Capítulo I
El embrujo del yo

Estamos hechos de la misma materia que los sueños

Shakespeare, La tempestad

En la mañana del 28 de enero de 1998 tuve el siguiente sueño, que transcribí apenas desperté:

Estoy explicando a un círculo de conocidos (parece tratarse de lo que uno de mis alumnos llama irreverentemente “el gallinero”, esto es, el reducido grupo de oyentes de cierta edad que siguen mis clases en la universidad de Niza) que mi identidad oficial es totalmente apócrifa, la suma de una extraña sucesión de coincidencias, confusiones, malentendidos y errores (algo parecido a lo que ocurre en los gags de Feydeau, Buster Keaton o Jacques Tati: un desplazamiento —con respecto a la norma— lleva a otro, que a su vez lleva a un tercero, etc., todo lo cual termina en una situación absurda, totalmente increíble y alejada de toda realidad verosímil). De modo que mi nombre no es mi verdadero nombre, ni mi edad es mi verdadera edad, etc. Señalo a mi auditorio esta curiosa fractura que nos convierte en dos seres: el ser oficial de los papeles y el ser real pero misterioso que ningún documento recoge y que de hecho ninguna apariencia señala.

Este sueño (como el sentido común, por otra parte) admite de entrada como algo evidente una diferencia entre la identidad social y la identidad personal (o identidad íntima del yo, o identidad psicológica, o identidad real); distinción que, por mi parte, siempre he tendido a considerar sospechosa e incluso a recusar espontáneamente, siguiendo en este punto a pensadores como Montaigne y David Hume (lo cual, dicho sea de paso, sirve para ilustrar el hecho bien sabido de que se puede soñar no sólo contra la lógica sino también contra el propio pensamiento). No hay duda de que mi identidad puede ser apócrifa, como ocurre en mi sueño; pero en tal caso lo que ésta disimula es mi verdadera identidad social, no aquel substrato hipotético que llamamos identidad personal. Más exactamente, siempre he considerado la identidad social como la única identidad real; y la otra, la presunta identidad personal, como una ilusión total y al mismo tiempo perseverante, puesto que la mayoría la considera como la única identidad real, siguiendo en este punto más bien la impresión de Rosseau, que terminó por perder la razón en la búsqueda apasionada de esta identidad fantasmagórica. Ya Platón anunciaba la misma idea en el mito final del Gorgias, que recomienda a los jueces encargados de decidir el destino post mortem de los hombres en el juicio final que les exijan presentarse desnudos ante el tribunal supremo, despojados de sus vestimentas, asimiladas a los oropeles sociales que disimulan la realidad de su yo. La misma idea reaparece en Francia con Napoleón I, acaso con un espíritu diferente, cuando se organiza la ceremonia del conseil de révision.

A esta identidad personal, considerada primera y anterior con respecto a cualquier identidad social, también se la podría llamar identidad “pre-identitaria”, si entendemos por identitario lo que certifica la documentación de la que uno dispone, así como el testimonio de quienes le rodean. El yo “pre-identitario” se presenta así como el verdadero y auténtico yo; y el yo “identitario” (o social) como un yo convencional que no es más que paño que cubre y esconde a la vez al primero y no tiene más consistencia que la del papel y el rumor. Me limitaré, en lo que queda de texto y para mayor comodidad del lector, a usar la expresión identidad personal, pero debo advertir que siempre implicará los rasgos que acabo de señalar: verdad, realidad, anterioridad con respecto a todo reconocimiento social, carácter “natural” y no convencional, carácter único y no compuesto contrariamente a lo que sugiere Montaigne en un fragmento de sus Ensayos: «No estamos hechos más que de piezas añadidas.»[1]

