10

En el Griante

Amanecía sobre Italia y la mañana iluminaba con tonos de madreselva la neblina de las cumbres. Lejos, al pie de una alta ladera, el mundo seguía entregado al sueño y el lago Larian, joya de oro y turquesa, brillaba entre sus márgenes floridos. En aquella hora silenciosa, semejantes a racimos de caracoles blancos y rosados, los pueblecitos y aldeas diseminados en las cercanías de Como despertaban, uno tras otro, al primer toque de la música clara de sus campanarios. Los bronces se contestaban recíprocamente, creando alrededor del lago un círculo de armonía que flotaba sobre el agua, para luego ascender gradualmente a las alturas hasta que su vibración se atenuaba y era más débil que el canto de los pájaros.

Dos mujeres trepaban por la empinada cuesta del Griante. Una de ellas, de cutis bronceado y edad madura, vestía de negro y llevaba un pañuelo anaranjado atado a la cabeza; era robusta, de fuerte musculatura, y transportaba sobre el hombro una gran cesta vacía. La otra lucía una blusa de seda rosada; su hermosura resplandecía en el fulgor matinal y añadía belleza a la belleza del paisaje.

Joanna escalaba la montaña con la levedad de una mariposa. Estaba más bonita que nunca; pero un halo de apesadumbrada inquietud, de vigilante tristeza, rodeaba su frente. Sus ojos maravillosos miraban hacia arriba, fijos en el sendero escarpado que ella y la italiana recorrían. Acortó el paso para adaptarlo al andar más lento de su compañera y, poco después, ambas se detuvieron frente a una pequeña capilla gris edificada junto al camino.

Casi todos los gusanos de seda de Albert Redmayne habían tejido sus capullos en la barraca grande y ventilada situada detrás de su casa. Era junio y en los valles estaba a punto de agotarse la cosecha anual de hojas de morera.

Por esta causa, Assunta Marzelli, ama de llaves del viejo bibliófilo, había salido de paseo con Joanna, que se hallaba de huésped en casa de su tío y ambas subían en busca del necesario alimento para que las larvas tardías terminaran de transformarse.

Habían salido al despuntar el alba y se dirigían, después de cruzar un arroyo seco, hacia la zona donde predominaban las viñas y donde los despojos de los olivos en flor caían al suelo formando una perfumada filigrana. Habían visto, al pasar, millones de racimos de uvas diminutas que redondeaban y habían atravesado triángulos y cuadrados de tierra cultivada, donde surgían, en alternados sectores, el grano que amarilleaba para la cosecha y el verdor lozano del maíz en crecimiento. Higueras y almendros, e hileras de moreras rojas y blancas, con las ramas desnudas, despojadas de hojas, rompían la línea de las siembras. Aquí brillaba la abundancia de cerezas rojas de los setos; allí, en pequeños y frescos terrenos cubiertos de pasto dulce, pacían cabras y ovejas. Algo más arriba se destacaban varios bosquecillos de castaños que, iluminados por sus relucientes frutos, contrastaban con la lobreguez de los pinos montañeses.

En el punto donde se levantaban dos altos cipreses paralelos, Joanna y Assunta hallaron la capilla y se detuvieron un rato. Joanna puso en el suelo la pequeña cesta que contenía el almuerzo y su compañera dejó caer la grande que llevaba sobre el hombro, destinada a las hojas de morera.

El lago, allá abajo, se asemejaba a una taza llena de jade líquido, cuya superficie lanzaba veloces rayos de luz contra la sombra que las montañas proyectaban sobre sus orillas; varias embarcaciones ancladas atrajeron la atención de las espectadoras.

Parecían barcos gemelos, torpederos de juguete; apenas pequeñas manchas rojas y negras sobre el agua, con la bandera italiana. Pero los barquitos no eran de juguete; Assunta los odiaba, porque eran prueba patente del incesante combate que libraban las autoridades contra los contrabandistas de la montaña y recordaban a la viuda la muerte de su marido, ocurrida hacía diez años. César Marzelli había llevado demasiadas veces el cántaro a la fuente y había perdido la vida en enconada lucha con los oficiales de la aduana.

