Robert Redmayne aparece
Una sensación de irrealidad se apoderó de Marc Brendon después de esta etapa de la investigación. Llegaría la hora en que el falso ambiente en el cual se movía sería despejado por una mente más poderosa que la suya. Vagamente tenía conciencia de que un error fundamental lo había impulsado hacia el camino erróneo, de que recorría a tientas un callejón sin salida y de que había perdido el único sendero que podía llevarlo a la realidad.
Se trasladó, por la mañana, de Paignton a Plymouth y dirigió allí una investigación minuciosa y enérgica. Pero demasiado sabía que llegaba tarde; tenía la certeza de que si Robert Redmayne vivía no estaba en Inglaterra. Regresó a Princetown para revisar nuevamente el lugar; aun cuando comprendía la inutilidad de su esfuerzo, era necesario proseguir la rutina. Las huellas de pies desnudos en la arena estaban cuidadosamente protegidas. Resultaron demasiado borrosas, lo que impidió distinguirlas; no obstante, Marc comprobó que eran las huellas dejadas por dos hombres, o quizá tres. Recordó que Robert Redmayne había dicho que nadaba en las charcas e intentó probar la presencia de tres pisadas diferentes; pero no lo consiguió.
El inspector Halfyard, que había seguido muy de cerca los pormenores del caso, echaba toda la culpa a Benjamin, el hermano del asesino desaparecido.
—Nos entretuvo premeditadamente —afirmaba— y estos días perdidos nos ponen en aprietos. Ahora el criminal estará en Francia, o tal vez en España.
—Hemos enviado detalles completos del caso —explicó Brendon; pero el inspector no daba importancia a esta medida.
—Sabemos que la policía extranjera rara vez atrapa a un prófugo —dijo.
—Sin embargo, éste no es un prófugo común. Sigo creyendo que está loco.
—Si así fuera, ya lo habrían prendido. Y esto, en mi opinión, hace que lo que antes parecía simple se convierta en un enigma cada vez más impenetrable. No creo que el hombre estuviera loco. Creo que sabía muy bien lo que hacía; y, si estoy en lo cierto, tendrá que empezar de nuevo, Brendon, y descubrir el móvil del crimen. Partiendo de la base de que se trata de un asesinato premeditado y mucho más hábilmente planeado de lo que al principio parecía, será menester hurgar en el pasado y encontrar qué motivos tuvo Redmayne para cometerlo.
Brendon no se convencía.
—No estoy de acuerdo con usted —replicó—. Se me había ocurrido esa hipótesis, pero la encuentro demasiado inverosímil. Sabemos, por testimonios imparciales, que los dos mantenían cordiales relaciones hasta el momento en que partieron juntos en la motocicleta de Redmayne, la noche del suceso.
—¿Qué testimonio imparcial? Supongo que no calificará de imparcial la declaración de Mrs. Penrod.
—¿Por qué no? Tengo la certeza de que lo es; pero me refiero ahora a lo que dijo en Paignton Flora Reed, novia de Robert Redmayne. Me explicó que él le había escrito comunicándole la opinión enteramente modificada que tenía de Penrod; también le decía que había invitado a su sobrina y al marido para las regatas de Paignton. Más aún: tanto Miss Reed como sus padres manifestaron claramente que Redmayne era de naturaleza excitable y caprichosa. A decir verdad, Mr. Reed no aprobaba esa boda. Al describir a Redmayne dijo que su cerebro podía pasar muy fácilmente la línea divisoria entre la razón y la locura. No, Halfyard, no hay teoría alguna que se mantenga en pie; excepto la de un colapso mental. La carta que escribió al hermano lo confirma. La letra misma revela su falta de freno y de dominio.
—¿Era realmente su escritura?
—La comparé con otra carta que me mostró Benjamin Redmayne. Es una letra muy peculiar. A mi entender, no hay lugar a dudas.
—¿Qué hará usted ahora?
—Volveré a Plymouth y haré averiguaciones a bordo de los barcos de carga. Van y vienen y es fácil saber cuáles salieron de Plymouth en los días que siguieron a la carta de Redmayne. Probablemente regresarán con otro cargamento dentro de una o dos semanas. No costará mucho identificarlos.
—Es una empresa quimérica, Brendon.
