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El misterio

Brendon entró detrás de Halfyard en la futura cocina de la casa de campo de Michael Penrod y el inspector levantó un lienzo encerado que alguien había extendido en uno de los ángulos de la habitación, sobre el suelo. En el centro había un banco de carpintero, y el piso, cuyas tablas estaban ya colocadas, se hallaba cubierto de virutas y herramientas. Debajo del lienzo, una enorme mancha que había salpicado las paredes demostraba que allí había corrido mucha sangre. En partes, estaba húmeda todavía y sobre ella se veían virutas ensangrentadas. Un borde oscuro y viscoso rodeaba la mancha central y en él estaba estampada la huella de la suela claveteada de una bota.

—¿Han entrado hoy aquí los obreros? —inquirió Brendon, y el inspector Halfyard contestó categóricamente que no.

—Dos de mis hombres vinieron anoche después de la una: los dos que envié desde Princetown cuando Mrs. Penrod dio la alarma. Inspeccionaron el lugar con una linterna eléctrica y descubrieron la sangre. Uno de ellos fue a darme el informe; el otro pasó aquí la noche. Vine antes de que llegaran los obreros y les prohibí que tocaran algo hasta que efectuáramos la inspección. Penrod solía trabajar en la obra cuando se retiraban los albañiles.

—¿Podrían decirnos estos hombres si se hizo algún trabajo anoche… en lo concerniente al adelanto de la obra?

—Seguramente se darán cuenta si la recorren.

Brendon llamó a un albañil y a un carpintero, y mientras este último aseguraba que nada se había agregado a lo hecho por él, su colega, señalando un muro destinado a cercar el jardín, declaró que algunas pesadas piedras habían sido colocadas y aseguradas en su sitio con argamasa después de haberse marchado él de allí, la víspera, a las cinco de la tarde.

—Eche abajo el trabajo nuevo —ordenó Brendon. Y se dirigió a revisar con mayor detenimiento la cocina.

Su examen resultó infructuoso; no halló nada cuya presencia no fuera explicada por los carpinteros. Tampoco descubrió indicios de lucha. En aquel cuarto lo mismo podía haber hallado la muerte un cordero que un hombre; pero la sangre parecía humana, y a Halfyard no se le había pasado por alto un detalle, importante quizá. El marco de la puerta estaba colocado y tenía una primera capa de pintura blanca en la cual se veían manchas de sangre, sobre poco más o menos la altura del hombro de una persona.

Brendon examinó el suelo del lado exterior de la puerta de la cocina. Estaba desnivelado y pisoteado por los obreros, pero no presentaba huellas especiales, ni otros indicios de importancia. En veinte metros a la redonda recorrió cada palmo de terreno y halló las huellas de una motocicleta. La habían estacionado allí a diez metros de la casa y las marcas de las ruedas y del soporte que la había sostenido se destacaban claramente en el suelo pantanoso. Siguió las huellas dejadas por la máquina al ser retirada de allí y observó que, en un lugar más blando, se habían hundido profundamente. El dibujo de los neumáticos le era familiar: marca Dunlop. Media hora más tarde uno de los agentes se le acercó y, después de hacer el saludo militar, comunicó a Marc la siguiente información:

—Han echado abajo la pared, señor, y no han encontrado nada; sin embargo, Fulford, el albañil, dice que falta un saco grande de cemento que estaba en un rincón de la casita; su contenido ha sido volcado, pero el saco ha desaparecido.

El detective fue hasta el rincón indicado y desparramó el montón de cemento sin hallar nada debajo. Luego, después de revisar infructuosamente la casita de los obreros, dirigió sus pasos hacia los terrenos contiguos a la casa y examinó la entrada de las canteras. Ningún detalle revelador compensó su búsqueda. Regresó al rato, huyendo de la lluvia que empezaba a caer en forma sostenida; pero antes había llegado hasta las charcas y había visto, en la orilla arenosa, huellas claras de pies desnudos de hombre.

El inspector Halfyard, que había permanecido en la casa, lo acompañó a revisar minuciosamente los cinco cuartos restantes. En el recinto destinado a la sala, que dominaba el bello panorama del Suroeste, Brendon encontró un cigarro a medio fumar. Con toda evidencia lo habían arrojado encendido y se había apagado lentamente, chamuscando la madera del suelo. Halló también la extremidad arrancada de un cordón de bota color castaño con herrete de bronce. El cordón estaba desgastado por el uso y probablemente se había roto al ser atado. Pero Brendon no dio importancia a ninguno de estos dos hallazgos. La inspección de la casa no ofreció, a juicio del detective, ningún resultado de interés y decidió regresar a Princetown. Mostró a Halfyard las huellas que había junto a la charca y se ocupó de protegerlas con uno de los lienzos encerados.

