Los muchos años de reinado de Isabel I se recordaron como una época dorada, pero para los londinenses que vivieron por aquel entonces fueron más variados. En primer lugar, y ante todo, había paz. Isabel era cauta por naturaleza, y gracias al despilfarro de su padre, no podía permitirse el lujo de entrar en guerra. Por otra parte, Inglaterra gozaba de una modesta prosperidad. Las vidas de todos los hombres, incluso de aquéllos de la pequeña minoría que residía en las poblaciones, seguían dependiendo de la cosecha; e Isabel tuvo una fortuna extraordinaria con sus cosechas. Luego estaba la aventura. Aunque habían transcurrido setenta años desde que Colón había descubierto América, fue durante el reinado de Isabel que aventureros ingleses como Francis Drake y Walter Raleigh emprendieron viajes de exploración —en realidad una mezcla de piratería, comercio y colonización— que iniciaron el gigantesco encuentro de Inglaterra con el Nuevo Mundo.
Pero el acontecimiento definitivo del reinado se produjo cuando Isabel, tras haber evitado durante treinta años una guerra a gran escala, se vio abocada, inevitablemente, a entrar en una. La causa fue la religión. Si la Reforma había asestado a la Iglesia católica un golpe contundente, Roma reaccionó de manera no menos contundente al desafío: con órdenes de mucha entrega como los jesuitas, incluso con la temible Inquisición, la Iglesia se afanó en recuperar el terreno perdido; y en el primer lugar de la lista se hallaba el cismático reino de Inglaterra. Nada podía disimular las auténticas simpatías de Isabel; y muchos de sus súbditos, encabezados por los severos puritanos, la obligaron a adentrarse aún más en el campo protestante. Exasperado, el Papa advirtió a los católicos ingleses que ya no debían lealtad a la reina hereje. Incluso deseaba que alguien la depusiera.
Una de los candidatos era la prima católica de la soberana, María Estuardo, reina de Escocia. Repudiada por los escoceses protestantes y presa en un castillo inglés, esta romántica y díscola princesa se convirtió en el lógico centro de todo complot católico. Lamentablemente, María se dejó involucrar en uno de ellos e Isabel se vio obligada a ordenar su ejecución. Pero existía otro candidato, mucho más poderoso que la incauta María.
El rey Felipe de España había esperado obtener la Corona de Inglaterra para su familia, los Habsburgo, al contraer matrimonio con María Tudor. En ese momento podía conquistarla por la fuerza, una oportunidad para realizar un gran servicio a la fe verdadera.
—Esto no es menos que una santa cruzada —declaró el Rey.
A fines de julio de 1588, la flota más poderosa que el mundo había visto zarpó de España. La misión de la Armada consistía en desembarcar en las costas de Inglaterra un gigantesco ejército contra el cual la modesta milicia de Isabel se vería impotente. Felipe estaba convencido de que todos los fervientes católicos de Inglaterra lo respaldarían.
En la pequeña isla, los ingleses se echaron a temblar, pero se aprestaron a presentar batalla. Todos los buques de guerra se hallaban dispuestos en los puertos meridionales. En las colinas situadas a lo largo de la costa se erigieron grandes faros para indicar la llegada de la Armada. En cuanto a los católicos, Felipe estaba equivocado. «Somos católicos, pero no traidores», declararon. Pero lo más memorable fue el discurso que pronunció Isabel, vestida con armadura, cuando fue a reunirse con sus tropas.
Que los tiranos se echen a temblar. Siempre me he comportado de manera que, bajo Dios, he depositado mi mayor fuerza en la lealtad de mis súbditos; por tanto heme aquí… resuelta, en medio del fragor de la batalla, a vivir o morir entre vosotros; a sacrificar en nombre de Dios mi reino, y por mi pueblo mi honor y mi sangre, incluso en el polvo.
Sé que no tengo más que el cuerpo de una mujer débil y frágil; pero poseo el corazón y el valor de un rey, y de un rey de Inglaterra.
Cuando los poderosos galeones avanzaron por el Canal de la Mancha se desató una violenta tormenta y los españoles, acosados por los pequeños barcos ingleses, estaban confusos. La tormenta persistió durante varios días y arrastró a los galeones españoles por la rocosa costa de Escocia e Irlanda, donde muchos naufragaron. Sólo unos pocos regresaron a España y el rey Felipe, francamente asombrado, se preguntó si aquello no sería una señal. A los ingleses no les cabía la menor duda. «Ha sido la mano de Dios quien nos ha salvado», afirmaron convencidos. A partir de entonces, los católicos romanos fueron considerados invasores peligrosos. Estaba claro que Dios había elegido a Inglaterra como un paraíso especial: un reino protestante insular. Y continuaría siéndolo.
Londres, situado en el centro del afortunado reino, experimentó un auge sin precedentes. Vista a cierta distancia, la vieja capital presentaba el mismo aspecto de siempre. La ciudad medieval seguía alzándose sobre sus dos colinas dentro de las antiguas murallas romanas, y en varios puntos los campos circundantes y las marismas se extendían hasta las mismas puertas de la ciudad. Sin embargo, el campanario de Saint Paul había desaparecido del paisaje urbano, derribado por un rayo, lo que dejó sólo una achaparrada torre cuadrada, menos medieval que antes; y en el este, la Torre había adquirido cuatro relucientes cúpulas en sus esquinas, que daban al edificio un aire más festivo, semejante a un palacio campestre Tudor.
Dentro de sus confines, Londres se había agrandado. Las casas habían adquirido más altura: por encima de las estrechas calles y callejones se alzaban tres o cuatro plantas de madera con techos a dos aguas. Los espacios vacantes se llenaban rápidamente; el viejo arroyo Wallbrook que discurría entre las dos colinas prácticamente había desaparecido bajo las casas. Ante todo, los grandes recintos cerrados de los viejos monasterios, disueltos por el rey Enrique, habían sido colonizados. Unas secciones de los viejos conventos y monasterios habían sido destinadas a talleres; las inmensas instalaciones de los dominicos fueron reconstruidas y convertidas en elegantes mansiones. La población también había aumentado, no debido a que las familias fueran más numerosas —la edad y las enfermedades, en el atestado Londres de los Tudor, todavía se llevaban más gente que la que nacía—, sino debido a la riada de inmigrantes procedentes de todos los rincones de Inglaterra, así como del extranjero, en especial de los Países Bajos, donde los protestantes habían tenido que huir de la persecución de los católicos españoles. Al término de la guerra de las Dos Rosas, Londres tenía unos cincuenta mil habitantes; durante los últimos años del reinado de Isabel, su población se había cuadruplicado.
En el concurrido Londres había comenzado a desarrollarse uno de los mayores regalos que el genio inglés iba a legar al mundo, pues fue durante el reinado de Isabel I cuando se inició el primer y más grande florecimiento del glorioso teatro inglés. Pero no obstante es menos sabido que en los últimos años de Isabel, cuando William Shakespeare había escrito sólo la mitad de sus obras, el teatro inglés casi llegó a su fin.
1597
A primeras horas de aquella tarde de primavera habían presenciado una pelea de gallos y en ese momento se dedicaban a atormentar a un oso. El foso circular del Curtain, del cual habían retirado provisionalmente el escenario de los actores, medía unos quince metros de diámetro y estaba rodeado por dos elevadas filas de galerías de madera. El oso estaba atado a un poste en el centro con una cadena, la cual era lo bastante larga para permitir que éste chocara con las vallas colocadas a los pies de los espectadores. Era un animal espléndido; había matado a dos de los tres mastines que habían soltado para que lo atacaran y sus cadáveres, descuartizados y sangrando, estaban en tierra. Pero el tercer perro oponía una tremenda resistencia. Aunque el poderoso zarpazo del oso lo había arrojado al otro extremo del foso, no estaba dispuesto a ceder. Procurando esquivar sus zarpazos y arrojándose sobre el oso cuando éste daba muestras de cansancio, el mastín lo había atacado una y otra vez y le había destrozado los cuartos traseros, lo que hacía que enloqueciera e incluso le clavara en dos ocasiones los dientes en el cuello. La muchedumbre no cesaba de gritar: «¡Bravo, Scamp! ¡Destrózalo, muchacho!». Rara vez conseguían matar a un oso, pero los perros más valientes eran salvados para que lucharan en otra ocasión. Cuando sus cuidadores retiraron al mastín del foso, el público lo despidió con aclamaciones de satisfacción.
Ninguno gritaba con más fuerza —«¡Bravo! ¡Un perro noble y valiente!»— que el apuesto joven de cabello castaño rojizo sentado en la galería, rodeado por un grupo de amigos que estaban pendientes de cada palabra que salía de sus labios. Se trataba, evidentemente, de uno de los jóvenes petimetres de la ciudad. Vestía una casaca ricamente bordada, acuchillada, que —era la moda— formaba una curva tiesa sobre su vientre. Aunque algunos seguían llevando las calzas medievales, que de hecho ponían de realce unas piernas y unas nalgas bien formadas, nuestro protagonista prefería la última moda: unas medias de lana y, sobre éstas, del mismo material que la casaca, unos holgados calzones llamados calzacalzones, sujetos a las rodillas con cintas. El joven lucía unas zapatillas bordadas, cubiertas por unos zapatos más recios que impedían que éstas se mancharan de barro. Alrededor del cuello, una golilla almidonada, blanca como la nieve. Sobre sus hombros, a juego con la casaca, una capa corta. Era una moda que, al imitar la forma de la armadura española, le daba al tiempo un aspecto elegante y viril.
De su cintura colgaba un espadín con el pomo de oro, y en la espalda, un puñal a juego con el espadín. El joven llevaba guantes de suave y perfumada gamuza y en la oreja derecha un aro de oro. En la cabeza lucía un sombrero de ala ancha del cual brotaban, como surtidores, tres magníficas plumas que añadían un palmo a su estatura. Ésta era la vestimenta que, durante los últimos años del reinado de Isabel, utilizaban los hombres para alcanzar la inmortalidad sobre el escenario. Pero el conjunto estaba rematado por otro elemento que Edmund Meredith sostenía en la mano derecha con estudiada indiferencia. Era largo, curvado y de arcilla.
Era una pipa. Algunos años antes el favorito de la Reina, Walter Raleigh, había aprendido el uso de la planta del tabaco de los indios americanos y lo había importado a Inglaterra. Al poco tiempo la costosa planta de Virginia causó furor entre los jóvenes elegantes de la ciudad. A Edmund Meredith no le gustaba mucho el sabor de la pipa, pero siempre aparecía en público con una, a fin de eliminar de su nariz los olores, reales o imaginados, del vulgo; «los alientos impregnados de olor a ajo y cebolla», como solía decir Meredith.
Durante el intermedio, antes de que arrojaran al foso un par de gallos de pelea, Edmund Meredith se volvió sonriente hacia sus amigos y soltó esta asombrosa afirmación:
—Shakespeare se retira. Yo ocuparé su lugar.
Los jóvenes Rose y Sterne, unos petimetres como Meredith, aplaudieron. William Bull se preguntó si cobraría el dinero que éste le debía. Cuthbert Carpenter se echó a temblar, porque estaba convencido de que iría al infierno. Jane Fleming se preguntó si Edmund se casaría con ella. Y John Dogget sonrió porque no tenía problemas.
Ninguno reparó en el hombre de tez oscura que se encontraba tras ellos.
Edmund Meredith deseaba convertirse en un personaje importante; no tenía otros motivos, ni albergaba otras aspiraciones, pero perseguía su ambición con ahínco. Si el mundo era un escenario, él pretendía desempeñar un papel destacado. Siempre había sabido que la vieja y apacible población de Rochester le quedaba pequeña, pero por fortuna su padre le había dejado una modesta renta con la que podía vivir como un caballero soltero y sin compromiso. Así pues, había decidido trasladarse a Londres.
Pero ¿qué podía hacer? ¿Cómo se convertía un joven en un personaje importante? Existía la corte, el gran camino hacia el prestigio y la fortuna. Pero las probabilidades de sufrir un humillante fracaso eran muy elevadas, tal como su padre y su abuelo habían constatado. Otra posibilidad era la abogacía. Por aquel entonces en Londres se entablaban multitud de pleitos, y los abogados ganaban una fortuna. Meredith había asistido a los Inns of Court, y casi había completado sus estudios. «Pero el derecho me resulta demasiado árido y tedioso», dijo. Sus primos, los Bull, eran cerveceros. «Pero no quiero mancharme las manos con el comercio», aseguró.
Le gustaba escribir versos. «Seré poeta», declaró. Pero para ser poeta era preciso contar con un mecenas. Sin un mecenas, la corte y el mundo de la alta sociedad no reparaban en uno; los editores, aunque editaran centenares de ejemplares, pagaban una miseria. Pero un mecenas rico, satisfecho con los elegantes versos dedicados a su persona que inmortalizaban su noble casa, se mostraba muy generoso. El conde de Southampton, según decían, había pagado a Shakespeare una suma tan elevada por uno de sus excelentes poemas, Venus y Adonis, que éste no tendría que volver a preocuparse por el dinero durante el resto de su vida. El único problema era que los mecenas solían ser caprichosos. El pobre Spenser, un poeta no menos excelente que Will Shakespeare, había frecuentado los ambientes de la corte durante años y apenas había ganado un penique.
Pero siempre quedaba el recurso del teatro. Era asombroso: en la infancia de Meredith, el teatro casi no existía. Estaban los mimos que representaban historias de la Biblia con motivo de las fiestas religiosas, y los que organizaban espectáculos con bailes y canciones en el patio de un mesón como el George; y, por supuesto, toda persona culta había oído hablar de los dramas de la época clásica. A veces se representaban escenas clásicas en la corte. Pero hacía poco que los grandes nobles habían puesto el teatro de moda al animar a las compañías de actores a ofrecer espectáculos de más calidad para complacer a la Reina. Alentados por sus distinguidos mecenas, los actores comenzaron a descubrir lo que podían hacer y decidieron representar obras importantes. Contrataron a escritores, y al cabo de unos años, como por arte de magia, se inició el prodigio del teatro inglés.
«Es una moda que no tardará en desaparecer», decían algunos, pero Meredith no estaba de acuerdo. La gente acudía en masa al teatro, no sólo en la corte, sino también en Londres. Los mejores actores, a quienes anteriormente se consideraba poco más que sirvientes o vagabundos, se convertían en héroes populares. Los escritores estaban bien pagados. Si una obra tenía éxito, su autor percibía la mayor parte de las ganancias de una representación. Y algunos —hombres eruditos como Ben Jonson— habían conquistado la admiración de la corte por su brillante ingenio. Marlowe, que fue asesinado joven, escribió unas tragedias en un lenguaje tan rimbombante que algunos lo comparaban con los antiguos griegos.
Y estaba Shakespeare. Meredith sentía simpatía por ambos hermanos Shakespeare. Veía con más frecuencia a Ned, un modesto actor que representaba pequeños papeles; Will estaba siempre tan ocupado que sólo lo veía fugazmente, pero cuando se reunía con ellos en la taberna se mostraba alegre y divertido. Había escrito varias comedias que no habían tenido éxito, y algunas obras históricas sobre los reyes Plantagenet. Un tanto grandilocuentes, pero populares, a juicio de Edmund. Will Shakespeare aún no había tratado de escribir tragedia, y Edmund imaginó que probablemente estaba fuera de su alcance. Salvo una obra. Su Romeo y Julieta había sido asombrosa y se había representado numerosas veces. Todo Londres la conocía. «Pero estoy seguro de que debió de contar con la ayuda de otro», dijo Edmund. Nada comparable había escrito desde entonces. «Es lo suficientemente inteligente para conocer sus limitaciones», comentó Edmund entre sus amigos. Pues aunque, con su enorme cabezón e incipiente calvicie, Shakespeare daba la impresión de ser un hombre ilustrado, no era así. «Sé un poco de latín y nada de griego», reconocía sin empacho. Shakespeare era simplemente un actor dotado de un gran sentido del humor, y en su fuero interno, Meredith no podía por menos de pensar que estaba hecho de un paño más fino y que podía ser mejor.
Había comenzado hacía poco más de un año aportando unos versos de su propia cosecha a una comedia que había sido muy aclamada. Incluso los autores de éxito como Shakespeare escribían a veces obras ligeras y Meredith se sentía encantado consigo mismo. Unos meses más tarde le habían encargado una escena entera, y luego otra. Su especialidad, según los entendidos, eran los diálogos chispeantes en boca de jóvenes petimetres como él mismo. Pero hacía seis meses, la compañía de lord Chamberlain, la misma para la que escribía Shakespeare, había accedido en principio a representar una nueva obra de Meredith por la que, cuando la aceptaran, le pagarían seis libras.
—¿Está terminada?
Meredith sonrió a la chica pelirroja que estaba junto a él.
—Casi —respondió.
La obra, aunque estuviera mal que lo dijera él mismo, era puro arte: nada de un humor barato destinado a la plebe, sino un brillante sentido del humor para deleitar a la corte y a personas refinadas. Versaba sobre un joven como su autor, se titulaba Todo hombre tiene su ingenio. Ella había seguido ávidamente el progreso de la obra a lo largo de los últimos meses y un rato antes Edmund le había relatado las últimas peripecias de la historia.
Había varias cosas que a Edmund Meredith le gustaban de Jane Fleming. Tenía quince años, lo bastante joven para dejarse moldear por un hombre como él. Era bonita, pero no una belleza que atrajera a multitud de admiradores rivales. Su familia se dedicaba al teatro, por lo que ella compartía su pasión por el mismo. Y aunque procedía de una familia humilde, su tío había prometido legarle una modesta suma. «Suficiente —había confiado Edmund a los Bull— para mantener a una familia».
—Me asombra —dijo uno de esos primos, conociendo las ambiciones de Edmund— que no te dediques a buscar una heredera, o una viuda rica.
Algunos de los hombres más importantes de la corte lo habían hecho. Pero Edmund conocía sus límites.
—La gente me despreciaría. Me considerarían un mantenido —dijo. No era lo bastante fuerte para soportar esas habladurías.
Con el tiempo, quizá se casara con Jane Fleming.
En ese momento, el hombre de tez oscura que estaba detrás de ellos dijo:
—Creo, joven maese, que asistiré a una representación de vuestra obra.
Al volverse vieron al individuo más extraño que habían visto en sus vidas.
Era difícil describirlo. Aunque tenía unos rasgos negroides, su piel presentaba un color marrón oscuro. Tenía el pelo negro, largo y rizado y llevaba un justillo de gamuza, sin mangas, que le llegaba a las rodillas; botas de cuero, calzones rojos y camisa de lino blanca. En las muñecas llevaba unas pulseras de oro. En lugar de una espada portaba una larga daga curva. Quizá tenía treinta y cinco años, pero conservaba todos los dientes, tan blancos como su camisa, y su porte casi indolente indicaba que debajo de la camisa se ocultaba el magnífico cuerpo de un atleta. No era frecuente ver a un hombre de piel oscura en Londres. El desconocido tenía los ojos de un azul purísimo. Se llamaba Orlando Barnikel.