—Me parece que la investigación entera lo ha sido desde el principio. No hemos acertado con la verdadera clave. ¿Cómo pudo escapar, sin que nadie lo viera en el camino, el hombre que partió de Paignton, con aquel traje y el chaleco rojo, la mañana siguiente del crimen?… El hecho contradice a tal punto la experiencia y la lógica que no puedo fiarme de las apariencias.
—Efectivamente… En alguna parte existe una contradicción; eso, precisamente, es lo que quiero decirle; tarde o temprano descubrirá usted si la culpa es nuestra, o si nos han jugado una mala pasada para desviarnos de la meta. Sea como fuere, me parece que nada más podemos hacer aquí.
—Nada más —admitió Brendon—. Hemos cumplido con la rutina y hemos perdido mucho tiempo. En confianza, le diré que estoy algo avergonzado de mí mismo, Halfyard. Seguramente se me ha escapado algo… Algo que era lo más importante. En alguna parte ha de haber un letrero indicador que no he visto.
El inspector asintió con la cabeza.
—Así ocurre a veces… La fatalidad nos provoca cruelmente y luego se burlan de nosotros y preguntan para qué ganamos un sueldo. De cuando en cuando, como usted dice, un caso claro como la luz del día ofrece una señal de peligro; sin embargo, debido a que corremos detrás de otros indicios o a que nos aferramos a la teoría que nos parece exacta, no vemos el punto vital y verdadero hasta que nos damos de narices contra él. Y entonces, tal vez, es demasiado tarde y hacemos el papel de tontos.
Brendon admitió la verdad de estas observaciones basadas en la experiencia.
—Sólo caben dos hipótesis —dijo—: o fue un asesinato sin motivo, y la falta de móvil significa demencia, o existía una razón poderosa para cometerlo, y Redmayne mató a Penrod después de planear largamente el crimen y la forma de escapar. En el primer caso lo hubiéramos hallado, a menos que se haya suicidado con tanta astucia que no podemos encontrar el cadáver. En el segundo supuesto se trataría de un pájaro de cuenta y el viaje a Paignton y la desaparición del cuerpo (que parecen procedimientos de loco) habrían sido tramados con extraordinaria pericia. Pero si vive, loco o cuerdo, creo que ha hecho lo que anunciaba en su carta al hermano; es decir, ha escapado a un puerto francés o español. Por tanto, mi próximo paso será tratar de encontrar el barco que lo llevó.
Y así lo hizo. Al día siguiente partió hacia Plymouth, alquiló un cuarto en una posada de marineros situada en el Barbican y, con ayuda de las autoridades portuarias, investigó los viajes de una docena de pequeñas embarcaciones que habían anclado en Plymouth durante los días posteriores al crimen.
Dedicó un mes de ardua labor a esta etapa de la investigación, pero sus averiguaciones no dieron resultado. Ninguno de los capitanes de los barcos sospechosos pudo proporcionar la menor información; y, pese a la vigilancia ejercida, ni la policía del puerto ni habitante alguno de Plymouth habían visto a nadie que se asemejase a Robert Redmayne.
Finalmente el detective fue llamado a Londres y tuvo que soportar francas burlas por su fracaso; pero como no ocultaba su propia desilusión, cosa poco habitual en él, desarmó las bromas gastadas a sus expensas. El caso presentaba, en apariencia, tan pocas dificultades, que el total fracaso de Brendon asombraba a su jefe. No obstante, aceptó la opinión de Marc: Robert Redmayne no se había alejado de Inglaterra, sino que se había suicidado, probablemente poco después de despachar en Plymouth la carta para Benjamin.
Muchos otros problemas reclamaban la atención de la policía y, poco después, Brendon se hallaba dedicado a la tarea de dilucidar un robo de diamantes cometido en las Midlands. Pasaron los meses, el paradero del cadáver de Michael Penrod seguía en el misterio y el pequeño mundo de Scotland Yard archivó el caso en un casillero, en tanto que el mundo más grande lo olvidó por completo.
Mientras tanto, con sensación de alivio, Marc Brendon se preparó a afrontar lo que había surgido del episodio de Dartmoor, permitiéndose, al mismo tiempo, desinteresarse de los acontecimientos propiamente dichos. Quedaba Joanna Penrod, y Marc se hallaba profundamente preocupado por ella. A decir verdad, aparte de la diaria obligación del trabajo, ella llenaba su mente, excluyendo todo lo demás. Deseaba con vehemencia verla otra vez, pues aunque le había escrito durante la investigación, teniéndola al corriente de sus actividades, no existía pretexto para seguir haciéndolo. Ella había contestado a sus cartas; pero en sus breves respuestas, a pesar de los ruegos de Marc, nunca le había enviado noticias de sí misma, ni de sus futuros proyectos. Sólo una cosa le había comunicado: que estaba terminando la casita de Foggintor, conforme al plan original de su marido, y buscando un posible comprador. En su carta decía lo siguiente:
No puedo volver a Dartmoor, porque allí he pasado las horas más felices, y también las más desgraciadas, de mi vida. Nunca volveré a ser tan dichosa y espero que jamás sufriré tan indeciblemente como durante los últimos meses.