—A pesar de todo, algo me dice que este asunto es muy sencillo —declaró—. No perdamos más tiempo aquí, inspector, por lo menos hasta que no hayamos telefoneado para enterarnos de las últimas noticias.

—¿Cuál es su opinión?

—Creo, sin lugar a dudas, que se trata de un crimen, y que el militar ése, el que sufrió una conmoción nerviosa durante la guerra, se volvió contra Penrod y lo degolló. Después, convencido de que podría ocultar su crimen, se llevó consigo el cadáver. Debe de estar demente, porque Mrs. Penrod, que me ha contado su pasado, me aseguró que los dos hombres habían estrechado su amistad y que las diferencias existentes entre ambos cuando estalló la guerra habían desaparecido por completo. Aunque aceptemos la teoría de un nuevo altercado, éste debe de haberse producido repentinamente. Ello no parece probable y es difícil imaginar que una súbita disputa llegue a ser tan grave como para terminar en asesinato.

»Redmayne es un hombre corpulento y vigoroso, y puede haber golpeado sin intención de matar; pero esta mancha significa algo más que un puñetazo. En mi opinión, el asesino, impulsado por la locura homicida, planeó todo de antemano con la astucia limitada de los dementes; si es así, nos esperan noticias en Princetown. Seguramente sabremos antes de que anochezca dónde se encuentran el vivo y el muerto. Estas huellas de pies desnudos significan que una o dos personas se han bañado aquí. Las examinaremos más tarde, y si es necesario desecaremos la charca.»

La exactitud de las deducciones de Brendon se puso de manifiesto antes de transcurrida una hora, y se aclararon, hasta cierto punto, las actividades de Robert Redmayne. En la comisaría los esperaba un hombre: George French, peón del Hotel Two Bridges, de West Dart.

—Conozco al capitán Redmayne —les dijo—, porque últimamente ha ido a tomar el té varias veces al pueblo de Two Bridges. Anoche, a las diez y media, cruzaba yo el camino de la cochera, cuando súbitamente, sin previo aviso, un motociclista apareció en el puente. Oí que se me venía encima, corrí y escapé por un metro. No había luz, pero el hombre pasó frente al resplandor procedente de la puerta abierta del hotel y advertí, por sus bigotes y su chaleco rojo, que era el capitán Redmayne.

»No me vio, porque estaba concentrado en lo que hacía; acababa de acelerar a fondo la motocicleta para subir la cuesta que se encuentra a la salida de Two Bridges. Desapareció como una ráfaga de viento; iba a gran velocidad; diría que a ochenta kilómetros por hora. Luego supimos que había ocurrido algo grave en Princetown y el amo me envió aquí para que contara lo que había visto.»

—¿Qué dirección tomó el motociclista después de pasarlo a usted, French? —inquirió Brendon, que conocía bien la región de Dartmoor—. El camino se bifurca después de Two Bridges. ¿Viró a la derecha, hacia Dartmeet, o la izquierda, hacia Post Bridge y Moreton?

Pero George no lo sabía.

—Fue como si pasara un bólido —contestó—, y no podría decir hacia qué lado se dirigió cuando llegó a la cima.

—¿Iba alguien con él?

—No, señor; lo hubiera visto; pero llevaba un saco grande detrás del asiento… Puedo jurarlo.

Durante su ausencia, el inspector Halfyard había tenido varias llamadas telefónicas; y ahora lo esperaban tres declaraciones distintas de los diferentes distritos. Un agente las había copiado, y Halfyard, después de leerlas una por una, se las entregó a Brendon. La primera procedía del correo de Post Bridge; la empleada informaba que la noche anterior un hombre llamado Samuel White había visto que una motocicleta con las luces apagadas subía a gran velocidad la elevada pendiente situada al norte del pueblo. Según la versión del hombre, había ocurrido entre las diez y media y las once.

—Las siguientes noticias, lógicamente, tendrían que venir de Moreton —dijo Halfyard—; pero no es así. Debe de haber tomado la encrucijada próxima a Hameldown y virado hacia el Sur, porque estas noticias son de Ashburton.

