13

Súbito retorno a Inglaterra

El detective que desea obtener éxito debe poseer, principalmente, la capacidad de ver todos los aspectos de cualquier problema, en la medida que éste afecta a los envueltos en él. Nueve veces de cada diez el problema no tiene más que un lado; pero muchos infelices han subido al cadalso debido a que sus semejantes carecieron de esa capacidad y, obedeciendo a la ley del menor esfuerzo, corrieron detrás de las conclusiones más obvias hasta llegar a un fin cuya aparente lógica se basaba en una falsa premisa.

Peter Ganns poseía dicha capacidad. Para cualquier entendido en fisonomías era visible la lucidez que revelaba su abultado rostro. Sonreía con los labios; pero sus ojos graves mantenían siempre una expresión seria (nunca irónica, nunca satírica o exenta de bondad).

Aunque observadores, sus ojos eran indulgentes: ojos de conocedor, tanto de las debilidades cuanto de la dignidad de la naturaleza humana. Sabía estimular la inteligencia mediana y común de sus semejantes, y también alentar las alturas geniales que alcanza, a veces, el intelecto. Sus extraordinarias dotes personales, centradas en la justa apreciación del carácter y en la amplia experiencia de la comedia humana, habían fijado en sus ojos una expresión de gravedad, grabando al mismo tiempo una levísima sonrisa en sus gruesos labios egipcios.

Al día siguiente de su llegada se sentó con Albert Redmayne en una pequeña galería que daba sobre el lago, contigua al comedor de la casa. Durante media hora charló y escuchó, aguardando que Joanna fuese a hablar con él.

El viejo bibliófilo expuso su sencilla filosofía de la vida.

—He vivido mucho tiempo apartado de Dios, mientras trataba de no perder la fe en la humanidad, Peter —expresó—. Ahora veo claro, y creo que sólo teniendo fe en el Creador podemos comprendernos a nosotros mismos. Lo mejor es enemigo de lo bueno, y «mejor» es un vocablo de oro que únicamente corresponde aplicar a mártires y a héroes.

—Dos causas impulsan a los hombres a dar lo mejor de sí, Albert —replicó Ganns—. El amor y el odio; sin estos dos tremendos incentivos, ni el más pequeño ni el más grande de nosotros logra alcanzar el límite de sus posibilidades.

—Es cierto, y quizá esto explique la presente actitud del europeo. La guerra nos ha incapacitado para cualquier actividad superior. El entusiasmo ha muerto; en consecuencia, el entusiasmo de la buena voluntad está ausente de nuestras asambleas y andamos a la deriva, sin ninguna mano firme y segura que empuñe el timón del destino. El corazón y el cerebro disienten y andan a tientas por diferentes senderos, en lugar de avanzar juntos por el camino único. No vemos que haya grandes hombres. Existen, naturalmente, caudillos, grandes en contraste con la mayoría de los dirigentes; pero la historia dirá que hemos sido una generación de enanos y mostrará cómo en estos días la humanidad estuvo frente a una encrucijada de su destino sin que aparecieran las vigorosas mentalidades capaces de encararla. A mi entender, esta situación no tiene paralelo en el pasado. Hasta ahora, los momentos críticos han proporcionado siempre el hombre necesario.

—Como tú dices, vamos a la deriva —repuso Ganns, sacudiendo el rapé de su chaleco blanco—. Sufrimos una especie de conmoción nerviosa universal provocada por la guerra, Albert; y, desde mi punto de observación personal, advierto cuán íntimamente depende el crimen de los nervios. La indiferencia de las clases educadas adopta en las masas la forma de la licencia; y el quebranto de nuestras leyes económicas provoca furia y desesperación. Por donde se mire, nuestro equilibrio no existe. Por ejemplo, el equilibrio entre el trabajo y el recreo ha sido destruido. Para dominar esta inquieta situación se necesitará una decena de años; la presente ansia de revivir las emociones a que nos acostumbró la guerra está creando un estigma definido y peligroso en las gentes de la nueva generación. De esta inquietud a los métodos criminales que tienden a satisfacerla no hay más que un paso.

»Estamos enfermos; nuestro estado es patológico. Lo que necesitamos es renovar la disciplina que nos permitió afrontar la lucha pasada y obtener la victoria. Debemos ejercitar nuestros nervios, Albert, y tratar de restablecer una equilibrada y sana perspectiva para aquellos destinados a guiar el mundo del futuro. Los hombres no son malvados por naturaleza. Los considero seres racionales en su conjunto; pero la civilización, dependiendo como depende del credo y de la codicia, no ha realizado aún adelanto alguno, ni por medio de la educación, para contrarrestar nuestra superstición y nuestro orgullo.»

—Si la luz de la buena voluntad penetrara en este caos, el orden empezaría a retornar —declaró Redmayne—. El problema consiste en descubrir la forma de fomentar esa buena voluntad, amigo mío. Creo que ésta debería ser la preocupación primordial de la religión; porque a fin de cuentas, ¿cuál es la base de toda moral? Sin duda alguna, amar al prójimo como a uno mismo.