Marc releyó esta frase muchas veces y pesó cada palabra. Dedujo que, aunque Joanna Penrod comprendía que su mayor dicha había terminado para siempre, abrigaba la esperanza de que algún día su desesperación fuera reemplazada por una tranquila felicidad.
Brendon se asombraba de este estado de ánimo. Supuso que Joanna habría elegido mal las palabras y que el consuelo que tácitamente expresaban no era fiel reflejo de la realidad. Había calculado que transcurriría, por lo menos, un año, y no apenas cuatro meses, antes de que se atenuara su terrible aflicción. Estaba seguro de ello y sacó la conclusión de que atribuía a aquellas palabras una intención que Joanna no había querido darles. Ansiaba verla y estaba planeando la forma de hacerlo, cuando la suerte le ofreció una oportunidad.
Cierto día de mediados de diciembre encargaron a Brendon que detuviera a dos rusos que desembarcarían en Plymouth, procedentes de Nueva York. Después de identificarlos y atestiguar sus anteriores actividades en Inglaterra, se vio con unos días libres por delante. Sin previo aviso siguió viaje a Dartmouth, durmió allí esa noche y, a las nueve de la mañana siguiente, salió y se dirigió a «El nido del cuervo».
Su corazón latía con violencia; dos pensamientos dominaban su ritmo, porque no sólo experimentaba el intenso anhelo de ver a la joven viuda, sino que, por otras razones, deseaba también sorprender a la pequeña comunidad del acantilado. Persistía en su mente la vaga sospecha de que Benjamin Redmayne estuviera prestando ayuda a su hermano. Aunque la idea era imprecisa, no la había descartado por completo, y más de una vez había pensado en la conveniencia de una visita por sorpresa como la que ahora estaba a punto de efectuar.
No obstante, mientras ascendía las altas cuestas situadas al oeste del estudio fluvial, sus sospechas parecieron disminuir; y cuando al cabo de dos horas de marcha llegó a un sitio desde donde se divisaba «El nido del cuervo», entre las cimas de los acantilados y el mar invernal y grisáceo, no había en su mente otra cosa que la anticipada visión de Joanna Penrod.
Llegaba, ignorando los acontecimientos asombrosos que lo esperaban, sin adivinar siquiera que antes de terminar aquel día, tanto la historia de su sueño secreto como la crónica del crimen de la cantera estaban destinadas a prolongarse con el añadido de importantísimos incidentes.
El camino corría sobre los acantilados y alrededor de Marc se extendían los campos amarillentos y desnudos bajo el cielo invernal. Aquí y allí una gaviota chillona volaba por encima de su cabeza y la única otra señal de vida en aquella soledad era un campesino que se arrastraba detrás de su arado, mientras a sus espaldas revoloteaba una bandada de aves marinas. Brendon divisó, por fin, un portón blanco que daba a la carretera y comprendió que había llegado a su destino. Sobre el portón, en letras grabadas en una placa de bronce, se leía: «El nido del cuervo», y encima del letrero se elevaba un poste con un receptáculo destinado a colocar un farol durante la noche. El camino que llevaba a la casa descendía en brusca pendiente y, muy abajo, Marc vio el mástil y el cuarto de la torre que surgían sobre el edificio. En aquel día sombrío, el desamparo y la melancolía parecían rodear el lugar. El viento suspiraba y movía, comunicándoles un temblor de luz, las briznas secas del césped; el horizonte estaba oculto detrás de la niebla y entre la baja bruma color ceniza se asomaba al mar, en cuya superficie se agitaban millares de monótonas y diminutas olas, manchadas aquí y allí por bordes de espuma.
Mientras bajaba, Marc vio a un hombre que colocaba en el jardín una cerca de red metálica de sesenta centímetros de altura, con el objeto evidente de proteger de los conejos los macizos de flores cultivadas que habían sido extraídos del barranco verde del vallecito.
