6

Robert Redmayne habla

Durante un instante Marc permaneció inmóvil, con los ojos clavados en el portón iluminado por la luz de la luna y en la lobreguez del bosque que se extendía al otro lado de la valla. El rododendro y el laurel, siempre verdes, se entrelazaban espesamente debajo de los pinos, ofreciendo un impenetrable refugio. Perseguir a Robert Redmayne hubiera sido inútil y peligroso, porque en semejante guarida era fácil que el cazador estuviera a merced de la caza.

La inesperada aparición preocupaba a Brendon, porque planteaba una serie de interrogantes. Sugería la posibilidad de que las personas que acababa de dejar en «El nido del cuervo» hubieran sido falsas y desleales con él; en efecto, era una coincidencia extraordinaria que el mismo día de su visita, el hombre a quien se buscaba con empeño se presentara de repente en la vecindad de la casa del hermano. No obstante, no era posible que se tratara de algo convenido entre ellos, porque él, Marc, no había anunciado su visita a Benjamin Redmayne.

Brendon se preguntó si habría sido víctima de una alucinación; pero sabía demasiado bien que su mente no acostumbraba a crear fantasmas. Poseía imaginación, pero una imaginación que lo fortalecía en lugar de debilitarlo, y ninguna superstición disminuía su capacidad mental. Sabía, por otra parte, que en el momento de la súbita aparición de Robert Redmayne nadie había estado más lejos de su pensamiento que este personaje. No; había visto a un ser viviente que hubiera deseado no presentarse ante sus ojos.

No tenía la menor intención de pasar por alto su descubrimiento y estaba decidido a capturar a Robert Redmayne, aunque fuera bajo el techo de su hermano; pero deseaba escuchar la opinión de Joanna Penrod al respecto antes de solicitar la ayuda de la policía de Dartmouth. Estaba seguro de que ella no lo engañaría y de que no contestaría con una mentira a una pregunta directa. Pero, de pronto, tuvo la convicción de que le había mentido; porque si Redmayne vivía oculto en «El nido del cuervo», toda la casa, inclusive Doria y la única criada, estaban, con toda seguridad, en el secreto.

Si Joanna le rogaba que detuviera su mano y perdonara a Robert Redmayne, ¿tendría derecho a ocultar su descubrimiento? Más de uno habría construido una esperanza personal sobre esta posibilidad, creyéndose triunfante en el logro de su mayor deseo por el hecho de haber acatado la voluntad de la joven viuda; pero Marc no mezclaba los pensamientos del deber y del amor, y ni siquiera se le ocurría que el éxito del uno pudiera depender del abandono del otro. Le bastó hacerse la pregunta para hallar la respuesta y decidió que ni Joanna ni su tío Benjamin ni nadie le impedirían apresar al día siguiente a Robert Redmayne, si la ocasión se le presentaba. En realidad, tenía la seguridad de que esto ocurriría. Esa noche no tenía prisa. Durmió bien después de la emoción y del desacostumbrado ejercicio y se levantó más tarde que otros días. A las ocho y media estaba vistiéndose, cuando una criada llamó a la puerta.

—Hay un señor que desea verlo en seguida —informó la mujer—. Dice que es Mr. Doria y que viene de parte del capitán Redmayne que vive en «El nido del cuervo».

Contento al pensar que su próxima tarea podía ahora simplificarse, Marc indicó a la criada que introdujese al visitante. Dos minutos después entraba Giuseppe Doria.

—Me felicito de haberlo encontrado —dijo éste—; sabíamos que paraba usted esta noche en Dartmouth, pero ignorábamos dónde. Pensé que eligiría el mejor hotel y adiviné. Si no le parece mal, desayunaré con usted y le diré por qué he venido. Tenía que hallarlo antes de que se marchase. Me alegra haber llegado a tiempo.

—¿Así que Robert Redmayne, asesino de Michael Penrod, ha aparecido? —inquirió Brendon, terminando de afeitarse.

Corpo di Bacco! ¿Cómo lo sabe? —preguntó Doria asombrado.

