuda de Penrod; pero era absurdo suponer que para hacerlo hubiese asesinado al primer marido. Además, como psicólogo, y sinceramente, Marc no descubría en el carácter de Doria ningún detalle que revelase malignidad. Amaba el placer y sus puntos de vista y ambiciones, aunque frívolos, no eran, por cierto, criminales. Hablaba mucho de los contrabandistas y manifestaba la simpatía que le inspiraban; pero era una fanfarronada; no demostraba particular valentía física; le gustaban las comodidades y era poco probable que hubiera arriesgado su libertad asociándose con infractores de la ley y el orden.

Prueba sorprendente de que Marc no había errado en sus apreciaciones fue el diálogo que sostuvo cierto día con Doria, poco después de la partida de Ganns y Albert Redmayne. Giuseppe y Joanna habían decidido visitar a un amigo que vivía en Colico, paraje situado al norte del lago; y ese día, una hora antes de la salida del barco, los dos hombres se dirigieron a pie a las montañas y ascendieron hasta dos kilómetros más allá de Menaggio. Brendon había solicitado una conversación a solas y el otro había accedido gustoso.

—Como usted sabe, pasaré el día en el lugar frecuentado por el hombre rojo —explicó Marc—, y volveré a la hora de cenar, puesto que así lo desea usted; pero antes de dirigirme allí, le ruego que demos un paseo de una hora. Deseo hablar con usted.

—Perfectamente, volveré en seguida —repuso el otro.

Regresó a la media hora, halló a Brendon charlando con Joanna en la oscura entrada de la barraca de los gusanos de seda y se lo llevó consigo.

—Hablará con ella esta noche después de cenar —prometió Giuseppe—. Ahora me toca el turno a mí. Subiremos hasta el pequeño templete situado junto al sendero, más allá de los huertos. Hay muchas ermitas dedicadas a la Virgen, amigo. Pero ésta no es la Madona del viento, ni del mar, ni de las estrellas. Es la de la Madonna del far niente, como yo la llamo…, la Virgen de los fatigados, que sufren dolores en el cuerpo y en el cerebro debido al excesivo trabajo.

Ascendieron; Doria con traje de paseo, de color castaño dorado, y corbata de color rubí; Brendon con traje de tweed, y llevando su almuerzo en el bolsillo. A poco, el italiano cambió de actitud y abandonó su tono burlón. Durante un rato guardó silencio.

Brendon inició la conversación, y, por supuesto, trató al otro como si su honradez estuviera fuera de duda.

—¿Qué opina sobre el asunto que nos preocupa? —inquirió—. Durante bastante tiempo ha estado usted en contacto directo con los sucesos. Debe de tener alguna teoría.

—No tengo ninguna —replicó Doria—. Me basta y sobra con mis asuntos personales, y ahora este maldito misterio se entremete en mi vida y la oscurece. Estoy volviéndome nervioso y desgraciado, y le explicaré la causa, porque es usted comprensivo. Le ruego que no se enfade si menciono a mi mujer en esta cuestión. Como dice un proverbio nuestro, el molino y la mujer siempre necesitan algo; cuesta poco saber lo que le falta a un molino; pero ¿quién comprende los caprichos de una mujer? Me desespera no interpretar sus deseos. No me gusta ser duro ni cruel. No está en mi naturaleza ser cruel con ninguna mujer. Pero ¿qué se hace cuando la propia mujer es cruel con uno?

Habían llegado al templete; un pequeño nicho en una deteriorada construcción de ladrillo y revoque. Debajo había un asiento de piedra donde el caminante podía arrodillarse o sentarse; encima, en el nicho, protegida por una reja de alambre, había una imagen pintada, con un manto azul y corona dorada. Ofrendas de flores silvestres del camino adornaban una repisa que había delante de la pequeña imagen.

Se sentaron y Doria empezó a fumar su habitual cigarro toscano. Su desaliento aumentó y con él el asombro de Brendon. El hombre adoptaba, respecto a su mujer, exactamente la misma actitud que ella había adoptado respecto a él.

