21

Príncipes

Del llévame, la hierba chyurda, dicen: «Una hoja para dormir, dos para mitigar el dolor, tres para acostarse plácidamente en la tumba».

Hacia el amanecer conseguí dormitar por fin, si bien solo para ser despertado por el príncipe Rurisk, que apartó la pantalla que servía de puerta a mi cámara e irrumpió en la estancia, cargado con una escancia llena a rebosar. La holgura del atuendo que aleteaba a su alrededor delataba su cualidad de camisón. Me apresuré a salir rodando de la cama y conseguí ponerme de pie, con el cabecero entre nosotros. Estaba acorralado, enfermo y desarmado, salvo por el cuchillo que llevaba al cinto.

—¡Estás vivo! —exclamó asombrado, antes de acercarse y ofrecerme su jarra—. Corre, bébete esto.

—Preferiría no hacerlo —dije, retirándome mientras él avanzaba.

Al reparar en mi recelo, se detuvo.

—Has ingerido veneno —dijo despacio—. Sin duda hay que agradecer a Chranzuli el que sigas con vida. Esto es una purga que lo eliminará de tu cuerpo. Bebe, y quizá sobrevivas.

—No me queda nada que purgar en el cuerpo —dije sin rodeos, antes de agarrarme a una mesa para reprimir mis temblores—. Sabía que me habían envenenado cuando me despedí de vosotros anoche.

—¿Y no me dijiste nada? —Se mostraba incrédulo. Se volvió hacia la puerta, a la que se había asomado tímidamente Kettricken. Tenía las trenzas desmadejadas y los ojos enrojecidos por el llanto—. No ha pasado nada, aunque no gracias a ti —le recriminó severamente su hermano—. Ve y prepárale un caldo salado con la carne que sobrara anoche. Y trae también pastas dulces. Para los dos. Y té. ¡Corre, mentecata!

Kettricken salió corriendo como una chiquilla. Rurisk señaló la cama.

—Vamos. Confía en mí lo suficiente para sentarte. Antes de que desmontes la mesa con tus tiritones. Tú y yo, Traspié Hidalgo, no tenemos tiempo que perder con suspicacias. Hay muchas cosas de las que debemos hablar, tú y yo.

Me senté, no tanto por confianza como por miedo a desplomarme.

—Mi hermana —dijo gravemente— es impetuosa. El pobre Veraz la encontrará más niña que mujer, me temo, y en gran parte es culpa mía, pues la he mimado demasiado. Pero aunque eso explique el cariño que siente por mí, no justifica que intentara envenenar a un invitado. Y menos la víspera de su boda con el tío de dicho invitado.

—Creo que me merecería la misma opinión en cualquier otro momento —dije. Rurisk echó la cabeza hacia atrás y se rió.

—Eres igual que tu padre. Él habría dicho lo mismo, estoy seguro. Pero te debo una explicación. Kettricken me buscó hace unos días para decirme que ibas a venir para acabar con mi vida. Le dije que eso no era de su incumbencia, que yo me ocuparía. Pero, como ya te he dicho, es impulsiva. Ayer vio una oportunidad y la aprovechó. Sin pensar en las consecuencias que podría tener la muerte de un huésped para un enlace cuidadosamente negociado. Solo pensaba en eliminarte antes de que los votos la unieran a los Seis Ducados y una acción así fuese inimaginable. Tendría que haber sospechado algo cuando se dio tanta prisa en enseñarte los jardines.

—¿Las hierbas que me dio a probar?

Asintió, y me sentí como un estúpido.

—Pero después de ingerirlas le hablaste con tanta sinceridad que empezó a dudar que pudieras ser lo que decían que eras. De modo que te preguntó, pero eludiste la cuestión fingiendo no comprenderla. Así que volvió a dudar de ti. En cualquier caso, no tendría que haber tardado toda la noche en decidirse a contarme lo que había hecho y en confiarme sus dudas al respecto. Por eso, te pido disculpas.

—Demasiado tarde para disculparse. Ya te he perdonado —me oí decir.

Rurisk me miró.

