24

Consecuencias

En la gran biblioteca de Jhaampe hay un tapiz del que se rumorea que contiene un mapa del camino entre las montañas que desemboca en los Territorios Pluviales. Como tantos otros mapas y libros de Jhaampe, la información contenida se consideraba tan valiosa que estaba codificada en forma de acertijos y rompecabezas visuales. Trazado en el tapiz, entre muchas imágenes, está el perfil de un hombre de piel y cabello morenos, robusto y musculoso, que porta un escudo rojo, y en la esquina opuesta un ser de piel dorada. La criatura dorada ha sido víctima de las polillas y los estragos del tiempo, pero todavía resulta posible ver que en la escala del tapiz es mucho más grande que un humano, posiblemente con alas. Una leyenda de Torre del Alce afirma que el rey Sapiencia buscó y encontró el hogar de los vetulus siguiendo un camino secreto que atraviesa el Reino de las Montañas. ¿Podrían representar estas figuras a un vetulus y al rey Sapiencia? ¿Señala este tapiz la senda que recorre el Reino de las Montañas hasta llegar al hogar de los vetulus en los Territorios Pluviales?

Mucho después supe cómo me habían encontrado, apoyado en el cuerpo de Burrich en el suelo de baldosas de los baños de vapor. Temblaba como si estuviera poseído y nadie podía despertarme. Nos encontró Jonqui, aunque nunca sabré cómo dio en buscarnos en los baños. Sospecharé siempre que ella era para Eyod lo que Chade para Artimañas, quizá no una asesina, sino alguien que tenía maneras de conocer o averiguar casi todo cuanto ocurría en el palacio. Como quiera que fuese, se hizo cargo de la situación. Burrich y yo fuimos aislados en una cámara separada del palacio, y sospecho que durante una temporada nadie de Torre del Alce supo dónde estábamos, ni si vivíamos siquiera. Se ocupó de nosotros personalmente con la ayuda de un anciano sirviente.

Desperté unos dos días después de la boda. Pasé cuatro de los días más lamentables de mi vida postrado en la cama, con las extremidades dotadas de vida propia. Dormitaba casi todo el tiempo preso de un incómodo aletargamiento, y o bien soñaba vívidamente con Veraz, o bien sentía cómo intentaba Habilitarme. Los sueños de la Habilidad no tenían sentido para mí, aparte de indicarme que se preocupaba por mi estado. Solo captaba fragmentos aislados de información, como el color de las cortinas de la habitación desde la que Habilitaba, o la presión de un anillo que giraba distraídamente en su dedo mientras intentaba llegar hasta mí. Algún violento espasmo muscular solía arrancarme de mi sueño, y las convulsiones me atormentaban hasta que, exhausto, volvía a quedarme dormido.

Mis períodos de alerta no eran mejores, pues Burrich yacía en un catre en la misma estancia, respirando con dificultad pero sin hacer mucho más que eso. Tenía el semblante tan hinchado y descolorido que apenas si resultaba reconocible. Desde el principio Jonqui me hizo alimentar pocas esperanzas por él, ni de que viviera, ni de que volviera a ser él mismo si conseguía sobrevivir.

Pero no era la primera vez que Burrich burlaba a la muerte. La hinchazón remitió de forma paulatina, los moratones desaparecieron y, cuando despertó, procedió a recuperarse rápidamente. No recordaba nada de lo ocurrido después de que me sacara del establo. Le conté solo lo que necesitaba saber. Era más de lo que resultaba seguro que supiera, pero se lo debía. Se levantó y volvió a caminar antes que yo, aunque al principio sufría mareos y dolores de cabeza. Pero no pasó mucho tiempo antes de que Burrich visitara los establos de Jhaampe y explorara la ciudad a su antojo. Regresaba al anochecer, y mantuvimos muchas y muy largas conversaciones. Ambos evitábamos aquellos temas en los que sabíamos que no estábamos de acuerdo, y había áreas, como las enseñanzas de Chade, que no podía confiarle. Por lo general, sin embargo, hablábamos de los perros que había conocido, y de los caballos que había adiestrado, y a veces me contaba cosas, no muchas, sobre sus primeros días con Hidalgo. Una noche le hablé de Molly. Guardó silencio un buen rato, para luego decirme que había oído que el propietario de la Velería de Toronjil había muerto endeudado, y que su hija se había ido a vivir con unos parientes a una aldea en vez de hacerse cargo del negocio, como se esperaba. No recordaba el nombre de la aldea, pero me dijo muy serio que debería tener las ideas claras antes de volver a verla.