II volto sciolto ed i pensieri stretti —declaró en italiano Giuseppe con melancolía—. Es decir, «su rostro es franco, pero sus pensamientos oscuros», demasiado oscuros para comunicármelos a mí…, a su marido.

—Quizá le tema a usted un poco. La mujer está siempre indefensa ante el hombre que no le confía sus secretos.

—¿Indefensa? ¡Lejos de ello! Es dueña de sí, hábil, perspicaz. Su belleza es una cortina. Usted no ha visto todavía el otro lado. La amaba usted; pero ella no le correspondió. Me quiso a mí y se casó conmigo. Y soy yo quien conoce su carácter; no usted. Es muy lista y simula mucho más de lo que siente. Si le dice que es desgraciada y que está indefensa, lo hace intencionadamente. Tal vez sea desgraciada, porque guardar un secreto es buscar la desgracia; pero indefensa no está. Sus ojos parecen pedir ayuda; su boca, jamás. En su boca hay voluntad y firmeza.

—¿Por qué insinúa que existe un secreto?

—Porque usted lo mencionó. Yo no tengo secretos. Es Joanna, mi mujer, la que los tiene. Le diré lo siguiente: ¡ella sabe todo lo concerniente al hombre rojo! Es más astuta que el demonio.

—¿Quiere usted decir que comprende lo que ocurre y no quiere explicárselo a su tío ni a usted?

—Eso, precisamente, es lo que quiero decir. No le importa un comino Albert: de tal palo tal astilla… no lo olvide. Su padre tenía un carácter diabólico, y a un primo de su madre lo ahorcaron por asesino. Son hechos que ella no puede negar. Los conozco por su tío. Le tengo miedo y la he desilusionado, porque no soy lo que ella creía y he dejado de ambicionar los bienes de mis antepasados y mi título.

Tan monstruosa semblanza de Joanna desconcertó primero a Brendon y luego lo encolerizó. ¿Cabía dentro de los límites de lo posible que al cabo de tres meses de vida conyugal, un hombre pudiera lanzar contra su mujer semejante acusación y estar convencido de sus palabras?

—Ella es grande a su modo…, demasiado grande para mí —prosiguió con franqueza—. Hubiera debido ser una Médici, o una Borgia; debiera haber vivido muchos siglos atrás, antes de la invención de los oficiales de policía y los detectives. Usted me mira con asombro y cree que miento. Pero no miento. Veo con demasiada claridad. Miro hacia el pasado y el velo se levanta. Comprendo muchas cosas que no comprendía cuando me cegaba el amor que sentía por ella. Y en cuanto a ese Robert Redmayne (Robert el Diablo, lo llamo) creí una vez que era un fantasma; pero no lo es: es de carne y hueso.

»¿Y qué pasará dentro de poco si no lo capturan y lo cuelgan? Matará a Albert, y quizá también me matará. Luego huirá con Joanna. Y le digo lo siguiente, Brendon: cuanto antes se la lleve, mejor, con tal de que me deje solo. ¿Palabras horribles? Sí, horribles; pero perfectamente ciertas, como muchas cosas horribles.»

—¿Supone usted sinceramente que yo, que conozco a su mujer, voy a creer esa grotesca historia?

—No me importa que la crea o no. Enfádese cuanto quiera. Si vamos a ver, yo también siento ira. Una nueva ferocidad se insinúa en mí. Cuando se vive junto a un lobo, pronto se aprende a aullar…, por eso doy aullidos en secreto, se lo aseguro. Pronto aullaré, para que todos me oigan. De modo que ahora sabe usted lo que me ocurre. Estoy al margen de los secretos que ella esconde y no tengo el menor deseo de conocerlos, salvo en lo que puedan afectarme personalmente. Si ella me da varios miles de libras y me deja desaparecer de su vida, lo haré encantado. No me casé con ella por su riqueza; pero, puesto que el amor ha muerto, no desdeñaré un poco de dinero que me ayude a empezar a trabajar en Turín. Entonces ella quedará libre como el aire. A usted le conviene arreglar este trato.

