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Un indicio

Cuando Marc Brendon llegó a Kingswear Ferry había una gasolinera atracada al muelle. No conocía el famoso puerto, y aunque su mente estaba bastante ocupada, el detective conservaba libre todavía su facultad de percepción y pudo admirar el pintoresco río, las colinas que surgen sobre el estuario y la antigua ciudad situada en medio de arboladas laderas; como también el Real Colegio Naval que, dominando el conjunto, se eleva, con sus grandes bloques de albañilería blanca y roja, contra el fondo azul del cielo.

La embarcación que lo esperaba era perfecta en todos sus detalles. Estaba pintada de blanco y decorada con madera de teca. Los bronces y maquinarias relucían; los motores y el timón estaban colocados hacia proa y detrás de los camarotes y el salón un toldo se extendía sobre la popa. El único marinero encargado de la lancha se ocupaba de replegar dicho toldo en el momento en que Marc descendía hacia la embarcación; y cuando el hombre acabó su tarea, los ojos de Brendon brillaron al ver que ya había un pasajero a bordo; una mujer estaba sentada a popa y aquella mujer era Joanna Penrod.

Vestía de negro, y Marc, al saltar a bordo y saludarla, advirtió que aquellas ropas de luto eran fiel reflejo de su estado de ánimo. La joven se había convencido de que debía abandonar toda esperanza; sabía que era viuda porque la carta recibida por su tío así lo decía. Saludó amablemente al detective y le aseguró que se alegraba de que hubiera aceptado su invitación; pero Marc comprendió en seguida que la actitud mental de Joanna había cambiado. Ahora demostraba extrema indiferencia y profunda melancolía. El detective le dijo que le había enviado una carta a Princetown y pidió datos sobre la misiva del capitán Redmayne; pero ella no se mostró sensible a su ruego.

—Mi tío le dirá todo —afirmó—. Parece que su primera suposición es la correcta. Mi marido ha perdido la vida a manos de un loco.

—Sin embargo, señora, es increíble que un loco de esa clase, si está vivo, siga escapando de la policía. ¿Sabe usted de dónde viene esa carta? Hubieran debido comunicarnos la noticia inmediatamente.

—Así se lo dije a mi tío Benjamin.

—¿Está seguro su tío de que realmente es de su hermano?

—Sí; no cabe la menor duda. La carta fue enviada desde Plymouth. Pero, por favor, no me haga preguntas al respecto. No quiero pensar en ella.

—Supongo que cuida usted su salud y sé que está mostrándose valiente.

—Estoy viva —dijo ella—; sin embargo, mi vida ha terminado.

—No debe pensar ni sentir así. Permítame contarle algo que me consoló cuando lo oí en boca ajena al morir mi madre. Me lo dijo un viejo sacerdote: «Piense en lo que desearía el muerto y trate de complacerlo.» No parece gran cosa; pero, si se reflexiona, ayuda mucho.

La lancha era veloz y pronto se deslizó entre los históricos castillos que se erguían, en ambas orillas, a la entrada del puerto.

—Esta belleza y esta paz parecen intensificar mi pena. Cuando las personas sufren, deberían ir donde la naturaleza también sufre… A regiones tristes y desoladas.

—Convendría que se ocupase en algo. Procure distraerse con el trabajo… Trabaje; si es necesario, hasta quedar exhausta. No hay nada mejor que una ocupación mental o física cuando se sufre.

—Me receta una droga. Sería lo mismo que beber o tomar opio. Aunque pudiera, no eludiría mi dolor. Es un homenaje que debo a mi marido muerto.

—Usted no es cobarde. Tiene que vivir y hacer más feliz al mundo, porque vive.

Ella sonrió por primera vez y su sonrisa iluminó un instante su belleza, pero en seguida desapareció.

—Es usted bueno, generoso e inteligente —contestó. Luego cambió de tema y señaló al hombre de proa.

Estaba sentado, muy erguido, en el timón, y les daba la espalda. Se había quitado el gorro y cantaba suavemente para sí, apenas lo suficientemente alto como para oírlo por encima del ruido de los motores. El aria que entonaba pertenecía a una de las primeras óperas de Verdi.

—¿Se ha fijado en ese hombre?

Marc movió negativamente la cabeza.

