23

La Boda

El arte de la diplomacia consiste en tener la suerte de conocer más secretos de tu rival que este de ti. Actúa siempre desde una posición ventajosa. Estas eran las máximas de Artimañas. Y Veraz las acataba.

—Tienes que encontrar a Augusto. Es la única esperanza de Veraz.

Estábamos sentados en una colina desde la que se divisaba el palacio, bañados por la luz gris que precede al amanecer. No nos habíamos alejado mucho. El terreno era empinado y yo no estaba en condiciones de recorrer largos trechos. Empezaba a sospechar que la patada de Regio había renovado el daño que infligiera Galeno a mis costillas. Cada bocanada de aire era como una puñalada. El veneno de Regio seguía provocándome temblores y me flojeaban las piernas a menudo y de manera impredecible. No podía tenerme en pie solo, pues mis piernas eran incapaces de sostenerme. Ni siquiera podía agarrarme a un tronco y mantenerme derecho de ese modo; no tenía fuerza en los brazos. A nuestro alrededor, alentadas por el alba, las aves del bosque trinaban, las ardillas se aprovisionaban para el invierno y cantaban los insectos. Inmerso en aquel mar de vida, costaba preguntarse cuánto de aquel daño sería permanente. ¿Se me habrían acabado los días de vigor juvenil y estaría condenado a pasar el resto de mi vida tembloroso y debilitado? Intenté apartar la pregunta de mi cabeza y concentrarme en los problemas más serios que acuciaban a los Seis Ducados. Me quedé inmóvil, como me enseñara Chade. A nuestro alrededor los árboles eran inmensos, su presencia infundía paz. Comprendí por qué se negaba Eyod a talar el bosque. Sentía la suavidad de las agujas bajo nuestros pies, el bálsamo de su fragancia. Deseé poder tumbarme y dormir, igual que Morrón a mi lado. Nuestro dolor seguía entremezclado, pero al menos él conseguía eludirlo en su sueño.

—¿Qué te hace pensar que Augusto va a ayudarnos? —preguntó Burrich—. Si es que puedo traerlo aquí.

Volví a concentrarme en nuestro dilema.

—No creo que esté implicado en el resto de la conspiración. Me parece que sigue siendo leal al rey. —Había ofrecido a Burrich mi información, así como mis meditadas conclusiones. No era dado a dejarse convencer por voces fantasmales que resonaban en la mente de un muchacho. De modo que no pude decirle que Galeno no había sugerido el asesinato de Augusto, y que por tanto lo más probable era que no estuviera al corriente de su conspiración. Seguía sin estar seguro de qué era lo que había experimentado. Regio no podía dominar la Habilidad. Aunque pudiera, ¿cómo podría haber escuchado yo una conversación Habilitada entre otras dos personas? No, tenía que tratarse de otra cosa, otro tipo de magia. ¿Obra de Galeno? ¿Era capaz él de practicar una magia tan poderosa? No lo sabía. No sabía tantas cosas. Me obligué a dejarlo todo a un lado. De momento, encajaba con los hechos de que disponía mejor que cualquier otra suposición que pudiera imaginar.

—Si es leal al rey y no sospecha de Regio, entonces es leal a Regio también —señaló Burrich, como si yo fuera corto de entendederas.

—En ese caso tendremos que obligarlo, no sé cómo. Hay que alertar a Veraz.

—Claro. Entro, le pongo un cuchillo en la espalda a Augusto y lo obligo a salir de allí. Seguro que no nos cruzamos con nadie.

Escarbé en busca de ideas.

—Soborna a alguien para que lo traiga hasta aquí. Y luego saltas sobre él.

—Aunque conociera a alguien a quien pudiera sobornar, ¿con qué lo haría?

—Tengo esto. —Toqué el pendiente de mi oreja.

Burrich lo miró y casi dio un respingo.

—¿De dónde has sacado eso?

—Me lo dio Paciencia. Justo antes de irme.

—¡No tenía ningún derecho! —Y luego, más calmado—: Pensaba que se lo habría llevado a la tumba.

Permanecí callado, a la espera.

Burrich apartó la mirada.

—Pertenecía a tu padre. Se lo regalé yo. —Hablaba voz baja.

—¿Porqué?

—Porque me apetecía, evidentemente. —Asunto zanjado.

Lo cogí y empecé a abrirlo.