—También decía eso tu padre. —Miró de reojo hacia la puerta antes de que la cruzara Kettricken. Cuando hubo entrado en la estancia, corrió la pantalla y cogió la bandeja de sus manos—. Siéntate —le dijo con voz grave—. Y procura encontrar otra manera de ocuparte de un asesino. —Cogió una pesada taza de la bandeja y bebió un largo trago antes de pasármela. Volvió a mirar a Kettricken de soslayo—. Si también eso estaba envenenado, acabas de matar a tu hermano. —Partió una pasta de manzana en tres porciones—. Elige un trozo —me dijo. Se quedó con el que escogí y dio el siguiente que elegí a su hermana—. Para que veas que no le pasa nada a la comida.

—No veo por qué habrías de darme veneno esta mañana después de venir a decirme que me envenenaron anoche —admití. Empero, mi paladar se esforzaba por percibir la menor incongruencia de sabor. Nada. Era una sabrosa pasta de hojaldre rellena de manzanas maduras y especias. Aunque no hubiera tenido el estómago tan vacío, habría estado igual de deliciosa.

—Exacto —convino Rurisk con voz pastosa, antes de tragar—. Y, si fueras un asesino —aquí lanzó una mirada de advertencia a Kettricken para que no dijera nada—, te encontrarías en la misma posición. Algunos asesinos solo resultan útiles cuando nadie sabe lo que son. Eso ocurriría con mi muerte. Si te propusieras asesinarme ahora, qué digo, aunque muriese dentro de seis meses, Kettricken y Jonqui clamarían a las estrellas que había sido asesinado. Mala base para una alianza entre pueblos. ¿No te parece?

Conseguí asentir con la cabeza. El caldo caliente de la taza había mitigado casi todos mis temblores y aquella pasta dulce lo mismo podría haber sido un manjar divino.

—Bien. Convenimos que, si fueras un asesino, ahora no tendría sentido que atentaras contra mí. A decir verdad, sufriríais una gran pérdida con mi fallecimiento. Mi padre no ve este enlace con tan buenos ojos como yo. Ah, reconoce que es una sabia medida, de momento, pero a mí me parece algo más que sabia. Me parece necesaria. Díselo al rey Artimañas. Nuestra población sigue creciendo, pero nuestras tierras cultivables tienen un límite. La caza da de comer a un número limitado de bocas. Llega un momento en que un país debe abrirse al comercio, sobre todo si ese país es tan rocoso y montañoso como el nuestro. Quizá hayas oído que en Jhaampe el rey es el siervo del pueblo. Pues bien, así es como lo sirvo. Caso a mi querida hermana con la esperanza de conseguir grano, rutas comerciales y frutos de las tierras bajas para mi pueblo, y derechos de pasto en la época fría del año, cuando nuestros prados están cubiertos de nieve. Por eso, al mismo tiempo, estoy dispuesto a daros madera, los grandes troncos rectos que necesita Veraz para construir sus barcos de guerra. En nuestras montañas crece un roble como jamás has visto. Esto es algo a lo que se negaría mi padre. Siente los antiguos reparos a la hora de talar árboles vivos. Al igual que Regio, considera vuestra costa una ventaja, la gran barrera que supone el océano. Pero yo comparto la opinión de tu padre… el mar es una vasta carretera que se extiende en todas direcciones y vuestra costa es el acceso a esa carretera. Y no me parece ofensivo utilizar los árboles arrancados de raíz por las grandes inundaciones y las tormentas de viento.

Contuve el aliento un momento. Aquella concesión era trascendental. Me descubrí asintiendo a sus palabras.

—Bueno, ¿comunicarás mis palabras al rey Artimañas y le dirás que es mejor tenerme como amigo y con vida?

No vi ningún motivo para no asentir.

—¿No vas a preguntarle si pretendía asesinarte? —exigió Kettricken.

—Si responde que sí, jamás confiarías en él. Si su respuesta fuese negativa, lo más probable es que no lo creas y pienses que además de asesino es un embustero. Además, ¿no nos basta con un asesino confeso en la habitación?

Kettricken agachó la cabeza y el rubor le encendió las mejillas.

—Vamos —le dijo Rurisk, tendiéndole una mano conciliadora—. Nuestro invitado tendrá que descansar todo lo posible antes de que comiencen las festividades del día, y nosotros debemos regresar a nuestros aposentos antes de que toda la casa se pregunte qué hacemos correteando por ahí en camisón.