—Es italiano. Nació en Turín, pero hace algún tiempo que trabaja en Inglaterra. Me parece más griego que italiano; no griego moderno, sino de la época clásica, de las épocas que estudiábamos en el colegio. Tiene cabeza de estatua.

Joanna dio una orden al marinero.

—Alejémonos cosa de una milla, Doria —dijo elevando la voz—. Deseo que Mr. Brendon vea la línea de la costa.

—Bien, bien, señora —contestó el hombre, y cambió el rumbo mar adentro.

Al oír la voz de Joanna se había vuelto, mostrando a Marc un rostro de gran belleza, afeitado, alegre y bronceado. Su contorno era clásico, pero carecía de la perfección sin alma del ideal griego. Los ojos negros y brillantes del italiano reflejaban inteligencia.

—Giuseppe Doria cuenta una maravillosa historia sobre sí mismo —prosiguió Joanna—. Mi tío Benjamin dice que, según afirma, desciende de una antiquísima familia y es el último de los Doria de… No recuerdo… Un lugar cerca de Ventimiglia. Mi tío lo estima muchísimo. Espero que sea digno de tal confianza y que tenga un carácter tan honrado como agraciado es su físico.

—Por cierto que puede tener alcurnia. En su aspecto hay distinción, raza y calidad.

—Además es inteligente… Sabe de todo, como la mayoría de los marineros.

Brendon admiró los variados encantos de la costa de Dartmouth; los riscos, los verdes promontorios, el rojo vivo de los acantilados de roca arenisca y los perlinos precipicios de piedra caliza que surgían sobre las aguas tranquilas. La embarcación se dirigió luego hacia el Oeste, atravesó un paisaje de rocas y pequeñas ensenadas con playas de arena, y a poco costeó acantilados más altos y abruptos que se elevaban a ciento ochenta metros sobre el nivel del mar.

Encaramada en las alturas, como un nido de pájaro, se veía una casita con vetanas que miraban hacia el Canal de la Mancha. En el centro se elevaba una torre, y delante se extendía una meseta en la cual había un asta de bandera y un mástil, en cuya punta flameaba una enseña roja. Detrás de la casa se extendía un valle arbolado del cual descendía un camino; debajo de los acantilados que la rodeaban, rompían perezosamente las olas estivales, adornando la costa con un collar de espumas. Mucho más abajo de la casa, apenas sobre el nivel de la marea alta, se extendía una angosta playa cubierta de guijarros y más arriba había una caverna convertida en fondeadero de botes. Hacia allí se dirigieron Brendon y sus acompañantes.

La lancha acortó la marcha y encalló la proa en los guijarros. Doria detuvo el motor, lanzó a tierra una planchada y ayudó a Joanna y al detective a alcanzar la playa. El lugar parecía cerrado; pero detrás de un saliente de roca subían peldaños tallados en la piedra, formando una escalera completada con una baranda de hierro. Joanna tomó la delantera y Marc la siguió; después de subir doscientos escalones se hallaron sobre la terraza. Tenía cincuenta metros de largo y también estaba cubierta de guijarros marinos. Las bocas de dos cañoncitos de bronce apuntaban hacia el mar por encima del parapeto y, en el centro, el césped que rodeaba el mástil se hallaba cuidadosamente bordeado de una decoración de conchas.

—¿Quién que no fuera un viejo marino podría haber creado un lugar como éste? —observó Brendon.

Un hombre de edad madura, que llevaba un catalejo debajo del brazo, se adelantó a recibirlos. Benjamin Redmayne era proporcionado y sólido, y su aspecto de hombre de mar era inequívoco. Usaba barba corta y patillas que empezaban a encanecer, pero no tenía bigote; su cabeza descubierta brillaba con el fulgor rojizo de sus cabellos. El rostro, curtido por la intemperie, era rubicundo y ligeramente amoratado en los pómulos; sus cejas tupidas sombreaban un par de ojos castaños hundidos y tristes. La expresión de la boca le comunicaba un aspecto malhumorado y belicoso, que parecía corresponder a su carácter. Por lo menos a Brendon no le demostró, al principio, mucha consideración.

—De modo que decidió venir —dijo estrechándole la mano—. ¿No hay noticias?

—Ninguna, Mr. Redmayne.