Uno de los Barnikel de Billingsgate, un marino, lo había traído a Londres en calidad de grumete después de una travesía al sur y anunciado a su familia con tono jovial: «Es mío». No había ofrecido más explicaciones, pero los ojos azules del chico parecían confirmar esa aseveración, y cuando, al cabo de diez años y varias travesías muy ventajosas, el marino murió, éste dejó a Orlando una sustanciosa fortuna: el suficiente dinero para permitirle adquirir una participación en un barco capitaneado por él mismo. Con una tripulación formada por marineros procedentes de cada puerto de Europa, una pistola con la que no erraba jamás el tiro, un cuerpo fuerte y ágil como el de una serpiente y una mano más rápida que una pantera, Orlando había surcado los siete mares.
Era, por supuesto, un pirata. En otra época, quizá lo habrían ahorcado; pero también habrían ahorcado a sir Francis Drake y a muchos otros héroes ingleses. En esos momentos el reino insular tenía otras preocupaciones. Estaba el enemigo español para saquearlo, y dado que los hombres como Drake ofrecían a la Reina, quien no andaba sobrada de dinero, una parte de sus ganancias, si hallaban a un francés u otro tesoro en el remoto y ancho mar, habría sido de imbéciles formularle demasiadas preguntas. En cualquier caso, tal como sabía Isabel: «Es imposible controlar a esos corsarios: se mueven con la velocidad del viento». Fue Orlando, y muchos como él, quienes acosaron a la gran Armada hasta destruirla.
Aunque tenía la piel oscura, poseía el espíritu de los vikingos. Sus apariciones en Londres eran esporádicas, pero cada vez que recalaba en el puerto londinense se acercaba hasta el mercado de Billingsgate, donde los Barnikel regentaban un inmenso puesto de pescado y donde sus primos, orgullosos de que aquel exótico aventurero perteneciera a su familia, siempre le dispensaban una afectuosa bienvenida. Algunas gentes en Billingsgate lo llamaban «el Moro», con lo que sólo pretendían insinuar que tenía la tez oscura. Pero quienes navegaban con él, y los hombres en toda Europa que lo temían, lo llamaban Barnikel el Negro.
Edmund Meredith nada sabía de eso. Miró al desconocido estupefacto, pero al notar que los otros dos petimetres lo observaban también, sonrió. A fin de cuentas, era natural que un hombre dotado de un ingenio como el suyo se divirtiera un poco a costa del pintoresco extraño. Mirando de reojo a sus amigos, Edmund respondió:
—¿Deseáis ver una de mis obras, señor?
Barnikel el Negro asintió con la cabeza.
—Os doy las gracias por vuestra amabilidad. Pero no puedo ayudaros.
—¿Y eso?
—Mi obra, señor, no ha sido escrita para ser vista.
Y mientras Barnikel observaba perplejo a Meredith, los otros dos petimetres se echaron a reír. Pues sabían a qué se refería.
En el Londres isabelino existían dos clases de obras teatrales. A la plebe le gustaba el espectáculo: una batalla, una pelea de espadas, en las cuales los actores eran expertos. De vez en cuando incluso disparaban un cañón. Les gustaban los chistes verdes que contaban los payasos populares, que solían improvisar y charlar con el público, y todas las obras, sea cual fuere el tema sobre el que versaran, concluían con cantos y bailes. Eran unos espectáculos que habían sido escritos, como afirmaban Meredith y sus amigos, para ser «vistos». Pero existía otro género de obras reservadas al público más refinado y exclusivo de la corte, rebosantes de humor y escritas en un lenguaje decoroso. La clase de obras que Edmund se proponía escribir, obras escritas no para ser «vistas», sino «oídas».
—¿Acaso no se representará? —preguntó el marino suavemente.
—Por supuesto, señor.
—He venido al Curtain ex profeso —dijo Barnikel el Negro.
—Entonces no la veréis ni la oiréis.
—¿Adónde debo ir?
—Por mí podéis iros al infierno —respondió Edmund lanzando una carcajada—, pero si deseáis oír cosas edificantes, señor —continuó con tono de chanza—, os aconsejo que acudáis a un monasterio.
El pequeño grupo aplaudió.
La ocurrencia de Meredith tenía su gracia. Pues si existían dos clases de obras teatrales en Londres, también existían dos clases de teatros. La mayoría de éstos consistían esencialmente en unos escenarios instalados al aire libre rodeados por una galería circular. De los dos que había en Shoreditch, el Theatre y el Curtain, el primero, que utilizaban Shakespeare y la Chamberlain’s Men, era relativamente respetable y se limitaba a ofrecer obras teatrales; pero el Curtain era conocido por sus espectáculos vulgares y tan parecido a un reñidero de osos que, incluso entonces, se utilizaba como tal. La única ventaja de esos edificios desprovistos de techo y ruidosos era que las compañías teatrales atraían a un numeroso público que pagaba por asistir a dichos espectáculos; pero el sueño de todo actor serio era trabajar en un teatro cerrado, ante un público atento y respetuoso. En 1597, cuando el contrato de arrendamiento del Theatre había vencido y el arrendador se había negado a renovarlo, eso fue justamente lo que la Chamberlain’s Men se propuso hacer.
Fue un movimiento radical. Aunque esporádicamente algunas compañías juveniles de las escuelas londinenses montaban elegantes obras en locales cerrados, ésa sería la primera vez en la historia que alguien montaba una obra seria representada por actores profesionales en un teatro cerrado. «Sólo ofreceremos las mejores obras», declararon. Encontraron un magnífico local en el recinto de Blackfriars, el antiguo monasterio dominico, y lo restauraron. Edmund deseaba que sus obras se representaran en ese nuevo y elegante local cerrado cuando se inaugurara la nueva temporada a fines de año.
Los ojos de Barnikel el Negro adoptaron una expresión casi soñolienta mientras contemplaba al pequeño grupo. El cervecero, el carpintero y el joven Dogget no le interesaban. Barnikel observó con curiosidad la piel cubierta de pecas y la espesa melena pelirroja de la chica. Pero aunque había visto a toda clase de hombres, navegado con ellos e incluso matado a varios, este joven e inteligente petimetre pertenecía a una especie que él desconocía. No le importaba que le tomaran el pelo con acertijos; Londres estaba lleno de jóvenes muy ingeniosos e incluso el público teatral más tosco y vulgar quería que los payasos le divirtieran con chanzas y acertijos. Pero detrás de las palabras de Meredith, Barnikel el Negro detectó una nota de desdén.
—Creo que os estáis burlando de mí —dijo sin perder la calma. Luego estiró ágilmente el brazo hacia atrás, desenfundó su daga y la examinó detenidamente—. Dicen que mi puñal es muy afilado.
Los otros dos petimetres hicieron ademán de desenvainar sus espadas, pero si Edmund sentía algún temor, era demasiado orgulloso para demostrarlo.
—No pretendo burlarme de vos, señor —respondió—. Pero os advierto que mi pluma es más poderosa que vuestro puñal.
—Explicaos.
—Con vuestro puñal podéis poner fin a mi vida, señor —contestó Edmund sonriendo—, pero con mi pluma yo puedo haceros inmortal.
—Más palabras —dijo el marino encogiéndose de hombros—. En un escenario.
Pero Meredith no se rendía tan fácilmente.
—¿Y qué es el mundo, señor, sino un escenario? —preguntó—. Y cuando nuestra vida haya terminado, ¿qué queda de ella? ¿Cómo nos recordarán? ¿Por nuestra fortuna? ¿Por nuestras obras? Pero dadme un teatro…, aunque se trate de un reñidero de osos como éste —dijo señalando el lugar donde se hallaban—. Puedo contener una vida dentro de este círculo. Puedo mostraros a un hombre, sus proezas, sus cualidades, su misma esencia.
Los ojos de Barnikel el Negro seguían posados sobre el pequeño grupo.
—¿Insinuáis que podríais escribir una obra sobre mí? —preguntó intrigado.
—Así es, señor —respondió el otro—, lo cual hará que mi pluma sea aún más grande. Pues no sólo puedo hacer que seáis inmortal —dijo Meredith sonriendo—, sino que puedo cambiar vuestros rasgos, convertiros en otra persona, como un mago.
—No os sigo. —El marino entornó los párpados.
—No, pero ya me seguiréis, como un mastín atraillado —continuó Edmund con gran desenvoltura—. Por esta razón: con mi pluma puedo convertiros en lo que quiera. Quizás un héroe o un villano, un sabio o un tonto; en un hombre que amó con prudencia, o en un ridículo cornudo. En un capitán o en un cobarde, bien parecido o grotesco. En el escenario, señor, en manos de un poeta, un personaje puede ser manipulado como aquel oso sujeto con una cadena. —Meredith esbozó una sonrisa triunfal.
Qué inteligente, qué brillante era, pensó Jane mientras miraba a Edmund. El extraño con la tez oscura le infundía cierto temor, aunque la joven no podía por menos de mirarlo de vez en cuando de reojo.
Barnikel el Negro no dijo palabra. Si se sentía amenazado u ofendido, no lo demostró; pero si Jane o Edmund le hubieran observado más atentamente, habrían notado que sus ojos aparecían levemente velados. Tras una pausa, murmuró suavemente:
—Entonces asistiré a la representación de vuestra obra, joven maese.
El pequeño y boscoso suburbio de Shoreditch se encontraba a un kilómetro al norte de la ciudad, por encima de Moorfields. Era el lugar donde estaban ubicados los dos teatros. Para Jane Fleming, era también su hogar.
Al cabo de una hora, al entrar en la vivienda de sus padres, no pudo por menos de sonreír. Sabía que sus padres eran un poco extraños. «Procura no ser como ellos», solía decirle su tío. Pero Jane los amaba tal como eran. Y sonrió porque la casa era como su padre: pequeña y delgada. Sólo medía dos metros y medio de ancho y constaba de dos plantas, entre dos casas más grandes, justro detrás del Theatre. Y estaba totalmente llena de ropa.
Gabriel Fleming era el celoso guardián del camarín —la estancia en el teatro donde los actores se cambiaban de ropa— de la Chamberlain’s Men. Toda la familia estaba vinculada al teatro: su esposa Nan, y Jane, que lo ayudaban, e incluso Henry, el hermanito de Jane, que poco antes había hecho sus pinitos como actor juvenil representando, según la costumbre de la época, papeles femeninos. En cuanto a la ropa, por motivos de seguridad, Gabriel prefería conservar la mayor parte del guardarropía en su casa.
Todo estaba siempre patas arriba. Debido a que sus padres se movían constantemente entre la casa y el teatro, y a que los actores aparecían por casa de los Fleming a todas horas, Jane estaba acostumbrada al alegre desorden que reinaba en su hogar. La vida nunca era aburrida. En otoño y en invierno la temporada teatral estaba en su apogeo y culminaba, si elegían a la compañía, con unas funciones que ofrecían ante la Reina en la corte por Navidad. Durante la Cuaresma, cuando estaba prohibido representar obras teatrales, Jane y su madre se dedicaban a repasar el guardarropía, lavando, remendando y reformando las prendas, gracias a lo cual Jane se había convertido en una excelente sastra. Después de Pascua, las funciones se reanudaban. Pero lo que más le gustaba a Jane era el verano, cuando toda la compañía iniciaba una gira. Viajaban en varios carromatos; uno transportaba el teatro ambulante y los decorados, en otro viajaban sus padres con los trajes de los actores, el cual hacía también las veces de camarín. Partían de Londres y se ausentaban durante varias semanas para visitar los condados circundantes. Cada vez que llegaban a una población, los miembros de la compañía se adelantaban para anunciar su llegada con tambores y trompetas. Luego montaban el escenario, por lo general en el patio de una hostería con el fin de que la gente tuviera que pagar entrada para asistir a la función; y durante varios días representaban las obras del repertorio, hasta que llegaba el momento de partir hacia otra población. A veces ofrecían una función en una casa noble. A Jane le encantaba ese ajetreo, la libertad del camino, los nuevos paisajes y sonidos, la sensación de vivir una aventura.
«Debes alejarte del teatro». No era de extrañar que su bondadoso tío meneara la cabeza con disgusto. Los Fleming eran cautos, y se enorgullecían de serlo. Cuando la disolución de los monasterios acabó con su antiguo negocio, se dedicaron a vender artículos de mercería. «La mercería es menos arriesgada que la religión», había declarado solemnemente el abuelo de Jane, quien había dejado un pequeño pero rentable negocio a sus tres hijos de rostro cóncavo. Los dos hermanos de Gabriel jamás comprendieron por qué éste había abandonado el negocio familiar para dedicarse al teatro. El hermano mayor, casado y padre de familia, no había vuelto a dirigirle la palabra; pero el Tío, como lo llamaba Jane, que seguía soltero y había asumido sin que nadie se lo pidiera el papel de tutor de Jane, le daba consejos constantemente y, como estaba convencido de que Gabriel moriría en la indigencia, había prometido dejar a Jane y al pequeño Henry una modesta herencia.
El negocio de la mercería iba bien. Botones, cintas, lentejuelas; toda clase de chucherías. Los dos hermanos Fleming, al igual que muchos otros, poseían también un taller donde fabricaban alfileres. «Allí es donde encontrarás marido —le decía el Tío—. Te conviene casarte con un buen hombre que fabrique alfileres. Déjalo de mi cuenta —solía añadir con un suspiro—. Tus padres nunca harán nada provechoso».
Pero hasta el Tío se sentía un tanto impresionado por Edmund, que se había convertido en una figura familiar en el teatro. En cuanto a su obra, Jane había visto algunas partes de la misma y le parecía magnífica. Estaba segura de que Edmund se convertiría en un dramaturgo famoso, y quizá llegara a ocupar, tal como él mismo había afirmado, el lugar de Shakespeare.
Nadie sabía a ciencia cierta qué pensaba hacer Shakespeare. Corrían rumores de que deseaba retirarse para vivir como un caballero. Jane sabía que eso era perfectamente respetable, pero ¿qué significaba en realidad? Muchos hombres en el Londres isabelino juraban serlo. En los viejos tiempos, como todo el mundo sabía, esos hombres eran de casta noble; y los comerciantes, como siempre habían hecho, adquirían grandes propiedades para introducirse en las clases altas. Pero eso no era todo. Los profesores de Oxford y Cambridge eran entonces caballeros, así como los abogados salidos de los Inns of Court, pues la ciencia era digna de todo respeto. Pero la aspiración de cualquier hombre —cortesano, abogado o el hijo de un caballero metido a aprendiz— era sostener que había nacido noble, no que se había ennoblecido.
Edmund, cuyo padre y abuelo habían sido cortesanos, era noble de nacimiento. Will Shakespeare, no.
«Sin embargo —había dicho Edmund a Jane con una sonrisa—, Will no sólo pretende convertirse en un caballero, ¡sino que lo es de nacimiento!». Pues aunque algunos creían que Will Shakespeare deseaba ganar el dinero suficiente para poder retirarse y llevar la vida de un caballero rural, y aunque corrían rumores de que iba a comprar una gran mansión y unas tierras en su pueblo natal de Stratford, Edmund había averiguado por medio de sus amigos abogados otra cosa.
—Es una historia estupenda —explicó—. Su padre es un comerciante cuyo negocio se fue a pique. Hace dos años Will solicitó un escudo de armas para convertirse en caballero, pero se lo negaron. ¿Y qué crees que hizo nuestro amigo Will Shakespeare? El año pasado acudió al Colegio de Armas para presentar de nuevo su solicitud. Me asombra que accedieran a conceder un escudo de armas a un actor, e imagino que a Will debió de costarle una fortuna, pero el caso es que lo hicieron. Pero lo gracioso es que se lo concedieron a su padre. Ahora Will puede regresar a Stratford y alardear de haber nacido noble. ¿No te parece divertido?
Una cosa era cierta. Si Will Shakespare tenía el dinero suficiente para hacer todo eso, probablemente podía permitirse el lujo de retirarse a Stratford el día que le apeteciera.
—Dentro de un año ya se habrá retirado —predijo Edmund.
Jane sabía que su padre y algunos actores de la Chamberlain’s Men pensaban lo mismo. ¿Sustituiría entonces el nombre de Meredith al de Will como dramaturgo de más fama?
Y si Edmund alcanzaba el éxito, ¿seguiría mostrando interés por ella?
Cuthbert Carpenter se dirigió sigilosamente a su casa, confiando en que nadie lo viera. Por si acaso, dio un rodeo y entró en la iglesia de Saint Lawrence Silversleeves, donde trató de rezar. Pero aún no había entrado en su casa cuando una voz le preguntó severamente:
—¿Adónde has ido?
—A la iglesia —respondió a su abuela. Era cierto.
—¿Y antes?
—Di un paseo.
—¿Y antes? ¿Estuviste en el teatro?
Cuthbert era bajo, y su abuela sólo le llegaba al pecho, pero desde que sus padres habían fallecido, esa mujer menuda vestida de negro había gobernado la familia con mano de hierro. Cuthbert y su hermano habían trabajado como aprendices para unos patronos estrictos; la abuela había casado firmemente a dos de sus hermanas a los quince años y había dicho a la tercera, con no menos firmeza, que debía quedarse soltera y ocuparse de la casa. Aunque Cuthbert había cumplido veinte años y era oficial de carpintero, todavía vivía en la casa y contribuía a pagar el alquiler. Pero su abuela vigilaba su moralidad como si fuera un niño, incluso informaba al patrón de Cuthbert sobre cualquier falta grave que éste cometiera. Lo cierto era que su abuela seguía infundiéndole miedo.
Pero ¿acaso no tenía ella razón? Cuthbert Carpenter sabía que quienes tenían pensamientos impuros se exponían a las llamas del infierno. «Quienes toquen a una ramera o asistan al teatro serán castigados el día del Juicio Final», le había dicho su abuela, y Cuthbert la había creído. Jamás había tocado a una ramera. Pero el teatro…
Era un buen carpintero. Incluso su severo patrón lo creía así. Un buen trabajador, pero siempre que podía se iba al teatro. Había visto Romeo y Julieta diez veces, y luego se había sentido avergonzado. Pero seguía pecando, e incluso mentía para que no lo descubrieran.
—No he asistido a una función teatral —respondió Cuthbert. Era estrictamente cierto, pero no dejaba de ser una respuesta ambigua.
Su abuela farfulló algo, pero parecía satisfecha, lo que hizo que Cuthbert se sintiera aún más avergonzado.
Por la noche, Cuthbert Carpenter prometió:
—No volveré a poner los pies en el teatro.