Me dejaron, tendido en la cama y haciéndome preguntas. ¿Qué clase de gente era esa con la que trataba? ¿Podría hacer caso de su franqueza, o sería acaso una elaborada estratagema con sabía Eda qué propósito? Deseé que estuviera allí Chade. Tenía la creciente impresión de que nada era lo que parecía. No me atrevía a dormitar, pues sabía que si me rendía al sueño nada me despertaría antes del anochecer. Enseguida vinieron unos criados con escancias de agua caliente y fría, y fruta y queso en una bandeja. Recordándome que aquellos «criados» bien pudieran ser de más alta cuna que yo, los traté con suma cortesía y luego me pregunté si no sería ese el secreto de la armonía que reinaba en aquella casa, el que todo el mundo fuese tratado con la misma cortesía, ya se tratara de señor o vasallo.

Era un día de grandes festejos. Las entradas al palacio se habían abierto de par en par y había venido gente de todos los rincones del Reino de las Montañas para ser testigo de la promesa. Cantaban bardos y poetas, y se intercambiaron más regalos, entre ellos mi presentación oficial de los libros y las hierbas. Se exhibieron las cabezas de ganado procedente de los Seis Ducados y se repartieron entre quienes más las necesitaban, o quienes era más probable que les sacaran partido. Un carnero o un toro, junto con una o dos hembras, era el obsequio común para toda una aldea. Todos los presentes, ya se tratase de aves de corral, bestias, grano o metal, se metían en el palacio para que pudiera admirarlos todo el mundo.

Burrich estaba allí, la primera vez que lo veía desde hacía días. Debía de haberse levantado antes del alba para que sus animales lucieran tan hermosos. Hasta la última pezuña estaba recién ungida, cada melena y cola se había trenzado con brillantes cintas y campanillas. La yegua que estaba destinada a Kettricken se había ensillado y enjaezado con arneses de fino cuero, y su crin y su cola se habían adornado con tantos cascabeles de plata que cada oscilación originaba un coro de tintineos. Nuestros caballos diferían de las pequeñas y greñudas bestias de las gentes de la montaña y levantaron gran expectación. Burrich parecía cansado, aunque orgulloso, y sus caballos se mantenían serenos en medio del clamor. Kettricken dedicó mucho tiempo a admirar su yegua y vi que su cortesía y su deferencia mermaban el talante taciturno de Burrich. Al acercarme, me sorprendió oírlo hablar en un chyurdo vacilante pero claro.

Pero la mayor sorpresa habría de llevármela aquella tarde. Se había dispuesto un banquete en largas mesas, y todo el mundo, residentes del palacio y visitantes, comía libremente. Gran parte de las vituallas procedía de las cocinas del palacio, pero aún más procedía de los propios montañeses. Se acercaban, sin vacilación, para presentar ruedas de queso, hogazas de pan negro, carnes secas o ahumadas, o encurtidos y cuencos de fruta. Habría resultado tentador si mi estómago no hubiera seguido estando tan delicado. Pero lo que me impresionó fue la manera en que se ofrecía la comida. Nadie pedía permiso en aquel toma y saca entre la realeza y sus súbditos. Observé, asimismo, que no había centinelas ni guardias de ningún tipo en las puertas. Todo el mundo se mezclaba y charlaba mientras comía.

Justo a mediodía se cernió el silencio sobre la congregación. La princesa Kettricken bajó sola del estrado central. En pocas palabras, anunció a todos que ahora pertenecía a los Seis Ducados y esperaba servir bien a esa tierra. Agradeció a su pueblo todo cuanto había hecho por ella, la comida criada y cultivada para alimentarla, las aguas de sus nieves y ríos, el aire de las brisas de la montaña. Recordó a todo el mundo que no cambiaba su alianza impulsada por falta alguna de amor por su tierra, antes bien, con la esperanza de que ambas tierras se beneficiaran. Todos guardaron silencio mientras habló ella y cuando bajó del estrado. A continuación se reanudó el jolgorio.