—¡Vaya, vaya! ¡Pensar que Scotland Yard no es capaz de encontrar a un pobre diablo que ha perdido el juicio!

—Podía habernos ayudado usted —expresó Marc con tono cortante—, si es verdad que ha recibido una carta de su hermano.

—¿Acaso no estoy haciéndolo ahora? Se la mostraré en seguida.

—Ha dejado pasar dos días.

Benjamin Redmayne refunfuñó.

—Entre y lea la carta —dijo—. No pensé que fracasarían ustedes. Todo es muy terrible, por cierto; ¡y que me parta un rayo si entiendo algo de todo esto! Pero una cosa está clara: mi hermano escribió la carta y la escribió desde Plymouth; y puesto que no ha sido hallado en Plymouth, no dudo de que ha logrado lo que quería.

Luego se volvió hacia su sobrina.

—Tomaremos el té dentro de media hora, Joanna. Entretanto, llevaré a Mr. Brendon al cuarto de la torre.

Joanna Penrod desapareció en el interior de la casa, y Marc y el marino la siguieron.

Cruzaron un vestíbulo cuadrado lleno de exóticas curiosidades coleccionadas por el dueño de casa. Luego subieron a una habitación grande y octogonal, semejante al fanal de un faro, que coronaba la vivienda.

—Mi atalaya —explicó Redmayne—. Cuando hace mal tiempo, paso aquí la mayor parte del día, y con aquel catalejo de ocho centímetros veo lo que sucede en el mar. Como usted ve, tengo una litera en ese rincón. A menudo duermo aquí arriba.

—Es casi como si estuviera a bordo —dijo Brendon, y la observación agradó a Benjamin.

—Así me parece y le diré que a veces hasta se mueve un poco. Nunca he visto olas más altas que las que rompían en estos acantilados durante el temporal del mes de marzo último. Le aseguro que nos sacudíamos hasta la quilla.

Se acercó a un rincón en que había un alto armario con llave, lo abrió y sacó un cofre de madera, cuadrado y de forma anticuada. Levantó la tapa y extrajo una carta que entregó al detective.

Brendon se sentó en una silla junto a la ventana abierta y leyó lentamente la esquela. La letra era grande y extendida, y las líneas subían levemente de izquierda a derecha, dejando en blanco el ángulo inferior derecho del papel. Decía lo siguiente:

Querido Ben: Todo ha terminado. He matado a Michael Penrod y lo he llevado donde sólo lo encontrarán el Día del Juicio. Algo me impulsó a hacerlo; pero sea como fuere, ahora lo siento…, no por él, sino por mí. Esta noche, si la suerte me ayuda, huiré a Francia. Si más adelante puedo enviar mi dirección, lo haré. Cuida a Joanna… Por fin está libre de ese sinvergüenza. Tal vez regrese cuando las cosas se hayan calmado. Cuéntales esto a Albert y a Flora.

Te abraza

R. R.»

Brendon examinó la misiva y el sobre.

—¿Conserva alguna otra carta…, alguna del pasado que pueda comparar con ésta? —inquirió.

Benjamin asintió con la cabeza.

—Supuse que me pediría eso —contestó y extrajo del cofre una segunda carta.

Contenía unas líneas en las que Robert Redmayne comunicaba su compromiso matrimonial y la letra era idéntica.

—¿Y qué cree usted que ha hecho su hermano? —preguntó Brendon, guardando en el bolsillo ambas misivas.

—Creo que hizo lo que se proponía. En esta época del año, todos los días de la semana hay una docena de pequeños barcos de carga españoles y bretones dedicados al transporte de la cebolla, atracados al muelle de Plymouth. Y si el pobre Robert llegó hasta allí, no habrá faltado quien aceptara el riesgo de esconderlo a cambio de una buena suma de dinero. De ser así, estaría tanto o más seguro que en cualquier otra parte a bordo de una de esas chalupas. Podría bajar en Saint-Malo, o en algún otro puerto de por allí, y librarse de la persecución de ustedes.

—Y hasta que descubrieran que está loco, no tendríamos más noticias de él.

