Dilemas
En el sueño, el bufón estaba junto a mi cama. Me miraba y sacudía la cabeza.
—¿Que por qué no puedo hablar claro? Porque tú siempre lo lías todo. Veo una encrucijada en medio de la niebla, ¿y quién está siempre en el centro? Tú. ¿Crees que te mantengo con vida porque estoy embobado contigo? No. Lo hago por todas las posibilidades que generas. Mientras vivas nos proporcionarás más posibilidades. A más posibilidades, más fácil encontrar un remanso de agua. No es por tu bien, sino por el bien de los Seis Ducados por lo que te mantengo con vida. Y tú tienes el mismo deber. Vivir para poder seguir generando posibilidades.
Me desperté con el mismo apuro con que me había acostado. Seguía sin tener ni idea de lo que iba a hacer. Me quedé tendido en la cama, escuchando los sonidos sueltos del palacio que se desperezaba. Tenía que hablar con Chade. Eso era imposible. Así que cerré los ojos suavemente e intenté pensar como me había enseñado. «¿Qué sabes?», me habría preguntado, y «¿Qué sospechas?». Bueno.
Regio había mentido al rey Artimañas acerca de la salud de Rurisk y su actitud hacia los Seis Ducados. O, posiblemente, el rey Artimañas me había mentido al respecto de lo que le había dicho Regio. O Rurisk había mentido sobre su inclinación hacia nosotros. Medité un momento y decidí hacer caso de mi primera suposición. Artimañas nunca me había engañado, eso lo sabía, y Rurisk podría haberse limitado a dejarme morir en vez de entrar corriendo en mi cuarto. Vale.
De modo que Regio quería muerto a Rurisk. ¿O no? Si lo quería muerto, ¿por qué delatarme a Kettricken? A menos que ella hubiera mentido al respecto. Pensé. No era probable. Quizá se preguntara si Artimañas iba a enviar un asesino, pero ¿por qué habría de decidir acusarme inmediatamente? No. Había reconocido mi nombre. Y conocía a lady Tomillo. De acuerdo.
Y Regio había dicho, en dos ocasiones la noche anterior, que él había pedido a su padre que enviara a lady Tomillo. Pero aun así había delatado su nombre ante Kettricken. ¿A quién quería muerto realmente Regio? ¿Al príncipe Rurisk? ¿O a lady Tomillo o a mí, tras un intento de asesinato fallido? ¿De qué manera se beneficiaba él con todo eso, y ese matrimonio orquestado por él mismo? ¿Y por qué insistía en que matara a Rurisk, cuando todas las ventajas políticas dependían de que viviera?
Tenía que hablar con Chade. No podía. Tenía que tomar una decisión por mi cuenta. A no ser que…
Los criados volvieron a traer agua y fruta. Me levanté de la cama, me vestí con mis incómodas ropas, desayuné y salí de mi cámara. Ese día fue casi un reflejo exacto del anterior. El ambiente festivo empezaba a agotarme. Intenté aprovechar el tiempo para ampliar lo que sabía sobre el palacio, sus rutinas y su distribución. Encontré los aposentos de Eyod, Kettricken y Rurisk. Estudié asimismo atentamente la escalera y las estructuras de sujeción de las habitaciones de Regio. Descubrí que Mazurco dormía en los establos, igual que Burrich. Esperaba eso de Burrich; no renunciaría al cuidado de los caballos de Torre del Alce hasta irse de Jhaampe; pero ¿por qué dormía allí Mazurco? ¿Para impresionar a Burrich, o para vigilarlo? Tanto Severino como Lucho dormían en la antesala del apartamento de Regio, pese a la abundancia de habitaciones libres que había en el palacio. Intenté estudiar la distribución y el horario de los guardias y centinelas, pero no vi ninguno. Y en todo momento buscaba a Augusto. Tardé casi toda la mañana en entrevistarme con él en las circunstancias propicias.
—Tengo que hablar contigo. En privado —le dije.
Parecía enfadado y miró discretamente en rededor para ver si nos espiaba alguien. —Aquí no, Traspié. Cuando volvamos a Torre del Alce, mejor. Tengo responsabilidades oficiales, y…
Estaba preparado para eso. Abrí la mano para mostrarle el alfiler que me había dado el rey hacía tantos años.
—¿Ves esto? Me lo entregó hace mucho el rey Artimañas. Y con él, la promesa de que si alguna vez necesitaba hablar con él, solo tenía que enseñarlo y se me franquearía el acceso a sus aposentos.
—Conmovedor —comentó cínicamente Augusto—. ¿Hay algún motivo especial por el que quisieras contarme esa historia? ¿Para impresionarme con tu importancia, tal vez?
—Tengo que hablar con el rey. Ahora.
—No está aquí —señaló Augusto. Se giró, dispuesto a marcharse.
Lo cogí del brazo y lo obligué a mirarme.