Yo no soy otro, jamás soy otro, eso es lo que afirma la conciencia común, en contra de la formulación de Rimbaud en Una temporada en el infierno («Yo es otro»). En otras palabras: yo soy yo y siempre lo soy, desde el nacimiento hasta la muerte. Puedo naturalmente parecer otro; pero entonces es el yo social el que cambia, por ejemplo, gracias a la doble identidad que me procuran unos papeles falsos o la pertenencia a alguna red de espionaje: es decir, cambia el yo social pero no el yo “real”, que nunca cambia. El problema gira aquí en torno al sentimiento, verdadero o ilusorio, de la unidad del yo, ese yo que, según se nos dice, es indudable y constituye uno de los hechos capitales de la existencia humana, aunque nadie sea capaz de justificarlo o simplemente de describirlo. Es sabido que David Hume fue el primero en señalar este atolladero filosófico en un importante pasaje del Tratado sobre la naturaleza humana, que más tarde preocuparía mucho a Kant:

«En lo que a mí respecta, siempre que penetro más íntimamente en lo que llamo mí mismo tropiezo en todo momento con una u otra percepción particular, sea de calor o de frío, de luz o de sombra, de amor o de odio, de dolor o de placer. Nunca puedo atraparme a mí mismo en ningún caso sin una percepción, y nunca puedo observar otra cosa que la percepción. Cuando mis percepciones son suprimidas durante algún tiempo, como sucede por ejemplo en un sueño profundo durante el cual no me doy cuenta de mí mismo, puede decirse que verdaderamente no existo. Y si todas mis percepciones fueran suprimidas por la mente y ya no pudiera pensar, sentir, ver, amar u odiar tras la descomposición de mi cuerpo, mi yo resultaría completamente aniquilado, de modo que no puedo concebir qué más haga falta para convertirme en una perfecta nada. Si tras una reflexión seria y libre de prejuicios hay alguien que piense que él tiene una noción diferente de sí mismo, tengo que confesar que ya no puedo seguirle en sus razonamientos. Todo lo que puedo concederle es que él puede estar tan en lo cierto como yo, y que ambos somos esencialmente diferentes en este particular. Es posible que él pueda percibir algo simple y continuo a lo que llama su yo, pero yo sé con certeza que en mí no existe tal principio.»[2]

Hay que reconocer que Kant nunca llegó a responder a la cuestión y al desafío planteados por Hume, como tampoco respondió a sus preguntas sobre Dios y la causalidad, a pesar de dedicarles la parte central de la Crítica de la razón pura, por no decir todo el libro. Distinguir entre fenómeno y noúmeno para poder decir que el sujeto (o el yo) es una idea de la razón pero no un concepto del entendimiento (“yo = x”), remite a un mismo punto ciego, sobre el que es imposible tener una mínima noción, aparte de que resulta moralmente imperativo poseer su idea (como también las ideas de Dios y de causalidad): argumento frágil e irrisorio, carente de toda consistencia demostrativa más allá de la afirmación de un deseo de creer al que Kant se resiste a renunciar y que sigue haciendo fortuna entre un amplio público doscientos años después de la publicación de La crítica de la razón pura, únicamente porque resulta tranquilizador, reduce a un coste mínimo los daños ocasionados por la crítica de Hume y contribuye a perpetuar la fantasía muy extendida de una moralidad universal.

El sentido del argumento de Hume es que no hay percepción del yo —así como puede haber una percepción de una silla o de una mesa— sino únicamente percepciones de cualidades o de estados psicológicos o somáticos que podemos experimentar en un momento dado; únicamente, agregaba Pascal en un pasaje de sus Pensamientos dedicado al yo que anticipa (sin llegar a completarlo) el análisis de Hume, las cualidades que me representan a los ojos del mundo:

«¿Qué es el yo?

Un hombre que se asoma a la ventana para ver pasar a los transeúntes; si yo paso por ahí, ¿puedo decir que se asomó para verme? No; porque no piensa particularmente en mí. Pero quien ama a alguien por su belleza, ¿lo ama? No, porque la viruela que matará a la belleza sin matar a la persona hará que deje de amarla.