—Lo divisé anoche cuando regresaba —contestó Marc—. Antes de la tragedia lo vi una vez en Dartmoor y ayer lo reconocí; y no es improbable que él también me reconociera.

—Tenemos miedo —prosiguió Doria—. Todavía no se ha presentado ante su hermano, pero está cerca.

—¿Cómo saben que está cerca, si todavía no se ha presentado ante su hermano?

—Se lo explicaré. Todas las mañanas subo temprano a comprar leche y manteca a la granja Strete, situada en lo alto de las colinas. Fui hoy y me contaron algo inquietante. Anoche entró un hombre en la granja y robó comida y bebida. El dueño de la casa lo oyó y lo halló sentado en la cocina, comiendo; era un hombretón pelirrojo con grandes bigotes y chaleco rojo. Cuando vio a Mr. Brook, el granjero, el hombre huyó por la puerta trasera; había entrado por allí. Mr. Brook no lo conoce y me refirió la aventura; regresé a casa y le comuniqué la noticia al amo.

»Cuando describí al intruso, Mr. Redmayne y Madona sufrieron una fuerte impresión. ¡Reconocieron en él… al asesino! En seguida pensaron en usted y me pidieron que viniera a toda velocidad, en bicicleta, a contarle lo ocurrido, si tenía la suerte de encontrarlo antes de que se marchase. Lo he logrado, pero no puedo detenerme; debo regresar para montar guardia. No me agrada la idea de que no haya nadie allá. El viejo lobo de mar no tiene miedo al mar, pero creo que teme un poco a su hermano. Y Mrs. Penrod está muy asustada.»

—Venga a desayunar —dijo Marc, que había terminado de vestirse—. Conseguiré un automóvil dentro de un cuarto de hora y llegaré allá lo más rápidamente posible.

Mientras desayunaban de prisa, crecía la agitación de Doria. Rogó a Brendon que fuera acompañado de otros policías; pero el detective se negó.

—Tenemos tiempo para eso —observó—. Quizá lo capturemos con facilidad. No haré nada antes de ver a Benjamin Redmayne en «El nido del cuervo» y escuchar sus puntos de vista. Si Robert Redmayne se introduce clandestinamente en las casas para comer, debe de estar en las últimas.

A las nueve, en cuanto el italiano se puso en marcha, de vuelta a la casa, Brendon se dirigió a la comisaría, pidió prestado un revólver y un par de esposas, insinuó para qué los necesitaba y pidió que le prepararan en seguida un automóvil. Lo conducía uno de los agentes y antes de salir Marc indicó al jefe de policía local, inspector Damarell, que recibiría un mensaje telefónico en el curso de la mañana. Ordenó que, por el momento, se guardase la más absoluta reserva.

Alcanzó a Doria en el camino y se adelantó. La tormenta se había disipado casi por completo y la mañana era clara y fría. Al pie de los acantilados rugía un mar agitado que iba calmándose gradualmente.

Cuando Brendon se halló frente a Joanna y su tío, se borró de su mente la sospecha de que los habitantes de la casa de Benjamin intentaran crear falsas impresiones. Ella se mostraba nerviosa; Benjamin sumamente perplejo. No existía la menor duda de que Robert Redmayne era el hombre que había entrado en la granja Strete para robar comida, puesto que el encuentro que había tenido Marc la noche anterior confirmaba tal suposición. Había visto a Redmayne varias horas antes de que el fugitivo alarmara a los habitantes de la alquería. ¿Dónde estaba ahora, y por qué se encontraba en los aledaños de la casa? Todos opinaban que, probablemente, el desgraciado había vuelto de Francia o de España y que ahora se escondía en las proximidades, a la espera de una oportunidad de ver al viejo marino.

—Su hermano debe vigilar la casa —expresó Brendon—, y seguramente cavila sobre el modo de acercarse a usted sin arriesgar su libertad.

—Sólo confía en una persona, creo, y esa persona soy yo —declaró Benjamin—. Si supiera que Joanna no le desea ningún mal, confiaría también en ella; pero no ha de creer que es suficientemente cristiana como para perdonarlo. De todos modos, no ha de saber que está conmigo. Hablo como si Robert estuviera cuerdo; pero dudo de que lo esté.