Juntos arreglaron el mundo y sus pensamientos derivaron a esferas de benéficas aspiraciones. Luego llegó Joanna y, un rato más tarde, Ganns fue con ella al jardín de flores que había al fondo de la «Villa Pianezzo».

—Giuseppe y Brendon han partido para la montaña —dijo ella—. Y estoy a su disposición, Mr. Ganns. No tema herirme. Estoy más allá de las heridas. No creía posible conservar la razón después de lo que he sufrido durante este último año.

Con atención intensa, Ganns examinó el bellísimo rostro de la joven. Ciertamente su expresión era triste; pero detrás de esa expresión los avezados ojos del detective distinguían una ansiedad que no se relacionaba con el pasado ni con el futuro, sino con el presente inmediato. Al parecer, era desgraciada en su nueva vida.

—Muéstreme los gusanos de seda —propuso él.

Entraron en la alta barraca, situada detrás de la casa, que sobresalía entre un montón de arbustos; era un local cerrado y sombrío, provisto de estantes que llegaban hasta el techo; entre las bandejas de gusanos subían altas ramas de zarza. En la fresca penumbra de este silencioso recinto brillaban por doquier, en los maderos, en las paredes, en el techo, puntos luminosos como millares de lamparillas. En todos los sitios donde los gusanos podían trepar e hilar, los ovalados capullos, diseminados como pequeñas frutas maduras en las ramas, irradiaban su luz delicada y suave. Los gusanos de seda de Albert Redmayne descendían, a través de incontables generaciones, de aquellos huevos históricos, sustraídos en China por peregrinos nestorianos y llevados secretamente hacía trescientos años a Constantinopla, dentro de bastones ahuecados.

Casi todos los gusanos habían terminado su labor completando sus estuches de seda; pero alrededor de doscientos monstruos blancos y gordos, de siete centímetros de largo cada uno, quedaban aún en las bandejas, y se aferraron ávidamente a las hojas frescas de morera que Joanna les tendió. Otros empezaban a tejer sus vestiduras. Las habían diseñado y se atareaban tejiendo la bolsa preliminar de filamento transparente y brillante. Unos cuantos gusanos comenzaban a amarillear, aunque todavía no habían devorado su último alimento. Joanna los levantó y los expuso a la luz matinal.

—Ninguna momia fue nunca vendada tan exquisitamente como la crisálida del gusano de seda —dijo Peter.

Joanna charló alegremente sobre la industria de la seda y sus variados intereses; pero comprobó que Ganns sabía mucho más que ella sobre el particular.

No obstante, la escuchaba con atención, y sólo por etapas graduales desvió la conversación hacia el asunto que lo había llevado allí. Al cabo de un rato volvió al tema de la situación de Joanna, que había abordado sus alusiones la noche anterior.

—¿Ha pensado alguna vez que fue una audacia casarse a los nueve meses de la desaparición de su primer marido, señora? —inquirió.

—No; pero anoche, cuando oí sus palabras, temblé. Y, por favor, no me llame señora; llámeme Joanna.

—El amor siempre ha sido impaciente ante la ley —declaró Ganns—; pero lo cierto es que si no se presentan pruebas de carácter excepcional, la ley inglesa no declara la defunción de una persona hasta que transcurren siete años desde la última prueba de su paso por el mundo de los vivos. Ahora bien, entre siete años y nueve meses, la diferencia es grande, Joanna.

—Cuando miro hacia atrás no veo más que una larga pesadilla. ¡Nueve meses! Me parecieron un siglo. No vaya a creer que no amaba a mi primer marido; lo adoraba y venero su memoria; pero la soledad y la repentina fascinación que mi actual marido ejerció sobre mí… Por otra parte, nadie, ¿verdad?, hubiera puesto en duda las horribles pruebas de lo ocurrido. Consideré la muerte de Michael como un hecho innegable. ¡Dios mío! ¿Por qué nadie me insinuó que hacía mal en volver a casarme?

—¿Alguien hubiera tenido la probabilidad de convencerla?

Ella lo miró con expresión de intenso infortunio.

—Tiene razón. Estaba dominada. Cometí un lamentable error; pero no crea que he escapado al castigo.

Ganns adivinó el sentido de esas palabras y la apartó del tema de su marido.

—Cuénteme, si no es demasiado doloroso para usted, algo sobre Michael Penrod.

Pero, al parecer, ella no lo había oído. Sus pensamientos estaban enteramente concentrados en sí misma y en la situación en que ahora estaba.

—Usted me inspira confianza. Es sensato y conoce la vida. ¡No me he casado con un hombre, sino con un demonio!

Joanna apretó los puños y Ganns vio resplandecer sus dientes en la oscuridad del silencioso recinto.

Tomó rapé y escuchó, mientras la desventurada mujer desvariaba sobre su error.

