1851
Todo había sido minuciosamente planificado. A las tres en punto la familia se reuniría en la casa grande de Blackheath, pues, como cualquiera de sus cuatro hijas o sus maridos habría podido decirle, el jefe, como llamaban al dueño de casa, detestaba la falta de puntualidad. Además, era el cumpleaños del anciano. No podían llegar tarde en una ocasión tan señalada.
Pero todavía era temprano aquel día de agosto. El marido de Harriet había calculado que podían permitirse dos horas y cuarenta minutos de placer; de modo que fue con una mezcla de nerviosismo y emoción que Harriet Penny y él se dirigieron hacia la deslumbrante estructura que refulgía ante ellos como un palacio mágico de un cuento de hadas.
El gigantesco edificio que había albergado la Exposición Universal de 1851 —el Crystal Palace, como se lo llamó inmediatamente— era un triunfo de la ingeniería británica. Diseñado exactamente como un vasto invernáculo prefabricado, sus noventa metros cuadrados de cristal, fabricados en serie en unas unidades corrientes, y miles de pilares y vigas de hierro fundido creaban un espacio útil de casi noventa mil metros cuadrados, que, sin embargo, se había construido en pocos meses. Ligero y airoso, dotado de unos soportes de hierro hueco que hacían las veces de tuberías, el Crystal Palace representaba todo cuanto era moderno y progresista. El único elemento anticuado en todo el edificio había sido la importación —a instancias del duque de Wellington— de un par de gavilanes para mantener a raya a los pájaros que invadían las galerías. La idea de esta exposición universal y de su magnífico edificio la había tenido Albert, el ingenioso esposo alemán de la joven reina Victoria, que había concebido y supervisado todo el proyecto hasta su conclusión. La pareja real se sentía muy orgullosa de él.
Todos coincidían en que era un triunfo. Gentes de todos los rincones de Inglaterra acudían para verlo. Viajeros franceses, alemanes, italianos, viajeros de América e incluso de Extremo Oriente habían llegado, no a millares sino a millones, para contemplar este prodigio. No todos esos visitantes pertenecían a las clases acomodadas. Muchos días podían verse personas corrientes que pagaban un chelín para visitar el edificio.
Harriet aún no había visitado la Exposición Universal, pese a que se había inaugurado en mayo. Sus tres hermanas habían ido a verla, pero ella había preferido esperar hasta poder ir con su marido. Harriet lo agarró del brazo con orgullo. Había tenido suerte al conocer a Penny. Sus hermanas mayores, Charlotte y Esther, tenían más de treinta años cuando se casaron, ambas con unos jóvenes ambiciosos. Parecían relativamente satisfechas. Luego estaba su hermana menor, Mary Anne. Pero Mary Anne, por supuesto, era diferente.
Harriet tenía veintitrés años cuando conoció a Penny y aunque él era dos años más joven se había sentido inmediatamente atraída por aquel joven con gafas que tenía un carácter cauto, reservado y decidido. Su padre, el banquero, había creado varios fondos fiduiciarios destinados a asegurar el bienestar económico de sus hijos, pero el joven Penny aspiraba a dedicarse al mundo de los seguros. Si las hermanas mayores de Harriet se habían casado gracias a sus fortunas, Penny no había tenido necesidad de casarse con ella por su dinero. Simplemente, jamás se le habría ocurrido casarse con una mujer sin fortuna, y a ella le gustaba que fuera así.
Si el Crystal Palace era una obra imponente, su contenido, como no tardaron en descubrir, era asombroso. Cada país importante del mundo disponía de una sección. Había un elefante disecado de la India adornado con unos magníficos jaeces con gemas incrustadas; también se exhibía el fabuloso diamante Koh-i-noor, iluminado por luz de gas. De Estados Unidos procedía una maquinaria agrícola que incluía una despepitadora de algodón, los revólveres del coronel Colt y una iglesia misionera flotante que navegaba aguas arriba y aguas abajo por el río Delaware. Del zar de Rusia, unas magníficas martas cibelinas; porcelana de China, toda suerte de artículos domésticos procedentes de Canadá y Australia; especímenes minerales de Sudáfrica. De Francia, un curioso aparato para doblar sobres utilizado por De la Rue y una fuente de la que manaba una deliciosa agua de Colonia. De Berlín, unos instrumentos científicos, máquinas para confeccionar encaje… Y éstas eran sólo un diminuto puñado de maravillas, artísticas y manufacturadas, que se extendían hectárea tras hectárea en aquel gigantesco palacio de cristal.
La mayor sección, que ocupaba casi la mitad del espacio, correspondía a Inglaterra. Coches, motores, manufacturas textiles, un nuevo sistema de galvanoplastia, relojes, muebles de un estilo barroco que se había impuesto hacía poco y que se conocería como victoriano. Cerámica de Wedgewood; incluso, para los curiosos de la historia, una recreación a cargo del señor Pugin, el brillante arquitecto y decorador, de una corte medieval, aunque cuando comprobaron que contenía un crucifijo papista entre sus elementos decorativos, se consideró que era muy poco inglés y los británicos manifestaron su desaprobación. Pese a este desafortunado desliz, el mensaje de la exposición no podía ser más claro: Inglaterra gozaba de gran prosperidad, era el país más importante del mundo en artículos manufacturados y encabezaba el mayor imperio que existía bajo el sol.
Salvo haber perdido sus colonias americanas setenta años antes, el Imperio británico nunca había cesado de expandirse. Canadá, las Indias Occidentales, grandes territorios de África, India, Australia y Nueva Zelanda se hallaban bajo su dominio, de manera que era literalmente cierto que en el Imperio jamás se ponía el sol. Pero no se trataba de un despotismo oriental. Ciertamente, la marina británica dominaba los mares. También era cierto que habían sofocado cierta resistencia local a la expansión de su comercio e ilustración. Pero el poderío militar terrestre de Gran Bretaña era insignificante. Sus dominios más sofisticados tendían hacia una forma de afiliación basada en el autogobierno; el resto del Imperio seguía siendo lo que siempre había sido, un entramado de colonias gobernadas por comerciantes, colonos, unas pocas guarniciones y unos administradores en su mayoría bienintencionados que creían en un Dios protestante y en el comercio. Pues el comercio constituía la clave; no eran los tributos, sino las materias primas —en especial el algodón— que Inglaterra importaba para manufacturarlas y exportarlas de nuevo al mundo entero. Era el comercio, estimulado por los inventos, que hacía aumentar el nivel de vida de la población y llevaba la civilización a los rincones más remotos del globo.
Durante dos horas y media Harriet y su marido recorrieron la exposición del brazo, y cuando salieron de nuevo a los soleados espacios de Hyde Park alzaron la vista hacia el firmamento y se miraron entre divertidos y preocupados.
—Me pregunto qué le habrá ocurrido a Mary Anne —comentó Penny.
Esther Silversleeves y su marido habían salido temprano y en esos momentos cruzaban el Puente de Londres. El señor Arnold Silversleeves era un hombre muy respetable; muy alto, más aún que su padre, que había presidido Bedlam. Tenía una nariz ancha y larga y jamás se había reído de un chiste o una broma, aunque por otra parte no poseía la menor malicia. Era socio en la firma de Grinder and Watson Engineers, donde, además de su indudable competencia, todos reconocían que poseía unas dotes matemáticas rayanas en lo genial. Su afecto hacia su esposa e hijos era simple y natural; aunque si su vida contenía una pasión, ésta era por el hierro fundido. Silversleeves había llevado a su esposa en una ocasión a visitar la Exposición Universal para mostrarle las máquinas, pero previamente la había llevado en tres ocasiones para contemplar la construcción del Crystal Palace y explicarle los principios de su ingeniería.
Silversleeves tenía una manera muy curiosa de caminar. Después de dar diez o veinte pasos a un ritmo normal, se detenía sin motivo alguno y luego seguía avanzando, por lo general a mayor velocidad, antes de disminuir la marcha o simplemente detenerse de nuevo. Sólo su esposa, debido a la larga práctica de la obediencia, era capaz de seguir su ritmo. Fue de este modo, apretando el paso y deteniéndose bruscamente, como llegaron al extremo sur del Puente y al cabo de unos momentos entraron en el gran edificio, semejante a un establo, donde los aguardaba su medio de transporte.
Arnold Silversleeves sonrió. La máquina estaba pintada de verde, salvo los cromados, que relucían. Detrás de ella aparecían seis vagones marrón chocolate. Silbó alegremente y exhaló unas nubes de vapor, y, de vez en cuando, un sonoro bufido. En la plataforma junto a él, dos guardias uniformados tocados con gorras de visera ofrecían un aspecto tan satisfecho como si estuvieran montando guardia en el palacio de Buckingham. Los Ferrocarriles de Londres y Greenwich (la primera línea londinense, cuya terminal estaba ubicada en el Puente de Londres y, se había inaugurado poco antes de iniciarse el reinado de la reina Victoria) parecían positivamente echar bocanadas de humo con orgullo.
Era natural; pues si la era de la reina Victoria estuvo marcada por el progreso, ello se debió a que fue la era del vapor.
Aunque la primera máquina de vapor se había inventado en los tiempos de Jorge III, la introducción de la energía de vapor se llevó a cabo de manera muy paulatina. Las máquinas accionadas por vapor de las fábricas textiles en el norte, los primitivos barcos de vapor, la locomotora para arrastrar el carbón en las minas, incluso una prensa de vapor para imprimir The Times en Londres, se utilizaban desde los tiempos del regente; pero luego, con la reina Victoria, apareció el primer ferrocarril de pasajeros.
