A los Mongiens, que me informaron de mi existencia
Marc Wetzel, Marcel Cogito
El paliativo más común para esa falta de ser de la identidad personal es la adquisición de una identidad prestada. Sólo la imitación de otro permite que mi personalidad se constituya; es por otro lado la mejor forma de que funcionen las cosas y la más normal —al menos según la psicología y el psicoanálisis— en los albores de la vida y de la infancia. En los primeros años de su existencia, el niño sería incapaz de forjarse una personalidad si no tomara como modelo a alguien (por lo general alguno de sus padres), cuyo comportamiento imita y que le sirve, en todos los sentidos del término, como “tutor”; de otro modo, ninguna de sus múltiples tendencias llegaría a cristalizar en la unidad de una persona y a conformar la estructura de un yo, aunque ese yo sea al principio una copia de otro. Copiad, y si copiando lográis ser vosotros mismos, es que tenéis algo que decir. Algo así les habría aconsejado Ravel a sus pocos alumnos. Se podría tomar la fórmula en un sentido más amplio y aplicarla a la psicología en general: copiad, y si copiando seguís siendo vosotros mismos, habréis logrado forjaros una personalidad, aquello de que está hecho (al menos en apariencia) un yo. En ese sentido, los misteriosos “mongiens” mencionados por Marc Wetzel en el epígrafe que abre su libro Marcel Cogito, publicado en 1992 por la editorial Quintette, no se limitan a informarme de mi existencia. Sencillamente la constituyen.
Pero esta imitación de otro puede persistir asimismo —y es el caso más frecuente— hasta la edad adulta. El otro que me ha formado es como el Dios de Descartes, que debe seguir creando el mundo sin cesar, de acuerdo con la teoría cartesiana de la “creación continua”: si deja de actuar, el mundo deja de existir. Del mismo modo, ese otro en quien me inspiro debe seguir influenciándome en todo momento: si se interrumpe su influencia, dejo de existir. Salvo en el caso, naturalmente, de que su influencia —es también lo que suele ocurrir— se desvanezca a favor de la de otra persona: en tal caso, mi yo no deja de existir, pero se ve alterado en mayor o menor medida. Sin embargo, cambie o no mi yo —o lo que considero como tal— nunca dejará de ser un yo prestado. Incapaz de existir por mí mismo, tomo prestada de otro su identidad, adopto su yo y en cierto modo “le tomo el pelo”, aunque en un sentido muy distinto, incluso diametralmente opuesto, al de la expresión coloquial. Se observará que esta operación entraña una paradoja parecida a la paradoja del diccionario, donde cada palabra se define por medio de otra, que a su vez remite a una tercera y así hasta el infinito, a menos que finalmente nos veamos remitidos al fin —un caso tan común como gracioso— a la palabra de partida (A = B = C = D =… A). Lo mismo ocurre con el yo que tomo prestado pues, al ser también él un yo prestado, me veo reducido a imitar a x, quien imita a y, quien imita a z, etc.
En Memoria romántica y verdad novelesca[17], René Girard ha cuestionado —y es uno de los pocos escritores modernos que lo ha hecho— la autonomía del yo, que considera ilusoria y de origen cartesiano (y constituye a sus ojos la esencia de la “mentira romántica”), y ha afirmado su afiliación constante a la supuesta autonomía de una persona (afiliación que revela la “verdad novelesca”). Esta negación de la autonomía del yo queda ilustrada por la imposibilidad de desear si no es por mediación de los deseos de otro, a quien René Girard llama el “mediador del deseo”: el yo siente tal admiración por él que llega a adoptar sus elecciones y deseos. Sólo soy capaz de desear lo que desea otro prestigioso, igual que le sucede a Don Quijote, que en la novela de Cervantes no era capaz de admirar nada que no hubiera admirado ya Amadís de Gaula. Evidentemente, esta falta de autonomía del deseo recubre una falta de autonomía a secas: si el yo es incapaz de desear por sí mismo, es simplemente porque no hay yo, es decir, un ser libre en cuanto a sus elecciones, decisiones, y deseos. René Girard escribe precisamente que «Don Quijote ha renunciado, a favor de Amadís, a la prerrogativa fundamental del individuo»[18]. Por mi parte, diría más brutalmente que Don Quijote ha renunciado a la ilusión de la individualidad y de la identidad personal. Y quiero subrayar, a propósito, que Don Quijote justifica a su vez su galería de locuras por una intuición que, bien analizada, resulta tan profunda como pertinente. El espíritu del encantador Merlín, invocado por Don Quijote para explicar retrospectivamente cada una de sus falsas hazañas, así como los muy reales estragos que provocan, constituye en definitiva un mero añadido. Por lo demás, si no me equivoco, no habría tal mago Merlín sin Amadís de Gaula, que da fe de su existencia y de sus calamidades.