—¿Por qué habrían de descubrir que está loco? —inquirió Benjamin—. Sin duda lo estaba cuando mató a ese inocente, porque sólo un loco pudo cometer una acción tan horrible y mostrarse tan astuto después…, con esa especie de astucia infantil que lo delató desde el principio. Pero no creo que siguiera dominado por la locura después de realizar lo que su mente desequilibrada lo impulsó a hacer. Si lo atrapara mañana, posiblemente hallaría que es tan cuerdo como usted mismo, en todo, menos en ese único punto. Había fomentado en su cerebro el odio que sentía contra Michael Penrod, porque lo consideraba cobarde. Y esta idea emponzoñó su mente en forma tal que no pudo reprimir su encono. Esta es mi opinión. Yo también despreciaba al pobre Penrod y me enfadé mucho con mi sobrina cuando se casó con él, contrariando nuestra voluntad; pero mis sentimientos no me hicieron perder la cabeza y me alegré cuando supe que Penrod era un hombre decente que hizo cuanto pudo para favorecer el éxito del depósito de musgo.

Brendon reflexionó.

—Su punto de vista es muy sensato —dijo—, y quizá tenga razón. Basándonos en esta carta podemos deducir que después de arrojar el cadáver al mar, en Berry Head, su hermano regresó a su alojamiento, se disfrazó en alguna forma y tomó el primer tren de Paignton a New Abbot, y otro de allí a Plymouth. Probablemente llegó a esta última localidad y se escondió antes de que empezáramos a buscarlo.

—Eso creo yo —repuso el marino.

—¿Cuándo lo vio por última vez, Mr. Redmayne?

—Hace alrededor de un mes. Vino a pasar el día en compañía de Flora Reed, la joven con quien iba a casarse.

—¿Estaba bien en ese momento?

Benjamin reflexionó y se rascó la barba rojiza.

—Bullicioso y charlatán, pero no advertí nada raro en él.

—¿Habló del matrimonio Penrod?

—Ni una palabra. Se dedicó por completo a su novia. Pensaban casarse a fines del otoño y emprender un viaje para visitar a mi hermano Albert.

—¿Cree usted que escribirá a Miss Reed cuando llegue a Francia?

—No sabría decirle. Suponiendo que dentro de poco lo detuvieran, ¿qué establecería la ley? Un individuo enloquece y comete un crimen. Más tarde lo prenden y está tan cuerdo como un juez. No es posible que lo ahorquen por lo que hizo cuando perdió el juicio y no es posible encerrarle en un manicomio si no está loco.

—El problema es interesante, no hay duda —admitió Brendon—; pero esté seguro de que la ley no dejará de ser previsora. Un loco homicida, aunque tenga intervalos de cordura, no andará suelto por ahí después de matar a un semejante.

—Bueno; nada más puedo agregar a lo dicho. Si tengo noticias de Robert avisaré a la policía; y supongo que si ustedes lo capturan, nos avisarán en seguida a mí y a su otro hermano. Lo que ha sucedido es horrible para la familia. Robert se comportó bien durante la guerra y recibió honores. Si está loco, quiere decir que la guerra lo enloqueció.

—Todo eso se tendría muy en cuenta, se lo aseguro. Lamento lo ocurrido, tanto por él como por usted, Mr. Redmayne.

Malhumorado, Benjamin lo miró por debajo de sus tupidas cejas.

—Si apareciera por aquí alguna noche, no me sentiría muy dispuesto a entregarlo a la muerte en vida en un manicomio.

—Apuesto lo que quiera a que cumpliría usted con su deber —replicó Brendon.

Bajaron al comedor, donde Joanna Penrod los esperaba para servir el té. Los tres guardaban silencio y Marc tuvo tiempo de observar a la joven viuda.

—¿Qué hará usted, señora? —preguntó al rato—. ¿Dónde podré encontrarla si necesito su ayuda?

—Estoy en manos de mi tío Benjamin —contestó Joanna mirando a Redmayne y no a Brendon—. Sé que me permitirá vivir aquí por el momento.

—Quiero que te quedes para siempre —declaró el viejo marino—. Ésta es tu casa ahora, Joanna, y estoy muy contento de que te encuentres aquí. Ahora no somos más que tres: tú, tu tío Albert y yo, porque no creo que volvamos a ver jamás al pobre Robert.

Una mujer de edad entró en el comedor.

—Doria desea saber a qué hora necesitan la lancha —dijo.

—En seguida, si es posible —rogó Brendon—. Hemos perdido mucho tiempo.

