Jhaampe
«… Deja por tanto que acuda, el pueblo al que pertenezco, y cuando lleguen a la ciudad, que siempre puedan decir: “Esta es nuestra ciudad y nuestro hogar, mientras decidamos permanecer aquí”. Que siempre haya espacio de sobra, que [texto ininteligible] las aves y los rebaños. Así no habrá extranjeros en Jhaampe, solo vecinos y amigos, yendo y viniendo a voluntad». Así, como en todo, se respetaba la voluntad del Sacrificio.
Esto es lo que leí años después, en un fragmento perteneciente a una arcilla sagrada chyurda, y así conseguí comprender Jhaampe por fin. Pero aquella primera vez, cuando coronamos las colinas que conducían a Jhaampe, lo que vi me decepcionó y me maravilló al mismo tiempo.
Los templos, palacios y edificios públicos me recordaban inmensos capullos cerrados de tulipán, tanto por su color como por su forma. Esta era una reminiscencia de los antiguos refugios tradicionales de piel tensada de los nómadas que fundaron la ciudad; los colores se debían simplemente al entusiasmo que sentía la gente de la montaña por la brillantez en todo. Hasta el último edificio había sido restaurado recientemente anticipando nuestra llegada y las nupcias de la princesa, por lo que lucían chillonamente brillantes. Parecían predominar los tonos de púrpura resaltados por amarillos, pero lo cierto es que todos los colores estaban presentes. Quizá fuese más adecuado compararlo con tropezarse con un macizo de azafrán que sobresaliera entre la nieve y la tierra negra, pues la oscura roca desnuda de las montañas y los asimismo oscuros árboles perennes conseguían que los vivos colores de los edificios resultaran todavía más impresionantes. Al mismo tiempo, la ciudad está construida en una zona tan empinada como la ciudad de Torre del Alce, por lo que cuando la observa uno desde abajo, sus colores y líneas se muestran en estratos, como un artístico adorno floral en una cesta.
Pero cuando nos acercamos pudimos ver que entre los grandes edificios había tiendas, chozas y diminutos refugios de todo tipo, pues en Jhaampe solo los edificios públicos y las casas de la realeza son permanentes. Todo lo demás está sujeto al capricho de la marea humana que acude a su capital, para pedir el consejo del Sacrificio, como llaman al rey o reina que gobierna allí, o para visitar los depósitos de sus tesoros y conocimientos, o simplemente para encontrarse con otros nómadas. Las tribus vienen y van, las tiendas se plantan y son habitadas durante uno o dos meses, hasta que una mañana solo queda tierra aplastada donde se levantaban, hasta que venga otro grupo para ocupar el lugar. No es un lugar desordenado, sin embargo, pues las calles están bien definidas, con escaleras de piedra emplazadas en los lugares más empinados. Las casas de baño, los pozos y los baños de vapor se encuentran diseminados a intervalos por toda la ciudad, y se acatan a rajatabla las estrictas normas que regulan la recogida de basura y excrementos. Es además una ciudad verde, pues su periferia está compuesta de pastos, a disposición de quienes viajan acompañados de sus rebaños y sus caballos, con zonas de acampada delimitadas por las arboledas y los abrevaderos. Dentro de la ciudad hay zonas ajardinadas, flores y árboles esculpidos, cuidados con más mimo que ninguna otra cosa que yo hubiera visto jamás en Torre del Alce. Los visitantes dejan sus creaciones en esos jardines, y así encontramos esculturas de piedra o tallas de madera, o criaturas de cerámica de vivos colores. En cierto modo, me recordaba todo al cuarto del bufón, dado que en ambos lugares el color y la forma obedecían al simple propósito de agradar a la vista.
Nuestros guías nos detuvieron en un prado a las afueras de la ciudad y nos indicaron que había sido reservado para nosotros. Al cabo se hizo evidente que esperaban que dejáramos allí nuestros caballos y mulas y continuáramos a pie. Augusto, que era el cabecilla oficial de nuestra caravana, no asumió aquella contingencia con demasiada diplomacia. Torcí el gesto mientras explicaba airadamente que habíamos traído con nosotros mucho más de lo que podríamos transportar a la ciudad sobre nuestras espaldas, y que eran muchos los que estaban demasiado agotados para encarar con buen ánimo el ascenso de la colina. Me mordí el labio y me obligué a guardar silencio, testigo de la educada perplejidad de nuestros anfitriones. Sin duda Regio estaba al corriente de tales costumbres; ¿por qué no nos había advertido de ellas para que no comenzáramos nuestra visita dando la impresión de ser unos zafios intransigentes?