La expansión fue asombrosa. Al cabo de doce años existían varias compañías de ferrocarriles que competían en Londres. La estación de Euston había abierto el acceso a las regiones central y norte. Tres años antes, Silversleeves y su compañía habían iniciado las obras de una gran terminal al otro lado del río, frente a Westminster, llamada Waterloo, de la cual partían unos trenes hacia el sur y el oeste. Si las diligencias transportaban diez pasajeros por las carreteras a unos catorce kilómetros por hora, los vagones que circulaban por la vía férrea detrás de una locomotora de vapor eran capaces de transportar a un centenar de personas a sesenta y cinco kilómetros por hora. Fueron los trenes de vapor los que llevaron a ciudadanos de toda Inglaterra a visitar la Exposición Universal en el Crystal Palace. Si no hubieran existido los nuevos trenes, la mayoría de los habitantes de provincias no habría podido acudir.
Por otro lado, la aparición de los ferrocarriles tuvo un efecto imprevisto. Los trenes requerían ajustarse a un horario; pero, pese a la paulatina adopción de la hora del meridiano de Greenwich en los océanos del mundo entero, las ciudades provincianas de Inglaterra persistían en mantener su hora local, al igual que habían hecho en tiempos de los Estuardo. Tratar de publicar unos horarios de trenes en semejantes circunstancias resultaba confuso, de modo que poco antes las provincias habían empezado a adoptar por primera vez la hora de Londres. La locomotora de vapor había logrado imponer orden en el reino.
Silversleeves era un entusiasta del orden; el orden significaba felicidad y progreso.
—Es una cuestión de ingeniería —dijo a su esposa.
Hasta las personas humildes se beneficiarían. Los nuevos ferrocarriles que partían de Euston habían destruido zonas enteras de barrios pobres y superpoblados.
—Pero construirán otras viviendas para esa gente —explicó Silversleeves. Incluso predijo que un día mucha gente que no tuviera que residir cerca de su lugar de trabajo, habitaría en unos nuevos barrios limpios y flamantes fuera de la ciudad y acudiría todos los días al trabajo en tren. Aún más asombrosos eran los proyectos destinados al centro de Londres. Debido al constante aumento de población, los ómnibuses tirados por caballos (de los que había cientos por aquel entonces) y los miles de taxis y coches, toda la zona desde Westminster hasta el centro de la ciudad antigua padecía grandes atascos durante las horas punta en los días laborables. Para ir de Whitehall al Banco de Inglaterra se tardaba una hora—. Pero podemos resolver ese problema construyendo trenes subterráneos —aseguró Silversleeves a su esposa—. De una punta de Londres a la otra en cuestión de minutos. Se trata tan sólo de instalar unos sistemas de ventilación y eliminación del humo para evitar que la gente se asfixie.
Silversleeves había ideado también una solución para poner fin a los hediondos efluvios del Támesis.
—¡Un nuevo sistema de alcantarillado! —explicó a su familia eufórico.
El año anterior, por propia iniciativa, Silversleeves había llevado a cabo un estudio personal del problema, sumergiéndose, armado con un cuaderno de notas, en los interminables laberintos de alcantarillas, cloacas, canales de agua subterráneos y pozos negros que se extendían bajo el viejo Londres cada día libre que podía encontrar. Se había aprendido de memoria toda la red, cientos de kilómetros de alcantarillado, y, entusiasmado con su notable aunque pestilente hazaña, había concebido un nuevo sistema que había presentado a las autoridades municipales, hasta entonces sin éxito.
El ferrocarril que partía del Puente de Londres circulaba sobre unos elevados arcos de ladrillo que cruzaban como un gigantesco acueducto la silueta de los techos de las viviendas de Southwark hacia los espacios verdes de Greenwich y Blackfriars, ofreciendo una magnífica vista del paisaje. Esther acababa de escuchar por enésima vez los planes de su marido respecto al alcantarillado, convencida de que era un visionario cuando, al mirar por la ventanilla, vio un espectáculo que le obligó a interrumpirlo:
—¡Oh, Arnold! —exclamó—. ¡Mira! ¡Creo que es Mary Anne!
Por espacio de varios segundos después de que el conde de Saint James hubiese desenrollado los diseños sobre la mesa del comedor del capitán Jonas Barnikel, el ínclito marino no pronunció palabra. El joven Meredith, que representaba a su padre, lo observó con curiosidad. Luego, Barnikel se acarició su frondosa barba roja y expuso su opinión.
—Es lo más hermoso que he visto en mi vida —afirmó con voz ronca.
—Puedes derrotar a los estadounidenses con este barco —declaró Saint James—. Apuesto por ello.
Los diseños correspondían a un barco de vela. Aunque los barcos de vapor se iban imponiendo paulatinamente en el tráfico marítimo, la inmensa mayoría del comercio mundial, en el año de la Exposición Universal, se realizaba en barcos de vela. Y de todos los barcos de vela, el más veloz, el más elegante y romántico era el clíper, ese galgo de los mares. Las bellas líneas de los diseños que el marino tenía ante sí sugerían que ese barco sería el clíper más veloz que se había construido jamás.
Fueron los estadounidenses quienes habían alterado la situación cuando, dos años antes, sus famosos y veloces clípers destinados al transporte del algodón habían entrado en el comercio inglés del té. Tras zarpar de Londres con diversos cargamentos, navegaban impulsados por los vientos alisios que descendían por el Atlántico, rodeaban la punta meridional de África y dejaban que los rugientes cuarenta, esos fuertes vientos que soplan en la zona, los propulsaran hasta Extremo Oriente para descargar sus mercancías. Arribaban en plena canícula a los puertos chinos de Shangai o Fuzhou, echaban ancla entre los juncos y sampanes, y aguardaban las primeras partidas de hojas de té de la nueva cosecha anual. Tan pronto como las habían cargado a bordo estallaba un auténtico tumulto mientras los barcos eran remolcados fuera del puerto, con las banderas ondeando mientras los otros barcos disparaban salvas, para emprender la carrera de regreso. Volvían impulsados por los vientos alisios del sudeste; los vigías divisaban los primeros barcos desde la costa de Kent; la multitud acudía deprisa hacia el muelle situado más abajo de la Torre de Londres. En los dos últimos años los clípers estadounidenses habían llegado tan por delante de los barcos ingleses que era francamente humillante.
Lo que los espoleaba era la competencia. Los marinos ingleses no estaban dispuestos a aceptar la derrota. Por consiguiente, habían mandado construir unas nuevas embarcaciones destinadas a ser más veloces que cualquier barco que se hubiera visto hasta entonces. La nueva hornada de clípers, que medían entre sesenta y noventa metros de eslora, de líneas elegantes y recios como los viejos barcos nórdicos que eran sus predecesores, pero llevando un bosque de velas sobre sus tres elevados mástiles —algunos, provistos de treinta y cuatro velas, llegaban a tener hasta tres mil quinientos metros cuadrados de lona—, eran capaces de recorrer mil millas, cargados de mercancías, en tres días y completar la travesía desde China en menos de cien días. La gran mayoría de ellos habían sido construidos en Escocia. Y el nuevo barco que se encontraba delante de Barnikel estaba destinado a reemplazar a su embarcación al cabo de un año.
—¿Qué nombre le pondremos? —preguntó el conde—. Elígelo tú.
—Lo llamaremos Charlotte —respondió Barnikel.
Pues sabe Dios cuántas cosas, pensó Barnikel, le debía a ella. Ciertamente, él era un marino de primer orden y un magnífico capitán, pero fue el hecho de casarse con la hija del jefe lo que le había permitido adquirir una participación en el barco y convertirse en capitán. La bonita casa con jardín de estilo georgiano que ocupaban en Cumberwell Grove, en las ondulantes y boscosas laderas desde las que se divisaba el bullicioso muelle de Deptford, había sido adquirida con el dinero de Charlotte. «De no ser por ella —solía reconocer Barnikel— aún viviría allí abajo»; y aunque había comenzado a labrarse su propia fortuna, le complacía pensar que, poco tiempo después, cuando llevara a su poco agraciada esposa y sus hijos por la escarpadura hasta Blackheath, podría decirle a su suegro: «El conde y yo hemos llamado así al clíper por Charlotte».
Jonas Barnikel poseería una quinta parte del Charlotte; Meredith, el banquero, que ese día había enviado a su hijo en representación suya, otra quinta parte; y el campechano conde de Saint James, que, al igual que su abuelo, apostaba a todo, tres quintas partes. La afirmación del conde de que apostaría al nuevo clíper no la había hecho a la ligera. Cada año la gente apostaba grandes sumas de dinero a los buques que regresarían antes a casa. El conde, por lo tanto, se había propuesto conseguir dinero por tres medios: siendo el propietario de la mayor parte del barco y de su mercancía y apostando a que llegaría a Inglaterra antes que los estadounidenses. Él y Jonas Barnikel se conocían desde hacía cinco años y confiaban el uno en el otro plenamente.
En cambio el joven Meredith era un enigma. Tras haber salido hacía poco de Eton, había rogado a su padre que le permitiera viajar durante un año antes de incorporarse a un regimiento; y dado que dentro de poco Barnikel iba a emprender un viaje a la India, el banquero había pedido al capitán de barco que se llevara al chico. Ese día era la primera entrevista entre ambos y Barnikel echó al joven un par de vistazos con el fin de formarse una opinión sobre él. Era un muchacho bien parecido, de buena estatura, con el pelo castaño y un cuerpo atlético. Un caballero de pies a cabeza, sin duda; pero ¿de qué pasta estaba hecho?