—No —rezongó—. Déjalo en su sitio. Pero ni se te ocurra emplearlo para sobornar a nadie. De todos modos, estos chyurdos son insobornables.

Sabía que estaba en lo cierto. Intenté urdir otro plan. Salía el sol. Era de día, cuando pensaba actuar Galeno. Quizá hubiese actuado ya. Deseé saber qué estaría ocurriendo en el palacio. ¿Habrían descubierto mi ausencia? ¿Se estaría preparando Kettricken para comprometerse con un hombre al que odiaba? ¿Habrían muerto ya Severino y Lucho? Si no, ¿podría avisarlos y volverlos contra Regio?

—¡Alguien se acerca! —Burrich se aplastó contra el suelo. Yo me recosté, resignado a lo que tuviera que ocurrir. No me quedaban fuerzas para pelear—. ¿La conoces? —exhaló Burrich.

Volví la cabeza. Jonqui, precedida por un perrillo que jamás volvería a trepar a un árbol por Rurisk.

—Es la hermana del rey. —No me molesté en susurrar. Llevaba en la mano uno de mis camisones, y un instante después el diminuto perro brincaba alborozado a nuestro alrededor. Retozó juguetón con Morrón, pero este se limitó a mirarlo lastimeramente. Jonqui llegó al momento siguiente.

—Tienes que volver —me dijo sin más preámbulo—. Y debes darte prisa.

—Será difícil regresar sin correr a mi muerte. —Miraba detrás de ella en busca de más perseguidores. Burrich se había puesto de pie y se erguía sobre mí en actitud protectora.

—De muerte nada —prometió con serenidad—. Kettricken te ha perdonado. Llevo aconsejándola desde anoche, pero no he logrado convencerla hasta ahora. Ha invocado su derecho de hermana para perdonar a un hermano por lastimar a otro hermano. Según nuestra ley, si un hermano perdona a otro, nadie puede hacer lo contrario. Vuestro Regio pretendía disuadirla, pero solo consiguió enfurecerla. «Aquí, mientras esté en este palacio, todavía puedo invocar la ley de las montañas», le dijo. El rey Eyod se mostró de acuerdo. No porque no lamente la pérdida de Rurisk, sino porque la fuerza y la sabiduría de Jhaampe han de ser respetadas, por todos. Así que tienes que regresar.

Lo consideré.

—¿Y tú, me has perdonado?

—No —bufó—. No perdono al asesino de mi sobrino. Pero no puedo perdonarte por algo que no hiciste. No creo que bebieras de un vino que habías envenenado. Ni siquiera un sorbo. Quienes conocemos bien los peligros del veneno no tentamos a la suerte. Te habrías limitado a fingir que bebías, sin mencionar para nada el veneno. No. Esto es obra de alguien que se cree muy astuto y piensa que los demás son idiotas.

Sentí más que vi cómo Burrich bajaba la guardia. Pero yo no conseguí relajarme del todo.

—¿Por qué no puede perdonarme Kettricken y permitir que me vaya? ¿Por qué tengo que volver?

—¡No hay tiempo para esto! —gruñó Jonqui, y fue lo más parecido a una chyurda enfadada que había visto hasta la fecha—. ¿Acaso dispongo de meses y años para enseñarte todo lo que sé sobre el equilibrio? ¿Un tirón por cada empujón, un suspiro por cada inhalación? ¿Crees que nadie se da cuenta de cómo se tambalea el poder en estos momentos? Una princesa debe consentir que la rifen como si fuese una vaca, pero mi sobrina no es ninguna ficha que se pueda ganar en una partida de dados. Es evidente que quienquiera que asesinase a mi sobrino quería verte muerto a ti también. ¿He de consentir que se salga con la suya? De eso nada. No sé a quién tengo que vencer; hasta que lo sepa, no permitiré que sea eliminado ninguno de los jugadores.

—Comparto esa lógica —aprobó Burrich. Se agachó y me puso de pie de repente. El mundo se balanceó de forma alarmante. Jonqui acudió a colocar su hombro bajo mi otro brazo. Empezaron a andar y mis pies rastrillaron el suelo entre ellos. Morrón se obligó a incorporarse y nos siguió. Así regresamos al palacio de Jhaampe.