El segundo mensaje decía que al encargado de un garage de Ashburton lo habían despertado, minutos después de medianoche, pidiéndole gasolina para una motocicleta. La descripción del viajero correspondía a Redmayne, y el mensaje agregaba que la motocicleta llevaba atado en su parte trasera un saco grande. El motociclista no parecía tener prisa; fumó un cigarrillo, protestó porque no podía conseguir un trago, encendió las luces de la motocicleta y finalmente, siguió viaje por el camino de Totnes que serpenteaba hacia el Sur, a través del valle del Dart.

La tercera comunicación procedía de la comisaría de Brixham y era bastante larga. Decía lo siguiente:

«Anoche, diez minutos después de las dos, el agente de policía Widgery, que cumplía su guardia nocturna en Brixham, vio pasar por la plaza del pueblo a un hombre en motocicleta con un bulto grande atado detrás del asiento. Siguió por la calle principal y desapareció durante casi una hora; pero, antes de las tres, Widgery advirtió que volvía sin el bulto. Subió velozmente la cuesta y salió del pueblo por la misma ruta por la que había entrado. Las averiguaciones realizadas hoy demuestran que alrededor de las dos y cuarto cruzó frente a la estación de guardacostas de Brixham, y que debe de haber cargado con su motocicleta para pasarla por la barrera existente al final del camino de dicha estación costanera, porque un muchacho del faro de Berry Head lo vio mientras avanzaba, empujándola y trepando el sendero escarpado de la playa. El muchacho iba en busca de un médico para su padre, uno de los guardianes del faro, que se sentía enfermo. Declara el muchacho que el motociclista era un hombre grandote y que respiraba ruidosamente porque la máquina era pesada y porque el camino, en ese lugar, es muy quebrado y abrupto. Cuando el declarante volvió de casa del médico, el hombre había desaparecido. Estamos recorriendo la cima de Berry Head y los acantilados, por si hubiera algún rastro.»

El inspector Halfyard esperó que Brendon terminara de leer los mensajes.

—Casi tan fácil como pelar guisantes, ¿eh? —comentó cuando vio que el detective dejaba los papeles sobre la mesa.

—Esperaba que lo hubiesen detenido —observó Brendon—. No pueden tardar mucho.

Como confirmando sus palabras, sonó el teléfono, y Halfyard se levantó y entró en la cabina para recibir las últimas informaciones.

—Le hablan de Paignton. Acabamos de visitar la casa donde se aloja el capitán Redmayne: calle de la Marina, número 7. Lo aguardaban anoche; había telegrafiado ayer anunciando su regreso. Como hacen siempre en estos casos, le dejaron preparada la cena y se acostaron. No lo oyeron cuando entró, pero a la mañana siguiente comprobaron que había llegado; había comido y la motocicleta estaba en la casita de herramientas del fondo, donde acostumbraba a guardarla. Lo llamaron a las diez, pero no recibieron contestación. Entraron en el cuarto. No estaba; nadie había dormido en la cama ni se había cambiado de ropa. Hasta ahora no lo han visto.

—Espere un minuto. Aquí está Marc Brendon que se ocupa del caso. Desea hablarle.

El inspector Halfyard comunicó el informe a Brendon y éste se acercó al teléfono.

—Soy Marc Brendon. ¿Quién habla?

—El inspector Reece, de Paignton.

—Si consiguen detenerlo, avíseme a las cinco de la tarde. De no ser así, iré hasta allí en automóvil.

—Muy bien. De un momento a otro espero la noticia de que lo han atrapado.

—¿No han informado nada de Berry Head?

—Tenemos muchos agentes en ese punto, y otros rodeando los acantilados; pero hasta ahora no se ha producido ninguna novedad.

—Bien, inspector. Si no recibo noticias a las cinco, iré por allá.

Marc colgó el teléfono.

—Me parece que el asunto toca a su fin —dijo Halfyard.

—Así parece. Ese pobre diablo está loco.

—El muerto me causa más lástima.

Brendon reflexionó después de mirar su reloj. Pensamientos de carácter personal, pese a su asombro y vergüenza, se imponían en su mente. Comprendía con claridad ciertas realidades que no podrían ser modificadas por el futuro desarrollo de los acontecimientos: el hecho dominante era que Joanna Penrod había perdido a su marido. Si era cierto que había quedado viuda…

Movió la cabeza con impaciencia y se volvió hacia Halfyard.