Oyó a alguien que cantaba y reconoció a Doria, el marinero. A cincuenta metros del hombre Marc se detuvo y aquél, abandonando su trabajo, se le acercó. Iba sin sombrero y fumaba un cigarro toscano provisto de su correspondiente anillo de papel con los colores italianos.
—¡Es Mr. Brendon, el sabueso! —exclamó Doria reconociéndolo—. ¿Trae noticias para mi amo?
—No, Doria, ninguna noticia, desgraciadamente; pero andaba por aquí cerca…, de nuevo en Plymouth, y se me ocurrió hacerles una visita a Mrs. Penrod y a su tío. ¿Por qué me llamó sabueso?
—Leo libros de crímenes en los que los detectives son «sabuesos». Es una expresión norteamericana. Los italianos decimos «esbirros», y los ingleses «oficial de policía».
—¿Cómo están todos?
—Muy bien. El tiempo pasa, las lágrimas se secan, la Providencia vela.
—¿Y todavía busca usted a la mujer rica que recobrará el castillo del último de los Doria?
Giuseppe rió, luego cerró los ojos y aspiró su maloliente cigarro.
—Ya veremos. El hombre propone y Dios dispone. Hay un dios llamado Cupido, señor, que remueve nuestros planes, así como aquel arado remueve las moradas secretas de los gusanos.
El pulso de Marc se aceleró. Adivinaba lo que Doria quería insinuar y se sentía preocupado, pero no sorprendido.
—La ambición bien puede ceder ante la belleza —prosiguió el otro—. Los castillos de antaño bien pueden desmoronarse, arrastrados por la marea del amor, a semejanza del edificio de arena de un niño junto al mar. ¡Demasiado lo sabemos!
Doria suspiró y clavó la mirada en Brendon. El italiano lucía una camiseta ajustada, de lana color castaño, y lo pintoresco de su figura se destacaba contra el fondo oscuro del cielo. El otro nada tenía que decir y se dispuso a bajar. Comprendía lo que había ocurrido; pero el objeto de su preocupación era Joanna Penrod y no el romántico personaje que estaba frente a él. El hecho de que aquel extranjero se encontrase aún allí, aislado en el lugar solitario, era para Marc tan explícito como las palabras que había pronunciado. Por algo se hallaba encadenado a «El nido del cuervo», manteniendo en suspenso sus grandes ambiciones. No obstante, el detective fingió no comprender el significado de la confesión de Doria.
—Un amo bueno, ¿eh? Supongo que el viejo lobo de mar es excelente amigo cuando uno respeta sus pequeñas manías.
—Es todo cuanto puedo desear y me demuestra simpatía, porque lo comprendo y lo halago. Todo hombre es un león en su propia cueva. Redmayne gobierna; en realidad, ¿de qué le sirve el hogar al hombre si no es para mandar y dar órdenes? Somos amigos. Sin embargo, es probable que no lo seamos por mucho tiempo, cuando…
Se interrumpió bruscamente, echó una densa bocanada de humo y regresó a su red metálica. Pero se volvió un momento hacia Brendon, mientras éste se alejaba.
—Madona está en casa —gritó, y Marc comprendió a quién se refería.
Cinco minutos después llegaba a «El nido del cuervo», y Joanna Penrod le daba la bienvenida.
—Mi tío está en la torre —dijo—. Lo llamaré en seguida. Pero dígame primero si trae alguna noticia. Me alegra mucho verlo…, ¡mucho!
Estaba agitada, y sus grandes y húmedos ojos azules brillaban. Parecía más hermosa que nunca.
—Nada nuevo, señora. Por lo menos… No, absolutamente nada. He agotado todas las posibilidades. Y usted… Usted tampoco tiene noticias, porque si las tuviera me las habría comunicado.
—Ninguna —admitió ella—. Si mi tío Benjamin supiera algo, me lo habría dicho. Estoy segura de que Robert Redmayne ha muerto.
—Yo también lo creo. Cuénteme cómo le ha ido a usted, si no es impertinencia preguntárselo.
—Ha sido usted muy bueno conmigo: le aseguro que siento gran aprecio por usted. Estoy muy bien. Tengo la vida por delante y he encontrado el modo de ser útil aquí.
—¿Está contenta entonces?
—Sí. El contento es muy pobre sucedáneo de la felicidad; pero estoy contenta.
Marc ansiaba hablar con mayor intimidad, pero no hallaba pretexto para hacerlo.