Brendon no prestaba crédito a sus oídos; pero, al parecer, el italiano hablaba muy en serio y continuó con la charla un rato. Luego, mirando su reloj, declaró que era hora de regresar.

—El barco llega pronto —dijo—. Me voy y espero no haberme equivocado al confiarme a usted. Medite sobre la mejor forma de ayudarme y de ayudarse. No sabría decirle lo que ella siente ahora por usted. Tal vez llegue su turno. Así lo espero. No soy celoso. Pero esté sobre aviso. Ese hombre rojo… no es amigo de usted ni mío. Nuevamente se ha puesto usted a perseguirlo. Muy bien. Pero si lo encuentra, cuide su pellejo. Aunque, a decir verdad, nadie puede proteger su vida contra el destino. Nos veremos a la hora de cenar.

Se alejó con paso elástico, tarareando una canción italiana y desapareció rápidamente. Brendon, anonadado por tan extraña conversación, permaneció una hora sentado, inmóvil y absorto en sus pensamientos. A duras penas conseguía abrirse paso entre lo que parecía ser una selva de flagrantes mentiras. Pero en tanto que otro hombre hubiera procurado descubrir el propósito recóndito de aquella diatriba, reflexionando sobre el objeto perseguido por Doria al elegirle como confidente, Brendon, aunque rápido en calificar de falso y vil el ataque a Joanna, no vaciló en admitir lo que su deseo lo impulsaba a creer. Separando el grano de la barcia, se dejó guiar por su pasión y lo único que vio fue que la mujer de Giuseppe quedaría libre. Pero no podía imaginarla falsa. Desdeñó la deplorable descripción hecha por el italiano y creyó adivinar que el propósito de éste era hundir a Joanna, acusándola de crímenes cometidos por él. La impresión que tenía de Doria se confirmó; y desde aquel momento tuvo, como Peter Ganns, la convicción de que el italiano conocía los propósitos del fugitivo y lo ayudaba a cumplirlos. Pero su espíritu caía otra vez en el error de apartar y elegir. Olvidaba que Ganns también le había indicado (aunque con palabras más suaves que las empleadas por Doria) que no confiara en Joanna. Por el momento confiaba en ella como en sí mismo; y esto significaba desconfiar de su marido.

Reflexionó sobre la forma en que procedería en el futuro inmediato; y, poco después, se dirigió hacia la zona donde Robert Redmayne había sido visto con mayor frecuencia. Enterados de varias apariciones del prófugo, antes del regreso de Ganns a Inglaterra, habían llegado a la conclusión de que aquél se escondía en lo alto de la montaña en alguna fortaleza y que vivía en compañía de montañeses que hacían carbón de leña. Brendon sentía la necesidad de comprobar esta teoría y estaba decidido a hallar, si era posible, la guarida del hombre rojo.

No esperaba, sin embargo, poder hacerlo solo. Se proponía, en adelante, vigilar a Doria y descubrir de quién era cómplice. En esa forma mataría dos pájaros de un tiro, simplificando las cosas para cuando regresara Peter Ganns.

Siguió ascendiendo con paso firme; y, después de un trecho, se sentó a descansar sobre una alta y pequeña meseta donde crecían, entre las hierbas de la montaña, lirios del valle y blancas rosas silvestres. Se sentó, encendió un cigarrillo y despreocupadamente se puso a observar los barcos que se deslizaban allá abajo como insectos acuáticos sobre la reluciente superficie del lago; luego detuvo la mirada en un zorro que tomaba el sol sobre una piedra; finalmente juntó un ramo de fragantes lirios del valle con la intención de ofrecérselo a Joanna aquella noche, a la hora de la cena en «Villa Pianezzo». Pero las flores nunca llegaron a manos de Mrs. Doria.

Al enderezarse, después de su inocente pasatiempo, Marc advirtió que era observado por alguien y, de pronto, se halló frente a frente con el hombre que buscaba. Una distancia de treinta metros lo separaba de Robert Redmayne; el misterioso personaje se hallaba de pie, detrás de las ramas de un arbusto que le llegaba al pecho. Estaba sin sombrero y lo miraba por encima del matorral; el sol brillaba en su ígnea cabellera y en su rojizo bigote. No había confusión posible; y Brendon, regocijándose ante la idea de que la luz del día le permitiría, por fin, luchar contra él, arrojó al suelo el ramo y se abalanzó en dirección al hombre rojo.