—Si no detuvieran hoy a Robert Redmayne, sería necesario tomar diversas medidas —dijo—. Mande analizar un poco de aquella sangre a fin de comprobar si es humana. Y, por el momento, guarde aquí el cordón de bota y el cigarro, aunque no creo que sirvan de mucho. Ahora iré a comer algo; luego veré a Mrs. Penrod. Después regresaré aquí y, si no recibo noticias que alteren mis planes, me trasladaré a Paignton, en el automóvil de la policía, a las cinco y media.

—Estoy seguro de que recibirá noticias. Ya verá usted cómo, después de todo, este asunto no interrumpirá sus vacaciones.

«¿Qué iba a ocurrir?», pensó Brendon. Pero, sin decir nada se preparó para marcharse. Eran las tres de la tarde. De pronto se volvió y preguntó a Halfyard:

—¿Qué opinión le merece Mrs. Penrod?

—La siguiente —repuso el viejo inspector—: es tan hermosa que no parece de este mundo; además, la adoración que demuestra por su marido es extraordinaria. Será difícil que se reponga del golpe que ha recibido.

Estas opiniones llenaron de melancolía al detective; no había pensado aún hasta qué punto la muerte del marido idolatrado modificaría la vida de Mrs. Penrod. De pronto se sintió despreciado; pero rechazó la idea por irracional e hiriente.

—¿Qué clase de hombre era?

—Un individuo amable, oriundo de Cornualles. Creo que pacifista en su fuero interno, pero jamás hablamos del aspecto político de la guerra.

—¿Qué edad tenía?

—No sabría decirle…, difícil de calcular; estaría quizá entre los veinticinco y treinta y cinco años. Su vista era mala y tenía barba de color castaño. Usaba gruesos lentes para ver de cerca, pero decía que cuando miraba lejos veía bien.

Después de almorzar Brendon volvió a casa de Mrs. Penrod; durante la mañana habían llegado a oídos de ésta muchos rumores, y presentía lo que el detective iba a decirle. Se notaba un cambio en ella: guardaba silencio y estaba muy pálida. Marc adivinó que había comprendido la verdad y que para ella todo indicaba que su marido había muerto.

No obstante, Joanna mostró ansiedad por conocer la explicación de Brendon sobre lo ocurrido.

—¿Se ha encontrado usted antes con algo parecido a esto? —inquirió.

—Ningún caso se parece enteramente a otro. Tienen sus diferencias. Creo que el capitán Redmayne, víctima en el pasado de una conmoción nerviosa, debe de haber perdido la razón. Con mucha frecuencia las conmociones nerviosas causadas por la guerra originan demencias que alcanzan diversos grados: algunas son incurables; otras, pasajeras. Creo que su tío perdió la razón, y que, en un momento de locura, cometió una barbaridad. Luego, dominado aún por su locura, se entregó a la tarea de ocultar su crimen. Siempre en el terreno de las conjeturas, cabe suponer que se llevara consigo a su víctima con el propósito evidente de arrojarla al mar. Desgraciadamente tengo la certeza de que su marido ha muerto, señora. Debe usted prepararse a afrontar este horrible infortunio.

—Es difícil afrontarlo —dijo ella—, porque ambos habían vuelto a trabar amistad.

—Algo que usted ignora puede haber surgido entre ellos y trastornado a Redmayne. Si recobra la razón, pensará seguramente que ha sido una pesadilla. ¿Tiene usted un retrato de su marido?

Joanna salió del cuarto y en contados minutos regresó con una fotografía en la mano. Era la de un hombre de rostro meditabundo; frente ancha y mirada firme. Tenía barba, bigotes y patillas y el cabello bastante largo.

—¿Lo sacaron bien en este retrato?

—Sí, pero no refleja su expresión. No está muy natural…, él era más alegre.

—¿Qué edad tenía?

—Veintinueve años, pero parecía mucho mayor.

Brendon estudió la fotografía.

—Puede llevársela, si lo desea. Tengo otra copia —dijo Mrs. Penrod.

—Recordaré bien su rostro —contestó Brendon—. Estoy casi seguro de que el cuerpo del pobre Mr. Penrod fue arrojado al mar. Tal vez lo hayan encontrado. Ese parece haber sido el propósito del capitán Redmayne. ¿Sabe algo de la joven novia de su tío?

—Puedo darle su nombre y dirección, pero nunca la he visto.

—¿La conocía su marido?