Había anochecido cuando John Dogget condujo a Edmund al taller de reparación de botes. Unas horas antes habían cruzado el río para dirigirse a Southwark y se habían tomado unas copas en el George, y fue un testimonio de su nueva amistad que ese chico de carácter jovial hubiera decidido mostrar al joven y elegante caballero su tesoro. Pocas personas lo conocían.
El taller de reparación de botes se encontraba aguas abajo del Puente de Londres, situado entre un grupo de edificios de madera de características similares en un islote. A la luz de la lámpara que sostenía Dogget, Edmund vio que se trataba de un taller donde construían y reparaban botes.
—Mi abuelo fundó el negocio —le explicó Dogget.
En los tiempos del rey Enrique, el hijo menor de Dan Dogget, de estatura menos gigantesca que sus hermanos barqueros y que había trabajado con su tío Carpenter, se había dedicado a la reparación de botes, y su hijo, en ese momento el jefe del próspero negocio, había seguido sus pasos y algún día entregaría las riendas del taller al joven John. John Dogget estaba satisfecho de su suerte. Dotado de un mechón de pelo blanco y un rostro risueño, acudía todos los días a trabajar junto a su rubicundo padre en una atmósfera que olía gratamente a virutas de madera y algas de río. Ambos hombres tenían una pequeña membrana entre los dedos de las manos, pero eso nunca les causó problemas a la hora de trabajar; y a menudo solían alzar la vista para saludar con la mano al ver pasar a uno de sus corpulentos primos barqueros.
John despertaba simpatías tanto entre los hombres como entre las mujeres. «Si eres capaz de hacer reír a una mujer, ya tienes mucho ganado», solía decirle su padre; lo cierto es que había varias mujeres en Southwark que se reían mucho con el joven Dogget. En cuanto a casarse y fundar una familia: «No tengo prisa», decía John sonriendo. Sin embargo, hacía poco se le había ocurrido una posibilidad: la joven Fleming que había conocido en el teatro. Le gustaba su aspecto y parecía una chica de carácter. «Además, su tío va a dejarle un dinero», había informado John a su padre. Aunque Jane sólo parecía tener ojos para Meredith, el joven constructor de botes no se desanimó. El mundo estaba lleno de chicas. Por otra parte, cabía la posibilidad de que Meredith no estuviera interesado por Jane. De modo que John decidió averiguar más cosas sobre el joven petimetre y entabló amistad con él.
—Voy a necesitar tu ayuda —le dijo. Lo condujo a la parte trasera del taller y señaló unas pilas de tablones.
Durante varios minutos, Meredith ayudó a Dogget a retirar los tablones. Mientras lo hacían, Edmund observó unas formas grandes y misteriosas dispuestas a lo largo de la parte posterior del edificio, cubiertas con unos trapos. Al cabo de un rato, Dogget indicó a su amigo que retrocediera, colocó la lámpara detrás de un barril y se adentró solo en las sombras. Meredith no podía verlo, pero lo oyó moverse mientras retiraba los trapos que cubrían los misteriosos bultos. Una vez que hubo terminado, Dogget regresó junto a Meredith, cogió la lámpara y la sostuvo en alto. Bajo la oscilante luz de la lámpara, Meredith contempló un espectáculo extraordinario.
Medía unos diez metros de longitud. En la parte de proa había unos bancos para cuatro pares de remos; las líneas del barco de tingladillo ascendían para formar una airosa proa semejante a los antiguos barcos vikingos, las tablas estaban pulidas y relucientes; pero su mayor gloria residía en la popa, donde estaba instalado un espacioso camarote, magníficamente tallado, cuyas cortinas de terciopelo y adornos dorados presentaban un perfecto estado de conservación. El barco relucía suavemente a la luz de la lámpara.
—¡Dios mío! —murmuró Edmund—. ¿Qué es?
—La barcaza del rey Enrique —contestó Dogget sonriendo—. Es mía.
Poco antes de que su larga vida llegara a su fin, Dan Dogget se había topado con la vieja embarcación, que entonces se hallaba en un estado lamentable. No se trataba, por supuesto, de una de las grandes barcazas utilizadas en las ceremonias de Estado, sino una de las muchas que el pródigo monarca solía utilizar a diario y que conservaba en sus palacios junto al río. Pero durante el reinado de Isabel, cuando el dinero escaseaba, la barcaza había permanecido varada doce años, hasta que el patrón de las barcazas reales había recibido orden de venderla. Entristecido por verla en aquel ruinoso estado, Dogget la había comprado y la había llevado al taller de su hijo para restaurarla, y cuando nació su nieto John había declarado: «Es para él».
Año tras año, cuando concluían la faena de la jornada, padre e hijo se dedicaban a restaurarla con cariño, reparaban un tablón aquí, un elemento decorativo allá, la repasaban centímetro a centímetro mientras le restituían su antiguo esplendor. No sólo habían restaurado las tablas y los adornos dorados, sino también los suntuosos materiales que contenía el camarote hasta que, durante los últimos cinco años, no habían tenido otra cosa que hacer que admirar su majestuosa y antigua belleza y guardarla como un tesoro en un templo.
—Es una lástima que nunca se utilice —comentó Dogget.
Demasiado voluminosa para utilizarla a diario, pero no lo suficientemente grande para formar parte de una de las barcazas doradas de la ciudad, el tesoro real de John Dogget había permanecido allí como una novia a quien nadie reclama: madura, bellísima, una Cleopatra que espera a su Marco Antonio.
—¿Se te ocurre alguna idea? —preguntó el constructor de botes.
Meredith contempló maravillado la barcaza.
—No —respondió—. Pero lo intentaré.
A la mañana siguiente, William Bull esperó un buen rato antes de que apareciera Edmund. Pero si estaba preocupado, no quería demostrarlo; aunque era diez años mayor que él, se sentía un poco cohibido ante su primo. Edmund tenía un gran estilo.
Sin decir palabra ambos echaron a caminar. Cruzaron la antigua puerta de la ciudad que conducía a una zona junto al río donde se veían hermosos prados y patios conocida todavía como Blackfriars, y se dirigieron hacia el edificio cuya llave Edmund llevaba en la mano.
El teatro Blackfriars era imponente. En el centro de la espaciosa sala rectangular había unos bancos de madera sin respaldo; a ambos lados estaban las galerías. El escenario, levemente alzado, formaba una amplia plataforma en un extremo, de modo que los petimetres como Edmund pudieran sentarse en unas banquetas frente a las galerías, imitando la elegante informalidad de la corte, donde los actores actuaban rodeados por un círculo de cortesanos. La sala tenía un aire decididamente renacentista; las galerías estaban sostenidas por unos pilares clásicos y detrás del escenario se alzaba una mampara de madera decorada con arcos y frontones. Bull se sintió impresionado.
—Ganaremos una fortuna —dijo Edmund con orgullo.
Fuera lo que fuese el teatro isabelino —un símbolo de prestigio para los mecenas nobles, y un escaparate para actores y escritores— toda su existencia dependía del incuestionable hecho de que era un negocio. Y de todos los empresarios que respaldaban las diversas compañías teatrales, ninguno era más audaz que la familia Burbage, que había concebido la empresa del Blackfriars. El viejo Burbage había sido un personaje extraordinario; maestro artesano metido a negociante, no había tardado en comprender las posibilidades que ofrecía el teatro y había organizado la Chamberlain’s Men en una compañía de actores profesionales. Arrendaba un teatro y financiaba funciones y también escritores. Gracias a él Will Shakespeare había logrado amasar una pequeña fortuna. Y el año anterior, al decidir que era preciso disponer de un local más sofisticado, había arrendado el Blackfriars.
El concepto era muy simple. El aforo del nuevo local cerrado permitía que se sentara la mitad de espectadores que en los anfiteatros al aire libre, pero el público sería más selecto. En lugar de un penique, la entrada más barata costaría seis peniques. Ningún vulgar aprendiz cuyo aliento apestara a ajo podría permitirse ese lujo. «Incluso las putas tendrán que ser distinguidas», comentó Edmund y se echó a reír. Pero el riesgo era grande. El arrendamiento y las obras de restauración habían costado la friolera de seiscientas libras. Por consiguiente, los Burbage habían tenido que buscar ayuda financiera.
William Bull se sintió halagado cuando su elegante primo acudió a él.
—Es una excelente oportunidad —le explicó Edmund—. Conozco a los Burbage y me han ofrecido una participación en la empresa. Si quieres les diré que a ti también te interesa.
La cervecería era un negocio próspero pero aburrido. En cualquier caso, sus hermanos nunca le dejaban hacer gran cosa. Esa nueva empresa teatral parecía interesante, de modo que William había prestado a su primo cincuenta libras, las que, junto con las cinco que él tenía, habían permitido a Edmund Meredith quedar como un caballero a carta cabal al prestar ese dinero, exclusivamente en su nombre, a los Burbage. Y para demostrarle lo bien que iban las cosas, poco después Edmund había explicado muy ufano a su primo que le habían encargado una obra para la inauguración del nuevo teatro, lo que hizo que William se sintiera doblemente orgulloso.
Sin embargo, en ese momento Bull había empezado a ponerse un poco nervioso. El viejo Burbage había muerto aquel invierno, pero dado que sus dos hijos, que también tenían experiencia en el negocio del teatro, continuaron llevándolo normalmente, Bull no se había preocupado demasiado. Pero luego había oído rumores sobre ciertos reparos al nuevo teatro por parte de algunos residentes de Blackfriars, encabezados por el concejal Ducket. Incluso habían presentado una moción para impedir que la empresa siguiera adelante. Bull había oído decir que el concejal consideraba que todos los teatros fomentaban graves desórdenes e inducían a la inmoralidad y que había amenazado con cerrarlos. Los teatros tenían fama de ser lugares donde la gente alborotaba, y Bull supuso que los habitantes de ese apacible y selecto enclave se opondrían a que abrieran un teatro en esa zona.
—¿Es cierto lo que he oído decir? —preguntó tímidamente a su primo.
—Por supuesto —respondió Edmund con expresión jovial.
—¿Y no estás preocupado?
—En absoluto. —Meredith incluso se echó a reír—. No tiene importancia. Algunas de las personas que residen cerca no saben la clase de obras, y de público, que tendremos aquí. ¿Cómo van a saberlo? Esto —añadió señalando la hermosa sala— nunca se ha hecho. En cuanto comprendan que no asistirán personas vulgares ni pobres, dejarán de protestar.
—¿Entonces la cosa sigue adelante?
—Abriremos antes de que acabe el año.
—De modo —dijo Bull con un suspiro de alivio— que recuperaré mi dinero.
Edmund sonrió de manera magistral.
—Naturalmente.
Ese verano, ningún miembro de la Chamberlain’s Men se sentía más feliz que la joven Jane Fleming. Durante las últimas semanas había tenido la sensación de que Meredith la amaba.
Edmund había acabado su obra. Jane se la sabía prácticamente de memoria. A medida que se acercaba la fecha en que debía entregarla, la excitación de Edmund fue en aumento. Con qué orgullo leía a Jane sus versos favoritos, o bien le preguntaba: «¿Te gusta?». Ella siempre respondía: «Es maravillosa». Ciertamente, Edmund poseía un ingenio extraordinario.
En cierta ocasión, cuando Jane había tratado de visualizar la obra en su conjunto, había preguntado a Edmund con timidez: «¿De qué trata exactamente?». Pero él había empezado a enojarse y ella no había vuelto a preguntárselo.
¿Por qué iba Jane a destruir la sensación de triunfo que experimentaba Edmund y que contribuía a que él se mostrara tan amable con ella? Incluso cuando Edmund se hallaba rodeado de sus elegantes amigos, casi nunca se olvidaba de su presencia.
Pero había otro motivo por el cual Jane se sentía feliz. Se acercaba el momento en que la compañía emprendería su gira de verano. Jane y sus padres habían preparado con esmero los trajes para cargarlos en el carromato. Aunque ella sabía que eso significaba que estaría una temporada sin ver a Edmund, se sentía ilusionada.
Una agradable tarde de julio, cuando ella y Edmund bajaron paseando por el camino de Shoreditch, se encontraron con el concejal Jacob Ducket.
A pesar de que era verano, Ducket iba vestido de negro. Su golilla blanca, su espada con el pomo de plata engarzada con diamantes y su mechón de cabello plateado ofrecían los únicos y discretos toques decorativos adecuados a su riqueza y a la dignidad de su cargo. El concejal se hallaba de pie ante Bishopsgate, y quizá Jane debió de haberse fijado en que sonreía. Al aproximarse, Edmund se quitó airosamente el sombrero y le hizo una profunda reverencia, tan bien calculada entre el respeto y la burla que Jane dejó escapar una risita. Pero si normalmente Ducket no se habría dignado saludar al joven Meredith, ese día lo miró con una expresión casi afable y, tras indicarle que se aproximara, le preguntó suavemente:
—¿No os habéis enterado de la noticia?
El concejal no sonreía con frecuencia. Es más, el único rasgo visible de los alegres genes de su antepasado que se había arrojado al río era el mechón plateado que tenía sobre la frente. Al igual que muchos otros concejales, era puritano, en su caso, en la más pura y estricta tradición calvinista.
Había sido una jornada muy provechosa para el concejal Ducket. Había visitado los teatros de Bankside, lo cual le había puesto de buen humor, y en ese momento se dirigía a Shoreditch. El encontrarse con Meredith, un conocido amante del teatro, le dio la oportunidad de saborear la reacción del joven a su comentario. Con tono reposado, le informó:
—Todos los teatros serán clausurados.
Tal como el concejal había previsto, la chica miró a Meredith y se puso pálida; pero Meredith recobró enseguida la compostura y preguntó:
—¿Quién lo dice?
—El consejo municipal.
—Imposible. Todos los teatros están fuera de vuestra jurisdicción.
Shoreditch estaba situado fuera de los límites de la ciudad. Pero, curiosamente, después de la disolución de los monasterios el gobierno municipal no había abolido las viejas Liberties feudales, sino que se depositaron en manos del monarca. Por consiguiente, los teatros de Bankside se encontraban en la vieja Liberty of the Clink. Incluso Blackfriars seguía siendo una Liberty. El hecho de que los teatros continuaran funcionando ante sus narices aunque fuera de su jurisdicción indignaba a los prohombres de la ciudad.
—Hemos solicitado al consejo privado de la Reina que cierre todos los teatros.
—No lo harán. A la Reina le encantan los actores.
Ducket sonrió maliciosamente.
—No desde La isla de los perros —contestó.
Esta obra, representada por la Lord Pembroke’s Men, contenía una crítica mordaz, aunque muy divertida, no sólo de los concejales municipales, sino incluso del gobierno. Había sido un sorprendente golpe de suerte. Pues durante meses Ducket y sus colegas se habían esforzado por conseguir que el contrato de arrendamiento del Theatre en Shoredith que había suscrito la Chamberlain’s Men no fuera renovado. Incluso habían amenazado a Giles Allen, el propietario del local. «Si vuelves a alquilarlo a unos actores te arruinaremos», le habían advertido. Ducket había tratado de remover el asunto del teatro en Blackfriars, pero sin éxito. Inopinadamente esos mentecatos de la Lord Pembroke’s Men le habían ofrecido su gran oportunidad, que Ducket se apresuró a aferrar con ambas manos. Una delegación de concejales presentó un informe ante el consejo privado de la Reina demostrando que el Gobierno había sido gravemente ofendido.
—Os equivocáis —añadió el concejal dulcemente—. El consejo privado de la Reina está de nuestra parte.
—Pero —protestó Edmund— eso significa…
—Que el teatro está acabado —dijo Ducket asintiendo con la cabeza—. Más vale que vuestros amigos se anden con cuidado —prosiguió— no sea que los acusen de vagabundos.
La amenaza no carecía de fundamento. Cualquiera que deambulara por el país sin empleo fijo, como hacían los actores, podía ser azotado y obligado a regresar a su lugar de origen; y aunque Ducket no podía tocar a hombres respetables como Shakespeare, algunos actores pobres que trabajaban sólo esporádicamente corrían el riesgo de ser arrestados y azotados si trataban de emprender una gira con la obra. Pero la intención de ese comentario residía en la ofensa que encerraba: el teatro estaba al margen de la sociedad, sus actores eran meros vagabundos.
—No os creo —insistió Meredith. Acto seguido dio media vuelta y se alejó.
Pero era cierto; y esa noche todo Londres lo sabía. Iban a cerrar los teatros. Peor aún, el pobre Ben Jonson, uno de los autores de La isla de los perros, había sido encarcelado por desacato a la autoridad, mientras que su colega, Nashe, había huido del país. Entre la comunidad teatral la gente se sentía profundamente desmoralizada. «Tendré que regresar a la mercería», dijo el padre de Jane con tristeza. Los actores estaban consternados. Incluso los Burbage, quienes habían tratado reiteradamente de entrevistarse con el consejo privado de la Reina, eran incapaces de decir algo alentador.
Sólo volvieron a tener noticias al cabo de una semana. «Podemos abandonar la ciudad para salir de gira», habían informado a la compañía. Pero cuando alguien preguntó: «¿Y después de eso podremos regresar?», todos se encogieron de hombros y respondieron: «Quién sabe».
Entre ese clima de tristeza, la persona que procuró que no se dejaran vencer por el desánimo no era miembro de la compañía.
Edmund Meredith era una torre de fortaleza.
—Sólo lo hacen para asustarnos —dijo—. El consejo privado de la Reina ha sido objeto de burlas y pretende darnos una lección.
Y cuando Fleming observó apesadumbrado que algunos miembros del consejo eran tan puritanos como Ducket, Edmund se echó a reír.
—La corte tiene que divertirse —respondió—. ¿Crees acaso que la Reina va a dejar que los puritanos le amarguen la Navidad?
Y como era un caballero, cuyo padre había frecuentado la corte, todos dieron por sentado que Edmund sabía algo que ellos ignoraban.
Jane lo amó mucho más cuando lo vio infundir ánimos al pequeño grupo de modestos actores y escritores que se reunía en casa de los Fleming. Sabía lo que eso significaba para él, pues Edmund había depositado todas sus esperanzas en su obra. Su valentía poseía una magnífica nobleza. Al cabo de unos días, cuando la compañía partió en los carromatos, y Edmund se despidió de ella con un beso y la promesa «Lo superaremos juntos», Jane jamás se había sentido tan unida a él.
Los meses estivales fueron muy difíciles para Edmund Meredith. Estaba orgulloso de la manera en que se había comportado ante los Fleming. Sabía que había quedado bien. Pero ¿se sentía realmente seguro sobre su futuro? Tres días después del anuncio, las cosas se pusieron aún más difíciles cuando su atribulado primo Bull fue a verlo al apartamento que tenía en el Staple para pedirle que le devolviera las cincuenta libras.
—Cálmate —le aconsejó Edmund—. Esto pasará.