—Vamos a comer con mi suegro —comentó Barnikel—. Quizás el señor Meredith quiera acompañarnos —sugirió de improviso.
—Bien —el joven dudó unos instante mirando inquisitivamente al conde, que asintió con la cabeza—, acepto encantado. Si estáis seguro de que a vuestro suegro no le importará.
—Oh, claro que no —afirmó Barnikel—. Le gusta ver caras nuevas.
Media hora más tarde, los Barnikel, junto con Meredith, se hallaban cómodamente instalados en su coche mientras éste circulaba por el viejo camino de Kent hacia Blackheath, cuando el joven señaló un objeto que aparecía en el cielo. Charlotte Barnikel se llevó la mano a la boca y exclamó:
—¡Oh, Jonas! ¡Debe de ser Mary Anne!
Soplaba una leve brisa, la suficiente para permitirles realizar el viaje. Mary Anne se agarró con fuerza al borde de la cesta mientras ésta ascendía bamboleándose y crujiendo de manera terrorífica y los jardines de Vauxhall que se hallaban a sus pies empezaban a disminuir de tamaño a una velocidad alarmante.
—¿Tienes miedo? —le preguntó su marido al oído.
—¡Por supuesto que no! —respondió ella.
El aeronauta sonrió para darle ánimos al tiempo que el gigantesco globo azul y dorado se alzó, imperioso e imparable, en el límpido cielo hacia el sol. Durante varios minutos, Mary Anne experimentó el angustioso terror de quien se da cuenta por primera vez que vuela por los aires sin que algo lo sostenga debajo. Durante unos horribles segundos se preguntó si se desprendería el suelo de la cesta. Los dedos de su marido la asían con tal fuerza que Mary Anne temió que se quedaran permanentemente crispados, y sólo acertó a sonreír estúpidamente cuando Bull gritó con aire jovial:
—Bueno, esto era lo que querías, ¿no?
El panorama que se veía abajo, en los jardines de Vauxhall, no era atractivo. El problema no era sólo el cúmulo de calles que se extendían en torno de los jardines con la evidente intención de asfixiarlos; sino que la aparición del ferrocarril que circulaba sobre un viaducto de ladrillo, con su estrépito y sus humos, amenazaba con destruir la tranquilidad del lugar. Los jardines de Vauxhall habían iniciado un lamentable declive, pero seguían siendo el lugar desde el cual despegaban los globos, cosa que ocurría con frecuencia. La gente los utilizaba para dibujar vistas de la ciudad y emprender peligrosos viajes, con relación a los cuales se hacían cuantiosas apuestas, a lugares tan lejanos como Alemania. Poco antes un hombre había insistido en subir por los aires no a bordo de la acostumbrada cesta, sino montado sobre su caballo. Una nutrida muchedumbre había acudido para presenciar el espectáculo. Y ese día, en presencia sólo de unos pocos londinenses curiosos, Mary Anne y Bull habían emprendido un breve ascenso que concluiría, si todo iba bien y el viento no cambiaba, en algún punto de Blackheath.
La idea había sido un capricho. Cuando, unos meses antes, su marido le había preguntado qué le apetecía hacer en su cumpleaños, que caía poco antes que el del jefe, ella había respondido «dar un paseo en globo», y nadie lo había tomado en serio. De hecho, Mary Anne lo había olvidado. Por lo tanto, se había quedado pasmada cuando, tres días antes, su marido había comentado como de pasada: «He organizado el paseo en globo, Mary Anne. Si el viento y el tiempo lo permiten, subiremos el sábado por la mañana. Si es que aún deseas hacerlo», había agregado Bull sonriendo pícaramente.
Sus hermanas se habían mostrado horrorizadas. «¿Cómo puedes ser tan atolondrada? ¿Qué dirá la gente?», habían protestado. «¿Por qué tienes que ser siempre tan distinta de los demás, Mary Anne?», habían exclamado con tono de reproche.
Por lo demás, era un capricho costoso. Pero eso, como todos sabían, no representaba un problema, pues Edward Bull iba a heredar la cervecería. Mary Anne era la única hija del jefe que se había casado joven. Y Mary Anne era muy bonita. Delgada, vivaracha, con unos preciosos ojos pardos y un mechón blanco que destacaba entre su cabello castaño y le daba un toque distinguido, Mary Anne poseía la elegancia y el estilo del que sus hermanas carecían. Edward Bull, un año mayor que ella, no necesitaba su dinero, aunque a los Bull les gustaba que sus esposas fueran mujeres ricas.
Al cabo de unos segundos el globo se hallaba a noventa, cien, ciento cincuenta metros del suelo, y seguía subiendo. Pero de pronto el aeronauta accionó un mecanismo, el globo se detuvo y, ante su sorpresa, Mary Anne notó que su terror empezaba a disiparse y contempló extasiada la magnífica vista de Londres. El ritmo de las obras urbanísticas no había decaído. Al sur del río, las casas describían una línea casi ininterrumpida desde Southwark hasta Clapham; al norte, las aldeas de Chelsea y Kensington habían sido engullidas por una interminable sucesión de viviendas de falso estilo georgiano, y más allá, por encima de la City, el bosque de Islington había sucumbido también a la fiebre urbanística. Pero esos proyectos, vistos desde arriba, parecían unos nuevos y rechonchos dedos de la sucia palma de la mano de Londres extendiéndose hacia la verde campiña que la circundaba. Lavender Hill seguía siendo una fragante colina; buena parte de Fulham constituía un huerto donde cultivaban hortalizas destinadas a los mercados; y por encima de Regent’s Park se extendían unos prados hasta Hampstead.
Pero cuando Mary Anne bajó de nuevo la vista observó algo que la alarmó. Su viaje se basaba en la convicción tanto de Bull como suya de que la brisa soplaba del oeste, de manera que los llevaría por el sur de Londres hacia Blackheath, en cuyos grandes espacios abiertos podían descender sin mayores dificultades. Pero de golpe Mary Anne se dio cuenta de otra cosa.
—¡Edward! ¡Nos dirigimos hacia el norte!
Era cierto: la ruta del globo, que en esos momentos se encontraba suspendido sobre el Támesis, los había conducido hasta el palacio de Lambeth. Si nada lo remediaba acabarían por buscar un lugar donde descender en los campos situados más allá de Islington.
—Y en ese caso llegaremos tarde a la fiesta del jefe —se lamentó Bull.
Pero Mary Anne, tras esforzarse por dominar su temor, se sintió de pronto embargada por una intensa euforia y gritó:
—¡No me importa! ¡Esto es increíble!
Su marido lanzó una carcajada. Su ruta, según había comprobado, iba a procurarles otra grata e inesperada sorpresa.
—Mira —dijo Bull—, pasaremos por encima del Parlamento.
Las casas del Parlamento, en 1851, constituían un interesante espectáculo. Diecisiete años antes, un funcionario había decidido revisar los archivos del antiguo Exchequer. Al hallar en los húmedos sótanos, reunidos en unos hatillos, las decenas de millares de palitos que representaban unas tarjas —stock, foil y counterfoil— algunos de los cuales llevaban allí desde los tiempos de Tomás Becket, el hombre había decidido quemarlos. Sus subalternos habían llevado a cabo sus órdenes tan concienzudamente que habían prendido fuego a todo el palacio de Westminster y a la mañana siguiente todo el edificio, salvo el recio Westminster Hall, había quedado reducido a cenizas.
En su lugar, construido en torno de la vieja estructura normanda, se alzaba un palacio aún más espléndido que el que se había quemado. Construido en piedra color miel oscura por el londinense Barry, con su maravilloso interior de estilo medieval diseñado por Pugin, el edificio de inspiración gótica era un digno compañero de la abadía, la cual se erguía junto a él. La Cámara de los Comunes ya se había completado; se habían iniciado las obras de la Cámara de los Lores; y en el ángulo oriental, cerca del puente de Westminster, Mary Anne contempló el zócalo vacío del gran reloj de la torre que se alzaría sobre el resto del conjunto arquitectónico.
Desde Westminster, se deslizaron flotando por encima de Whitehall hasta Charing Cross. Unos años antes habían despejado el área donde se encontraban los Royal Mews para construir una enorme plaza llamada Trafalgar Square, en el centro de la cual había una elevada columna que sostenía la estatua de Nelson; y se disponían a volar por encima del gran héroe naval cuando el viento cambió repentinamente y comenzó a impulsarlos de nuevo hacia el río.
—Quizá lleguemos a tiempo para la fiesta del jefe —dijo Bull sonriendo.
En efecto, al cabo de unos minutos empezaron a flotar perezosamente por encima de Bankside y Southwark en dirección a Blackheath.
—Mira —observó Bull dando un suave codazo a su esposa—, ahí está la cervecería.