—¡Cómo me alegraría poder trocar su contento y convertirlo de nuevo en felicidad! —le dijo.
—Gracias por tan amistoso deseo —dijo ella, sonriéndole—. Estoy segura de que es sincero.
—Ya lo creo que sí.
—Tal vez vaya a Londres algún día, y entonces le permitiré que me proteja un poco.
—Ojalá sea pronto.
—Pero me siento desconcertada y sin ánimo todavía. Tengo fuertes recaídas y a veces hasta la voz de mi tío me resulta insoportable. En tales ocasiones me encierro. Me encadeno por algún tiempo, como si fuera una criatura salvaje, hasta que recobro la paciencia.
—Debería tratar de distraerse.
—Aunque no lo crea, hasta en este sitio abundan las distracciones. Giuseppe Doria canta para mí y salgo de cuando en cuando en la lancha. Siempre viajo por mar cuando tengo que ir a Dartmouth a hacer encargos de mi tío y a buscar las provisiones para la casa. En la primavera me dedicaré a criar pollos.
—El italiano…
—Es un caballero, Mr. Brendon… Un gran caballero, sin duda. No lo comprendo bien; pero no corro peligro con él. No es capaz de cometer ninguna bajeza ni deslealtad; se confió a mí apenas llegué. Soñaba con encontrar a una mujer rica, que lo amara y le permitiese rescatar el castillo de los Doria en Italia y reconstruir la familia. Es romántico y estoy convencida de que su energía y curioso atractivo conseguirán algún día lo que desea.
—¿Conserva todavía esa ambición?
Durante un segundo, Joanna guardó silencio. A través de la ventana sus ojos miraban hacia el mar.
—¿Por qué no? —preguntó.
—Tengo entendido que es hombre de quien las mujeres se enamoran fácilmente.
—¡Oh, sí!… Su belleza física es extraordinaria y posee una mentalidad superior.
Marc sentía el impulso de prevenirla; pero comprendió que cualquier consejo de su parte sería una impertinencia. Joanna, sin embargo, parecía leer sus pensamientos.
—Nunca volveré a casarme —dijo.
—Nadie se atrevería a pedirle que lo hiciera… Nadie que conozca lo que usted ha sufrido. Quiero decir, hasta después de mucho tiempo —agregó Brendon con torpeza.
—Comprenda usted —contestó ella, tomándole impulsivamente la mano—. Creo que existe un abismo entre nosotros los anglosajones y los latinos. Éstos tienen una mentalidad más ágil que la nuestra. Están ávidos de obtener el máximo de lo que ofrece la vida. En muchos aspectos, Doria es un niño; pero un niño deliciosamente poético. Creo que Inglaterra lo hiela un poco; pero jura que no existen mujeres ricas en Italia. A pesar de todo, ansía estar allí. Supongo que volverá pronto a su patria. Se irá de aquí en la primavera… Así me lo ha confiado; pero no lo diga usted, porque mi tío lo estima mucho y lo afligirá perderlo. Doria es habilísimo y nos adivina el pensamiento en forma milagrosa.
—Muy bien; no quiero que pierda usted más tiempo por causa mía.
—Esté seguro de que no lo pierdo. Me alegra mucho, pero mucho, verlo, Mr. Brendon. ¿Se quedará a almorzar? Almorzamos a las doce.
—¿Puedo hacerlo?
—Se lo ruego. Y también que se quede a tomar el té. Suba ahora a ver a mi tío Benjamin. Lo dejaré una hora con él. Luego estará listo el almuerzo. Doria siempre nos hace compañía. ¿No le importa, verdad?
—¡El último de los Doria! ¡Creo que nunca he comido en tan encumbrada compañía!
Joanna lo condujo por la escalera hasta el refugio del viejo marino.
—Mr. Brendon ha venido a visitarnos, tío Benjamin —dijo, y Redmayne se apartó del gran catalejo.
—Se acerca un vendaval —anunció—. El viento ha virado un poco hacia el Sur. El tiempo está malo ya en el Canal.
Estrechó la mano de Brendon y Joanna se retiró. Benjamin se mostró contento de ver a Marc; pero, al parecer, su interés por su hermano había disminuido. No mencionó a Robert Redmayne; abordó otros temas que ocupaban su pensamiento y lo hizo en forma tan directa que asombró al policía.