Y si se me ama por mi juicio, por mi memoria, ¿se me ama a ? No, porque puedo perder esas cualidades sin perderme a mí mismo. ¿Dónde está, pues, este yo si no está ni en el cuerpo ni en el alma? ¿Y cómo amar al cuerpo o al alma si no es por sus cualidades, que no son lo que hace al yo, puesto que son perecederas? Porque ¿se amaría la sustancia del alma abstractamente, cualesquiera fueran las cualidades que tuviera? Esto no puede ser y sería injusto. No se ama pues nunca a nadie sino únicamente a las cualidades.

Que nadie se vuelva a burlar, pues, de quienes se hacen honrar por cargos u oficios, puesto que no se ama a nadie sino por cualidades prestadas.»[3]

Esta última reflexión —«Que nadie vuelva a burlarse, etc.»— explica un hecho curioso, aunque en mi opinión indudable, sobre el que tendré ocasión de volver más adelante pero que no quisiera dejar de mencionar y empezar a analizar: cada vez que se produce una crisis de identidad, la identidad social es lo primero que se resquebraja, amenazando el frágil edificio de lo que creemos experimentar como el yo; es siempre una deficiencia de la identidad social lo que viene a perturbar la identidad personal y no al revés, como se tiende a pensar generalmente. Esta verdad de apariencia paradójica se reconoce fácilmente por el hecho de que empiezo a inquietarme “por mí mismo”, o por el yo, no cuando dejo de reconocerme (¿quién podría, por otro lado, reconocerse?) sino al contrario cuando son los otros quienes han dejado de reconocerme, al levantar acta, por ejemplo, de una experiencia que dicen estar viendo con sus propios ojos y que yo soy incapaz de observar (o al revés, como en el ejemplo que citaré a continuación a título de ilustración).

Una secuencia muy impresionante de la película de Hitchcock Alarma en el expreso (Lady vanishes, 1938), pone en escena a ocho personajes sentados en las ocho butacas de un compartimiento, a bordo de un tren que avanza a todo vapor por alguna llanura centroeuropea. Estos ocho personajes, que por lo demás parecen de nacionalidades diferentes, no se conocen o al menos no parecen conocerse en la mayoría de los casos. Una joven inglesa conoce y traba amistad con la pasajera que le ha tocado en el asiento de enfrente, otra inglesa de edad mucho más avanzada (se trata de la famosa lady que después desaparece) que la invita a tomar una taza de té en el restaurante del tren, escena durante la cual tendrá ocasión de inscribir su nombre en la ventana empañada situada sobre la mesa a la que se han sentado. A su regreso al compartimiento, la joven dormita unos instantes. Cuando abre los ojos constata que su nueva amiga ya no se encuentra sentada frente a ella. Suponiéndola en el baño, vuelve a adormecerse un rato, pero empieza a preocuparse cuando despierta y comprueba que el asiento de enfrente sigue vacío. Es entonces cuando se interesa por lo que pueda haberle ocurrido a la anciana dama y pregunta a sus compañeros de viaje; pero todos los viajeros se encogen de hombros y declaran que nunca ha habido más de siete personas en el compartimiento desde la salida del tren. Le cuentan que han visto como la señorita se quedaba dormida ante sus ojos: es probable que haya soñado con una persona que no existe. La joven, que sabe bien que no ha sido así, emprende entonces una exploración minuciosa del tren y aprovecha para interrogar a todo el mundo, incluido el personal del restaurante, pero sin éxito. Hay que señalar en este punto que el tren en cuestión, que debido al mal tiempo ha salido con un retraso considerable, circula sin interrupciones hasta su destino final (Viena, si no recuerdo mal) y no se detiene en ninguna de las estaciones intermedias del trayecto; la misteriosa lady no podría, por consiguiente, haberse esfumado en ninguna parada. A la joven no le queda más remedio que volver a su asiento, bajo la mirada divertida de sus seis compañeros de viaje, que parecen pensar que la joven inglesa posee, como muchos de sus compatriotas, su pizca de originalidad, por no decir de extravagancia o, más bien, de locura.