Pero las hospitalarias personas que nos guiaban se amoldaron enseguida a nuestras extrañas costumbres. Nos desearon que descansáramos y nos rogaron que tuviéramos paciencia con ellos. Por un momento deambulamos sin rumbo por el lugar, procurando en vano aparentar comodidad. Lucho y Severino se sumaron a Manos y a mí. A Manos le quedaban un par de tragos de vino en un odre, que compartió, mientras Lucho hacía lo propio a regañadientes con unas lonchas de carne ahumada. Charlamos, aunque confieso que presté poca atención a la conversación. Deseé tener el coraje necesario para acercarme a Augusto y disuadirlo para que se adaptara a las costumbres de aquella gente. Éramos sus invitados, y ya era mala cosa que el novio no hubiera acudido en persona para recoger a la novia. Vi de lejos cómo Augusto parlamentaba con varios señores veteranos que nos acompañaban, pero a juzgar por el movimiento de sus manos y cabezas deduje que no hacían sino darle la razón.
Momentos después, un torrente de fornidos galanes y doncellas chyurdos apareció en la carretera sobre nosotros. Eran porteadores que acudían para ayudarnos a transportar nuestra carga a la ciudad, y de algún lugar se conjuraron unas coloridas tiendas para los sirvientes que fueran a quedarse allí al cuidado de los caballos y las mulas. Lamenté que Manos fuese uno de los que se quedó atrás. Le confié a Hollín. Luego me eché al hombro el arcón de cedro cargado de hierbas y agarré la bolsa con mis objetos personales con la otra mano. Cuando me uní a la procesión que entraba en la ciudad, olí la fragancia de la carne churruscada y los tubérculos cocidos, y vi que nuestros anfitriones estaban levantando un pabellón abierto y disponiendo mesas en su interior. Manos, decidí, no iba a pasarlo tan mal, y casi deseé no tener otra cosa que hacer que cuidar de los animales y explorar aquella brillante ciudad.
No habíamos subido mucho por la sinuosa calle que comunicaba con la ciudad cuando nos encontramos con un enjambre de literas portadas por altas mujeres chyurdas. Se nos invitó amablemente a subir a aquellas literas para entrar en la ciudad, y escuchamos numerosas disculpas por haber tenido que soportar un viaje tan agotador. Augusto, Severino, los señores veteranos y casi todas las damas que componían nuestro séquito se mostraron encantados de aceptar aquella oferta, pero a mí se me antojaba humillante entrar a hombros en la ciudad. Pero hubiera sido aún de peor educación rechazar su amable oferta, de modo que cedí mi arcón a un muchacho evidentemente más joven que yo y me subí a una litera transportada por mujeres lo bastante mayores para ser mis abuelas. Me ruboricé al reparar en la curiosidad con que nos miraba la gente por la calle y cómo se paraban para murmurar a nuestro paso. Vi otras literas, ocupadas por personas muy ancianas o inválidas. Apreté los dientes e intenté no pensar en lo que opinaría Veraz de aquel alarde de ignorancia. Procuré mostrarme complacido a los ojos de aquellos con quienes nos cruzábamos y dejar que mi rostro reflejara el placer que me producían sus jardines y sus graciosos edificios.
Debí de conseguirlo, pues al instante mi litera comenzó a moverse más despacio, para concederme más tiempo para admirar el panorama y para que las mujeres señalaran todo cuanto les parecía que se me podría pasar por alto. Me hablaban en chyurdo y las deleitó el que yo poseyera una noción básica de su idioma. Chade me había enseñado lo poco que él sabía, pero no me había preparado para la musicalidad de aquella lengua, y pronto se me hizo evidente que la entonación de cada palabra era tan importante como su pronunciación. Afortunadamente, yo tenía buen oído para los idiomas, de modo que me embarqué con arrojo en una conversación con mis porteadoras, resuelto a que cuando hablara con mis superiores en el palacio, no sonara tanto como un bobo extranjero. Una de las mujeres se propuso comentar todo lo que veíamos. Jonqui, se llamaba, y cuando le dije que mi nombre era Traspié Hidalgo, musitó para sí varias veces como si quisiera grabárselo a fuego en la mente.
Con gran dificultad, convencí a mis porteadoras para que se detuvieran en cierta ocasión y me permitieran echar pie a tierra para examinar un determinado jardín. No fueron las flores brillantes lo que me atrajeron, sino lo que parecía ser una especie de sauce que crecía en espirales y bucles en vez de recto, como los sauces a los que yo estaba acostumbrado. Acaricié la corteza flexible de una de sus ramas y tuve la certeza de que podría conseguir que creciera un esqueje; pero no me atrevía a cortarlo, por temor a que me consideraran un bárbaro. Una anciana se encorvó a mi lado, sonrió, y luego pasó la mano por la corona de un semillero de hierbas lleno de hojas diminutas. La fragancia que emanó de las hojas agitadas era asombrosa, y la mujer se rió al reparar en el alborozo que se reflejaba en mi semblante. Me hubiera gustado demorarme más tiempo, pero mis porteadoras enfatizaron con insistencia que debíamos apresurarnos para dar alcance a los demás antes de que llegaran al palacio. Intuí que iba a celebrarse una ceremonia de bienvenida oficial, a la que no debía faltar.