De hecho era difícil no verla. Pues aunque el proceso esencial de fabricar cerveza seguía siendo el mismo desde los días en que dame Barnikel removía sus gigantescas fermentaciones en la cervecería junto al George, las dimensiones de las operaciones habían experimentado un cambio radical. La cervecería Bull era gigantesca. La alta y cuadrada chimenea del edificio de la caldera se erguía sobre los techados de Southwark. El edificio principal, donde se trituraba la cebada y se preparaba la cerveza, tras lo cual se dejaba enfriar y fermentar, tenía siete pisos de altura, sus grandes ventanas cuadradas se abrían en la fachada de los elevados muros de ladrillo rojo con sólida autosatisfacción. Además estaban los cobertizos que contenían las grandes y viejas cubas de la cervecería, unos enormes patios donde los barriles que aguardaban ser cargados en los barcos eran apilados formando pirámides, y unos establos inmensos destinados a los potentes caballos que tiraban de los carros. El negocio estaba presidido por la familia de Bull, jovial, próspera y sólida como una roca.
El globo se deslizó volando por encima de Camberwell y continuó hacia el este hasta que el aeronauta consiguió descender, con una modesta sacudida, en la amplia explanada de Blackheath, a menos de un kilómetros de la mansión del jefe.
La señora Bull, feliz y emocionada, pisó tierra firme, besó a su marido y comentó con tono triunfal:
—Creo que seremos los primeros en llegar.
Era media tarde cuando otra persona partió hacia la casa del jefe. Tras dejar el distrito de Whitechapel, en el East End londinense, una silueta solitaria descendió por el lado oriental del muelle de Saint Katherine, donde arribaban los clípers que transportaban té, y continuó a lo largo del puerto hacia Wapping. Desde allí, esa persona procedente del East End se proponía cruzar el río y proseguir hacia Blackheath. Pues el jefe iba a recibir aquel día a un visitante inesperado.
Si el West End había comenzado a expandirse hacía dos siglos, el desarrollo del East End era más reciente. Inmediatamente al este de la Torre, los muelles comenzaban con el de Saint Katherine y se extendían río abajo por Wapping y Limehouse hasta un punto donde el gran meandro del río formaba el promontorio de Isle of Dogs, donde se habían creado las grandes cuencas de los muelles de las Indias Occidentales. Por encima de esta hilera de muelles, comenzando en Aldgate junto a la muralla de la ciudad, había habido siempre una serie de barrios modestos: en primer lugar Spitalfields, donde los tejedores hugonotes se habían congregado, luego Whitechapel, Stepney, Bow y Poplar, por encima de Isle of Dogs. Pero en ese momento todas esas barriadas se habían reunido en un inmenso y desmadejado suburbio compuesto por muelles, pequeñas fábricas, talleres y callejuelas, cada uno de los cuales contaba con su propia comunidad. En el East End solían afincarse los inmigrantes pobres. Y pocos eran más pobres que la última oleada de gente que había invadido las calles de Whitechapel.
En Londres había existido siempre una población irlandesa. Desde el siglo anterior, en las viviendas pobres y hacinadas de la parroquia de Saint Giles, al oeste de Hollborn, había habido una nutrida comunidad, formada en su mayoría por obreros. Pero esto no era nada comparado con la gran oleada de inmigrantes que se había producido a lo largo de los últimos siete años.
Ello se debía, como gran parte del mundo occidental sabía, al fracaso de una cosecha. Durante años una numerosa y relativamente densa población que vivía en una de las tierras agrícolas más fértiles de Europa —buena parte de la misma en manos de terratenientes ingleses ausentes— había subsistido gracias a ese tubérculo americano nativo tan nutritivo, la patata. Cuando, durante varios años sucesivos, la cosecha se echó a perder, los irlandeses tuvieron que afrontar una súbita y terrible crisis. Y cuando las iniciativas para paliar su situación resultaron ineficaces, la opción era clara: emigrar o morir. Así fue como comenzó el gigantesco y trágico éxodo del que Irlanda no se recuperaría hasta un siglo y medio más tarde. Huyeron hacia Estados Unidos, Australia y los puertos ingleses. A Londres también, por supuesto. El grupo más numeroso en Londres se había establecido en Whitechapel, donde se habían puesto a trabajar en los muelles. La inesperada visita al jefe había partido de una de las calles pobladas mayormente por irlandeses.
Al jefe le gustaba estar rodeado de su familia. Con su barba canosa y su viejo y sonrosado rostro parecía un monarca benevolente. Le gustaba llevar, incluso en verano, un grueso chaqué, una corbata de seda blanca sujeta con un alfiler de perla, y los zapatos tan lustrados que resplandecían. Su mansión georgiana en Blackheath estaba perfectamente manejada por un mayordomo y una servidumbre compuesta por ocho personas. Se decía que el jefe poseía unas rentas que ascendían a diez mil libras anuales. De carácter apacible, bondadoso con todos sus yernos, el jefe sólo pedía que la gente fuera puntual. Cuando no lo era, asumía un talante frío. Pero sólo un imbécil se habría abstenido de demostrar afecto y respeto hacia un suegro que dispone de diez mil libras al año.
A las cinco, después de que los nietos se hubieran retirado con sus respectivas niñeras, el mayordomo anunció que la cena estaba servida. Al jefe, puesto que era un hombre chapado a la antigua, le gustaba cenar temprano. Salvo esto, todo se hacía siguiendo la tendencia moderna. Los caballeros condujeron a las señoras al espacioso comedor. El jefe bendijo la mesa y se sentaron, una dama entre cada pareja de caballeros. La gigantesca mesa, cubierta con un mantel de damasco blanco, presentaba un aspecto imponente. En el centro había un espectacular épergne de plata, un objeto parecido a un candelabro de cinco brazos excepto porque no sostenía velas, sino recipientes que contenían fruta. Ante cada comensal, siguiendo la nueva moda, aparecía dispuesta una serie de copas y cubiertos de distintos tamaños —de plata para el pescado y la fruta—, todos ellos pesados y barrocos. El primer plato consistía en una sencilla selección de sopas: julienne de verduras o sopa de fideos. A continuación había pescado: salmón cocido, rodaballo, lenguado á la Normandie, trucha, mújol y medallones de langosta. El salmón había sido transportado en tren desde Escocia.
Puesto que era viudo, el jefe pedía siempre a una de sus hijas que ocupara la cabecera de la mesa e hiciera las veces de anfitriona, y ese día la elección había recaído en Mary Anne. Ésta estaba sentada entre un anciano caballero a su derecha y, a su izquierda, el muchacho que había llevado Barnikel. Durante la sopa Mary Anne había conversado amablemente con el anciano caballero. Cuando sirvieron el pescado dedicó su atención al joven Meredith.
Mary Anne estaba de excelente humor: de hecho, no creía poder recordar otro día más feliz en su vida. Todavía se sentía eufórica por el triunfo de su paseo en globo. No sólo hubiera sido imposible ocultárselo al jefe, sino que ella y Edward se habían encontrado con él caminando por el páramo apoyándose en su bastón de ébano para examinar el globo después de que éste había aterrizado. Al verlos el jefe se había quedado atónito, y había dirigido a Edward una leve mirada de reproche, pero para cuando llegó el resto de la familia, el asunto parecía más bien divertirle.
—Estoy muy contento de veros a todos —declaró—, en especial de que Edward y Mary Anne se hayan «dejado caer» por aquí.
Tal como Harriet comentó a Mary Anne con un suspiro de resignación:
—Papá siempre ha dejado que hicieras lo que te viniera en gana.
Mary Anne y Edward habían estado demasiado ocupados con las hermanas de ella y sus respectivos hijos para prestar atención al joven antes de la cena, aunque ella había pensado vagamente que era bien parecido. Supuso que debía de tener un par de años más que ella, pero existía un abismo entre una joven esposa y un muchacho, por muy guapo que fuera, recién salido de la escuela. Mary Anne notó que el joven había aceptado una segunda copa de vino blanco con el pescado y se preguntó cómo podía insinuarle, sin ofenderlo, que no debía beber tanto.
A Mary Anne le pareció un joven muy agradable: tenía un talante reservado y cortés, pero no era tímido. Sus ojos, observó, se iluminaban de manera deliciosa cuando hablaba de cosas que le interesaban. Mary Anne comprobó rápidamente que el muchacho poseía una finura de la que los otros comensales carecían. Le preguntó sobre la escuela y qué clase de cosas le gustaban. El joven reconoció ser un buen atleta y ensalzó el arte de la caza. Cuando ella siguió haciéndole preguntas sobre sus aficiones, confesó modestamente pero sin rubor que le gustaba la poesía y se sentía fascinado por la historia.
—¿Habéis pensado en asistir a la universidad, señor Meredith? —preguntó Mary Anne.
—Mi padre se opone —respondió el joven—. Y a decir verdad, estoy tan ansioso de ver mundo… —añadió sonriendo.
—¡Señor Meredith! —dijo Mary Anne y se rio—. Creo que tenéis un espíritu más aventurero que nosotros.
—Oh, no, señora Bull —se apresuró a responder él—. No lo creo. Yo jamás he subido en globo.
Las risas de gozo de Mary Anne hicieron que varios comensales volvieran la cabeza para mirarla. Ella se sonrojó un poco, porque no se había dado cuenta de que sus carcajadas eran estrepitosas.
Pero entonces vio que éstas habían atraído la atención de otra persona. De debajo de sus pobladas cejas, los ojos del jefe la observaban fijamente.
Cuando el jefe daba una cena, le gustaba que le amenizaran la velada. En ocasiones, los nuevos invitados suponían que el acaudalado anciano apenas se había fijado en ellos cuando en realidad llevaba una hora escrutándolos discretamente antes de pedirles que le hablaran de sí mismos. Súbitamente su voz ronca y profunda resonó a lo largo de toda la mesa:
—Tengo entendido que el señor Meredith va a viajar durante un año. Quizá quiera contarnos sus planes.