Largos rayos de luz pasaban entre las montañas e inundaban el lago; las cimas de los montes más bajos parecían llamear y su reflejo relampagueaba en el agua; allá lejos, entre las mesetas de niebla matinal, contra un cielo color zafiro, brillaban las últimas nieves.

Una cruz de hierro oxidado coronaba el pequeño santuario junto al cual se habían detenido ambas mujeres, y el techo era de viejas tejas tostadas, de suave tono castaño. La capilla estaba bajo la advocación de Stella Maris, y dentro, debajo del altar, se destacaban un montón de huesos blancos: cráneos, fémures y costillas de hombres y mujeres que habían muerto de la peste en tiempos remotos.

Morti delle peste, leyó Joanna en el altar; y Assunta, con el ánimo ensombrecido por los recuerdos del pasado, habló a su joven ama, moviendo la cabeza.

—A veces los envidio, señora. Sus penas han terminado. Esas cabezas que con tanta frecuencia lloraron y sufrieron jamás llorarán ni sufrirán.

Hablaba en italiano y Joanna la comprendía a medias. Pero se arrodilló al lado de Assunta y ambas dedicaron sus oraciones matinales a María, Estrella del Mar, pidiéndole que se cumpliese el deseo más vehemente de sus almas.

Luego se levantaron (Assunta más tranquila después de sus rezos) y continuaron su ascención. La mujer explicó, a su manera, cuán abominable había sido que su marido, honrado comerciante entre Italia y Suiza, hubiese muerto a manos de los tripulantes esclavos de los barcos gubernamentales que se divisaban allá abajo y Joanna, asintiendo con la cabeza, trataba de comprender. Hacía progresos en italiano; pero la rapidez con que hablaba la mujer y su dialecto no estaban aún a su alcance. Sabía, sin embargo, que el tema de Assunta era la muerte de su marido, el contrabandista, y con movimiento de cabeza le trasmitía su simpatía.

—¡Malditos sean! —exclamó la mujer; y un empinado tramo del camino la redujo a silencio.

El importantísimo acontecimiento del día que con tanta violencia haría retroceder a Joanna Doria hasta la tragedia del pasado no se había producido todavía y transcurrieron varias horas antes de que se viera precisada a afrontarlo. Las dos mujeres subieron hasta el pequeño llano verde y reluciente, cubierto de diminutas flores, que extendía su césped alpino entre los matorrales de moreras. Allí las esperaba su tarea; pero primero comieron los huevos duros y el pan de nueces e higos secos que habían llevado consigo, y compartieron una botellita de vino tinto. De postre, hicieron honor a un puñado de cerezas y luego Assunta se dedicó a arrancar hojas para llenar su cesto, mientras Joanna holgazaneaba un rato, fumando un cigarrillo. Era una nueva costumbre adquirida desde su boda.

Cuando terminó de fumar, puso manos a la obra y ayudó a su compañera a juntar una carga completa de hojas; y terminada esta tarea, cortó varios lirios anaranjados que crecían en la pequeña planicie. Finalmente las dos mujeres iniciaron el regreso. Después de descender aproximadamente dos kilómetros buscaron la sombra bienhechora del Griante y se sentaron a descansar. Veían a sus pies, mirando hacia el Norte, la casa de Albert situada al borde del agua y delante del caserío de Menaggio, diseminado en racimos. Joanna declaró que divisaba el techo rojo de «Villa Pianezzo» y la pátina del tejado de la barraca próxima a la casa, que contenía los gusanos de seda de su tío.

Enfrente, a cierta altura, se extendía el pueblecito de Bellagio, detrás del cual, bajo un sol sin nubes, resplandecía la faz del Lecco. Y de pronto, como una aparición pintada en el aire, vieron, de pie en el sendero, la figura de un hombre de gran estatura. Su cabeza descubierta mostraba rojizos cabellos y sus ojos hundidos tenían un brillo salvaje. Vieron el enorme bigote pelirrojo del desconocido, su traje de «tweed», sus anchos pantalones ceñidos debajo de la rodilla, su chaleco rojo y la gorra que llevaba en la mano.