Nuestra procesión enfiló una calle terraplenada, siempre hacia arriba, hasta que nuestras literas fueron aparcadas frente a un palacio que era un racimo de aquellas brillantes estructuras semejantes a flores. Los edificios principales eran de color púrpura rematados en blanco, lo que me recordó los altramuces silvestres y las alverjas de Torre del Alce. Me quedé de pie junto a mi litera, contemplando el palacio, pero cuando me volví hacia mis porteadoras para indicarles lo mucho que me agradaba, se habían ido. Reaparecieron instantes después, ataviadas de azur y azafrán, de rosa y melocotón, como las demás porteadoras, y se pasearon entre nosotros, ofreciéndonos palanganas de agua perfumada y suaves paños para que nos quitáramos el polvo y el cansancio de la cara y el cuello. Unos niños y muchachos vestidos con túnicas azules ceñidas en la cintura nos trajeron vino de bayas y pequeños pasteles de miel. Cuando todos los invitados nos hubimos aseado y hubimos degustado el vino y la miel, se nos indicó que los siguiéramos al interior del palacio.
Lo que vi allí me resultó tan extraño como el resto de Jhaampe. Un enorme pilar central sujetaba la estructura principal, y al examinarlo más de cerca vi que no era sino el inmenso tronco de un árbol, con los nudos de sus raíces aún visibles bajo las piedras que rodeaban su base. Los soportes de las paredes curvadas eran asimismo árboles, y días después descubriría que el palacio había tardado casi cien años en «crecer». Se había elegido un árbol central, se había despejado la zona y luego se había plantado el círculo de árboles de apoyo, moldeados durante su crecimiento con cuerdas y guías para que todos ellos se combaran hacia el centro. En un momento determinado, se habían podado las ramas menores y se habían imbricado las copas para formar una corona. Luego se habían creado las paredes, primero con una capa de tela muy fina, barnizada a continuación para endurecerla, y revestida con capas y capas de resistente paño de corteza. El paño de corteza se embadurnaba con una arcilla propia de la localidad y se recubría después con una brillante capa de pintura resinosa. Nunca llegué a averiguar si todos los edificios de la ciudad se habían construido siguiendo aquel laborioso proceso, pero el «crecimiento» del palacio había permitido a sus creadores dotarlo de una gracia viva que la piedra jamás conseguiría imitar.
El inmenso interior estaba abierto, igual que el gran salón de Torre del Alce, y albergaba casi tantas chimeneas. Se habían dispuesto mesas y zonas evidentemente destinadas a cocinar, tejer, hilar y conservar, y el resto de las actividades necesarias para una gran vivienda. Los aposentos privados parecían consistir en simples alcobas con cortinas, o en cuartos como tiendas pequeñas que se apoyaban en la pared exterior. También había algunas cámaras elevadas a las que se llegaba mediante una red de escaleras de madera abiertas, lo que me recordaba a unas tiendas que se hubieran izado sobre zancos. Los pilotes que sustentaban dichas cámaras eran troncos de árbol naturales. Me dio un vuelco el corazón cuando comprendí cuan poca intimidad ofrecía aquel entorno para la «discreta» tarea que se me había encomendado.
Me condujeron rápidamente a una de las cámaras tienda. Dentro encontré mi arcón de cedro y la bolsa con mi ropa aguardándome, así como más agua templada y perfumada y un plato de fruta. Me apresuré a cambiar mis polvorientas ropas de viaje por una túnica con brocados de mangas abiertas y unas mallas verdes a juego que la señora Premura había juzgado apropiadas. Me pregunté una vez más por el amenazador venado cosido en la túnica, antes de apartar la idea de mi mente. Puede que Veraz hubiese considerado que la nueva insignia me resultaba menos humillante que la anterior, que tan a las claras proclamaba mi ilegitimidad. Sea como fuere, serviría. Oí que sonaban unos cascabeles y unos tambores pequeños en la gran sala central, y salí de mi cuarto corriendo para averiguar qué ocurría.
En un estrado elevado ante el gran tronco y decorado con flores y ramas perennes, Augusto y Regio acompañaban a un anciano flanqueado por dos criados vestidos con sencillas túnicas blancas. Se había congregado una multitud alrededor del estrado y pronto me uní a ella. Una de las porteadoras de mi litera, ataviada ahora con telas de color rosa y tocada con una corona de hiedra, apareció pronto a mi lado. Me sonrió.
—¿Qué sucede? —me atreví a preguntar.
—Nuestro Sacrificio, er, ah, como decís vosotros, el rey Eyod va a daros la bienvenida. Os enseñará a todos vosotros a su hija, la que será vuestro Sacrificio, hm, ah, reina. Y su hijo, que gobernará aquí en nombre de ella. —Le costó pronunciar aquellas explicaciones, con muchas pausas y no pocos cabeceos de aliento por mi parte.
