—¿Está listo? —preguntó el cirujano sin la menor inflexión de voz.

—Listo es un término muy relativo —dijo el ingeniero médico—. Nosotros sí estamos listos. Por lo demás, él está inquieto.

—Todos lo están… Claro, es una operación seria…

—Seria o no, el hombre debería estar agradecido. Ha sido elegido entre un elevado número de candidatos. Y, francamente, no creo…

—No diga eso —replicó el cirujano—. La decisión no la tomamos nosotros.

—Pero la aceptamos. ¿No íbamos a estar de acuerdo, acaso?

—Por supuesto que sí —dijo el cirujano con no excesivo convencimiento—. Estamos complejamente de acuerdo. Con todo el alma y pese a los riesgos que pueda haber. La operación es demasiado dificultosa para andarse con reservas de ningún tipo. Además, ese hombre ha probado su valor de muchas maneras y su salud es necesaria al Comité de Mortalidad.

—Exactamente —dijo el otro.

—Lo verá aquí mismo —dijo el cirujano—. Hay aquí un aire de intimidad que hace las cosas más llevaderas.

—No sé si le ayudará este escenario. Es un hombre nervioso que aún está haciéndose a la idea.

—Pero ¿está decidido?

—Sí. Quiere metal; como todo el mundo.

La cara del cirujano no alteró su expresión. Se miró las manos.

—A veces puede disuadirse a la gente.

—¿Con qué objeto? —replicó el ingeniero médico con indiferencia—. Si quiere metal, déle metal.

—¿No le preocupa a usted?

—¿Por qué debería preocuparme? —replicó el otro casi con rudeza—. Se trata de un problema de ingeniería médica y yo soy un ingeniero médico. Es decir, que puedo hacerme cargo de la operación. ¿Por qué tenemos que prolongar tanto esto?

—Para mí —dijo el cirujano—, se trata de algo que compete a la aptitud de los elementos implicados.

—¡Aptitud! No puede utilizar eso como argumento. ¿A qué santo le va a importar al paciente la aptitud de los elementos implicados?

—A mí me importa.

—Pero usted constituye una minoría. El curso natural de los acontecimientos está en su contra. No tiene opción.

—Pues debo intentarlo.

El cirujano hizo guardar silencio al ingeniero médico con un leve gesto de la mano, que no implicaba impaciencia aunque sí premura. Acababa de avisar a la enfermera y advirtió su rápida presencia. Apretó un pequeño botón y la doble puerta se abrió suavemente. El paciente, instalado en su silla motorizada, penetró en la estancia. La enfermera caminaba tras él.

—Puede usted irse —dijo el cirujano a la enfermera—, pero aguarde en el pasillo. Quiero hablar con usted.

Hizo luego un gesto al ingeniero médico, que salió con la mujer. La puerta se cerró tras ellos.

Mientras desaparecían, el hombre de la silla los miró por encima del hombro. Su cuello era delgado y podían verse algunas arrugas en torno a sus ojos. Estaba recién afeitado y los dedos de las manos, mientras permanecían sobre los brazos de la silla, evidenciaban el paso de la manicura por las uñas. Era un paciente que gozaba de alta prioridad y lógicamente se había preocupado de… Sin embargo, una expresión de displicencia se reflejaba en su rostro.

—¿Podremos empezar hoy? —preguntó.

—Esta tarde, senador —dijo el cirujano.

—Creo saber que durará semanas.

—No en lo que concierne a la operación misma, senador. Pero hay una buena cantidad de puntos secundarios que deben ser tenidos en cuenta. Renovación circulatoria, ajustes hormonales… Cosas delicadas, aunque de segundo orden.

—¿Cosas peligrosas… —y, en seguida, cuando ya parecía que se había establecido una suerte de relación amistosa, añadió—: …doctor?

—Todo es peligroso —respondió el cirujano, sin prestar atención a los matices verbales—. Nos tomaremos el tiempo necesario hasta que el peligro desaparezca. El tiempo, la habilidad de muchas personas que trabajan en equipo, los utensilios, todo hace que operaciones de este estilo puedan ser eficientes.

—Lo sé, lo sé —dijo el paciente con inquietud—. No quiero que se me considere culpable de intervenir en eso ¿O van a implicar ustedes alguna medida de urgencia?