Marc, que había estudiado el enorme mapa topográfico oficial que del distrito poseía Redmayne, sugirió una inmediata búsqueda en las zonas de la vecindad más indicadas para servir de escondite.

—Pienso en usted y en Mrs. Penrod —explicó—. No han de desear que se suscite nuevamente la alarma ni que recrudezcan los comentarios sobre el asesinato. Sería mucho mejor que lo atrapáramos sin recurrir a la policía. Debe de hallarse muy necesitado. Cuando lo vi parecía atormentado y su rostro tenía una expresión de horror. Es posible que se encuentre en un estado mental tan tenso y torturado que no lamentaría verse rodeado de personas cordiales y comprensivas. En dos zonas buscaría especialmente al fugitivo: en la costa, donde hay muchas cavernas y hendiduras sobre el nivel del mar, ocultas a las miradas, y en el espeso bosque donde desapareció cuando anoche me topé con él. Al venir hacia aquí recorrí un trecho de ese bosque; es muy extenso; pero lo cruzan muchos senderos destinados a los cazadores, que permiten ver, a uno y otro lados, hasta varios centenares de metros.

Benjamin Redmayne llamó a Doria, que acababa de llegar.

—¿Puede salir la lancha? —le preguntó.

Giuseppe dijo que sí. Entonces Benjamin hizo una propuesta.

—Le pido autorización para que esta búsqueda continúe en forma tranquila y privada hasta dentro de veinticuatro horas. Si no logramos encontrarlo sin alboroto, por decirlo así, soltará usted, naturalmente, a la policía para darle caza. Hoy podemos revisar los sitios que usted indica; creo que ha acertado en señalar las madrigueras que con mayor probabilidad ha de haber elegido el pobre. Pienso también que si no hiciéramos nada y nos quedáramos tranquilos lo veríamos arrastrarse hasta aquí dentro de poco, cuando oscurezca; pero seguiremos su consejo y veremos si la costa o el bosque nos dan un indicio.

»Nosotros tres lo conocemos: Joanna, usted y yo; propongo que mi sobrina recorra la costa en la lancha, acompañada por Giuseppe. Si se dirigen hacia el Oeste, donde hay pequeñas ensenadas de fácil acceso que permiten desembarcar, quizá descubran a mi hermano asomado en alguna parte o escondido en algún agujero de la costa. Hay cavernas con túneles que llegan hasta los campos quebrados y los vallecitos arbolados de atrás. Es una región muy solitaria y no podría permanecer mucho tiempo allí ni encontrar comida. Si ellos dos recorren ese lado, nosotros nos internaremos tierra adentro. O bien, si le parece, yo lo llevaré a usted en la lancha mientras ellos investigan por el lado del Bosque Negro… Como le plazca.»

Brendon reflexionó. Le parecía más probable que el fugitivo se hubiera refugiado en el bosque y no en la playa. Además, Marc no era un buen marino, y comprendía que la gasolinera no contaría con un timonel competente en la marejada que se producía después de la borrasca.

—Si a Mrs. Penrod no le importa el mal tiempo y no existe peligro para la lancha, aconsejaría que fuera ella a recorrer la costa y a echar un vistazo a las cavernas, como propone usted —dijo—. Confiamos en que Doria sabrá cuidarla. Mientras tanto revisaremos el bosque metro por metro. Si consiguiéramos enfrentarnos con el prófugo, podríamos, tal vez, capturarlo sin alboroto.

—Tiene que haber alboroto si lo atrapamos —declaró Doria—. Es un criminal famoso, y quien logre descubrir su guarida y lo obligue a salir de ella provocará revuelo y recibirá grandes alabanzas.

