Un trozo de tarta de boda
Cumpliendo un deber de conciencia, Albert Redmayne se dirigió a Inglaterra y, al final de su largo viaje, Joanna fue a recibirlo a Dartmouth.
Era hombre pequeño, macilento y calvo, de cabeza desproporcionada y ojos grandes y luminosos. El escaso cabello que circundaba a su calvicie y su barba larga y fina tenían el color rojo de los Redmayne; pero veteado de plata. El tono de su voz era suave y bondadoso y acompañaba sus palabras con pequeños ademanes meridionales. Usaba una gran capa italiana y un enorme sombrero gacho, prendas debajo de las cuales casi desaparecía el bibliómano.
—¡Ah, si Peter Ganns estuviera aquí! —suspiraba una y otra vez, arrimándose lo más cerca posible al gran fuego de la chimenea, mientras Joanna le contaba los detalles de la tragedia.
—Llevaron los perros a la caverna, tío Albert; Marc Brendon en persona presenció la prueba; pero no sacaron nada en limpio. Los sabuesos se abalanzaron dentro de la larga galería que sube desde la caverna y llegaron a la meseta donde desemboca; pero allí se desorientaron y perdieron la pista; no fueron hacia la cima del acantilado, ni hacia el terreno pedregoso que hay debajo. Corrían de un lado a otro ladrando y al rato volvieron a bajar por la galería hasta la caverna. Brendon no cree que los perros sirvan para un caso como éste.
—¿Nada más se sabe de… de… Robert?
—No hay el menor rastro de él. Estoy segura de que en este caso se ha hecho el máximo que permite el ingenio humano; muchas personas inteligentes de la localidad, inclusive el Comisionado del Condado y las altas autoridades, han ayudado a Brendon; pero no han hallado ningún indicio del paradero de mi pobre tío Robert, ni detalle alguno que revele lo ocurrido desde aquella noche terrible.
—Tampoco, si vamos a ver, han hallado a Benjamin —murmuró Albert Redmayne—. Se ha repetido el caso de tu pobre marido… Sangre, ¡ay!, y nada más.
Joanna estaba ojerosa y agotada. Sin embargo, se ocupó de instalar al anciano, expresándole su deseo de que el viaje no le hubiese sentado mal.
Albert Redmayne durmió bien; pero a la mañana siguiente se sintió muy decaído y melancólico. Lo que a distancia parecía espantoso resultaba mucho peor en el lugar del suceso. Mantuvo una larga conversación con Marc Brendon e interrogó minuciosamente a Doria; pero las informaciones de ambos no le proporcionaron elementos para construir la menor hipótesis y a las veinticuatro horas de su arribo se hizo evidente que el hombrecillo no sería de ninguna utilidad. Estaba temeroso, aterrado. Odiaba «El nido del cuervo» y el melancólico murmullo del mar. Expresaba sin cesar su vehemente deseo de volver a su casa en la primera ocasión y era visible la gran nerviosidad que lo acometía cuando llegaba la noche.
—¡Ah, si Peter Ganns estuviera aquí! —exclamaba cada vez que Joanna o Brendon le referían algún incidente relacionado con el crimen; y cuando ella le preguntó si no sería posible llamar a Peter Ganns, Redmayne explicó que era norteamericano y que en aquel momento se hallaba fuera de su alcance.
—Ganns —les dijo— es el mejor amigo que tengo en el mundo, con excepción de otra única persona. Ésta (mi íntimo y más querido amigo) vive en Bellagio, sobre el lago de Como, en la orilla opuesta a la de mi casa. Se trata de Virgilio Poggi, bibliófilo eminente en Europa, y el más brillante de los hombres; es genial y desde hace veinticinco años ha estado relacionado conmigo. Peter Ganns tiene también una personalidad muy sorprendente (es detective profesional); su comprensión de la humanidad es tan múltiple y sincera que tratarlo es adquirir inapreciable ciencia.