Mucho antes que René Girard, un personaje de las Memorias de un cazador de Turgueniev declaraba lo siguiente, atestiguando una vez más la pertenencia al otro de la propia personalidad, limitada siempre a la imitación: «Me parece haber sido creado y traído al mundo únicamente para imitar a alguien. ¡Palabra de honor! Vivo copiando los diversos autores que he leído, vivo con el sudor de mi frente. He estudiado, he amado, me he casado, por así decir, en contra de mi voluntad, como si cumpliera un deber o aprendiera una lección. ¡Sólo Dios lo sabe!»[19] Doy fe de todo ello; pero merece la pena analizar estas confesiones con mayor detenimiento. El hombre que habla —y que se hace llamar el “Hamlet del distrito de Stchigry”— declara haber imitado siempre a alguien y haber amado y tomado una mujer «en contra de su voluntad». Bien: concedámosle que esposó bajo presión social o presionado por su persona social. Lo que no queda tan claro, en cambio, es esa voluntad personal que habría tenido que doblegar para adaptar sus decisiones a los deseos de su entorno. ¿Contra qué voluntad amó y se casó? Ninguna, como es natural, y nuestro Hamlet ruso lo admite sin reparos; incluso se muestra muy claro en este punto. Sería más exacto decir que se casó, no contra su voluntad, sino en ausencia de toda voluntad, es decir, de una personal y diferente de aquella otra que le dicta su entorno. Podríamos decir lo mismo de un metro que hace el trayecto de una estación a otra sin cruzarse con ninguna bifurcación: no actúa contra su voluntad, puesto que no dispone de ninguna otra opción. Nadie obliga al héroe de este relato de Turgueniev a actuar en contra de su voluntad, precisamente porque carece de toda voluntad (deficiencia que él atribuye a una falta congénita de originalidad)[20]. Pero esta falta de originalidad tiene poco de original, ya que describe a cualquier persona del mundo, al igual que la ausencia de identidad personal es lo propio de cualquier persona. «Vi —agrega nuestro hombre al final de su confesión y tras contemplar su fisionomía en un espejo— más claro incluso que mi rostro en el espejo, hasta qué punto era yo nulo, insignificante y banal.[21]» Pero podríamos generalizar la observación y decirle a todo el mundo, parafraseando a Molière en El misántropo: «Vuestro turno, caballero.[22]»
Así pues, no puede haber yo si no es del otro y por el otro, pues su apoyo garantiza la eclosión y la supervivencia del yo. ¿En qué consiste ese apoyo? Según Freud, en que permite establecer lo que éste considera la prueba primordial de la existencia humana: la constitución de una identidad sexual[23]. Otros como Lacan, citado por Pierre Bayard a propósito de la obra de Maupassant[24], consideran que permite en primer lugar y principalmente la constitución de una identidad a secas, desde el presupuesto de que la identidad personal es más crucial que la identidad sexual, como efectivamente opinan Lacan y, siguiendo la inspiración de éste, Pierre Bayard: «Si hubiera que oponer, de manera casi caricaturesca, el sistema teórico implícito de Maupassant y el sistema explícito de Freud, diríamos que el primero privilegia la sexualidad y el segundo la identidad.[25]» Ambas concepciones no son, por lo demás, en absoluto incompatibles, como advierte el propio Bayard acto seguido; pero la segunda parece gozar de prioridad sobre la primera en razón de su mayor generalidad y universalidad.
Este apoyo que permite la constitución de una identidad (prestada) se presenta bajo dos formas diferentes, dependiendo de la naturaleza del tutor.