Antes de proseguir con mi análisis, señalaré que Wittgenstein, en el fragmento 420 de su libro póstumo titulado Sobre la certeza, parece haberse inspirado en este episodio del filme de Hitchcock, cuyo espíritu reproduce en cualquier caso con exactitud:

«También una proposición como la de que ahora vivo en Inglaterra tiene dos aspectos: no es un error, pero, por otra parte: ¿Qué se yo de Inglaterra? ¿No puede extraviarse mi juicio por completo?

¿No podría suceder que todos los que entraran a mi habitación afirmaran lo contrario, que incluso me dieran “pruebas” de modo que yo, de repente, pareciera como un loco entre gente normal o como alguien normal rodeado de locos? ¿No puedo llegar a poner en duda lo que ahora me parece la cosa menos dudosa?»[4]

En la película de Hitchcock, la joven se encuentra en una situación extraña (“odd”, como en La carta robada de Edgar Poe[5] y el análisis que le dedica Lacan al principio de sus Escritos[6]), que tiene algo de pesadilla pero también de fantástico por su carácter tan real como imposible: ya que si bien es imposible que la persona con la que ha conversado y tomado el té con toda tranquilidad en el restaurante del tren exista únicamente en su imaginación, no lo es menos que sus seis compañeros de compartimiento (sólo más tarde sabremos que en realidad son cómplices), las personas del tren que ha interrogado (y —pero también esto lo sabremos sólo más adelante— que no han visto o no han querido ver a la provecta dama por mera distracción o inadvertencia, o por el deseo egoísta de quedar al margen de cualquier discordia), el personal mismo del vagón-restaurante (cómplice a su vez, pero también aquí habrá que esperar un buen rato antes de estar en condiciones de adivinarlo), en resumen, que todos los pasajeros del tren hayan decidido de pronto mentirle por razones incomprensibles y más que improbables. Es por tanto imposible que la anciana dama no exista, puesto que la ha visto y ha hablado con ella; pero es igualmente imposible que exista ya que, aparte de la joven que pretende haberla visto, nadie más la ha visto. En este terrible pulso que se establece entre una identidad personal (que es, o se cree, íntegra) y una identidad social (que todos consideran alterada), entre una joven que pretende haber visto y la sociedad de un tren entero que asegura no haber visto nada, la identidad personal es naturalmente la primera en resquebrajarse y ser corroída por la duda (lo mismo ocurre, por otro lado, con el espectador de la película). Pero esta prioridad cronológica es engañosa: es la inversión de la verdadera prioridad, que es la prioridad causal. Quiero decir con esto que si la identidad personal de la joven llega a vacilar por un momento es porque previamente ha sido atacada su persona social. Pues la gente se atiene a nuestros hechos y gestos (da igual que éstos hayan sido en realidad trucados y falseados), no a lo que se nos pasa por la cabeza. Y el ámbito de los hechos y los gestos, como el de los papeles y los documentos, ligado a la identidad social, es el único que tiene curso oficial; todo lo demás, todo lo que podamos pensar o imaginar provisionalmente, pertenece al orden inescrutable e incierto de nuestras fantasías y ensoñaciones, de nuestras cogitationes privatae, como diría Descartes, o sea de una identidad personal que nadie conseguirá jamás llegar a conocer ni hacer reconocer oficialmente. Una viajera loca que dice cosas absurdas pierde, en primer lugar, los privilegios asociados a su identidad social; sólo en un segundo momento, la sospecha arrojada sobre la identidad social genera una duda acerca de la solidez mental de la identidad personal de la viajera (¿Me habré vuelto loca, es decir, alienada o lo que es lo mismo, “otra”, privada de mi integridad y de mi identidad personal?).