—¡Lo odio…, lo detesto! —exclamó, acumulando duros epítetos sobre la cabeza del afable Giuseppe. Al rato se interrumpió, jadeante, y se echó a llorar.

Peter Ganns la estudiaba con suma atención; hasta aquel momento la congoja de la joven no parecía despertarle mucha simpatía. Su respuesta, más que sedante, fue tónica.

—Debe conservar su valor y tener paciencia —dijo—. También Italia, en ciertos aspectos, es un país libre; si no lo desea, no está obligada a continuar junto a Doria.

—¿Estará vivo mi primer marido? ¿Lo cree usted posible? Ahora que estoy curada de esta pasajera locura, pienso en él como en mi único marido. Tengo mucho que contarle a usted. Deseo…, le ruego que me ayude, como ayuda a mi tío. Naturalmente, él está primero.

—Probablemente comprobaremos que ayudarlo a él es ayudarla a usted —repuso Peter—. Pero acaba de hacerme una pregunta, y contesto siempre a una pregunta cuando es razonable hacerlo. No, Joanna, no me parece que Michael Penrod esté vivo. Salgamos fuera; este ambiente es muy sofocante. Advierta que no afirmo que esté vivo. Era, sin duda alguna, sangre humana la que una mano desconocida derramó en Foggintor; era sangre humana la que había en la caverna, debajo de los acantilados, cerca de la casa de Benjamin Redmayne; pero, hasta ahora, no sabemos con absoluta certeza quién la derramó ni quién la perdió. Este es el misterioso problema que he venido a solucionar. Si quisiera ayudarme, podría tal vez hacerlo. Por lo menos, le aseguro lo siguiente: si me ayuda, se ayudará también a sí misma y a su tío Albert.

—¿Está en peligro?

—Considere la situación. Con el correr del tiempo, los bienes de los dos hermanos de Albert pasarán a manos de este último. Lo cual, según creo, significa que, tarde o temprano, la totalidad del dinero le pertenecerá a usted. Albert no es fuerte. No creo que viva muchos años. ¿Qué ocurrirá entonces? Con toda seguridad, usted, la última de los Redmayne, heredará todo. Y se ha vuelto a casar. Reflexione: ¿qué acaba usted de revelarme? Que su marido es un «demonio», y que lo odia desde que empezó a conocer su corazón. No es posible separar por completo estos hechos. Pueden estar estrechamente ligados.

Ella le miró con serenidad.

—Siempre he considerado a Giuseppe Doria en relación conmigo, nunca en relación con mis tíos Benjamin y Albert. Benjamin murió (si es que ha muerto) antes de que yo consintiera en casarme con Doria…, antes de que Doria me lo propusiera. Pero no le revelé mi error a mi tío Albert. No quiero que sepa cuán desgraciada soy.

—Debe usted optar y decidir en quién tener confianza —repuso Ganns—. De lo contrario, podrá verse en terreno peligroso.

Joanna reflexionó antes de contestar.

—Está usted pensando en algo —observó después de un instante.

—Naturalmente. Lo que acaba de decirme sobre sus relaciones con Giuseppe da motivo para pensar. Pero, medítelo bien. No es posible repicar y andar en la procesión. Por intentarlo, muchos sinvergüenzas y, a decir verdad, muchos inocentes, se han visto en dificultades graves. Dígame, ¿sabe Giuseppe que usted no lo ama?

Ella movió negativamente la cabeza.

—Se lo he ocultado. Aún no conviene que lo sepa. Se vengaría y sólo Dios sabe en qué forma. Hasta que pueda huir de él, no debe ni soñar que he cambiado.

—¿Así lo cree usted? Bien; deseo hacerle dos preguntas: ¿tiene usted suficientes razones que justifiquen su intención de separarse de él? Si es así, ¿está decidida a confiármelas?

—No las tengo —contestó ella—. Detrás de su modo despreocupado y complaciente se esconde un hombre muy listo. Creo que me guarda fidelidad y se cuida de mostrarse siempre bondadoso conmigo en presencia de terceros. Pero también creo lo siguiente: está perfectamente enterado de lo que acaba usted de puntualizar… es decir, de que, tarde o temprano, todo el dinero de los Redmayne será mío.

—¿Y a pesar de eso se comporta como un demonio con usted? No me parece muy hábil por su parte.

—Es difícil de explicar. Quizá he dicho demasiado. Su crueldad es muy sutil. Los maridos italianos…

—Conozco todo lo concerniente a los maridos italianos. Hablaremos de esto en otra ocasión, cuando haya tenido usted tiempo de reflexionar un poco. El odio y la desconfianza que su marido le inspira tienen, sin duda, una causa. No es usted capaz de simular semejantes sentimientos. Me dice que Doria es fiel; supongo, por tanto, que esa causa debe de estar relacionada con algo que usted sabe y que no quiere revelar a nadie; ni siquiera a mí, ¿verdad? ¿Tendrá algo que ver, por ventura, con el misterioso personaje que deseamos capturar…, con Robert Redmayne? ¿Ha descubierto usted que Doria sabe, sobre ese hombre, cosas que usted y yo ignoramos? Pueden existir varias razones que expliquen el odio que siente por Doria. Medite sobre esto, y considere si sería una ayuda para mí conocer alguna de ellas.