En el primer caso, el tutor es de tipo paterno o afín. Puede tratarse de una persona que haya cuidado de mí, que se haya preocupado por mí y por lo que me pasaba; incluso de alguien a quien yo tenga en alta estima (como Amadís de Gaula, venerado de forma tan extrema por Don Quijote que se convierte en el tutor de todos sus pensamientos y acciones). Los análisis de Lacan describen bien este fenómeno de alienación en beneficio del tutor paterno (que puede ser en origen el propio yo, percibido como reflejo de su propia imagen —y por tanto tributario del otro— captada en un espejo, durante el “estadio del espejo”). De modo general, Pierre Bayard considera, creo que con razón, que Lacan fue más penetrante que Freud, en la medida en que hizo de la identidad, no de la sexualidad, el problema más arduo de la condición humana[26]. El “yo” extrae toda su sustancia del “tú” que se la otorga. Lacan describe esta dependencia al decir que la fórmula con la que el hombre se asegura de su identidad no es yo soy tu marido sino tú eres mi mujer. René Girard señala un caso particular de esta identidad por procuración, que clasifica como variante de lo que llama la “mediación recíproca” y que asocia a la coquetería. Podemos resumir como sigue la fórmula del caso: A se ama a sí mismo imitando a B, que lo ama; y B a su vez ama a A, imitando a A que se ama a sí mismo. La coqueta es totalmente dependiente del otro; pero también lo es el amante. Esos casos son comunes tanto en la vida como en la literatura, por ejemplo en Molière y Marivaux. Así pues, el conflicto típico de la coquetería, en el que A se oculta para perpetuar la percepción ilusoria que tiene B de la identidad autónoma de A, no indica un conflicto entre personas sino un entendimiento excelente entre ellas; y no resulta de una incompatibilidad anímica sino de una perfecta identidad de los estados de ánimo, contrariamente a lo que daría a entender una observación superficial. René Girard analiza muy bien la fuente imitativa, y no conflictiva, de este conflicto: «La “desesperación” del amante y la coquetería de la amada crecen armoniosamente ya que ambos sentimientos se copian mutuamente. Es un mismo deseo, cada vez más intenso, que circula entre los dos polos de la pareja. Si los amantes nunca se ponen de acuerdo no es porque sean demasiado “diferentes” como afirman el sentido común y las novelas sentimentales, sino porque son demasiado parecidos, porque todos son copias unos de otros.[27]»
En resumen, y en contra de lo que pretende un popular proverbio, no se avienen los que se parecen[28]: quienes concuerdan en todo tienden a no ponerse de acuerdo entre ellos. Quisiera subrayar, de paso, que esta verdad de apariencia paradójica es válida siempre y no sólo en caso de la relación coqueta analizada por René Girard. Tomemos el caso de dos amigos inseparables: todo el mundo nos dirá que esta amistad se basa en cierta comunidad de gustos, intereses, ideas, etc. Pero es fácil convencerse de lo contrario, tras una mínima observación: la intimidad de ambos amigos no se basa en semejante afinidad sino en el hecho de que uno de los compinches subyuga al otro. Y si es cierto que “quienes mucho se parecen, mal se avienen”, también lo es, inversamente, que tienen muchas posibilidades de avenirse quienes no se parecen. Las desventuras de Bouvard y Pécuchet, en la novela de Flaubert, ofrecen un magnífico ejemplo de ello (es cierto que los dos amigos presentan algunos puntos en común, pero esta semejanza es de todo punto superficial).
En el segundo gran caso de identidad prestada, o de identidad apuntalada, el tutor es de tipo amoroso, de modo que la sensación de ser amado (por aquella o aquel a quien amamos) trae consigo automáticamente la impresión de ser a secas, de verse de pronto dotado de una identidad personal (aquella misma, precisamente, cuya existencia revela, o parece revelar, el amor que se nos da). Parodiando a Descartes, sobre cuyo caso volveré más adelante: Soy amado, luego existo. Pese a lo trillado del tema, es necesario en este punto esbozar un breve análisis del amor.
En un célebre texto de Descartes, Las pasiones del alma, que en mi opinión pertenece más al género de la “filosofía-ficción” (como ciertas obras de Gilles Deleuze) que al de la filosofía propiamente dicha, encontramos sin embargo algunas páginas dignas del mejor Descartes. Me refiero en particular a unos fragmentos dedicados al amor, que Descartes describe en los siguientes términos: «Con la diferencia del sexo, que la naturaleza ha puesto en los hombres y en los animales irracionales, ha puesto también ciertas impresiones en el cerebro que hacen que a cierta edad y en cierto momento uno se considere como defectuoso y como si sólo fuese la mitad de un todo del que una persona del otro sexo debe ser la otra mitad, de tal modo que la naturaleza representa confusamente la adquisición de esta mitad como el mayor de los bienes imaginables.[29]» «También tiene [el amor] efectos más extraños, y es él quien sirve de tema principal a los artífices de novelas y a los poetas», concluye Descartes al final del artículo 90.