El italiano se preparó para el viaje de investigación; y media hora más tarde la lancha salía navegando allá abajo, al pie de «El nido del cuervo»; luego enderezó rumbo al Oeste, balanceándose mucho, pero no tanto como para preocupar a Joanna que, sentada a popa, mantenía un par de prismáticos Zeiss fijos en los acantilados de la costa. Pronto la lancha quedó reducida a un lunar blanco entre la neblina; y cuando desapareció, Benjamin, luciendo chaqueta y gorro de marino, encendió su pipa, empuñó un rústico bastón de endrino y salió con Marc. El automóvil de la policía estaba en el camino; subieron a él y pronto se hallaron frente al portón junto al cual había aparecido Robert Redmayne la noche anterior. Dejaron allí el vehículo y se internaron en el bosque.

Benjamin seguía hablando de su sobrina. Era una conversación que el otro oía con sumo placer.

—Está ahora en una encrucijada —aseguró el tío de Joanna—. Veo cómo trabaja su cerebro. Admito que amara entrañablemente a su marido y que dejara una profunda influencia en su carácter, porque es distinta de como era de niña. Pero no dudo de que Doria la quiere mucho… y cuando un hombre de ese tipo ama a una mujer, ésta por lo general le sale al encuentro. Creo que mi sobrina no puede dejar de quererlo, y que, en secreto, se avergüenza sinceramente, sí, se avergüenza de haber pensado en otro hombre a los seis meses de la muerte de Penrod.

—Dice usted que su marido le cambió el carácter —observó Marc—; ¿en qué sentido?

—A mi entender le enseñó a ser sensata. Le cuesta a usted, ¿verdad?, imaginar que era una Redmayne, una de nosotros, pelirroja y de mal carácter, rabiosa y violenta. Pero era así de niña. Su padre tenía las características de los Redmayne en mayor grado que ninguno de nosotros y se las transmitió. Era voluntariosa, valiente y traviesa. Sus compañeros de colegio la adoraban porque se reía de la disciplina; la expulsaron de un colegio por rebeldía. Era la criatura que recordaba cuando Joanna volvió a mi lado, ya viuda. Por tanto, veo que Michael Penrod, fuese como fuese en otros sentidos, tuvo, evidentemente, el carácter necesario para enseñarle cordura y paciencia.

—Quizá haya sido una evolución natural de la edad y la experiencia, combinadas con el golpe repentino y horrible de la muerte de su marido. Todo esto transformó, tal vez, su carácter y dulcificó su violencia, aunque sólo sea por una temporada.

—Es cierto. Pero, a pesar de su serenidad, no es mujer tranquila. Su alegría de vivir era demasiado grande para que, en cuatro años, Penrod o cualquier otro pudieran privarla de su vitalidad. Acaso era metodista como muchos de sus paisanos; acaso era un aguafiestas; pero, fuese lo que fuese, no logró, en ese lapso, convertirla del todo; y ahora veo a la joven que retorna a sí misma debido a la influencia de ese italiano. Además, es astuto. Sabe halagar su vanidad, porque hasta ella, la mujer menos orgullosa de su extraordinaria belleza, no carece de presunción femenina. Pero Doria ha tenido buen cuidado de insinuarle que ha sacrificado su ambición en aras del amor; se lo ha dado a entender con mucha inteligencia, haciéndole ver que ahora su norte es ella. Ha colocado a Joanna en primer lugar, posponiendo el dinero y sus sueños del castillo en el Mediterráneo. En una palabra, si no me equivoco, le pedirá que se case con él en cuanto se cumpla un año de la muerte de Penrod y pueda hablar del asunto decentemente.

—¿Y cree usted que ella aceptará?

—Por el momento, creo que sí; pero Doria es muy versátil y no sería raro que dentro de un año pensara de otro modo.

Benjamin cambió de tema e hizo, a su vez, una pregunta a Marc.

—No hemos encontrado testamento entre los papeles del pobre Robert y, naturalmente, no ha podido disponer de sus bienes desde este deplorable asunto. Sólo Dios sabe en qué forma habrá vivido en estos últimos tiempos. Pero suponiendo que suceda lo peor y se pruebe que está loco, ¿qué ocurrirá con su dinero?

—Oportunamente se lo entregarían a usted y a su otro hermano.

