Capítulo III
La identidad y la vida

La verdad es un tipo de error, sin el cual

una determinada especie de seres vivos no

podría vivir. Lo decisivo en último término

es su valor para la vida.

Nietzsche, La voluntad de poder

Antes de entrar en el tema de este último capítulo —la inutilidad biológica de la identidad personal—, no me parece ocioso recordar dos argumentos que no he mencionado hasta ahora y que bastan, en mi opinión, para demostrar la dificultad de forjar una concepción mínimamente coherente de la identidad personal.

En primer lugar, esta identidad es un objeto invisible, ya que es imposible observarlo: los demás sólo pueden percibirme exteriormente y a mí me falta la distancia mínima necesaria para percibirme. La introspección, que significa literalmente “observación de uno mismo”, es una contradicción en los términos: un “yo” no puede tomarse como tema de estudio, del mismo modo que una lente telescópica no puede tomarse a sí misma como objeto de observación. Es notable, por lo demás, que la palabra introspección —salvo cuando designa un análisis del propio pensamiento y una observación de los demás, como en Montaigne y Descartes— se use en la mayoría de los casos para designar una operación inversa a la que parece definir: terreno abonado para el narcisismo, la introspección se presenta por lo general como una ofrenda complaciente de la propia persona a la mirada ajena. Con la salvedad de los casos mencionados anteriormente, se trata de un discurso exhibicionista y de la peor especie, por cuanto a fin de componer un rostro para consumo externo, incorpora la impostura de pretender limitar su interés por la observación de sí mismo. El deseo de ser visto se disfraza, en definitiva, de intención de conocerse a sí mismo. Menos sincera en este punto que el simple narcisismo, que tiende a atraer sin disimulos la atención del otro sobre la propia persona, la introspección narcisista finge observarse sólo para sí mismo, en virtud de una ceguera que es justamente lo que irrita de esta forma inconsciente de narcisismo, por una razón que Pascal supo desentrañar (y que vale para cualquier tipo de ceguera): «¿Cómo se explica que un cojo no nos irrite y sí lo haga un espíritu cojo? Porque un cojo reconoce que nosotros caminamos derechos, mientras que un espíritu cojo dirá que somos nosotros los que cojeamos.[42]» La introspección narcisista irrita porque es una forma de narcisismo que no es consciente de serlo, del mismo modo que el espíritu cojo evocado por Pascal no es consciente de ser un espíritu cojo. La introspección se niega siempre a sí misma pero es imposible conseguir que cobre consciencia de esta contradicción.

En cuanto a las razones profundas que permitirían explicar la naturaleza de la irritación que suscita la falsedad de espíritu y, de forma más general, la inconsciencia, renuncio a proponer una interpretación racional, ya que no he logrado hasta ahora formarme una idea clara al respecto.

El otro hecho que determina la infructuosidad del proyecto de un conocimiento de sí mismo, necesario para la constitución de una identidad personal, es el carácter singular del yo, carácter que evidentemente vale también para los demás, así como para cualquier cosa del mundo. Tal como piensa Aristóteles con razón, no hay ciencia sino de lo general y no tenemos ningún conocimiento de lo particular, aun cuando ese particular sea específico y pueda por tanto arrogarse cierta generalidad: así, es imposible describir el sabor de un camembert, aunque existan un sinfín de camemberts, en la medida en que es un sabor singular y diferente al de cualquier otro queso. En cuanto objeto existente y consumible, el camembert posee por así decir una cierta “identidad personal” que perciben y aprecian sus aficionados (una identidad que resulta ciertamente más reconocible que cognoscible y descriptible). Pero esta particularidad no ofrece ningún argumento válido a favor de su identidad personal, que supone una percepción de su propio yo y de su propia singularidad, elementos ambos de los que carece de forma evidente. Pero supongamos por un momento que, por una metamorfosis prodigiosa, este camembert se convierta en un camembert sabio, dotado de pensamiento y sensibilidad a imagen del hombre. Sería entonces capaz de identificar, sin duda alguna, el sabor de los demás quesos, sentiría incluso la dureza de los dientes que lo devoran. Pero no avanzaría ni un palmo en el conocimiento de su identidad personal, ya que se revelaría incapaz de reconocer su propio sabor. A lo sumo, podría reconocer (no conocer) el sabor de sus congéneres camemberts, igual que la madre foca reconoce a su bebé foca o un lobo a otro lobo de su manada, por su olor particular y singular. Tampoco en la obra de Lucrecio la vaca se deja engañar con respecto a la identidad de la cría que ha perdido: «Ni las hierbas lozanas con rocío, ni los tiernos sauces, ni la orilla amena de ríos espaciosos la deleitan, ni le infunden olvido de su pena; ni por risueños pastos el aspecto de los demás becerros la distraen y la alivian del cuidado: ¡Tan propio y conocido es lo que busca![43]» Pero nos topamos una y otra vez con el mismo escollo: nuestro camembert sabio, como la vaca que describe Lucrecio, adquiriría indudablemente una identidad social —o de clan—, no una identidad personal.