—Soy hombre rudo —dijo—, pero me mantengo alerta para observar de dónde sopla el viento; y me costó poco advertir, cuando vino usted aquí el verano último, que mi sobrina le agradaba. Según parece, pertenece al tipo de mujer que hace perder la cabeza a los hombres. Por mi parte, desde que mi madre dejó de alimentarme, nunca tuve necesidad de mujer alguna; y siempre he desconfiado de esas sirenas, porque he visto a muchos de mis compañeros encallar en las rocas por culpa de ellas. Pero confieso que Joanna ha hecho más confortable mi casa y creo que siente afecto por mí.
—Naturalmente, señor.
—Espere que termine de hablar. En estos días me enfrento con un problema muy enojoso, porque mi brazo derecho, Giuseppe Doria, ha puesto sus ojos en Joanna; él no tiene precio como soltero y ella es valiosísima sola; pero si el pícaro la convence y consigue que ella se enamore de él, se casarán el año próximo y tendré que despedirme de los dos.
Esta confidencia molestó mucho a Marc.
—En su lugar —dijo—, le haría a Doria una insinuación inequívoca. Sabe mejor que nosotros lo que se considera de buen tono en Italia; y si no lo sabe, debería saberlo, puesto que es un caballero. Dígale que es de muy mal tono cortejar a una viuda reciente…, en especial si ésta amaba a su marido con locura, como es el caso de su sobrina que, además, se ha visto separada de él en trágicas circunstancias.
—Me parece bien y, si sólo se tratara de una de las partes, quizá lo haría; aunque, a decir verdad, temo que Doria no permanezca mucho tiempo aquí. No me lo ha dicho; pero veo que Joanna es lo único que lo retiene. También es menester pensar en ella. No diré que lo alienta, ni nada por el estilo. Evidentemente no lo hace. Pero como le dije, tengo bien abiertos los ojos, y es inútil negar que tolera de buena gana su compañía. Es hombre espléndido y atrayente, y ella es joven.
—Tenía entendido que buscaba una heredera… con bastante dinero para restaurar las perdidas glorias de su familia.
—Así era y, por supuesto, sabe que no podrá hacerlo con las veinte mil libras de Joanna. Pero el amor, más que el temor, vence muchas cosas. Aniquila la ambición (aunque sólo sea por un momento) y pone al hombre en situación de desventaja en la carrera de la vida. Actualmente Doria sólo quiere a Joanna Penrod y, si no me equivoco, la conseguirá. Nada me importaría si se quedaran conmigo y si siguiéramos como ahora; pero esto, como es natural, no podría ser. Doria se ha convertido en amigo. Cumple con creces su obligación, pero más que sirviente es un huésped y lo echaré mucho de menos cuando se vaya.
—Es difícil saber qué podría usted hacer, Mr. Redmayne.
—Muy difícil. No deseo interponerme entre mi sobrina y su felicidad; y, sinceramente, no me atrevería a asegurar que Doria no sería un buen marido, aunque los buenos maridos son raros en todas partes y creo que, más que en ninguna, en Italia. No sería raro que ese hombre cambiara de opinión después de un año de casados y ansiara otra vez el logro de sus ambiciones y el dinero para ponerlas en práctica. Algún día, Joanna será rica, porque tarde o temprano nos entregarán el dinero del pobre Robert; luego tendrá el mío y el de su tío Albert; al menos si las cosas no cambian. Pero, analizando a fondo la cuestión, preferiría que no se casaran. Le digo estas cosas porque es usted célebre y porque sus antecedentes revelan que posee excelente criterio.
—Agradezco la confidencia y se la corresponderé con otra —contestó Brendon, después de reflexionar un instante—. Admiro fervientemente a Mrs. Penrod. Además de ser asombrosamente bella, tiene una naturaleza bondadosa y encantadora. Semejante distinción de carácter es garantía de que nada sucederá por el momento. Su sobrina se matendrá fiel, durante muchos meses, al recuerdo de su marido muerto. Y quizá definitivamente.
—No creo —afirmó Benjamin—. No dudo de que el plazo se extenderá hasta el año próximo, o tal vez más. Pero el hecho es que están diariamente juntos y aunque Joanna se cuidaría mucho de mostrarme sus sentimientos, y acaso hasta de confesárselos a sí misma, estoy convencido de que Doria vencerá.
Brendon no contestó. Se sentía descorazonado y no lo ocultaba.