Joanna miró con profundo interés al detective.

—Es usted un hombre extraordinario, Ganns.

—¡Ni por asomo!… Soy nada más que práctico en el rompecabezas comúnmente llamado vida. No le dé mucha importancia a lo que acabo de decirle, ni a las posibilidades que he anunciado. Tal vez me equivoque por completo. Hasta ahora, sólo sé, por lo que usted afirma, que Doria no es marido bondadoso. No sería raro que mi opinión fuera distinta de la suya cuando lo conozca mejor. Puede usted no ser buen juez. Su primer marido fue, quizá, tan excepcional que ignora usted las normas de la generalidad de los maridos. Al decir esto soy enteramente imparcial, porque a menudo he advertido que la mujer conoce mucho menos que los demás el carácter de su marido. Recuerde que, tanto como el amor, el odio ciega; y es tan complicado el amor transformado en odio, que se necesitaría un hábil psicoanalista para interpretarlo. Por consiguiente, para apreciar la importancia de sus temores, necesito saber algo más de usted.

»Dejaremos la cuestión en este punto… y, por el momento, lo único que debe pensar de mí es que deseo serle útil. Pero soy viejo; en cambio, Brendon es joven; y la juventud comprende a la juventud. No olvide que tiene usted en él a un amigo leal y constante. No sentiré celos si le cuenta a él más de lo que me cuenta a mí.»

Los labios de Joanna se movieron; pero, en seguida, recobraron su inmovilidad. Ganns advirtió que había estado a punto de decir algo y que ahora diría otra cosa. La joven apretó entre las suyas la manaza de Peter.

—¡Dios lo bendiga! —exclamó—. Si cuento con la amistad de usted me doy por satisfecha. Brendon ha sido muy bueno conmigo… muy, muy bueno. Pero es probable que usted ayude más que él a mi tío Albert.

Se separaron y Joanna regresó a la casa, mientras el detective, que había hallado un sillón cómodo debajo de un arbusto de adelfas, se sentó y aspiró la fragancia de las rojas flores, lamentando que el rapé hubiera estropeado gran parte de su olfato; no obstante, aspiró durante un rato y luego abrió su libreta. Durante media hora estuvo haciendo anotaciones en ella; luego se levantó y fue a reunirse con Albert Redmayne.

El anciano no pensaba en otra cosa que en el anhelado y próximo acontecimiento.

—¡Pensar que tú y Poggi os conoceréis hoy! —exclamó—. Peter, amigo mío, si no simpatizas con Virgilio, se me partirá el corazón.

—Albert —repuso Ganns—. Hace dos años que simpatizo con Poggi. Tus afectos son mis afectos. Esto prueba que nuestra amistad es muy grande; porque ocurre a menudo que los amigos no comprenden sus mutuas preocupaciones y preferencias. En cambio, en nuestro caso, coincidimos tan perfectamente en todo que no podrías tú sentir cariño por alguien que te fuera antipático. A propósito, ¿quieres mucho a tu sobrina?

Redmayne tardó un poco en contestar.

—La quiero —contestó finalmente—, porque quiero todo lo que es bello; y, sincera e imparcialmente, creo que es la mujer más bonita que he visto en mi vida. Nunca he encontrado otra cara que se parezca tanto a la Venus de Botticelli; y es el rostro más dulce que conozco. Por consiguiente, me encanta su exterior, Peter.

»En cuanto a su interior, no estoy tan seguro. La razón es muy natural: no la conozco bien todavía. Durante su infancia la vi muy poco; y hasta ahora, casi no la había tratado. Cuando la conozca mejor, seguramente la querré sin restricciones; confieso, sin embargo, que nunca la conoceré del todo, porque la diferencia de edad impide la comprensión perfecta. Por otra parte, ella no ha venido aquí sola. Su vida gira en torno a su marido. Aún son recién casados y lo adora.»

—¿No tienes motivos para suponer que pueda ser desgraciada con él?

—Ninguno. Doria es asombrosamente apuesto y atrayente…, el tipo de hombre que, por lo general, encanta a las mujeres. Reconozco que los matrimonios angloitalianos no destacan por su éxito… No obstante, el marido de Joanna es sensato, y atribuyo esta virtud al hecho de que ha corrido mundo. Tiene mucho que ganar si se conduce bien; todas las de perder si procede mal. Joanna es una muchacha altiva. Posee cualidades. Es distinguida. No soportaría ninguna incorrección de Doria, y sabe que tampoco la soportaría yo. Espero verla con frecuencia, aunque tengo entendido que piensan vivir en Turín.

—¿Ha abandonado Doria su ambición de recuperar los bienes de la familia, el título y lo demás? Brendon me contó estos pormenores.