Ciertamente, no se trata de una idea nueva. La encontramos, por ejemplo, en el Banquete de Platón, donde el relato fantástico de Aristófanes caracteriza el sentimiento amoroso como el sufrimiento de sentirse una media esfera, privada de la otra media esfera a la que habría estado originalmente unida. Esta suerte de identidad personal fue desbaratada por la ira de Zeus, quien partió en dos todas las identidades en un acceso de cólera, lo cual guarda alguna relación con la cólera de Yaveh al expulsar a sus dos criaturas originales del paraíso y condenarlas de ese modo a una soledad (como dice Milton en los dos últimos versos de su Paraíso perdido: «They hand in hand with wrand’ring step and slow, / Through Eden took their solitary way.» [Cogidos de la mano y con lentos pasos vagabundos/ A través de aquel Edén su senda solitaria comenzaron.[30]] Esta soledad no es más que una pérdida de identidad; de modo que “estar solo” no significa un retorno a sí, o un repliegue en sí mismo, sino una expulsión, lejos de uno mismo, o al menos lejos de la identidad real y perdida. Esta concepción del amor, o más bien esta metáfora, aparece en muchísimas culturas y tradiciones, quizás en todas; la imagen de la “media naranja” constituye su expresión más corriente y popular. Ahora bien, de esta concepción, casi unánime, se desprende que el amor pleno, es decir correspondido, es una reconstrucción de la identidad perdida, o sea, una ocasión —la primera, y a veces también la última— de conocer por fin la sensación de la identidad personal, lo que yo llamaba al principio de este estudio el sentimiento de “identidad pre-identitaria”. No cabe duda de que el célebre verso «fuimos dos, lo mantengo» de Mallarmé, en su Prose pour des Esseintes viene a decir: “Alguna vez, lo afirmo, he sido yo mismo”, aunque en absoluto tal y como se lo suele entender, sino en el sentido exactamente contrario: se trata de una circunstancia en la que, de repente, el individuo se ve (o se cree) dotado, más allá de la identidad social que conocía, de una identidad personal que aún no conocía (es decir, una vez más, exactamente lo contrario de lo que evoca el uso habitual de la expresión “don de sí”): la intervención del amor no conduce a hacer don de sí al otro sino a encontrar un yo en el otro (o como estaba por decir, sin necesidad de forzar demasiado mi idea, en detrimento suyo). Cabe preguntarse, por supuesto, a cuál de los dos favorece la operación (¿es el amante el que se convierte o se convertirá en sí mismo gracias a la amante, o ésta la que se convierte en sí misma gracias a su amante?) y es lícito imaginarse que la ilusión es doble y recíproca, como lo es el detrimento operado por la fusión ficticia de dos personas en una. Una famosa historia inglesa resume este problema. Un dibujo satírico representa a una pareja de jubilados cómodamente sentada junto al hogar, que se deja llevar, en plena y feliz digestión, por ensoñaciones y proyectos de futuro. Al pie del dibujo se lee simplemente: «Cuando muera uno de nosotros, me retiraré a vivir en el campo.» ¿Pero quién habla de ese modo? ¿El señor o la señora? Naturalmente, el pie se abstiene de precisarlo, pero podemos suponer razonablemente que al señor y a la señora, que se entienden sin necesidad de muchas palabras y tienen la delicadeza de no hablarse en voz alta (como Lord y Lady Macbeth[31] en Macbeth, a quienes también preocupa la vida después de la muerte, o mejor dicho, del asesinato del prójimo) le asalta simultáneamente la misma idea. En este punto, tienen razón y le dan la razón a la concepción del amor como edificación de sí en detrimento del otro y viceversa: la comodidad de cada cual está hecha de los despojos del otro, hasta tal punto que se aviene perfectamente a la idea de su desaparición.