Con dificultad mutua, me explicó que la mujer que estaba de pie junto al rey Eyod era su sobrina, y yo conseguí manifestar con torpeza un cumplido a propósito de su aspecto, fuerte y saludable. En aquel momento me pareció lo más amable que podía decir de la impresionante mujer que se erguía protectora junto a su rey. Poseía una inmensa masa del cabello amarillo que comenzaba a asumir como algo común en Jhaampe, con algunos mechones trenzados y enroscados alrededor de la cabeza y otros ondulando sueltos sobre su espalda. Su rostro era solemne, musculosos sus brazos desnudos. El hombre al otro lado del rey Eyod era mayor, pero tan parecido a ella como un gemelo, salvo por el cabello, que llevaba severamente arreglado a la altura del cuello. Tenía los mismos ojos de jade, la nariz recta y la boca solemne. Cuando conseguí preguntar a la anciana si también él era un pariente, sonrió como si yo fuese un poco corto de entendederas y contestó que, naturalmente, era su sobrino. Me pidió entonces que guardara silencio, como si yo fuese un crío, pues el rey Eyod iba a hablar.
Hablaba despacio y con deliberación, pero aun así me alegré de haber conversado con las porteadoras de mi litera, pues conseguí comprender la mayor parte de su discurso. Nos saludó a todos oficialmente, incluido a Regio, pues dijo que antes le había dado la bienvenida solo como al emisario del rey Artimañas y ahora lo saludaba como al símbolo de la presencia del príncipe Veraz. Augusto participó de este recibimiento y ambos fueron agasajados con varios regalos, puñales enjoyados, un preciado aceite aromatizado y ricas estolas de piel. Cuando estas les rodearon los hombros, pensé disgustado que los dos parecían ahora más adornos que príncipes, pues en contraste con el sencillo atuendo del rey Eyod y sus ayudantes, Regio y Augusto estaban cargados de pulseras y anillos, y sus ropas eran de telas opulentas, cortadas sin pensar en su comodidad ni utilidad. Para mí, ambos parecían presumidos y vanidosos, pero esperaba que nuestros anfitriones consideraran su estrafalario aspecto como parte de nuestras bárbaras costumbres.
A continuación, para mi desilusión personal, el rey hizo llamar a su ayudante masculino y lo presentó a la asamblea como el príncipe Rurisk. La mujer era, evidentemente, la princesa Kettricken, la prometida de Veraz.
Al fin comprendí que quienes habían transportado nuestras literas y nos habían recibido con vino y pasteles no eran las criadas, sino las mujeres de la casa real, las abuelas, tías y primas de la prometida de Veraz, cumpliendo la tradición de Jhaampe de servir a su pueblo. Me encogí al pensar que me había dirigido a ellas con tanta familiaridad y desparpajo, y volví a maldecir mentalmente a Regio por no haberse preocupado de avisarnos de aquellas costumbres y sí de detallar minuciosamente la larga lista de joyas y ropas que quería que le lleváramos. La anciana que tenía a mi lado, entonces, era la hermana del rey. Creo que debió de percatarse de mi confusión, pues me dio una palmadita en el hombro y sonrió cuando me ruboricé mientras intentaba farfullar una disculpa.
—No has hecho nada de lo que debas avergonzarte —me informó, y luego me rogó que no la llamara «milady», sino Jonqui.
Vi cómo Augusto presentaba a la princesa las joyas que había seleccionado Veraz. Había una red de finas cadenas de plata con gemas rojas incrustadas para recoger el cabello, y un collar de plata con piedras rojas aún más grandes. Había un aro de plata, forjado con forma de viña, cuajado de llaves tintineantes que Augusto explicó que eran las llaves de su casa para cuando llegara a Torre del Alce, y ocho anillos de plata sencillos para sus manos. Kettricken permaneció inmóvil mientras Regio la cargaba de joyas. Pensé que la plata y las piedras rojas le habrían quedado mejor a una mujer más morena, pero el infantil alborozo de la princesa se reflejaba sin ambages en su sonrisa, y a mi alrededor la gente cuchicheaba y murmuraba con aprobación al ver a su princesa tan ricamente engalanada. Quizá, pensé, lleguen a gustarle nuestros colores y adornos extranjeros.
Agradecí la brevedad del discurso del rey Eyod a continuación. Se limitó a añadir que éramos bienvenidos y que estábamos invitados a descansar, relajarnos y disfrutar de la ciudad. Si necesitábamos cualquier cosa, solo teníamos que preguntar a la primera persona con que nos encontrásemos, pues ella se ocuparía de atendernos. Al día siguiente a mediodía comenzaría la ceremonia de tres jornadas de la Unión, y deseaba que todos estuviéramos en condiciones de disfrutar de ella. Acto seguido descendió junto a su progenie para mezclarse libremente con todos y cada uno de nosotros, como si fuésemos todos soldados del mismo batallón.
