Muerte en la caverna
Cuando se quedó solo, Brendon consideró el futuro con cierta melancolía; pensó en que la suerte lo había despojado de su principal esperanza. La suerte, que con tanta frecuencia le había servido fielmente, ahora, en lo más importante de su vida, se volvía contra él. No se le ocurría compararse con su afortunado rival; pero era evidente que la casualidad había proporcionado a Doria magníficas oportunidades que él en ningún momento había tenido. Se dijo, no obstante, que un hombre más hábil hubiera sabido crear las necesarias oportunidades. ¿Qué valor tenía su cariño si no lograba vencer las desventajas de la suerte?
Comprendía que estaba descartado; se sentía incapaz de imponerse y cortejar a Joanna con el pretexto de que la haría más feliz que su rival. No ignoraba que Giuseppe, alegre y lleno de vitalidad, tenía más probabilidades que él de hacerla dichosa, porque estaba en condiciones de dedicarle todo su tiempo; en cambio, para él, Brendon, la boda y el hogar no serían más que parte de su vida futura. Tenía su carrera y bien sabía que, pese a la probable situación independiente de Joanna, jamás abandonaría la profesión que le había dado celebridad. Pero, en un punto, persistían sus dudas y su temor por ella; temor de que un hombre tan atrayente como Doria siguiera la inclinación de su raza y se cansara pronto de los lazos matrimoniales.
Luego se dedicó a considerar otro aspecto de la situación, y analizó las palabras que Joanna había pronunciado un rato antes. Este análisis lo condujo a una sola conclusión: tuvo la seguridad de que, transcurrido el tiempo exigido por el decoro, ella entregaría su amor a Doria. Esto equivalía a aceptar que, inconscientemente o no, lo amaba. Tal deducción sorprendía a Marc, porque aunque reconocía los atractivos de Doria, le costaba creer que se hubiera debilitado tan pronto en la memoria de Joanna la imagen de su marido. Recordaba el dolor que demostraba en Princetown y sus afirmaciones de amor conyugal; veía que estaba vestida de riguroso luto. Era, por cierto, joven; pero su carácter nunca le había parecido juvenil ni despreocupado.
En oposición a ese argumento, era cierto que la había conocido después de la pérdida de su marido, en una hora de duelo. Recordó su canto en el páramo, la tarde que se había cruzado con él por primera vez, a la luz del poniente. Probablemente había sido risueña y jovial antes de la muerte de su marido. Pero con toda seguridad no era frívola. El conocimiento que Brendon tenía del carácter se lo decía. El rostro de la joven reflejaba fuerza y también dulzura. En sus raras conversaciones con ella había comprobado que los temas serios le interesaban; pero esto se debía, quizá, a que Joanna respondía, como un instrumento delicado, al ambiente que la rodeaba; y él, junto a ella, sólo había demostrado seriedad. En cambio, en compañía del italiano, ella había tenido, seguramente, oportunidades de sonreír y de olvidar. Los asuntos personales de Doria, tema que a éste le encantaba, la habían distraído, sin duda, disipando sus pensamientos tristes; sea como fuere, no era posible que, a su edad, no tuviera otra perspectiva que suspirar toda la vida.
Sus reflexiones se vieron interrumpidas por el regreso de la gasolinera. Hacía una hora que había partido. Marc oyó que navegaba velozmente, rumbo al embarcadero. En la creencia de que Benjamin Redmayne y su hermano llegarían en la embarcación, se dispuso a marcharse a su cuarto y a permanecer allí hasta el día siguiente. Había prometido no mostrarse si Robert Redmayne no deseaba verlo ni discutir el futuro con él.
Pero, una vez más, Doria volvió solo a «El nido del cuervo» y las noticias que traía modificaron los propósitos del detective. El italiano estaba muy inquieto y temía que a su amo le hubiese ocurrido algo grave.
—Cuando transcurrió la hora fijada, acerqué la lancha —dijo—, y la marea la llevó a escasos metros de la entrada de la caverna. La luz estaba encendida; pero no alcancé a divisar a ninguno de los dos. Llamé dos veces, pero nadie contestó. Reinaba una quietud de muerte y aproximé un poco más la lancha para cerciorarme de que no había nadie allí. La caverna estaba vacía. Me alarmé mucho y volví en busca de usted.