El tema de la duda existencial —¿Realmente soy yo mismo? ¿Estoy seguro de no haber dicho ni hecho lo que no recuerdo en absoluto haber dicho o hecho, pero que todos aseguran ahora haberme visto hacer u oído decir?— aparece en casi todas las películas de Hitchcock. Se diría que toda una sociedad se ha empeñado en demostrar, faltando a la verdad más elemental pero asistida por una verosimilitud implacable, que el héroe de la película no es quien cree ser, que no puede haber llevado a cabo los actos que efectivamente ha llevado a cabo, que en cambio ha cometido fechorías que no ha cometido y que se emperra puerilmente en desmentir contra toda evidencia, circunstancia y testimonio. Parodiando a Boileau, podríamos decir que en Hitchcock lo verdadero nunca es verosímil y lo verosímil nunca es verdadero. Este planteamiento básico, que ha producido películas admirables pero quizás también, al principio, algunos “bodrios” bastante plomizos por su monotonía y simplismo, es en Hitchcock una especie de tic o una obsesión, probablemente ligada a terrores y recuerdos de infancia que los psicoanalistas llamarían “arcaicos”, al sentimiento de haber sido descubierto en falta cuando en realidad no había tal falta pero todas las apariencias parecían confirmarla, o a haber sido culpabilizado por un entorno puritano tras ser descubierto en el desempeño de alguna actividad por así decir natural. No cabe duda, en cambio, de que sea cual sea nuestra estima por sus películas o por su virtuosismo cinematográfico (este último poco cuestionable), Hitchcock ha contribuido decisivamente a ilustrar la fragilidad del yo personal ante fuerzas que se conjuran en su contra y le niegan su yo social y oficial. No obstante, en sus películas sobrevive un fantasma del yo personal, siempre representado —quizás a veces con humor— como el yo real. Pero como diría Spinoza, con esto ya hay bastante sobre el tema.

La supremacía del yo social sobre el yo privado se observa asimismo en el hecho de que todos los filósofos, de san Agustín en adelante, sitúan la continuidad de la persona en la facultad de recordar, en la memoria sin la cual la unidad del yo se dispersaría y disgregaría en sensaciones aisladas e independientes unas de otras. Ahora bien, la continuidad de la persona concierne a todas luces al yo social (es decir, lo que ha hecho, lo que ha dicho, etc.), toda vez que su continuidad psicológica no se presta a una rememoración detallada y a lo sumo podría abarcar un breve instante solamente durante un breve instante; y aun en este caso se trata de una hazaña que exige el ingenio y la agilidad mental de un Dupin, capaz de adivinar, al principio de Los crímenes de la calle Morgue de Edgar Poe[7], la secuencia de ideas del amigo que camina en silencio a su lado y no ha abierto la boca en «casi un cuarto de hora». De ello se sigue que si bien el yo no puede más que encomendarse a su propia memoria, no puede tratarse más que de su memoria en cuanto ser social y que por consiguiente no hay más yo que el yo social.

Quizás lleguemos a entender mejor ahora el sentido profundo de la observación que cierra el fragmento de Pascal antes citado: «Que nadie se vuelva a burlar, pues, de quienes se hacen honrar por cargos u oficios, puesto que no se ama a nadie sino por cualidades prestadas». Porque no se trata simplemente de señalar la necesidad particular (deplorable pero necesaria según Pascal) de honrar a los grandes, sus cargos y sus oficios; se trata también de señalar una verdad filosófica y mucho más grave: fuera de los signos y de los actos que emanan del yo y me identifican como quien soy, no hay nada que sea mío ni propio de mí.

La identidad personal es pues como una persona fantasmal que persigue a mi persona real (y social), me ronda —a menudo de cerca pero nunca de forma tangible ni alcanzable— y constituye lo que Mallarmé llama bellamente al principio de sus Cuentos indios[8] su “obsesión”. Mi fantasma más familiar, qué duda cabe, pero mi fantasma al fin; y un fantasma nunca pasa de ser un fantasma, por mucho que nos visite y se nos aproxime y en algún caso se decida incluso a ocupar nuestro lugar, como ocurre en un sketch de Robert Devos («Anoche volví a casa antes de lo habitual: había alguien en mis pantuflas») y en muchos cuentos de Maupassant, en los que escenifica su conocida obsesión por el doble de uno mismo que resulta ser el verdadero y amenaza en todo momento con reemplazarlo, privando así al novelista de la comodidad psicológica que procura el sentimiento de la identidad personal, por ficticio que sea.