—Por completo. Además, parece que uno de tus compatriotas ha adquirido el castillo de Dolceacqua y el título. Giuseppe nos divirtió mucho hablando de este tema; pero creo que lo que más le gusta es holgazanear.

Antes del almuerzo, Marc Brendon regresó de la montaña en compañía del italiano. No habían hallado el menor rastro de Robert Redmayne y parecían bastante hartos el uno del otro.

—Convendría que infundiera usted a Marc su sabiduría y su espíritu cordial —dijo Giuseppe Doria dirigiéndose a Ganns, mientras Brendon, fuera del alcance de sus oídos, conversaba con Joanna—. Es un hombre muy aburrido; ni siquiera escucha cuando le hablo. No es simpático. Nunca descubrirá nada. Me pregunto si usted logrará hacerlo. ¿Tiene alguna idea sobre el particular? Escoba nueva barre bien, como vulgarmente se dice.

—Lo examinaré yo antes que me examine usted, Doria —dijo Peter afablemente—. Deseo saber lo que piensa del hombre del chaleco rojo. Tenemos que hablar.

—Encantado, encantado, Mr. Ganns. Lo he visto muchas veces; en Inglaterra, tres… cuatro veces; en Italia, una. Siempre es el mismo.

—¿No es una aparición?

—¿Un fantasma? No. Está bien vivo. Pero ¿quién podría decir cómo vive y para qué vive?…

—¿No teme usted por la vida de Albert Redmayne?

—Me tiene muy inquieto —contestó Doria—. Y cuando mi mujer me escribió que había visto a Robert Redmayne, telegrafié desde Turín diciéndoles que tuviesen cuidado y que no corrieran el riesgo de enfrentarse con él. Cuando piensa en el peligro que lo amenaza, el tío de Joanna tiene miedo; pero tratamos, en lo posible, de distraerlo. No es bueno que tenga miedo. ¡Por amor de Dios, señor, intente llegar al fondo de este asunto! Opino que lo mejor sería tenderle una trampa a ese pelirrojo, y cazarlo, como si fuese un zorro o cualquier otro animal salvaje.

—Es una idea excelente —declaró Peter—. Colaborará con nosotros, Giuseppe. Confidencialmente, le diré que nuestro amigo Brendon ha seguido una pista falsa. Pero si usted y él y yo no logramos aclarar este misterio, no somos lo que creo.

Doria rió.

—«Los hechos son masculinos, las palabras femeninas» —citó—. Se ha hablado demasiado sobre este asunto; pero ahora ha venido usted; veremos realizaciones concretas.

Sólo después del almuerzo Ganns y Marc pudieron conversar sin testigos. Prometiendo que volverían a tiempo para conocer a Virgilio Poggi (quien cruzaría Menaggio para tomar el té con ellos) los dos hombres dirigieron sus pasos a lo largo del lago y, mientras paseaban, cambiaron opiniones.

La entrevista resultó dolorosa para el más joven, porque se enteró de que ciertos puntos de las dudas de Peter se habían aclarado. En realidad, Brendon mismo provocó casi en seguida su propio castigo.

—Me enfurece ver —dijo— la forma en que trata a su mujer ese individuo… Doria, quiero decir. «Margaritas a los cerdos.» Nunca esperé mucho de esa boda; ¡pero pensar que sólo hace tres meses que se casaron!

—¿Cómo la trata?

—No estoy ciego y veo el aspecto que ella tiene. La causa, naturalmente, no se ve; el efecto salta a la vista. Ella es demasiado valiente para confiar sus penas a nadie; pero no puede esconder su rostro, donde esas penas se leen claramente.

Ganns nada respondió, y Marc siguió hablando.

—¿Vislumbra usted alguna claridad?

—Poca, en lo que se refiere al problema principal. No obstante, un detalle se ha aclarado; he descubierto la roca en que usted naufragó, muchacho. Se enamoró de Joanna Penrod cuando supo que era viuda. Y ahora está enamorado de Joanna Doria. Y enamorarse de uno de los principales protagonistas de un asunto es colocarse en total desventaja para correr la carrera.

Brendon lo miró con asombro; pero no pronunció palabra.

—La naturaleza humana tiene sus límites, Marc, y el amor es una pasión muy absorbente. Ningún hombre cegado por el amor ha podido jamás cumplir debidamente una tarea, sea cual fuere. El amor es celoso y no admite competidores. Por tanto, se deduce que, estando enamorado, no es posible desarrollar totalmente una capacidad de acción. ¡Cuánto más si la dama, como en su caso, es la dama del caso!

—Me ofende usted —replicó el otro acaloradamente—. Su argumento no es razonable. Tenga la absoluta seguridad de que mis sentimientos en nada influyeron, por la sencilla razón de que ella no está en el caso, sino que era una inocente víctima de la maldad ajena. Colaboró conmigo; no me incomodó. Pese a su sufrimiento, mantuvo su sangre fría desde el principio y luchó contra su dolor para ayudarme a ver claro. El hecho de que la amara no estableció diferencia alguna en mi proceder con respecto a mi tarea.