Todos los comensales enmudecieron y se volvieron hacia Meredith.
—¡Oh, padre! —protestó Mary Anne—. Pobre señor Meredith, no debes interrogarlo de esa manera. Deseará no haber venido.
Pero el joven lo tomó con buen humor.
—En absoluto —respondió—. Un invitado que se presenta de improviso, señora Bull, y le dispensan esta magnífica hospitalidad, debería cantar a cambio de la comida. Lo cierto, señor —añadió dirigiéndose al jefe—, es que aún no he ultimado mis planes. En cualquier caso, mi primer deseo es pasar varios meses viajando por la India.
Meredith se detuvo, sin saber si debía añadir algo más, mientras el jefe asimilaba esa información.
—¡Espléndido, señor Meredith! —terció Silversleeves, pensando que debía decir algo para animar al joven—. Sin duda veréis numerosas oportunidades en la India para el desarrollo de una vasta red de ferrocarriles. Quizá mayor que todas las que existen en la tierra. El comercio de la India, aunque es enorme, sería incomparablemente mayor si dispusieran de un mejor sistema de transporte e ingeniería, ¿no estás de acuerdo, Jonas? —preguntó volviéndose hacia Barnikel.
—Té indio, cáñamo y algodón barato —repuso el capitán.
—Confío en ver todo eso —comentó Meredith.
—¿De modo que vais a estudiar las redes de ferrocarriles? —preguntó el jefe.
—No, señor —contestó Meredith sonriendo—. No creo que haga algo tan específico.
El joven se detuvo de nuevo. Pero si los yernos del jefe habían creído que Meredith necesitaba un poco de ayuda, esa ayuda se había terminado. En ese momento se oyó una discreta tosecita que emitió un comensal sentado hacia el centro de la mesa.
Pese al hecho de que las dos familias estaban unidas por el banco, la generación más joven de los Penny nunca había sentido simpatía hacia sus coetáneos del clan Meredith. Había algo demasiado aristocrático, demasiado despreocupado en los Meredith que ofendía la naturaleza calvinista y escocesa de los jóvenes Penny. El caso es que no congeniaban entre sí. Al escuchar las opiniones de ese cachorro de los Meredith, el hombre perteneciente al ámbito de los seguros se sintió irritado.
—Uno no se dedica a deambular durante meses por medio mundo sin algún propósito —dijo con un tono de manifiesto reproche—. ¿O acaso se trata de un viaje de placer? —preguntó.
Mary Anne miró a Meredith, vio que se había sonrojado ante ese insulto implícito y se volvió furiosa hacia su cuñado. Luego miró a Edward, pero éste no dijo palabra.
—Tengo un proyecto en mente —respondió Meredith sin perder la calma—. Hay mucho que aprender sobre la India. Posee una civilización muy antigua y variada. Pasaré unos meses estudiando la religión hindú y sus dioses. —Tras lo cual miró a Penny e hizo una cortés inclinación de la cabeza.
En Inglaterra había círculos donde esta declaración habría sido bien recibida. Algunos administradores de la Compañía de las Indias Orientales eran extremadamente cultos. En los últimos tiempos se había producido un renacimiento del estudio de la cultura india en el subcontinente encabezado por eruditos ingleses en lugar de indios. Pero la familia del jefe en Blackheath no pertenecía a esos círculos. Incluso el anciano estaba tan perplejo que no supo qué decir.
—¿Y cómo pensáis hacerlo? —preguntó Mary Anne suavemente, aunque no estaba muy segura de lo que pensaba.
—Supongo que tendré que visitar sus templos y pedir a los sacerdotes que me instruyan en su religión —respondió Meredith con seriedad—. Quizá —añadió— deba vivir entre ellos una temporada. Será interesante llegar a conocerlos bien.
Todos lo miraron escandalizados y en silencio.
—Pero, señor Meredith —terció por fin Esther Silversleeves—, esas gentes son paganas. —Esther era la más religiosa de la familia—. Es imposible que queráis…
—Los templos paganos de la India contienen unas tallas e inscripciones que ninguna persona temerosa de Dios desearía contemplar —dijo el capitán Barnikel con voz queda.
—Son unos salvajes —afirmó el jefe—. Mala idea.
Edward Bull soltó una carcajada. No lo hizo maliciosamente, simplemente se echó a reír porque el plan de Meredith le parecía descabellado.
—Os diré una cosa —informó a la mesa en general—. En la cervecería no hay hindúes. Os lo prometo. —Luego se volvió hacia Meredith y dijo—: Estoy seguro de que vuestro padre debe de conocer en la India a gente que podría guiaros, señor Meredith. Es una lástima que malgastéis el tiempo. Y el dinero de vuestro padre.
No lo dijo para ser grosero, pero el tono era claramente condescendiente y despectivo. Mary Anne enrojeció de ira. Paganos o no, ¿qué derecho tenía su familia de tratar así a ese joven tan agradable?
—Creo que el deseo del señor Meredith de conocer más cosas sobre los pueblos de nuestro Imperio es digno de elogio —afirmó—. Es un proyecto fascinante.
Y aunque Mary Anne apenas se había parado a pensar en lo que decía, de golpe se le ocurrió que ella nada sabía de los templos hindúes de la India ni de los dioses que moraban en ellos. Sin duda sería un viaje muy interesante, lleno de emociones. Mary Anne miró a Meredith con admiración.
Pero su marido no estaba dispuesto a consentirlo.
—¡No seas boba, querida! Todo eso son pamplinas.
Ella lo miró fríamente. Puede que Edward le hubiera regalado un paseo en globo, pero no toleraría que la tratara también de manera condescendiente. Luego observó al joven Meredith, para comprobar cómo recibía el trato que le dispensaba su familia. Meredith había agachado un poco la cabeza, pero lo había hecho por educación; no quería discutir con ellos, puesto que era un invitado. No sólo eso, sino que Mary Anne comprendió de pronto que el joven era mucho más educado e inteligente que todos ellos. «A Meredith no le importa lo que piense Edward, ni los demás —se dijo Mary Anne—. Y tiene toda la razón. Somos —a Mary Anne le disgustaba emplear esa palabra, pero era ineludible— vulgares». Incluso su amable y bondadoso marido, con sus ojos azules duros como el pedernal, su orondo y pálido rostro y sus viriles modales; incluso Edward, aunque no era un ignorante, era un zoquete comparado con este joven. Ella se había casado con la cervecería Bull, con todas sus virtudes, ventajas y limitaciones. Y no había vuelta de hoja.
—¡Ah! —exclamó Charlotte con un suspiro de alivio—. Aquí viene la carne.
Había dos maneras de cruzar el Támesis en Wapping. La primera era tomar una chalana. Debido a los numerosos puentes tendidos sobre el río aguas arriba, la ocupación tradicional de los barqueros en la City y el West End comenzaba a desaparecer rápidamente; pero en los muelles, además de las muchas actividades comerciales que los mantenían ocupados, los barqueros accedían a conducir a la gente al otro lado del río, siempre y cuando, lógicamente, el pasajero les pagara. Para los que no podían pagarles, sin embargo, existía otro medio de cruzar el río en Wapping.
El inesperado invitado del jefe descendió lentamente. En el nivel del suelo, el edificio circular con sus grandes ventanas georgianas parecía un hermoso aunque destartalado mausoleo clásico. A medida que se descendía, dejando atrás la luminosa y ventilada entrada, el inmenso interior circular se iba oscureciendo poco a poco. En sus muros había unas lámparas de gas, pero sus pequeñas llamas sólo servían para hacer las sombras más profundas. Abajo, en la lúgubre penumbra iluminada por la luz de gas, aparecían dos entradas en forma de arco, una junto a la otra, detrás de las cuales se extendían dos sombrías y desvencijadas calzadas.
Era el túnel del Támesis. Lo habían diseñado y supervisado su construcción Brunel y su hijo, dos de los más grandes ingenieros que habían existido en Inglaterra, aunque el padre era de origen francés. Técnicamente era una obra de arte. El túnel atravesaba el profundo y prehistórico lodo del Támesis a lo largo de medio kilómetro para unir Wapping con Rotherhithe en la orilla sur. Pero, comercialmente, había sido un fracaso. Las calzadas para carruajes que conducían al túnel no habían llegado a construirse. Sólo estaba en uso la escalera destinada a los viandantes, y sólo las personas más valientes, o pobres, se aventuraban a bajar por ella, so riesgo de ser asaltadas por los vagabundos y salteadores de caminos que merodeaban por esos parajes. Pero la visita del jefe no tenía un penique.
Si ella se acercaba a él en ese momento era solamente por azar, y por un artículo publicado en el periódico. Pocas personas en la calle de Whitechapel donde ella vivía sabían leer; pero tenía un vecino que sí sabía, y había sido él quien, un día, le había mostrado el nombre del jefe. «La Sociedad para la mejora de las condiciones de las clases obreras, de lord Shafstbury —le había leído el hombre en voz alta—, ha recibido una generosa donación de un caballero que reside en Blackheath. —A continuación citaban el nombre y las señas del jefe—. Debe de ser un caballero muy bondadoso».