Para hacer justicia a Descartes hay que aclarar que el modelo de la “medida naranja” no es el único que se invoca en Las pasiones del alma para describir el amor. Aparece en combinación con otro modelo, sin que Descartes se moleste demasiado en aclarar las cosas. En el mismo artículo 90 de Las pasiones del alma escribe en efecto que el principal encanto del amor «es el que procede de las perfecciones que imaginamos en una persona que pensamos puede llegar a ser otro yo mismo.» Este tema del alter ego, de otro yo, que también es de origen ancestral, sugiere la idea de un doble de uno mismo más que la de una mitad perdida o de un yo mutilado. Pero cabe dudar de que esta idea de un “clon”, como se tendería a decir hoy en día, de la prolongación de la propia existencia en la existencia de otra persona, como una colonia (en el sentido griego del término, que designaba originalmente la existencia y la duplicación de una ciudad en otra ciudad), sea tan característica del amor como la idea de la unidad recobrada. Por otro lado, hay que recordar que esta imagen del alter ego se usa más para describir la amistad que el amor. La gemelaridad —«estamos hechos de la misma madera»— cuadra mejor con los amigos que con los amantes. Bien es cierto que ambas sensaciones, la de un ser igual a uno y la de un ser complementario de otro, se encuentran a menudo tan inextricablemente enmarañadas que nos resulta difícil desenmarañarlas, así que disculparemos a Descartes que se haya ahorrado ese trabajo. Esa es la razón por la que cualquier forma de heterosexualidad se encuentra en cierto modo a las puertas de la homosexualidad, del mismo modo que cualquier forma de homosexualidad se encuentra a las puertas de la heterosexualidad (y por la que, dicho sea de paso, la vieja guerra, no ya entre los dos sexos sino entre las dos principales disposiciones sexuales, es una guerra sin objeto, o más bien sin diferendo real). En realidad, las ideas de semejanza y diferencia no son más que las dos variantes del mismo tema ilustrado por la “media naranja”. Por lo demás, las dos mitades cuyo encaje permite la reconstitución de las famosas “esferas” primitivas que imaginaba Aristófanes en el Banquete de Platón, símbolos de la identidad perdida, son indistintamente parecidas y diferentes, por lo que dan lugar a individuos (la palabra adquiere aquí todo su sentido: el individuo es indiviso, indivisible, ha dejado de dividirse) tanto homosexuales como heterosexuales. Así pues, el amor y la amistad son efectos de un mismo proceso de reunificación que tan pronto reúne a lo uno y a lo igual (principio del alter ego) como a lo uno y a lo diferente (principio de complementariedad). Pero, repito, lo más importante del mito de Aristófanes referido por Platón es la idea de que el amor se explica por la reconstitución de una identidad previamente dinamitada, o dicho de otro modo: no hay motivo para distinguir entre amor y constitución —o reconstitución— de la identidad personal.
Por mi parte —y para volver gradualmente sobre ese vínculo primordial del “primer amor” y la primera experiencia de un sentimiento de identidad personal (sentimiento iluso o no, eso es lo de menos por ahora)—, no tengo inconveniente en admitir que si me preguntaran a bote pronto lo que me sugiere la palabra amor, respondería que despierta inmediatamente en mí ideas muy próximas a la comodidad que rezumaba la historia inglesa antes citada: todo va bien, estamos a buen recaudo, tenemos provisiones y disponemos de un apartamento tranquilo. El título de una película ya bastante antigua, que no he visto, y cuyo contenido y autor he olvidado, resume bastante bien esta concepción del amor: Une fille pour l’été [Una chica para el verano]. Es una concepción aparentemente muy poco romántica del amor, muy alejada a su vez del propio Platón (quien insiste precisamente, en otro conocido pasaje del Banquete, en la condición necesariamente incómoda y desafortunada —en el sentido económico de la palabra— del enamorado, toda vez que éste se ve abocado, tal y como lo piensa Platón, a una búsqueda perpetua, sin ganancia posible). A esta descripción de la plenitud amorosa se le podría reprochar que confunde al hombre con la ardilla, con el agravante añadido de los sobreentendidos financieros que acarrea el nombre de este animal, al menos en Francia, donde simboliza la Caisse d’Épargne. Con todo, conserva su riqueza y su pertinencia, en virtud de las tres equivalencias siguientes: primero, el amor es idéntico a la felicidad; segundo, esta felicidad está vinculada al sentimiento de ser amado (parece una perogrullada pero no es tan evidente: también podría consistir simplemente en amar, que es lo que piensa Platón); tercero, que la felicidad aparejada a la sensación de ser amado consiste principalmente en el hecho de verse súbitamente dotado, por medio del amor obtenido, de un yo propio, de una identidad personal. Estas equivalencias me parecen obvias (aunque quepan reservas a propósito de la segunda), por lo que renuncio a emprender aquí una demostración en regla. Me limitaré a recordar —para ilustrar la primera de estas equivalencias— la famosa definición del amor que encontramos en la Ética de Spinoza: «El amor es una alegría acompañada de la idea de una causa exterior.[32]» Para ilustrar la segunda de estas equivalencias, recurriré a la expresión sorpresa del amor que usa Marivaux en el título de dos de sus obras: y es que, en mi opinión, esta sorpresa consiste menos en descubrir que amamos que en descubrir que somos amados; no tanto en fijarnos en una mujer como en percatarnos de que, contra toda previsión, también ella se ha fijado en nosotros (sorpresa muy natural puesto que en el teatro de Marivaux, cada cual se esmera en ocultar sus sentimientos a los demás el mayor tiempo posible y, a menudo, en ocultárselos a sí mismo). En cuanto a la tercera equivalencia, también se explica sencillamente por la reconfortante sensación de ser yo mismo que me invade cuando aparece una persona prendada de mí y que viene a dar fe —o parece dar fe— de la existencia de ese yo. Si alguien me quiere, es que existo. Y si nos tomamos el “yo” en el sentido psicológico de la sensación de poseer una identidad personal —en lugar del sentido meramente lógico que le atribuye Descartes en el Discurso del método—, podemos considerar como fórmula absoluta del amor una variante de la fórmula cartesiana de la certeza absoluta: no ya “pienso, luego existo” sino “me amas, luego existo”. Finalmente, diría que estas equivalencias se podrían demostrar asimismo por un argumento inverso: la interrupción brusca de una relación amorosa (en la medida en que no haya sido deseada) suele traer consigo una crisis de identidad. Más adelante volveré sobre este tema.