—Puedes Habilitarlo.
Se desembarazó de mi presa y volvió a mirar a nuestro alrededor.
—No puedo. Ni lo haría, aunque pudiese. A ver si te piensas que cualquiera que tenga la Habilidad puede interrumpir al rey así como así.
—Te he mostrado el alfiler. Te prometo que no protestará por esta interrupción.
—No puedo.
—Con Veraz, entonces.
—No puedo Habilitar a Veraz si no me Habilita primero él a mí. Bastardo, no te enteras. Asististe al entrenamiento y fracasaste, y sigues sin tener la más remota idea de lo que es la Habilidad. No es como pegarle una voz a un amigo de punta a punta del valle. Es algo serio que no puede emplearse salvo con un propósito igualmente serio.
Volvió a darme la espalda.
—Ven aquí, Augusto, o lo lamentarás durante mucho tiempo. —Apliqué a mis palabras hasta el último ápice de amenaza que pude reunir, aunque fuese una amenaza vana. No tenía medio alguno para conseguir que lo lamentara, aparte de chivarme al rey—. A Artimañas no le sentará bien que hayas hecho caso omiso de su enseña.
Augusto se dio la vuelta despacio. Me fulminó con la mirada.
—Vale. Lo haré. Pero prométeme que asumirás toda la responsabilidad.
—La asumo. ¿Vendrás a mi cuarto, entonces, y Habilitarás desde allí?
—¿No hay otro sitio?
—¿Tu habitación? —sugerí.
—No, aún peor. No te lo tomes a mal, bastardo, pero prefiero que no me asocien contigo.
—No te lo tomes a mal, señoritingo, pero lo mismo digo.
Al final, en un banco de piedra, en una zona tranquila del jardín de hierbas de Kettricken, Augusto se sentó y cerró los ojos.
—¿Qué mensaje debo Habilitar a Artimañas?
Pensé. Iba a ser todo un juego de acertijos, si no quería que Augusto se enterara de mi verdadero problema.
—Dile que el príncipe Rurisk goza de una excelente salud y que todos esperamos que envejezca igual de robusto. Regio todavía quiere darle el regalo, pero a mí no me parece apropiado.
Augusto abrió los ojos.
—La Habilidad es para cosas importantes…
—Ya lo sé. Díselo.
De modo que Augusto, sentado, inhaló hondo varias veces y cerró los ojos. Transcurrido un instante, los abrió de nuevo.
—Dice que escuches a Regio.
—¿Eso es todo?
—Estaba ocupado. Y muy irritado. Ahora déjame en paz. Temo que me hayas dejado en ridículo delante de mi rey.
Se me ocurrió una decena de comentarios mordaces con que replicar a aquello, pero dejé que se alejara. Me pregunté si habría Habilitado realmente al rey Artimañas. Me quedé sentado en el banco de piedra y reflexioné que no había conseguido nada y que había malgastado mucho tiempo. Sucumbí a la tentación y lo intenté. Cerré los ojos, respiré, me concentré, me abrí. Artimañas, mi rey.
Nada. No hubo respuesta. Dudo que hubiera conseguido Habilitar en absoluto. Me levanté y regresé al palacio.
Aquella mañana, a mediodía, Kettricken subió sola al estrado. Su discurso fue igualmente sencillo cuando anunció que se vinculaba al pueblo de los Seis Ducados. A partir de ese momento era su Sacrificio, a todos los efectos, dispuesta a todo cuanto requirieran de ella. Luego dio las gracias a su gente, sangre de su sangre, que la había criado y tratado tan bien, y les recordó que no cambiaba su alianza impulsada por la falta de afecto hacia ellos, sino con la esperanza de que ambos pueblos se beneficiaran. De nuevo el silencio recibió su descenso. Mañana sería el día en que se entregaría a Veraz como se entrega una mujer a un hombre. Por lo que deduje, Regio y Augusto estarían junto a ella mañana en lugar de Veraz, y Augusto Habilitaría para que Veraz pudiera ver cómo su esposa se comprometía con él.
El día se me antojó agónico. Jonqui vino y me llevó a visitar las Fuentes Azules. Hice todo lo posible por mostrarme interesado y agradable. Regresamos al palacio para escuchar más juglares, asistir a otro banquete y presenciar otro espectáculo nocturno junto al pueblo de las montañas. Actuaron malabaristas y acróbatas, se exhibieron perros y los espadachines hicieron gala de su habilidad en duelos ficticios. El humo azul componía una neblina visible y no pocas personas gozaban de él, haciendo oscilar sus diminutos incensarios ante ellos mientras deambulaban y conversaban. Comprendía que para ellos fuera como el pastel de semillas de carris, una indulgencia festiva, pero esquivaba el rastro de los humeantes recipientes. Tenía que mantener la cabeza despejada. Chade me había proporcionado una poción para purgar la cabeza de vapores etílicos, pero ni tenía ni conocía remedio alguno para el humo, al que tampoco estaba acostumbrado. Encontré una esquina despejada y aparenté embelesarme con la canción de un bardo sin dejar de espiar a Regio por encima de su hombro.