—¿No desembarcó?
—No bajé a tierra; pero estuve a menos de cinco metros de la caverna porque la marea seguía subiendo. La luz brillaba en un sitio desierto. Le ruego que me acompañe, porque presiento alguna desgracia.
Muy preocupado, Brendon buscó su revólver y una linterna eléctrica y sin perder tiempo descendió a la playa, en compañía de Doria. Pronto se hallaron navegando rumbo a la caverna. Durante varios minutos la lancha desarrolló el máximo de su velocidad; luego cambió de rumbo y se acercó a la costa, debajo de los acantilados. Al nivel del mar, entre la densa oscuridad de los precipicios, Marc divisó un solitario haz de luz, semejante a la fosforescencia de una luciérnaga; Doria, acortando la marcha, se dirigía hacia ese punto. Segundos después paró el motor y la proa de la lancha encalló en la playita situada frente a la entrada del escondite de Robert Redmayne. La luz de la lámpara era abundante; pero, aunque mostraba la soledad de la caverna, no la iluminaba suficientemente como para distinguir la altura del techo ni revelar la existencia de una segunda abertura situada en el fondo, por donde subía una galería con escalones rudamente tallados en la piedra.
—Es un lugar que el señor me mostró hace mucho tiempo —explicó Doria—. Antiguamente era usado por contrabandistas y los escalones que tallaron existen aún.
Los dos hombres desembarcaron y Giuseppe amarró la lancha. En cuanto entraron, se vieron frente a la evidencia de una tragedia. El suelo de la caverna estaba cubierto de finos guijarros con mezcla de arena. Innumerables grietas hendían las paredes rocosas, cuyo estrato presentaba múltiples salientes y rugosidades. La lámpara se hallaba colocada sobre un retallo y proyectaba sobre el suelo una zona de luz. Allí estaban amontonados los restos de los alimentos llevados a Redmayne la víspera; se advertía que había bebido y comido de buena gana. Pero el detalle que más llamaba la atención era lo pisoteada que estaba la superficie del suelo. Pesadas botas habían dejado allí marcas profundas. En un punto se veía una depresión que parecía causada por la caída de un cuerpo de gran tamaño y Brendon descubrió sangre: una gran mancha oscura, casi seca, porque su sustancia era absorbida por el suelo arenoso.
Se asemejaba más a un borrón que a un charco y, a la luz de su linterna, Marc divisó un rastro de gotas que se extendía irregularmente hacia el fondo de la caverna. Partiendo de la depresión dejada por la caída del cuerpo, había un rastro en forma de surco trazado en la misma dirección y Marc dedujo que uno de los hombres había tumbado al otro y que luego lo había arrastrado hacia la chimenea o galería que se abría en la extremidad de la caverna. Manchas de sangre y el rastro de un pesado cuerpo llegaban hasta los escalones de piedra y allí desaparecían.
El detective se detuvo al pie de la abertura y preguntó a Doria qué altura tenía la escalera y dónde conducía; pero durante un rato su compañero, aturdido por la impresión, no pudo contestarle. Giuseppe no disimulaba el miedo que lo embargaba, unido a la sincera emoción que le inspiraba la tragedia implícita en los vestigios que acababan de hallar.
—¡Esto significa muerte… muerte! —repetía sin cesar, y entre frase y frase, con la boca abierta, miraba a su alrededor con ojos espantados, tratando de penetrar las sombras circundantes.
—Serénese y trate de ayudarme —dijo Brendon—. Cada minuto que pasa es precioso. Parecería que han subido a alguien a rastras por aquí. ¿Es posible?
—Creo que un hombre muy fuerte podría hacerlo. Pero él no; estaba muy débil…
—¿Dónde lleva esto?
—Hay muchos escalones bajos, luego una larga subida en pendiente; después hay que agachar la cabeza y escurrirse por un agujero. Se llega entonces a una meseta en mitad del acantilado. Es un borde ancho, y de él parte un único sendero, empinado y áspero, que asciende en zigzag, como nuestros caminos de Italia, hasta llegar a la cima. Pero es un sendero difícil y escabroso…, no es posible recorrerlo de noche.
—Tenemos que recorrerlo de cualquier modo y haremos que sea posible. ¿La lancha está bien amarrada?