Pero cuando Bull se marchó, meneando la cabeza, Edmund experimentó una profunda melancolía. ¿Qué sería de su obra? «¿Y qué soy yo sin ella?», pensó. ¿Qué iba a ser su fortuna a los ojos de los hombres?
A fines de verano, mientras los actores estaban todavía de gira, Edmund conoció a lady Redlynch.
Se la presentaron sus amigos Rose y Sterne. El marido de esa dama, sir John, había fallecido el año anterior y ella, a los treinta años, sola y sin hijos, tenía una vida muy vacía. Pese a sentirse deprimido, Edmund se compadeció de ella.
Pero no había motivo para preocuparse. Lady Redlynch, hija de un comerciante del norte, era perfectamente capaz de cuidar de sí misma. Gracias a sir John, poseía una hermosa casa en Blackfriars, y prometió a Edmund interesarse personalmente por el asunto del teatro. Lady Redlynch era rubia, tenía ojos azules, pechos seductores y una deliciosa voz de niña que desaparecía cuando tenía prisa. Meredith la divertía. Le gustaban los hombres con sentido del humor. Lady Redlynch decidió de inmediato tomarlo como amante temporal.
A fines de octubre la situación no había cambiado. Los teatros estaban vacíos y en silencio; los trajes seguían sin usar en el guardarropía. Los Burbage se habían entrevistado de nuevo con el consejo privado de la Reina. Decían que Will Shakespeare se llevaba algo entre manos con sus benefactores en la corte, pero nada se sabía a ciencia cierta. Todos los días, los actores acudían a casa de Fleming para recabar noticias y preguntaban: «¿Entonces todo ha terminado? ¿Podemos partir?». «Todavía no, muchachos», les respondían.
Edmund pasaba cada día a ver a Jane. Era admirable. Siempre animado, sin perder la calma. Había ido con frecuencia a inspeccionar el teatro Blackfriars, según le dijo a ella. Todo estaba listo para que comenzaran las representaciones.
—Ten paciencia —dijo—. El público espera a que el teatro esté restaurado. No tendrá que esperar para siempre.
No cabía la menor duda, pensó Jane, de que era un hombre extraordinario. Qué orgullosa estaba de él. Además, había adquirido una nueva cualidad, una mayor confianza en sí mismo, un sentido de eficacia. A Jane le parecía extrañamente fascinante y a veces, durante esos días tan tediosos, se entretenía dando alas a su imaginación.
Fue uno de los actores quien por fin contó a Jane que Edmund se acostaba con lady Redlynch.
A comienzos de noviembre Edmund Meredith envió la carta. Era un gesto no exento de riesgo, pero no soportaba más esa tensión.
Su relación con lady Redlynch había sido un éxito. Aunque fueron discretos, el hecho de que algunos hombres murmuraran bastó para hacerle parecer una persona estupenda a los ojos de la gente bien. Pero en ocasiones, poco tiempo antes, Edmund se había preguntado si la relación no había llegado a su fin. Quizás estaba un poco cansado de los encantos un tanto artificiales de lady Redlynch. Y también un poco asustado. En un par de ocasiones Edmund había presentido que lady Redlynch pensaba en la posibilidad de que contrajeran matrimonio. Asimismo, le espantaba la idea de que se quedara embarazada. Las precauciones en la Inglaterra de los Tudor eran escasas y rudimentarias. Como barrera para evitar quedarse embarazada, una dama y su amante podían utilizar un pañuelo, pero no siempre daba resultado.
Edmund pensó en Jane Fleming, aunque eso lo preocupaba menos. Probablemente ella nunca se enteraría; y aunque se enterara, un hombre con una reputación resultaba mucho más atractivo a una joven.
Pero ¿y su obra? Ser un amante galante y cortés era magnífico, pero persistía la cuestión esencial: «¿Qué puedo decir que soy?».
Aunque Edmund había mantenido su talante jovial, durante los tres meses siguientes al anuncio de la decisión de cerrar los teatros, Ducket y los concejales mostraron una expresión satisfecha y el consejo privado de la Reina, un silencio sepulcral. Los amigos que Meredith tenía en la corte nada habían oído; ni lady Redlynch. En circunstancias normales ya habría comenzado la temporada teatral, pero el tiempo pasaba y no había novedades. Un buen día Edmund dijo a lady Redlynch: «Tengo que averiguar qué ocurre», y decidió enviar el mensaje. Cuando lady Redlynch le preguntó qué clase de misiva era, Edmund respondió sencillamente: «Una carta de amor».
Dirigida a la Reina.
De todos los gobernantes de Inglaterra, ninguno ha comprendido tan bien como la reina Isabel que la clave de la monarquía reside en el teatro. La corte de Isabel, con sus constantes espectáculos públicos, sus giras por numerosos países y el calculado y teatral recibimiento que dispensaba a los dignatarios extranjeros, era uno de los teatros más inteligentes que jamás se ha concebido. Y en el centro del escenario, suntuosamente vestida con trajes de brocado bordados con perlas, una inmensa golilla de encaje alrededor del cuello y la cabeza, el cabello rojo dorado recogido en un moño o suelto, se encontraba Isabel, hija del real Enrique, pero también de su pueblo, la princesa renacentista, la reina virgen cuyo resplandor era una estrella para todos los ingleses.
Durante muchos años este papel, el de reina virgen, había sido un imperativo. Amenazada por las peligrosas potencias europeas, Isabel había protegido su pequeño reino insinuando su deseo de contraer matrimonio ora con uno ora con otro príncipe de esas potencias. Pero había terminado por acostumbrarse a ese papel. Sus cortesanos favoritos, hombres como Leicester y Essex, fingían estar enamorados de ella, y ella fingía creerlos. En ocasiones, sin duda, era cierto; pues Isabel, además de reina, era una mujer. Pero ¿quién puede afirmar, en cuestiones de Estado, qué es teatro y qué es real? Uno es el reflejo del otro. De modo que en ese momento, amenazada por parlamentos que deseaban saber quién sería su sucesor, si la vieja Isabel, con el rostro pintarrajeado y el pelo teñido, seguía desempeñando el papel de reina virgen, ¿quién podía reprochárselo? Lo hacía a la perfección, cada temporada se alzaba de sus cenizas como el ave Fénix, rodeada por sus petimetres que hacían que su ajado otoño pareciera primavera.
La carta de Edmund era perfecta. De hecho, la mejor obra que había escrito jamás. Los términos en que se dirigía a la Reina eran los de un admirador. Inspirado por ella, había escrito una obra que quizá la divirtiera. Pero en ese momento, desmoralizado, había averiguado que sus futuras obras estaban condenadas a permanecer en la oscuridad, sin que la luz que irradiaban los ojos de la Reina las iluminaran jamás. La conclusión de esta protesta fue lo que complació a Isabel.
Pero si Vuestra Majestad cree que el paraíso, de haberos complacido, es demasiado bueno para mí, entonces será mejor que yo, y mis pobres versos, permanezcamos en una oscuridad perpetua antes que ofender vuestra mirada.
Edmund concluía la carta con la sugerencia, casi como si Isabel se hubiera convertido de nuevo en una niña y ellos en amantes secretos, de que si existía alguna esperanza para él, a cierta hora y en un lugar determinado, donde él pudiera verlo con claridad, ella dejara caer su pañuelo.
Era la clase de cosas que encantaban a la Reina.
Había anochecido pero Jane avanzó con cautela al pasar por Charing Cross. Había mucha gente en la calle y la pareja que caminaba delante de ella no había reparado en su presencia.
El gran palacio de Whitehall era una serie de hermosos patios rodeados por unos edificios de ladrillo y piedra. Había unos jardines tapiados, una palestra para justas, una capilla, una sala de ceremonias y una cámara del consejo, así como unas dependencias reservadas a los visitantes de la corte escocesa, conocidas como Scotland Yard. El palacio estaba, en gran medida, abierto al público, y dado que sus verjas bordeaban la calle desde Charing Cross hasta Westminster, la gente las cruzaba todo el tiempo. La Reina permitía a sus súbditos que cruzaran el patio hasta alcanzar los peldaños del río para montarse en una barcaza. Incluso podían entrar para admirar los tapices que había en la escalinata o presenciar los banquetes de Estado desde una galería. También podían permanecer en las inmediaciones del palacio con la esperanza de verla.
Edmund y lady Redlynch cruzaron el portón y entraron en el patio del palacio. Jane los siguió.
Había varias decenas de personas congregadas en el patio, algunas sostenían antorchas. Noviembre, pese al frío, era una época alegre en la corte, pues a mediados de mes, con motivo del aniversario del ascenso de Isabel al trono, se organizaba un gran espectáculo teatral en Whitehall y una justa. El espíritu de esos festejos parecía haber contagiado a las personas que se hallaban reunidas en el patio, que estaban de excelente humor. Edmund aguardó con impaciencia.
Los minutos transcurrieron lentamente. Las llamas de las antorchas oscilaban en la oscuridad. De pronto apareció la Reina. Las puertas de la cámara del consejo se abrieron. Dos, cuatro, seis caballeros con espléndidas casacas y capas cortas, con la mano descansando sobre el pomo engastado con gemas de sus espadas, salieron al patio. Luego, otros seis pajes que portaban una litera sobre la cual, magníficamente ataviada con un vaporoso vestido bordado con piedras preciosas, una inmensa golilla de encaje y un sombrero de elevada copa adornada con una pluma, estaba sentada la Reina. La multitud la aclamó. Lenta, rígidamente, con el rostro pintado como una máscara, Isabel se volvió y dio la impresión de sonreír. «Dios mío —pensó Edmund, temiendo que su carta estuviera escrita en unos términos demasiado galantes—, ¿tan anciana y frágil es?». Pero al cabo de unos momentos la Reina disipó en parte sus dudas, pues en respuesta al acostumbrado grito de «¡Dios salve a Vuestra Majestad!», su voz resonó por el patio, tan nítidamente como lo había sido para sus tropas antes de que llegaran los españoles, y dijo: «Que Dios os bendiga, mis buenas gentes. Quizá tengáis a un príncipe más grande que yo, pero nunca tendréis a uno que os ame más».
Lo decía cada vez que aparecía en público, y nunca dejaba de complacer a la gente.
Los pajes que portaban la litera la trasladaron hasta la puerta que daba acceso a la amplia escalinata. A continuación, durante unos momentos, la multitud dejó de ver a la Reina. Pero luego, en la entrada de la galería que conducía a sus aposentos privados, aparecieron de pronto unas velas. Luego otras. Y al cabo de unos instantes, con paso lento y majestuoso, el pequeño cortejo avanzó en decorosa procesión por la galería. La Reina iba a pie, y la luz de las velas arrancó unos reflejos a las gemas que adornaban su vestido cuando Isabel apareció tras una ventana de cristal, y otra, y otra más. Era una escena encantadora, mágica, cautivadora; era, según comprendió Edmund, puro teatro.
Al llegar a la tercera ventana, en un gesto inconfundible, Isabel se detuvo, se volvió ligeramente, alzó la mano en un saludo silencioso, y dejó caer el pañuelo.
Jane siguió a Edmund y a lady Redlynch todo el camino de regreso a Ludgate y la entrada en la ciudad. En una ocasión, al cruzar el Fleet, percibió sus risas. Los siguió cuando doblaron hacia Blakfriars y entraron en casa de lady Redlynch.
Oculta en la sombra de un portal, Jane observó la casa de lady Redlynch durante tres largas horas, hasta que se apagaron las últimas luces. Luego recorrió de nuevo las calles de la ciudad y subió en la oscuridad por el camino desierto a Shoreditch.
Al día siguiente, al amanecer, Edmund se despertó con una nueva esperanza y, al pensar en Jane, decidió que había llegado el momento de separarse de lady Redlynch; pero Jane no había pegado ojo y seguía llorando en silencio.
—Debemos representar cuatro obras en la corte.
Estaban todos reunidos en la habitación: los dos hermanos Burbage, con sus rostros orondos y perspicaces; Will Shakespeare y los otros actores principales.
—Os dije que sería así.
Edmund había ido a ver a los Burbage la mañana después del incidente con la Reina, con el fin de animar a la compañía. Al principio no lo creyeron. Pero al cabo de unos días recibieron orden de preparar una selección de sus mejores obras para representarlas durante los festejos de la corte en Navidad.
—Les ofreceremos tres obras de Shakespeare, incluyendo Romeo y Julieta y Sueño de una noche de verano —dijo el mayor de los hermanos Burbage—, y una de Ben Jonson. Si aceptan significa que están dispuestos a perdonar al pobre diablo. —Burbage hizo una breve pausa—. Hay otra cosa, una noticia aún mejor. No lo anunciarán hasta Año Nuevo, pero van a suspender en parte la prohibición de representar obras teatrales. El consejo privado de la Reina nos autorizará a nosotros y a la Admiral’s Men a seguir ofreciendo representaciones públicas. Lo cual significa —concluyó Burbage—, al menos para nosotros, un respiro.
Edmund se puso eufórico.
—De modo que podré representar mi obra.
Uno de los actores emitió una discreta tosecilla. Los dos hermanos Burbage se miraron turbados. Durante unos momentos nadie habló; luego, dirigiendo una mirada de reproche a sus compañeros, Will Shakespeare dijo:
—Amigo mío, me temo que debes prepararte para lo peor. Se trata de una mala noticia.
Shakespeare miró a Edmund con expresión bondadosa.
—Explícate —respondió éste.
—No tenemos un teatro.
—Pero el Blackfriars…
Shakespeare negó con la cabeza.
—No nos atrevemos a utilizarlo.
—Hace dos días —terció Burbage—, el consejo privado de la Reina recibió otra carta, firmada por Ducket y muchos otros que residen en Blackfriars. Al enterarse de que iban a permitirnos seguir ofreciendo representaciones públicas, han vuelto a protestar. No nos quieren allí. Y dado lo precario de la situación… —Burbage se encogió de hombros—. El riesgo es excesivo.
—No obstante lady Redlynch opina… —empezó a decir Edmund, pero se detuvo al observar que los otros se miraban con aire de turbación.
—Ella fue una de las que firmaron la carta —dijo Burbage secamente—. Lo lamento.
Durante unos instantes Edmund no pudo articular palabra. Luego notó que se sonrojaba. De modo que esa mujer lo había traicionado.
Shakespeare acudió en su ayuda.
—Lady Redlynch tiene una casa allí. Ducket es muy poderoso. —El dramaturgo suspiró—. Sé por experiencia que una amante puede cambiar de parecer.
—No todo se ha perdido —continuó Burbage—. Al menos por ahora, disponemos de un teatro donde representar algunas funciones.
—¿Entonces, mi obra…?
En la estancia volvió a producirse cierta tensión. Shakespeare miró a Burbage como diciendo: «Ahora te toca a ti».
—Hay un problema —continuó el hombre barbudo—. Aunque tu obra me gusta —Burbage parecía sentirse sumamente incómodo—, en el teatro que ocuparemos quedaría fuera de lugar.
—En resumen —terció Shakespeare—, tendremos que utilizar el Curtain.
—¿El Curtain?
Un reñidero de osos. Un teatro reservado al público más rastrero y vulgar. Pocas de las personas distinguidas que Edmund conocía habrían estado dispuestas a poner los pies allí. Hasta las obras más atrevidas de Shakespeare resultaban demasiado refinadas para el público que asistía al Curtain. En cuanto a su propio sentido del humor, su fino ingenio…
—Seguro que organizarían un escándalo monumental —se lamentó Edmund.
—Entonces, ¿estás de acuerdo? —Burbage parecía sentirse aliviado—. Si otra compañía desea representar tu obra —continuó—, por supuesto eres libre de cedérsela.
—Hoy por hoy sólo está la Admiral’s Men, nuestra rival —respondió Edmund.
—Dadas las circunstancias —se apresuró a decir el otro Burbage—, no podemos ponerte trabas.
Los otros emitieron un murmullo de aprobación.
En ese momento Edmund recordó su inversión.
—Os he prestado cincuenta y cinco libras —afirmó suavemente.
—Y te las devolveremos —respondió Burbage con firmeza.
—Pero —terció Will Shakespeare sonriendo con tristeza— todavía no. Lo cierto es que no tenemos dinero.
Era la pura verdad y Edmund lo comprendió así. Ni un penique de la gigantesca inversión en el Blackfriars, no tenían teatro, no podían ofrecer representaciones, no había ingresos. Las funciones de la corte les reportarían algún dinero, pero sólo el suficiente para ir tirando.
—Ten paciencia —dijo Shakespeare—. Quizá mejore nuestra situación.
Pero eso no sirvió de consuelo a Edmund, que acababa de descubrir que su amante lo había traicionado y que había perdido la oportunidad de dar a conocer su obra. Y cuando se encontró al día siguiente con su primo Bull, que le preguntó de nuevo cómo estaban las cosas, Edmund se sintió avergonzado y farfulló que todo iba muy bien, tras lo cual emprendió una apresurada y cobarde retirada.
No obstante, tras hacer acopio de valor, Edmund consiguió romper su relación con lady Redlynch con cierto estilo. Le envió una carta en la cual reiteraba su admiración por ella en unos términos tan exagerados que, cuando lady Redlynch terminó de leerla, no pudo por menos de sospechar que se había cansado de ella. A continuación Edmund le comunicaba la noticia: el teatro Blackfriars, en el cual ambos habían depositado sus más fervientes esperanzas, había sido destruido por manos vulgares. Su angustia, que sabía que ella compartiría, era tan grande que había decidido retirarse de la vida mundana.
Edmund confiaba en que lady Redlynch captara el mensaje.
Pero ¿y la pobre Jane Fleming? Dos días después de enviar la carta, sumido en una profunda melancolía, Edmund se dirigió a la casa de Shoreditch. Apenas había hablado con Jane desde su encuentro con la Reina. Pero al llegar a casa de los Fleming, aunque Jane se mostró amable con él, Edmund la notó extraña.
Mientras charlaban, ella continuó con sus quehaceres, casi sin prestarle atención. Edmund le preguntó si le apetecía dar un paseo con él. Ella contestó que en ese momento no. Entonces más tarde. Quizás en otra ocasión.
—¿Hay algún motivo para que te muestres tan fría conmigo? —preguntó él, pensando en lady Redlynch.
—¿Fría, yo? —respondió Jane sonriendo y fingiendo perplejidad—. En absoluto.
—Pero ¿no quieres dar un paseo conmigo?
—Como verás —Jane señaló la pila de trajes que iban a necesitar los actores— estoy muy atareada.
Y prosiguió tranquilamente con su trabajo, casi como si él no estuviera presente.
Como no quería exponerse a otro rechazo, Edmund cogió su sombrero y se marchó.
1598
Los primeros meses del año fueron tristes para Edmund. Sus esfuerzos literarios de nada le valieron. Había llevado su obra a la Admiral’s Men, pero la habían rechazado cortésmente. «Es demasiado buena para nosotros, demasiado refinada», se disculparon. Después de eso, nada. Había transcurrido un mes. Su depresión se había acentuado. Luego otro. Había comenzado el solemne período de Cuaresma. Luego, la transformación.