—De ninguna manera, senador. La decisión del Comité nunca ha sido cuestionada. Le menciono la dificultad y lo intrincado de la operación sólo para expresarle mi deseo de que todo resulte de la mejor manera posible.

—Muy bien, que así sea. También ése es mi deseo.

—Entonces, debo preguntarle si quiere cambiar de decisión. Si es posible que usted apele al otro de los dos tipos de cibercorazones; usted ha elegido el metal, pero puede recurrir también al…

—¡Plástico! —exclamó el paciente con irritación—. ¿Acaso me está proponiendo realmente que me pase al plástico? ¡Plástico barato! Ni pensarlo. Ya he elegido. Quiero metal.

—Pero…

—Escuche. Que yo sepa, quien elige al respecto soy yo. ¿Es así o no?

—Si las dos alternativas tienen el mismo valor para el punto de vista médico, le concedo que quien elige es el paciente. En el presente caso, la elección ha sido confiada al paciente aun cuando, como ocurre en este caso, las alternativas no tienen el mismo valor.

El paciente entornó los ojos.

—¿Intenta decirme que el corazón de plástico es superior?

—Depende del tipo de paciente. En mi opinión, considerando las particularidades de su caso, creo que el plástico es efectivamente superior. Por otra parte, preferimos no usar el término plástico. Se trata en realidad de un cibercorazón fibroso.

—En lo que a mí respecta es y seguirá siendo plástico.

—Senador —dijo el cirujano con infinita paciencia—, el material no es plástico en el sentido ordinario de la palabra. Es, ciertamente, un material polimérico, pero su estructura es mucho más compleja que la del plástico vulgar. Se trata de una fibra protenoide que imita lo mejor posible la estructura natural del corazón humano que usted tiene todavía en el pecho.

—Oh, maravilloso, porque el corazón humano que todavía tengo en el pecho está tan estropeado que con él no cumpliría los sesenta. No quiero otro igual, gracias. Lo que quiero es uno mejor.

—Todos queremos uno mejor para usted, senador. Y el cibercorazón fibroso será indudablemente mejor. Con él tendrá usted un potencial de vida que abarca siglos. Está insensibilizado contra la alergia a…

—¿No ocurre acaso lo mismo con el corazón metálico?

—Sí, claro —replicó el cirujano—. El cibercorazón metálico es una aleación de titanio que…

—¿Y no se gasta menos? ¿No es más fuerte que el plástico? O fibra, o lo que narices sea.

—En sentido físico el metal es mucho más fuerte, sí, pero la fuerza mecánica no es un punto determinante. Su fuerza mecánica no le concederá una salubridad particular si el corazón está bien protegido. Cualquier cosa que lo alcanzara acabaría con usted, al igual que ocurre con el corazón humano.

—Si me rompo una costilla, también me la pondré de titanio. Reemplazar huesos es fácil. Y yo seré tan metálico como quiera, doctor.

—Está usted en su derecho, ya que es usted quien escoge. Sin embargo, permítame decirle que mientras hasta ahora ningún cibercorazón metálico se ha estropeado mecánicamente, algunos otros sí lo han hecho electrónicamente.

—¿Qué quiere decir?

—Sencillamente que todo cibercorazón está dotado de un marcapasos que forma parte de su estructura. En la variedad metálica, se trata de un mecanismo electrónico que conserva el ritmo. Y también que toda una batería de artefactos en miniatura deben ser incluidos para alterar el ritmo del corazón en los estados físicos y emocionales del individuo. Se han dado casos de mecanismos imperfectos, en los que la gente ha muerto antes de que la imperfección llegara a ser subsanada.

—Jamás oí tal cosa.

—Pues le aseguro que es verdad.

—¿Intenta decirme que ocurre a menudo?

—Por supuesto que no. Ocurre muy raramente.

—Pues muy bien, correré el riesgo. ¿Y qué hay con el corazón de plástico? ¿No está provisto de marca-pasos?

—Claro que lo está, senador. Pero la estructura química de un cibercorazón fibroso se asemeja enormemente a la del tejido humano. Puede responder perfectamente a los controles iónicos y hormonales del cuerpo mismo. El complejo total que necesita ser insertado es mucho más simple que el del corazón metálico.