Burrich y Jonqui me condujeron en medio de la muchedumbre agolpada en los alrededores y el interior del palacio hasta mi habitación. Lo cierto es que suscité escaso interés. No era más que un extranjero que había abusado del vino y el humo la noche anterior. La gente estaba demasiado absorta buscando un buen sitio para contemplar el estrado como para preocuparse por mí. No había ambiente de luto, por lo que deduje que no se había aireado la noticia de la muerte de Rurisk. Cuando entramos por fin en mi cuarto, el plácido semblante de Jonqui se ensombreció.

—¡Esto no lo he hecho yo! Solo cogí un camisón para que Ruta pudiera captar tu olor.

«Esto» era el desmantelamiento de mi habitación. Lo habían hecho a conciencia, ya que no con discreción. Jonqui comenzó a ordenar las cosas de inmediato, y Burrich la ayudó transcurrido un momento. Me senté en una silla e intenté encontrarle algún sentido a la situación. Ignorado, Morrón se acurrucó en una esquina. Le tendí consuelo sin pensar. Burrich me lanzó una fulgurante mirada de soslayo, y luego miró al apesadumbrado perro. Apartó la vista. Cuando Jonqui salió a buscarme agua y comida, pregunté a Burrich:

—¿Has encontrado una cajita de madera? ¿Con bellotas talladas?

Zangoloteó la cabeza. Así que se habían llevado mi provisión de veneno. Me hubiera gustado preparar otro puñal, o aunque fuera un polvo para lanzar. Burrich no podría estar siempre a mi lado para protegerme, y estaba claro que yo no podría repeler ningún ataque, ni huir en mi estado actual. Pero me habían arrebatado los útiles de mi oficio. Tendría que rezar para que no me hicieran falta. Sospechaba que era Lucho el que había estado allí y me pregunté si habría sido eso lo último que hizo. Jonqui volvió con el agua y la comida y luego se excusó. Burrich y yo compartimos el agua para asearnos y con un poco de ayuda conseguí ponerme otra ropa, sencilla pero limpia. Burrich se comió una manzana. Mi estómago se rebelaba al pensar siquiera en la comida, pero bebí el agua fría del pozo que me había llevado Jonqui. Convencer a los músculos de mi garganta para tragar seguía costándome esfuerzo, y sentí como el agua se derramaba desagradablemente en mi interior. Aunque supuse que me haría bien.

Sentía el transcurrir de cada momento y me preguntaba cuándo actuaría Galeno.

Se corrió la pantalla. Levanté la cabeza, esperando ver a Jonqui, pero fue Augusto el que entró rodeado de una aureola de desprecio. Habló sin perder tiempo, ansioso por cumplir con su recado y marcharse de nuevo.

—No vengo por voluntad propia. Vengo a petición del Rey a la Espera, Veraz, para hablar en su nombre. Estas son sus palabras exactas. Lamenta profundamente…

—¿Lo has Habilitado? ¿Hoy? ¿Se encuentra bien?

Mi interrogatorio enervó a Augusto.

—¿Cómo quieres que se encuentre? Está desolado por la muerte de Rurisk y por tu traición. Te aconseja que busques fuerzas en quienes te sean leales, pues vas a necesitarlas para enfrentarte a él.

—¿Eso es todo? —pregunté.

—Por parte del Rey a la Espera, Veraz, sí. El príncipe Regio solicita que te presentes ante él, y cuanto antes, pues restan pocas horas para la ceremonia y debe vestirse para la misma. Tu cobarde veneno, destinado sin duda a Regio, ha acabado con la vida de Lucho y Severino. Ahora Regio depende de un ayuda de cámara inexperto. Tardará más en vestirse. De modo que no te hagas de rogar. Está en los baños de vapor, intentando recuperar fuerzas. Lo encontrarás allí.

—Qué tragedia. Un ayuda de cámara inexperto —comentó Burrich con acidez.

Augusto se esponjó como un sapo.

—No tiene ninguna gracia. ¿Acaso no te ha arrebatado a Mazurco esta sabandija? ¿Cómo puedes ayudarlo?

—Si no te protegiera tu ignorancia, Augusto, disiparía tus dudas. —Burrich se puso de pie, con aire amenazador.

—También tú tendrás que rendir cuentas —advirtió Augusto mientras retrocedía—. Tengo el deber de decirte, Burrich, que el Rey a la Espera Veraz no es ajeno a tu intento de ayudar escapar al bastardo, al que sirves como si fuese él tu rey y no Veraz. Serás juzgado.

—¿Eso ha dicho Veraz? —quiso saber Burrich, curioso.