—Pero estableció mucha diferencia en su proceder con respecto a Joanna. No obstante, respeto su palabra, Marc, y ansío dar a sus conclusiones la importancia que merecen. Pero me niego a aceptar, sin mayores pruebas, su opinión sobre el carácter de tal o cual persona. Le ruego que no tome estas palabras como cosa personal. Recuerde solamente que no me he encargado de este caso porque sí; y, hasta ahora, no he descubierto motivos que me induzcan a eliminar a nadie.

—Conocemos algunos detalles y, sin necesidad de pruebas fehacientes, nos enorgullecemos de creer en ellos —contestó Brendon—. ¿Acaso no he visto a Joanna afligida y en dificilísima situación? Ha sido maravillosamente valiente. Después de su dolorosa tragedia, su único pensamiento fue para sus desventurados parientes. Enterró su angustiosa pena…

—Y a los nueve meses se casó con otro.

—Es joven y ha visto usted con sus propios ojos a su marido. ¿Qué recursos habrá empleado para conquistarla? Lo que sé es que ella ha cometido un error terrible. Quizá, más que saberlo, lo siento; pero estoy seguro de que es así.

—Bueno —dijo tranquilamente Peter—, de nada sirve andar con rodeos. Supongo que, después de la muerte de Penrod, tuvo usted oportunidad de decirle a Joanna que la amaba y de pedirle que se casara con usted. Ella lo rechazó; pero el asunto no terminó ahí. En la actualidad lo sigue llevando a usted de las narices.

—Eso no es verdad, Ganns. No me comprende… ni a mí, ni a ella.

—Bien; no exijo demasiado; pero, puesto que me he encargado de este asunto sólo para ayudar a Albert, insisto en lo siguiente: si está usted dispuesto a confiar en Joanna y a presumir que su único deseo es ver cumplida la justicia y aclarado el misterio, no puedo trabajar con usted, Marc.

—La ofende usted; pero esto no importa. Lo que importa es que me hace un agravio a mí —dijo Brendon, clavando en el otro sus ojos iracundos—. Nunca he tenido la menor intención de confiarle nada a ella, ni a nadie. Viéndolo bien, nada tengo que confiar. La he amado y la amo, y me preocupa profundamente el error que ha cometido al casarse con ese individuo; pero tratándose del asunto que nos ha traído aquí, soy ante todo y sobre todo, un detective; y en mi antipática profesión estoy acostumbrado a que me presten crédito.

—Bien. Recuérdelo, pase lo que pasare. Y no se enfade conmigo, porque nada se gana con ello. No hago afirmación alguna contra Joanna Doria; pero es Mrs. Doria, y Doria sigue siendo un interrogante para usted y para mí; por consiguiente, debe comprender que no me dejaré cegar ni dominar por las apariencias. Ahora bien, si una mujer insinúa, o asegura, que es desgraciada con su marido, nada es más natural que un hombre como usted, cuyo corazón rebosa de ternura por esa mujer, crea lo que ven sus ojos y considere auténtica su tristeza. Parece muy plausible; pero suponga que, para sus propios fines, Joanna Doria y su marido deseen crear esa impresión. Suponga que su propósito es hacernos creer a usted y a mí que no son amigos.

—¡Dios mío! ¿Qué pretende insinuar sobre ella?

—No se trata de lo que insinúe sobre ella. Se trata de saber lo que ella es verdaderamente. Y lo averiguaré, porque es posible que de ello dependan muchas más cosas de las que usted parece imaginar.

—Un segundo de reflexión lo convencerá, seguramente, de que ni ella, ni Doria…

—¡Aguarde, aguarde! Sólo estoy diciendo que no quiero que el carácter de nadie, imaginado o real, ponga obstáculos a la investigación. Si la reflexión me convence de la imposibilidad de que Doria sea cómplice de Robert Redmayne, lo admitiré. Por el momento, no es así. Existen varios puntos interesantísimos. ¿Se ha preguntado usted por qué ha desaparecido el diario íntimo de Benjamin Redmayne?

—Sí… Y no comprendo qué podría contener de peligroso para Robert Redmayne.

Ganns dejó para otra ocasión la tarea de aclararle el punto, y cambió de tema.

—Necesito varios hechos fundamentales y, ciertamente, no los averiguaré aquí —dijo—. La semana próxima, si no ocurre algo que lo impida, regresaré a Inglaterra.

—¿No sería lo mismo que fuera yo?

—Es necesario que se quede aquí; pero, antes de mi partida, nuestra comprensión tiene que ser completa.

—Confíe en que así será —dijo Marc.

—Tengo absoluta confianza en usted.

—¿Desea que cuide a Albert Redmayne?

—No; yo cuidaré de él. Es mi primera preocupación. No se lo he dicho todavía, pero irá conmigo.

Brendon reflexionó un momento y se sonrojó violentamente.