—Si me ayuda, la entraremos en la caverna. Así podremos explorar tranquilamente, sin temor de que le ocurra algo.
Lamentando la pérdida de tiempo, Marc prestó ayuda, y pronto la lancha estuvo fuera del alcance de la marea alta. En seguida, yendo delante Brendon, que iluminaba los escalones con su linterna, ambos iniciaron la ascensión. Salvo varias gotas de sangre, diseminadas aquí y allí, la escalera de piedra no reveló nuevos indicios; pero cuando llegaron al último escalón, al punto donde el pasaje subterráneo doblaba hacia la izquierda, siempre entre la roca sólida, advirtieron en la pendiente, resbaladiza debido a las filtraciones del techo, una mancha en línea recta trazada sobre la superficie barrosa. Después de casi cincuenta metros de recorrido la galería se estrechaba y el techo era más bajo; pero seguía visible el rastro liso de un pesado cuerpo que había sido arrastrado hacia arriba. Con excepción de una que otra palabra, los dos hombres avanzaban en silencio; pero de cuando en cuando Brendon oía que el italiano hablaba solo.
—¡Mi amo, mi amo…, la muerte! —repetía.
En los últimos diez metros de galería, Marc se vio obligado a arrodillarse y gatear. Luego salió y se halló al aire libre sobre un borde de piedra situado a gran altura entre la tierra y el mar. Todo era oscuridad y silencio en torno. Hizo un ademán a Doria, y ambos escucharon atentamente durante varios minutos; pero sólo llegaba a sus oídos el sordo murmullo del agua que, a considerable distancia, se agitaba allá abajo. Ningún otro rumor rompía el silencio que los rodeaba.
Estaban de pie sobre una meseta cubierta de fino césped, reseco a causa del invierno y con evidencias de que allí se posaban las aves marinas. Ayudado por la luz de la linterna que recorría la superficie del borde de piedra, Giuseppe recogió varias plumas grises.
—Para las pipas del señor —explicó—. Usa plumas de ave para limpiarlas.
Encima de sus cabezas la línea del acantilado se extendía, negra como tinta, contra el cielo; por contraste, las nubes de medianoche parecían claras. Brendon descubrió indicios de que el peso muerto arrastrado desde abajo, había sido depositado un rato en aquel mismo punto; además, ciertos rastros en la hierba indicaban que el hombre vivo había descansado allí después del enorme esfuerzo. Se veían coágulos de sangre en el césped, cerca de dichas huellas; pero, ninguna otra señal visible en la oscuridad reinante. Recordando la muerte de Michael Penrod, Brendon reconstruía, en teoría, los sucesos que ahora le tocaba investigar. Era más que probable que Robert Redmayne hubiera matado a su hermano mayor; y, al parecer, había procedido en la misma forma que la otra vez, trasladando a su víctima dentro de un saco. Marc admitía esta suposición, porque el rastro que había en el suelo de la caverna y a lo largo del camino que acababa de recorrer, era, evidentemente, el de un bulto redondeado y de mucho peso que no cambiaba de forma al ser arrastrado.
Permaneció varios minutos pensativo.
—¿Por dónde se sale de aquí? —preguntó luego, y Doria, avanzando cautelosamente hacia el lado este del borde, le indicó un sendero ascendente, estrecho y rocoso. Era escarpado y abrupto y se advertía claramente que era poco transitado, porque estaba cubierto de zarzas y de vegetación marchita. Empezaron a subir; Brendon ordenó a su compañero que no tocara nada, para poder realizar luego, si era necesario, una minuciosa investigación a la luz del día. El sendero torcía bruscamente de izquierda a derecha, ascendiendo siempre y, como no era demasiado empinado, permitía avanzar sin interrupción. Llevaba, finalmente, a la cima del acantilado, donde en el límite de una árida zona de cincuenta metros, se levantaba una tapia de poca altura que separaba de los precipicios las tierras aradas. Pero no vieron a ningún ser humano; y sobre el tupido césped de la cima los pasos no dejaban la menor huella.
—¿Qué opina usted? —preguntó Doria—. Su cerebro es más rápido y experto en dilucidar estas vilezas. ¿Será posible que mi amo y amigo esté muerto? ¿Muerto el viejo lobo de mar?