—En efecto. Dijo que fuiste el mejor de los hombres del rey en vida de Hidalgo, pero que al parecer has olvidado cómo ayudar a quienes sirven realmente al rey. Te conmina a recordar, y te garantiza que sufrirás su ira de no presentarte ante él para recibir lo que te mereces por tus acciones.

—Lo recuerdo perfectamente. Conduciré a Traspié ante Regio.

—¿Ahora?

—En cuanto acabe de comer.

Augusto lo fulminó con la mirada y se marchó. Es difícil cerrar una pantalla de golpe, pero lo intentó.

—Ahora no tengo estómago, Burrich —protesté.

—Ya lo sé. Pero necesitamos algo de tiempo. He reparado en las palabras elegidas por Veraz y he escuchado en ellas más de lo que pretendía decir Augusto. ¿Tú no?

Asentí, sintiéndome derrotado.

—Yo también lo he entendido. Pero está fuera de mis posibilidades.

—¿Tú crees? Veraz opina lo contrario, y él sabe de estas cosas. Y tú mismo me dijiste que ese fue el motivo por el que intentó matarme Mazurco, porque sospechaban que extraías fuerzas de mí. También Galeno piensa que puedes hacerlo. —Burrich se me acercó e hincó una rodilla con dificultad en el suelo ante mí. Su pierna mala se extendía incómodamente a su espalda. Cogió mi mano laxa y la apoyó en su hombro—. Fui un hombre del rey para Hidalgo —me dijo en voz baja—. Veraz lo sabía. No tengo la Habilidad, entiéndelo. Pero Hidalgo me hizo comprender que para una cesión de ese tipo no era tan importante como la amistad que nos unía. Soy fuerte, y hubo ocasiones en que él necesitó esa fuerza y yo se la presté encantado. De modo que ya he pasado antes por esto, en circunstancias peores. Inténtalo, muchacho. Si fracasamos, fracasamos, pero al menos lo habremos intentado.

—No sé cómo. No sé Habilitar y desde luego no sé recurrir a la fuerza de otra persona para hacerlo. Y aunque supiera, si lo consiguiera, podría matarte.

—Si lo consigues, nuestro rey vivirá. Ese es mi deber. ¿Y el tuyo? —Hacía que todo pareciese tan simple.

Lo intenté. Abrí mi mente, busqué a Veraz. Intenté, sin saber cómo, extraer fuerza de Burrich. Pero lo único que oía era el trino de los pájaros fuera de los muros del palacio, y el hombro de Burrich no era más que un lugar donde apoyar la mano. Abrí los ojos. No hacía falta que le dijera que había fallado; lo sabía. Exhaló un hondo suspiro.

—En fin. Supongo que tendré que llevarte hasta Regio —dijo.

—Si no vamos, nos pasaremos la vida preguntándonos qué quería —añadí.

Burrich no sonrió.

—Tienes una vena extravagante —dijo—. Hablas más como el bufón que como tú.

—¿El bufón habla contigo? —pregunté con curiosidad.

—A veces —respondió, y me sujetó del brazo para ayudarme a incorporarme.

—Parece que cuanto más cerca ando de la muerte —le dije—, más gracia me hace todo.

—Será a ti solo —repuso—. Me pregunto qué querrá.

—Negociar. No puede ser otra cosa. Y si quiere negociar, puede que consigamos algo.

—Hablas como si Regio siguiera las mismas normas del sentido común que el resto de los mortales. No me consta que sea ese el caso. Y siempre he detestado las intrigas palaciegas —se lamentó Burrich—. Prefiero limpiar los establos. —Volvió a ponerme de pie.

Si alguna vez me había preguntado qué sentían las víctimas de la raíz muerta, ahora conocía la respuesta. No pensaba que fuese a morir, pero tampoco sabía cuánta vida iba a dejarme. Me temblaban las piernas y me costaba sostenerme. Sentía cómo me palpitaban varios músculos dispersos. Mi respiración y los latidos de mi corazón se habían vuelto erráticos. Deseaba permanecer inmóvil para poder escuchar mi cuerpo y decidir qué le ocurría. Pero Burrich guiaba mis pasos pacientemente, y Morrón trotaba a nuestro lado.