Se internaron en la espesura y encontraron a un guardabosques que saludó a los intrusos con muy poca amabilidad. Pero al enterarse de lo que se proponían y después que le describieron al fugitivo, les dijo que anduviesen por donde quisieran y prometió que, por su parte, mantendría una estrecha vigilancia. Daría la voz de alarma a dos de sus colegas que lo secundaban, y demostró que comprendía la importancia de guardar el más estricto secreto respecto al prófugo hasta que se consiguieran informaciones más exactas.

Pero ni Brendon ni Benjamin Redmayne descubrieron cosa alguna. Su búsqueda no les proporcionó indicios ni rastros del hombre que perseguían; y después de tres horas de marcha sostenida, que abarcó toda la zona y dejó exhausto a Benjamin, volvieron en el automóvil a «El nido del cuervo».

Los esperaban importantes noticias, según las cuales era acertada la suposición de Benjamin de que su hermano había elegido la costa para esconderse. No sólo habían visto a Robert Redmayne, sino que Joanna había hablado con él. Había regresado desesperada y muy nerviosa, en tanto que Doria, cuya intervención en el asunto había sido muy decidida, se mostraba dispuesto a jactarse de su actuación. Pero rogó a Joanna, en su calidad de heroína de una extraña aventura, que iniciara su relato.

Se hallaba profundamente conmovida, y varias veces durante su narración le faltó la voz; pero el interés del relato era tal que Benjamin no incluía a Joanna en la escena del encuentro que había tenido con su desgraciado hermano: la joven contaba que, de pronto, habían divisado a Robert desde la lancha.

—Lo vimos en la costa, a unos tres kilómetros de aquí, sentado a cincuenta metros del mar; él, por supuesto, también nos vio; pero no me reconocía, porque no tenía gemelos y nos hallábamos casi a media milla de la costa. Entonces, Giuseppe propuso que desembarcáramos y le habláramos. Se trataba, si era posible, de que yo me acercara a él. No le tenía miedo… Sólo abrigaba el temor de que, sabiendo que había destrozado mi vida, eludiera mi presencia.

»Pasamos de largo, como si no lo viéramos; luego, al llegar detrás de un pequeño morro que nos ocultaba a sus miradas, viramos, bajamos de la lancha, la amarramos y fuimos acercándonos a hurtadillas. No nos habíamos equivocado. Era, efectivamente, mi tío Robert quien había divisado a través de los prismáticos. Doria, deslizándose, se adelantó; lo seguí hasta que estuvimos a veinte metros de él. Al vernos, el infortunado se levantó de un salto; pero era tarde; en un instante Giuseppe lo alcanzó y le explicó que yo iba como amiga. Doria se preparó a sujetarlo si intentaba escapar, pero no fue necesario. Robert Redmayne está exhausto. Ha pasado momentos terribles. Al principio, trataba de evitar mi proximidad y casi tuvo un colapso cuando me acerqué a él. Se arrodilló ante mí, y yo, pacientemente, le hice comprender que no había ido como enemiga.»

—¿Está en su sano juicio? —preguntó Benjamin.

—Parece estarlo —repuso ella—. No mencionó el pasado y no habló de su crimen ni de lo que ha hecho desde entonces; pero no es el mismo de antes. Parece el fantasma de sí mismo; su sonora voz ha cambiado tanto, que se ha convertido en susurro; sus ojos revelan una intensa obsesión. Ha adelgazado y parece que el terror lo domina. Me pidió que indicara a Doria que se alejara a un punto desde el cual no pudiera oírnos y luego me dijo que sólo había venido con la intención de verte. Hace varios días que vive escondido en una de las cavernas de la costa, hacia el Oeste. No quiso señalarme exactamente el lugar; pero debe de hallarse cerca de donde lo encontramos. Está harapiento y herido. Habría que curarle una de las manos.

—¿Insiste usted en que su comportamiento era de persona cuerda, señora? —inquirió Brendon.