—Dígale a Doria que esté a bordo —ordenó Benjamin.

Cinco minutos más tarde Marc se despedía.

—Le comunicaré inmediatamente la noticia de la captura, Mr. Redmayne —aseguró—. Si su pobre hermano vive aún, no es posible que siga mucho tiempo prófugo. Considerando la situación en que se halla, debe de sentirse atormentado y lleno de ansiedad; por su propio bien deseo que se entregue pronto o que lo encuentren, si no en Inglaterra, en Francia.

—Gracias —repuso el viejo marino con voz contenida—. Lo que acaba usted de decir es cierto. También lamento ahora esta tardanza. Si vuelvo a tener noticias de él, telegrafiaré a Scotland Yard o encargaré que lo hagan desde Dartmouth. Habrá advertido usted que he instalado un cable telefónico para comunicarme con el pueblo.

Estaban otra vez debajo del mástil, en la terraza, y Brendon contemplaba la línea rugosa de acantilados y los campos de cereales que ascendían en declive tierra adentro. La región era muy despoblada y sólo se veía, hacia el Oeste, la albardilla del tejado de una alquería solitaria, situada a casi dos kilómetros de distancia.

—Si recurre a usted (y me parece que lo hará), recíbalo y avísenos —dijo Brendon—. Es una obligación muy dolorosa, por cierto; pero tengo la certeza de que la cumplirá, Mr. Redmayne.

La áspera actitud del viejo marino se había suavizado un poco en el transcurso de la visita del detective. Era evidente que la aversión natural que le inspiraba la profesión de Brendon no se extendía al policía como persona.

—El deber es el deber —dijo—, pero ruego a Dios que me aparte del que usted cumple. Si algo puedo hacer, confíe en que lo haré. No creo probable que Robert venga; tal vez trate de refugiarse en casa de Albert, allá en Italia. Adiós.

Redmayne volvió a la casa y Joanna, que se hallaba junto a ellos, acompañó a Brendon hasta los peldaños.

—No vaya a creer que detesto a Robert —le dijo—. El pobre infeliz me ha roto el corazón, eso es todo. Más de una vez he dicho tontamente que Michael había escapado a la guerra. Pero no… No es mi tío Robert quien mató a mi adorado marido: fue la guerra. Ahora lo comprendo.

—Es una suerte que sea usted tan sensata —contestó Marc en voz baja—. Admiro su extraordinaria paciencia y su valor, señora, y… haría por usted, y haré todo lo que la inteligencia humana sea capaz de hacer.

—Gracias, bondadoso amigo —repuso ella. Luego estrechó su mano y se despidió de él.

—¿Me avisará usted si se marcha de aquí? —preguntó Brendon.

—Sí…, puesto que me lo pide.

Se separaron y Marc bajó los escalones corriendo, casi sin verlos. Sentía que amaba, con toda su alma, a aquella mujer. La intensidad del sentimiento lo dominaba por completo, mientras la razón y el buen sentido protestaban.

Saltó a bordo de la lancha que lo esperaba y pronto navegaron velozmente rumbo a Dartmouth. Doria le hacía vehementes preguntas, pero el pasajero no se mostraba dispuesto a satisfacer su curiosidad. En cambio, le pidió algunos datos sobre su persona y descubrió que al italiano le encantaba hablar de sí mismo. Antes de que la lancha llegara al muelle de Dartmouth, la egolatría y la frivolidad que demostraba Doria dejaron pensativo a Brendon…

—¿Por qué no ha regresado usted a su país ahora que ha terminado la guerra? —preguntó a Doria.

—No estoy en mi país, precisamente porque la guerra ha terminado, señor —repuso Giuseppe—. Luché contra Austria en el mar; pero ahora…, ahora Italia es un país desgraciado; por el momento, no es lugar para héroes. No soy un hombre cualquiera. Soy de noble linaje: el de los Doria de Dolceaqua, en los Alpes Marítimos. ¿Ha oído hablar de los Doria?

—Creo que no… No estoy muy fuerte en historia.