—Sí —repuso Brendon tristemente—. No me cabe la menor duda. También es cierto que ha ocurrido algo que debí haber evitado. Y se ha perdido una vida que pudo ser salvada. Desde el comienzo de este asunto he sido excesivamente confiado; he prestado crédito a todo lo que me decían.
—No se eche la culpa —contestó el otro—. ¿Qué razón había para que dudase de lo que le decían?
—Había una, y es que mi misión consiste en dudar y en no confiar en nadie. No culpo a otros, ni insinúo que hayan querido engañarme; pero acepté, como todos, lo que parecía obvio y razonable, en lugar de analizar las cosas personalmente. Tal vez no lo vea usted así, Doria; pero otras personas se apresurarán a interpretar las cosas de este modo.
—Hizo lo que pudo, como lo hicimos todos. ¿Quién iba a adivinar que venía a matar a su hermano?
—Un loco es capaz de todo. Mi culpa consiste en haber supuesto que había recobrado la razón.
—¿Hay algo más natural? ¿Qué motivo tenía usted para suponer lo contrario? Unicamente loco pudo asesinar al marido de Madona, y únicamente muy cuerdo pudo después escapar de los esbirros. Por eso usted dedujo que primero había estado loco y luego cuerdo; y que ahora vuelve a estar mal de la cabeza.
Brendon deseaba llegar a Dartmouth cuanto antes a fin de iniciar las investigaciones al amanecer. Doria reflexionó sobre si llegarían más rápidamente por tierra o por agua, y sacó en limpio que el trayecto era más corto yendo en la lancha que por la carretera.
—Tenemos que volver por la galería —dijo—, porque no hay otro modo de llegar hasta la lancha.
Brendon aceptó y bajaron el sendero en zigzag; luego, desde la meseta, volvieron a entrar en la galería y llegaron a los escalones y a la caverna. Apagaron la lámpara que seguía encendida y pronto se hallaron sobre el agua. A la luz trémula del alba, mientras surcaban velozmente el tranquilo y plomizo mar, la pequeña embarcación proyectaba a uno y otro lado una lluvia de espuma, dejando al pasar la blancura de su estela.
Cuando se hallaron frente a «El nido del cuervo» vieron una figura al pie del mástil y reconocieron a Joanna Penrod. La joven no hizo ademán alguno; pero al verla, Giuseppe se puso visiblemente nervioso. Detuvo la lancha y dirigió un ruego a Brendon.
—Tengo el corazón en la boca —dijo—. Me asalta un súbito temor. Ese loco… No sería raro que tuviese una manía contra su familia y sus mejores amigos. Es una característica frecuente entre los locos. Y usted y yo estamos lejos de la casa… ¿comprende? En este momento hay dos mujeres solas en «El nido del cuervo». Puede llegar y hacer una barrida, ¿no le parece?
—¿De veras lo cree?
—Tratándose de fuerzas indomables, todo es posible —contestó el otro, con los ojos fijos en la casa del acantilado.
—Tiene razón. Atraquemos. Quizá Mrs. Penrod corra peligro.
Doria no ocultaba su satisfacción.
—¡Ya ve; ni siquiera usted piensa en todo! —exclamó; pero el otro guardó silencio. Se sentía abrumado por una terrible responsabilidad y una aplastante sensación de fracaso.
Sin embargo, no dejó de dar a Doria las órdenes pertinentes.
—Diga a Mrs. Penrod y a la criada que cierren con llave la casa y que vengan con nosotros —indicó—. Es mejor que nos acompañen a Dartmouth y que regresen con usted cuando me hayan dejado allí. Ruégueles que no tarden.
Doria obedeció, y a los diez minutos volvió en compañía de Joanna, aturdida y pálida, y de la asustada sirvienta que se abotonaba torpemente la blusa. Ambas tenían mucho miedo y hablaban sin cesar; pero Brendon les rogó que se callaran. Advirtió a Joanna que temía lo peor en cuanto a la suerte que pudiera haber corrido su tío Benjamin; y las terribles noticias la dejaron muda. Recorrieron así el trayecto; antes del alba pasaron velozmente las dos escolleras del puerto, y finalmente atracaron junto al desembarcadero.
Doria había cumplido su cometido. Marc le indicó que regresara con las mujeres y, dirigiéndose a los tres, les pidió que no salieran de la casa hasta que recibieran noticias de él.