»No poseo el íntimo conocimiento del carácter que es, en él, don natural. Sé más de libros que de hombres, y fue mi afición por la bibliografía la que me relacionó en Nueva York con Ganns. Allí le fui muy útil en un caso policíaco, ayudándolo a probar un crimen cuyo descubrimiento giraba en torno a cierto papel fabricado para los Médici. Pero algo más grande que este mero triunfo profesional surgió de ello: fue mi amistad con el extraordinario Peter Ganns. De todo lo que he leído sólo media docena de obras me han enseñado más que ese hombre. Es un Maquiavelo del lado de los ángeles.»
Se explayó sobre Peter Ganns, hasta que sus oyentes se cansaron del tema. Entonces Giuseppe Doria lo interrumpió, planteándole un problema personal. Deseaba marcharse y ansiaba preguntar a Brendon si la ley le permitiría alejarse de los alrededores.
—A mi entender —les dijo—, soplan malos vientos por aquí, que nada bueno presagian para nadie. Deseo marcharme a Londres, si no hay inconveniente.
Pero tuvo que prolongar durante varios días su permanencia en «El nido del cuervo», porque la investigación oficial del extraño misterio no había sido aún completada. Tal investigación no logró éxito alguno, no proyectó sobre el problema el menor rayo de luz, tanto en lo referente al supuesto asesinato de Benjamin cuanto en lo concerniente a la desaparición de su hermano. El misterio de la cantera de Foggintor fue recordado y volvió a inquietar a los curiosos y a las mentalidades morbosas; pero no se llegó a descubrir ninguna clase de móvil que permitiese relacionar ambos crímenes. El problema de Robert Redmayne se tornaba cada día más insoluble. Ambas tragedias carecían de móvil y hasta la realidad de los hechos era dudosa, puesto que en ninguno de los dos casos había sido hallado el cadáver y no existía prueba material de que fuera cierta la acusación de asesinato contra el hombre desaparecido.
En vista de que en nada podía ayudar a la policía, Albert Redmayne permaneció en Devonshire el tiempo estricto que le imponía su deber. La noche anterior a su partida examinó la exigua biblioteca de su hermano y no halló en ella nada de interés para un coleccionista. Guardó, por razones sentimentales, el viejo y ajado volumen de Moby Dick y el diario íntimo de Benjamin. Se proponía leerlo con tranquilidad cuando estuviera de vuelta en su casa. Hasta el último momento siguió lamentando la ausencia de Peter Ganns.
—Mi amigo vendrá a Europa el año entrante —explicó—. Es, sin duda alguna, el hombre más preparado en la antipática ciencia de descubrir crímenes y, si estuviera aquí, sabría extraer de estos horrores el significado que buscamos a tientas y en vano. No creas —añadió dirigiéndose a Joanna— que tengo en menos los afanes de Brendon y la policía; pero a nada han llegado, porque hay en este asunto fuerzas extrañas y malignas que se agitan a una profundidad que ellos, con su inteligencia, no pueden sondear.
Se marchó, convencido de que su familia era víctima de algún maleficio, oculto para todos; pero prometió a Joanna que escribiría pronto a Estados Unidos y explicaría a su amigo los detalles conocidos del caso.
—Nos presentará un nuevo modo de enfocar el asunto que quizá pese mucho en la solución de este problema —aseguró Albert—. Verá cosas que escapan a nuestra vista, porque su cerebro tiene una cualidad mental sólo comparable a la de los rayos X; ve a través de los objetos como no es capaz de hacerlo una mentalidad corriente.
Antes de regresar a su casita, situada al pie de las montañas y a orillas del Lago de Como, el viejo estudioso se despidió afectuosamente de Joanna y le hizo prometer que iría a reunirse con él en cuanto le fuera posible.
No había advertido los lazos emocionales que la relacionaban con Doria; pero éste le había parecido simpático y había aprobado el buen sentido y el tacto que el italiano demostraba en circunstancias tan penosas. Antes de marcharse le regaló dinero y le prometió una recomendación, si la necesitaba. En cuanto a Joanna, le aseguró que podía disponer cuando quisiera del legado del abuelo y le ofreció su casa para que, en adelante, viviera en ella.