Al principio sus amigos apenas daban crédito a sus ojos. Ciertamente, Edmund seguía mostrándose en ocasiones frívolo y chistoso, pero por lo demás… Sus elegantes atuendos habían desaparecido; vestía una sencilla casaca, por lo general marrón; su sombrero era más reducido y sólo tenía una modesta pluma; hasta se había dejado crecer una pequeña y áspera barba. Presentaba un aspecto decididamente menestral. Cuando Rose y Sterne protestaron, Edmund los tachó de pomposos. Pero lo más asombroso fue el anuncio que hizo:
—Voy a escribir una obra. No para la corte, sino para el pueblo llano. La escribiré para que sea representada en el Curtain.
A fin de cuentas, era el único teatro que quedaba. Pero Edmund no se dejó arredrar. Si antes se mostraba seguro de sí mismo, en ese momento estaba decidido a salir adelante. Los Burbage dudaban de que lo lograra, pero Edmund les recordó fríamente que le adeudaban cincuenta y cinco libras. Y cuando, a regañadientes, reconocieron que le debían un favor y le preguntaron qué clase de obra pensaba escribir, Edmund respondió:
—Una obra histórica, con muchas peleas.
Él había visto esa clase de dramas representados en el teatro, pero entonces decidió que había llegado el momento de leer y analizar esos textos.
Pero Edmund se topó con un obstáculo. Era difícil hacerse con esos textos, porque después de que una obra hubiera sido escrita corría una suerte un tanto singular. La cortaban y dividían en varias partes, cada una de las cuales constituía el guión que cada actor debía memorizar. Las instrucciones escénicas eran entregadas al guardián del camarín, que se encargaba de los decorados y los trajes. Tan sólo el autor o el director teatral conservaban el texto íntegro y lo guardaban celosamente. En algunos casos esos textos se publicaban al cabo de un tiempo, pero rara vez. Y cuanto más éxito tenía una obra, menor era la posibilidad de que el autor la publicara.
No existían leyes referentes a la propiedad intelectual. Si otra compañía obtenía una copia de la obra y montaba una versión plagiada de la misma sin pagar derechos al autor, éste nada podía hacer al respecto. Por lo tanto, los textos constituían un bien muy valioso; y si Shakespeare no hizo que se publicaran sus obras —cosa que efectivamente jamás hizo en su vida— no por ello ignoraba su valor. Simplemente pretendía proteger sus intereses.
Edmund, por supuesto, podía haber pedido a los Burbage unas copias de algunas obras teatrales; pero, temeroso de que pudieran delatar su falta de confianza en sí mismo, decidió no hacerlo. Pero se le ocurrió otra cosa; una vez que los actores se habían aprendido de memoria su papel, los textos se guardaban en el camarín por si tenían que hacer otra representación. Sin duda Fleming conservaba en su poder algunos textos. De modo que en Pascua Edmund regresó a casa de Jane y le pidió que le procurara algunos textos.
La encontró muy ocupada. Los primeros meses en el Curtain no habían sido fáciles. Aunque de un tamaño semejante al Theatre, resultaba menos práctico. El camarín era más reducido; el escenario, menos bueno, cada dos por tres debían desalojarlo para dar paso a espectáculos como peleas de gallos. Jane tenía que transportar constantemente los trajes de un lado a otro y comprobar si habían sufrido algún desperfecto.
Con tanto trajín, Jane no había tenido tiempo, se dijo, de pensar en Edmund. Había oído decir que su relación con lady Redlynch había terminado, pero en los meses siguientes a Navidad, cuando Edmund se había sentido tan desmoralizado, éste no había aparecido por el teatro, y por lo tanto, no se habían visto. Lo cierto era que Jane no había pensado en el tema de los hombres. Salvo, quizás, en Dogget.
Era difícil afirmar en qué medida había entrado en la vida de Jane. Ella había visto varias veces al joven constructor de botes en compañía de Edmund; pero fue en enero cuando, poco a poco, comenzó a fijarse más en él. Dogget aparecía con frecuencia por el teatro y la hacía reír, cosa que complacía a Jane. Pero fue un pequeño incidente ocurrido a principios de febrero lo que realmente la había impresionado. Un grupo de actores y amigos de éstos iban con frecuencia juntos a la taberna, entre ellos Dogget. Jane no había podido acompañarlos porque tenía mucho trabajo en el camarín. Sin decir una palabra, pero con una sonrisa jovial, Dogget se había quedado para ayudarla a repasar los trajes y limpiarlos durante cinco horas, como si fuera la cosa más natural del mundo. Jane no pudo menos de pensar: «¿Habría hecho Edmund Meredith lo mismo?».
A partir de entonces se había desarrollado entre ellos una agradable amistad. Dogget iba a menudo por el teatro y salían juntos. Ella se sentía a gusto con él. A fines de febrero Dogget la besó, aunque castamente, como si no esperara más. Al cabo de una semana ella había comentado con tono de chanza: «Supongo que habrás tenido muchas chicas». «Ni una sola», había respondido él con expresión risueña. Y ambos se habían echado a reír. Al cabo de dos semanas, Jane le había indicado que podía besarla en serio y había comprobado que también le gustaba cómo lo hacía. De modo que cuando, poco antes de Pascua, su madre había observado suavemente: «Parece que el joven Dogget te hace la corte. ¿Crees que serías feliz con él?», Jane, tras unos instantes de vacilación, había respondido: «Creo que sí».
En realidad, las dudas que Jane tenía obedecían a algo tan absurdo que no merecía la pena darle importancia. Era algo semejante a la sensación que ella experimentaba cuando la compañía partía de gira en verano: el deseo de visitar nuevos lugares, el afán de vivir una aventura, como los viajeros que surcan los mares. Ese tipo de pensamientos nunca había aquejado a la familia Fleming, por lo que ella sabía, y comprendía que eran ridículos. Por lo tanto, Jane supuso que era una tontería, una veleidad pasajera e infantil. Si Dogget y su taller de botes en Southwark no satisfacían sus vagas ansias de explorar mundos desconocidos, no creía que eso tuviera la menor importancia. Pensó que podría ser feliz con él. Pero un buen día reapareció Meredith.
Edmund se sintió profundamente satisfecho a medida que avanzaba la primavera. La obra que había ideado se basaba en un tema apasionante: la Armada española. Contendría unos nobles discursos de la Reina, de Drake y de otros corsarios. Habría una larga escena que reproduciría la batalla, en la cual sería necesario disparar un cañón varias veces. Edmund confiaba en que fuera la obra más ruidosa que se había montado en Londres. El último parlamento imitaría el lenguaje grandilocuente de Marlowe y pondría de relieve que había sido la mano de Dios la que había hecho que los galeones españoles naufragaran en la tormenta.
—La obra entusiasmará completamente a la plebe —predijo Edmund—. No puede fallar.
A finales de mayo, cuando completó el primer acto, Edmund estaba convencido de que la obra tendría un gran éxito. Una vez más comenzó a tener una visión de sí mismo convertido en una figura en el mundo, y con la visión se dio cuenta de que le gustaría tener a Jane a su lado. Había llegado el momento de recuperarla. La primera semana de junio Edmund le regaló un ramo de flores. La semana siguiente, una pulsera de plata. Y si, después de sentirse abandonada, Jane parecía indecisa, Edmund no dejó que eso lo inquietara.
Jane estaba contenta de la serenidad que había demostrado cuando Edmund acudió a pedirle ayuda. Quizá, según reconoció, se había sentido un tanto intrigada por el cambio que se había operado en él; pero no más que el resto de los amigos de Edmund. En cuanto a las flores y a la pulsera, los consideraba tan sólo una muestra de gratitud por los textos que le había procurado. Si encerraban otro significado, ella no le dio importancia, pues sabía que Edmund volvería a cambiar de parecer y hallaría a otra lady Redlynch.
Entre tanto, la situación en el Curtain no había mejorado. Pese a todos sus esfuerzos, el sector más distinguido de su viejo público seguía reacio a poner los pies en ese teatro. Por otra parte, existían fuertes tensiones entre los actores. Algunos, encabezados por el payaso, opinaban que debían ofrecer al público un espectáculo más atrevido; otros, entre los cuales se contaba Shakespeare, empezaban a impacientarse con la empresa, pues deseaban mejorar la calidad del trabajo.
«No estamos ganando el dinero suficiente —le dijo un día su padre a Jane; según insinuó, los Burbage se encontraban en apuros económicos—. La compañía no logrará levantar cabeza en este lugar», concluyó el hombre. «Lo más indignante —oyó un día Jane comentar a uno de los Burbage— es que fuimos nosotros quienes construimos este teatro». Hacía unos veinte años, al comienzo del contrato original de arrendamiento, los Burbage habían construido el edificio de madera, pero al vencer el arrendamiento del terreno, seguían sin poder poner los pies en el lugar. Y a comienzos de junio, el padre de Jane dijo a ésta con pesar: «Me temo que esta temporada será la última para nosotros».
Esa perspectiva obligó a Jane a desterrar a Edmund de su mente. Su razonamiento era que si la compañía cerraba y nadie adquiría la obra de Edmund, éste comprendería que no se encontraba en una situación idónea para casarse. Y Jane dedujo, con notable madurez, que el interés que Edmund le había demostrado se debía a que ella formaba parte del teatro. En cambio, Dogget la quería por ella misma. Por consiguiente, Jane decidió comportarse amablemente con Edmund, pero nada más.
A mediados del verano Jane prometió a John Dogget ir una tarde a dar un paseo por el río, cosa que le hacía bastante ilusión. Pero justamente esa tarde se presentó Edmund. Un grupo de amigos y él habían decidido caminar hasta Islington Woods, donde se detendrían en un claro para tomar un refrigerio y, probablemente, recitar algunas escenas de una obra. Jane declinó la invitación educadamente con la excusa de que tenía un compromiso, y Edmund se marchó. Poco después de que éste se hubiera ido, Jane pensó que podía haber sugerido llevar a Dogget; pero apartó ese pensamiento de su mente. En cualquier caso, era demasiado tarde.
Pero mientras navegaban hacia Chelsea por las aguas que resplandecían bajo el tibio sol, y el joven Dogget, sonriendo beatíficamente, empuñaba los remos con sus manos palmeadas, Jane sintió una inexplicable tristeza e incluso irritación. Cuando regresaron a Shoreditch y Dogget la condujo hasta un lugar oscuro cerca del teatro, cuyas luces estaban apagadas, Jane fingió devolverle el beso.
No obstante, antes de despedirse de él, Jane accedió a salir con John Dogget dos días más tarde, y decidió que en esa ocasión sus besos serían más ardientes.
El día después de que la compañía partiese de Londres para su gira estival, el padre de Jane le comunicó la triste noticia, con la condición de que no se la dijera a los actores.
—Shakespeare les ha dado un ultimátum. Ha dicho a los Burbage que si no le proporcionan un teatro, se retira.
Dado que Shakespeare había adquirido una propiedad en Stratford, Fleming dedujo que su amenaza iba en serio.
—Puede retirarse cuando le plazca —comentó.
—¿Hay alguna esperanza? —preguntó Jane.
—Existe una posibilidad, pero muy remota —respondió su padre—. Los Burbage han hecho una oferta a Giles Allen para arrendar el Theatre. Le han ofrecido un precio tan alto que dicen que Allen está considerando la oferta, aunque teme a Ducket y a los concejales. No estoy seguro de que los Burbage puedan permitírselo, pero ya veremos qué pasa. —Fleming sonrió con melancolía—. Allen les ha dicho que lo decidirá este otoño. Si dice que no… —El padre de Jane extendió los brazos—. Tendré que dedicarme a los alfileres. Y tú también.
Con frecuencia, durante las largas semanas de verano, mientras viajaban de una población a otra, Jane se descubría pensando en el teatro vacío. Y también, no podía negarlo, en Edmund y su obra.
Cuando Edmund Meredith se dirigió hacia la casa que los Burbage tenían en la ciudad una fría tarde de octubre, mostraba un aire al mismo tiempo pensativo y alegre.
Pensativo debido a Cuthbert Carpenter. Edmund había pasado una hora en el George escuchando sus cuitas. Su abuela se había vuelto insoportablemente despótica. Estaba convencida de que Cuthbert acabaría en el infierno debido a su afición al teatro, y había expresado esa opinión a su puritano patrón, que, como era un hombre muy devoto, había empezado a criticar sistemáticamente el trabajo de Cuthbert.
—Tengo que buscarme otro patrón —explicó Cuthbert—. Pero como hoy en día muchos maestros carpinteros son puritanos, quizá no quieran contratarme si cojo mala fama. Aunque no vuelva a poner los pies en el teatro, me encuentro en una situación difícil.
Edmund había tratado de tranquilizarlo, pero no sabía muy bien qué podía hacer.
Se sentía alegre por un motivo mucho más importante: la obra estaba terminada, hasta el último grito de alarma y disparo de cañón. Era una obra maestra, una montaña de melodrama, lenguaje rimbombante y ruido. Dos días antes Edmund había notificado a los Burbage que había concluido la obra, y éstos le habían pedido que fuera a verlos. Llevaba el guión de la obra bajo el brazo.
Edmund se sorprendió al encontrarse también con Shakespeare y otros tres miembros de la compañía. No había esperado encontrarlos allí. Todos lo miraron con expresión grave cuando Edmund se sentó junto a ellos a la mesa de roble. Burbage le comunicó la noticia.
—Me temo que la Chamberlain’s Men ha llegado al fin de su etapa en el Curtain —dijo—. No deseamos continuar en ese teatro.
Edmund los contempló atónito.
—Pero mi obra… —Lo dijo como si con ello pudiera cambiar algo—. La escribí para el Curtain.
—Lo lamento. —Burbage hizo un gesto cortés con la cabeza indicando el montón de folios inservibles—. Te hemos pedido que vinieras porque tenemos una deuda contigo.
—Cincuenta y cinco libras —dijo el otro Burbage con el respeto debido a tan importante suma.
—No podemos asegurarte cuándo te las devolveremos, ni siquiera si podremos devolvértelas algún día —continuó el primero.
Edmund se quedó pasmado.
—¿No existe alguna otra posibilidad?
—Hemos tratado de renovar el contrato de arrendamiento del Theatre —explicó Shakespeare—. Pero Allen se ha negado —añadió encogiéndose de hombros.
Durante varios minutos, sus compañeros se esforzaron por explicar a Edmund las dificultades por las que atravesaban.
Edmund no solía olvidarse de presentar en todo momento la imagen de un caballero a carta cabal; pero sin siquiera darse cuenta de lo que hacía, ocultó el rostro entre las manos y casi rompió a llorar. Al cabo de unos minutos, tras despedirse con una vaga inclinación de cabeza, se levantó y se fue.
Edmund regresó lentamente a su casa, tratando de digerir la noticia. Los actores no disponían de un lugar respetable donde trabajar. Nada se podía hacer. Edmund estaba tan disgustado que durante unos minutos se olvidó de su obra.
Pero al llegar al Staple se le ocurrió de golpe una idea, de modo que Edmund dio vuelta y regresó deprisa a casa de los Burbage. Al irrumpir en la estancia y encontrarlos a todos sentados todavía a la mesa de roble, exclamó:
—¡Dejadme ver el contrato de arrendamiento! —A fin de cuentas, era abogado.
Al cabo de unos minutos Edmund les propuso una idea. Era tan audaz, tan insólita, tan ingeniosa, que durante un rato nadie acertó a decir una palabra.
De todos los cambios que se registraron durante el largo siglo en que los Tudor ocuparon el trono de Inglaterra, uno de los más notables pasó prácticamente inadvertido.
Se inició durante el reinado del rey Enrique, pero no ocurrió súbitamente. A mediados del reinado de Isabel, empezó a hacerse apreciable. El clima en Inglaterra se había vuelto más frío.
El pequeño período glacial de los siglos XVI y XVII no fue alarmante. No se produjo un muro de hielo que comenzó a avanzar hacia la isla; los mares no retrocedieron. Pero a lo largo de unas diez décadas la temperatura media en Inglaterra descendió varios grados. Durante buena parte del año, nadie reparó en ello. Los días templados del estío no cesaron bruscamente, y aunque la primavera y el otoño parecían ser algo más fríos, fue en el invierno cuando la gente notó la diferencia. La nieve llegó antes y era más espesa. De los aleros pendían unos carámbanos gruesos y duros. Pero lo más llamativo fue que los ríos se helaron, un fenómeno prácticamente desconocido incluso en pleno invierno.
Fue un suave eco del remoto y gélido pasado; y una advertencia a los ingleses de que aunque el Renacimiento procedente del cálido Mediterráneo había llegado a la corte, a la universidad y al teatro, su isla seguía perteneciendo, como siempre lo había hecho, al norte. En diciembre, en el año 1598 de la era cristiana, las aguas del Támesis se helaron.
Nadie se fijó en los hombres que subieron por el accidentado camino hacia Shoreditch mientras empezaban a caer las sombras en aquel gélido día de diciembre. Algunos llevaban martillos; otros, sierras y cinceles. Si alguien se hubiera tomado la molestia de observarlos, habría notado algo sorprendente. Tras llegar uno seguido de otro, todos se metieron en la angosta vivienda de Fleming. Al cabo de un rato anocheció. Otras dos figuras embozadas llegaron y entraron en la casa. Eran los hermanos Burbage. Poco después apareció una figura más delgada, cojeando ligeramente, que también entró. Las sombras se hicieron más densas.
El rostro de Cuthbert Carpenter resplandecía de gozo. Le habían dado unos pasteles de carne y una bebida caliente. Sentado en un banco, entre un colega carpintero y un montón de trajes sudados de la obra Noche de Epifanía, no cesaba de sonreír. Eso era lo más emocionante que había hecho en la vida.
Todo se lo debía a Meredith. Fue Edmund quien, seis semanas antes, le había buscado un nuevo patrón y, hacía tan sólo tres días, le había dado ánimos para que hiciera algo aún más atrevido: dejar a su abuela. Pero eso era un delito menor comparado con la extraordinaria empresa en que se había metido. Después del trabajito de esa noche, Cuthbert estaba seguro de que iría al infierno. Sin embargo —y eso era lo más sorprendente y maravilloso—, no le importaba.
Transcurrió una hora. Bajo el tenue resplandor de la luna que se filtraba a través de las nubes, las casas de Shoreditch, con sus postigos cerrados, mostraban una fachada impasible, como armarios cerrados durante la noche. No se movía un alma.
A las diez se abrió por fin la puerta de la casa de Fleming. Los hombres salieron uno tras otro, algunos de ellos llevaban lámparas. Lentamente, se dirigieron hacia la inmensa silueta del Theatre y empezaron a dar vueltas alrededor del mismo. Los hermanos Burbage se acercaron a la puerta.