Era Robert Redmayne. Assunta que, sin comprender, lo miraba asombrada sintió que Joanna le apretaba fuertemente el brazo. La joven lanzó un grito de terror y cayó, desvanecida, al suelo. La italiana se apresuró a ayudarla, tratando de darle ánimo, con sus exclamaciones y rogándole que no tuviese miedo; pero Joanna tardó un rato en recobrar el sentido. Cuando volvió en sí, su calma habitual la había abandonado.

—¿Lo ha visto? —preguntó sin aliento, asiéndose de Assunta y mirando temerosa el sitio de la aparición de su tío.

—Sí, sí… Un hombre grande y rojo; pero no tenía malas intenciones. Cuando usted gritó estaba más asustado que nosotras. Echó a correr hacia abajo, como un zorro, se introdujo en el bosque y desapareció. No era italiano; creo que debe de ser alemán o inglés. Quizá un contrabandista que se propone traer a Suiza té, café, cigarros y sal. Si les deja bastante a los aduaneros, ¡le harán un guiño! Si no, lo matarán a tiros…, ¡malditos!

—¡Recuerde lo que ha visto! —instó Joanna con voz trémula—. Recuerde exactamente el aspecto de ese hombre, para describírselo bien al señor, Assunta. ¡Era el hermano de mi tío Albert…, era Robert Redmayne!

Assunta Marzelli sabía algo de lo ocurrido y adivinaba que el hermano de su amo era perseguido por crímenes terribles.

—¡Dios misericordioso! El hombre malo. ¡Y tan rojo! ¡Corramos, señora! —exclamó santiguándose.

—¿Por qué lado se ha ido?

—Directamente hacia abajo; ha entrado en el bosque, allí…

—¿Me ha reconocido, Assunta? ¿Parecía reconocerme? No me he atrevido a mirarlo por segunda vez.

Sólo en parte comprendió la mujer lo que Joanna le preguntaba.

—No. Él tampoco. Fijó los ojos en un punto lejano sobre el lago; tenía aspecto de alma en pena. Y cuando usted gritó, él, sin mirar, echó a correr y desapareció. No estaba enojado.

—¿Por qué se encuentra aquí? ¿Cómo ha venido y de dónde?

—¡Vaya usted a saber! Tal vez el amo esté enterado.

—Temo que le ocurra algo al señor, Assunta. Será mejor que regresemos a casa en seguida.

—¿Cree usted que el amo peligra por causa de su hermano?

—No lo sé. Tal vez. Creo que sí.

Ayudó a la mujer a cargar el gran cesto y cuando lo tuvo al hombro iniciaron la marcha. Pero el ritmo que llevaban era demasiado lento para la impaciencia de Joanna.

—Me asalta un horrible presentimiento —dijo—. Algo me dice que deberíamos apresurarnos más. ¿Tendría miedo, Assunta, si la dejara sola y me adelantara?

La mujer logró comprender sus palabras y aseguró que no sentía temor alguno.

—No tengo nada que ver con el hombre rojo —dijo—. ¿Por qué habría de hacerme mal? Quizá no era hombre, sino fantasma, señora.

—¡Ojalá fuese así! —declaró Joanna—. Pero no era fantasma el que usted vio penetrar en el bosque, Assunta. Correré lo más ligeramente que pueda y tomaré los atajos.

Se separaron, y Joanna corrió, arriesgando a cada paso la vida, adelantándose con la energía de la juventud, e impulsada por el temor que sentía. Assunta vio que varias veces se detenía, volviéndose para escuchar; luego los peñascos y los arbustos colgantes la ocultaron a sus ojos.

Joanna no vio rastros del personaje que en forma tan inesperada volvía a aparecer en su existencia. La preocupaba Albert Redmayne, y pensaba que —como le dijo cuando lo vio— le correspondía a él reflexionar sobre el significado de aquella aparición y determinar las medidas que convenía tomar para su propia seguridad.