Finalmente partió y la investigación del caso Redmayne, iniciada con decisión y entusiasmo, decayó gradualmente y murió de inanición. Ningún indicio aislado, ninguna señal de que el caso progresaba, premió las investigaciones. Robert Redmayne había desaparecido de la faz de la tierra y su hermano junto con él. De la familia sólo quedaban Albert y su sobrina, como le comunicó Joanna, no sin melancolía, a Marc Brendon cuando llegó el día en que éste tuvo que despedirse de ella para dedicarse a otras tareas de más halagüeñas perspectivas.
La instó a que se reuniera cuanto antes con su tío y le aseguró que tendría el mayor gusto en servirla en lo que pudiera; ella, a su vez, fue muy afable y le agradeció lo que había hecho en su ayuda.
—Nunca olvidaré su paciencia y su enorme bondad —dijo—. Le estoy sumamente agradecida, Mr. Brendon, y espero, aunque sólo sea por usted, que el tiempo descubra la verdad oculta de estos horribles sucesos. Es una verdadera pesadilla que hombres buenos, que nunca inspiraron odio ni rencor a nadie, hayan sido asesinados. Pero Dios hará que la verdad se ponga al descubierto… Estoy convencida de ello.
Marc se marchó, más profundamente enamorado que nunca; aunque ella, en su despedida, no le había dado la menor esperanza. Tenía, sin embargo, la profunda convicción de que se volverían a ver. Joanna le prometió que le daría noticias de su paradero; no estaba segura de si aceptaría o no la invitación que le había hecho Albert Redmayne para que fuera a vivir con él. De este modo, Marc se separó de ella pensando que su porvenir estaba fatalmente ligado al de Doria y seguro de que si Joanna decidía ir a Como, el alegre e indomable italiano la seguiría sin pérdida de tiempo.
Sin embargo, parecía que por el momento a Giuseppe sólo le preocupaba su situación personal. Llevó a Brendon en la lancha. Era la última vez que el detective hacía el trayecto desde «El nido del cuervo» a Darmouth. Doria le comunicó que había encontrado un buen empleo en Londres.
—Espero que volveremos a vernos —le dijo—; ¡quizá dentro de poco tenga usted noticia de una maravillosa aventura en la que Doria será el allegro…, el hombre feliz y el héroe!
Siguieron hablando, y Marc no disimuló su impaciencia al comprender que una mente más ágil e ingeniosa que la suya estaba burlándose de él. No obstante, Doria no perdió su buen humor; pero considerando las circunstancias que lo rodeaban, su gusto latino por cierta clase de bromas resultaba cínico y casi inhumano.
Comentaron el misterioso crimen, y el italiano se declaró incapaz, también él, de encontrarle explicación; pero esto no le impidió aludir, con mal disimulada sorna, al fracaso de Brendon. A decir verdad, las cosas que insinuó, Marc las oiría seis meses más tarde en boca de alguien más responsable que Doria.
—Lo que más me desconcertaba en este horrible asunto era usted, Brendon —afirmó Giuseppe—. A pesar de su reconocida fama como detective, no ha demostrado ser más avezado que nosotros, los incapaces, ante el misterio que nos rodea. Durante algún tiempo esto me preocupó; pero ahora no me extraña.
—He fracasado y lo reconozco. He pasado por alto algo vital…, la piedra clave del arco. Pero ¿por qué dice que ya no le extraña mi actuación? ¿Porque ahora me reconoce y descubre que soy un sabueso muy torpe?
—No, no, mi amigo, lejos de ello. Es usted un sabueso muy astuto e inteligente. Pero… como decimos en Italia: «gato con guantes no caza ratones». Y usted ha usado guantes desde que supo que Madona había quedado viuda.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Sabe usted perfectamente lo que quiero decir.
Y ahí terminó la conversación, porque Brendon frunció el ceño y guardó silencio, mientras Giuseppe disminuía el ritmo del motor para acercarse al desembarcadero.