Era evidente que Jonqui me había cogido afecto y no había manera de eludir su compañía educadamente, por lo que decidí aprender cuanto pudiera lo antes posible sobre sus costumbres. Lo primero que hizo fue presentarme al príncipe y la princesa. Estaban en compañía de Augusto, que parecía estar explicando cómo, a través de él, Veraz sería testigo de la ceremonia. Hablaba casi a gritos, como si así pudiera hacerse entender mejor. Jonqui escuchó un momento, hasta que debió de decidir que Augusto había terminado de hablar. Se dirigió a nosotros como si fuésemos un puñado de chiquillos reunidos para compartir dulces mientras conversaban nuestros padres.
—Rurisk, Kettricken, este joven está muy interesado en nuestros jardines. Quizá más tarde podamos conseguirle una entrevista con las personas que los atienden. —Pareció dirigirse especialmente a Kettricken cuando añadió—: Se llama Traspié Hidalgo. Augusto frunció el ceño de repente y le corrigió.
—Traspié. El bastardo.
Kettricken pareció mostrarse consternada por ese mote, pero el amable semblante de Rurisk se ensombreció. Con delicadeza, se giró hacia mí, apartando con el hombro a Augusto. Aquel gesto no necesitaba explicación en ningún idioma.
—Sí —dijo, cambiando al chyurdo y mirándome fijamente a los ojos—. Tu padre me habló de ti, la última vez que lo vi. Me apenó saber de su muerte. Hizo mucho por preparar el camino para la forja de este enlace entre nuestros pueblos.
—¿Conocías a mi padre? —pregunté como un idiota.
Me sonrió.
—Claro. Él y yo nos encontrábamos inmersos en la negociación de un tratado concerniente al uso del Paso de Rocazul, en Ojo de Luna, cuando supo de tu existencia. Cuando hubimos cumplido con nuestra misión de enviados y acabamos de hablar de pasos y rutas comerciales, nos sentamos a comer y conversamos, como hombres, de lo que debía hacer a continuación. Confieso que sigo sin comprender por qué creía que tenía que renunciar al trono. Las costumbres de un pueblo no son las mismas que las de otro. Empero, con esta boda estaremos un paso más cerca de hacer de nuestros dos pueblos uno solo. ¿Crees que eso lo complacería?
Rurisk me dedicaba toda su atención, y su uso del chyurdo excluía eficazmente a Augusto de nuestra conversación. Kettricken parecía fascinada. El rostro de Augusto al otro lado del nombro de Rurisk se había petrificado. Luego, con una torva sonrisa de puro odio hacia mí, dio media vuelta y se unió al grupo que rodeaba a Regio, que departía con el rey Eyod. Por la razón que fuera, yo gozaba de toda la atención de Rurisk y Kettricken.
—No conocía bien a mi padre, pero creo que le complacería ver… —comencé, pero en ese momento la princesa Kettricken se dirigió a mí con una radiante sonrisa.
—Claro, ¿cómo he podido ser tan estúpida? Tú eres al que llaman Traspié. ¿No sueles acompañar en sus viajes a lady Tomillo, la envenenadora del rey Artimañas? ¿No es cierto que eres su aprendiz? Regio ha hablado de ti.
—Qué amabilidad por su parte —contesté tontamente, y no tengo ni idea de qué me dijeron a continuación, ni de cuál fue mi respuesta. Solo pude dar gracias por no haber caído fulminado en el sitio. En mi interior, por primera vez, reconocí que lo que sentía por Regio era algo más que simple disgusto. Rurisk regañó a su hermana frunciendo el ceño y luego se apartó para hablar con un sirviente que requería su atención urgentemente. A mi alrededor la gente conversaba amigable en un entorno de colores y olores estivales, pero sentía como si se me hubieran congelado las entrañas.
Volví en mí cuando Kettricken me tiró de la manga.
—Están por ahí-me informó. —¿O ahora estás demasiado cansado? Si deseas retirarte, nadie se sentirá ofendido. Comprendo que muchos de vosotros estuvierais demasiado agotados para llegar caminando a la ciudad.
—Pero muchos no lo estábamos, y en verdad habríamos disfrutado de la oportunidad de pasear por Jhaampe a placer. Me han hablado de las Fuentes Azules y me muero por verlas. —Solo vacilé ligeramente al decir esto, y esperé que guardara alguna relación con lo que me estaba contando ella. Por lo menos no tenía nada que ver con venenos.
—Me ocuparé de que te guíen hasta allí, quizá esta noche. Pero ahora, por aquí. —Y sin más dilación ni formalismo, me condujo lejos de la reunión. Augusto nos siguió con la mirada y vi que Regio se volvía y decía algo a Lucho en un aparte. El rey Eyod se había retirado del gentío y asistía a la escena con expresión benévola desde una plataforma elevada. Me pregunté por qué Lucho no se había quedado con los caballos y los demás criados, pero Kettricken apartó una pantalla pintada que cubría una puerta y salimos de la sala principal del palacio.