En cuanto a la inutilidad biológica de la sensación de identidad personal que mencionaba al principio de este capítulo, la definiría a partir del hecho de que, aun suponiendo que el sentimiento de identidad personal exista y no sea una mera fantasía, resultaría de todas formas inútil para el ejercicio de la vida no sólo en el caso de las especies de animales socialmente organizadas, que manifiestamente se conforman con la identidad o el rol social, sino que también para el hombre, especie animal que se distingue de todas las demás especies conocidas por su facultad de conciencia, en particular conciencia del tiempo, de memorización y, en general, de pensamiento. Lo que quiero decir es que los datos que el individuo humano recaba sobre sí mismo por medio de su identidad social le bastan con creces para llevar su vida personal, tanto pública como privada. No necesito remitirme a un sentimiento de identidad personal para pensar y actuar de manera particular y personal, cosa que sucede de todas formas por sí sola, si se me permite expresarlo así. Pienso incluso que la preocupación o la inquietud que conducen a interrogarse sobre la propia persona y sobre lo que ésta pueda tener de inalienable juega un papel más bien inhibitorio en la realización de la propia personalidad. Las preguntas del tipo “¿Quién soy realmente?” o “¿Qué hago exactamente?” siempre han sido un freno tanto para la existencia como para la actividad. Me parece que ese hecho es patente y que afecta, por lo demás, a todas las formas de existencia y de acción. Sólo soy Napoleón en la medida en que me cuido bien de no preguntarme jamás quién pueda ser ese Napoleón que soy. Del mismo modo, si estoy nadando y de repente me pregunto en qué consiste la natación, me voy a pique. Si me pregunto en qué consiste el baile mientras estoy bailando, me voy al suelo. Si soy Stravinsky, y cuando estoy trabajando me pregunto de improviso quién es Stravinsky y en qué consiste su estilo, la partitura que estoy componiendo se interrumpe al punto. En resumen, el ejercicio de la vida implica cierta inconsciencia que podríamos definir como una despreocupación por el “en cuanto a sí”. Tal vez algunos lectores recuerden la divisa inscrita antaño en las básculas públicas: «Quien se pesa a menudo, se conoce bien. Quien se conoce bien, se encuentra bien.» Yo tendería a invertir los términos de este adagio. Quien se examina a menudo no avanza nada en el conocimiento de sí mismo. Y cuanto menos se conoce, mejor se encuentra.

Resulta difícil, en efecto, imaginar qué función biológica y qué utilidad para la propia vida podrían atribuirse al sentimiento de identidad personal. Ninguna de las dos funciones esenciales del ser humano en tanto que ser vivo, la conservación y la reproducción —por diferentes que puedan ser en el ser humano, que las ejerce de modo mucho más complejo que los animales superiores menos alejados de él— la requieren. De forma general, la elaboración del deseo en el hombre no responde a las órdenes de una única instancia, derivada precisamente de una supuesta identidad personal, sino que resulta de una maquinaria muy compleja, compuesta por tendencias múltiples, diversas y a menudo opuestas que Gilles Deleuze y Félix Guattari han intentado analizar en algunas páginas del Anti-Edipo[44]. El deseo, ya se trate de su forma más elemental, como el deseo de comer tal o cual plato o —con mayor razón aún— de otras formas de deseo, es siempre demasiado heterogéneo para dejarse caracterizar en función de las disposiciones particulares de un individuo, que en su conjunto constituirían lo que se llama erróneamente su identidad personal. ¿Qué más se podría sacar a colación para justificar una eventual utilidad biológica de la identidad personal en el caso del ser humano? ¿Una función intelectual que desempeñe algún papel en el hecho, específicamente humano, del pensamiento? No se ve qué relación de causa-efecto podría darse aquí. Del hecho de que “yo pienso” puede seguirse que “yo soy”, pero no que “yo soy uno”. ¿Una función de cohesión y de síntesis? Sin embargo, ya hemos visto a lo largo de este estudio que su mejor garante era precisamente nuestra identidad social.