Regio estaba sentado a una mesa, flanqueado por dos quemadores de bronce. Un reservado Augusto ocupaba un asiento no muy lejos de él. De vez en cuando cruzaban alguna palabra, Augusto serio, el príncipe indiferente. No estaba lo bastante cerca para escuchar lo que decían, pero leí mi nombre y la palabra Habilidad en los labios de Augusto. Vi que Kettricken se acercaba a Regio y me di cuenta de que evitaba interponerse en el camino del humo. Regio habló largo rato con ella, lánguido y sonriente, y en una ocasión extendió la mano para tocar la de ella y sus anillos de plata. Parecía ser uno de esos a los que el humo vuelve parlanchines y presuntuosos. Ella parecía columpiarse como un pájaro en una rama, sin acercarse mucho a él y sin dejar de sonreír, sin retirarse y componiendo un semblante más serio. Luego llegó Rurisk para situarse junto a su hermana. Departió brevemente con Regio, cogió a Kettricken del brazo y se la llevó. Apareció Severino y rellenó los quemadores de Regio, que le dedicó una boba sonrisa de agradecimiento y dijo algo, abarcando toda la sala con un ademán. Severino se rió y se marchó. Poco después llegaron Mazurco y Lucho para hablar con Regio. Augusto se levantó y se alejó indignado. Regio se esponjó y envió a Mazurco a traerlo de vuelta. Augusto volvió, pero no de buena gana. Regio lo amonestó y Augusto se soliviantó, antes de agachar la cabeza y someterse. Deseé con todas mis fuerzas encontrarme lo bastante cerca para escuchar lo que decían. Tenía la certeza de que algo se estaba fraguando. Quizá no tuviera nada que ver conmigo ni con mi tarea, pero no sabía por qué, intuía que así era.
Repasé mi escueta lista de hechos, seguro de que estaba pasando por alto la importancia de algún detalle. Pero también me pregunté si no estaría engañándome a mí mismo. Quizá estuviera reaccionando exageradamente. Quizá lo más seguro fuese hacer lo que me pedía Regio y dejar que asumiera él la responsabilidad. Quizá debiera ahorrarnos tiempo a todos y cortarme la garganta yo solo.
Podía dirigirme directamente a Rurisk, por supuesto, decirle que pese a todos mis esfuerzos Regio aún quería asesinarlo, y pedirle asilo. Al fin y al cabo, ¿quién podría decirle que no a un asesino entrenado que ya había traicionado a uno de sus señores?
Podía decirle a Regio que iba a matar a Rurisk y luego no hacerlo. Sopesé atentamente aquella posibilidad.
Podía decir a Regio que iba a asesinar a Rurisk y luego asesinar a Regio en su lugar. El humo, me dije. El humo tenía la culpa de que aquella idea me pareciera tan atractiva.
Podía ir a Burrich y decirle que era un asesino y preguntarle qué haría él en mi lugar.
Podía robar la yegua de la princesa y huir a las montañas.
—¿Qué, te diviertes? —preguntó Jonqui al tiempo que se acercaba y me cogía del brazo.
Me di cuenta de que me había quedado mirando fijamente a un malabarista que actuaba con cuchillos y antorchas.
—No se me olvidará fácilmente esta experiencia —respondí. Luego le sugerí dar un paseo por los jardines. Sabía que el humo me estaba afectando.
Más tarde aquella misma noche, me presenté en la cámara de Regio. Lucho me admitió esta vez, sonriendo con afabilidad.
—Buenas noches —me saludó. Entré como quien entra en la boca del lobo. La atmósfera de la estancia estaba cargada de humo azul, lo que explicaría el talante jovial de Lucho. Regio me hizo esperar de nuevo, y aunque hundí la barbilla en el pecho y respiré sin inhalar demasiado, supe que el humo volvía a afectarme. Control, me recordé, e intenté hacer caso omiso del mareo. Me revolví en mi silla varias veces hasta que al final recurrí a taparme la boca y la nariz con una mano, que demostró ser un filtro inútil.
Levanté la cabeza cuando se corrió la pantalla de la cámara interior, pero solo era Severino. Miró a Lucho de soslayo y luego se sentó a mi lado. Transcurrido un momento, pregunté:
—¿Me verá ahora Regio?
Severino meneó la cabeza.
—Ahora tiene… compañía. Pero me ha confiado todo cuanto necesitas saber. —Abrió la mano en el banco entre nosotros para enseñarme una diminuta bolsa blanca—. Te ha conseguido esto. Espera que lo apruebes. Un poco de esto, mezclado con el vino, provoca la muerte, pero no demasiado pronto. Ni siquiera habrá síntomas de muerte durante semanas, y luego se produce un letargo que aumenta progresivamente. El hombre no sufrirá —añadió, como si fuera esa mi principal preocupación.