Aunque a primera vista pueda parecer extravagante, hay que destacar un tercer caso de identidad prestada: el de la identificación con un animal. Es un caso común, como se sabe, en las llamadas sociedades primitivas. Se da, por ejemplo, entre los aisawas de Meknes, convulsionarios que pueden creerse leones o tigres de un momento para otro, con el subsiguiente peligro para las personas de su entorno que no huyan prestamente, lo cual puede costarles despiadados zarpazos y laceraciones. Algo parecido también puede ocurrir a orillas del Sena, al menos según La Bruyère, quien refiere el caso curioso de un hombre que soñaba con adoptar el comportamiento —bien es cierto que menos peligroso— de un pájaro: «Dífilo empieza con un pájaro y termina con mil: su casa no emana alegría sino hedores. El patio, la sala, la escalera, el vestíbulo, las habitaciones, los baños, todo es una pajarera. (…) Ha dejado de ser para Dífilo un divertimento apacible y se ha convertido en una dura tarea, que absorbe todas sus fuerzas. (…) Por la noche se retira, agotado por su propio placer, sin poder gozar del menor reposo para que sus pájaros no reposen y este pequeño pueblo, al que ama sólo porque canta, no deje de cantar. Pero en sueños vuelven a aparecérsele sus pájaros: también él es pájaro, luce cresta, gorjea, se encarama; por la noche sueña que muda las plumas o incuba.[33]» He ahí a un personaje que podría dar alguna credibilidad a la extraña teoría deleuziana del “devenir-animal” que aparece en Mil mesetas[34].
Antes de proseguir y anticipándome a lo que diré sobre la crisis de identidad provocada por la pérdida del objeto que le procuraba una base, señalaré el vínculo que une el sentimiento de ser alguien (o ser una ardilla, si algo así fuera posible) con el de tener a alguien (o algo). En el fondo en cuanto tomo posesión del objeto antiguamente deseado, éste deja de ser deseado, ya no necesita serlo (aun cuando pueda seguir siendo amado). Platón analiza de forma pertinente ese vínculo nuevamente en el Banquete, en el pasaje en el que Sócrates, antes de iniciar su propio discurso, charla con Agatón y le obliga a admitir que si amar es desear —aunque justamente ahí anida el problema, ese es el punto discutible que no se discute—, entonces amar equivale a carecer de lo que se ama, ya que desear es carecer de lo que se desea. Pero el objeto realmente amado, el que funda la identidad personal o la identidad prestada, consiste en dar por hecho que la persona amada también nos ama de manera que ya no entra en la categoría de la carencia puesto que ya no es necesario desearlo una vez que ha sido obtenido: ahora es mío (al menos pasa por serlo), pertenece a mis tierras, a mi cama o a mi granero. Los ejemplos anteriores, el título de la película Une fille pour l’été [Una chica para el verano] o la ardilla, expresan claramente esta idea de posesión inherente a la idea de existencia personal: la chica (o las avellanas) no sólo me confieren una existencia; también constituyen mis provisiones (unas provisiones a las que puedo recurrir para asegurarme la subsistencia, es decir, la continuidad de mi existencia). Quizás se haya observado, en el artículo 90 de Las pasiones del alma antes citado, que Descartes describía la seducción de su amada como una “adquisición”. Un personaje de El avaro de Molière señala en un pasaje de la obra que su amo, Harpagón, habla de su cofre como si se tratara de una amante; tanto ha llegado a asimilar las ideas de posesión y de amor. Significativamente y confirmando de paso la pertinencia de la tesis general aquí defendida, Harpagón asocia además esta noción de amor/posesión a la de identidad personal, como declara formalmente en el famoso monólogo que pronuncia tras descubrir la desaparición de su cofre: «Mi espíritu se nubla, ignoro dónde estoy, quién soy, qué hago.[35]»
También en Andrómaca, de Racine, cuando Orestes se ve cubierto de insultos y definitivamente abandonado por la mujer que ama, expresa su angustia en forma de duda identitaria:
«¿Qué veo? ¿Es de verdad Hermione? ¿Y qué he oído?