Están en juego aquí tanto el personaje novelesco como la persona a secas (sin este parecido, el personaje novelesco no pasaría de ser un personaje falso y estático, como ocurre en muchos libros malos): ninguno llega a constituir la unidad de una identidad personal, sino una suma aleatoria de cualidades que se le reconocen o no al albur del humor de quienes le rodean. Lo que hace las veces de la identidad es pues un puzzle social, que es tan abigarrado como inexistente la imaginaria unidad que debería sostenerlo, como apunto Proust al principio de En busca del tiempo perdido a propósito de Swann: «No somos un todo materialmente constituido, idéntico para todos, y que cualquiera puede consultar sin más como un pliego de condiciones o un testamento; nuestra personalidad social es una creación del pensamiento de los demás.[45]» Pero no es menos cierto que, desde el punto de vista del yo, esta personalidad social es el registro más seguro que podamos consultar para cerciorarnos de la consistencia y de la continuidad de este yo.

Puesto que he hablado del personaje novelesco, aprovecho para subrayar el carácter engañoso del título que Robert Musil dio a su famosa novela, “El hombre sin atributos”[46] (Der Mann ohne Eigenschaften). Y es que el héroe llamado Ulrich es menos una identidad personal privada de cualidades que una ausencia de identidad personal cuajada de cualidades, como ha observado Jean-Pierre Cometti: «A la idea de un “hombre sin cualidades” corresponde necesariamente “un mundo de cualidades sin hombre”; de modo que no puede sorprender que esas cualidades, como tantas otras cosas, sólo se fijen de modo relativamente accidental sobre el yo de las personas a las que, con todo, permiten “calificar”.[47]»

Si la creencia en una identidad personal es inútil para la vida, resulta en cambio indispensable para toda concepción moral de la vida y, en particular, para la concepción moral de la justicia, basada no en la sanción de hechos sino en la apreciación de intenciones (cabe apuntar que tales “intenciones” constituyen una noción tan vaga e impenetrable como la de identidad personal). Por esa razón, todos los filósofos de obediencia moral han sostenido siempre contra viento y marea, unguibus et rostro, el credo del libre arbitrio, es decir, el dogma de una identidad personal responsable no sólo de sus actos sino también —y sobre todo— de las intenciones que supuestamente las originan: entre ellos, Kant, Sartre o incluso Paul Ricoeur, quien se propuso defender, en un libro relativamente reciente[48], lo que llama, de manera deliciosamente polisémica el “mantenimiento de sí”. No hay que olvidar que uno es una persona responsable… como tampoco hay que olvidarse de caminar bien derecho.

En las antípodas de estas concepciones utópicas, invocaré el epitafio de Martinus von Biberach, —aunque podría citar en este punto también a Hobbes o Spinoza— que ya cité al final de La fuerza mayor:

Vengo de no sé dónde,

Soy no sé quién[49]

Muero no sé cuándo,

Voy a no sé dónde,

Me asombro de estar tan alegre.

«Me asombro…» Y en efecto hay algo de asombroso. Pues los condicionantes de la alegría de Biberach son exactamente los mismos que habitualmente producen en los hombres un efecto diametralmente opuesto: ignorancia de sí, vejez y muerte. Pero esto es justamente lo que tienen de sorprendente —y de aparentemente paradójico— las razones para alegrarse o deprimirse: que son rigurosamente idénticas. De modo que la tristeza y la alegría no son más que las dos caras de una misma moneda. De ahí que sean tan próximas. En efecto, la alegría real no es más que una visión lúcida, pero asumida, de la condición humana; la tristeza es la misma visión, pero consternada. La alegría es pues lo que Spinoza habría llamado un “modo activo” de la tristeza e inversamente la tristeza puede describirse como “modo pasivo” de la alegría. Cuanto más profunda es la tristeza, más intensa es la alegría que la supera. Cuanto mayor es la alegría, más grande también la pena que la acompaña como su sombra (da fe de ello el gran número de autores festivos que terminaron sus días en un estado depresivo incubado mucho tiempo atrás, como Feydeau o Donizetti). F. S. Fitzgerald describió perfectamente el fenómeno en el último de sus textos, El Crack Up, donde atribuye la depresión que lo había llevado a varios intentos de suicidio a un exceso casi anormal de alegría de vivir: «A menudo, mi propia felicidad se acercaba tanto al delirio que no lograba compartirla siquiera con la persona más querida; necesitaba agotarla paseando por calles y callejas tranquilas y en mis libros apenas se destilaban algunos fragmentos en unas líneas, y creo que mi felicidad, o mi capacidad de ilusión, como se la quiera llamar, era una excepción. No era algo normal sino más bien algo anormal —tan anormal como la era de Prosperidad— y existe un paralelismo entre la experiencia por la que he pasado y la ola de desesperanza que sacudió al país cuando la Prosperidad tocó a su fin.[50]»