Me estrujé la sesera.
—¿Goma de kex? —Había oído hablar de ese veneno, aunque nunca lo había visto. Si Regio tenía acceso a él, Chade querría saberlo.
—No sé cómo se llama, pero da igual. Lo importante es que el príncipe Regio dice que lo uses esta noche. Aprovecha una oportunidad.
—¿Qué espera que haga? ¿Que vaya a su cuarto, llame y entre con una copa de vino envenenado? ¿No será demasiado evidente?
—Si lo haces así, desde luego. Pero seguro que tu formación incluía clases de sutileza.
—Mi formación me dice que este tipo de cosas no se discute con un ayuda de cámara. Si no lo oigo de labios de Regio, no actuaré.
Severino exhaló un suspiro.
—Mi señor se temía algo así. Este es su mensaje. Por el alfiler que portas y la insignia de tu pecho, te lo ordena. Niégate, y negarás a tu rey. Cometerás traición, y se ocupará de que te ahorquen por ello.
—Pero si…
—Cógelo y vete. Cuanto más esperes, más tarde se hará y más sospechoso será que lo visites en sus aposentos.
Severino se incorporó de repente y se marchó. Lucho estaba sentado como un sapo en una esquina, mirándome y sonriendo. Tendría que matarlos a ambos antes de volver a Torre del Rey si quería conservar mi utilidad como asesino. Me pregunté si lo sabrían. Devolví la sonrisa a Lucho, sintiendo el sabor del humo en la garganta. Cogí mi veneno y me fui.
Al llegar al pie de la escalera de Regio, me retiré a la pared más ensombrecida y escalé a toda prisa uno de los soportes de la cámara del príncipe. Encaramándome igual que un gato, me aupé a los pilares del suelo de la habitación y esperé. Y esperé. Hasta que entre el humo que se arremolinaba en mi cabeza, el agotamiento que sentía y el efecto residual de las hierbas de Kettricken, me pregunté si no estaría soñándolo todo. Me pregunté si conseguiría algo con mi torpe trampa. Consideré, por último, que Regio me había dicho que había solicitado expresamente la actuación de lady Tomillo. Pero Artimañas había preferido enviarme a mí. Recordé cómo había extrañado eso a Chade. Y recordé por último cuáles habían sido sus palabras. ¿Me habría traicionado a Regio mi rey? Y si lo había hecho, ¿qué les debía a ninguno de ellos? Transcurrido algún tiempo, vi que Lucho se iba y, después de lo que me pareció un buen rato, volvió acompañado de Mazurco.
No oía gran cosa a través del suelo, pero sí lo suficiente para distinguir la voz de Regio. Estaba poniendo a Mazurca al corriente de mis planes para la tarde. Cuando me hube cerciorado, abandoné mi escondite, descendí y me retiré a mi habitación, donde me aseguré de disponer de ciertos ingredientes. Me recordé con firmeza que era un hombre del rey. Así se lo había dicho a Veraz. Salí de mi cámara y deambulé sigilosamente por el palacio. En el Gran Salón, el pueblo llano dormía en esteras en el suelo, en círculos concéntricos alrededor del estrado, a fin de asegurarse la mejor posición para presenciar los votos de su princesa al día siguiente. Caminé entre ellos y nadie movió un músculo. Cuánta confianza, y cuan infundada.
Las cámaras de la familia real se encontraban en la parte de atrás del palacio, lo más alejadas posible de la entrada principal. No había guardias. Pasé junto a la puerta que conducía al dormitorio del solitario rey y la puerta de Rurisk, y llegué a la de Kettricken, que estaba decorada con colibríes y madreselvas. Pensé en lo mucho que le habría gustado al bufón. Llamé discretamente y aguardé. Transcurrió un instante eterno. Volví a llamar.
Oí el roce de unos pies descalzos en el suelo y la pantalla pintada se hizo a un lado. Kettricken llevaba el cabello recién trenzado, aunque unos delicados mechones rebeldes le enmarcaban el rostro. Su largo camisón blanco realzaba el tono níveo de su piel, por lo que parecía tan pálida como el bufón.
—¿Querías algo? —preguntó, somnolienta.
—Nada más que la respuesta a una pregunta. —El humo seguía enraizado en mis ideas. Quería sonreír, mostrarme ingenioso y listo ante ella. Pálida belleza, pensé. Aparqué el impulso. Esperaba—. Si asesinara a tu hermano esta noche —dije despacio—, ¿tú qué harías?
Ni siquiera retrocedió.
—Te mataría, claro. Al menos exigiría que así se hiciera, en justicia. Dado que ahora estoy prometida a tu familia, no podría cobrarme tu sangre yo misma.
—Pero, ¿seguirías adelante con la boda? ¿Te casarías aún con Veraz?