—Créame, preferiría mil veces que fuera un inglés —siguió diciendo el marino—; pero no hay nadie por estos contornos capaz de rivalizar con Doria. Giuseppe corre la carrera solo —luego cambió de tema—. ¿No hay noticias de mi pobre hermano?
—Ninguna, Mr. Redmayne.
—Confiaba en que hallaría otra explicación a aquella horrible cosa. ¿Se probó que la sangre era humana?
—Sí.
—Otro secreto del mar, entonces, en lo que respecta a Penrod. En cuanto a Robert, el Día del Juicio Final se sabrá dónde descansan sus huesos.
—También tengo la convicción de que ha muerto.
Minutos más tarde sonó un gong y los dos hombres bajaron al comedor. Giuseppe Doria tomó la palabra mientras los cuatro hacían honor a un sustancioso almuerzo. Se mostró muy egoísta y encantado de relatar sus pintorescas ambiciones, a pesar de su confesión de que las había modificado.
—Pertenezco a una familia que, en determinada época, dominaba la Italia occidental —declaró—. En el centro, hacia el interior, entre Ventimiglia y Bordighera, se halla situada nuestra vieja fortaleza, al pie de las montañas y junto al río. Un antiguo puente, en forma de arco iris, se extiende sobre el Nervia; las casas suben por los montes entre viñedos y olivares y, dominando el conjunto, se alzan las austeras ruinas del poderoso castillo de los Doria, fantasma de un magnífico pasado. En medio del bullicio y de los asuntos humanos, secularmente apartado de las preocupaciones de los hombres, se eleva, hueco y vacío, mientras la vida se agita a su alrededor como el mar que rompe al pie de estos acantilados. El pueblo lo invade; lo invaden los humildes que antaño se arrodillaban con la cabeza descubierta delante de mis antepasados. ¡Los de baja esfera se pasean por nuestros grandes salones; los habitantes del pueblo secan su ropa en nuestros pisos de mármol; los niños juegan en los gabinetes de los grandes consejeros, los murciélagos vuelan a través de los ventanales junto a los cuales se han sentado princesas llenas de esperanza o de temor!
»Mi familia —prosiguió— descendió muchos escalones, y mi abuelo se vio obligado a adoptar el oficio de leñador y a transportar con dos mulas carbón de leña de las montañas. Mi tío cultivaba limones en Menton y ahorró varios miles de francos; pero su mujer los despilfarró. Ahora quedo yo solo, el último del linaje, y el solar de los Doria está en venta desde hace mucho tiempo.
»El castillo y el título van unidos; ésta es nuestra grotesca costumbre italiana. Cualquier carnicero o comerciante en manteca puede mañana convertirse en conde de Doria, si tiene los bolsillos bastante llenos. Pero la salvación está en que, pese a lo barato que cuestan el título y la propiedad, restaurar las ruinas y devolverlas a su antigua magnificencia exige la fortuna de un millonario.»
Siguió charlando y después del almuerzo encendió uno de sus cigarros toscanos, bebió un coñac especial que Redmayne ofreció en honor de Brendon y luego se marchó.
Hablaron de él y Marc observó con especial curiosidad la actitud de Joanna; pero ésta no mostró mucho interés por el italiano y se limitó a alabar su voz, su adaptabilidad y su buen carácter.
—Es hábil para todo —dijo—. Se disponía a pescar esta tarde, pero como el mar está muy agitado, trabajará en el jardín.
Luego expresó su esperanza de que Doria hallara una mujer rica y alcanzara la cima de su ambición. Era evidente que aquel hombre no formaba parte de ninguno de sus planes para el futuro. Pero, refiriéndose a él, dijo una cosa que sorprendió a Marc.
—No le gustan las mujeres —declaró—. Me enfada a veces la actitud despectiva que tiene hacia mi sexo. Es igual o peor que mi tío Benjamin, quien se ha convertido en un solterón empedernido. Dice: «A las mujeres, los curas y las gallinas nada les basta.» Pero sostengo que los hombres son mucho más voraces que las mujeres y que siempre lo han sido.
El marino rió y salieron a la terraza; estuvieron allí hasta que se insinuaron las primeras sombras del crepúsculo vespertino. No había estallado aún la tormenta y una luz ígnea se extendió por el Oeste; durante un rato el viento huracanado despejó casi por completo el cielo. Luego, cuando el faro de Start abrió su ojo blanco y centelleante sobre el color púrpura que se intensificaba sobre el mar y las olas embravecidas acrecentaron su estruendo, los tres regresaron a la casa y Redmayne mostró a Brendon sus colecciones de curiosidades. Tomaron el té a las cinco y media y una hora más tarde el detective se marchó.