En ¿Él?, por ejemplo, Maupassant (o el narrador) vuelve a su casa, donde vive solo, cansado y con ganas de acostarse tras un largo paseo nocturno, pero descubre, sentada en un sillón frente a la chimenea, a una persona que no es otra que su fantasma personal, su otro él mismo, o lo que yo llamaría su identidad personal, que se esfuma tan pronto como la intenta tocar:

«Entré. El fuego seguía llameando e incluso iluminaba un poco el apartamento. Había cogido una vela para encenderla en la chimenea, cuando percibí, al levantar la vista, a alguien sentado en mi sillón, calentándose los pies y dándome la espalda. (…)

Mi amigo, cuya cabellera era lo único que tenía a la vista, se había dormido delante de mi chimenea esperándome y me adelanté para despertarlo. Lo veía perfectamente, con un brazo caído a la derecha; su cabeza, inclinada levemente hacia la izquierda del sillón, indicaba claramente que dormía. Me pregunté: ¿Quién es? Por lo demás, no se veía bien en la habitación. Adelanté la mano para tocarle el hombro…

¡Me topé con la madera del sillón! Ya no había nadie. ¡El sillón estaba vacío!»

Desde una inspiración parecida, F. Pessoa hizo una observación que no puede dejar de impresionarnos: «¿Qué es ese intervalo que hay entre yo mismo y yo?»[9]

En la misma línea, aunque esta vez en versión burlesca, sería una lástima no recordar el gracioso episodio en el que Hernández y Fernández, en las aventuras de Tintín, de Hergé, parten a la búsqueda de lo que en último término sería su “presencia real”, siguiendo sus propias huellas, que han confundido con las de otras personas y que no hacen más que conducirlos hasta su punto de partida. Es probable que el episodio tuviera algún valor simbólico a ojos de Hergé, que utiliza el gag en dos ocasiones: una vez en Tintín en el país del oro negro y otra en Aterrizaje en la Luna.

Es posible que se pudiera llenar un libro entero con citas y alusiones parecidas. Pero no me resisto al placer de citar una breve fábula de Hodja, por su carácter chusco y sobre todo por su profundidad filosófica (ya que el fabulista turco concluye su relato con la moraleja más sabia posible sobre el caso, a saber, la inanidad de toda búsqueda de identidad personal):

«Nasrudín se dirige al mercado a vender dos hermosas sandías de su jardín. Camina con una sandía bajo cada brazo, cuando ve, en un recodo del camino, a otro hombre caminando delante suyo, vestido exactamente igual que él y cargado también con dos sandías.

— ¡Por Alá! Exclama. ¡Si ése no soy yo, no veo quién pueda ser!

Aprieta el paso por unos momentos pero pronto renuncia definitivamente a alcanzarlo:

— Y a fin de cuentas, se pregunta, ¿para qué voy a alcanzarme?»[10]

En efecto, no hubiera servido de nada. Para empezar, porque el conocimiento del verdadero yo, suponiendo que exista, daría poco juego en el plano intelectual; para seguir, y sobre todo, porque ese verdadero yo es a todas luces inalcanzable.

Este carácter a la vez próximo y lejano de la presencia supuesta de un yo “pre-identitario” ha sido muy bien evocado, por volver a las aventuras de Tintín, en tres imágenes de Tintín en el Tíbet[11], en las que una silueta se aleja envuelta en una tormenta de nieve; Tintín la confunde con el capitán Haddock, da voces en vano hasta que la figura misteriosa desaparece finalmente en la bruma. La persona en cuestión no es otra que el Yeti, el abominable hombre de las nieves, es decir, nadie, una criatura puramente fantasmal (pese a que el libro de Hergé sostenga la ficción de su existencia real) que no hace más que volver a la nada de la que había salido[12]. Más adelante, al caer en la cuenta de que no podía tratarse de ninguno de sus dos compañeros, Tintín se pregunta: «Pero entonces… ¿A quién he visto?» También podría preguntarse: «¿Quién es esa persona que me ha parecido ver?» o mejor aún: «¿Quién es esa persona que no he visto?»