Estábamos en la calle, de hecho, paseando por un sendero empedrado bajo una arcada de árboles. Había sauces, y sus ramas vivas se habían entrelazado e imbricado sobre nuestras cabezas para formar una pantalla verde que rechazaba los rigores del sol de mediodía.
—También impiden que la lluvia moje el camino. Casi toda, al menos —añadió Kettricken al percatarse de mi interés—. Este sendero conduce a los jardines de sombra. Son mis favoritos. Aunque quizá tú preferirías visitar primero el herbario.
—Me encantará ver todos y cada uno de los jardines, mi lady —respondí, y al menos eso era verdad. En el exterior, lejos de la muchedumbre, tendría más oportunidades de poner en orden mis ideas y sopesar qué hacer en mi inestable posición. Se me ocurrió, tarde, que el príncipe Rurisk no mostraba indicios de las heridas y enfermedades de las que había informado Regio. Tenía que abstraerme de la situación y volver a evaluarla. Allí había más, mucho más en juego de lo que había anticipado.
Hice un esfuerzo por dejar de pensar en mis dilemas y concentrarme en lo que me decía la princesa. Pronunciaba nítidamente, y encontré su conversación mucho más fácil de seguir lejos de la cháchara de fondo del Gran Salón. Parecía saber muchas cosas acerca de los jardines, y me dio a entender que no se trataba de una afición sino de un conocimiento que se esperaba de ella como princesa.
Mientras paseábamos y conversábamos hube de recordarme constantemente que era una princesa, la prometida de Veraz. Nunca había conocido a una mujer como ella. Se conducía con serena dignidad, todo lo contrario a la autosuficiencia que solía percibir en quienes pertenecían a una cuna más alta que la mía. Pero ella no dudaba en sonreír, o en ensimismarse, o en agacharse para remover el suelo alrededor de una planta para enseñarme el tipo de raíz en concreto que estuviera describiendo. Sacudió la tierra de la raíz y cortó una rebanada del corazón del tubérculo con el cuchillo que llevaba en la cintura para que yo probara su sabor. Me enseñó ciertas hierbas de fuerte olor para sazonar la comida e insistió en que probara una hoja de cada una de las tres variedades diferentes, pues aunque las plantas eran muy parecidas, los sabores eran muy distintos. En cierto modo se parecía a Paciencia, sin su excentricidad. Por otra parte, me recordaba a Molly, pero sin la dureza que había tenido que desarrollar esta para sobrevivir. Al igual que Molly, me hablaba directamente y sin rodeos, como si fuésemos iguales. Pensé que Veraz encontraría a esa mujer más de su agrado de lo que él mismo se imaginaba.
Sin embargo, otra parte de mí se preocupaba por lo que pensaría Veraz de su esposa. No era ningún galán, pero su gusto para las mujeres era evidente para cualquiera que hubiera pasado algún tiempo a su lado. Aquellas a las que prodigaba sonrisas solían ser pequeñas, redondas y morenas, a menudo con el pelo rizado, risa infantil y manos menudas y suaves. ¿Qué opinaría de esta mujer alta y pálida que se vestía con la discreción de una criada y declaraba que disfrutaba cuidando de sus jardines?
Mientras proseguíamos nuestro paseo, descubrí que podía hablar de cetrería y de la cría de caballos con la misma familiaridad que cualquier encargado de los establos.
Cuando le pregunté qué hacía para distraerse, me habló de su pequeña forja y de las herramientas para trabajar el metal, y se apartó el cabello para enseñarme los pendientes que ella misma había hecho. Unos delicados pétalos de plata que ceñían una diminuta gema a modo de gota de rocío. Una vez dije a Molly que Veraz se merecía una esposa competente y activa, pero ahora me preguntaba si Kettricken conseguiría seducirlo. La respetaría, sin duda. Pero ¿bastaba con que un rey respetara a su reina?
Resolví dejar de ingeniar más problemas y cumplir la promesa que le había hecho a Veraz. Le pregunté si Regio le había contado algo de su prometido y ella enmudeció de repente. Percibí cómo hacía acopio de fuerzas para contestar que sabía que él era un rey a la espera con muchos problemas acuciando su reino. Regio le había advertido de que Veraz era mucho mayor que ella, un hombre llano y sencillo, que quizá no sintiera demasiado interés por ella. Regio había prometido estar siempre a su lado, ayudarla a adaptarse y hacer todo lo posible para que la corte no fuese un lugar solitario para ella. De modo que estaba preparada…
—¿Cuántos años tienes? —pregunté impulsivamente.