Cuando llegó a la casa, su tío había ido a Bellagio, y Ernesto, el sirviente, hermano de Assunta, le explicó que después del almuerzo el señor había cruzado el lago para visitar a su amigo Virgilio Poggi, el bibliófilo.

—Llegó un libro por correo y el señor no pudo menos que alquilar en seguida un bote para cruzar a la otra orilla —explicó Ernesto, que hablaba inglés y se enorgullecía de ello.

Joanna aguardó con impaciencia el regreso de Albert, y cuando llegó, la joven se hallaba esperándolo en el embarcadero. Sonrió al verla y la saludó quitándose su gran sombrero gacho.

—Virgilio se alegró mucho de que hubiera hallado el famoso libro, la verdadera edición italiana de Sir Thomas Browne, Pseudodoxia Epidémica —miró los ojos atemorizados de Joanna y sintió que le apretaba el brazo—. ¿Qué ocurre? Estás alarmada. ¿Has recibido malas noticias de Giuseppe?

—Ven a casa en seguida —contestó ella— y te explicaré lo que sucede. Ha ocurrido algo terrible. Ignoro lo que haremos. Pero lo que sé es que no te dejaré solo hasta que esto se dilucide.

Cuando estuvieron dentro de la casa, Albert se quitó la capa y el sombrero. Luego se sentó en su gabinete; era un cuarto poco común, cuyas altas paredes se hallaban cubiertas de libros que llegaban hasta el techo; el color del aposento era oscuro debido a que predominaba la sobria y rica tonalidad de las encuadernaciones de cinco mil volúmenes. Joanna le comunicó que había visto a Robert Redmayne; después de reflexionar un rato, su tío declaró que el hecho le extrañaba mucho y lo alarmaba. Sin embargo, no mostraba temor y sus grandes ojos luminosos brillaban en su pequeño rostro sin sombra alguna que los empañase. Pero comprendió rápidamente que el extraordinario episodio entrañaba peligro.

—¿Estás segura de lo que dices? —le preguntó—. Todo depende de esto. Es extraordinario y asombroso, Joanna, que hayas visto tan cerca de aquí a mi infortunado hermano. ¿Afirmas positivamente, sin que te quepa la menor duda, que la triste figura que divisaste no fue creada por tu imaginación? ¿Estás segura de que no era un extraño que se parecía a Robert?

—¡Ojalá fuera como tú dices, tío Albert! Pero estoy segurísima.

—El hecho mismo de que apareciera tal como lo recordabas de la última vez que lo viste, con el traje de tweed y el chaleco rojo, podría apoyar mi teoría de la alucinación —declaró su tío—. Porque, si bien se mira, ¿cómo es posible que el pobrecillo, si en verdad vive, siguiera usando aquellas ropas durante un año y viajara con ellas a través de media Europa?

—Es extraordinario. Sin embargo, allí estaba y lo vi tan claramente como te estoy viendo a ti. Y por cierto que en ese momento no pensaba en él. No pensaba en nada; hablábamos con Assunta de gusanos de seda, cuando apareció, de pronto, a menos de veinte metros de distancia.

—¿Qué hiciste?

—Me comporté como una tonta —confesó Joanna—. Assunta dice que grité muy fuerte y después caí desmayada. Cuando recobré el conocimiento, el aparecido no estaba.

—Lo importante es saber si Assunta también lo vio.

—Lo primero que descubrí fue que lo había visto. Esperé que no fuese así, porque el hecho de que ella no coincidiera conmigo hubiera aclarado, en cierto modo, la situación, al probar que el encuentro podía haber sido fruto exclusivo de mi imaginación, como tú sugieres. Pero ella lo vio muy bien; tan bien que lo describió; me dijo que era pelirrojo, y que no parecía italiano, sino inglés o alemán. Además, oyó el rumor de sus pasos; cuando grité, corrió a esconderse en el bosque.

—¿Te vio y te reconoció?

—Lo ignoro. Probablemente, sí.