Pero, al parecer, éste no deseaba una proximidad mayor. Giró sobre sus talones y corrió hacia una salvaje región de piedras y pajonales que se extendía al pie de los últimos precipicios de la montaña. Directamente hacia aquella escarpa, como si conociese algún secreto conducto por donde podía escapar, el hombre rojo corría y avanzaba con velocidad sorprendente. Pero Marc ganaba terreno. Se esforzaba, con toda la rapidez de que era capaz, en alcanzar al otro, y luchar con la fuerza necesaria para vencerlo y apresarlo.

Pero no pudo hacerlo, porque cuando se encontraba a menos de veinte metros del fugitivo, avanzando con menor celeridad a causa del suelo rocoso, vio que, de pronto, Robert Redmayne se detenía y se volvía hacia él empuñando un revólver. El destello del sol en el arma y la detonación fueron simultáneas. Marc Brendon abrió los brazos y cayó de bruces; un convulsivo temblor sacudió sus miembros y quedó inmóvil. Sólo habían transcurrido cinco minutos desde el encuentro y la persecución hasta el desenlace; y mientras uno de los hombres, jadeante después del esfuerzo, se acercaba para cerciorarse de que su víctima no daba señales de vida, el otro, con la cara hundida entre las flores alpinas, permanecía donde había caído, con los brazos abiertos, los puños apretados y el cuerpo inerte, mientras la sangre manaba de su boca.

El vencedor tomó nota, minuciosamente, del sitio en que se encontraba y, extrayendo un cuchillo, hizo una señal en el tronco de un árbol joven que se levantaba a poca distancia de su víctima. Luego desapareció, y la paz reinó sobre el caído. Tan inmóvil yacía, que un zorro, despertando de su siesta, asomó su hocico negro detrás de una roca y olfateó el aire; pero no se fió de las apariencias; después de contemplar el cuerpo yacente, levantó la cabeza, lanzó un gruñido indeciso y se alejó al trote. Desde arriba, un águila divisó también al hombre caído; pero volvió a elevarse rápidamente hacia la cima de la montaña y desapareció. El lugar era solitario. No obstante, a menos de cien metros corría un sendero por el cual transitaban a menudo los carboneros y sus mulas cuando bajaban al valle.

Pero nadie apareció; el sol giró hacia el Oeste y la fresca sombra de la montaña empezó a proyectarse sobre el pequeño desierto que había debajo. Pasaron aquella zona, resonaron, muy cerca, extraños ruidos y el sonido intermitente de algo metálico que golpeaba la tierra. El ruido procedía de detrás de una roca que levantaba su mole gris sobre un arbusto de enebro; y allí, mientras la pulida superficie de la piedra empezaba a relucir, blanquecina bajo la claridad de la luna que en aquel instante aparecía, la luz vacilante de una linterna revelaba la presencia de dos sombras ocupadas en excavar un hoyo oblongo. Hablaban entre dientes y se turnaban en el trabajo. Luego, una de las sombras dio varios pasos y, orientándose, proyectó la luz de la linterna sobre el tronco del árbol marcado y avanzó hacia un bulto oscuro e inmóvil caído en el suelo.

Reinaba un silencio infinito. Arriba, cerca de la cima de la montaña, brillaba el resplandor rojizo del fuego de algún horno de carbón de leña. Abajo, hacia el Este, sólo se veía la meseta que llegaba hasta un borde escabroso, porque las laderas de los montes interceptaban la visión del lago. En aquella altura no bailaban las luciérnagas; pero no faltaba música, porque un ruiseñor lanzaba sus trinos desde un frondoso mirto que se elevaba a diez metros escasos del lugar donde se hallaba el cuerpo inmóvil.