—Sí…, salvo que parecía dominado por el espanto. Sin embargo, teniendo en cuenta las circunstancias, encuentro que ese espanto era natural. El desgraciado comprende que ha llegado al final de sus fuerzas; no sabe que, en el caso de estar loco, puede salvarse de la pena capital. Le imploré que viniese conmigo en la lancha, que hablase contigo, tío Benjamin, y que confiara en la piedad de sus semejantes. Sabía que no lo traicionaba al pedirle esto, porque creo que, pese a su aparente cordura, en realidad, está loco; puesto que sólo la demencia explica el pasado y sé que será juzgado con justicia. Pero se mostró muy receloso. Me lo agradeció todo y se humilló horriblemente en mi presencia; sin embargo, no quiso confiar en Doria ni en mí y no hubo manera de hacerlo subir a la lancha. Estaba tan nervioso que, al rato, se le despertó el temor de que estuviéramos planeando una emboscada, o algo por el estilo, para privarlo de la libertad.

»Entonces le pedí que me explicara lo que deseaba y la forma en que podría ayudarlo. Reflexionó, y dijo que si su hermano Benjamin aceptaba verlo completamente a solas y juraba ante Dios que no le impediría marcharse después del encuentro, vendría a «El nido del cuervo» esta noche, cuando todos estuviesen durmiendo.

»Por el momento necesita comida y una lámpara para iluminar de noche su guarida. Sobre todo, tío Benjamin, te ruego que le permitas venir a verte a solas. Luego, nos dijo que, si éramos amigos sinceros, nos retiráramos. Finalmente quedó decidido que, si quieres verle, vendrá a cualquier hora que le indiques después de medianoche. Pero primero tienes que escribir tu juramento, ante Dios, declarando que no le tenderás una trampa y que no tratarás de detenerlo. Desea y espera que le proporciones dinero y ropa para marcharse de Inglaterra y refugiarse en casa de Albert, en Italia. Nos obligó a jurar que no revelaríamos a nadie su actual paradero y luego nos indicó un sitio donde tengo que llevar tu respuesta escrita antes de que oscurezca. Tengo que dejarla allí lo antes posible y alejarme en seguida; él irá en busca de tu carta y leerá lo que le digas.

Redmayne asintió con la cabeza.

—Será bueno que aproveches la ocasión para llevarle un poco de comida y bebida y la lámpara. No comprendo cómo ha vivido durante estos seis meses.

—Ha estado en Francia… Así dice.

Benjamin tardó poco en determinar lo que haría y Brendon aprobó sus decisiones.

—En primer lugar —declaró Benjamin Redmayne—, el pobre debe de estar loco, aunque parezca que no. El relato que acaba de hacernos Joanna así lo indica, y puesto que sigue en libertad y ha conseguido vivir y eludir a la policía de dos países, es evidente que su demencia no le ha impedido poner en práctica una asombrosa astucia. Pero, como bien dice Joanna, está ahora en las últimas. Conoce esta casa y también el camino. De modo que haré lo siguiente.

»Aceptaré que venga esta noche…, es decir, al empezar el día de mañana. Le diré que lo espero a la una; hallará la puerta abierta y una luz en el vestíbulo. Deberá entrar directamente y subir a verme a la torre, y juraré, como él exige, que no verá a nadie más que a mí y que podrá marcharse cuando quiera. Esto lo calmará y me dará ocasión de estudiarlo y de ver cuál es la situación. Podríamos, naturalmente, atraparlo; pero no puedo mentir ni siquiera a un demente.»

—No hay razón para mentirle —dijo Brendon—. Si no le tiene miedo, véalo en la forma que propone. Sin embargo, usted comprende que no debe ayudarlo a eludir la ley, como desea.

Benjamin movió la cabeza en señal de asentimiento.

—Claro que no. De todos modos, no puedo enviárselo a mi hermano Albert; es hombre débil y nervioso y le daría un ataque si creyera que Robert busca asilo en su casa.

—Corresponde al Estado procurarle asilo —dijo Marc—. Su porvenir no depende de sus parientes. Lo mejor y más deseable, tanto para él como para los demás, es que pronto se encuentre donde no pueda hacer daño. Hará usted bien en entrevistarse con él, prestarle ayuda y oír lo que tiene que decirle. Después, Mr. Redmayne, si me permite darle un consejo, deje el resto en mis manos.