—No lo creo. A decir verdad, puedo asegurarle que no. Se llama Flora Reed y está con sus padres en el Hotel Singer, de Paignton. Tengo entendido que su hermano, el amigo de mi tío a quien éste conoció en Francia, también se encuentra allí.

—Muchas gracias. Si no hay ninguna novedad iré a Paignton esta tarde.

—¿Para qué?

—Para proseguir la investigación e interrogar a todos los que conocen a su tío. Me extraña un poco que no lo hayan encontrado, porque una persona que sufre semejante perturbación mental difícilmente elude la persecución de la policía. Tampoco, por lo que hasta ahora sabemos, ha tratado de escapar. Después de dirigirse a Berry Head, esta mañana temprano regresó a su alojamiento, comió, guardó su motocicleta y volvió a marcharse… vestido con el traje de «tweed» y el chaleco rojo.

—¿Visitará a Flora Reed?

—Si es necesario, sí; pero no lo haré si han capturado a Robert Redmayne.

—¿Cree usted entonces que el asunto es sencillo y sin complicaciones?

—Así parece. Lo mejor que podemos desear es que el infortunado recobre la razón y diga claramente lo que ocurrió. Si no es impertinencia, desearía saber cuáles son sus proyectos y en qué puedo ayudarla.

Al oír esta pregunta, Joanna Penrod se sorprendió. Levantó la cabeza para mirar a Brendon y un leve rubor cubrió su palidez.

—Es usted muy amable —dijo—. No lo olvidaré. Pero cuando descubramos lo que ha sucedido, es probable que me marche de aquí. Si mi marido ha perdido la vida, no terminaré la casa. Me iré, naturalmente.

—¿Me permite preguntarle si vendrán a buscarla sus amigos?

Ella movió negativamente la cabeza.

—En realidad estoy muy sola en el mundo. Mi marido lo era todo para mí…, todo. Y yo lo era todo para él. Conoce usted mi historia… No he omitido nada en mi relato de esta mañana. Sólo me quedan los dos hermanos de mi padre: mi tío Benjamin, en Inglaterra, y mi tío Albert, en Italia. Hoy les escribí a los dos.

Marc se puso de pie.

—Le daré noticias mías mañana —dijo—; pero, si no voy a Paignton, la veré esta noche.

—Gracias… Es usted muy amable.

—Le pido que en estos duros momentos no sea demasiado exigente consigo misma y que cuide su salud. Uno es capaz de soportar cualquier cosa, pero muchas veces advierte, cuando llega el día de ajustar cuentas, que ha exigido demasiado a la propia naturaleza. ¿No desea consultar a un médico?

—No, Mr. Brendon. No es necesario. Si mi marido está… como creemos, la vida no tiene interés para mí. Tal vez me la quite.

—¡Por amor de Dios, no diga semejante enormidad! —exclamó Brendon—. Mire hacia el futuro. Aunque no podamos ser felices en este mundo, nada nos impide ser útiles. Piense en lo que su marido hubiese deseado que usted hiciera, y cómo hubiera esperado que afrontase cualquier pena o tragedia.

—Es usted muy bueno —repuso Mrs. Penrod—. Agradezco lo que acaba de decirme. Le prometo que volverá a verme.

Tomó en la suya la mano de Brendon y la estrechó. Éste se marchó perplejo por la atmósfera sutil que la rodeaba. No temía su amenaza de quitarse la vida. La vitalidad y el dominio de sí misma, que eran parte de la personalidad de Joanna, parecían excluir toda probabilidad de suicidio. Era joven, y sin duda alguna el tiempo cumpliría su inevitable obra de consuelo. Pero Brendon comprendía la calidad de su amor por el hombre que, seguramente, había muerto. Era posible que ella afrontara la vida, aceptara la existencia y llevara felicidad a otras vidas; pero de todo esto no cabía deducir que olvidaría a su marido y consentiría en casarse otra vez.

Regresó a la comisaría y se enteró con asombro de que Robert Redmayne seguía prófugo. No tenían información alguna sobre su paradero, pero los hombres destacados en Berry Head habían comunicado el hallazgo del saco de cemento en la boca de una conejera, situada sobre un precipicio. El saco tenía manchas de sangre, varios mechones de pelo y partículas de cemento.