Qué aspecto tan extraño tenía en la oscuridad, pensó Cuthbert Carpenter. El enorme y desierto cilindro del teatro se le antojó de pronto misterioso, incluso amenazador. ¿Y si se tratara, pensó el carpintero, de una gigantesca trampa y los concejales de Londres les aguardaran allí para arrestarlos? Durante unos momentos, su imaginación evocó una imagen aún más siniestra: que una vez dentro, el suelo del edificio se abriría de golpe para revelar un refulgente túnel que conducía al mismísimo infierno. Cuthbert apartó ese absurdo pensamiento de su mente y siguió avanzando junto a la elevada tapia.
De pronto oyó un leve crujido. Los hermanos Burbage habían conseguido forzar la cerradura. Al cabo de unos momentos todos los hombres desaparecieron en el interior del Theatre.
Todos salvo uno. Edmund se había quedado en la casita, pues los otros aún no lo necesitaban. Estaba tumbado en un banco, cubierto por una capa roja que había usado hacía poco un actor que interpretaba el papel de Juan de Gante. Tenía los ojos entornados y en sus labios se dibujaba una sonrisa; junto a él se encontraba Jane.
Ella y Meredith estaban tan unidos que desde hacía un tiempo Jane casi se había olvidado de Dogget. Pues si en verano ella había albergado ciertas dudas con respecto a Edmund, los acontecimientos del otoño se habían encargado de disiparlas. Lo cierto era que Jane había descubierto en Edmund a un hombre totalmente distinto. No sólo se mostraba siempre de buen humor y seguro de sí, sino que dejaba entrever una serena determinación, una voluntad de hierro que ella desconocía. Durante tres semanas, Edmund había permanecido recluido en el Staple estudiando precedentes legales y leyes sobre arrendamiento hasta que, por fin, había presentado a los Burbage un caso legal para la iniciativa que iban a emprender esa noche y que, según el prestigioso abogado que lo había revisado, nadie habría sido capaz de mejorar. En esos momentos Edmund ofrecía sus servicios de abogado gratuitamente a la compañía, con lo que les ahorraba una fortuna en emolumentos. «Y no lo hace en interés propio, sino en el de otras personas», comentó Jane a sus padres.
El carácter insólito y audaz de la empresa la atraía poderosamente, lo cual contribuyó sin duda a que se inclinara y besara a Edmund en los labios y observara con expresión risueña: «Pareces un pirata».
Tip. Tap. Al principio los sonidos eran muy tenues, pues los carpinteros habían realizado su trabajo de manera magistral. En el interior del teatro habían trabajado tan silenciosamente como era posible bajo la luz de las lámparas, raspando con cuidado el yeso que cubría las juntas con el fin de desprenderlas, levantando suavemente las tablas, hasta que el escenario había quedado reducido a un esqueleto. Pero entonces, una hora antes de que amaneciera, había llegado el momento de los martillazos.
Por las ventanas se asomaron unas cabezas. Se oyeron unos gritos de protesta. Las puertas se abrieron bruscamente. Arrebujándose en sus abrigos, los vecinos salieron a la calle, donde fueron recibidos, con una sonrisa y unos modales exquisitos, por Edmund Meredith, que les aseguró, como si fuera lo más natural del mundo, que el estrépito cesaría al cabo de poco tiempo. Cuando le preguntaron qué hacían los carpinteros, Edmund respondió sin inmutarse:
—Están desmontando el Theatre. Nos lo vamos a llevar.
Y eso fue exactamente lo que hicieron. En una hazaña única en la historia del teatro, los Burbage desmontaron su teatro, tabla a tabla, y se lo llevaron para construir otro.
El sol había despuntado cuando el concejal Ducket se abrió paso por entre la multitud de curiosos. Estaba blanco de ira. Cuando exigió explicaciones, Edmund respondió con afabilidad:
—Vamos a llevarnos nuestro teatro.
—¡No podéis tocarlo! Este teatro pertenece a Giles Allen y vuestro contrato de arrendamiento ha vencido.
Pero Meredith sonrió con mayor afabilidad y replicó:
—El terreno pertenece a Allen, ciertamente, pero el teatro fue construido por los Burbage. Por consiguiente, les pertenece, hasta la última tabla. —Ése era el fallo que Edmund había acertado a detectar en el contrato de arrendamiento.
—Allen os llevará a los tribunales —protestó Ducket.
—Estoy de acuerdo —contestó Edmund sin perder la sonrisa—. Pero creo que ganaremos el caso.
—¿Dónde demonios está Allen ahora? —preguntó Ducket.
—Lo ignoro —respondió Edmund encogiéndose de hombres. En realidad sabía perfectamente que el comerciante y su familia se habían marchado hacía dos días a visitar a unos parientes en el oeste.
—Pondré fin a esto de inmediato —le espetó Ducket.
—¿De veras? —Edmund parecía interesado—. ¿Con qué autoridad?
—¡Como concejal de Londres! —gritó Ducket.
—Pero os olvidáis que esto es Shoreditch. No estamos en Londres. —Edmund se inclinó cortésmente—. Aquí no tenéis autoridad.
Posteriormente, al evocar ese episodio, Edmund lo recordaría como uno de los momentos más felices de su vida.
A mediodía habían retirado la mitad de la galería superior y habían cargado el escenario en unos carros. Ducket había regresado con unos operarios para obligarlos a desistir de su empeño y Meredith les había forzado a emprender la retirada amenazándolos con acusarlos de provocar un tumulto y pertubar el descanso del Rey. Al anochecer se pusieron a trabajar en la galería inferior y nadie se atrevió a molestarlos. No obstante, por precaución, los hombres se turnaron para vigilar la entrada del teatro durante toda la noche, mientras que Cuthbert Carpenter se ocupaba de mantener una pequeña hoguera encendida en el foso para que no pasaran frío.
Para el día de Año Nuevo, el Theatre de Shoreditch habría desaparecido.
La operación no sólo era audaz, sino necesaria, pues aunque no hubieran existido los problemas financieros causados por el fracaso del Blackfriars, el aspirante a constructor de teatros se enfrentaba a un grave problema: el precio de la madera. En menos de un siglo la población de Londres se había cuadruplicado y la demanda de madera era enorme. En especial, la fuerte madera de roble, un árbol que tarda mucho en crecer, necesaria para soportar el peso de un público inquieto y alborotador, se vendía a un precio muy elevado. Los hermosos edificios de madera de roble de los isabelinos constituían un tributo a su riqueza. La inmensa cantidad de roble que los Burbage se habían llevado de Shoreditch costaba una fortuna.
El terreno elegido por los Burbage para el nuevo teatro era excelente. Se trataba del Liberty of the Clink, que ocupaba un solar en Bankside, pero se hallaba alejado de los burdeles de la zona. Desde él se accedía fácilmente al río, de modo que los ciudadanos respetables podían llegar en barca hasta los escalones del río sin encontrarse con algo que pudiera ofenderlos. Pero aunque las negociaciones con el dueño del solar estaban muy avanzadas, el contrato aún no se había firmado. Por consiguiente, tendrían que guardar la madera durante un tiempo en un almacén. Asimismo, existía otra pequeña dificultad que debían salvar.
Por furioso que estuviera, el concejal Ducket era un hombre prudente. Antes de tender la trampa había consultado con expertos. El documento que se proponía utilizar para respaldar su autoridad estaba firmado por varios concejales. Los veinte hombres que se harían cargo de los carros habían desaparecido discretamente. La fortuna estaba claramente de su parte, pues sus espías habían averiguado que los Burbage habían decidido estúpidamente trasladar todos los maderos más pesados y valiosos al mismo tiempo. Habían alquilado para ello diez grandes carros.
—Cuando lleguen al puente, tendrán que detenerse para pagar el peaje. Entonces nos precipitaremos sobre ellos —explicó Ducket a sus colegas concejales—. Nadie puede poner en duda nuestra autoridad porque estarán dentro de la ciudad. Mis hombres se harán cargo de los carros, y confiscaremos toda la madera y los acusaremos de presunto robo de bienes. —Ducket sonrió satisfecho—. Cuando Giles Allen regrese, el caso será llevado a los tribunales.
—¿Y si Meredith tuviera razón y ganaran ellos? —preguntó un concejal.
—No importa. El caso podría prolongarse varios años —respondió Ducket—. Entre tanto —añadió sonriendo—, se habrán quedado sin madera y sin teatro. Sospecho que acabarán arruinados.
Entonces, el último día del año, Ducket aguardaba con paciencia junto al puente. Era media mañana y los carros se aproximaban.
El cortejo formado por los carros avanzó hacia Bishopsgate a paso lento. Edmund iba sentado en el primer carro. Al otear el camino que se extendía ante él, no vio nada sospechoso. La vieja puerta fortificada que daba acceso a la ciudad aparecía desierta, atrayente. Desde allí la calzada los conduciría fácilmente hasta el puente. Edmund sonrió.
Poco antes de llegar a la puerta el primer carro giró inesperadamente hacia la izquierda. Al cabo de unos momentos enfiló un camino que conducía fuera de la muralla de la ciudad, hacia una zanja, seguido por los otros carros. Cinco minutos más tarde, con la Torre a unos cientos de metros a su derecha, avanzaron traqueteando por un camino de tierra que, después de cruzar una explanada, conducía al río.
Desde la entrada al Puente de Londres, las heladas aguas del Támesis presentaban un aspecto muy alegre. Río arriba, unos temerarios mercaderes habían montado unos puestos sobre el hielo para crear una pequeña feria. Había una docena de braseros sobre los que asaban castañas y golosinas. Más allá, frente a Bankside, habían despejado una inmensa zona por la que numerosos grupos de jóvenes y niños se deslizaban sobre patines o trineos. Por más que fuera un puritano, el concejal Ducket no oponía reparo a esos inocentes pasatiempos y contempló la escena con satisfacción.
Pero de pronto frunció el entrecejo. ¿Dónde demonios se habían metido esos carros? Hacía tiempo que debían haber llegado. ¿Les habría entretenido algún imbécil en la puerta de acceso a la ciudad? Ducket se sintió tentado de dirigirse a pie hasta Bishopsgate para comprobar qué había ocurrido, pero decidió no hacerlo. Transcurrieron varios minutos. Entonces el concejal miró río abajo.
Los diez carros avanzaban sobre el hielo; se encontraban a varios cientos de metros de la Torre, pero incluso en esa mañana gris, Ducket pudo apreciar todos los detalles. Vio a Meredith sentado en el primer carro. Durante unos momentos Ducket los contempló atónito. Se le ocurrió que tal vez se partiría el hielo. Quizá Meredith se ahogaría. Pero los carros continuaron avanzando.
Poco después, se detuvieron ante el taller de botes de John Dogget, donde Meredith había dispuesto que almacenaran la madera. El concejal observó desde el Puente de Londres, impotente, cómo la descargaban.
1599
El 21 de febrero de 1599, en la ciudad de Londres se firmó un documento que, por fortuna, aún se conserva. Era muy modesto: un simple contrato de arrendamiento en virtud del cual un tal Nicholas Brend, propietario de un terreno en Bankside, cedía los derechos de construir y regentar un teatro. El documento contenía una particularidad: el arrendatario no era una sola persona, sino un grupo de gente, y el contrato estipulaba la parte legal que le correspondía a cada uno. Una mitad del contrato de arrendamiento estaba dividida entre los dos hermanos Burbage; la otra mitad en partes iguales entre cinco miembros de la Chamberlain’s Men. Uno de ellos era William Shakespeare. El nuevo teatro era de propiedad y estaba regentado por una compañía. Dado que el término «accionista» aún no se había acuñado, se utilizó una palabra más doméstica. Shakespeare y sus compañeros inversores eran conocidos como «los inquilinos». El teatro propiedad de la compañía recibió también un nuevo nombre. Decidieron llamarlo el Globe.
Cuthbert Carpenter sabía lo que pensaba su abuela, porque se sentía obligado a visitarla a ella y a su hermana una vez a la semana. Bankside era Sodoma y Gomorra; el teatro, el Templo de Moloc. Pero si, según creía su abuela, Dios lo había predestinado a las llamas del infierno, Cuthbert nada podía hacer al respecto. De modo que se puso a trabajar con ahínco en el Templo de Moloc, lo cual le hizo sentirse más feliz que nunca.
El Globe era una espléndida estructura. Un inmenso tambor cuyo diámetro exterior medía más de veinticinco metros, no era exactamente circular sino, al igual que los otros teatros, poligonal, provisto de casi veinte lados. En el centro había un enorme foso y alrededor de éste tres filas de galerías. El escenario era muy grande, y en la parte trasera se alzaba un muro liso con dos puertas, una a la izquierda y otra a la derecha, por las que los actores entraban y salían del escenario. Detrás de las puertas estaba situado el camarín.
Por encima de la línea de las puertas y ocupando toda la parte trasera del escenario se encontraba la galería de los trovadores, que también era conocida como la sala de los lores. Pues cuando no precisaban música durante una función, a las personas distinguidas les gustaba sentarse allí para contemplar la representación y a la vez ser admiradas por los asistentes.
Sobre la parte trasera del escenario se extendía un pabellón de madera, sostenido por dos recios pilares situados en sus ángulos delanteros. El techo del pabellón, una vez completado y pintado con estrellas, se conocía como «el cielo». A Cuthbert le parecía muy cómico el arnés accionado por una polea que utilizaban cuando un actor debía volar sobre el escenario.
Por último, por encima de la línea del techo, detrás del escenario, se alzaba una torreta desde la cual, los días en que había función, un hombre hacía sonar una trompeta para anunciar a todo Londres que la representación estaba a punto de comenzar.
Así, durante los meses de marzo, abril y mayo, Cuthbert Carpenter trabajó con ahínco mientras el nuevo Globe iba creciendo, hasta completar su techado de paja, y los pintores empezaron a decorar su fachada con ventanas simuladas, frontones clásicos y nichos, de manera que parecía un alegre simulacro de un anfiteatro romano. Y a veces, cuando Cuthbert iba a visitar a su abuela y ésta le preguntaba con aire severo dónde había estado, él la confundía al responder: «Hoy he estado en la sala de los lores. Y creo, abuela, que he visto también el cielo».
A medida que avanzaban las obras del Globe, la compañía aguardaba con impaciencia el momento de inaugurarlo. Todo Londres estaba enterado de la temeraria operación que habían efectuado al trasladar la madera por el río. Tal como habían previsto, Giles Allen les puso un pleito por haberse llevado el teatro pieza a pieza, pero eso sólo sirvió para que aumentara el interés del público. Todos los aficionados al teatro en Londres estaban encantados de ver cómo la Chamberlain’s Men ponía en ridículo al antipático concejal. En la corte, según decían, habían acogido la noticia con regocijo. Incluso la rival Admiral’s Men, estaba de acuerdo: «Les habéis asestado un golpe en nombre de todos nosotros».
En cuanto al edificio y el solar, la compañía estaba convencida de haber elegido bien. La única desventaja —aunque se trataba de un problema sin importancia— era el acceso.
Para llegar andando al nuevo Globe, a menos que uno residiera en Southwark, era preciso cruzar el Puente de Londres. Para los que se aproximaban por el sector oriental de la ciudad, éste era el trayecto más directo; pero para quienes se aproximaban por la parte occidental, el área de los Inns of Court significaba o bien dar un rodeo hasta el Puente, o el gasto de cruzar el río en un transbordador; un grupo de ocho personas tendría que pagar seis peniques para tomar una lancha lo suficientemente grande para llevarlos a todos. «Es posible que perdamos a algunos jóvenes abogados», comentó Fleming a Jane, pero había tantos detalles que resolver que no tenían tiempo de preocuparse por esa minucia.
Para la familia Fleming, la ubicación del nuevo teatro significaba mudarse, y durante abril el padre de Jane empezó a negociar con varios caseros con el fin de alquilar una vivienda adecuada cerca del Globe, pero no demasiado cerca de los burdeles.
Una tarde de principios de mayo, cuando regresaba de inspeccionar una casita que interesaba a su padre, Jane se encontró con John Dogget; y puesto que ninguno de ellos estaba ocupado en esos momentos, se dirigieron juntos al George.
Dogget se mostró risueño y animado como de costumbre. Aunque se habían visto poco desde el otoño, parecía encantado de haberse encontrado con Jane. Cuando ella le explicó que iban a mudarse a Southwark, John sonrió amablemente y comentó:
—Entonces viviréis cerca de nosotros. Me alegro.
Jane comprendió que ella también se alegraba. De hecho, el tiempo que pasó en compañía del joven resultó tan agradable que no se dio cuenta de que habían transcurrido dos horas. Fue un comentario de Jane lo que puso fin a la reunión cuando, al hablar sobre el nuevo Globe, se refirió al gasto que suponía cruzar el río en una lancha. Después de pedir a Jane que volviera a explicarle los pormenores del problema y analizarlos durante unos minutos, Dogget sonrió y dijo:
—Acompáñame. Quiero enseñarte una cosa.
El sol empezaba a declinar, derramando unos rayos rojos sobre el río, cuando llegaron al patio de Dogget. Sorprendida, Jane observó mientras su amigo retiraba un montón de tablas de la parte trasera del taller de reparación de botes. Luego John encendió dos lámparas, las colgó de una viga en el techo y ordenó a Jane:
—Date la vuelta.
Jane le oyó retirar las cubiertas de algo, mientras ella contemplaba el cielo teñido de rojo por encima del río. Luego John dijo:
—Ya puedes volverte.
Pasmada, Jane contempló la forma alargada, reluciente y dorada del tesoro secreto de Dogget. Éste sonrió satisfecho.
—¿Crees que podríamos utilizar esta barcaza para transportar a la gente al Globe?
El joven por fin había hallado un papel digno para la barcaza del rey Enrique.
—Podríamos transportar a treinta personas en ella sin que se hundiera —dijo.
Por espacio de media hora ambos se dedicaron a poner a prueba la embarcación, sentándose de una manera y de otra, riendo alegremente como un par de jóvenes e inocentes conspiradores.
Al anochecer John se ofreció amablemente a acompañar a Jane a su casa.
La obra estaba terminada.
Edmund se había inspirado en la obra de Shakespeare titulada El mercader de Venecia. Un canalla trata de sembrar el mal, pero al fin triunfan las fuerzas del bien. La trama era muy simple. Pero lo que había impresionado a Edmund era el hecho de que el villano de la obra fuera un marginado, pero a la vez un personaje extraordinario. Eso era lo que él necesitaba: un villano insólito, memorable, peligroso no sólo por lo que hacía, sino por lo que era. Un personaje misterioso. Pero ¿quién? ¿Un sacerdote jesuita? ¿Un español? Demasiado obvio. Edmund se devanó los sesos buscando algo original, y de golpe recordó el extraño individuo que le había amenazado dos años atrás en el reñidero de osos: Barnikel el Negro, el pirata.