Benjamin se apresuró a escribir la carta invitando a Robert a encontrarse con él, privadamente, a la una, aquella misma noche, y prometiéndole, bajo juramento, que estaría en completa libertad de marcharse cuando así lo deseara. No obstante, expresaba sus vivos deseos de que su hermano se alojara en «El nido del cuervo», y que se dejara aconsejar sobre su actitud futura. Embarcaron provisiones en la lancha y, con la carta en el bolsillo, Joanna se puso otra vez en camino. Pensaba ir sola, pues sabía manejar la lancha tan hábilmente como el mismo Doria; pero su tío no se lo permitió.

Anochecía cuando partieron, y Giuseppe aceleró el motor hasta imprimirle el máximo de velocidad.

Brendon tuvo, entonces, una nueva sorpresa. Había permanecido al pie del mástil, observando a los que partían, en compañía del dueño de casa, y cuando la lancha, envuelta en la tarde tranquila y gris, desapareció rumbo al Oeste, Benjamin se dirigió al detective y le propuso algo completamente inesperado.

—Escúcheme —dijo—. Me inquieta sobremanera encontrarme solo frente a mi hermano en esa entrevista nocturna. Es una sensación indefinible. No soy cobarde y nunca he eludido mi deber; pero, francamente, no me agrada mucho la idea de verme frente a él, por la siguiente razón: un loco es un loco, y pretender que se muestre razonable si uno se opone a sus deseos, aunque lo haga con el mayor tacto, es absurdo. Me sentiría indefenso si Robert perdiera la cabeza o se ofendiera por los consejos que pienso darle, y se arrojara sobre mí; es decir, no tendría otro remedio que dominarlo a tiros. Pero, si fuera menester recurrir a tal extremo, no quiero ser quien lo haga.

»Le he prometido verlo a solas y no le he mentido al pobre; porque si todo anda bien y no se exaspera, no necesitará saber que había otra persona cerca. Pero en el caso de que yo corriera peligro, podría dominarlo menos radicalmente si alguien me ayudara; en tanto que si estoy solo y llegara a amenazarme, no quiero ni pensar en lo que ocurriría.»

Brendon comprendió lo acertado de estas observaciones.

—Encuentro razonable lo que usted dice —repuso— y, por consiguiente, sería muy excusable que no cumpliera su promesa al pie de la letra.

—No obstante, la cumpliré en el espíritu; he jurado que le permitiré llegar hasta aquí y marcharse luego en libertad, y debo cumplir ese juramento mientras él no haga algo que me obligue a romperlo.

—Tiene razón, y estoy completamente de acuerdo con usted —aprobó Marc—. Doria ha de ser, sin duda, persona de toda confianza y además es vigoroso.

Pero Benjamin movió la cabeza.

—No —contestó—. No he tocado este tema hasta que mi sobrina y Doria se han marchado y no lo he hecho porque no quiero que estén mezclados en este asunto más de lo que están; no quiero que ellos ni nadie sepan que cuando llegue Robert, habrá en la torre un amigo escondido cerca de mí. Creen que lo veré a solas y les he pedido que se mantengan alejados y que por ningún motivo aparezcan. Deseo que allá arriba esté usted conmigo y únicamente usted.

Brendon reflexionó.

—Confieso que la idea se me ocurrió en cuanto oí la propuesta de su hermano; pero cuando me enteré de sus condiciones, no pude pedir nada —dijo—. Ahora acepto y, más aún, considero conveniente que nadie en la casa se entere de mi presencia aquí.

—Es fácil. Si envía usted el automóvil de regreso, anunciando que mañana entregará su informe, la policía no nos molestará hasta nuevo aviso. Puede usted subir a la torre y esconderse en el armario donde guardo mis banderas y objetos diversos. Tiene agujeros para la ventilación, a la altura de la cabeza de una persona y, si se encierra usted allí, oirá y verá todo; y en cinco segundos puede acudir en mi ayuda, si corro peligro.

—Muy bien —contestó Brendon—. Pero conviene prever lo que ocurrirá después. Supongamos que su hermano salga de aquí en libertad; no hay duda de que, en cuanto él se marche, Mrs. Penrod subirá a verlo a usted. No puedo permanecer toda la noche en el armario.