Una hora más tarde, después de hacer su maleta, Marc Brendon se dirigió a Paignton en uno de los automóviles de la policía; pero al llegar allí tampoco encontró noticias frescas. El inspector Reece compartió la sorpresa de Brendon al comprobar que Redmayne no había sido detenido. Explicó que, en la medida de lo posible, guardias costaneros rastreaban el mar debajo del acantilado en que había estado escondido el saco; pero la marea era muy violenta en ese punto, y los habitantes de la localidad opinaban que probablemente la corriente habría arrastrado el cuerpo mar adentro. Presumían que al cabo de una semana el cadáver sería hallado flotando a dos o tres kilómetros de Berry Head, si el asesino no lo había arrojado con peso al fondo.

Después de comer frugalmente en el Hotel Singer, Brendon fue al domicilio de Robert Redmayne. Había alquilado un cuarto en dicho hotel con el propósito de averiguar algo concerniente a la futura mujer y a la futura familia política del prófugo. Mrs. Medway, propietaria de la casa situada en el número 7 de la calle de la Marina, poco sabía de su inquilino. Explicó a Marc que el capitán Redmayne era un caballero amable y bondadoso, pero exaltado. No era puntual y nunca esperaban que llegara hasta que lo veían aparecer. A menudo regresaba de sus excursiones cuando se habían acostado todos los demás de la casa. Ignoraba a qué hora había llegado la noche anterior y a qué hora había vuelto a salir; pero no se había cambiado de ropa ni llevado nada consigo.

Brendon examinó con minuciosidad la motocicleta. Detrás del asiento había un soporte, compuesto de ligeras varillas de hierro, en el cual descubrió manchas de sangre. Un trozo de cuerda, atada al soporte, también estaba manchado. Sin duda había sido cortado cuando Redmayne, al llegar al acantilado, había bajado su carga. El encadenamiento de indicios no presentó la menor dificultad y la mañana siguiente tampoco planteó nuevos problemas, excepto el misterio persistente e insoluble de la desaparición de Robert Redmayne.

Antes del almuerzo del siguiente día Brendon se dirigió a Berry Head y examinó el acantilado. Descendía en forma de enormes peldaños de roca caliza en los que crecían cardos, estepas blancas, clavellinas de mar y retamas. Abundaban las madrigueras y el saco ensangrentado había sido hallado por un perro. Estaba oculto en una de esas cuevecillas, pero el animal lo había descubierto y sacado fuera con facilidad.

Inmediatamente debajo de este lugar el acantilado descendía a pico hasta el mar, en una caída de noventa metros. Abajo, las aguas eran profundas y sólo alguna que otra grieta rompía la lisa superficie del precipicio. En esas hendiduras la vegetación crecía dificultosamente y las gaviotas construían sus toscos nidos fabricados con plantas silvestres. No había ninguna huella en el borde del acantilado; sobre las verdes aguas del mar se balanceaban las barcas pesqueras que penosamente seguían buscando el cadáver, sin resultado alguno hasta aquel momento.

Algo después Brendon volvió al hotel y se presentó a Miss Reed y a su familia; le dijeron que el hermano de Flora, y amigo de Robert Redmayne, había regresado a Londres. Cuando Brendon se presentó, ella y sus padres se hallaban sentados en él vestíbulo. Los tres parecían azorados y dolorosamente perplejos. No estaban enterados de nada susceptible de aclarar el asunto. Mr. Reed y su mujer eran personas tranquilas, entradas en años, que poseían una tienda de telas en Londres; la hija revelaba más carácter. Aventajaba a su padre en estatura, llevándole una cabeza, y su cuerpo era hermoso y bien proporcionado. Demostraba mucha fogosidad y menos pena de la que era permitido esperar; pero Brendon descubrió que conocía a Robert Redmayne hacía sólo seis meses y que el noviazgo databa de un mes atrás. Flora Reed era morena, animada, y dueña de una mentalidad común. Cumpliendo su ambición de trabajar en las tablas, había actuado en varias giras teatrales por el interior del país; pero decía que la vida del teatro la fatigaba y había prometido a su futuro esposo que abandonaría el arte escénico.

—¿Le habló alguna vez el capitán Redmayne de Joanna y Michael Penrod? —inquirió Brendon.

—Sí —repuso Flora Reed—, y decía siempre que Michael Penrod era tímido y cobarde. También aseguraba que su sobrina no existía para él, y que jamás le perdonaría su casamiento con ese hombre. Pero esto sucedía antes de que Robert fuera a Princetown, hace seis días. Desde allí me escribió algo muy distinto. Se había encontrado por casualidad con ellos y se había enterado de que Michael Penrod, lejos de eludir su deber, había ayudado durante la guerra y obtenido una condecoración. Esto hizo que Robert cambiara, y estaba en las mejores relaciones con los Penrod antes de que ocurriera esa horrible tragedia. Le habían prometido que vendrían aquí para las regatas.