Rurisk se acercó a mí para interesarse por mi estado. Hice todo lo posible por asegurarle que ya estaba plenamente recuperado, aunque lo cierto era que me moría de sueño. El atuendo que había decretado la señora Premura para mí era el último grito en la corte y ostentaba unas mangas y borlas sumamente inconvenientes que se metían en todos los platos y copas, amén de una incómoda cintura entallada. Anhelaba alejarme de la presión de la gente, aflojarme algunos cordones y librarme del cuello, pero sabía que si me iba ahora Chade frunciría el ceño cuando le informara, y me exigiría que supiera de algún modo todo cuanto hubiese acontecido en mi ausencia. Rurisk, creo, presentía mi necesidad de tranquilidad, pues me propuso de repente ir a echar un vistazo a sus perreras.

—Deja que te muestre lo que ha hecho por mis perros la adición de un poco de sangre de los Seis Ducados hace unos años —se ofreció.

Salimos del palacio y anduvimos un corto trecho hasta un edificio de madera largo y bajo. El aire fresco me despejó la cabeza y me infundió ánimos. Dentro, me enseñó un cajón en el que una perra presidía una carnada de cachorros rojos. Eran unas criaturitas sanas, de lustroso pelaje, que mordisqueaban y se revolcaban por la paja. Se acercaron a nosotros enseguida, sin evidenciar ningún temor.

—Pertenecen al linaje de Torre del Alce, capaces de seguir un rastro incluso en medio de un aguacero —me confió Rurisk con orgullo. Me enseñó otras razas, entre ellas un perro diminuto de patas delgadas que, afirmó, era capaz de trepar a un árbol persiguiendo a su presa.

Salimos de sus perreras al sol, donde un perro de más edad sesteaba tumbado en una pila de heno.

—Duerme, viejo. Has engendrado cachorros suficientes para no tener que volver a salir a cazar, si no fuera porque te encanta —le dijo Rurisk amablemente. Al escuchar la voz de su amo, el anciano sabueso se incorporó y se acercó a Rurisk para apoyarse con afecto en su pierna. Me miró, y vi que era Morrón.

Me lo quedé mirando, y sus ojos de mineral de cobre me devolvieron la mirada. Lo sondeé con cuidado, y por un momento solo recibí asombro. Luego una oleada de calidez, de afecto compartido y recordado. Era indudable que ahora era el perro de Rurisk; la intensidad del lazo que hubo entre nosotros se había perdido. Pero me respondió con un enorme cariño y los cálidos recuerdos en que ambos éramos cachorros. Hinqué una rodilla y acaricié aquel abrigo rojo que se había erizado con los años, y miré aquellos ojos que empezaban a mostrar el empañamiento de la edad. Por un instante, con el contacto físico, el lazo fue el mismo de antaño. Supe que le gustaba dormitar al sol, aunque se dejaba convencer sin problemas para salir a cazar. Sobre todo si lo acompañaba Rurisk. Le palmeé la espalda y me aparté de él. Vi que Rurisk me observaba con extrañeza.

—Lo conocí cuando solo era un cachorro.

—Me lo envió Burrich, al cuidado de un escribano errante, hace muchos años —me dijo Rurisk—. Me ha proporcionado muchos buenos momentos, como compañero y como cazador.

—Lo has tratado bien.

Nos fuimos y emprendimos el camino de regreso al palacio, pero en cuanto Rurisk se separó de mí me acerqué derecho a Burrich. Cuando lo encontré él acababa de recibir permiso para sacar los caballos al aire libre, pues aun la bestia más tranquila se inquieta encerrada y rodeada de tantas personas extrañas. Comprendí su dilema; mientras sacaba los caballos dejaría desatendidos a los demás. Me miró con recelo cuando me acerqué a él.

—Con tu permiso, te ayudaré a moverlos —me ofrecí.

El rostro de Burrich permanecía impasible y educado. Pero antes de que pudiera abrir la boca para replicar, una voz a mi espalda dijo:

—Para eso estoy yo aquí, señor. Podríais ensuciaros las mangas, o agotaros trabajando con las bestias.

Me volví despacio, desconcertado por el veneno que destilaba la voz de Mazurco. Paseé la mirada de él a Burrich, pero este no dijo nada. Lo miré directamente.