¿Por quién corre la sangre que acabo de verter?
De creerle a ella, soy un traidor, un asesino.
¿Es Pirro el que muere? ¿y, en fin, soy yo Orestes?[36]»
En efecto, la pérdida del objeto amado/poseído (o percibido como tal) acarrea automáticamente el naufragio de una identidad que considerábamos como un bien personal, cuando no era más que un préstamo, totalmente dependiente del amor del otro. El enamorado abandonado se encuentra entonces en una situación de extravío —como Harpagón y Orestes, o el hombre-pájaro de La Bruyère—, extravío que también podríamos describir como una simple ausencia de situación y que puede durar más o menos tiempo. Este extravío ha sido observado y descrito miles de veces. Por ejemplo, en Tan callando, un relato de Valéry Larbaud cuyo héroe, André, se ve obligado a interrumpir cualquier trato con la mujer que ama: «Down in the world; André parafraseó para sus adentros: caído hasta el fondo del mundo, como desde una montaña o un tren o un navío en marcha.[37]» Si tuviera que comentar un solo ejemplo de este tipo de casos, citaría probablemente el del señor Parent, en el largo relato de Maupassant titulado irónicamente Monsieur Parent [El señor Parent] (título irónico porque el señor Parent se encuentra, de la noche a la mañana, privado de toda parentela). Toda la personalidad social del señor Parent consiste en ser un rentista acomodado; pero su persona moral e íntima consiste en paladear la alegría que le proporcionan Henriette, su bella mujer, Georges, su hijito, y un tal Lomousin, amigo de toda la vida de la familia: naturalmente, él se considera amado por todas esas personas, que constituyen por tanto la sustancia de sus ser y de su haber. Pero esta sustancia es de cartón piedra: pese a su candidez natural, Parent termina descubriendo en una sola noche que su mujer se ha casado con él por su dinero y que desde siempre lo ha engañado con Limousin, que además resulta ser el padre del pequeño Georges. Poseído por lo que Maupassant llama «la breve cólera de los bonachones», Parent golpea a todos sus seres queridos a ciegas y termina echando a la calle a toda su falsa prole, que huye a todo correr y no volverá a aventurarse llamar en la puerta “paterna”. Parent se enfrenta a un vacío total: ya no tiene a nadie que certifique su existencia personal y ni siquiera dispone de las actividades propias de una existencia social, ya que, al ser rentista, no ejerce ningún empleo. Como resultado, Parent pasa veinte años dedicado a ser nadie, hasta que la patrona de un café que frecuenta, conmovida por su desgracia, consigue animarlo para que salga a tomar un poco el aire fuera de París, en una excursión que a la postre resultará fatídica.
Lo más notable de este tipo de quiebra es que la sensación de haberlo perdido todo se confunde con la sensación de haber dejado de ser, o de verse devuelto al estado anterior, reducido a la mera personalidad social. Ese yo social sigue existiendo, pero ya no lo sostiene la ilusión de reposar sobre una identidad personal y “pre-identitaria”: por ello experimenta una sensación de ligereza (dolorosa y paradójicamente “pesada”) y de irrealidad, que aparece asimismo, con mayor gravedad, en la psicosis melancólica. De ahí que viva —al menos durante un tiempo— como un autómata que sigue respetando los rituales de la rutina social, un poco como un cuerpo muerto cuyas actividades reflejas siguieran funcionando.
También puede pasar, naturalmente, que el hundimiento de la identidad prestada acarree una verdadera pérdida de identidad, en el sentido clínico del término: que Harpagón u Orestes pierdan verdaderamente la cabeza, o que el Dífilo de La Bruyère se tome realmente por un pájaro. Esta forma radical de pérdida de identidad, que tiene su expresión más concluyente en la amnesia total, parece cuestionar de raíz la pertinencia de mi tesis. Podríamos oponerle, por ejemplo, el argumento megárico conocido como argumento del Cornudo, aunque en una forma invertida. El argumento del Cornudo, que forma parte, como es sabido, del temible arsenal de paradojas forjadas en el siglo IV a. C. por la Escuela de Megara (entre ellas la del Mentiroso o la del Montón de trigo), se enuncia así: se posee todo aquello que no se ha perdido; no has perdido los cuernos; por consiguiente, eres cornudo. Ahora bien, si este argumento es falaz, el argumento contrario resulta en cambio pertinente: así como no se posee necesariamente una cosa por el hecho de no haberla perdido, es imposible perder algo que nunca se ha poseído. Lo cual parece indicar que quien pierde su identidad tenía que poseer alguna previamente. No obstante, es fácil replicar en este punto que la identidad así perdida no es la identidad personal o “pre-identitaria” sino la identidad social, la única que puede perderse por ser la única que existe.