La sombra se aproximó y al distinguir el bulto que buscaba se adelantó resueltamente. Se proponía enterrar a la víctima (que había atraído hasta allí para quitarle la vida) y borrar cualquier rastro que hubiera en el lugar donde yacía. Se inclinó, deslizó las manos debajo de la chaqueta del hombre inmóvil, y al emplear toda su fuerza para levantarlo ocurrió una cosa extraña y horrible. Entre sus manos el cuerpo se deshizo y cayó en pedazos. La cabeza rodó hacia un lado; el tronco se desmembró, y la sombra cayó de espaldas, izando en el aire un torso amorfo. Al desplegar el impulso necesario para mover un peso grande, no había hallado resistencia, y ahora sostenía una chaqueta rellena de hierba.

Se puso inmediatamente de pie, temiendo una emboscada; pero el asombro le desató la lengua.

Corpo di Bacco! —exclamó, y el tono aterrorizado de su exclamación repercutió en los peñascos y en los oídos de su cómplice.

Pero ninguna respuesta lo detuvo; ningún disparo sonó que impidiera su avance. Se alejó a la carrera, escabullándose y saltando como un gamo para escapar al balazo esperado y desapareció detrás de la roca. Ninguno de los dos cómplices tardó en alejarse… A los pocos segundos se oyó el eco entremezclado de sus pasos que se alejaban en precipitada huida; luego, el rumor fue desvaneciéndose paulatinamente y volvió a reinar el más completo silencio.

Nada ocurrió durante diez minutos. Transcurrido este tiempo, surgió, de una cueva situada a menos de quince metros del desplazado maniquí, una figura blanca como la nieve a la luz de la luna. Era Marc Brendon. Se acercó a la trampa armada por él, sacudió su chaqueta para quitar la hierba que había en su interior, levantó su sombrero, que cubría una bola de hojas, y, después de vaciar el relleno de paja que contenían, se puso los pantalones. Su actitud era fría y tranquila. Había descubierto más de lo que esperaba, porque la sobresaltada exclamación que había oído revelaba a las claras la identidad de uno de los sepultureros: Giuseppe Doria había ido allí a trasladar el cadáver y era más que probable que su acompañante no fuera otro que el hombre que había intentado asesinar a Marc.

Corpo di Bacco, quizá; pero no corpo di Brendon, mi amigo —murmuró para sí.

Luego se dirigió hacia el Norte, atravesó un espeso matorral que cercaba la meseta y llegó a un sendero de mulas, distante casi dos kilómetros, que había descubierto antes del anochecer. Conducía a Menaggio a través de bosques de castaños.

Relataremos brevemente las actividades del detective, desde el momento en que, desplomándose de bruces, dio la impresión de que no se levantaría ya.

Cuando su enemigo se detuvo y le disparó el arma a quemarropa, la bala pasó a dos centímetros de la oreja de Brendon. En ese instante, el recuerdo de una experiencia análoga cruzó por la mente del detective y lo impulsó a proceder en la misma forma.

En una ocasión anterior, habiéndose salvado, por muy poco, de un disparo, simuló haber recibido el impacto y cayó, al parecer sin vida, a quince metros de un célebre malhechor. El ardid surtió efecto; el bandido se acercó sigilosamente, dispuesto a gozar de su triunfo sobre un viejo adversario y cuando se inclinó para examinar el supuesto cadáver, Brendon, de un certero disparo, terminó con él. Tampoco podía arriesgarse esta segunda vez, mientras su enemigo tuviese en la mano un revólver cargado, y optó por arrojarse al suelo. Su idea era tentar al hombre rojo a fin de que se acercara y, si era posible, arrebatarle el revólver antes de que estuviera en condiciones de volver a disparar.

Pero sufrió una desilusión, porque su agresor, al ver que caía de bruces y que la sangre manaba de su boca, tuvo evidentemente la seguridad de que había cumplido su propósito. Durante un rato Brendon simuló estar muerto y, cuando se convenció de que su atacante había partido, se levantó sin otras heridas que varias magulladuras en la cara, una fuerte mordedura en la lengua y rasguños en una de las piernas.