—¿No ha visto al capitán desde entonces, ni ha recibido noticias de él?

—No. Su última carta, que puede usted ver, llegó hace tres días. Me anunciaba en ella, sencillamente, su regreso para ayer y que se encontraría conmigo a la hora del baño de mar, como de costumbre. Fui a bañarme y lo esperé; como es natural, no llegó.

—Dígame algo sobre la personalidad de su novio, señorita —rogó Marc—. Ha sido muy amable en acceder a esta entrevista; estamos frente a un problema curioso, y la situación, tal como se presenta actualmente, puede ser engañosa y muy distinta de la realidad. Según tengo entendido, el capitán Redmayne sufrió una grave conmoción nerviosa y también fue levemente atacado por los gases asfixiantes. ¿Ha notado usted algún síntoma revelador de que estas enfermedades hayan dejado rastros?

—Sí —contestó ella—. Todos los hemos notado. Mi madre fue la primera en advertir que Robert repetía sus dichos con frecuencia. Su carácter era excelente, pero la guerra lo había tornado brusco y cínico en algunos aspectos. Se impacientaba con facilidad y después de discutir o querellarse con alguien se sentía compungido y nunca le avergonzaba pedir disculpas.

—¿Se querellaba con frecuencia?

—Era muy porfiado y no hay que olvidar que había visto la guerra muy de cerca. Esto lo había endurecido un poco, y a veces decía cosas que desagradaban a los civiles. Por consiguiente, protestaba y se enfadaba.

—Disculpe la pregunta. ¿Lo quería usted mucho?

—Lo admiraba y ejercía sobre él bastante influencia. Robert poseía excelentes cualidades: mucho valor y sinceridad. Sí, lo amaba y estaba orgullosa de él. Creo que, con el tiempo, se hubiera tornado más tranquilo, menos excitable e impaciente. Los médicos le habían asegurado que desaparecerían por completo los efectos de su conmoción.

—¿Era hombre capaz de golpear o matar a un semejante?

La joven vaciló.

—Deseo ayudar a Robert —contestó—; por tanto, le diré que si lo provocaran mucho creo que se enfurecería; y estimo posible que, dominado por la pasión, llegara a golpear a un hombre. Había visto la muerte muchas veces, y el peligro lo dejaba absolutamente indiferente. Sí; puedo imaginarlo en trance de lastimar a un enemigo, o a un supuesto enemigo, pero no que haya hecho lo que suponen que hizo después; es decir, eludir las consecuencias de su mala acción.

—Sin embargo, tenemos el testimonio indiscutible de que ha tratado de ocultar un crimen; aunque todavía no podemos decir si cometido por él o por otro.

—Sólo me queda esperar y rogar al cielo que lo encuentren para bien de todos —replicó ella—; pero si es verdad que se ha visto obligado a cometer un crimen tan horrendo, no creo que lo encuentren.

—¿Por qué no, señorita? Me parece que adivino. Lo que usted piensa también se me ha ocurrido. El suicidio.

Ella asintió con la cabeza y se llevó el pañuelo a los ojos.

—Sí; si el pobre Robert perdió la razón y luego la recobró para descubrir que había matado a un inocente en un momento de locura, procedería, si lo conozco bien, en una de las dos formas siguientes: se entregaría inmediatamente y explicaría lo sucedido, o se suicidaría.

—El móvil no siempre coincide con el crimen —observó Brendon—. Con frecuencia, una rápida y pasajera tempestad de ira ha destruido una vida, sin más intención criminal que la contenida en un rayo. En este caso, una tempestad así parece ser la única explicación admisible. Sin embargo, no veo cómo un hombre del tipo de Penrod puede haber despertado semejante ira. Hasta ahora, la declaración de Mrs. Penrod y las afirmaciones del inspector Halfyard, de Princetown, nos dicen que Michael Penrod era persona amable y tranquila, difícil de enfadar. El inspector Halfyard lo conocía mucho, porque lo había visto a menudo en el depósito de musgo donde trabajó durante dos años de guerra. Al parecer, no era hombre capaz de sacar de quicio al capitán Redmayne ni a nadie.