—Entonces pasearé a tu lado, si no te importa, pues tenemos que hablar de algo importante. —Mis palabras eran deliberadamente formales. Burrich siguió observándome otro instante.

—Trae la yegua de la princesa —dijo al fin—, y ese potro bayo. Yo cojo los grises. Mazurco, hazte cargo del resto. Enseguida vuelvo.

De modo que cogí la cabeza de la yegua y la guarda del potro y seguí a Burrich mientras conducía los caballos entre el gentío hasta la calle.

—Hay un potrero, por aquí —dijo, y nada más. Caminamos en silencio. La muchedumbre se disipaba rápidamente al alejarse del palacio. Llegamos al potrero, situado delante de un pequeño granero con un cobertizo para guardar los arreos. Por un momento casi me pareció normal volver a trabajar codo con codo con Burrich. Desensillé la yegua y le cepillé el sudor provocado por los nervios mientras él desmenuzaba grano en un pesebre. Se acercó a mí cuando hube terminado con la yegua.

—Es preciosa —dije admirado—. ¿De la cuadra de lord Montaraz?

—Sí. —Su respuesta puso fin a la conversación—. Querías contarme algo.

Inhalé hondo, y luego dije simplemente:

—Acabo de ver a Morrón. Está bien. Viejo, pero ha tenido una vida dichosa. Todos estos años, Burrich, he pensado que lo mataste aquella noche. Que le aplastaste la cabeza, lo degollaste, lo estrangulaste… me imaginé su muerte de mil maneras distintas, mil veces. Todos estos años.

Me dedicó una mirada de incredulidad.

—¿Pensabas que mataría a un perro por algo que habías hecho tú?

—Lo único que sabía era que se había ido. No lograba imaginarme otra cosa. Pensé que era mi castigo.

Se quedó callado largo rato. Cuando volvió a mirarme, percibí su tormento.

—Cómo has debido de odiarme.

—Y temerte.

—¿Todos estos años? ¿Y nunca llegaste a conocerme mejor, nunca te dijiste, «Él jamás haría algo así»?

Meneé la cabeza despacio.

—Oh, Traspié —dijo con tristeza. Uno de los caballos se acercó para acariciarlo con el hocico y él le dio una palmada distraída—. Pensaba que eras hosco y testarudo. Tú pensabas que habías recibido una grave afrenta. No me extraña que estuviéramos siempre enfrentados.

—Tiene arreglo —ofrecí en voz baja—. Te he echado de menos, sabes. Te he añorado mucho, a pesar de todas nuestras diferencias.

Vi que pensaba, y por un momento pensé que iba a sonreír, que me daría una palmadita en el hombro y me pediría que fuese a buscar los demás caballos. Pero seguía impávido, y luego su gesto se tornó serio.

—Pero ni así lo dejaste. Creías que yo era capaz de matar a cualquier animal con el que usaras la Maña y ni así dejaste de hacerlo.

—Yo no lo veo de la misma manera —empecé, pero negó con la cabeza.

—Estamos mejor separados, chico. Es mejor para los dos. No puede haber malentendidos entre dos personas que no se hablan. No puedo aprobar, ni pasar por alto, lo que haces. Jamás. Ven a verme cuando puedas decir que no volverás a hacerlo. Creeré en tu palabra, pues nunca te he visto romperla. Pero hasta entonces, estaremos mejor separados.

Me dejó plantado en el potrero y fue a buscar los demás caballos. Me quedé allí mucho tiempo, sintiéndome enfermo y cansado, y no solo por culpa del veneno de Kettricken. Pero volví al palacio, y deambulé, y hablé con la gente, y comí, y hasta soporté en silencio las socarronas sonrisas triunfales que me dedicaba Mazurco.