—Si tienen algo que comunicar, telefoneen a la comisaría —dijo—, y si Robert Redmayne aparece y quiere entrar, no se lo permitan.
Después de recibir otras indicaciones similares, se marcharon.
A la media hora, la noticia se había propagado. Por tierra partieron grupos encargados de explorar la región; Brendon, en compañía del inspector Damarell y dos agentes, se hizo a la mar en la veloz lancha del capitán del puerto. Llevaban provisiones a bordo y Marc comió mientras relataba los incidentes de la noche anterior. Eran las ocho cuando llegaron a la caverna e iniciaron una metódica investigación en todo el recorrido. Marc había convenido con Doria que, si algo sucedía en «El nido de cuervo», arbolaría una señal; pero nada había ocurrido, porque el mástil continuaba desnudo.
Comenzó la laboriosa búsqueda en la caverna y en la galería que la comunicaba con la cima. La claridad matinal invadía la cueva y los policías, trabajando sistemáticamente, revisaron los rincones; pero sus esfuerzos a la luz del día no revelaron más de lo que Brendon había descubierto en la oscuridad de la noche. No se veía más que la arena pisoteada, los restos de alimentos amontonados, la lámpara en su ménsula de piedra, la negra mancha de sangre y el rastro poco profundo de un bulto redondeado que había sido arrastrado hasta los escalones. La marea estaba baja, pero en la playita sólo se diseñaban los rastros habituales que deja la subida del mar. El inspector Damarell volvió a la lancha y pidió al capitán que regresara a Dartmouth.
—Volveremos en automóvil por el otro lado —explicó—. Dígales que vengan a buscarnos a la cima del Pico del Halcón; y que traigan emparedados y media docena de botellas de cerveza; presiento que los necesitaremos a mediodía.
La lancha zarpó; y la galería escalonada, la pendiente y el borde de piedra en mitad de acantilado fueron nuevamente examinados con paciente minuciosidad. Centímetro por centímetro, los policías avanzaban; pero nada descubrían que no fuese una que otra gota de sangre sobre alguna piedra y la huella del bulto que había sido arrastrado la noche anterior.
—Debe de ser un Sansón —observó Marc—. Piensen ustedes lo que sería si tuviéramos que subir por aquí un saco que contuviese a un hombre que pesara ochenta kilos.
—Yo no tendría fuerzas para hacerlo —admitió el inspector—. Pero alguien las tuvo. Es un caso idéntico al que se produjo el verano pasado en Berry Head. Exploraremos los acantilados como una jauría y, de pronto, descubriremos un lugar que cae a pico sobre el mar. Luego hallaremos un saco en una conejera o en una madriguera de tejón… y eso será todo.
Mientras descansaban un rato en la meseta, Brendon vio rastros de pisadas; correspondían a las suelas claveteadas de unas botas que reconoció. Los rastros estaban estampados en una parte blanda, precisamente junto a la salida de la galería y Marc recordó el refuerzo de hierro que tenían en la suela y las cabezas triangulares de los clavos que lo sujetaban.
Llamó al inspector Damarell.
—Cuando compare estas huellas con los moldes de yeso sacados de las de Foggintor verá usted que se trata de las mismas botas —dijo—. El hecho, como es natural, no me sorprende; pero es prueba irrefutable de que tenemos que lidiar con el mismo individuo.
—Que volverá a emplear los recursos que le permitieron hace meses desaparecer sin dejar rastros —profetizó el otro—. Créame, Brendon, no se trata de la obra de un solo hombre. Debajo de este asunto hay mucho más de lo que parece…, lo mismo que la vez pasada. Es muy fácil declarar que el criminal está loco por la razón de que no encontramos el móvil; significa, sencillamente, aceptar la ley del menor esfuerzo, que está muy lejos de ser la buena. Estamos frente a un individuo que ha atraído a su hermano a la muerte con singular astucia. Inventa un cuento y, después de prometer que se presentará, cambia de idea y ejecuta un nuevo plan que pone en sus manos al viejo Benjamin. Luego…
—Pero ¿quién podía adivinar que tramaba un crimen? Nos basábamos en hechos concretos. Mrs. Penrod y Doria habían hablado con él. El testimonio de la señora era de todo punto insospechable. No ocultó nada; se comportó como verdadera cristiana, lloró al ver al desventurado y llevó el mensaje que éste enviaba a su hermano. Después, a último momento, el hombre se sintió presa de súbito temor (cosa bastante natural) y rogó a Benjamin que fuera a verlo a solas en su escondrijo. El mensaje parecía absolutamente sincero. Por mi parte, no tuve la menor sospecha.