Un pirata negro. Un moro. ¿Qué podía resultar más extraño, más amenazador? El público no podría apartar los ojos de él.
Edmund convirtió al moro en un ser odioso, grotesco. Tan terrible como Tamerlán, tan astuto como Mefistófeles. Sus parlamentos y monólogos producían un efecto magnífico mientras brotaban de sus labios imágenes siniestras del mal. El moro no poseía una sola virtud que lo redimiera. Por fin, víctima de sus propias artimañas, era juzgado y, después de demostrar que era también un cobarde, era conducido, en medio del desprecio general, a la ejecución. Cuando Meredith dejó la pluma, estaba convencido de una cosa: esa obra lo convertiría en una persona importante.
Esa tarde decidió salir. Y luego decidió hacer algo que no había hecho durante mucho tiempo. Se puso sus calzones de seda, una golilla de encaje blanca y su sombrero de plumas.
Había anochecido cuando Edmund y la dama cruzaron el puente. Ella iba sentada en una silla que transportaban dos sirvientes; él caminaba junto a ella, sosteniendo galantemente una lámpara para iluminar el camino. Se habían encontrado en el teatro, durante una representación ofrecida por la Admiral’s Men, y luego habían ido a cenar a una taberna cercana con un grupo de personas distinguidas. Hasta ese día, Edmund sólo había conocido a su acompañante ligeramente, por ser amiga de lady Redlynch; pero al parecer ella sí lo conocía, pues al verlo en la galería del teatro se había vuelto y comentado con tono arrogante: «Veo, maese Meredith, que os habéis vuelto a vestir como un caballero». Fuera lo que fuese lo que lady Redlynch le hubiera contado sobre él, por lo visto había bastado para que la dama le indicara sin ambages que esa noche su puesto estaba junto a ella.
Se habían detenido un momento a unos cien metros al norte del puente cuando John Dogget y Jane, quienes regresaban del taller de reparación de botes, los vieron.
Si no se hubieran detenido, o si Edmund no se hubiera inclinado sobre la silla cubierta, Jane no se habría fijado en él. Pero al inclinarse, Edmund alzó la lámpara hasta su rostro. No cabía la menor duda. Pese a la distancia Jane distinguió, en el pequeño charco de luz que proyectaba la lámpara, a las dos figuras: Edmund, su hermoso y aristocrático rostro medio en sombras; y la dama, una belleza pintarrajeada diciéndole algo que hizo que Edmund se echara a reír. Jane vio a la dama sacar la mano y coger la de Edmund. Durante unos instantes creyó que Edmund se apartaría. Pero no lo hizo. Jane se detuvo.
La historia se repetía. Nada había cambiado. Jane lo comprendió de inmediato con una profunda amargura.
Dogget no se dio cuenta de que Jane había visto a Edmund y siguió charlando animadamente. Jane se obligó a seguir caminando. Dogget se quedó un tanto sorprendido cuando ésta lo cogió de la mano.
Se encontraban a unos cincuenta metros de Edmund y su acompañante cuando éste se volvió y los vio. Edmund sostenía aún la lámpara junto a sus ojos y no los habría reconocido si no hubiera sido por el mechón de pelo blanco de Dogget. Por la manera de caminar de la muchacha que lo acompañaba dedujo que era Jane.
Edmund dudó un momento. Sabía que ambos eran amigos. ¿Existía entre ellos algo más que él desconocía? ¿Era posible, se preguntó brevemente, que fueran amantes? No. Eso era absurdo. La pequeña Jane jamás haría algo semejante. Dogget simplemente la acompañaba a casa, inocentemente. Pero ¿y él? ¿Se separaría de esa dama ante la puerta de su casa? Edmund pensó en acercarse a ellos. Pero no lo hizo. Temía dar la impresión de estar preocupado por verlos juntos, lo cual era indigno de él. En cuanto a tranquilizar a Jane, la hipocresía del gesto hizo que se sintiera turbado, pues era muy posible que pasara la noche en los brazos de la dama. No. Jane podía pensar lo que quisiera. Un caballero apuesto y educado como él podía hacer lo que quisiera. Además, quizá Jane no lo había reconocido.
Al cabo de un momento, Edmund y la dama se dirigieron hacia la parte oeste de la ciudad, y Dogget y Jane continuaron hacia el norte.
La pequeña comitiva que cruzó el Puente de Londres al cabo de una semana, una soleada tarde, exhalaba un aire festivo. En el primer carro, repleto de trajes, viajaban Fleming y su hijo. El segundo estaba presidido por su esposa. El tercero era un carro abierto cargado con decorados. Cuthbert Carpenter iba montado en él para asegurarse de que no se cayera algún objeto. En el cuarto carro, también cargado con decorados, viajaba Jane, y en el quinto, Dogget.
El contenido de los carros constituía un carnaval. Había un trono, una cama, un cetro dorado, un vellocino de oro; el arco y la flecha de Cupido, un dragón, un león y una boca del infierno. Había la caldera de una bruja, la mitra de un papa, una serpiente y un tronco. Armaduras, lanzas, espadas, tridentes…, los elementos de leyendas, supersticiones e historias. La gente se reía al ver pasar este insólito cargamento, y los que iban montados en los carros saludaban alegremente con la mano.
El Globe estaba listo para ser inaugurado; Fleming tenía su casa en Southwark; y había llegado el momento de trasladar el contenido de su almacén a su nuevo hogar. Ninguno de ellos aparecía más radiante que Jane, pues había tomado una importante decisión.
Estaba aburrida de Meredith. Y en su lugar había elegido a Dogget. Desde que el constructor de botes y ella habían iniciado su relación, Jane experimentaba una extraordinaria sensación de paz y dicha. Estaba impaciente por comunicárselo a Meredith.
Dos días más tarde, Edmund Meredith empezó a tener dudas respecto a su obra. Había pasado más de una semana desde que la había entregado a los Burbage. El tiempo corría y él esperaba angustiado y atormentado por las dudas. Su estado de nervios no mejoró cuando, dos días después de su encuentro con los actores, recibió una visita de William Bull.
—Creo que ha llegado el momento de que vaya a ver a los Burbage —dijo Bull con firmeza—. Quiero que me devuelvan mis cincuenta libras.
—No vayas —contestó Edmund. No podía decirle a William que los Burbage creían que el dinero era suyo—. Es lo peor que podrías hacer —insistió. Se le acababa de ocurrir la inquietante posibilidad de que si los Burbage no creyeran que le debían dinero se negarían a representar su obra.
—¿Por qué?
—Porque —Edmund se devanó los sesos tratando de hallar una respuesta— son complicados. Están llenos de extraños humores. Son saturninos. Malhumorados. El Globe les proporcionará los primeros beneficios que han disfrutado desde hace tres años y tú no eres el único a quien deben dinero. Los he convencido de que te paguen primero a ti —mintió Edmund—. Pero si vas a verlos ahora…, ponte en su lugar, querido primo. Se enfurecerán. Y —añadió Edmund fingiendo indignación— tendrían derecho a hacerlo. —Edmund miró a Bull y alzó un dedo en señal de advertencia—. Corres el riesgo de que te hagan esperar una buena temporada antes de devolvértelo.
Bull parecía indeciso.
—¿Tú crees?
—Estoy seguro —respondió Edmund.
—Muy bien. —Bull suspiró y se levantó para marcharse—. Pero cuento contigo.
—Hasta la muerte —respondió Edmund con un alivio indescriptible.
Al día siguiente, los Burbage le comunicaron que la semana siguiente iban a representar su obra.
El sol matutino estaba todavía pálido mientras Jane aguardó a Edmund junto al Globe, el día antes del estreno de su obra. Iba vestida de verde. Una leve y fresca brisa que soplaba sobre el Támesis alborotó unos mechones de su cabello rojizo. Estaba preparada. Ya no sentía una sensación de triunfo; en realidad, más bien se sentía nerviosa. Pero sabía exactamente qué iba a hacer. Iba a decir a Edmund que había decidido casarse.
Edmund no tardaría en aparecer, porque esa mañana estaba previsto que realizaran el ensayo general de su obra. Los Burbage se habían portado magníficamente; Edmund no podía quejarse. En la puerta del Globe, detrás de Jane, aparecía un cartel donde se leía:
EL MORO
de
EDMUND MEREDITH
Habían impreso y distribuido mil carteles por las tabernas, los Inns of Court y demás lugares donde solían reunirse los aficionados al teatro. Asimismo, habían utilizado a un pregonero para anunciar el estreno de esta obra y otras funciones que tendrían lugar durante las primeras semanas de apertura del teatro.
Jane se había enterado por medio de su padre de que los Burbage habían dudado en representar la obra. Uno de los hermanos deseaba reescribirla. Pero al fin, debido al dinero que debían a Edmund y a los favores que éste les había prestado con respecto al contrato de arrendamiento, habían decidido montarla, pero apresuradamente y durante la pretemporada de verano, cuando aún no habían terminado de instalar el teatro. El motivo era que pensaban inaugurar la temporada teatral en otoño con una nueva obra de Shakespeare.
En cualquier caso, buena o mala, la obra de Meredith ya no le concernía a ella.
Jane se alisó el vestido al ver acercarse a Edmund.
Ese día se había vestido con sencillez. El vistoso atuendo había desaparecido, y no llevaba sombrero. En lugar de su manera habitual de caminar, lenta e indolente, avanzaba dando unas zancadas rápidas, como si estuviera nervioso. Al acercarse a ella, Jane observó que había adelgazado y estaba pálido como la cera. Edmund la saludó con voz queda.
—Hoy es el ensayo general. —Lo dijo como si se tratara de un funeral, con expresión abatida—. Representarán toda la obra.
Con el fin de que sus clientes acudieran con frecuencia, los empresarios teatrales cambiaban constantemente el repertorio. Los actores representaban varias obras a la semana, entre las cuales figuraban viejos éxitos como Romeo y Julieta y obras inéditas que, si no obtenían buena acogida, sólo se representaban una vez. El tiempo de ensayos era muy breve y, tras haber aprendido sus respectivos papeles, en ocasiones los actores no conocían siquiera el tema general de una obra hasta el día del ensayo general.
—¿Qué dicen de mi obra? —preguntó Edmund.
—No lo sé.
—Según tengo entendido —dijo mirando a Jane con expresión esperanzada—, es tan prometedora que han decidido montarla de inmediato.
—Debes de sentirte muy satisfecho.
—Vendrán todos mis amigos. —Edmund pareció animarse un poco—. Rose y Sterne me han asegurado que traerán a veinte personas. —Edmund se abstuvo de decir que incluso había escrito a lady Redlynch para que asistiera a la función—. Pero temo a los espectadores del foso —confesó.
—¿Por qué?
—Porque… —Edmund vaciló unos segundos y Jane observó perpleja que sus ojos reflejaban una expresión implorante—. ¿Y si silban?
Pero antes de que Jane pudiera responder, Edmund le preguntó:
—¿Crees que Dogget o los demás traerán a algunos amigos? ¿Para darme apoyo en el foso?
—¿Quieres que se lo pregunte? —Jane se detuvo. La conversación se deslizaba por unos derroteros distintos de los que ella pretendía. Así pues, se apresuró a cambiar de tema—. Debo decirte algo, Edmund.
—¿Ah, sí? ¿Sobre mi obra?
Jane se detuvo. Edmund parecía tan asustado, tan desnudo, tan diferente del joven arrogante que ella conocía… No, no podía decírselo en ese momento. Podía esperar.
—Todo irá bien —dijo Jane—. Ánimo.
Sintiéndose por primera vez más como una madre que como una amante, Jane se puso de puntillas y lo besó.
—Anda, vete —dijo—. Suerte.
Durante su conversación ni Edmund ni Jane se fijaron en que eran observados atentamente por unos ojos azules. Unos ojos azules que, cuando ambos se volvieron, adquirieron una expresión extraña y velada.
Barnikel el Negro había llegado a Londres dos días antes, y no tenía intención de quedarse mucho tiempo en la ciudad. Debía recoger un cargamento de paño antes de partir de nuevo con su barco. Después viajaría a Portugal, pues un grupo de comerciantes de los Países Bajos lo había contratado para que transportara la mercancía a Portugal. Durante los últimos dos años su vida itinerante lo había llevado a las Azores y a América. Sus visitas a lejanos puertos habían dado como fruto dos hijos, de los cuales nada sabía, y un arca repleta de oro que, por consejo de sus primos de Billingsgate, Barnikel el Negro había depositado a buen recaudo en la caja fuerte del concejal Ducket. Pero había otra cuestión que confiaba resolver en Londres. Había consultado con sus primos, con el concejal Ducket y otras personas que conocía en la ciudad, pero la falta de apoyo que había recibido de éstas había dejado a Orlando Barnikel de muy mal humor.
La tarde anterior se había sentido intrigado al ver en una taberna el cartel que anunciaba la función teatral de El moro. Barnikel recordó su conversación con el joven petimetre durante su última visita a la ciudad y se preguntó si ese Meredith era el mismo que él había conocido. Movido por la curiosidad, esa mañana había ido a echar una ojeada al nuevo Globe y averiguar más detalles. Al ver a Meredith con Jane, recordó de nuevo el rostro de aquél. También recordó haber visto ese día en el reñidero de osos a la muchacha que estaba en ese momento con él. No cabía duda de que se trataba de Meredith. Por lo tanto, Orlando Barnikel dedujo que el protagonista de la obra era él mismo.
¿Qué había dicho aquel petimetre? ¿Que podía convertirlo en un héroe o un villano?
Que todo Londres hablara de un moro como un héroe le venía en esos momentos de perilla, pensó Barnikel el Negro. El joven Meredith podía resultarle muy útil en ese sentido. Pero no deseaba quedar como un villano.
El día estaba nublado mientras la multitud se dirigía hacia el Globe. Una comitiva formada por pequeños grupos de gente cruzaba el puente; en el agua, el nuevo y flamante transbordador de Dogget ya había realizado tres viajes desde el lado norte.
Aunque las aguas del Támesis estaban grises, la antigua barcaza del rey Enrique ofrecía un aspecto espléndido. Sus adornos dorados y escarlatas relucían desde la otra orilla. Sobre el suntuoso camarote, un gallardete que mostraba una imagen del Globe ondeaba airosamente al viento. Seis fornidos remeros, dos de ellos primos de John Dogget, conducían a bordo de la embarcación a treinta pasajeros, a cada uno de los cuales cobraban medio penique. La barcaza ya había sido utilizada para anunciar la apertura del teatro y sus representaciones, para lo que había transportado unos folletos que serían distribuidos desde Chelsea hasta Greenwich.
Desde la torreta situada sobre el techo del Globe, una trompeta había sonado dos veces para anunciar que la función daría comienzo a las dos de la tarde. Las funciones nocturnas estaban prohibidas, pues las autoridades no querían que la muchedumbre anduviera por las calles de noche; incluso estaba prohibido ofrecer representaciones a última hora de la tarde, para que éstas no impidieran a la gente cumplir con su obligación de asistir a los oficios vespertinos. Así pues, el teatro isabelino comenzaba poco después de la comida principal del día, o sea, el almuerzo.
Uno de los barbudos hermanos Burbage se hallaba junto a la puerta, observando al público que entraba en el teatro y calculando la recaudación de la taquilla. La entrada al foso costaba un penique, a la galería, dos peniques. La entrada a la sala de los lores, encima de la parte trasera del escenario, a la cual se accedía por una escalera instalada detrás del camarín, costaba ese día seis peniques. Hasta el momento el teatro estaba medio lleno, ocupado por un total de setecientas personas: no era un desastre, pero a menos que la obra obtuviera una magnífica acogida, no bastaba para garantizar una segunda función. Rose y Sterne, que habían prometido llevar a veinte amigos, se habían presentado con siete. La sala de los lores estaba aún vacía. Lady Redlynch no había ido.
Pero en el camarín se había presentado un problema muy distinto.
Edmund miró desesperado alrededor. Ante él había cinco actores, incluido el hermano menor de Jane. Pero ¿dónde estaban los otros tres? Will Shakespeare se había excusado al comienzo de los ensayos, pero eso era natural, puesto que estaba trabajando en una nueva obra. Pero el día anterior todos habían asistido al ensayo general. «Richard Cowley está indispuesto», informó a Edmund uno de los otros. «Thomas Pope se ha quedado afónico», dijo Fleming. En cuanto a William Sly, desde el día anterior nadie había vuelto a saber de él. Había desaparecido del mapa.
—¿No podríais hacer dos papeles? —les rogó Edmund mientras se devanaba los sesos en busca de una solución.
Al cabo de unos minutos, tras analizar el guión, consiguió, con un par de pequeños recortes, suplir la ausencia de Pope y Crowley; pero a menos que Sly apareciera:
—No podemos hacerlo —declaró Meredith—. Es imposible.
Edmund miró a sus compañeros con aire de impotencia. Su obra, en la que había depositado todas sus esperanzas, destruida por un estúpido imprevisto en el último minuto. Tendrían que devolver al público el dinero de las entradas. Era increíble. Los actores se miraron turbados y en silencio. Hasta que el hermano menor de Jane propuso:
—¿Por qué no haces tú mismo un papel?
Los actores miraron a Edmund con curiosidad.
—¿Yo? —preguntó Edmund perplejo—. ¿En el escenario? —Era un caballero, no un actor.
—Es una idea excelente —terció Fleming.
Todos siguieron observando a Edmund con insistencia.
—Pero si nunca he actuado —protestó confundido.
—Conoces la obra —dijo el pequeño Fleming—. Además, eres el único que puede hacerlo.
Después de una larga y angustiosa pausa, Edmund comprendió que tenía razón.
—Dios mío —murmuró.
—Iré a buscarte un traje —dijo Jane.
En cuanto salió a escena se precipitaron sobre él como una gigantesca ola, lo que lo sorprendió por completo. Edmund los vio a todos bajo la luz diurna que penetraba por el enorme hueco circular en la parte superior del edificio: ochocientos pares de ojos observándolo desde el foso que estaba a sus pies y desde las galerías que lo rodeaban. Cuando se acercaba a un extremo del escenario, algunos espectadores de las galerías casi podían tocarlo. Todos lo miraron expectantes.
Pero no permanecerían así mucho tiempo. Los actores isabelinos tenían que ganarse la atención de los espectadores cada minuto. Si los aburrían, éstos no se contentarían con revolverse inquietos en sus asientos —en cualquier caso los del foso y muchos de los que ocupaban las galerías ya se habían puesto de pie—, sino que empezarían a parlotear. Si los irritaban, abuchearían a los actores. Si los enojaban, una lluvia de nueces, corazones de manzanas, peras, cortezas de queso u otros objetos que tuvieran a mano caería sobre el escenario y sus cabezas. No era de extrañar, por lo tanto, que los prólogos de las obras aludieran a los espectadores, en un intento de amansarlos, como «Amables damas y caballeros».