—¿Quieres pasar?
—No tengo tiempo. ¿Te casarías con Veraz?
—Estoy prometida con los Seis Ducados para ser su reina. Me he prometido a su pueblo. Mañana, me prometeré al Rey a la Espera. No a un hombre llamado Veraz. Pero aunque así fuera, pregúntate: ¿qué tiene más fuerza? Ya estoy comprometida. No es solo mi palabra, es la de mi padre. Y la de mi hermano. No querría casarme con un hombre que ha ordenado la muerte de mi hermano, pero no es al hombre a quien estoy prometida, sino a los Seis Ducados. He sido rendida a ellos, con la esperanza de beneficiar a mi pueblo. Tengo que acatar esa decisión.
Asentí.
—Gracias, mi lady. Perdón por interrumpir tu descanso.
—¿Adónde vas ahora?
—A ver a tu hermano.
Se quedó plantada en la puerta mientras yo daba media vuelta y me dirigía a la cámara de Rurisk. Llamé y esperé. El príncipe debía de estar despierto, pues abrió enseguida.
—¿Puedo pasar?
—Cómo no. —Gentil, como esperaba. El filo de una risita hizo vacilar mi resolución. Chade no se sentiría orgulloso de ti ahora mismo, me amonesté, y me negué a sonreír.
Entré y cerré la puerta a mi espalda.
—¿No tendrás algo de vino?
—Si te apetece —respondió, desconcertado pero educado en todo momento. Me senté en una silla mientras él abría una garrafa y servía dos vasos. También había un incensario encima de su mesa, aún caliente. No me había fijado antes en que se diera ese tipo de gustos. Era probable que juzgase más prudente esperar a gozar de la intimidad de su cámara. Pero nunca sabe uno cuándo va a llamar un asesino a tu puerta a servirte la muerte en bandeja. Reprimí una sonrisa bobalicona. Llenó los dos vasos. Me incliné hacia delante y le enseñé mi envoltorio de papel. Con toda minuciosidad, lo vertí en su vino, cogí el vaso y lo agité hasta que se hubo disuelto del todo. Se lo entregué.
—Verás, he venido a envenenarte. Tú te mueres, Kettricken me mata y luego se casa con Veraz. —Levanté mi vaso y di un sorbo. Vino de manzana. De Lumbrales, deduje. Seguramente formase parte de los regalos de boda—. ¿Y qué gana Regio?
Rurisk echó un vistazo repugnado a su vino y lo hizo a un lado. Me arrebató el mío. Bebió. No aprecié turbación alguna en su voz cuando respondió:
—Que se libra de ti. Infiero que no valora tu presencia. Se ha mostrado harto gracioso conmigo, prodigándome casi tantos obsequios como a mi reino. Pero si yo muriese, Kettricken sería la única heredera del Reino de las Montañas. Ese beneficiaría a los Seis Ducados, ¿no es así?
—No podemos proteger la tierra que tenemos ahora. Y creo que Regio consideraría que eso beneficia a Veraz, no al reino. —Oí un ruido en la puerta—. Ese debe de ser Mazurco, que viene a pillarme con las manos en la masa —deduje en voz alta. Me levanté, me dirigí a la puerta y la abrí. Kettricken pasó junto a mí. Cerré la pantalla enseguida tras ella.
—Ha venido a envenenarte —avisó a Rurisk.
—Ya lo sé —dijo él, con voz grave—. Ha echado veneno en mi vino. Por eso bebo del suyo. —Rellenó el vaso con la garrafa y se lo ofreció—. Es de manzana —bromeó cuando ella meneó la cabeza.
—No le veo la gracia a todo esto —espetó ella. Rurisk y yo nos miramos y sonreímos tontamente. El humo.
Su hermano esbozó una sonrisa conciliadora.
—Ocurre lo siguiente. Traspié Hidalgo ha comprendido esta noche que es hombre muerto. Hay demasiada gente que sabe que es un asesino. Si me mata, tú lo matas a él. Si no me mata, ¿cómo va a volver a casa y enfrentarse a su rey? Aunque este lo perdone, media corte sabrá que es un asesino. Eso lo vuelve inservible. La realeza no puede permitirse el lujo de mantener bastardos inservibles.
Rurisk concluyó su lección apurando el resto del vaso.
—Kettricken me ha dicho que aunque te matara esta noche, se prometería mañana a Veraz.
Tampoco aquello lo cogió por sorpresa.
—¿Qué ganaría ella negándose? Solo la enemistad de los Seis Ducados. Habría roto la palabra dada a tu pueblo, una inmensa vergüenza para nuestra gente. Se convertiría en una paria, para provecho de nadie. Eso no me devolvería la vida.
—¿Y no se sublevaría vuestro pueblo ante la idea de cederla a un hombre así?