No había visitado los baños de vapor todavía, pero Burrich conocía el camino. Una flor de tulipán aislada guardaba en su interior un burbujeante manantial de agua caliente, trabajado para servir de bañera. Había un chyurdo en el exterior; reconocí en él al hombre que portaba la antorcha la noche anterior. Si le extrañó mi reaparición, no dio muestras de ello. Se hizo a un lado como si nos estuviera esperando y Burrich me arrastró por los escalones que conducían adentro.

El aire estaba cargado de nubes de vapor que transportaban una fragancia mineral. Pasamos junto a un par de bancos de piedra; Burrich pisó con cuidado en el pulido suelo de baldosas mientras nos acercábamos a la fuente del vapor. El agua brotaba de una fuente central, contenida por paredes de ladrillo levantadas a su alrededor. Desde allí se canalizaba a otras bañeras de menor tamaño, de temperatura variable en función de la longitud del regato y la profundidad del estanque. El vapor y el ruido del agua que caía llenaban el aire. No lo encontré agradable; bastante me costaba respirar ya. Mis ojos se acostumbraron a la penumbra y vi a Regio sumergido en una de las bañeras más grandes. Levantó la cabeza cuando nos aproximamos.

—Ah —dijo, como si estuviera complacido—. Augusto me dijo que te traería Burrich. Bueno. Supongo que ya sabrás que la princesa te ha perdonado por asesinar a su hermano. Y en este sitio, al menos, su gesto te libra de la justicia. A mí me parece una pérdida de tiempo, pero hay que respetar las costumbres locales. Dice que ahora te considera parte de sus hermanos, así que como a un hermano debo tratarte. No comprende que naciste de una unión ilegítima y que, por tanto, no te corresponde ningún derecho fraternal. Ah, en fin. ¿Por qué no despides a Burrich y disfrutas de los manantiales conmigo? Verás cómo te alivia. Pareces incómodo, así colgado como una camisa en el tendal. —Hablaba con total amabilidad, con toda afabilidad, como si no fuese consciente de mi odio.

—¿Qué querías decirme, Regio? —Mantuve un tono de voz neutro.

—¿No vas a despedir a Burrich? —insistió.

—No soy idiota.

—Podríamos discutir eso, pero vale. Supongo que tendré que despedirlo yo, entonces.

El vapor y el ruido de las aguas habían encubierto al chyurdo. Era más alto que Burrich, y cuando este se giró su garrote ya estaba en movimiento. De no haber estado cargando conmigo, podría haberlo esquivado. Burrich volvió la cabeza, pero la porra se estrelló contra su cráneo con un tremendo chasquido, como el que produce el hacha al morder la madera. Burrich se cayó, y yo con él. Aterricé a medias en uno de los estanques más pequeños. No estaba hirviendo, pero casi. Conseguí salir rodando, pero no pude volver a levantarme. Las piernas se negaban a obedecerme. Burrich estaba a mi lado, inerte. Tendí una mano hacia él, pero no podía alcanzarlo.

Regio se puso de pie e hizo un gesto al chyurdo.

—¿Muerto?

El chyurdo sacudió a Burrich con un pie y cabeceó brevemente para asentir.

—Bien. —Regio se sintió brevemente complacido—. Ponlo detrás de aquel tanque profundo que hay en el rincón. Luego puedes retirarte. —Dirigiéndose a mí, dijo—: No es probable que venga aquí nadie hasta después de la ceremonia. Están demasiado ocupados peleándose por coger un buen sitio. Y ahí en esa esquina… bueno, no creo que lo encuentren antes que a ti.

No conseguí responder. El chyurdo se agachó y cogió a Burrich por los tobillos. Mientras lo arrastraba, la negra brocha de su cabello trazaba un reguero de sangre en las baldosas. Una mezcla enfermiza de odio y desolación se combinó con el veneno que circulaba por mis venas. Un frío propósito cobró forma y se enquistó en mi interior. No albergaba esperanzas de salir con vida, pero eso no tenía importancia. Alertar a Veraz sí. Y vengar a Burrich. No tenía ningún plan, ni armas, ni posibilidad alguna. Gana tiempo, me aconsejaban las lecciones de Chade.

Cuanto más tiempo consigas, más oportunidades habrá de que ocurra algo inesperado. Entretenlo. Quizá venga alguien a ver por qué no se está vistiendo el príncipe para la boda. Quizá otra persona desee visitar los vapores antes de la ceremonia. Distráelo como sea.

—La princesa… —comencé.