—Lo creo —aseguró Damarell—, y no soy de los que se hacen pasar por sabios después que han ocurrido las cosas. Pero, como le dije, me pareció un error suspender la persecución y no dejar que el asunto continuase en manos profesionales cuando estábamos a punto de capturar al prófugo. Usted dirigía y nosotros obedecimos; pero, indudablemente, hubiera sido mejor que el asesino nos dijera a nosotros lo que deseaba comunicar a su hermano; porque no sería de extrañar que éste, inducido por el desventurado para ayudarlo, hubiese despreciado la ley. Ahora se ha derramado más sangre inocente, y un peligroso criminal (loco o cuerdo) anda suelto. Lo probable es que haya más de uno. Pero reconozco que de nada sirve hablar. Lo que debemos hacer es atraparlos…, si podemos.
Brendon no replicó. Estaba fastidiado, aun cuando comprendía que no había oído más que la verdad.
Examinó la meseta en que se hallaba y mostró a sus colegas el lugar donde un bulto redondeado había hundido el suelo y el lugar donde una persona se había sentado junto al bulto. Desde aquel sitio no era posible deshacerse de un cadáver arrojándolo al mar. Partiendo del filo de aquella plataforma natural, la roca descendía a pico, formando un precipicio de unos treinta metros hasta un terreno quebrado que, en sucesivos declives, bajaba hasta el agua. Un cadáver arrojado desde aquel punto tendría, necesariamente, que estar allá abajo; pero no divisaron señal alguna de la siniestra carga. El sendero zigzagueante que conducía a la cima no revelaba el menor indicio de que un bulto hubiese sido arrastrado hacia arriba y tampoco había marcas de botas claveteadas. Se veían huellas frescas; pero eran las dejadas la noche anterior por Brendon y Doria.
Los policías siguieron ascendiendo, examinaron las vueltas del camino y, finalmente, llegaron a la cima minutos después de mediodía. Era una altura vertiginosa, suspendida sobre el mar; pero riscos y peñascos sobresalían en los ciento ochenta metros de la pared del precipicio y cualquier objeto arrojado desde lo alto del Pico del Halcón hubiese sido interceptado muchas veces en su caída. El inspector Damarell se detuvo a descansar y se dejó caer, jadeando, sobre la estrecha cornisa de la cima del acantilado.
—¿Qué le parece? —preguntó a Brendon; y éste, después de mirar detalladamente el suelo a su alrededor, y de observar los picos y salientes que se veían abajo, contestó:
—No llegó hasta aquí…, o si llegó, se deshizo antes del cadáver. Tendremos que explorar el terreno quebrado, debajo de la meseta. Tal vez haya un camino para bajar que el criminal conocía. Deduzco que después de arrojar el cadáver bajó y lo cubrió con grandes piedras. Tiene que estar allí…, por la sencilla razón de que no puede estar en otra parte. Si lo hubiese arrastrado hasta aquí, existirían huellas. Y, a mi juicio, aunque hubiera deseado hacerlo, le habrían faltado fuerzas. Por vigoroso que sea, tiene que haberle agotado el esfuerzo de subir el saco hasta la meseta; al llegar allí no habrá podido más. Por tanto, el cadáver debe de estar escondido en las rocas que hay debajo.
—Dejemos, entonces, las cosas en este punto hasta que hayamos comido y bebido algo —repuso el inspector.
Se dirigieron a la carretera, donde los esperaba un automóvil, y procedieron a alimentarse. El agente que conducía el vehículo carecía de noticias; pero Brendon esperaba que en Dartmouth hubiera alguna información. Estaba convencido de que esta vez el hombre que perseguían no los eludiría por mucho tiempo.
Cerraron con llave el vehículo y el agente que lo guiaba los acompañó cuando bajaron a explorar el terreno quebrado.