Estos ejemplos ilustran lo que he dicho anteriormente: la identidad personal es un huésped familiar, pero también un huésped invisible, o visible desde un ángulo de visión que me impide mirarlo a la cara e identificarlo de forma certera. Se habrá observado que en los ejemplos citados el héroe que parte a la búsqueda de sí mismo se ve siempre de espaldas: Maupassant en ¿Él?, igual que Nasrudín, que se ve de espaldas, y que Tintín, que entrevé la espalda del Yeti; y, por supuesto, como los policías Hernández y Fernández, aunque no nos atrevemos a decir que intenten darse alcance, ya que al fin y al cabo van tras sí mismos, tal y como existen en carne y hueso, aquí y ahora. Lo cual es el colmo de cualquier aberración imaginable en la vana búsqueda de uno mismo.

Terminaré esta aproximación al “embrujo” del yo con una observación sobre la decepción sistemática y sintomática que aguarda a quien crea haber descubierto por fin su propia identidad personal —que caerá en la trampa que J. Starobinski resume en el subtítulo de su obra sobre Rosseau: la transparencia y el obstáculo— o crea haber logrado por fin iluminar los arcanos de la presunta personalidad íntima de otros. Decepción sumamente significativa: el carácter desesperado de tal empresa se reconoce en que su propio éxito no informa en absoluto. Quien crea conocerse bien se ignora más que nunca, al no tener ningún sentimiento consistente de sí mismo al que hincar el diente (volvemos a toparnos con el argumento de Hume); quien logra finalmente ver a los demás de frente, no ve nada. «Quiero conocer un poco vuestras ideas a fondo» declara Sganarelle a Don Juan en la obra de Molière[13]. El problema es, en este punto, que Don Juan no posee “ideas a fondo”, ni él ni nadie; más allá de «dos y dos son cuatro, y cuatro y cuatro, ocho» como dice unas réplicas más adelante: lo menos que puede decirse de tal opinión es que informa poco acerca de las ideas y los sentimientos que pertenecerían específicamente a Don Juan, a su persona íntima. Cierta anécdota, muy profunda en mi opinión, ilustra mejor de lo que sabría hacer yo la esencia de la decepción que aguarda a cualquier espía del otro o de sí mismo.

En una serie de programas sobre Maurice Ravel emitidos en su día por France-Musique, el responsable advirtió de entrada a sus oyentes en contra de la tentación de penetrar por la fuerza en la personalidad un tanto enigmática del autor del Bolero (músico que, en palabras de Roland-Manuel, «no tenía más secreto que el secreto de su genialidad»[14]). Semejante tentativa, dijo, siempre resulta decepcionante. A este respecto, contó la desventura vivida por un allegado, que viene a cuento porque resume perfectamente el fracaso al que está abocado quien pretenda descubrir la intimidad psicológica de una persona y lo que llamo su “identidad personal”. El amigo en cuestión, hijo de un impresor —se trataba de un impresor de barrio, es decir, de un impresor de carteles y cartelitos, tarjetas y formularios que podrían servir, en tal o cual circunstancia, a un gran número de personas o agrupaciones: este indicio es el único que puede allanar el camino hacia la solución del enigma propuesto por el locutor radiofónico a los oyentes de France-Musique y resulta imprescindible para su comprensión, como se verá a continuación—, heredó la imprenta a la muerte de su padre y, apenas un día después del funeral, mientras preparaba el inventario del local, se topó con un grueso sobre cerrado en el que podía leerse la siguiente frase, escrita de puño y letra por su padre: No abrir. Obedeciendo la voluntad póstuma de su padre, y venciendo la curiosidad que lo corroía, nuestro impresor respetó el secreto paterno alrededor de seis largos años, transcurridos los cuales se decidió a violar el secreto y a abrir el sobre. Les dejo adivinar lo que encontró dentro del sobre, agregó el musicólogo; pero les revelaré la clave del enigma al final de esta serie de programas, o sea, el próximo viernes a mediodía. Así es que tuvimos que esperar cinco días —el programa había comenzado un lunes por la mañana—, que también fueron largos, para enterarnos de que lo que contenía el misterioso sobre era un centenar de etiquetas idénticas, impresas con la misma consigna que figuraba al dorso del sobre: No abrir.