—No es problema —remató Regio la frase—. La princesa no perdonó a Burrich. Solo a ti. Estaba en mi perfecto derecho de hacer con él lo que he hecho. Era un traidor. Debía pagar. Y el hombre que se ha ocupado de él adoraba a su príncipe, Rurisk. No tiene nada que objetar a esto.

El chyurdo salió de los baños de vapor sin volver la vista atrás. Mis manos escarbaron débilmente en el pulido suelo de baldosas pero no encontraron asidero. Regio se entretuvo secándose mientras tanto. Cuando el hombre se hubo marchado, se plantó ante mí.

—¿No vas a pedir ayuda? —preguntó con voz jovial.

Cogí aliento, tragándome el miedo. Reuní todo el desprecio hacia Regio que pude encontrar.

—¿A quién? ¿Quién me oiría con el ruido del agua?

—Así que reservas tus fuerzas. Astuto. Inútil, pero astuto.

—¿Crees que Kettricken no va a enterarse de lo ocurrido?

—Se enterará de que fuiste a los baños de vapor, una medida imprudente en tu estado. Resbalaste al agua hirviendo. Una lástima.

—Regio, esto es una locura. ¿Cuántos cadáveres piensas sembrar a tu paso? ¿Cómo vas a explicar la muerte de Burrich?

—Respondiendo a tu primera pregunta, unos cuantos, siempre y cuando no sean personas de peso. —Se agachó y agarró mi camisa. Me arrastró mientras me debatía débilmente, como un pez fuera del agua—. En cuanto a la segunda, en fin, lo mismo te digo. ¿Qué revuelo piensas que va a provocar la muerte de un caballerizo? Estás tan obsesionado con tu plebeya vanidad que la extiendes a tus criados. —Me soltó descuidadamente encima de Burrich. Su cuerpo, todavía caliente, yacía boca abajo en el suelo. La sangre se coagulaba en las baldosas alrededor de su rostro y seguía goteando de su nariz. Una lenta pompa de sangre se formó en sus labios, rota por una tenue exhalación. Aún vivía. Me revolví para obstaculizar la vista de Regio. Si conseguía sobrevivir, quizá Burrich tuviera también alguna oportunidad.

Regio no se percató de nada. Me quitó las botas y las tiró a un lado.

—Verás, bastardo —dijo cuando se detuvo para recuperar el aliento—. La crueldad dicta sus propias normas. Eso me enseñó mi madre. La gente se siente intimidada ante aquel que actúa sin que en apariencia le importen las consecuencias. Compórtate como si fueses intocable y nadie se atreverá a tocarte. Contempla la situación. Tu muerte irritará a algunos, sí. ¿Pero lo bastante para que emprendan acciones que pondrían en peligro la seguridad de los Seis Ducados? No lo creo. Además, tu muerte se verá eclipsada por otras cosas. Sería una estupidez por mi parte desaprovechar esta ocasión para eliminarte. —Regio era tan condenadamente superior y tranquilo… Me debatí, pero hacía gala de una fuerza sorprendente para la vida de excesos que llevaba. Me sentí como un gatito cuando me arrancó la camisa. Dobló mi ropa con cuidado y la dejó a un lado—. Una pequeña coartada será suficiente. Si me esfuerzo demasiado por parecer inocente, la gente podría pensar que oculto algo. Quizá entonces empezaran a fijarse. Así que no pienso hacer nada. Mi hombre te vio entrar con Burrich después de que yo me hubiera ido. Y ahora voy a buscar a Augusto para quejarme porque no viniste a hablar conmigo para que pudiera perdonarte, como prometí a la princesa Kettricken. Regañaré severamente a Augusto por no haberte traído en persona. —Miró en rededor—. Veamos. Uno bien caliente. Ese mismo.

Me agarré a su garganta cuando me acercó al borde, pero se desembarazó de mí fácilmente.

—Adiós, bastardo —dijo con calma—. Disculpa las prisas, pero es que ya me has demorado bastante. Y debo correr a arreglarme. No quisiera llegar tarde a la boda.

Me tiró.

El estanque era más profundo que yo alto, diseñado para cubrir hasta el cuello a un chyurdo adulto. Mi cuerpo desprevenido lo encontró dolorosamente caliente. Perdí el aire de los pulmones y me hundí. Me impulsé débilmente en el fondo y conseguí asomar el rostro fuera del agua.