Aquel día parecía no tener fin. De no ser por los ardores y los retortijones, me habría parecido emocionante y absorbente. Toda la tarde y el comienzo de la noche estuvieron dedicados a amistosas competiciones de tiro con arco, lucha y carreras a pie. Jóvenes y viejos, hombres y mujeres participaban en estas competiciones, y parecía que hubiera algún tipo de tradición montañesa que estipulaba que el vencedor en cualquiera de las pruebas en una ocasión tan venturosa disfrutaría de buena suerte durante todo un año. Luego hubo más comida, y cantos, y bailes, y un espectáculo parecido al teatro de marionetas pero con sombras proyectadas sobre una pantalla de seda. Para cuando los asistentes empezaron a retirarse, yo ya estaba más que dispuesto a irme a la cama. Fue un alivio cerrar la pantalla de mi cuarto y quedarme a solas. Empezaba a desembarazarme de mi fastidiosa camisa y a reflexionar en el día tan extraño que había tenido cuando alguien llamó a mi puerta.

Antes de que tuviera ocasión de responder, Severino corrió la pantalla y entró en mi habitación.

—Regio requiere tu presencia.

—¿Ahora? —pregunté, con los ojos como platos.

—¿Por qué si no iba a enviarme a buscarte ahora? —repuso Severino.

A regañadientes, volví a ponerme la camisa y lo seguí. Los aposentos de Regio se encontraban en el nivel superior del palacio. No era una segunda planta propiamente dicha, sino más bien una terraza de madera construida a un lado del Gran Salón. Las paredes eran pantallas y había una especie de balcón al que podía salir y asomarse antes de bajar. Estas habitaciones estaban decoradas con mucho más lujo. Algunas de las obras eran evidentemente chyurdas, brillantes aves pintadas en paneles de seda y figuritas talladas en ámbar. Pero muchos tapices, estatuas y colgaduras me parecían objetos que hubiera adquirido Regio para su propio placer y comodidad. Esperé en su antesala mientras terminaba de bañarse. Para cuando salió cubierto con su camisón, tenía que esforzarme para que no se me cerraran los ojos.

—¿Y bien? —inquirió.

Lo miré con expresión vacua.

—Me has hecho llamar —le recordé.

—Sí, en efecto. Me gustaría saber por qué he tenido que hacerlo. Pensaba que habías recibido una especie de formación en este tipo de cosas. ¿Cuándo pensabas venir a referirme tu informe?

No se me ocurría qué decir. Ni siquiera se me había pasado por la cabeza que tendría que informar a Regio. A Artimañas o a Chade, desde luego, incluso a Veraz. ¿Pero a Regio?

—¿Es que tengo que recordarte cuál es tu deber? Informa.

Me apresuré a poner en orden mis ideas.

—¿Quieres escuchar mis observaciones sobre los chyurdos como pueblo? ¿Información sobre las hierbas que cultivan? ¿O…?

—Quiero saber cómo llevas lo de tu… misión. ¿Has actuado ya? ¿Has trazado algún plan? ¿Cuándo podemos esperar resultados, y de qué tipo? No quiero que el príncipe caiga muerto a mis pies y me coja por sorpresa.

No daba crédito a lo que estaba escuchando. Artimañas nunca había hablado tan abiertamente ni con tanta brutalidad de mi trabajo. Aun cuando nos encontrábamos completamente a solas, daba rodeos y hacía sugerencias y dejaba que yo sacara mis propias conclusiones. Había visto que Severino se metía en otra cámara, pero no tenía ni idea de dónde estaba ahora ni cómo se transmitía el sonido en esa habitación. Y Regio hablaba del tema como quien comenta el herraje de un caballo.

—¿Eres así de insolente, o simplemente estúpido? —exigió Regio.

—Ni lo uno ni lo otro —repuse tan educadamente como me fue posible—. Estoy siendo cauto. Mi príncipe —añadí, con la esperanza de guiar la conversación hacia niveles más oficiales.

—Estúpidamente cauto. Confío en mi ayuda de cámara, y aquí no hay nadie más. Así que informa. Mi bastardo asesino. —Pronunció las últimas palabras como si le parecieran agudamente sarcásticas.

Inhalé hondo y me recordé que era un hombre del rey. En aquel momento y lugar, esto era lo más cerca de un rey que iba a estar. Seleccioné mis frases con cuidado.

—Ayer, en el jardín, la princesa Kettricken me dijo que tú le habías contado que yo era un envenenador y que su hermano, Rurisk, era mi objetivo.

—Mentira —negó tajantemente Regio—. No le he dicho nada por el estilo. O bien te delataste con tu torpeza, o intentaba sonsacarte. Espero que no lo hayas estropeado todo confesándote ante ella.