Lo que el impresor junior había interpretado como un mandato testamentario no era más que la referencia que su padre había usado para señalar el sobre que contenía el stock de una fórmula banal destinada a su clientela. El presentador del programa había tomado la precaución de advertirnos el mismo lunes de que la violación del secreto había resultado decepcionante (segundo indicio, en definitiva, tras la precisión sobre el tipo de imprenta regentada por sus amigos; pero sólo un Sherlock Holmes habría sabido interpretarlo). La decepción superó todas las previsiones; no cuesta mucho pues imaginar la cara del hijo, que se debió lamentar amargamente por los seis años de incertidumbre lancinante; como la heroína de El collar, de Maupassant, que al final del cuento lamenta su vida perdida, íntegramente dedicada a pagar una joya considerada de gran valor y que al final resultaba que no era sino una vulgar falsificación. El investigador no sólo no encuentra nada sino que encuentra algo que es, por así decir, menos que nada: la mera repetición de una fórmula que ya conocía, que lo ha obsesionado durante seis años y que ahora, una vez abierta la carta, aparece cruel e irónicamente reproducida. Pesadilla de estructura abismal, como lo es postergar eternamente el acto de abrir algo, cuando no hay nada que abrir, salvo la invitación de no abrir repetida al infinito, como si se tratara de una máquina defectuosa que es imposible detener.

Así pues nuestro impresor no descubre un secreto decepcionante, sino una nada (como quien abriese una puerta falsa y se estrellase contra una pared). “No abrir” no esconde nada ni abre nada. Recordamos la cita célebre de Heráclito: «El Dios de Delfos no habla ni oculta sino que hace señales.» El oráculo de la carta abierta es mucho más oscuro: no dice, ni oculta, ni tampoco insinúa nada. Lo mismo ocurre con el sentimiento de identidad personal, que también viene a ser como un sobre sin contenido o, si se prefiere, que lleva en su interior un mismo mensaje mudo, repetido al infinito y sin variación significativa.

Por lo demás, cuando decimos que “conocemos bien” a alguien, solemos querer decir que hemos captado el carácter repetitivo de su comportamiento social y que estamos, por tanto, en condiciones de prever, casi con total seguridad, su comportamiento en tal o cual circunstancia. Eso significa que hemos entendido perfectamente su “rol” (que el español describe a la perfección con la palabra papel[15], esto es, la hoja, el texto) y su lógica repetitiva. Está claro que ese rol alude a su comportamiento social y que por consiguiente la persona que decimos conocer no es una identidad personal sino una identidad social: la “continuidad” de su comportamiento, a semejanza de las fórmulas repetitivas que contenía el sobre del impresor.

Naturalmente, cabe objetar que el impresor hijo podría haber encontrado algo totalmente distinto: en lugar de lo que realmente encontró por ejemplo, «Yo estrangulé a la niña», como en La pequeña Roque de Maupassant, o «Yo maté a la vieja», como en Crimen y castigo de Dostoievski[16]. Pero en tal caso estaríamos nuevamente ante una información referida a hechos, socialmente observables y verificables, aunque la tarea resulte en muchos casos complicada o imposible; no ante la expresión de un estado de ánimo. Lo que nos “hablaría” de ese modo, no dejaría de ser la identidad social. Lo que nunca se pronuncia, en cambio, es la identidad personal. El sobre absolutamente vacío, como en la anécdota citada, constituye el caso general con respecto al cual todos los demás apenas son variantes o figuras aparentemente diferentes.