PRESENTACIÓN

Alrededor de 1950 mi esposa y yo habíamos llegado a la triste y reluctante conclusión de que no podíamos tener niños. Nada había de particular en ninguno de los dos, pero el caso era que hasta entonces no había sucedido:

Mi esposa decidió entonces que debíamos ajustar nuestros métodos de vida a la perspectiva de una existencia sin niños y se dispuso a desempeñar un importante papel en el desarrollo de mi carrera como escritor. Nos pareció que aumentaría la eficiencia si trabajábamos como un equipo. Yo dictaría las historias y ella las mecanografiaría.

Yo no las tenía todas conmigo. Sonaba a algo grande en el esquema del proyecto, pero yo jamás había dictado un relato. Hasta entonces había usado la máquina de escribir para componerlos y ver así, palabra por palabra, la creación de las frases.

En el curso del siguiente mes dicté tres historias que quedaron grabadas en magnetofón, y una de ellas era Huésped. La nueva experiencia trajo consigo algunas curiosas dificultades. Por ejemplo, descubrí que me había tomado la libertad de intervenir en la más larga de las tres historias, sin yo advertirlo hasta que mi esposa vino con la pequeña cinta de celuloide, alegando: «no soy capaz de reproducir esto».

Escuché el pasaje objeto de su atención, en el que dos de los personajes se encontraban enzarzados en una disputa que discurría en tonos bastante vehementes. Descubrí que mientras la tensión crecía entre ambos, la mía aumentaba con la suya, de tal manera que cuando la bronca alcanzó el punto culminante me había enfrascado en la enunciación de un cúmulo de gruñidos incoherentes y llenos de rabia. Tuve que dictar esa parte de nuevo. Naturalmente, eso no ocurre cuando escribo a máquina.

Pero, en definitiva, la cosa marchó bien. Cuando estuvieron pasadas en limpio, vi que conservaban el inexistente estilo asimoviano y parecía que las había escrito del principio al final (al menos así me lo pareció. Ustedes mismos pueden leer Huésped y juzgar por su propia experiencia).

Lo mejor de todo era que el magnetofón empleado no me pertenecía, sino que lo habíamos adquirido para realizar aquella prueba. Satisfecho como estaba, hablé con el dependiente de la casa donde lo había tomado y le dije que deseaba comprarlo. Le extendí un cheque y lo pagué al contado.

Al cabo de una semana, sin embargo, y de acuerdo con los cálculos más recientes, mi esposa y yo formamos un nuevo equipo, pero esta vez con el propósito de tener un hijo. Cuando el hecho resultó indudable, tuvimos una conversación en la que mi única aportación verbal era una repetida exclamación: «¡Me estás tomando el pelo!»

Por otro lado, el dictáfono jamás volvió a ser usado, aunque todavía nos pertenece. Cuatro meses después apareció Huésped y nació mi hijo David.