—¡Burrich! —Malgasté el aliento llamando a alguien que no podía ayudarme. El agua volvió a rodearme. No conseguía que mis brazos y piernas cooperasen. Tropecé con una pared y me hundí todavía más antes de poder volver a la superficie y jadear en busca de aire. El agua caliente me relajaba los músculos, ya de por sí flácidos. Creo que habría podido ahogarme igualmente aunque el agua solo me cubriera hasta la rodilla.

Perdí la cuenta de todas las veces que rompí la superficie, boqueando desesperado. La piedra pulida de las paredes eludía mi débil presa, y las costillas me mataban de dolor cada vez que intentaba inhalar hondo. Me estaba quedando sin fuerzas, la lasitud se adueñaba de mí. Tan caliente, tan profundo… Ahogado como un cachorro, pensé cuando sentí que las tinieblas se cernían sobre mí. ¿Chico?, preguntó alguien, pero todo estaba oscuro.

Tanta agua, tan caliente y tan profunda. Ya no podía encontrar el fondo, mucho menos un lateral. Me debatí débilmente en el agua, pero no había resistencia. Ni arriba, ni abajo. De nada servía intentar seguir con vida dentro de mi cuerpo. No quedaba nada que proteger, de modo que derriba las murallas y busca otra forma de rendir un último tributo a tu rey. Las paredes de mi mundo se desplomaron y salí disparado como una flecha suelta por fin. Galeno tenía razón. La Habilidad no conocía distancias, ninguna distancia. Torre del Alce estaba allí mismo, y Artimañas, chillé desesperado. Pero mi rey estaba ocupado con otra cosa. Estaba cerrado para mí, daba igual cómo intentara llamar su atención. Allí no iba a encontrar ayuda.

Me abandonaban las fuerzas. En alguna parte, me ahogaba. Mi cuerpo se rendía, el hilo que me unía a él se estaba desmadejando. Una última oportunidad. Veraz, Veraz, grité. Lo encontré, agité los brazos, pero no encontré sujeción ni asidero. Estaba en otro lugar, abierto a otra persona, cerrado a mí. ¡Veraz!, aullé, hundiéndome en la desesperación. Y de repente fue como si unas fuertes manos cogieran las mías mientras escalaba un acantilado resbaladizo. Me cogieron, me sujetaron y me izaron cuando yo me habría soltado.

¡Hidalgo! No, no puede ser, ¡es el muchacho! ¡Traspié!

Os imagináis cosas, mi príncipe. Aquí no hay nadie. Atended a lo que estamos haciendo. Galeno, sereno e insidioso como el veneno mientras me empujaba. No podía hacerle frente, era demasiado fuerte.

¿Traspié? Veraz, dubitativo ahora que yo me debilitaba.

No sé de dónde, saqué fuerzas. Algo cedió ante mí, y fui fuerte de nuevo. Me así a Veraz igual que un halcón a su muñeca. Estaba allí con él. Veía con sus ojos: la sala del trono recién engalanada, el Libro de Sucesos en la gran mesa frente a él, abierto para recoger la entrada del matrimonio de Veraz. A su alrededor, con sus mejores galas y sus joyas más caras, los pocos privilegiados que habían sido invitados para presenciar cómo Veraz era testigo de la promesa de su novia a través de los ojos de Augusto. Y Galeno, que se suponía que iba a prestar su fuerza como hombre del rey, estaba situado a un lado y ligeramente detrás de Veraz, dispuesto a exprimirlo. Y Artimañas, coronado en su trono, ajeno a todo, consumida y embotada su Habilidad desde hacía años por culpa del abuso, demasiado orgulloso para admitirlo.

Como un eco, vi con los ojos de Augusto a Kettricken, pálida como la cera en un estrado delante de todo su pueblo. Les decía, con palabras sencillas y amables, que esa noche Rurisk había sucumbido finalmente a la herida de flecha que recibiera en los Campos de Hielo. Esperaba honrar su memoria completando la ceremonia que él había ayudado a organizar, prometiéndose al Rey a la Espera de los Seis Ducados. Se volvió para mirar a Regio.

En Torre del Alce, Galeno apoyaba una mano como una garra en el hombro de Veraz. Interrumpí su conexión con Veraz, lo aparté. Cuidado con Galeno, Veraz. Cuidado con el traidor que pretende consumirte. No lo toques.