—Nadie se enteraría de nada. Eyod y mi hermana guardarían el secreto, al menos. ¿Ha de alzarse en armas todo un reino por la muerte de un hombre? Recuerda que soy un Sacrificio.
Por vez primera, atisbé el pleno significado que conllevaba ese título.
—Pronto seré un estorbo para ti —le advertí—. Me dijeron que era un veneno lento. Pero lo he comprobado. No lo es. Es un simple extracto de raíz muerta, y bastante rápido, en realidad, si se ingiere la cantidad suficiente. Primero, provoca temblores. —Rurisk extendió las manos sobre la mesa. Temblaban. Kettricken parecía furiosa con los dos—. La muerte sobreviene enseguida. Es de esperar que me descubran en el acto y me eliminen a la par que a ti.
Rurisk se aferró la garganta, para luego dejar que le cayera la cabeza sobre el pecho.
—¡Me han envenenado! —entonó teatralmente.
—Esto no tiene ninguna gracia —escupió Kettricken, en el preciso instante en que Mazurco tiraba la pantalla abajo.
—¡Traición! —exclamó. Palideció al reparar en Kettricken—. ¡Mi princesa, decidme que no habéis bebido ese vino! ¡Este bastardo traidor lo ha envenenado!
Supongo que el dramatismo de la escena se resintió por culpa de la fría respuesta de los implicados. Kettricken y yo cruzamos la mirada. Rurisk se tiró al suelo rodando.
—Ah, basta ya —siseó su hermana.
—He puesto el veneno en el vino —comenté a Mazurco—. Como me encargaron.
El cuerpo de Rurisk se arqueó con la primera convulsión.
Tardé un instante en percatarme de la trampa que me habían tendido. Veneno en el vino. Un regalo del pueblo de Lumbrales, entregado probablemente esa misma tarde. Regio no se había fiado de que yo fuese a ponerlo allí, pero la hazaña era bien simple, en aquel lugar tan confiado. Vi cómo volvía a arquearse Rurisk, sabiendo que no había nada que pudiera hacer yo. Sentía ya los labios entumecidos. Me pregunté, casi distraído, cuan alta sería la dosis. Solo había probado un sorbo. ¿Moriría allí, o en el patíbulo?
Kettricken comprendió a su vez, un instante más tarde, que su hermano agonizaba de veras.
—¡Escoria desalmada! —me escupió, antes de arrodillarse junto a su hermano—. ¡Lo has engañado con bromas y humo, riéndote de él mientras se muere! —Sus ojos saltaron a Mazurco—. Exijo su muerte. ¡Dile a Regio que venga enseguida!
Avancé hacia la puerta, pero Mazurco fue más rápido. Claro. Nada de humo para Mazurco esa noche. Era más rápido y más musculoso que yo, tenía la cabeza más despejada. Me rodeó con los brazos y me tiró al suelo. Tenía la cara pegada a la mía cuando me hundió el puño en el estómago. Conocía ese aliento, ese aliento a sudor. Herrero lo había olido, antes de morir. Pero esta vez el cuchillo estaba en mi manga, muy afilado, y tratado con el veneno más eficaz que conocía Chade. Después de clavárselo, consiguió golpearme dos veces, puñetazos contundentes, antes de retirarse, moribundo. Adiós, Mazurco. Cuando se desplomó vi de repente a un pecoso mozo de cuadra que decía, «Acompáñame, son buena gente». Podría haber sido todo tan distinto… Conocía a ese hombre; al matarlo mataba una parte de mi vida.
Burrich iba a enfadarse de lo lindo conmigo.
Todos aquellos pensamientos habían ocupado una mera fracción de segundo. La mano extendida de Mazurco no había golpeado el suelo todavía cuando me abalancé sobre la puerta.
Kettricken fue más rápida. Creo que fue un jarrón de bronce. Lo vi venir como una blanca explosión de luz.
Cuando recobré el conocimiento, me dolía todo. El dolor más inmediato estaba en mis muñecas, pues las cuerdas que me las sujetaban a la espalda estaban insoportablemente apretadas. Me llevaban. Algo así. Ni a Lucho ni a Severino parecía importarles gran cosa de qué parte de mí tiraban. Allí estaba Regio, con una antorcha, y un chyurdo al que no reconocí abriendo el camino con otra. Tampoco sabía dónde me encontraba, solo que estaba en la calle.
—¿No hay otro sitio donde podamos meterlo? ¿Algún lugar especialmente seguro? —preguntaba Regio. Se produjo una respuesta apagada, y Regio dijo—: No, tienes razón. No queremos armar ningún alboroto. Ya habrá tiempo mañana. Aunque no creo que viva tanto tiempo.
Se abrió una puerta y me tiraron de cabeza a un suelo de tierra con una fina cubierta de paja. Inhalé polvo y heno. No podía ni toser. Regio hizo un gesto con su antorcha.