Augusto nunca volvió a Habilitar. Aquel día se lo llevaron del estrado, pero en cuanto se hubo recuperado de su desmayo exigió ver a Regio de inmediato. Sé que entregó el mensaje de Veraz. Pues aunque Regio no vino a visitarnos a Burrich ni a mí durante nuestra convalecencia, Kettricken sí, y ella nos mencionó que Regio estaba muy preocupado por nuestra salud y deseaba que nos recuperáramos rápida y completamente de nuestras heridas, pues como le había prometido, me había perdonado del todo. Ella me contó cómo Burrich había resbalado y se había golpeado la cabeza intentando sacarme del estanque cuando sufrí mi ataque. No sé quién había urdido aquella historia. La misma Jonqui, quizá. Creo que ni siquiera Chade podría haberse inventado otra mejor. Pero el mensaje de Veraz puso fin al liderazgo de Augusto en el destacamento, y a toda su Habilidad por lo que sé. Desconozco si estaba demasiado amedrentado desde aquel día, o si aquella fuerza agostó su talento. Abandonó la corte y se mudó a Bosque Blanco, donde gobernaran antaño Hidalgo y Paciencia. Creo que aprendió la lección.

Tras su boda, Kettricken compartió con toda Jhaampe un mes de luto por su hermano. Desde mi lecho, lo percibía principalmente en forma de tañidos, cánticos y grandes ofrendas de incienso. Todas las pertenencias de Rurisk se repartieron entre el pueblo. Vino a verme el mismísimo Eyod, que me trajo una sencilla alianza de plata que había pertenecido a su hijo. Y la punta de la flecha que le había traspasado el pecho. No me dijo gran cosa, salvo para referirme lo que era cada cosa, y que debería atesorar aquellos recuerdos de un hombre excepcional. Me dejó preguntándome por qué se me habían reservado aquellos objetos.

Al cabo de un mes, Kettricken dio por finalizado su luto. Vino para desearnos una pronta recuperación a Burrich y a mí, y para decirnos adiós hasta que volviéramos a vernos en Torre del Alce. El breve momento de Habilidad de Veraz había eliminado todas las reservas que tenía sobre él. Se refería a su marido con contenido orgullo y viajó a Torre del Alce de buena gana, sabiéndose dada a un hombre de honor.

No me estaba reservado cabalgar junto a ella a la cabeza de aquella comitiva, ni entrar en Torre del Alce precedido del bramido de los cuernos, los acróbatas y los niños que hacían sonar cascabeles. Ese puesto correspondía a Regio, y lo aceptó de buen grado. Parecía haber tomado buena nota del consejo de Veraz. No creo que este llegara a perdonarlo del todo, pero desechó las conspiraciones de Regio como si fueran trastadas infantiles, y creo que aquello acobardó a Regio más que cualquier reprimenda pública. El envenenamiento terminó atribuyéndose a Lucho y Severino, por parte de quienes estaban al corriente de él. A fin de cuentas, Severino había comprado el veneno y Lucho había entregado el obsequio de la botella de vino. Kettricken fingió convencerse de que todo era culpa de la ambición desmesurada de unos criados, a escondidas de su ignorante señor, y la muerte de Rurisk nunca se achacó abiertamente al veneno. Como tampoco yo fui reconocido oficialmente como un asesino. Con independencia de lo que sintiera Regio, su conducta era la de un joven príncipe que escolta graciosamente a su hogar a la novia de su hermano.