La mano de Galeno se crispó sobre el hombro de Veraz. De improviso todo se convirtió en un vórtice que sorbía, drenaba, intentaba exprimir a Veraz. Y no quedaba gran cosa que coger. Su Habilidad era fuerte porque había permitido que lo consumiera a marchas forzadas. El instinto de conservación habría aconsejado a otro hombre reservar su fuerza. Pero Veraz la había gastado sin descanso, todos los días, para mantener a los Corsarios de la Vela Roja lejos de sus orillas. La poca que conservaba estaba destinada a esta ceremonia, y Galeno la estaba absorbiendo. Y fortaleciéndose a medida que lo hacía. Me aferré a Veraz, pugnando desesperadamente por reducir la pérdida. ¡Veraz!, exclamé. Mi príncipe. Percibí una fugaz recuperación en él, pero todo se nublaba ante su vista. Oí un murmullo de alarma cuando se tambaleó y se agarró a la mesa. El despiadado Galeno mantenía su presa sobre él, encorvado sobre él mientras hincaba una rodilla, murmurando solícito:

—¿Mi príncipe? ¿Os encontráis bien?

Lancé mi fuerza a Veraz, una reserva que ni siquiera sospechaba que tuviera dentro. Me abrí y la liberé, como hacía Veraz cuando Habilitaba. No sabía que me quedara tanto por dar.

—Cógela toda. Moriré igualmente. Siempre te portaste bien conmigo cuando era pequeño.

Oí las palabras tan nítidamente como si las hubiera pronunciado en voz alta, y sentí cómo se rompía un lazo mortal cuando la fuerza entró en Veraz a través de mí. Se incorporó súbitamente fuerte, fuerte como un toro, y furioso.

La mano de Veraz se alzó para agarrar la de Galeno. Abrió los ojos.

—Me pondré bien —dijo a Galeno, en voz alta. Miró a su alrededor mientras se erguía de nuevo—. Estaba preocupado por ti. Me ha parecido sentir que temblabas. ¿Seguro que eres lo bastante fuerte para hacer esto? No debes afrontar retos que escapen a tus posibilidades. Piensa en lo que podría ocurrir. —Igual que un jardinero que arranca una mala hierba de su sembrado, Veraz sonrió y arrancó al traidor todo cuanto había en él. Galeno se cayó, llevándose las manos al pecho, un saco vacío con forma humana. Los espectadores corrieron a socorrerlo, pero Veraz, repleto, levantó el rostro hacia la ventana y concentró su mente en la lejanía.

Augusto. Escúchame bien. Comunica a Regio que su hermanastro está muerto. Veraz atronaba como el mar, y sentí que Augusto se acobardaba ante la fuerza de su Habilidad. Galeno ha pecado de ambicioso. Ha intentado algo que no estaba al alcance de su Habilidad. Es una pena que el bastardo de la reina no supiera conformarse con el puesto que esta le dio, como lo es que mi hermano pequeño no pudiera apartar a su hermanastro de sus desmesuradas ambiciones. Galeno ha traspasado el límite de su cargo. Mi hermano pequeño haría bien en tomar buena nota de las consecuencias de tales temeridades. Y, Augusto: asegúrate de hablar con Regio en privado. No mucha gente sabía que Galeno era su hermanastro y el bastardo de la reina. Estoy seguro de que no querrá que el escándalo ensucie el nombre de su madre, ni el suyo. Este tipo de secretos familiares debe guardarse a buen recaudo.

Acto seguido, con una fuerza que puso a Augusto de rodillas, Veraz lo atravesó para presentarse ante Kettricken en su mente. Percibí su esfuerzo por mostrarse gentil. Os aguardo, mi Reina a la Espera. Y por mi nombre, os juro que no he tenido nada que ver en la muerte de vuestro hermano. No sabía nada, y os acompaño en el sentimiento. No quisiera que vengáis a mí pensando que tengo las manos manchadas de sangre. Como una joya que se abre era la luz del corazón de Veraz mientras explicaba a Kettricken que no estaba prometida a ningún asesino. Desinteresadamente, se mostró vulnerable ante ella, sembrando confianza para cosechar confianza. La princesa se tambaleó, pero se mantuvo erguida. Augusto perdió el conocimiento. Ese contacto se había interrumpido.

Lo siguiente que supe era que Veraz estaba empujándome. Vuelve, vuelve, Traspié. Es demasiado, vas a morir. Vuelve, ¡suéltate! Me apartó de él como un oso y me estrellé contra mi cuerpo ciego y mudo.