—Busca a la princesa —ordenó a Severino—. Dile que acudiré enseguida. Pregunta si hay algo que podamos hacer para que el príncipe se sienta más cómodo. Tú, Lucho, ve a buscar a Augusto. Nos hará falta su Habilidad para informar al rey Artimañas de que ha estado dando asilo a un escorpión. Necesitaré su aprobación antes de que muera el bastardo. Si es que vive lo suficiente para ser condenado. Idos ya. Corred.
Y se fueron, con el chyurdo iluminándoles el camino. Regio se quedó conmigo, mirándome. Esperó a que se hubieran apagado sus pasos para propinarme un salvaje puntapié en las costillas. Exhalé un grito inarticulado, pues tenía la boca y la garganta insensibilizadas.
—Me da que esto ya lo hemos vivido, ¿no? Tú revolcándote en la paja y yo observándote, preguntándome qué mal hado te había introducido en mi vida. Es curioso, la de cosas que terminan como empiezan. También la justicia es como un círculo. Parémonos a pensar cómo vas a sucumbir al veneno y la traición. Igual que mi madre. Ah, te asombras. ¿Creías que no lo sabía? Pues sí. Sé muchas cosas que tú ni siquiera sospechas. Todo, desde el hedor de lady Tomillo a la forma en que perdiste tu Habilidad cuando Burrich se negó a seguir cediéndote su fuerza. Se dio prisa en abandonarte cuando vio que le iba la vida en ello.
Me recorrió un escalofrío. Regio echó la cabeza hacia atrás y se carcajeó. Luego exhaló un suspiro y dio media vuelta.
—Es una pena que no pueda quedarme a ver el espectáculo, pero tengo una princesa que consolar. Criaturita, prometida a un hombre que ya aborrece.
O bien Regio se fue en ese momento, o fui yo el que desapareció. No lo sé con seguridad. Fue como si el cielo se abriera y yo ascendiera flotando hacia él.
—Abrirse —me dijo Veraz— consiste simplemente en no cerrarse. —Luego soñé, creo, con el bufón. Y con Veraz, que dormía con la cabeza apoyada en los brazos, como si quisiera evitar que se le escaparan las ideas. Y con la voz de Galeno, que resonaba en una cámara fría y oscura.
—Mañana será mejor. Cuando Habilita ahora, apenas si es consciente del cuarto que ocupa. No tenemos el lazo suficiente para que pueda hacer esto a distancia. Será preciso un toque.
Se produjo un chillido en la oscuridad, una desagradable mente como un ratón que yo no quería conocer.
—Hazlo ahora —insistió.
—No seas estúpido —respondió Galeno—. ¿Quieres que lo perdamos todo ahora, por precipitarnos? Mañana será suficiente. Deja que me ocupe yo de esa parte. Tú tienes que arreglar las cosas allí. Lucho y Severino saben demasiado. Y el caballerizo lleva demasiado tiempo incordiándonos.
—Me ahogaré en un baño de sangre —chilló enfadado el ratón.
—Vadea hasta el trono —sugirió Galeno.
—Y Mazurco está muerto. ¿Quién se encargará de mis caballos en el camino de vuelta?
—Conserva al caballerizo, entonces —dijo Galeno, disgustado. Y luego, pensativo—: Me ocuparé de él en persona, cuando hayáis vuelto. Puede que el bastardo envenenara más vino, en tus aposentos. Qué pena que se lo bebieran tus criados.
—Supongo. Tendrás que encontrarme un nuevo ayuda de cámara.
—Que se haga cargo tu esposa. Ahora tendrías que estar con ella. Acaba de perder a su hermano. Tienes que mostrarte horrorizado por lo ocurrido. Intenta echar la culpa al bastardo en vez de a Veraz. Pero no seas demasiado convincente. Y mañana, cuando estés tan desolado como ella, en fin, ya veremos adonde nos conduce la mutua simpatía.
—Es grande como una vaca y blanca como un pescado.
—Pero con las tierras de las montañas dispondrás de un reino interior fácil de defender. Sabes que los ducados costeros no te apoyarán, y Lumbrales y Haza no pueden resistir solos entre las montañas y los ducados de la costa. Además, morirá cuando alumbre a su primogénito.
—Traspié Hidalgo Vatídico —dijo Veraz en su sueño. El rey Artimañas y Chade jugaban juntos a las tabas. Paciencia se revolvió en su sueño.
—¿Hidalgo? —preguntó en voz baja—. ¿Eres tú?
—No —respondí—. No es nadie. Nadie en absoluto.
Paciencia asintió y siguió durmiendo.
Cuando volví a recuperar la vista, estaba oscuro y me encontraba solo. Me temblaba la mandíbula, y tenía la barbilla y la pechera empapadas con mi propia saliva. Parecía que el entumecimiento había remitido. Me pregunté si eso significaba que no iba a matarme el veneno. Dudaba que eso supusiera alguna diferencia; no tendría ocasión de hablar en mi defensa. Se me habían dormido las manos. Por lo menos ya no me dolían. Tenía una sed espantosa. Me pregunté si habría muerto ya Rurisk. Había bebido mucho más vino que yo. Y Chade decía que era rápido.