Pero Edmund no tenía miedo. En la mano izquierda, en un pequeño pergamino enrollado en un palo, llevaba escrito su papel, que Fleming le había entregado discretamente antes de que Edmund cruzara la puerta del escenario. No era inusual que los actores que participaban en una nueva obra llevaran apuntes que apenas eran visibles, pero a Edmund le había parecido un gesto absurdo. No era probable que olvidara el guión de una obra que él mismo había escrito. Mientras aguardaba el momento en que debía intervenir, Edmund echó una ojeada alrededor. Distinguió a Rose y a Sterne y notó el asombro de sus amigos al verlo en el escenario. Más tarde tendría que darles alguna explicación. Edmund observó al actor que hacía el papel del moro. Declamaba pasablemente bien y Edmund comprobó con satisfacción que, al menos hasta ese momento, el público tenía los ojos fijos en el extraño personaje que él había creado, lo que indicaba que había tenido una buena idea. Cuando llegó el momento de que Edmund pronunciara su primera frase, éste sonrió, avanzó unos pasos y respiró hondo.
Nada sucedió. Tenía la mente en blanco. Edmund miró al actor que hacía de moro para que le diera el pie. Pero no lo hizo. Edmund notó que se ponía pálido, oyó a Fleming decirle algo desde la puerta del escenario y, temblando de vergüenza, echó un breve vistazo al pergamino.
«Y bien, Sirrah, ¿cómo está milady hoy?». ¡Cómo podía haberlo olvidado! Era muy fácil. El público empezó a dar muestras de impaciencia tras ese primer tropiezo. No se produjeron abucheos, era tan sólo algo que se palpaba en el ambiente. Pero por fortuna pasó enseguida.
El resto de la primera escena, que no era larga, transcurrió sin contratiempos. Edmund desenrolló discretamente el pergamino que sostenía en la mano izquierda para echarle una ojeada de vez en cuando para evitar volver a quedarse en blanco. Los actores y el público se sentían a gusto.
Los extraños murmullos comenzaron durante el último minuto de la escena. El moro se disponía a pronunciar su primer parlamento importante en el centro del escenario. Era una escena terrorífica y el actor se sentía orgulloso de su actuación. Pero poco antes de alcanzar el clímax de su discurso, algo distrajo la atención del público. Edmund vio un par de manos señalando hacia lo alto, mientras algunos espectadores cuchicheaban entre sí. El parlamento concluyó, no ante un silencio de admiración, sino más murmullos y gestos de asombro. El actor se volvió para abandonar el escenario, perplejo, y entonces lo vio.
Al comenzar la función no había una sola persona en la sala de los lores. Toda la galería encima de la parte trasera del escenario estaba vacía. Pero hacía unos instantes había entrado en ella una figura, que se había sentado en el centro como un juez presidiendo un tribunal, y a continuación se había asomado sobre la barandilla para no perder detalle, de modo que, visto desde el foso, su rostro parecía estar suspendido, como el de un extraño fantasma teatral, por encima del escenario. No era de extrañar que el público se pusiera a murmurar mientras contemplaba estupefacto aquella insólita aparición.
Pues el rostro era negro, como el del moro.
—Es él, estoy segura —dijo Jane, que fue la primera que salió a inspeccionar al desconocido negro desde la galería—. Tiene los ojos azules —añadió.
Raras veces había intervalos entre los actos. El segundo ya había comenzado y Edmund tenía que volver a salir a escena en unos minutos. Mientras él y Jane se miraban arrobados, ambos recordaban perfectamente la conversación que habían mantenido con el moro. ¿Adivinaría éste que Edmund se había inspirado en él para escribir su obra? Sin duda.
—¿Qué aspecto tiene? —preguntó Edmund un tanto nervioso.
—No lo sé —contestó Jane—. Se limita a contemplar el espectáculo.
—¿Qué debo hacer?
—No le hagas caso —le recomendó Jane.
Al cabo de unos mintuos, Edmund compareció de nuevo ante el público.
Aunque le costó no alzar la vista para contemplar el rostro negro que asomaba por encima de la parte trasera del escenario, Edmund logró concentrarse en su papel y lo representó sin mayores problemas. El primer delito grave del moro —robo y violación— estaba a punto de producirse. Los espectadores siguieron el desarrollo de la escena con atención y los actores se sentían cada vez más confiados.
¿Qué motivos había por tanto para que Edmund, hacia el fin del segundo acto, empezara a sentirse incómodo? La obra contenía numerosas escenas de acción. La personalidad y los crímenes del moro eran horrendos. Pero a medida que transcurrían los minutos, la sensación aumentó: el interés de la obra empezaba a decaer.
Entonces llegó el tercer acto. Conforme las perversas acciones del pirata africano alcanzaban cotas sin precedentes, su lenguaje iba también subiendo de tono. A Edmund le pareció que las ingeniosas declaraciones que con tanto esmero había redactado sonaban pomposas y huecas; notó que el público empezaba a impacientarse. En un lugar y en otro percibió murmullos de desaprobación. Al alzar los ojos hacia la galería vio a Rose murmurando algo al oído de Sterne. A medida que el acto se acercaba a su fin, Edmund se esforzó por hallar la manera de salvar la función. Era preciso que ocurriera algo nuevo y sorprendente a comienzos del acto siguiente. Pero, con un sudor frío en todo el cuerpo, Edmund comprendió que aún quedaban otros dos actos, y que ambos eran igual de insulsos. La obra no tenía corazón, ni alma.
Jane también se encontraba entre el público, pero si la joven dejó de concentrarse en lo que ocurría sobre el escenario, fue por un motivo muy distinto.
Qué aspecto tan extraño tenía ese hombre. Una y otra vez, cuando Jane lo observó desde la galería, su atención se desvió de la trama para centrarse en el rostro que la había inspirado.
El individuo no se movió, ni siquiera entre un acto y otro. Parecía una figura tallada en madera. Su rostro era una máscara impenetrable. Como todos los isabelinos, Jane no tenía la certeza de que los negros fueran seres humanos. Pero al mirarlo, le pareció distinguir algo noble en ese semblante negro e impávido.
¿Qué estaría pensando? El actor que daba vida al protagonista, una exagerada caricatura de su condición, exhibía su villanía ante el público. ¿Sería él mismo un canalla? Jane recordaba todos los detalles que le habían llamado la atención el día que lo había conocido en el reñidero de osos: su cuerpo ágil como el de una serpiente, la sensación de peligro que emanaba, su puñal. Al contemplarlo en ese momento Jane comprendió que podía ser peligroso. Con todo, sus ojos dejaban entrever una expresión de tristeza.
Estaba previsto que Jane regresara al camarín después del tercer acto; pero permaneció sentada en la galería, observando al desconocido. ¿Qué estaba pensando? ¿Y qué se proponía hacer?
El cuarto acto: a los pocos minutos Edmund se dio cuenta de que estaba en una situación comprometida. Las canalladas del pirata negro iban en aumento, pero los espectadores se habían acostumbrado a él, habían descubierto la trampa que contenía la obra y ésta había dejado de interesarles. ¿Empezarían a silbar y abuchear?, se preguntó Edmund. Pero el público estaba de buen humor. Como sabían que era la primera obra de teatro que había escrito, decidieron mostrarse benevolentes con el autor. Hacia el fin del cuarto acto, casi como un gesto de apoyo, cada vez que salió el moro a escena se oyeron unos silbidos y abucheos. No obstante, al comenzar el último acto Edmund notó que el extraño negro que se hallaba sentado en la parte trasera de la galería inspiraba a algunos espectadores más interés que la obra.
Orlando, a solas en la sala de los lores, siguió con atención el desarrollo de la obra. Vio a todos y los comprendió, pero no permitió que lo turbaran.
Había pagado seis peniques para ocupar un asiento en la sala de los lores, más que cualquiera de ellos. Supuso que era más rico, probablemente más que cualquiera de los asistentes. Había pagado, confiando en verse representado como un héroe.
No cabía duda de que él era el protagonista de la obra. En cuanto llegó, observó que los espectadores lo señalaban y percibió sus murmullos y cuchicheos complacido. La primera escena confirmó esa sensación. El moro de la obra era el capitán de un barco y un personaje importante. Los dramaturgos, según supuso Orlando, sólo escribían obras sobre reyes y héroes. «Pero ya que estoy sentado aquí —pensó—, presidiendo esta función que versa sobre mi persona, será mejor que me asome y deje que la gente contemple mi rostro».
Al llegar el segundo acto Orlando empezó a comprender la trama y al comenzar el tercero ya no tuvo la menor duda. Había asistido a pocas representaciones teatrales, pero era evidente que este moro era un villano. A medida que se desarrollaba el cuarto acto, Barnikel el Negro empezó a experimentar indignación y luego una intensa furia. ¿Alguna vez había oído ese falso bucanero el rugido de los cañones, había conocido la fuerza de un temporal, se había enfrentado a la muerte o a una tripulación amotinada? ¿Habría sido capaz de tripular un buque en medio de una tormenta mientras las olas se precipitaban sobre uno con un estrépito ensordecedor, o de matar a un hombre a sangre fría porque debía hacerlo, o adivinar siquiera lo que significaba desembarcar después de haber pasado seis semanas en alta mar y estar en los brazos de una cálida y sensual belleza en un puerto africano? Y, precisamente porque no era un hombre culto, sólo él, el capitán moro, fue el único de todo el público que comprendió, de manera tangible y cabal, la vulgaridad de la deleznable obra de Meredith.
Entonces Barnikel el Negro recordó de nuevo lo que Meredith le había dicho: «Con mi pluma puedo convertiros en lo que quiera. Quizás un héroe o un villano, un sabio o un tonto». De modo que éste era el poder de la pluma del joven petimetre. Creía tener el poder, en ese círculo de madera, de transformarlo no sólo en un villano, sino de hacerlo parecer despreciable.
Con el rostro todavía impertérrito, Orlando apoyó la mano en la empuñadura de su daga.
Los espectadores estaban cansados. Al comenzar el quinto acto, no resistieron más. Es probable que la obra fuera mala, pero al menos podían divertirse un poco. Cuando el moro, al tratar de cometer su crimen más horrendo y espectacular, cayó en una trampa y fue apresado, a lo que inevitablemente seguiría su juicio y ejecución, el público miró a los actores pensando en la mejor manera de empezar.
Al ver a los villanos en escena, y el extraño rostro semejante a una máscara del negro asomando por encima de la barandilla de la sala de los lores, a un espectador de la galería se le ocurrió exclamar:
—¡Ahorcad a ese diablo! ¡Y al otro también!
Era una magnífica ocurrencia. El público aplaudió complacido. Por fin ocurría algo interesante. Un actor que finge ser un moro mientras un moro auténtico, cual un espíritu que preside, permanece inmóvil detrás de él.
Las siguientes frases fueron no menos ingeniosas.
—¡Al actor no! ¡Ahorcad al moro!
—¡Alguien debe pagar con su vida por habernos endilgado esta función!
—Son socios. ¡Ahorcadlos a los dos!
Si el foso vio el aspecto burdo de la situación, la galería percibió sus connotaciones más sutiles.
—No ahorquéis al moro, ahorcad al autor. Lo criminal es la obra.
—No —explicó un petimetre al público—. La obra no es aburrida. Es una historia real. El auténtico villano es ése —dijo señalando a Orlando Barnikel.
Los espectadores no pudieron contenerse. Reían a mandíbula batiente. Durante unos momentos los actores tuvieron que suspender la representación.
Barnikel el Negro permaneció inmóvil. Su rostro seguía siendo una máscara. En ese momento empezaron a lanzar objetos. No pretendían hacer daño; no arrojaron objetos peligrosos. Tan sólo nueces, cortezas de queso, unos corazones de manzanas, una o dos cerezas. No lo hacían de mala fe. Es más, a fin de no cubrir de ignominia a los actores y al joven dramaturgo, el público arrojó sus misiles contra el moro sentado en la sala de los lores, quien, según ellos, constituía un excelente blanco para sus inocentes bromas y quien, en cualquier caso, había inspirado la obra. Al cabo de un momento, uno de los hermanos Burbage hizo que los actores salieran de nuevo al escenario y ordenó al payaso que iniciara la acostumbrada giga. El público se sentía tan satisfecho de su propio ingenio que lo recibió con sonoras y cálidas muestras de aprobación.
Así terminó la obra de Meredith.
Barnikel el Negro no pestañeó: no movió un músculo de la cara ni parpadeó ante la lluvia de misiles. Jamás se había arredrado, ni siquiera cuando volaban las balas de los cañones en alta mar. Las nueces, las frutas y las cortezas de queso le inspiraban tanto asco como quienes se las arrojaban. Sentía un desdén profundo y visceral hacia esas gentes, tanto la que ocupaba el foso como la galería.
Sin embargo, Meredith había hecho un buen trabajo. Orlando había ido a presenciar una obra sobre su persona y había contemplado una caricatura. Todo Londres lo consideraba en ese momento no un rico y audaz capitán, tal como deseaba él, sino un villano; y, peor aún, un individuo despreciable.
Lo peor era la sensación de desolación, la desolación de un hombre que, aunque ha alcanzado todas las metas posibles, descubre que siempre lo despreciarán; y que, tal como le habían insinuado sus primos de Billingsgate dos días antes, durante la conversación que habían mantenido, incluso en la ciudad que él consideraba su hogar, siempre sería un marginado. La suya era la suerte del marino al que jamás le dispensan una afectuosa bienvenida.
¿Qué quedaba entonces? La única cosa que poseía en realidad: su honor. Meredith se había atrevido a ofenderlo. Él había matado a hombres por motivos más nimios que ése. Barnikel el Negro abandonó el teatro sigilosamente y en silencio.
Jane acompañó a Edmund de regreso al Staple. No podía abandonarlo en esos momentos. Lo cogió del brazo y le proporcionó tanto calor como pudo.
—¿Tan mala es? —Edmund no había despegado los labios hasta llegar al puente.
—Algunas escenas eran muy buenas.
Edmund no volvió a pronunciar palabra hasta que salieron de Newgate.
—El público se mofó de la obra.
—No. Se mofaban del moro en la sala de los lores. Eso fue lo que provocó su hilaridad. No tu obra.
—Quizá —contestó Edmund entre dientes—. ¿Adónde habrá ido?
—Quién sabe.
Cuando llegaron al Staple, Jane lo abrazó y le dio un prolongado beso. Más tarde se alegraría de haberlo hecho. Luego regresó a casa lentamente.
Barnikel el Negro observó a Jane, como lo había hecho desde que ella y Meredith habían salido del Globe. Luego contempló con aire pensativo la elevada fachada de madera del Staple.
Al día siguiente, al anochecer, la oscura figura y los dos marineros pasaron al ataque. Lo hicieron con gran habilidad. Habían estado un buen rato esperando. Envolvieron el cuerpo en una pequeña vela y se lo llevaron rápidamente.
Al poco rato comenzaron a remar aguas abajo hacia el barco de Barnikel el Negro, que zarpó antes del amanecer con marea menguante.
El grupo que se reunió al día siguiente en casa de Fleming estaba desolado. Era un asunto inexplicable. No había mensaje alguno. Nadie había visto nada. No había ni rastro del cadáver. Los concejales, que habían sido informados, ya habían ordenado una búsqueda. El concejal Ducket, aunque no sentía simpatía por esa gente, se comportó con cortesía e incluso amabilidad y había acudido personalmente para informarles de que, hasta ese momento, los oficiales de orden nada habían encontrado. Ni Dogget, ni Carpenter, ni los hermanos Burbage eran capaces de ofrecer una solución.
La brisa soplaba desde el sudoeste, de manera que el barco navegaba a buen ritmo por el estuario. A media mañana llegaron al último recodo del río; y a primeras horas de la tarde alcanzaron la amplia embocadura del río Medway a su derecha, mientras que a su izquierda la lejana costa de East Anglia comenzó a dibujar una gigantesca curva y, al atardecer, desapareció tras el horizonte.
Jane se hallaba en cubierta y aspiró el aire fresco y salado.
Había sido un secuestro, sin duda. Pero, tal como ella lo veía, Barnikel el Negro no corría un gran riesgo. ¿Quién iba a sospechar? Y aunque lo hicieran, ¿qué podían hacer al respecto? Pronto alcanzarían alta mar. A fin de cuentas él era un pirata, pensó Jane sonriendo con tristeza.
El plan original de Orlando Barnikel, al llegar a Londres, consistía en buscar esposa. Estaba cansado de las mujeres que conocía en los puertos donde recalaba. Poseía suficiente dinero para afincarse donde le apeteciera; y, con frecuencia, mientras surcaba los remotos mares, pensaba en su pelirrojo padre y en sus fornidos y joviales primos de Billingsgate y pensaba cuánto le gustaría encontrar esposa en la única ciudad del mundo que consideraba su hogar.
Los Barnikel de Billingsgate le habían insinuado con tacto que ninguna chica londinense, por humilde que fuera, accedería a contraer matrimonio con un moro. «Tengo dinero», había protestado Orlando. En algunos puertos mediterráneos había mujeres que habrían estado más que dispuestas a casarse con él. Pero los pescaderos habían meneado la cabeza. «Eres nuestro primo y siempre lo serás —le habían explicado magnánimamente—. Pero casarte…». El concejal Ducket también le había advertido que no era empresa fácil.
Orlando había confiado brevemente en que la insólita obra teatral lo presentara bajo una luz más favorable, al menos lo suficiente para impresionar a alguna muchacha. Pero eso también había sido una amarga quimera.
Así, mientras pensaba en si debía matar o no a Meredith, Orlando había llegado a otra conclusión. ¿Por qué dar a esos londinenses, que lo despreciaban, la oportunidad de colocarle un día una soga al cuello? Su furia, su dolor y su honor acaso exigieran la muerte de Meredith, pero él no habría conseguido todo cuanto poseía sin utilizar la astucia. Podía castigar al joven de otra manera, y a la vez resolver su propio problema. En dos ocasiones había visto juntos a la joven pareja y había notado lo enamorados que estaban: robaría a la mujer de Meredith.
En cuanto al problema de secuestrar a la muchacha, si algún día él regresaba a Londres… «Ella declarará que me acompañó voluntariamente, suponiendo que regresemos alguna vez», aseguró Orlando al contramaestre. Tenía la suficiente experiencia para afirmarlo categóricamente.
Jane, que no se hacía ilusiones acerca de lo que iba a suceder, contempló el horizonte del este y, tras haberse resignado a la suerte que la aguardaba, experimentó una extraña emoción a medida que el barco se adentraba en alta mar. Pensó en sus padres, en Dogget y en Meredith con afecto, y luego, deliberadamente, desechó esas imágenes de su mente y dejó que se las llevara el viento.