Ella no sabía con certeza quién era el jefe y se preguntó si debería escribirle una carta. «Yo la escribiré por ti —le había ofrecido su amigo—. Y compraré el sello para enviarla». Gracias al nuevo Correo de un penique que habían organizado poco antes, hasta la persona más humilde de Whitechapel podía enviar una carta. Pero después de darle vueltas durante una semana, ella había decidido ir a hablar personalmente con ese bondadoso caballero. El trayecto desde Whitechapel hasta Blackheath, por el túnel, era sólo de diez kilómetros. «Quizá si me ve accederá a ayudarme —dijo ella a una amiga—. Lo peor que puede pasar es que se niegue».
Lucy Dogget estaba embarazada.
¿Existe algún olor en el mundo más grato que el de un rosbif, caliente y humeante, al ser trinchado? Tostado por fuera, rodeado por una capa de grasa y luego la carne, rosada, ligeramente sangrante en el centro; el cuchillo de trinchar lo atraviesa como si fuera un trozo de mantequilla, mientras los jugos se deslizan por la bandeja. Nada puede compararse con él, excepto el aroma de un pollito asado, unas costillas de cordero lechal à la jardinière, ternera con arroz, pato à la Rouennaise o jamón con guisantes.
La cena del jefe había reemprendido su ritmo jovial. La carne estuvo acompañada por un excelente clarete. Con la llegada de este plato, Mary Anne se había vuelto para reanudar su conversación con el anciano caballero de su derecha. Al dirigir la vista hacia el extremo de la mesa ocupado por el jefe Mary Anne comprobó que todo el mundo había decidido olvidar el embarazoso atrevimiento del joven Meredith. El jefe describía en esos momentos los rododendros que había importado de la India para mejorar su jardín. Silversleeves explicaba a una anciana la manera de extraer el humo de un ferrocarril subterráneo. El capitán Barnikel describía las hermosas líneas de su nuevo clíper. Penny se preguntaba en voz alta qué harían con el Crystal Palace cuando hubiera concluido la Exposición Universal y su esposa explicaba que la Reina había realizado una de sus numerosas visitas a la exposición precisamente el día antes de que fuera ella. Casi sin proponérselo, Mary Anne miró disimuladamente a Meredith.
«En menos de un año —pensó Mary Anne—, al margen de lo que haga en la India, se habrá incorporado a un regimiento: vestirá de uniforme». No resultaba difícil imaginárselo con una guerrera roja. Estaría muy guapo. Mary Anne se preguntó si se dejaría crecer el bigote. Entonces iba rasurado, pero cuando ella añadió mentalmente un bigote a su rostro emitió sin querer una pequeña exclamación de asombro. Sería castaño rojizo como su cabello, largo y sedoso. Cautivaría a todas las mujeres, sin duda; y casi sin darse cuenta de lo que hacía, Mary Anne fijó la vista en la media distancia hasta que una discreta tos del anciano caballero a su derecha la hizo darse cuenta, con un leve sobresalto, de que se había olvidado de él por completo.
Como remate, el jefe relajó un poco su estricta y puritana norma y permitió que sirvieran más de seis platos. El último, en una cena victoriana, consistía en dos clases distintas de comida. Para quienes se habían quedado con hambre o no les gustaba el dulce, había exquisiteces como codornices, una mayonesa de pollo, pavo relleno o guisantes à la française. Éstos podían ser «eliminados» —es decir, limpiar el paladar— con un soufflé o un helado. Para los golosos había un espléndido surtido de postres: compota de cerezas, carlota rusa, tortas napolitanas, gelatina de madeira, fresas y pasteles. Los postres iban acompañados de más clarete o de un vino dulce.
Los comensales se pusieron a hablar en pequeños grupos. Tras unos minutos de conversar educadamente con el anciano caballero, Mary Anne se alegró de dirigir de nuevo su atención a Meredith. Con tono confidencial, le rogó:
—Habladme de los dioses hindúes. ¿Son realmente tan crueles?
—Los libros religiosos de los hindúes son tan antiguos como la Biblia, quizá más —le aseguró él—. Están escritos en sánscrito, que posee unas raíces comunes con nuestra lengua. —Meredith exhalaba un entusiasmo contagioso y después de hablarle de Visnú y Krishna ella le rogó que le contara más cosas y él le describió los fabulosos palacios de los maharajás, sus elefantes, sus cacerías de tigres, evocando imágenes de impenetrables selvas y montañas flotantes. A Mary Anne se le ocurrió que ese aristocrático y joven aventurero, a quien ella pasaba sólo un par de años, al cabo de poco sería una persona más viajada, más sabia y experimentada de lo que ella jamás lograría ser.
—Ojalá —dijo Mary Anne suavemente, casi sin reparar en el significado de sus palabras— yo pudiera acompañaros.
Entonces notó que Edward la observaba fijamente. Él comprendía ciertas cosas con toda claridad. Una de ellas era la cervecería. Comprendía que su cerveza debía ser excelente y que su palabra respecto a la calidad de la misma era sagrada. Comprendía que debía mostrar el aspecto de un hombre sano y vigoroso y un buen deportista, dado que, en esa época en que se concedía tanta importancia al deporte, eso favorecía el negocio. Comprendía el valor de la eficiencia y los números; y el hecho de que su activo, dada su antigüedad, había doblado su valor, tal como indicaba la hoja de balance. En resumidas cuentas, Edward era la cosa más sólida del mundo: un buen fabricante de cerveza.
Asimismo, comprendía que la población de Londres aumentaba rápidamente, que gracias al Imperio todas las clases, salvo las más bajas, poseían un mayor nivel adquisitivo, que la cervecería Bull producía más cerveza cada año y que si las cosas seguían así la vieja cervecería, con sus alegres edificios de ladrillo y su intenso olor a cebada lo convertiría en un hombre muy rico.
Edward también comprendió que su esposa y el joven Meredith estaban demasiado pendientes el uno del otro. En realidad no tenía importancia: él sabía que Mary Anne no volvería a ver a Meredith. Él mismo se encargaría de ello. Pero lo irritaba. Sintió deseos de colocar a ese impertinente joven en su lugar.
No tardó en presentársele la oportunidad. Los Penny, que seguían hablando con entusiasmo sobre la Exposición Universal, acababan de referirse a las espléndidas secciones francesa y alemana, cuando intervino Silversleeves.
—Los franceses, dado que son más meridionales y celtas —observó—, poseen un magnífico temperamento artístico; pero la maquinaria expuesta en la sección alemana es impresionante. Claro que —añadió— los alemanes se parecen a nosotros, ¿verdad? Son personas honradas y prácticas. Los romanos de la época moderna. —Silversleeves dirigió la vista hacia el otro extremo de la mesa—. Son las personas prácticas las que construyen imperios, señor Meredith. Le convendría más estudiar a los alemanes que a los dioses hindúes.
Era una opinión que se había puesto de moda hacía poco en Inglaterra. A fin de cuentas, decía la gente, los anglosajones eran una raza germana; el protestantismo había comenzado en Alemania. La Familia Real era alemana; el marido de la Reina, que había sido el artífice de la Exposición Universal, era típicamente alemán. Industriosos, independientes, un pueblo germano septentrional, no muy artísticos, pero muy prácticos: así era como los victorianos habían decidido verse a sí mismos. El hecho de que racialmente fueran también celtas, daneses, flamencos, franceses y demás había sido olvidado.
Edward vio la oportunidad.
—No obstante existe una diferencia entre nuestro Imperio y el romano —comentó con aire jovial—. El señor Meredith debería tenerlo en cuenta. Nuestro Imperio no se basa en la conquista, apenas nos sentimos atraídos por ella. Los romanos necesitaban ejércitos. Nosotros, no. Lo que ofrecemos a esos países atrasados es simplemente los beneficios del libre comercio. El libre comercio aporta prosperidad y civilización. Un día, cuando el libre comercio haya transformado el mundo en un lugar pacífico y civilizado, los ejércitos no serán necesarios. —Edward miró a Meredith sonriendo con expresión meliflua.
—Pero Edward —protestó Mary Anne—, tenemos un ejército inmenso en la India.
—No es cierto —replicó su marido.
—En realidad, señora Bull —terció Meredith educadamente—, vuestro esposo tiene razón. La gran mayoría de las tropas son regimientos indios, formados localmente y financiados por los indios. Podría decirse que se trata casi de una fuerza policial —agregó sonriendo son ironía.
—Me alegra que estéis de acuerdo conmigo —dijo Edward—. Y toma nota, Mary Anne, de otra frase que acaba de decir el señor Meredith: «financiados por los indios». El ejército británico, por el contrario, está financiado por el contribuyente británico, con el salario que gana con el sudor de su frente. Si el señor Meredith pasa a ser un oficial del ejército, su propósito en la vida será la de proteger nuestro comercio. Y puesto —Edward se dispuso a poner al joven en su lugar sin más contemplaciones— que yo tendré que financiar al señor Meredith y a sus hombres, creo que el coste de éstos debería ser lo más bajo posible. A menos —añadió secamente— que el señor Meredith crea que no pago suficientes impuestos.
Fue insultante. Mary Anne se sonrojó de vergüenza. Sin embargo, como Bull sabía perfectamente, pisaba terreno seguro. Pocas personas habrían manifestado su disconformidad con lo que acababa de decir. Ciertamente, algunos sostenían una visión más amplia sobre el papel de Inglaterra. Poco tiempo antes, con motivo de una cena celebrada en la City, Edward se había sentado junto a Disraeli, un tedioso político, con la cabeza llena de absurdos sueños de grandeza imperial. Pero Disraeli era una excepción. La mayoría de los hombres del Parlamento compartía los criterios de sólidos whigs como el señor Gladstone, que era partidario del libre comercio, la estabilidad monetaria, el mínimo gasto gubernamental y la reducción de impuestos. Incluso un hombre rico como Bull pagaba tan sólo un tres por ciento en impuestos. Lo cual, según opinaba, era más que suficiente.