—Pero ¿no ocurría que el corazón de plástico escapaba al control hormonal?

—A nadie le ha ocurrido tal cosa.

—Sin duda porque han sido olvidados, ¿me equivoco?

—Es cierto que los corazones fibrosos —dijo el cirujano tras una duda— no han sido últimamente tan usados como los metálicos.

—Ahí quería verlo yo. ¿Qué le ocurre, doctor? ¿Teme que me convierta en una especie de robot… en un Golem metálico, en un Metalo, como se les llama desde que les fue concedida la ciudadanía?

—En un Metalo, en tanto que Metalo, nada hay que no funcione correctamente. Y, fíjese, son ciudadanos. Pero usted no es un Metalo. Usted es un ser humano. ¿Por qué no quiere seguir siéndolo?

—Porque quiero lo mejor y lo mejor es un corazón de metal.

—Muy bien —dijo el cirujano cabeceando—. Cuando llegue el momento, se le pedirá su consentimiento escrito y pasará a tener un corazón metálico.

—¿Será usted el cirujano encargado? Me han dicho que es usted el mejor.

—Haré lo que pueda hacer para que el cambio sea un acierto.

La puerta se abrió y la silla condujo al paciente hasta donde la enfermera esperaba.

Entró el ingeniero médico, y se quedó mirando al paciente mientras éste iba desapareciendo por entre la ranura de las puertas que se cerraban.

—Bien —dijo al cirujano—, no puedo saber lo que ha ocurrido con sólo mirarle a la cara. Dígamelo, ande. ¿Cuál ha sido su decisión?

El cirujano se sentó tras el escritorio, finalizando los últimos apartados para el archivo.

—Lo que usted predijo. Insiste en tener un corazón metálico.

—Después de todo, son los mejores.

—No exactamente. Han sido mucho más usados, lo reconozco, pero ahí acaba todo. Pero es la manía que comenzó a obsesionar a los humanos desde el reconocimiento civil de los Métalos. Los hombres están dominados por la extravagancia de convertirse en Métalos. Anhelan poseer la fuerza física y la resistencia que se les atribuye.

—No me extraña. Usted no trabaja con Métalos, pero yo sí; así que sé cómo son. Los dos últimos que vinieron a ser reparados pidieron elementos fibrosos.

—¿Pudieron?

—En uno se trataba de suplir unos tendones; no hay mucha diferencia entre tendones fibrosos y tendones metálicos. Pero el otro quería un sistema de circulación sanguínea, o algo semejante. Le dije que no podía; no sin una completa reconstrucción de la estructura de su cuerpo a base de materia fibrosa… Algún día llegará. Métalos que no son realmente Métalos del todo, sino una especie de carne y sangre.

—¿De verdad piensa eso?

—¿Y por qué no? También habrá seres humanos metálicos. Ahora tenemos dos clases de inteligencia en la Tierra y no vamos a incomodarnos con ninguna de ellas. Dejemos que la una se acerque tanto a la otra que no haya la menor diferencia entre las dos. ¿Por qué tendríamos que oponerlas? Hemos conseguido el mejor de los mundos: las ventajas del hombre en combinación con las del robot.

—Lo que se ha conseguido es un híbrido —dijo el cirujano, con algo que se aproximaba a la violencia—. No se han conseguido dos, sino ninguna. ¿No es ilógico suponer que un individuo, orgulloso de su estructura e identidad, desee diluirlas en algo extraño? ¿Que desee el mestizaje?

—Eso son palabras de racista.

—Pues que lo sean —replicó el cirujano con insistencia—. Yo creo en seres que son uno. Por ninguna razón cambiaría yo ni el menor pedazo de mi estructura. Y si algo de la misma exigiera ser reemplazado, buscaría lo más aproximado a la forma original. Yo soy yo; satisfecho de ser yo mismo; y de no ser ninguna otra cosa.

En cuanto hubo acabado comenzó a prepararse para la operación. Introdujo sus fuertes manos en el horno caliente, dejándolas allí hasta que el resplandor mate del rojo vivo indicara que habían sido esterilizadas por completo. En el curso de su charla no había alzado la voz y ni siquiera sobre su rostro de metal bruñido se había advertido (lo que jamás ocurriera) el menor signo de alteración.