—No existe nada más odioso para mí que un asesinato sin cadáver —declaró Damarell mientras descendían—. Para empezar, ni siquiera sabe uno si pisa terreno firme, y tiene que basar cada determinación que toma en hechos que sólo se establecen mediante pruebas indiciarias. Cada movimiento puede ser un paso en falso… Y cuando más cerca parece la verdad, más se aparta uno de ella. Medio litro de sangre no significa necesariamente que se haya cometido un crimen; pero ese individuo, ese Robert Redmayne, tiene la manía de dejar rastros rojos detrás de sí.
Los otros lo escuchaban en silencio y, cuando llegaron a la meseta, iniciaron el descenso. La bajada no era difícil. Un alpinista avezado hubiera encontrado allí incontables e improvisadas formas de alcanzar su objetivo; pero ni Brendon ni sus compañeros descubrieron el menor indicio de que otros los hubieran precedido.
Dividieron en cuadrados el terreno pedregoso y, después de explorarlo metro por metro, procedieron a una búsqueda sistemática y completísima debajo de la superficie. Levantaron las piedras y examinaron minuciosamente el suelo; pero nada demostraba que el lugar hubiera sido pisado o removido. Brendon revisó primero el sector situado exactamente debajo de la meseta donde, en el caso de haber sido arrojados, debían haber caído el saco y su contenido, pero no había la menor señal de que hubiese ocurrido tal cosa. No había sangre en las piedras, ni rastros de que un intruso hubiera visitado aquel solitario paraje. Durante tres horas, hasta la llegada del crepúsculo que empezó a oscurecer los precipicios, trabajaron con el máximo de habilidad y perseverancia; finalmente suspendieron su infructuosa tarea. La hipótesis de Brendon, expresada con tanta seguridad, había resultado errónea y éste confesó francamente su fracaso.
Volvieron a trepar juntos la pared del precipicio y regresaron a la cima del acantilado. Cuando se encontraron en la carretera principal, se cruzaron con varios civiles que habían dedicado el día a ayudar a la policía; pero ninguno de ellos había descubierto el menor rastro del fugitivo.
La entrada de «El nido del cuervo» estaba situada junto a la carretera que el automóvil de la policía recorría en aquel momento, de regreso a Dartmouth; Brendon, después de ordenar al conductor que se detuviera, siguió solo a pie, por el pequeño valle, en dirección a la morada que en forma tan súbita había perdido a su dueño. La casa, rodeada del más profundo silencio, parecía de duelo. Marc preguntó por Joanna, y la criada, asustada aún, expresó sus dudas de que su ama estuviera visible.
—La pobre señora se siente cruelmente afligida —explicó—. Dice que lleva la desgracia dondequiera que va y ruega a Dios que la mate a ella y no al pobre amo. Doria trató de consolarla un poco; pero fue inútil. Le pidió que la dejara sola. Ha llorado tanto desde esta mañana que casi no le quedan ojos.
—En sus palabras no reconozco a Mrs. Penrod —dijo Brendon—. ¿Dónde están ella y Doria?
—La señora, en su cuarto; él, escribiendo cartas. Dice que tiene que buscar trabajo en seguida porque pronto no lo necesitarán aquí.
—Pregunta a la señora si quiere recibirme —ordenó él, y la mujer obedeció. Pero Brendon tuvo una desilusión. Joanna le enviaba decir que no podía verlo; pero que a la mañana siguiente estaría más serena y lo recibiría.
No supo qué contestar y se dirigió al automóvil que lo aguardaba. Cuando había andado un trecho, Giuseppe, saliendo de la casa, lo alcanzó; pero era sólo para comunicarle que durante el día no había ocurrido ninguna novedad en «El nido del cuervo».
—Nadie más que un sacerdote ha venido —dijo—, y hemos cuidado de que todo quedara tal como lo dejó el viejo capitán.
—Lo veré a usted mañana —prometió Marc; luego volvió junto al inspector y el automóvil siguió su camino.
En Dartmouth los esperaba una profunda decepción. La investigación del día no había tenido el menor resultado. De todas partes informaban que no se había descubierto ningún rastro de Robert Redmayne; y el inspector Damarell expuso, como en la ocasión anterior, la hipótesis del suicidio. Pero, esta vez, Brendon no quiso ni oír hablar de semejante conjetura.
—No está más muerto ahora que hace seis meses —contestó—; pero emplea alguna forma de disfrazarse, o de esconderse, que burla completamente los métodos comunes que permiten capturar a un criminal. Mañana utilizaremos los perros, aunque el rastro esté bastante borrado y no sean muchas nuestras esperanzas de éxito.