—No pretendo elevar los impuestos —respondió Meredith.
—Pero sin duda lo más importante —recordó Esther a su cuñado— es la religión de los pueblos del Imperio, ¿no es así? Hemos enviado a nuestros misioneros… —Esther se detuvo, confiando en que Edward se mostrara de acuerdo con ella.
—Por supuesto, Esther —contestó éste con firmeza—. Pero en la práctica, te aseguro que la religión le va a la zaga al comercio.
Era demasiado. Primero Edward insultaba a Meredith y en ese momento adoptaba un aire condescendiente. Mary Anne empezaba a estar cansada de todos ellos. Eran unos ignorantes, pero se sentían muy seguros de sí mismos.
—¿Pero y si los hindúes y los otros pueblos del Imperio no quieren nuestra religión? —preguntó haciéndose la ingenua—. Quizá prefieran conservar sus propios dioses, ¿no crees, Esther?
Era una provocación, tal como Mary Anne pretendía que fuera. Esther la miró escandalizada. Penny meneó la cabeza con expresión acongojada. Harriet murmuró:
—Mary Anne, eres incorregible.
Pero si ella había querido enojar a Edward no lo había conseguido.
—Es cuestión de tiempo —dijo él, corrigiéndola como si fuera una niña—. A medida que los pueblos menos civilizados del mundo tengan más contacto con nosotros, comprenderán que deben adoptar nuestras costumbres. Aceptarán nuestra religión, sencillamente porque es justa. Desde los Diez Mandamientos hasta los Evangelios. Las leyes morales y religiosas. —Llegado a este punto Edward miró a Meredith con sus ojos azules y fríos y añadió—: Confío en que el señor Meredith esté de acuerdo conmigo, aunque tú no, Mary Anne. —Por último se volvió hacia el jefe y preguntó—: ¿Tengo razón o no, jefe?
—Absolutamente —respondió el jefe—. La moral, señor Meredith. He ahí la clave.
En ese preciso instante apareció el mayordomo con unas frascas de madeira y oporto, que depositó delante del jefe. Era la señal que indicaba que las damas debían retirarse inmediatamente al salón, mientras los hombres, en la más pura tradición dieciochesca, se quedaban solos para beber una copa de oporto. Mary Anne se levantó, seguida por las otras mujeres. Algunos caballeros las escoltaron galantemente hasta la puerta, donde Mary Anne se detuvo unos segundos y, sonriendo, tendió la mano al señor Meredith, como si se despidiera de él, un gesto que no tenía significado especial alguno salvo por un pequeño detalle que hizo que Meredith se sonrojara. Cuando Mary Anne entraba en el salón, su hermana Charlotte la agarró del brazo y le murmuró al oído:
—¡Le has apretado la mano!
—¿A qué te refieres?
—Yo misma lo he visto. ¡Oh, Mary Anne! ¿Cómo has sido capaz de hacer eso?
—Es imposible que lo hayas visto.
—Me he dado cuenta.
—¿De veras, Charlotte? Debes de ser una experta. ¿A qué caballero le has apretado tú la mano?
Charlotte comprendió que era inútil discutir con Mary Anne. Siempre salía perdiendo. De modo que se contentó con murmurar furiosa:
—No volverás a verlo, te lo aseguro.
La casa del jefe era muy grande. Situada en un lugar apartado, junto a un elegante camino circular, sus más de doce ventanas contemplaban Blackheath con un discreta reserva que indicaba bien a las claras que esa mansión cuadrada de ladrillos marrones a la que pertenecían sólo podía ser propiedad de un hombre muy rico.
Lucy se dirigió hacia la puerta con paso vacilante; sus pies se hundían en la grava. Nerviosa, tiró del cordón de la campanilla y oyó la campana sonar en el interior de la casa, mientras se preguntaba si no debería haberse dirigido a la puerta de servicio. Tras una larga pausa se abrió la puerta y, ante el terror de Lucy, apareció un mayordomo. Balbuciendo, Lucy preguntó si ésa era la casa del jefe y al asegurarle el mayordomo que lo era, dio su nombre y preguntó si él podía recibirla. Después de observarla entre perplejo e intrigado, el mayordomo se mostró un tanto indeciso y le preguntó si la esperaban. Ella contestó que no. ¿La conocía el jefe? Lo único que Lucy pudo responder fue que creía que sí. Tras decidir que, sobre esa base, no podía dejarla pasar, el mayordomo pidió a Lucy, amablemente, que aguardara fuera mientras hacía unas averiguaciones.
Para asombro de Lucy, el mayordomo regresó al cabo de unos minutos y la condujo por un pasillo, pasaron por delante de unas puertas cerradas tras las cuales Lucy oyó unas voces, y bajaron por una escalera que conducía a un pequeño y austero saloncito situado en el sótano. Una vez allí el mayordomo la dejó cortésmente a solas, salió y cerró la puerta, menos cortésmente, con llave. Lucy calculó que debieron de transcurrir unos veinte minutos hasta que oyó girar la llave en la cerradura, vio que la puerta se abría y, al cabo de un momento, se encontró frente a frente con el jefe, que la observó con cautela. Lucy supuso que no la había reconocido, pero él era inconfundible.
—Hola, Silas —dijo Lucy.
Costaba creer que aquel anciano de mejillas sonrosadas, con su cuidada barba, su impecable levita y sus lustrosos zapatos —incluso llevaba las uñas de sus recias y curtidas manos bien arregladas— fuera realmente Silas. La transformación era asombrosa.
—Creí que habías muerto —dijo Silas pausadamente.
—Estoy viva.
El anciano siguió observándola con aire pensativo.
—En cierta ocasión te busqué. No pude dar contigo.
Ella lo miró. Quizá fuera cierto.
—Yo también te busqué —respondió—. Y tampoco logré dar contigo. —Pero eso había ocurrido hacía mucho tiempo.
Lucy había visto a Silas tan sólo en una ocasión, después del día en que él había dejado el bote. Había transcurrido un año cuando, una mañana plomiza, él se había presentado de improviso en su casa y le había dicho bruscamente: «Ven conmigo, Lucy. Tengo algo para ti». Lucy se había resistido, pero su madre le había rogado que fuera y ella, aunque de mala gana, lo había acompañado hasta el lugar donde Silas había dejado su viejo y apestoso carro y ambos habían partido. Su ruta los había llevado a Southwark, luego habían cruzado Bermondsey y por fin habían entrado en un amplio patio, rodeado por una vieja y destartalada verja, donde Lucy había presenciado un espectáculo extraordinario.
El montón de basuras de Silas Dogget medía casi diez metros de altura y no dejaba de crecer. Constantemente llegaban más carretadas de material nuevo, suponiendo que ésta fuera la palabra indicada. Pues el contenido de los carros nada tenía de nuevo. Porquerías, basura, todo género de residuos, desperdicios y detritos de la metrópoli apilados en una pútrida y pestilente montaña. Pero lo más chocante era la actividad que se desarrollaba sobre ésta. Una legión de gentes desarrapadas trepaban por ella, hurgando entre los despojos, perdiéndose entre ellos. Algunos empleaban palas para cavar, otros, unos cedazos y otros, simplemente, las manos, todos bajo la atenta mirada de un capataz que registraba a cada una de esas hormigas humanas antes de dejarlas trasponer la verja al término de la jornada, para asegurarse de que nada se llevaban. ¿Y qué encontraban? Era increíble, según comprobó Lucy cuando Silas le mostró los objetos que habían hallado: fragmentos de hierro, cuchillos, tenedores, teteras de cobre, cacerolas, grandes cantidades de algodón, ropa vieja, un sinnúmero de monedas, incluso joyas. Todos esos objetos, y muchos otros, se depositaban en cubos o en montones subsidiarios para que Dogget calculara su valor y decidiera qué hacer con ellos.
—Con este montón —dijo satisfecho—, ganaré una fortuna.
Y Lucy —ésta era la generosa oferta que Silas le hizo— podía ayudarle a examinar los montones de basura junto con los otros. No sólo eso: dado que sus ayudantes eran temporeros, Silas les pagaba sólo un penique al día, pero a ella le pagaría un jornal semanal de treinta chelines. «Lo hago porque somos parientes —le había explicado Silas—. Quizás un día pueda ofrecerte un trabajo más interesante. Te dije que te ayudaría». Pero al contemplar aquel repugnante montón de basura, y la siniestra y cochambrosa figura del antiguo draga, Lucy se sintió abrumada. Había ayudado a Silas a extraer cadáveres del río; el pobre Horatio había escarbado en el barro del Támesis en busca de monedas, del mismo modo que esos desdichados trepaban por esa montaña de basura y porquería. Ella había hecho todas esas cosas, y su recuerdo le resultaba demasiado doloroso. Así pues, Lucy había rechazado la oferta de Silas.
Éste apenas había despegado los labios durante el camino de regreso. Al llegar a casa de Lucy, Silas se había vuelto hacia ella y le había dicho:
—Nadie te hará una oferta mejor. Es tu última oportunidad.
—Lo lamento.
—Eres terca como tu padre.
—Tal vez.
—Pues vete al infierno —le había dicho Silas, y sin darle siquiera un chelín, había azuzado al caballo y había partido.