—¿Quiere decir que teme dejarlo en mis manos?

—No es por usted. Aunque sólo me baso en suposiciones, es demasiado grande el riesgo de dejarlo aquí. Me marcho, porque estaré a oscuras mientras no dilucide varios puntos primordiales que sólo puedo aclarar en Inglaterra. Es decir, creo que son primordiales. En el ínterin no puedo dejar solo a Albert, porque no sabe de qué lado acecha el peligro; tampoco puedo dejarlo en sus manos, porque usted lo ignora tanto como él.

—Pero si Doria, como parece usted insinuar, es el peligroso, ¿quién podría salvar a Albert Redmayne? El italiano le es simpático; lo divierte y tiene tacto e inteligencia cuando quiere agradar. Hoy ha tratado de mostrarse agradable conmigo. Mañana tratará de mostrarse agradable con usted.

—Sí… es simpático y alegre; y, como usted dice, muy inteligente. Pero todavía no sé si la persona que vemos, y la que su mujer ve, es el verdadero Doria.

—Posiblemente no.

Ganns, después de reflexionar un instante, siguió hablando.

—Es necesario que nos comprendamos bien; estoy tan acostumbrado a trabajar solo y a no decir nada hasta que puedo decirlo todo, que no se extrañe si lo trato en forma inmerecida. Ahora le explicaré de qué lado sopla el viento. Sopla en la oscuridad… lo admito; pero, en la penumbra, empiezo a ver lo siguiente: que Giuseppe Doria sabe mucho más que nosotros sobre el hombre del chaleco rojo. Me cuesta creer que Doria sea capaz de asesinar a mi viejo amigo; pero no estoy muy seguro de que Doria lo impidiese si otro lo intentara.

»Es menester recordar que, si Albert desapareciese, la mujer de Doria obtendría un beneficio material. Me pregunto por qué razón alguno se tomaría el trabajo de matar a Albert para poner el dinero en el bolsillo de Joanna. Pero la deducción es obvia. Le ruego que, mientras me encuentre en Inglaterra, abra los ojos y trate de averiguar lo más que pueda sobre Giuseppe Doria. No a través de su mujer, naturalmente. No necesito decírselo. Tendrá usted libertad para rondar de un lado al otro y tratar de sorprender a “Chaleco Rojo”. Quizá lo consiga; pero cuide que no lo sorprenda él a usted. Le pido que no crea la cuarta parte de lo que oiga, ni la mitad de lo que vea. Tenemos que llegar más allá de las apariencias, si queremos triunfar.»

—¿Supone usted, entonces, que Doria y Robert Redmayne trabajan asociados? ¿Supone acaso que Joanna lo sabe y que en esto reside el secreto de su actual infortunio?

—No es necesario mezclarla en el asunto; pero, de por sí, su pregunta sugiere tal posibilidad.

—Sé que no es así. No puede ser cómplice de ningún crimen. Es contrario a su íntima naturaleza, Ganns.

—¿Y dice usted que «ante todo y sobre todo» detective?… Cualquiera creería que le pido que la someta a un estrecho y torturante interrogatorio. Nunca he hecho pasar por ello a nadie. Es un recurso injusto e indigno de nuestra magnífica organización. Por consiguiente, dejaremos a Joanna Doria y nos ocuparemos de su marido. Hay un montón de cosas interesantes que descubrir sobre Doria, muchacho.

—Olvida usted que entró por primera vez en escena en «El nido del cuervo».

—¿Cómo podría olvidar lo que ignoro? ¿Por qué asegura que entró por primera vez en escena en «El nido del cuervo»? Puede haber hecho su entrada en Foggintor. Quizá él, y no Robert Redmayne, fue el que degolló a Michael Penrod.

—Imposible. Reflexione. ¿No recuerda que la viuda de Penrod es la mujer de Doria?

—¿Y qué? No quiero decir que ella lo supiera, si Doria fuera realmente el asesino.

—Otra cosa: a la sazón, Doria estaba al servicio de Benjamin Redmayne.

—¿Cómo sabe usted tanto?

Brendon se impacientó.

—Mi querido Ganns, ¡todo el mundo lo sabe!

—¡Pamplinas! No puede usted jurar que Doria era sirviente de Benjamin el día del crimen. Para probar este punto habría que realizar una sólida y paciente investigación cuyos resultados lo sorprenderán a usted. De los aquí presentes, solamente Doria conoce con certeza el día que entró al servicio de Benjamin. Su mujer puede saberlo, o no saberlo. No estoy dispuesto a creer lo que diga Giuseppe sobre esa fecha.

—¡Ah! ¿Por este motivo le interesaba a usted el diario de Benjamin?

—Sí, éste era uno de los motivos. Puede ser que el diario esté todavía. Búsquelo después de nuestra partida y trate de hallarlo. Si tropieza con él fíjese, especialmente, si tiene páginas arrancadas, borradas, o con falsa escritura.

—¿Cree aún que los que rodean a Albert son criminales?