Sopesó en todos sus aspectos la situación creada y dedujo que los culpables de su supuesta muerte buscarían, sin pérdida de tiempo, la ocasión de suprimir las pruebas del crimen. La marca en el árbol, que pronto descubrió, confirmó sus suposiciones. Nadie había visto jamás a una víctima de Robert Redmayne y era poco probable que hiciera una excepción con la última. Pensó que, hasta la noche, nadie lo incomodaría. Regresó, por tanto, al punto de donde había partido, encontró el paquete de comida y el frasco de vino tinto que había dejado allí.

Después de comer y mientras fumaba su pipa, trazó su plan. Poco después volvía al terreno rocoso situado al pie de la escarpa donde había simulado, con tanta realidad, estar muerto. No se proponía efectuar una detención; después de fabricar una efigie de sí mismo, rellenando sus pantalones y su chaqueta para que dieran la impresión de que cubrían un cuerpo humano y engañaran a cualquiera que llegara en la oscuridad en busca de su cadáver, Brendon halló un escondite lo suficientemente cercano como para observar lo que pudiera acontecer. Esperaba el regreso de Redmayne y estaba seguro de que no volvería solo. Quería descubrir la identidad del cómplice y, por lo menos, comprobar si Joanna tenía razón cuando se refería a la perversidad de su marido, o si era justa la acusación de Doria al afirmar que su mujer estaba en connivencia con el fugitivo. Era imposible que ambos dijesen la verdad.

Con profunda satisfacción oyó, de pronto, la voz de Giuseppe y experimentó un sombrío placer al advertir el sobresalto del italiano y al verlo huir, grotesca y precipitadamente, agachándose a fin de eludir un esperado disparo de revólver.

Brendon sacó muchas conclusiones de la aventura y su primer impulso fue detener a Doria a la mañana siguiente; pero no tardó en dominar su deseo. Una estrategia más segura se le presentaba. Abandonando su ambición primera —encerrar bajo llave al marido de Joanna— orientó su mente hacia un concepto más profesional. Pensaba, no obstante, que Giuseppe podía tomar la iniciativa, privándolo de la oportunidad de vigilar mejor sus procederes; y aquella noche, mientras procuraba conciliar el sueño pese al dolor de su pierna y de su boca, trató de considerar la situación desde el punto de vista de Doria. Por el momento, estas reflexiones fueron un consuelo para él.

Era del todo punto evidente que Doria y Redmayne querían asesinar a Albert para su provecho personal. La muerte del viejo bibliófilo significaba que Robert y su sobrina, últimos de los Redmayne, heredarían la fortuna de los hermanos desaparecidos. Claro está que Robert no se hallaría en condiciones de compartir abiertamente dicha herencia, porque estaba fuera de la ley; pero, con el correr del tiempo, cuando Joanna entrase en posesión de las tres herencias y la ley declarara difuntos a Robert, Benjamin y Albert, podría disfrutar, a escondidas, de su parte de fortuna junto a su sobrina y Doria. Esta hipótesis explicaba la presencia de Peter Ganns y su sorpresa ante el hecho de que Albert Redmayne estuviese aún en el mundo de los vivos. No obstante, se había equivocado en un detalle primordial, porque nadie, dentro de lo razonable, podía dudar de que Robert Redmayne existía.

Aunque las teorías de Brendon eran absolutamente erróneas, como más tarde se comprobó, tenían, para su mente fatigada, el sello de la verdad; por consiguiente, se preguntó cuál sería la actitud que asumiría Doria ante el problema que se les planteaba a él y a su cómplice. El italiano no podía saber con seguridad si lo habían reconocido, ni si lo habían visto en el momento en que se acercaba al supuesto cadáver de la víctima de Redmayne; en todo caso, nadie que hubiese estado en la oscuridad podía jurar que era Doria quien había ido allí a excavar la fosa y a deshacerse del cadáver. Brendon reconoció, para sus adentros, que únicamente la sobresaltada exclamación de Doria había denunciado su presencia; era fácil imaginar que el marido de Joanna prepararía una sólida coartada por si acaso lo detenían. En consecuencia, a juicio de Brendon, Doria negaría todo conocimiento de lo ocurrido; y el tiempo demostró que esta suposición de Marc era acertada.