Ésa había sido la última vez que Lucy lo había visto. Cinco años más tarde, cuando su madre murió, la joven supuso que su tío aparecería en el momento menos pensado, como solía hacer, pero no fue así. Al cabo de un mes, preguntándose qué había sido de él y de su montón de basura, Lucy había ido a Southwark y había logrado encontrar el patio. Pero el montón de basura había desaparecido y Silas también. Nadie conocía su paradero.
Poco después Lucy se había mudado. Había encontrado trabajo en el taller de un fabricante de botones en Soho y había alquilado una habitación en casa de una familia de la parroquia de Saint Giles, cerca de su trabajo, donde había permanecido durante los siguientes diez años. Lucy tenía una gran facilidad para combinar colores. Si le mostraban un pedazo de tejido era capaz de mezclar los tintes idóneos para reproducir el color exacto. Confeccionaba botones que combinaban con todo. Pero las grandes cubas de tintes, que estaban en una habitación en el piso superior del taller y mal ventilada, emanaban un olor acre, y sus intensos efluvios le impedían respirar normalmente. Como temía acabar por contraer asma, como su madre, Lucy decidió abandonar su empleo.
Por esa época Lucy conoció a su amigo. Era primo de unos irlandeses que conocía en Saint Giles, aunque vivía en Whitechapel. Fue él quien le consiguió trabajo en una tienda regentada por unos amigos suyos, en el barrio donde residía él; fue a causa de él que Lucy se había mudado, y fue él quien le había ofrecido, en aquellos años, amistad e incluso afecto. Era la única persona en quien Lucy podía apoyarse. Su amigo sabía leer y escribir, gracias a lo cual había conseguido emplearse de contable en unos grandes astilleros cercanos.
Poco a poco, ese afecto y esa amistad se habían transformado en otra cosa, hasta que, unos meses antes, al encontrarse solos, había sucedido lo inevitable. Y esto se había vuelto a repetir en varias ocasiones.
—Lamento molestarte si estás ocupado —le dijo Lucy—. Parece que tienes invitados.
—¿Invitados? —repitió Silas, sin dejar de observarla atentamente.
Durante unos segundos Lucy tuvo la impresión de que el anciano se sentía turbado, pero enseguida recobró la compostura.
—No tiene importancia —dijo Silas—. He invitado a unos pocos amigos.
—Ah —respondió Lucy—. Qué bien.
Lucy ignoraba que Silas tuviera una familia. Incluso hacía veinte años, cuando tenía ya cuatro hijas, Silas jamás le había comentado ese hecho. Si había sentido cierto afecto por el padre de Lucy o por ella, eso no les daba derecho a suponer que podían entremeterse en su vida privada. Silas se las había ingeniado para que Lucy nunca descubriera otros parientes que pudieran revelar su secreto.
—Y esta casa —dijo Lucy señalando alrededor— ¿es tuya?
—Quizá.
—Debes de ser muy rico.
—Algunas personas creen que lo soy. Tengo lo justo para vivir.
Eso, por supuesto, era mentira. Cuando la madre de Lucy murió, Silas había terminado con su montón de basura en Bermondsey. Pero había reunido otros tres en el oeste de Londres. Poco después, había constatado que podía ganar más dinero reuniendo montones de basura y vendiéndolos a otros para que los explotaran. Los montones más gigantescos los había vendido por decenas de miles de libras. La basura, tanto en aquella época como posteriormente, era un negocio redondo. Cuando se jubiló, Silas había vendido diez montones de basura y se había convertido en un hombre riquísimo.
—¿Por qué has venido? —preguntó Silas.
Lucy le explicó sin rodeos que iba a tener un hijo. ¿Por qué se había quedado en estado? Tiempo atrás había conocido a dos hombres que le habían propuesto matrimonio. Pero aunque Lucy se sentía atraída por uno de ellos, no le apetecía casarse con él. Los dos eran pobres: unos modestos jornaleros como su padre. Si sufrían un accidente y morían o se quedaban inválidos, ¿qué sería de ella? Se encontraría de nuevo en la miseria, sólo podría ofrecer a sus hijos la vida que habían conocido Horatio y ella. Lucy no quería eso, pero no había encontrado una alternativa más provechosa. Pero ¿por qué se había quedado en estado de su amigo? Quizá porque lo amaba. Quizá porque era un contable, un hombre educado, el tipo de hombre con quien ella confiaba casarse. Quizá porque el tiempo iba pasando, y ella había cumplido los treinta. Y quizá, también, porque él la había tratado con cariño.
—¿A qué se dedica tu marido?
Lucy explicó a Silas que no tenía marido.
—¿Te refieres a que vives con un hombre que se niega a casarse contigo?
—Está casado, Silas —contestó Lucy.
De pronto, olvidando que era el respetable jefe y patriarca de la familia, Silas hizo una mueca de disgusto y escupió.
—Siempre fuiste una idiota. ¿Qué quieres?
—Ayuda —respondió Lucy simplemente, y aguardó.
Silas Dogget reflexionó unos momentos. Hacía diez años que se había trasladado a Blackheath, aunque antes había ocupado una casa muy cómoda en Lambeth. La mayoría de la gente lo tenía por un anciano acaudalado y respetable. Algunas personas sabían que había conseguido su fortuna con los montones de basura, pero no muchas. Cuando Silas había empezado a reunirlos y venderlos, se las arregló para hacer que su participación en el negocio fuera prácticamente invisible. En cuanto a los negros años en que había sido un draga, ningún habitante de Blackheath lo sabía y él no estaba dispuesto a que lo averiguaran.
De todas sus hijas, sólo Charlotte era capaz de recordar la mísera casucha de Southwark cuando Silas regresaba a casa apestando a lo que fuera que había encontrado en el río. A veces, cuando estaba sola, Charlotte se estremecía al recordar esos tiempos antes de esforzarse por apartarlos de su mente. Las hijas medianas, al cumplir los diez años, habían comenzado a asistir a una escuela privada para señoritas de buena familia; Mary Anne había tenido una institutriz. Aún residían en Lambeth cuando Charlotte había alcanzado una edad casadera, y Silas no se había molestado en presentarla en sociedad porque no sabía cómo hacerlo exactamente. Pero ninguna de sus hijas había padecido debido a sus humildes orígenes. Pocos hombres se molestaban en averiguar los orígenes de la fortuna de una acaudalada joven. Las tres chicas Dogget mayores, pese a su escaso atractivo, habían hallado buenos maridos; y la bonita Mary Anne había podido escoger entre una corte de admiradores. Durante un período de veinte años, no sólo había sido Silas quien había pasado de la miseria a la riqueza, sino que toda su familia había dejado la sordidez de los barrios humildes para pasar a la respetabilidad de la clase media y posteriormente a la protección que ofrece una vida próspera, que, en el caso de los Penny y los Bull, incluso podía llevarlos a los escalones más altos de la sociedad. Esas transformaciones no representaban una novedad; por aquel entonces, gracias al vasto y pujante mundo comercial del Imperio británico, eran muy frecuentes.
Tras haber llegado tan alto, el jefe no tenía la menor intención de dejar que la infeliz de Lucy destruyera cuanto había conseguido. En esos momentos Silas se arrepintió de haber tenido tratos con ella. En su momento, la niña le había resultado útil y él había ayudado a sus parientes. Pero entonces comprendía que había cometido un error. ¿Qué podía hacer con ella? Silas supuso que si le entregaba una pequeña suma todos los meses, con la condición de que se mantuviera alejada de su familia y la boca cerrada, aceptaría el trato. Pero había una cosa que él no estaba dispuesto a tolerar.
—Confiemos en que el niño muera —dijo Silas—. Pero si no es así, debes renunciar a él. Lo llevaremos a un orfanato.
Una cosa era cargar con una parienta pobre e inoportuna y otra muy distinta permitir que una descarriada mancillara el respetable apellido de los Dogget. Silas estaba dispuesto a hacer lo que fuera con tal de impedirlo, aunque Lucy lo amenazara con revelar la verdad.
—Pero yo quería ayuda para criar a mi hijo —dijo Lucy.
—Es preciso que te desprendas de él. ¿Acaso no tienes vergüenza?
—No, Silas —respondió Lucy con tristeza—. Apenas me queda vergüenza.
Luego, aunque no pretendía hacerlo, Lucy no había podido contenerse y le había suplicado:
—Oh, Silas, apiádate de mí. Déjame conservar al niño. ¿No lo entiendes? Es todo cuanto tengo.
Lucy había perdido a Horatio cuando era un niño y jamás había vuelto a sentir un cariño tan grande como el que había sentido por su hermano.
—Es muy difícil para una mujer vivir toda la vida sin tener a quién amar —dijo Lucy, llorando suavemente.
Silas la contempló impasible. Era aún más estúpida de lo que él había imaginado. Tras dirigirse a un rincón donde había pluma y tinta, Silas escribió en un papel un nombre y unas señas.
—Es mi abogado —dijo al entregar a Lucy el papel—. Ve a verlo cuando estés dispuesta a desprenderte del niño. Él te dirá qué debes hacer. Ésta es la ayuda que conseguirás de mí.
A continuación Silas dio media vuelta, salió de la habitación y cerró la puerta con llave tras él. Transcurrieron varios minutos antes de que el mayordomo reapareciera, sacara a Lucy por la puerta de servicio, le entregara dos chelines para que regresara a casa y le dijera que se fuera.
El mayordomo no olvidó las instrucciones que había recibido de no permitir que Lucy volviera a poner los pies en la casa.