A continuación Marc relató su breve encuentro con Redmayne junto a las charcas de la cantera. Por algún recóndito motivo, esta anécdota afectó a Flora Reed, y el detective observó que se hallaba sinceramente conmovida.

La joven empezó a llorar y al rato se levantó y los dejó. En ausencia de la hija, los padres pudieron hablar con mayor libertad.

Mr. Reed, que parecía callado e indiferente, se tornó locuaz.

—Creo mi deber decirle —expresó— que a mi mujer y a mí nunca nos agradó este noviazgo. A mi entender, las intenciones de Redmayne eran buenas y el hombre tenía corazón. Era generoso y estaba enamoradísimo de Flora. Desde el primer momento demostró su apasionamiento, y su cariño obtuvo respuesta. Pero nunca pude imaginarlo casado ni constante. Era vagabundo por naturaleza, y la guerra lo había vuelto, no diré que inhumano, pero sí inconsciente de sus obligaciones para con la sociedad, y de sus propios deberes como persona razonable que debe ayudar a reconstruir la quebrantada organización social de la vida. Vivía para el placer y la diversión de gastar dinero; y aunque no sostengo que hubiera sido mal marido, no veía en sus ideas sobre el porvenir lo necesario para formar un hogar estable. Había heredado alrededor de cuarenta mil libras, pero ignoraba el valor del dinero y no demostraba muy buen sentido en lo tocante a sus futuras responsabilidades.

Marc agradeció estos datos y les repitió que aumentaba en él el convencimiento de que el hombre se había suicidado.

—Cada hora que pasa acrecienta mi temor en este sentido —dijo—. En realidad, no veo solución más deseable, porque la alternativa, en el mejor de los casos, sería Broadmoor; y es odioso pensar que un hombre que ha luchado por su patria, y luchado bien, termine sus días en un manicomio para criminales.

Durante dos días el detective permaneció en Paignton y dedicó toda su energía, inventiva y experiencia a la tarea de hallar a los desaparecidos. Pero ni vivos ni muertos aparecieron, y no llegó la menor información de Princetown ni de ningún otro lugar. Se repartieron fotografías de Robert Redmayne y pronto fueron colgadas en los tablones de anuncios de las comisarías del Oeste y el Sur, pero esta publicidad sólo dio por resultado dos capturas erróneas. Un vagabundo con grandes bigotes rojizos fue detenido en North Devon, y un recluta fue apresado en Devonport. Éste se parecía a la fotografía y había ingresado en un regimiento de línea, veinticuatro horas después de la desaparición de Redmayne. Ambos, sin embargo, lograron establecer su identidad en forma perfectamente satisfactoria.

Brendon se preparó para regresar a Princetown. Escribió a Mrs. Penrod, comunicándole su intención y anunciando su visita a la calle de la Estación para la tarde siguiente. Aconteció, empero, que su carta se cruzó con la de ella, y tuvo que alterar sus planes, porque Joanna Penrod se había marchado de Princetown a fin de reunirse con Benjamin Redmayne en su casa llamada «El nido del cuervo», situada más allá de Dartmouth. La carta de Joanna decía:

Mi tío me rogó que viniese, y acepté agradecida. Debo decirle que mi tío Benjamin recibió ayer una carta de su hermano Robert. Le pedí que me permitiera enviársela a usted, pero se niega a dármela. Me parece que mi tío está de parte del capitán Redmayne. Tengo la convicción de que no haría nada en el sentido de poner trabas a la ley, pero no está seguro de que sepamos todo lo que hay que saber sobre este terrible asunto. La gasolinera de «El nido del cuervo» estará en Kingswear Ferry mañana a las dos de la tarde, hora en que llega el tren, y espero que se halle usted aún en Paignton y que pueda venir unas horas.

Agregaba unas palabras de agradecimiento y expresaba su pesar porque la tragedia hubiera perturbado las vacaciones de Brendon.

Los pensamientos del detective derivaron por entero hacia ella y olvidó durante un rato el significado de su carta. Había esperado verla esa noche en Princetown. En cambio la hallaría mucho más cerca, en la casa del acantilado, más allá de Dartmouth.

Un rato después telegrafió diciendo que tomaría la lancha. Luego tuvo tiempo de sentirse disgustado, porque no le habían enviado la carta de Robert Redmayne. Reflexionó sobre la personalidad de Benjamin Redmayne.

«Un hermano es un hermano —pensó—, y es indudable que esa casa de viejo marino puede ser un excelente escondite para cualquier prófugo.»