—Dieciocho —respondió, y sonrió al ver la sorpresa reflejada en mi rostro—. Como soy tan alta, vuestro pueblo piensa que tengo muchos más años —me confió.
—Bueno, pues sí que eres más joven que Veraz. Pero la diferencia no es infrecuente entre maridos y mujeres. Él cumplirá 33 esta primavera.
—Me lo imaginaba mucho mayor —dijo, extrañada—. Regio me ha explicado que solo comparten un padre.
—Es cierto que Hidalgo y Veraz eran hijos de la primera reina del rey Artimañas, pero no hay tanta diferencia entre ellos. Veraz, cuando no lo acosan los problemas de estado, no es tan hosco y severo como puedas imaginarte. Es un hombre que se sabe reír.
Me miró de soslayo, como si sospechara que yo intentaba pintar una imagen de Veraz mejor de la que se merecía.
—Es verdad, princesa. Lo he visto reír como un niño en los espectáculos de títeres del Festival de Primavera. Y cuando todo el mundo se reúne en la prensa para exprimir la uva y hacer vino, él no se queda atrás. Pero su mayor afición siempre ha sido la caza. Tiene un perro lobo, León, al que quiere más de lo que quieren algunos hombres a sus hijos.
—Pero —se atrevió a interrumpir Kettricken—, seguramente así era antes. Regio lo describe como un hombre mayor para su edad, encorvado bajo el peso de los problemas de su pueblo.
—Encorvado como un árbol cargado de nieve, capaz de erguirse de nuevo con la llegada de la primavera. Las últimas palabras que me dirigió antes de partir, princesa, fueron para desearme que te hablara bien de él.
Bajó la mirada deprisa, como si quisiera ocultarme el súbito renacer de sus esperanzas.
—Veo un hombre distinto cuando tú me hablas de él. —Hizo una pausa, y luego cerró la boca con firmeza, prohibiéndose formular la pregunta que yo ya había intuido.
—Siempre lo he tenido por un hombre bondadoso. Todo lo bondadoso que cabe esperarse de alguien con tantas responsabilidades. Se toma sus deberes muy en serio y no priva a su pueblo de lo que necesitan de él. Por ese motivo no ha podido venir a buscarte. Está enzarzado en una guerra contra los Corsarios de la Vela Roja y no podría librar sus batallas desde aquí. Renuncia a los intereses de un hombre para poder desempeñar su labor como príncipe. No por frialdad de espíritu, ni por carecer de vitalidad.
Me miró de reojo, esforzándose por no sonreír, como si mis palabras pertenecieran a la clase de lisonjas exageradas que una princesa como ella no debía creer.
—Es más alto que yo, aunque solo un poco. Tiene el pelo muy negro, igual que su barba, cuando se la deja crecer. Sus ojos son más negros todavía, aunque relucen cuando se ensimisma. Cierto es que ahora se aprecian unas vetas de gris en su cabello que no existían hace un año. También es verdad que su labor lo ha mantenido apartado del sol y el viento, por lo que sus hombros ya no desgarran las costuras de sus camisas. Pero mi tío sigue siendo un gran hombre, y creo que cuando el peligro de la Vela Roja haya sido expulsado de nuestras orillas, volverá a cabalgar, a gritar y a cazar con su perro.
—Me das ánimos —musitó, y luego se enderezó como si hubiera confesado alguna debilidad. Mirándome solemnemente, preguntó—: ¿Por qué no habla así Regio de su hermano? Pensé que iba a conocer a un anciano de manos temblorosas, demasiado apesadumbrado por sus deberes para ver a una esposa como algo más que otro compromiso.
—Quizá él… —empecé, pero no se me ocurrió ninguna forma cortés de decir que Regio no dudaba en recurrir a subterfugios si pensaba que así podía conseguir algo. Por mi vida que no comprendía qué esperaba conseguir poniendo a Kettricken en contra de Veraz.
—Quizá él haya… sido… injusto con otras cosas también —supuso Kettricken de improviso en voz alta. Algo pareció alarmarla. Cogió aliento y se sinceró de repente—. Hubo una noche, en mi cámara, cuando ya habíamos cenado, y Regio había, tal vez, bebido un poco de más. Contó historias sobre ti, diciendo que habías sido un crío resentido y malcriado, demasiado ambicioso para tu raigambre, pero que desde que el rey te había convertido en su envenenador parecías conformarte con tu suerte. Dijo que parecía lo más apropiado para ti, pues ya de pequeño gustabas de escuchar a hurtadillas, espiar y demás empresas furtivas. Ahora bien, no te digo esto para sembrar discordia, sino simplemente para que sepas lo que pensaba de ti al principio. Al día siguiente Regio me suplicó para que creyera que eran los vapores del vino y no la verdad lo que lo había empujado a hablar así. Pero una de las cosas que dijo aquella noche era tan espantosa que me resulta imposible olvidarla. Dijo que si el rey os enviaba a ti o a lady Tomillo sería para envenenar a mi hermano y dejarme así como única heredera del Reino de las Montañas.