Albert Redmayne encendió un cigarro que extrajo de una caja colocada sobre una mesita junto a la chimenea. Antes de hablar nuevamente, aspiró varias bocanadas profundas.

—Es algo muy extraño y desearía que no hubiese ocurrido —dijo—. Quizá no haya por qué alarmarse; pero si recordamos la desaparición de Benjamin, tengo motivos, creo, para inquietarme. Durante los últimos seis meses Robert ha logrado, como por milagro, eludir la justicia y ocultar su demencia. Esto significa, Joanna, que me encuentro frente a un peligro tremendo y que tengo que cuidarme. ¿Y quién nos dice que no corres peligro tú también?

—Es posible —dijo ella—. Pero tú eres más importante. Tenemos que hacer algo en seguida, tío…, hoy…, ahora mismo.

—Sí —reconoció él—. El cielo nos prueba duramente, hija mía; sin embargo, «ayúdate, y Dios te ayudará», dice el refrán. Nunca, a sabiendas, he estado en peligro y la sensación de inseguridad es muy desagradable. Beberemos té bien cargado y luego trazaremos algún plan. Te confieso que no me siento muy tranquilo.

Sus palabras no condecían con la expresión serena y contenida de su cara; pero como Albert nunca en su vida había mentido, Joanna comprendió que estaba verdaderamente alarmado.

—No conviene que te quedes aquí esta noche —instó ella—. Deberías ir a Bellagio, a casa de Virgilio Poggi, hasta que sepamos algo más.

—Veremos. Prepara el té y déjame media hora a solas. Deseo reflexionar.

—Pero…, pero, tío Albert…, él… ¡puede venir en cualquier momento!

—No lo creas. Ahora, pobre alma desventurada, no es más que una criatura de las tinieblas. No hay que temer que se introduzca en pleno día en las moradas de los hombres. Déjame solo y dile a Ernesto que no permita entrar a nadie que no conozca. Pero, te lo repito, no hay nada que temer hasta que oscurezca.

Media hora después, Joanna regresó con el té.

—Assunta acaba de llegar. No volvió a ver señas de…, de tío Robert.

Durante un rato Albert guardó silencio. Bebió el té y comió un almendrado. Luego participó sus planes a su sobrina.

—Creo que la Providencia está de nuestra parte, pequeña —le dijo—, porque mi extraordinario amigo, Peter Ganns, que pensaba visitarme en septiembre, ha llegado a Inglaterra; cuando conozca la desagradable continuación de la historia que le confié el invierno pasado, estoy seguro de que se apresurará a venir y no vacilará en modificar sus proyectos, aunque detesta hacerlo porque es persona metódica; los casos varían, empero, según las circunstancias; por eso me atrevo a asegurar que vendrá en cuanto pueda. Lo digo porque me tiene mucho afecto.

—No dudo de que vendrá —afirmó Joanna.

—Te ruego que escribas dos cartas —prosiguió Albert—. Una a Marc Brendon, el joven detective de Scotland Yard, de quien tengo excelente opinión; y otra a tu marido. Dile a Brendon que hable con Peter Ganns, e insiste en que venga con él en cuanto sus asuntos se lo permitan. A Giuseppe pídele que acuda junto a mí sin demora. Él nos protegerá, porque es valiente y resuelto.

Pero a Joanna no parecía alegrarla esta perspectiva.

—Me había preparado a pasar un mes de tranquilidad en tu compañía —dijo con un mohín de fastidio.

—Eso es lo que esperábamos, pero no es el caso de pensar en la tranquilidad y confieso que la presencia de Doria contribuiría bastante a serenarme los nervios. Es vigoroso, alegre y lleno de recursos. Además, es valiente. Sabe lo que ocurrió en el pasado, y conoce de vista al pobre Robert. Por consiguiente, si mi hermano anda por estos contornos, y tememos que se presente en cualquier momento, me alegraría de que hubiese aquí alguien capaz de defenderme. Si mi hermano llegara a comunicarme, por ti o por cualquier otra persona, que desea verme a solas por la noche, como en el caso de Benjamin, me negaría rotundamente a semejante aventura. La entrevista se realizará en presencia de hombres armados o no se realizará.