Yo podría haber mentido mucho mejor que él. Dejé pasar sus comentarios y proseguí. Le informé de todo, de mi envenenamiento y de la madrugadora visita de Rurisk y Kettricken. Repetí nuestra conversación palabra por palabra. Cuando hube terminado, Regio dedicó varios minutos a mirarse las uñas antes de dirigirme la palabra.

—¿Has pensado ya en el método y el momento?

Procuré ocultar mi sorpresa.

—Dadas las circunstancias, he pensado que será mejor abandonar la misión.

—Te faltan agallas —señaló Regio, disgustado—. Le dije a padre que enviara a esa vieja zorra de lady Tomillo. A estas alturas ella ya lo habría metido en su tumba.

—¿Sir? —El que se refiriera a Chade como lady Tomillo me hacía pensar casi con toda certeza que no estaba enterado de nada. Sospechaba algo, claro, pero ni se me pasaría por la cabeza revelar algo sobre Chade.

—¿Sir? —me imitó Regio, y entonces me di cuenta de que el hombre estaba borracho. Físicamente, lo disimulaba. No olía a alcohol, pero este sacaba a la superficie toda su petulancia. Suspiró profundamente, como si estuviera demasiado disgustado para expresarlo con palabras, y se dejó caer en un sofá cubierto de mantas y cojines—. No ha cambiado nada —me informó—. Se te ha asignado una misión. Llévala a cabo. Si eres inteligente, puedes hacer que parezca un accidente. Tras haberte sincerado tan ingenuamente delante de Kettricken y Rurisk, nadie se lo esperará. Pero quiero que lo hagas. Antes de mañana por la tarde.

—¿Antes de la boda? —pregunté con incredulidad—. ¿No crees que la muerte del hermano de la novia podría impulsarle a cancelar la ceremonia?

—Aunque así fuera, sería un mero aplazamiento como mucho. La tengo bien sujeta, chico. Es fácilmente impresionable. Deja que yo me encargue de ella y preocúpate de su hermano. Bueno. ¿Cómo piensas hacerlo?

—No tengo ni idea. —Me pareció mejor decir eso que responder que no tenía ninguna intención de hacerlo. Volvería a Torre del Alce e informaría a Artimañas y Chade. Si decían que había tomado la decisión equivocada, podrían hacer conmigo lo que quisieran. Pero recordaba perfectamente las palabras del propio Regio, pronunciadas hacía tanto tiempo, citando a Artimañas. No hagas lo que no puedas deshacer, hasta que hayas considerado lo que no podrás deshacer cuando lo hayas hecho.

—¿Cuándo lo sabrás? —preguntó con sarcasmo.

—No lo sé. Estas cosas no se hacen a tontas y a locas. Tengo que estudiar al hombre y sus costumbres, explorar sus aposentos y conocer la rutina de sus sirvientes. Tengo que encontrar la manera de…

—La boda será dentro de dos días —me interrumpió Regio. Tenía la mirada errática—. Ya sé todas las cosas que debes averiguar. Por eso lo más fácil es que lo planee yo por ti. Ven a verme mañana por la noche y te daré instrucciones. Recuerda, bastardo: no quiero que actúes antes de haberme informado. Cualquier posible sorpresa me parecerá intolerable. A ti te parecerá letal. —Alzó el rostro para mirarme a los ojos, pero me mantuve impasible—. Puedes retirarte —dijo con tono autoritario—. Preséntate aquí mañana por la noche, a la misma hora. No me obligues a enviar a Severino a buscarte. Tiene cosas más importantes que hacer. Y no creas que mi padre no sabrá de tu negligencia. Lo sabrá. Lamentará no haber enviado a lady Putilla para ocuparse de esta minucia.

Se reclinó pesadamente y bostezó. Percibí una vaharada de vino, y un humo sutil. Me pregunté si no estaría adquiriendo los vicios de su madre.

Volví a mi habitación, intentando sopesar con cuidado todas mis opciones y elaborar un plan. Pero estaba tan cansado y medio enfermo todavía que me quedé dormido en cuanto mi cabeza tocó la almohada.