En el registro de lo fantástico, podemos imaginar una pérdida de identidad muy diferente que consiste en guardar intacta la propia identidad al tiempo que se cambia parcialmente de cuerpo, en particular de cara. Es lo que le ocurre al héroe de La belle image [La bella imagen] de Marcel Aymé[38], cuyo rostro sufre una incomprensible transformación que le brinda una apariencia más joven y atractiva, sin perder nada de su identidad y persona sociales; circunstancia que éste sabrá aprovechar sin cuestionar en ningún momento (aunque no sin dejar de tomar ciertas precauciones elementales para salvar las apariencias sociales, en especial ante su esposa). Pues esta identidad súbitamente desdoblada por la transformación de uno de sus componentes físicos entraña riesgos a su héroe, Raoul Cérusier, no se le escapan: «Sentía todos los peligros que conllevaba esta metamorfosis parcial, y el instinto de conservación me obligaba a plantearme inmediatamente los medios necesarios para completarla. Había que evitar vivir simultáneamente en dos registros o, dicho de otro modo, dejar que se manifestase en mí la presencia de dos personajes, cuyo desajuste, de volverse demasiado visible, podía llevarme fácilmente al manicomio.[39]» Esta graciosa fábula sobre la historia de una identidad que de la noche a la mañana se vuelve irreconocible tiene cierto alcance filosófico: sugiere la fragilidad de una identidad basada exclusivamente en un acuerdo social y en el crédito que se conceda o no a las fotografías de carné de identidad (que desempeñan un importante papel al principio de la novela). El mismo tema reaparece en El coronel Chabert de Balzac[40], a quien nadie puede o quiere reconocer y que no logra hacer valer su identidad social auténtica, a falta de documentos que prueben su increíble aventura.
La doble identidad de Raoul Cérusier, que Marcel Aymé trata de modo fantástico y en tono humorístico en La belle image [La bella imagen], también evoca el problema de la doble personalidad, real o presunta, y con más razón aún la cuestión —muy de moda hoy en día en Norteamérica— de las presuntas “personalidades múltiples”, que supuestamente pueden llegar a destruir una personalidad básica en beneficio de una pluralidad de personas, dotadas según las circunstancias de un comportamiento preciso y claramente diferenciado con respecto a las demás figuras adoptadas por la personalidad fracturada del sujeto primitivo. El caso de la doble personalidad señala netamente la escisión esquizofrénicamente del yo (que ilustra por ejemplo el episodio del ventrílocuo en la película Al morir la noche, de A. Cavalcanti, o la niña de El exorcista de W. Friedkin). El caso de la personalidad múltiple sugiere más bien una hábil sucesión de manifestaciones de tipo histérico. Ambos casos constituyen una perturbación más o menos profunda de la personalidad social. Pero no nos dicen nada sobre la hipotética identidad personal que se escondería detrás de la identidad social así perturbada.
Apenas si hace falta decir, a modo de conclusión y para volver a la identidad prestada, que se trata de una identidad falsa que no revela nada de la identidad personal e informa en cambio sobre la identidad social de una persona determinada. El simple hecho de tomar prestados de otro los materiales necesarios para la edificación de la propia identidad subraya la carencia original de toda identidad personal. Podríamos caracterizar de forma más precisa la identidad prestada con la noción reciente, hoy ya de uso corriente, de “verdadero-falso”[41]. Esta noción de “verdadero-falso” es, como sabemos, un neologismo destinado a designar documentos de identidad que son falsos en la medida en que no se corresponden con la persona real (y social) a la que garantizan una personalidad social de segundo grado, pero que son verdaderos en la medida en que han sido emitidos —a menudo con fines de espionaje o de misión secreta— por la misma autoridad legal que emite los verdaderos documentos de identidad (como un «visado verdadero-falso sellado por un funcionario complaciente», por retomar el ejemplo propuesto por el diccionario “Petit Robert” que define de manera general lo “verdadero-falso” como algo «falso, pero emitido por una instancia oficial»). Lo mismo ocurre con la personalidad prestada: es falsa porque no expresa su propio fondo, pero también verdadera en cierta medida, puesto que procede de una persona real cuyo estilo toma prestado.