—Después que se haya ido, nada importará —repuso Benjamin—. Por el momento, lo indispensable es que vuelva el automóvil. Todos creerán que ha regresado usted a Dartmouth y que no estará aquí otra vez hasta mañana temprano.

Marc aceptó este plan. Ordenó al chófer que se marchase con el vehículo y que dijera al inspector Damarell que no hiciese nada mientras no recibiera noticias suyas. Luego, en compañía del viejo marino, subió al cuarto de la torre, examinó el enorme armario y comprobó que desde allí dentro podría asistir muy cómodamente a la esperada entrevista. En cada puerta había varios orificios del tamaño de una moneda de medio penique y, añadiendo una improvisada tarima de siete centímetros, Brendon verificó que sus ojos y oídos quedaban a la altura deseada.

—La cuestión es saber cómo evitaremos que me descubran después —observó Brendon, volviendo a considerar la segunda parte del plan—. Es seguro que en cuanto su hermano se aleje, Mrs. Penrod, y también Doria, se apresurarán a subir para enterarse de lo ocurrido y de las decisiones que haya tomado usted.

—Después nada importa —repitió Benjamin—. Bajaré con Robert hasta la puerta; usted puede seguirme y deslizarse fuera cuando él se marche. Otra solución sería que apareciera usted después de la partida de Robert y le dijera a Joanna que quiso quedarse sin que nadie más que yo lo supiera. Esto será lo mejor; y en cuanto ella sepa que está usted aquí, se ocupará de prepararle un alojamiento cómodo para el resto de la noche.

Brendon aprobó el plan, y cuando la lancha regresó, Benjamin dijo a su sobrina que el detective se había marchado para efectuar ciertas averiguaciones, pero que regresaría temprano a la mañana siguiente. A Joanna le sorprendió que se hubiera ido; pero expresó que, de todos modos, hubiera tenido que hacerlo antes de la llegada del fugitivo.

—Dejamos la carta, la lámpara, la comida y la bebida exactamente donde él nos había indicado —explicó—; es un lugar abandonado: la antigua playa alta situada junto a las grandes rocas.

Todo fue dispuesto como queda dicho. Marc ocupó su posición en el cuarto de arriba y Benjamin procuró que nadie lo molestase. Era costumbre de Redmayne echar la llave al cuarto de la torre cuando no estaba allí, y lo cerró hasta la noche. Después de haber llevado a Brendon algunos alimentos a su escondrijo, comió con Joanna y el italiano. Habían concertado que el marino subiría a su torre alrededor de las once y que Marc estaría oculto en el armario.

A la hora convenida Doria y su amo subieron juntos, el primero llevando una luz. Joanna también les hizo compañía, pero sólo durante diez minutos; luego se retiró a acostarse. El tiempo se había tornado tormentoso y húmedo. El viento del Oeste silbaba y sacudía el cuarto de la torre, proyectando contra los vidrios la violencia de la lluvia. Benjamin, inquieto, recorría el aposento de un lado al otro, y observaba atentamente las tinieblas de la noche, frunciendo el entrecejo.

—El pobre diablo se ahogará —dijo—, o se romperá la cabeza tratando de trepar hasta aquí en esta oscuridad.

Giuseppe había subido una jarra con agua, una botella de ginebra, un barrilito de tabaco y dos o tres pipas de arcilla. El viejo marino nunca fumaba hasta después de cenar y luego lo hacía sin interrupción hasta la hora de acostarse.

—Usted que es inteligente —preguntó a Doria, volviéndose hacia él— y conoce bastante la naturaleza, ha visto con sus propios ojos a mi hermano. ¿Qué le pareció?

—Lo observé detenidamente y escuché lo que decía —contestó el italiano—, y tengo la impresión de que está muy enfermo.

—¿Le parece probable que algún día se desate y vuelva a degollar a alguien?

—No, nunca. Creo lo siguiente: cuando mató al marido de Madona, estaba loco; ahora no lo está. No está más loco que cualquier otra persona. Sólo ansía una única cosa: paz.