Lo habían invitado a que volviera cuando quisiese; el viejo marino le había asegurado que en cualquier momento tendría gran placer en recibirlo como huésped. Esta proposición tentaba no poco a Brendon.
—Ha hecho usted maravillas —le dijo Joanna mientras le acompañaba hasta el portón exterior—. Ha conquistado por completo a mi tío; es una verdadera proeza.
—¿Le disgustaría a usted que aceptase la invitación y que viniera a pasar unos días en Navidad? —inquirió él, y Joanna le aseguró que sería para ella un gran placer verlo en la casa.
Algo más alentado, Marc se alejó; pero pronto perdió la sensación de euforia que experientaba en presencia de Joanna. Lo asaltaban graves sospechas y creía posible que la indiferencia de la joven con respecto a Doria fuera simulada. Seguramente, Joanna se obligaba a no demostrar sentimiento alguno hasta que pasaran sus días de luto; y Brendon se sintió invadido por la melancólica certeza de que después del siguiente verano, Joanna Penrod se casaría por segunda vez.
Reflexionó sobre si era cuerdo volver pronto a casa de Benjamin Redmayne y sintió vehementes deseos de hacerlo. Sin adivinar que estaría allí de nuevo al día siguiente, decidió que en los primeros días de primavera recordaría al viejo marino su invitación. Hasta entonces podían suceder muchas cosas, pues su intención era mantener correspondencia con Joanna o, por lo menos, dar el primer paso en este sentido.
Mientras Brendon avanzaba en su solitario camino, la luna había salido y brillaba claramente a través de nubéculas que se juntaban, amenazando ocultar pronto la plateada luz. Las nubes pasaban velozmente y sobre la cabeza de Brendon los alambres telegráficos susurraban el canto de una tormenta cercana. Los pensamientos del caminante se sucedían con la irregularidad del viento caprichoso y vocinglero. Pensaba en todas las palabras que había pronunciado Joanna y trataba de interpretar cada una de las miradas que le había dirigido.
Intentó convencerse de que la teoría de Benjamin Redmayne era falsa; no era posible que la viuda de Michael Penrod entregara su corazón lleno de tristeza a un extraño llegado de Italia. La idea era absurda, porque una mujer de tan delicada naturaleza, que había sufrido pérdida tan repentina y trágica, no podía hallar en aquel charlatán bien parecido y palpitante de egoísmo, solaz para su pena ni promesa de dicha futura. En teoría, sus puntos de vista resultaban perfectos. Pero, pese a sus reflexiones, sabía que el amor, cuando madura, es capaz de hacer añicos todas las teorías y de trastornar el carácter más firme.
Sumido en sus pensamintos, Brendon avanzaba; de pronto, en un punto donde el camino descendía, flanqueado a la izquierda por una loma y a la derecha por un bosque de pinos, experimentó una de las mayores sorpresas que la vida le había deparado hasta aquel instante.
Junto a un rústico portón, paralelo al camino que marcaba el límite de un espeso matorral, se hallaba Robert Redmayne.
Sólo los separaba el portón; el hombre estaba apoyado en él, con los brazos cruzados sobre la barra superior. La luz de la luna iluminaba de lleno su rostro y, sobre su cabeza, sacudidos por la violencia del viento, los pinos emitían un rumor áspero y tétrico, mientras de allá abajo subía el grito sordo del mar embravecido que azotaba los acantilados. El pelirrojo estaba inmóvil, vigilante. Tenía puesto el traje de «tweed», la gorra y el chaleco rojo que Brendon recordaba haberle visto en Foggintor; la luz de la luna brillaba en sus ojos sobresaltados y descubría su bigote y la blancura de sus dientes. Su rostro ojeroso reflejaba miedo y dolor, pero ningún síntoma de demencia.
Parecía que había acudido al lugar en respuesta a una cita; pero no era a Marc Brendon a quien esperaba. Durante un segundo se quedó mirándolo atónito mientras el detective se detenía y lo enfrentaba. Seguramente había reconocido a Marc, o al menos lo había tomado por un enemigo, porque instantáneamente giró sobre sus talones, se internó en el bosque y desapareció. En un abrir y cerrar de ojos, se había esfumado y el fragor de la tormenta ahogó el rumor de su aterrorizada huida.