Tuve una larga convalecencia. Jonqui me trató con hierbas que, decía, repararían el daño infligido. Debería haber intentado aprender aquellas hierbas y técnicas, pero mi mente no parecía más capaz que mis manos de asir nada. Lo cierto es que no recuerdo gran cosa de aquella temporada. Mi recuperación del envenenamiento fue frustrantemente lenta. Jonqui se propuso hacerla menos tediosa consiguiéndome tiempo en la Gran Biblioteca, pero se me cansaba la vista enseguida y parecía que mis ojos fueran tan proclives a sufrir temblores como mis manos. Pasé casi todos los días en la cama, pensando. Durante algún tiempo me pregunté si quería volver a Torre del Alce. Me pregunté si podría seguir siendo el asesino de Artimañas. Sabía que, si regresaba, tendría que sentarme a la misma mesa que Regio, y verlo a la izquierda de mi rey. Tendría que tratarlo como si nunca hubiera intentando matarme, como si no me hubiera utilizado para envenenar a un hombre al que yo admiraba. Así se lo dije a Burrich una noche, con toda franqueza. Se sentó y me escuchó en silencio. Luego dijo:

—Me cuesta imaginar que sea más fácil para Kettricken que para ti. O para mí, mirar al hombre que ha intentando matarme en dos ocasiones y llamarlo «mi príncipe». Tienes que decidirte. Detestaría hacerle pensar que ha conseguido ahuyentarnos. Pero si decides que debemos ir a otra parte, iremos. —Creo que fue entonces cuando deduje por fin lo que significaba el pendiente.

El invierno había dejado de suponer una amenaza para convertirse en realidad cuando salimos de las montañas. Burrich, Manos y yo regresamos a Torre del Alce mucho después que los demás, pues nos tomamos nuestro tiempo para cubrir el trayecto. Me fatigaba con facilidad, y mis fuerzas seguían siendo impredecibles. Me derrumbaba en los momentos más insospechados, y me caía de la silla como un saco de grano. Entonces se paraban para ayudarme a montar de nuevo, y me obligaba a continuar. Muchas noches me despertaba temblando, sin fuerzas siquiera para llamar a nadie. Estos lapsos me acompañaron mucho tiempo. Lo peor, creo, eran las pesadillas de las que no despertaba, en las que solo soñaba que me ahogaba lentamente. Desperté de uno de aquellos sueños para encontrar a Veraz de pie ante mí.

Armas tanto escándalo que despertarías a los muertos, me dijo con tono amigable. Tenemos que buscarte un maestro, alguien que te enseñe algo de control, por lo menos. A Kettricken le extraña que yo sueñe que me ahogo con tanta frecuencia. Supongo que debería dar gracias a que dormiste apaciblemente en mi noche de bodas, por lo menos.

—¿Veraz? —dije aturdido.

Vuelve a dormirte. Galeno está muerto, y tengo a Regio amarrado en corto. No tienes nada que temer. Duerme, y deja de soñar a voces.

¡Veraz, espera! Pero mi intención de partir tras él rompió el tenue contacto de la Habilidad, y no me quedó más remedio que hacer lo que me había aconsejado.

Proseguimos nuestro viaje en medio de un tiempo cada vez más desagradable. Todos esperábamos llegar a casa mucho antes de la fecha en que llegamos por fin. Creo que Burrich había pasado por alto las habilidades de Manos hasta aquel viaje. Manos poseía una serena competencia que inspiraba confianza en los caballos y los perros. A la larga terminó por reemplazarnos a Mazurco y a mí en los establos de Torre del Alce, y la amistad que creció entre Burrich y él me hizo percibir mi soledad con más claridad de la que yo hubiera deseado.