—Quizá escriba desde Plymouth, como hizo la otra vez —observó el inspector.
Rendido y desalentado, Marc regresó al hotel. La sensación de desconcierto que experimentaba no era nueva en su carrera, y hasta entonces sólo sentía una preocupación análoga a la de un buen jugador de «cricket» que, después de perder un tiro, reposa un momento sabiendo que su próxima jugada puede ser brillante; lo que le afectaba era su doble fracaso en un mismo asunto. Le extrañaba su propio estado psicológico que, al parecer, no reaccionaba como de costumbre ante el estímulo del misterio y el desafío de un problema de interés irresistible.
Sentía que su ingenio le estaba jugando una mala pasada; en lugar de abrirse camino, como lo hacía siempre en forma audaz y original hasta el nudo mismo del problema, no veía que su inspiración proyectara el menor rayo de luz. A decir verdad, en este caso, su inspiración era nula. Una sola vez en el pasado (después de una gripe) había sido víctima de la misma falta de iniciativa, de la misma debilidad e ineficacia.
Finalmente se durmió, pensando, no en el viejo marino desaparecido, sino en Joanna Penrod. Era natural que la muerte de su tío la afligiera, y a Marc no le sorprendía que una profunda desesperación la embargara. Era mujer sensible y hacía poco que había sufrido una terrible prueba; bien podía provocar un colapso nervioso el hecho de verse súbitamente mezclada en otra tragedia. ¿Quién la ayudaría ahora? ¿A quién recurriría? ¿Dónde iría?
Marc se levantó temprano y, en colaboración con el inspector Damarell, organizó para el día un complicado sistema de búsqueda. A las nueve de la mañana un grupo numeroso emprendió la marcha; hasta ese momento ni el teléfono ni el telégrafo habían transmitido noticias y era evidente que Redmayne seguía prófugo.
Algo más tarde, Brendon se dirigió a «El nido del cuervo»; le preocupaba Joanna porque —se decía— fueran cuales fueran la secreta estimación o los sentimientos que le inspiraba Doria, se advertía fácilmente que éste no podía servirle de mucho en tan difíciles circunstancias. Doria era, sobre todo, un amigo para los días de bonanza. Joanna tendría que ocuparse de muchas tramitaciones y no había junto a ella nadie capaz de ayudarla. La halló afligida, pero serena. Había telegrafiado a su tío Albert y, aunque dudaba que se atreviese a correr el riesgo de un invierno en Inglaterra, no perdía la esperanza de que respondiese afirmativamente a su llamada.
—Todo es un caos, lo mismo que en Princetown —expresó—. Pocos días antes de ocurrir estas cosas, mi tío Benjamin, convencido de que su hermano Robert había muerto, me dijo que la ley no reconocería su defunción hasta después de transcurrido determinado número de años. Y ahora sabemos que no está muerto y que Benjamin sí lo está. Pero la ley tampoco reconocerá su muerte, puesto que su cadáver no ha sido hallado. Entre los documentos de Robert no encontramos testamento, de modo que sus bienes, cuando lo hubiera permitido la ley, tendrían que haber sido divididos entre sus dos hermanos; supongo que ahora todo pertenecerá a mi tío que está en Italia. En cuanto a Benjamin, ha de haber dejado testamento, porque era muy metódico; pero aún no sabemos qué pensaba hacer con su casa y su dinero.
Joanna no tenía nada que decir que fuera de utilidad para Brendon; estaba muy nerviosa, y ansiaba abandonar lo antes posible la solitaria casa del acantilado; pero había resuelto aguardar la decisión de Albert Redmayne.
—Temo que la noticia le cause terrible impresión —dijo—. Es ahora el último de «los rojos Redmayne», como llamaban a nuestra familia en Australia.
—¿Por qué el adjetivo?
—Porque hemos sido siempre pelirrojos. Tanto mi abuelo como sus hijos tenían el cabello rojo; su mujer también… Y la única que resta con vida de la generación más reciente es también pelirroja, como usted ve.
—Usted no lo es. Si me permite decirlo, sus cabellos tienen un maravilloso color castaño con destellos rojizos.
Ella no se mostró sensible a la galantería.
—Pronto serán grises —replicó.