Joanna se había separado de Doria por algún tiempo y, al parecer, no tenía el menor deseo de volver a verlo hasta el término de la visita que hacía a su tío.

—He recibido noticias de Giuseppe —dijo—. No está en Ventimiglia; ha partido para Turín, donde antes trabajaba y donde tiene muchos amigos. Piensa poner en práctica un proyecto.

—Hablaré seriamente con él cuando volvamos a vernos —declaró el anciano—. Sabes que admiro mucho a tu simpático marido. Es encantador; pero ya es hora de considerar el porvenir de tus veinte mil libras y el tuyo, Joanna. Con el tiempo, todo lo mío te pertenecerá y mi renta actual, cuando se le agreguen los bienes del pobre Benjamin, llegará al doble. Pero tal vez la ley difiera el reconocer su defunción. Lo cierto es que, tarde o temprano, serás dueña de todo el dinero de los Redmayne; quiero tratar la cosa con Giuseppe y explicarle que debe comprender cuáles son sus responsabilidades.

Joanna suspiró.

—Nadie se las hará comprender, tío.

—No digas eso. Es inteligente y posee, estoy seguro, el sentido del honor, así como un profundo y ferviente cariño por ti. Pero no debe gastar tu dinero. No lo permitiré. Escríbele a Turín, ruégale que abandone cualquier proyecto que tenga entre manos y que venga inmediatamente. No tendrá que prolongar mucho su estancia; pero cuidará de nosotros hasta que conozcamos el día de la llegada de Ganns y de Brendon.

Joanna prometió, sin mucho entusiasmo, pedir socorro a su marido.

—Se burlará y es posible que se niegue a venir —observó—. No obstante, si tú lo crees prudente, le rogaré que venga en seguida, y le contaré lo ocurrido. ¿Qué haremos, mientras tanto, esta noche y mañana por la noche?

—Esta noche cruzaré el lago hasta Bellagio y tú vendrás conmigo. Robert no sabrá que estamos allí. Virgilio Poggi cuidará de nosotros y desplegará su celo para protegerme si le insinúo que corro peligro.

—Estoy segura de que lo hará. ¿No te parece que convendría comunicar a la policía lo ocurrido y darle la descripción de Robert?

—En cuanto a eso no estoy decidido. Veremos mañana. No me agradan mucho los métodos de la policía italiana.

—Podrías tener aquí, esta noche, guardias listos para prenderlo, si apareciese —insistió Joanna.

Albert, sin embargo, mantuvo su decisión de no dar parte a la policía.

—Por el momento no haré nada. Veremos qué nos trae el nuevo día. Es muy penoso sentir, de pronto, tan próxima esa presencia terrible; no deseo pensar más en esto hasta mañana. Escribe las cartas y después de empaquetar unas cuantas cosas atravesaremos el lago antes de que anochezca.

—¿No temes por tus libros, tío Albert?

—No, no tengo ningún temor. Si hay por aquí un criminal que tiene la obsesión de quitarme la vida, no mirará a derecha ni a izquierda. Cuando estaba en su sano juicio, el pobre Robert ignoraba todo lo concerniente a los libros y al valor que pueden tener. No los buscará…, y tampoco los encontraría aunque quisiera.

—¿Vino a visitarte alguna vez? ¿Conoce Italia? —preguntó ella.

—Por lo que me consta, nunca vino; y, claro está, jamás me visitó. En realidad, hace muchísimos años que no lo veo, y creo que aunque me hubiera topado con él, no habría reconocido al infeliz.

Joanna escribió las cartas y las envió; luego metió en una maleta lo necesario para ella y su tío. Después de ordenar a Ernesto y Assunta que no permitiesen la entrada a ningún desconocido hasta que él volviese al día siguiente, Albert Redmayne se dispuso a cruzar el lago. Pero antes cerró con llave la biblioteca y le puso tranca, y trasladó media docena de libros de gran valor a una caja de caudales que tenía arriba, en su dormitorio.