—Creo en la necesidad de probar que no lo son. Quizá lo consiga usted antes de nuestro regreso. Hay mucho más que despejar antes de empezar a construir. Lo que, francamente, me desconcierta es que Albert siga vivo. No veo la razón para que todavía lo esté… y sí una docena de razones para que lo hubieran hecho desaparecer.

—Gracias a su previsión de llegar inesperadamente, quizá.

—-Con toda la mejor voluntad e inteligencia del mundo no es posible evitar que un hombre mate a otro, si está empeñado en hacerlo…; es decir, siempre que el supuesto asesino esté en libertad y no se sepa quién es. Otra cosa, Marc. Cuando parta con Albert, desapareceré por completo, y él también. Es menester que nadie tenga aquí noticia alguna de nosotros hasta nuestro regreso. Si me necesita con urgencia, telegrafíe a New Scotland Yard, y únicamente allí, para que me remitan su telegrama. Y usted también cuídese mucho. No corra riesgos inútiles por fiarse demasiado. Puede verse en peligro y seguramente lo estará si da con la buena pista.

Dos días después, el bibliófilo y Peter subieron a un barco que partía hacia Varenna, donde pensaban tomar el tren hasta Milán, para luego dirigirse a Inglaterra. El encuentro de Poggi y Ganns había procurado enorme satisfacción a Albert, y su placer no tuvo la menor sombra, porque Peter no hizo ninguna alusión al viaje hasta la mañana siguiente. Después de expresarle la entusiasta opinión que le merecía Virgilio y su esperanza de visitarlo con frecuencia a su regreso, el norteamericano comunicó a Albert la necesidad de partir inmediatamente. Había supuesto que protestaría; pero el espíritu de Albert Redmayne era demasiado lógico para hacerlo.

—Te pedí que solucionaras este enigma —dijo— y no me corresponde objetar los métodos que empleas para conseguirlo. Estoy completamente seguro, Peter, de que llegarás al fondo de estos horrendos y misteriosos crímenes. Tengo la convicción de que los dilucidarás, y apoyaré tus procedimientos; si es necesario que vaya contigo a Inglaterra, iré, naturalmente. No debes, sin embargo, contar conmigo para ninguna ayuda práctica. Es enteramente contrario a mi naturaleza tomar parte activa en esta campaña. Encargarme de una empresa o hacerme participar en cualquier aventura sería un fracaso seguro.

—No temas —repuso Ganns—. Solamente te pido que permanezcas oculto y te diviertas. Ignoro si el peligro te seguirá o no; lo único que me propongo es interponerme entre tu persona y ese peligro y no perderte de vista. Por lo demás, borraremos nuestros rastros. Dile a Joanna que te haga una maleta para un viaje de diez días. Si todo marcha bien, estarás de vuelta a fines de la semana próxima.

La mañana de la partida, y mientras Redmayne daba las instrucciones finales a su sobrina, Peter y Marc avanzaron por el desembarcadero mientras el vapor «Pliny», que conduciría a los viajeros en la primera etapa de su viaje, se acercaba procedente de Bellagio, impulsado por sus ruedas que golpeaban el agua.

—Por el momento —dijo Brendon—, la situación es la siguiente: usted abriga graves sospechas de que Doria esté en complicidad con alguna persona, pero duda de que esa persona sea Robert Redmayne. Desea que vigile a Doria y que procure sorprender al enigmático desconocido o averiguar quién es. Entretanto vuelve usted a Inglaterra y prefiere guardar reserva sobre su forma de tratar el caso, hasta que esté más claro y avanzado que ahora.

—Ha sintetizado perfectamente la situación. Manténgase imparcial. Es lo único que le pido.

—Lo haré —contestó Brendon—. Sospecho de la explicación que le dio Joanna Doria sobre sus sufrimientos. Sabe, evidentemente, más que nosotros y conoce algún secreto que la hace desgraciada, referente a su marido.

—No sería raro que esa teoría llegara a probarse. Usted verá frecuentemente a Joanna durante la semana próxima, y no ha de ser tiempo perdido si lo que usted cree es verdad.

A bordo los esperaba Virgilio Poggi. Había cruzado el lago para saludar a Albert y acompañarlo hasta Varenna. Los tres hombres partieron, dejando atrás a Marc y a Joanna y su marido. En Varenna, Virgilio se despidió. No contento con abrazar a Albert, abrazó también afectuosamente a Ganns.

—Los tres somos grandes hombres —dijo Poggi—, y la grandeza busca la grandeza. Vuelve en cuanto puedas, Albert y obedece en todo a Ganns. ¡Dios quiera que esta nube desaparezca rápidamente de tu vida! Mientras tanto, rezaré por los dos.

Albert tradujo a Peter estas palabras; luego el tren arrancó y Virgilio regresó a su casa en el primer barco. Estornudó durante todo el camino, porque había aceptado una toma de rapé de Peter, ignorando el efecto que produce en narices desacostumbradas.