Como en respuesta a mi pregunta, un grito de puro dolor se alzó a la luna. El ululato pareció quedarse allí prendido, arrancándome el corazón a medida que ascendía. El amo de Morrón había fallecido.
Me abalancé sobre él, lo arropé con mi Maña. Ya lo sé, ya lo sé, y nos estremecimos juntos mientras aquel al que había amado se perdía lejos de nuestro alcance. La inmensa soledad nos envolvió a ambos.
¿Chico? Tenue, pero audible. Una pata y un hocico, y una puerta entreabierta. Se acercó a mí, su olfato me indicó cómo apestaba yo. A humo, sangre y atemorizado sudor. Cuando me alcanzó, se tendió a mi lado y apoyó la cabeza en mi espalda. El toque restauró el lazo. Más fuerte ahora que se había ido Rurisk.
Me ha dejado. Duele.
Lo sé. Transcurrió un prolongado instante. ¿Me sueltas? El viejo perro levantó la cabeza. Los hombres no pueden llorar igual que los perros. Deberíamos dar gracias por eso. Pero aun desde las profundidades de su angustia, fue capaz de alzarse e hincó sus desgastados dientes en mis ligaduras. Sentí que se aflojaban, hebra a hebra, pero ni siquiera tenía fuerzas para desembarazarme de ellas. Morrón giró la cabeza para roerlas con los molares.
Por fin se partieron las correas. Estiré los brazos hacia delante. Eso hizo que todo me doliera de otro modo. Seguía sin sentir las manos, pero pude rodar y apartar la cara de la paja. Morrón y yo suspiramos a un tiempo. Apoyó la cabeza en mi pecho y lo rodeé con un brazo envarado. Me sacudió otro temblor. Mis músculos se contraían y distendían con tal violencia que vi puntos de luz. Pero aquello pasó y seguía respirando.
Volví a abrir los ojos. La luz me cegó, pero no sabía si era real. A mi lado, la cola de Morrón aporreaba la paja. Burrich se agachó lentamente junto a nosotros. Apoyó una mano amable en la cabeza de Morrón. Cuando mis ojos se hubieron acostumbrado a su lámpara pude ver el dolor reflejado en su rostro.
—¿Vas a morirte? —me preguntó. Su voz sonaba tan neutra que era como oír hablar a una roca.
—No estoy seguro. —Eso era lo que intenté decir. Seguía sin poder articular bien las palabras. Se levantó y se alejó. Se llevó la lámpara consigo. Me quedé tumbado solo en la oscuridad.
Luego regresaron la luz y Burrich, con un caldero de agua. Me levantó la cabeza y me salpicó la boca.
—No la tragues —me advirtió, aunque de todos modos yo no habría podido accionar esos músculos. Me lavó la boca otras dos veces y luego casi consigue que me ahogue intentando hacerme beber un poco. Aparté el cubo con una mano de madera.
—No —conseguí articular.
Al cabo, mi cabeza pareció despejarse. Moví la lengua contra los dientes y los sentí.
—He matado a Mazurco —dije.
—Ya lo sé. Han llevado su cuerpo a los establos. Nadie ha querido contarme nada.
—¿Cómo me has encontrado?
Suspiró.
—Tuve un presentimiento.
—Oíste a Morrón.
—Sí. Sus aullidos.
—No me refería a eso.
Permaneció callado largo rato.
—Percibir una cosa no es lo mismo que utilizarla.
No se me ocurría qué responder a aquello. Al cabo, dije:
—Fue Mazurco el que te apuñaló en tu habitación.
—¿Él? —Caviló—. Me extrañaba que no hubieran ladrado los perros. Lo conocían. Solo Herrero reaccionó.
Mis manos volvieron a la vida con un alarido. Las recogí sobre el pecho y las mecí. Morrón soltó un gañido.
—Para —gruñó Burrich.
—Ahora mismo no puedo evitarlo. Me duele todo, no puedo contenerlo.
Burrich guardó silencio.
—¿Vas a ayudarme? —pregunté al fin.
—No lo sé —dijo en voz baja, y luego, casi suplicante—. Traspié, ¿qué eres? ¿En qué te has convertido?
—Soy lo mismo que tú —respondí con sinceridad—. Un hombre del rey. Burrich, van a matar a Veraz. Si lo hacen, Regio será rey.
—¿De qué estás hablando?
—Si nos quedamos aquí mientras te lo explico, se saldrán con la suya. Ayúdame a salir de aquí.
Pareció tardar una eternidad en decidirse. Pero, al final, me ayudó a ponerme de pie y me agarré a su manga mientras salía de los establos, tambaleándome, hacia la noche.