—Hablas muy deprisa —le regañé con delicadeza, y esperé que mi sonrisa no se viera tan mareada y repugnada como me sentía por dentro—. No he comprendido todo lo que decías. —Desesperado, me esforcé por encontrar algo que decir. Por muy avezado mentiroso que fuese, me resultaba incómodo aquel enfrentamiento.
—Perdona. Pero hablas tan bien nuestro idioma… casi como un nativo. Casi como si lo recordaras, en vez de estar aprendiéndolo desde cero. Iré más despacio. Hace algunas semanas, no, hace más de un mes, Regio vino a mis aposentos. Me había preguntado si podíamos cenar a solas, para que pudiéramos conocernos mejor, y…
—¡Kettricken! —Era Rurisk, que acudía a nuestro encuentro por el mismo sendero—. Regio pregunta si podríais ir a entrevistaros con los señores y las damas que han venido desde tan lejos para asistir a vuestra boda.
Jonqui caminaba presurosa a su lado, y cuando me golpeó la segunda e inconfundible oleada de vértigo, pensé que parecía saber demasiado. Me pregunté qué medidas adoptaría Chade si supiera que alguien había enviado un envenenador a la corte de Artimañas para eliminar a Veraz. La respuesta era evidente.
—Quizá —sugirió Jonqui de repente— a Traspié Hidalgo le apetezca visitar ahora las Fuentes Azules. Ha dicho Litress que estaría encantada de acompañarlo.
—Puede que esta tarde —conseguí decir—. De pronto se me ha echado encima el cansancio acumulado. Creo que me retiraré a mi habitación.
Nadie dio muestras de sorpresa.
—¿Quieres que encargue que te lleven algo de vino? —me ofreció amablemente Jonqui—. ¿O un poco de sopa? Los demás comerán enseguida. Pero, si estás cansado, no hay ningún problema en hacer que te la sirvan en tu cuarto.
Los años de entrenamiento dieron su fruto. Me mantuve derecho, pese al súbito fuego que me abrasaba el estómago.
—Eso sería muy amable por vuestra parte —conseguí decir. La breve reverencia que me obligué a realizar fue una sofisticada tortura—. Estoy seguro de que me reuniré pronto con vosotros.
Me disculpé, y no corrí, ni caí hecho un ovillo entre sollozos como me apetecía. Caminé, deleitándome visiblemente a la vista de las plantas del jardín hasta cruzar de nuevo la puerta del Gran Salón. Los tres me vieron partir, hablando en voz baja de lo que todos sabíamos.
Me quedaba un último recurso y la pequeña esperanza de que diera resultado. Una vez en mi estancia, busqué la purga marina que me había dado el bufón. Me pregunté cuánto tiempo había transcurrido desde que ingiriera los pastelillos de miel. Ese era el método que habría empleado yo. Resignado a mi sino, decidí que tendría que fiarme de la jarra de agua que había en mi cuarto. Una vocecilla en mi interior me decía que era una temeridad, pero cuando una oleada tras otra de vértigo se apoderó de mí, me sentí incapaz de hilvanar más pensamientos. Con manos temblorosas desleí la purga marina en el agua. La hierba seca absorbió el agua y se convirtió en una pegajosa pasta verdosa, que conseguí tragar con dificultad. Sabía que eso me vaciaría el estómago y el intestino. La única pregunta era: ¿sería lo bastante rápido, o se habría propagado demasiado el veneno chyurdo por mi interior?
Pasé una tarde horrible en la que no abundaré. Nadie vino a mi cuarto a traerme vino ni sopa. En los momentos de lucidez, decidí que no acudirían hasta asegurarse de que el veneno hubiera surtido efecto. Por la mañana, supuse. Enviarían un sirviente a despertarme y este me hallaría muerto. Tenía hasta la mañana.
Pasaba la medianoche cuando conseguí ponerme de pie. Abandoné mi habitación con todo el sigilo que me permitían mis trémulas piernas y salí al jardín. Encontré una cisterna de agua donde bebí hasta pensar que iba a estallar. Me adentré en el jardín, caminando despacio y con cuidado, pues me sentía tan dolorido como si me hubieran apaleado, y cada paso me propinaba lanzazos en la cabeza. Al cabo tropecé con un huerto de árboles frutales graciosamente alineados frente a una pared y, como esperaba, estaban cargados de fruta madura. Me serví y llené mi jubón. Ocultaría esa fruta en mi cuarto, a fin de tener algo que comer con garantías. En algún momento del día siguiente, me excusaría para bajar a ver a Hollín. En las alforjas guardaba todavía carne seca y pan duro. Esperaba que con aquello pudiera subsistir durante toda la visita.
Mientras regresaba a mi habitación, me pregunté qué sería lo próximo que intentaran al ver que el veneno no había dado resultado.