PRESENTACIÓN

El que más y el que menos tiene sus pequeñas manías y yo no escapo a la regla.

Por ejemplo, no puedo soportar los días bonitos. Dadme un día con temperatura agradable, ni frío ni calor, con la límpida luz de junio o la placentera música de las hojas que caen en septiembre; un día en que la dulzura y la suavidad sean la tónica del paisaje, en que el aire ofrezca la tranquilidad de un prado y la paz general se extienda sobre el mundo, y yo os mostraré un individuo insatisfecho e infeliz: yo.

Tengo mis razones, vaya que sí. (Usted no pensará que soy un tipo irracional, ¿verdad?). Como ya dije en un prefacio, soy un escritor compulsivo. Esto quiere decir que mi idea de un tiempo bueno consiste en subir a mi ático, sentarme ante mi máquina de escribir (tal y como ahora estoy) y lanzarme a contemplar cómo las palabras van tomando forma mágicamente delante de mis ojos. Para evitar distracciones, cierro las ventanas y me pongo a trabajar exclusivamente con luz eléctrica.

Nadie tendrá nada que oponer en tanto tengamos la cellisca de un típico atardecer de Nueva Inglaterra, o el viento ensordecedor de un típico día de la temprana primavera de Nueva Inglaterra, o la plomiza visita del aire del Golfo que se cierne sobre Nueva Inglaterra durante el verano, o los danzantes copos que llegan a sumar tres pies de nieve en los inviernos de Nueva Inglaterra. Por el contrario, todo el mundo dirá: «Chico, qué suerte no tener que salir con este tiempo».

Y yo estaré completamente de acuerdo.

Pero de pronto viene un excelente día de mayo-junio, o bien de septiembre-octubre, y todo quisque me dice: «¿Qué haces encerrado con un tiempo tan espléndido, so marmota?» A menudo, presos de súbita indignación, me cogen y me arrastran hasta la ventana para que compruebe lo maravilloso del día.

La ventaja de ser escritor consiste, naturalmente, en que uno puede echar mano de sus frustraciones y disgustos y volcarlos sobre el papel. Esto les evita llegar a extremos peligrosos y explica por qué los escritores son gente tan amable y normal y divierten tanto a quienquiera que los conozca.

Por ejemplo, en 1953 escribí una novela en la que plasmaba un mundo donde todos vivían en ciudades subterráneas, totalmente aisladas del aire libre.

La gente dirá: «¿Cómo puede usted imaginar semejante situación de pesadilla?»

A lo que yo, atónito, responderé: «¿Qué situación de pesadilla?»

Pues en mí todo se transforma en una recusación y un desafío. Habiendo dado un voto al enclaustramiento me pregunté si podía darle la vuelta a la tortilla.

Así escribí Érase un hermoso día. Y, para convencerme, fue una buena jornada, una de ésas que tienen lugar a menudo, una o dos veces por semana, cuando me siento satisfecho de mi trabajo. En esos días, suelo salir al atardecer y me doy un paseo por el vecindario.

En cuanto si el tiempo era bueno o malo, lo ignoro. Me refiero a eso que ustedes tienen allá arriba, en el cielo. Debe ser insufrible quedárselo mirando.