Un barquero los condujo rápidamente hasta el desembarcadero de Bellagio y en contados minutos llegaron a la casa del amigo de Albert, cuya sorpresa al recibirlo fue tan grande como su deleite.

Virgilio Poggi, bajo, grueso y calvo, de frente ancha y ojos chispeantes, estrechó las manos de ambos y escuchó con asombro la razón de su intempestiva llegada.

Sabía inglés y le encantaba practicarlo cuando se le presentaba la ocasión.

—¡Es increíble! —exclamó—. ¡Un enemigo de Albert! ¿Quién puede ser enemigo tuyo… si eres amigo de todos? ¿Qué novela es ésta, señora; en qué consiste el peligro que corre su querido tío?

—Se trata de la amenazadora proximidad de mi hermano y del terror que nos infunde —explicó Redmayne—. Conoces, Virgilio, los hechos terribles relacionados con la aparición de Robert y con la desaparición de Benjamin. Ahora, repentinamente, cuando me había convencido de que las actividades espeluznantes de mi hermano menor habían cesado, y que su muerte era segura, ¡reaparece corriendo por la montaña, ataviado de igual forma que antes! Y está vivo, sin duda alguna. No es un fantasma, querido amigo; es un hombre de carne y hueso que proyecta su sombra y puede abrigar intenciones contra mi vida, porque es un demente.

—Es una novela —repitió Virgilio—; pero una novela muy lúgubre y dolorosa. Creo que en mi casa estarás bastante seguro porque daría gustosamente mi vida para salvar la tuya.

—Lo sé, querido amigo —declaró el otro—. Pero no abusaremos demasiado de tu valor y generosidad. Hemos escrito a Inglaterra llamando a Peter Ganns, quien, gracias a Dios, se encuentra allí en este momento y pensaba visitarme dentro de unos meses. También hemos escrito a Giuseppe Doria pidiéndole que venga en seguida a acompañarnos. Cuando llegue, volveré a dormir sin temor en mi casa; pero antes, no.

Poggi se apresuró a encargar una comida digna de la ocasión; en tanto que su mujer, que era también ferviente admiradora de Albert Redmayne, preparaba los dormitorios. Virgilio estaba encantado de que se hubiera presentado la oportunidad de ser útil a su más caro amigo. Planearon sabrosos y abundantes platos y Joanna ayudó a la dueña de casa a prepararlos.

El anfitrión brindó por la felicidad temporal y eterna del grato huésped y Albert devolvió el cumplido. Después de comer se sentaron fuera, en el jardín de rosas de Virglio, a disfrutar del atardecer de junio. En la brisa vespertina flotaba la fragancia de las adelfas y los mirtos; las luciérnagas encendían su fosforescencia contra el fondo de los olivos pardos y de los cipreses oscuros, y los truenos estivales gruñían suavemente sobre las cimas montañosas de Campione y Croce.

Joanna se retiró temprano y con ella María Poggi. Virgilio y Albert conversaron hasta muy entrada la noche y fumaron varios cigarrillos antes de ir a dormir.

A la mañana siguiente, a las nueve, Albert Redmayne y Joanna regresaron en bote a su casa y se enteraron de que ningún intruso había perturbado la tranquilidad nocturna de «Villa Pianezzo». Tampoco se produjo ninguna novedad en el transcurso del día, y antes del anochecer volvieron a refugiarse en Bellagio. Durante tres días hicieron lo mismo. Al cuarto, llegó un telegrama de Turín anunciando que Doria regresaba inmediatamente a Como por la línea ferroviaria que pasaba por Milán. El mismo día de su llegada a Menaggio, su mujer recibió una carta de Marc Brendon. Se había puesto en contacto con Ganns y avisaba que ambos emprenderían viaje a Italia a los pocos días.

—Es imposible hospedar aquí a los dos —declaró Albert—; les reservaremos buenas habitaciones en el Hotel Victoria. El hotel está casi lleno; pero su dueño, mi excelente amigo Bullo, encontrará un rincón par ellos, al saber que son personas de mi relación.