—Algo me dice que volveré a verlo, Marc —dijo Doria, cuando estrechó la mano del policía, preparándose a partir; y Brendon, que compartía fuertemente esta impresión, asintió con la cabeza.
—Es probable que sí —contestó.
No obstante, durante varios meses el detective no recibió noticias de ninguna de las personas que habían participado en el impenetrable misterio. Dedicado a sus tareas, logró rehabilitar, en cierto modo, su mancillada reputación, mediante un brillante éxito obtenido con su tradicional maestría. Pero tal éxito no le devolvió su propia estimación y en nada contribuyó a disminuir el fuego que ardía en su pecho.
Cierto día recibió una carta de Joanna en la que le decía que esperaba verlo en Londres antes de marcharse a Italia; y al enterarse de que ella había decidido vivir con su tío, Marc se tranquilizó un poco; pero no tuvo más noticias, y su contestación a la misiva que Mrs. Penrod le había enviado desde «El nido del cuervo» no obtuvo respuesta. Pasaron varias semanas sin que Brendon supiera si Joanna estaba aún en Devonshire o en Londres, o si había partido para Italia, porque ella no volvió a escribirle.
A principios de la primavera, Marc envió una larga carta dirigida a Albert Redmayne para que éste se la entregara a su sobrina; pero tampoco obtuvo respuesta; y, finalmente, llegó la explicación.
Ella había estado en Londres; pero no se lo había hecho saber, por excelentes motivos. No había pensado en él, ni lo había necesitado, porque otro ser colmaba su vida.
Un día, a fines de marzo, Brendon recibió por correo una cajita de forma triangular, procedente del extranjero, y al abrirla se sintió paralizado al ver que contenía un trozo de torta de boda. El obsequio iba acompañado de una línea…, una sola: «Afectuosos y agradecidos recuerdos de Giuseppe y Joanna Doria.»
No enviaban dirección que le permitiese agradecer el obsequio; pero el papel del paquete tenía pegado un sello, y Brendon comprobó que la caja había sido despachada en Italia…, en Ventimiglia, ciudad que Doria había mencionado al hablar del castillo en ruinas y de los perdidos esplendores de su familia.
No obstante, pese a tan repentino, aunque poco sorprendente acontecimiento, persistía en Marc la convicción de que no significaba el fin. Estaba seguro de que, con el tiempo, volvería a estrecharse su compañerismo con Joanna; sabía que esta eventualidad era factor integrante del futuro; pero tal impresión no aliviaba su tristeza ante el hecho consumado. Una subconsciente certeza lo impulsaba a creer que alguna vez se le presentaría la ocasión de prestar una importante ayuda a Joanna; pero tenía que despedirse para siempre del amor. En adelante, toda esperanza había muerto para él e ignoraba qué carácter tendría su deber cuando el deber lo llamase. Atormentándose en vano, revivió mentalmente, durante una larga noche de insomnio, cada minuto de su trato con la mujer de Doria.
Pero otros recuerdos, suscitados por ese examen, lo obligaron a reflexionar y le hicieron entrever misterios hasta entonces insospechados. ¿Era posible que una mujer tan tierna y delicada, que nueve meses atrás lloraba amargamente a su marido, hubiera podido unirse a otro hombre con tan despreocupada alegría del corazón? ¿Era lógico que la angustiada Joanna Penrod que recordaba se hubiera convertido, de pronto, en la mujer contenta y feliz de un hombre que apenas conocía?
Era posible, evidentemente, puesto que había ocurrido; y, sin duda, debían de existir razones para tan intempestiva boda, razones que, de conocerlas, tendrían quizá la virtud de disculpar a la viuda, cuya aparente veleidad no condecía con su verdadera naturaleza, leal y constante.
Casi tanto como su propio sueño desvanecido y su irreparable pérdida lo entristecía que el amor egoísta fuera capaz de realizar el milagro de desterrar por completo de la vida de una mujer el pasado conyugal, en favor de un futuro dudoso en compañía de un extraño.
Había cosas ocultas y experimentaba un vehemente deseo de descubrirlas en bien de la mujer que tanto amaba.