La muerte de Galeno supuso una tragedia para la corte de Torre del Alce. Quienes menos lo habían conocido eran los que mejor hablaban de él. Era evidente que el hombre se había entregado demasiado para que le fallara el corazón siendo tan joven. Llegó a hablarse incluso de poner su nombre a un barco de guerra, como si de un héroe fallecido se tratara, pero Veraz nunca hizo caso de aquella idea ni llegó a aprobarse jamás. Su cuerpo fue enviado a Lumbrales para su entierro, con todos los honores. Si Artimañas sospechaba algo de lo que había ocurrido entre Veraz y Galeno, se lo guardó para sí. Ni él ni Chade llegaron a mencionármelo jamás. La pérdida de nuestro Maestro de la Habilidad, sin siquiera un aprendiz que lo reemplazara, no era asunto trivial, y menos con los Corsarios de la Vela Roja en nuestro horizonte. Esa era otra de las discusiones abiertas, pero Veraz se negó en redondo a considerar a Serena o a cualquier otro miembro del destacamento entrenado por Galeno.

Nunca supe si Artimañas me había vendido a Regio. Nunca se lo pregunté, ni siquiera compartí mis sospechas con Chade. Supongo que no quería saberlo. Intenté impedir que afectara a mis lealtades. Pero en el fondo de mi corazón, cuando decía «mi rey» me refería a Veraz.

La madera prometida por Rurisk llegó a Torre del Alce. Hubo que transportarla por tierra hasta el río Vin, donde descendió hasta el lago Turia, y de allí al río Alce y a Torre del Alce. Llegó a mediados de invierno y era tan excelente como había dicho Rurisk. El primer buque de guerra que se construyó con ella recibió su nombre. Creo que él lo habría entendido, aunque no lo hubiese aprobado del todo. El plan del rey Artimañas había tenido éxito. Hacía muchos años que Torre del Alce no gozaba de una reina de ningún tipo, y la llegada de Kettricken supuso un novedoso acicate para la vida en la corte. La trágica muerte de su hermano la víspera de su enlace, y la valentía demostrada al seguir adelante con la boda a pesar de todo, alimentaban la imaginación de la gente. La inconfundible admiración que profesaba a su nuevo marido convertía a Veraz en un héroe romántico aun para su propio pueblo. Formaban una pareja impresionante, con la juventud y la belleza pálida de Kettricken como complemento de la serena fuerza de Veraz. Artimañas los exhibía en bailes que atraían hasta al último noble de cada ducado, y Kettricken hablaba con intensa elocuencia de la necesidad común de unirse para derrotar a los Corsarios de la Vela Roja. Así que Artimañas reunió su dinero, y aun antes de que remitieran las tormentas del invierno comenzó la fortificación de los Seis Ducados. Se construyeron más torres y se ofrecieron voluntarios para guarnecerlas. Los carpinteros de navíos se disputaban el privilegio de construir los barcos de guerra, y la ciudad de Torre del Alce se llenó de voluntarios para tripularlos. Por una temporada aquel invierno la gente creyó en las leyendas que ella misma creaba, y parecía que los corsarios podrían ser derrotados solo con la fuerza de voluntad. Yo desconfiaba de aquella seguridad, pero veía cómo la alentaba Artimañas y me pregunté cómo pretendería mantenerla cuando se reanudara la realidad de los forjados.

Aún he de mencionar a alguien más, alguien que se vio arrastrado a aquel conflicto e intriga solo por la lealtad que me profesaba. Hasta el fin de mis días he de lucir las cicatrices que me dejó. Sus dientes gastados se hundieron profundamente en mi mano varias veces antes de que lograra sacarme del estanque. Cómo lo hizo, jamás lo sabré. Pero su cabeza descansaba todavía en mi pecho cuando nos encontraron; sus lazos mortales con este mundo se habían cortado. Morrón estaba muerto. Creo que entregó su vida de buena gana, acordándose de que habíamos sido buenos amigos cuando ambos éramos cachorros. Los hombres no pueden llorar como los perros. Pero lloramos durante muchos años.