—En las orillas del río Nervia, los Doria poseían un poderoso castillo y gobernaban la tierra de Dolceacqua Eran guerreros. Hubo un Doria que mató al príncipe de Mónaco. Pero las grandes familias son como las naciones: su historia es un leve montículo en el reloj de arena del tiempo. Surgen y se desmoronan por el proceso de su propia evolución. ¡Sí! El tiempo sacude el reloj de arena y desaparecen… hasta el último granito. Yo soy el último granito. Fuimos hundiéndonos gradualmente hasta el punto en que sólo he quedado yo. Mi padre conducía un automóvil de alquiler en Bordighera. Murió en la guerra y mi madre también ha muerto. No tengo más que una hermana. Se deshonró y supongo que no existe. No la conozco. Por consiguiente, quedo yo; y el destino de la poderosa familia depende sólo de mí; el destino de una familia que en un tiempo reinó soberana.

Brendon se hallaba sentado en la proa de la lancha junto al marinero y no podía menos que admirar la asombrosa belleza del italiano. Además, revelaba voluntad y ambición, junto con un franco cinismo que se manifestó en seguida.

—Hay familias que, como la suya, han estado a veces pendientes de un hilo —observó Marc—; el hilo de una única vida. Quizá ha nacido usted para revivir la buena fortuna de su casta, Doria.

—No hay «quizá». Es un hecho. Tengo un ángel tutelar que a veces me habla. He nacido para grandes proezas. Soy muy bien parecido; esto era necesario. Soy muy inteligente; esto también era necesario. Una sola cosa me separa del castillo en ruinas de mis antepasados, en Dolceacqua… Una sola cosa. Y está esperándome en alguna parte del mundo.

Brendon rió.

—Entonces ¿qué está haciendo en esta gasolinera?

—Haciendo tiempo. Esperando.

—¿Qué está esperando?

—Una mujer… A una esposa, a una amiga. Lo único que necesito es una mujer… con mucho dinero. Mi cara ganará su fortuna. ¿Comprende? Por eso vine a Inglaterra. En Italia no hay por ahora ricas herederas. Pero he dado un paso en falso aquí. Necesito codearme con lo mejor, donde abundan las grandes fortunas. Cuando habla el oro, todas las lenguas callan.

—¿No se engaña usted a sí mismo?

—No; sé lo que tengo en venta. Las mujeres se sienten atraídas por la belleza de mi rostro, señor.

—¿Sí?

—Es el tipo clásico antiguo que ellas adoran. ¿Por qué no? Sólo un tonto pretendería ser menos de lo que es. Un hombre tan dotado como yo, con sangre noble y antiguo abolengo en las venas, es decir, lo mejor de lo mejor, romántico y capaz de amar como sólo puede hacerlo un italiano, un hombre así tiene que encontrar una mujer espléndida y muy rica. Es sólo cuestión de paciencia. Pero ese tesoro no se encuentra en las inmediaciones de este viejo lobo de mar. No tiene mucha alcurnia. Yo no lo sabía. Antes de venir aquí hubiera debido verlos a él y su casucha. Volveré a poner un anuncio y entraré en ambientes más elevados.

Brendon halló que sus pensamientos se centraban por entero en Joanna Penrod. ¿Estaba dentro de los límites de lo posible que ella, cuando el transcurso del tiempo atenuara el sufrimiento causado por su dolorosa pérdida, detuviera la mirada en aquel extraordinario individuo? Marc se lo preguntaba; pero le parecía poco probable. Además, el último de los Doria aspiraba, evidentemente, a obtener posición más elevada y mayor fortuna que las que podía proporcionarle la viuda de Michael Penrod. Marc sintió desprecio por aquel curioso ser que violaba, con tanta franqueza y jovialidad, las normas inglesas de reserva y modestia. No obstante, le impresionaba la seguridad y el sentido de su propio valer que el otro mostraba.

Se alegró de dejar a Doria en el desembarcadero después de darle cinco chelines. Pero Giuseppe torturaba su mente. Podía uno desaprobar su arrogancia o admirar su belleza física; pero era imposible no sentirse influido por su vitalidad y su dinamismo.

Poco después Brendon llegó a la comisaría y se apresuró a comunicarse con Plymouth, Paignton y Princetown. A esta última localidad envió órdenes especiales y pidió al inspector Halfyard que visitara a Mrs. Gerry, en la calle de la Estación, y revisara minuciosamente el cuarto que había ocupado allí Robert Redmayne.