El Viaje
Calificar de reino el Reino de las Montañas equivale a partir de una premisa errónea a la hora de comprender lo básico de aquella zona y de quienes la habitan. Igualmente inexacto sería referirse a la región como Chyurda, por mucho que los chyurdos constituyan el grueso de la población. En lugar de tratarse de una franja de territorio unido, el Reino de las Montañas consiste en diversas aldeas que se adhieren a las faldas de las montañas, pequeños valles de tierra cultivable, poblaciones comerciales diseminadas por las abruptas carreteras que conducen a los pasos y clanes de pastores trashumantes y cazadores que pueblan el inhóspito paraje intermedio. Tal diversidad de personas difícilmente podrá cohesionarse, pues sus intereses a menudo entran en conflicto. No obstante, es notable que la única fuerza más poderosa que la independencia de cada grupo y sus costumbres insulares sea la lealtad que profesan al «rey» del pueblo de las montañas.
La tradición nos cuenta que este linaje surgió de una juez profeta, una mujer que no solo era sabia, sino también una filósofa que fundó una teoría de gobierno cuya piedra angular estipula que el líder es el sirviente definitivo del pueblo y debe acatar su papel desinteresadamente. No se conoce la fecha exacta en que la figura del juez se trocó en rey; se trató más bien de una transición gradual, conforme se propagaron los rumores de la justicia y la sabiduría del sumo de Jhaampe. En tanto eran cada vez más las personas que acudían allí en busca de consejo, era de esperar que las leyes de aquel asentamiento llegaran a ser respetadas en toda la montaña, y que fueran cada vez más las personas que aceptaban la ley de Jhaampe como propia. Así se convirtieron los jueces en reyes, pero, sorprendentemente, conservaron el voluntario decreto de servidumbre y sacrificio por su pueblo. La tradición de Jhaampe está cuajada de relatos de reyes y reinas que dieron la vida por su gente, de mil maneras, ya fuera alejando a las fieras salvajes de los pequeños pastores u ofreciéndose a sí mismos como rehenes en tiempo de guerra.
En algunas historias se retrata a la gente de la montaña como salvajes incivilizados. A la verdad, la tierra que habitan es inflexible, y sus leyes reflejan dicha condición. Cierto es que los bebés malformados son expuestos a la intemperie o, lo más frecuente, ahogados o envenenados. Sus ancianos se retiran a menudo al Embargo, un exilio voluntario en el que el frío y la inanición ponen fin a todos sus males. El hombre que incumpla su palabra en un trato quizá acabe con la lengua cortada amén de teniendo que entregar el doble de lo que se hubiera comprometido a pagar inicialmente. Puede que estas costumbres se les antojen asaz bárbaras a los habitantes más asentados de los Seis Ducados, pero lo cierto es que se amoldan sin fisuras al mundo del Reino de las Montañas.
Al final, Veraz se salió con la suya. La victoria no le proporcionó ninguna satisfacción, estoy seguro, pues a su obstinada insistencia se sumó un inesperado aumento en la frecuencia de los ataques. En espacio de un mes, ardieron dos aldeas y un total de treinta y dos habitantes fueron raptados para su forja. Diecinueve de ellos, al parecer, portaban los ya populares viales de veneno y eligieron suicidarse. Una tercera ciudad, más poblada, resistió con éxito, gracias no solo a la intervención de las tropas reales, sino a la defensa de una milicia de mercenarios que los ciudadanos habían alquilado y organizado con sus propios medios. Muchos de los combatientes, irónicamente, eran inmigrantes marginados que empleaban uno de sus pocos talentos. Las murmuraciones que criticaban la aparente pasividad del rey arreciaron.
De poco servía intentar explicarles en qué consistía la labor de Veraz y del destacamento. Lo que necesitaba y quería la gente eran barcos de guerra que defendieran la costa. Pero hacía falta tiempo para construir los navíos, y los vehículos mercantes reformados que se encontraban ya en el agua eran unos cascarones rechonchos y bamboleantes si se los comparaba con las rápidas Velas Rojas que nos acosaban. Las promesas de barcos de guerra para la primavera proporcionaban escaso consuelo a los granjeros y pastores que intentaban proteger sus cosechas y rebaños ese año. Los Ducados del interior protestaban cada vez más airadamente por el aumento de los impuestos, destinado a construir navíos con los que defender una costa que ellos no compartían. Por su parte, los líderes de los ducados costeros se preguntaban con sarcasmo cómo se las apañarían las poblaciones terrales sin puertos ni buques mercantes que transportaran sus productos. En el transcurso de al menos una reunión del Sumo Consejo se produjo un fuerte altercado en que el duque Carnero de Haza sugirió que no supondría una gran pérdida conceder las Islas Cercanas y Punta Pelaje a las Velas Rojas si con eso limitaban sus saqueos, y el duque Mazas de Osorno contraatacó amenazando con detener todo el tráfico comercial a lo largo del río Oso para ver cuan insignificante le parecía esa pérdida a Haza. El rey Artimañas consiguió calmar los ánimos del consejo antes de que llegaran a las manos, pero no antes de que el duque de Lumbrales anunciara que compartía la postura de Haza. Las líneas divisorias que separaban a los distintos representantes se hacían más evidentes a cada mes que pasaba y a cada nuevo aumento de los impuestos. Era evidente que hacía falta una manera de recuperar la unidad del reino y Artimañas estaba convencido de que ese algo era una boda real.
De modo que Regio ejecutó sus pasos diplomáticos y se dispuso que la princesa Kettricken jurara los votos ante Regio en representación de su hermano, con todo su pueblo como testigo, en tanto Veraz daría su palabra por boca de Regio. Con una segunda ceremonia a celebrarse, claro está, en Torre del Alce, a la que asistirían algunos representantes del pueblo de Kettricken en calidad de testigos. Por el momento, Regio permanecía en Jhaampe, la capital del Reino de las Montañas. Rara era la semana que transcurría sin que llegara o partiera alguna cabalgata. Torre del Alce era un hormiguero efervescente de actividad.
A mí me parecía una forma harto extraña e impropia de celebrar las nupcias. La pareja estaría casada casi un mes antes de verse las caras. Pero los expedientes políticos pesaban más que los sentimientos de los implicados y se organizaron los preparativos de los distintos enlaces.
Hacía tiempo que me había recuperado de la merma de fuerza provocada por Veraz. Me estaba costando más hacerme a la idea de lo que me había hecho el empañamiento mental de Galeno. Creo que me hubiera enfrentado a él, desoyendo los consejos de Veraz, si Galeno no se hubiera marchado de Torre del Alce. Había partido en compañía de una cabalgata que se dirigía a Jhaampe, rumbo a Lumbrales, donde se proponía visitar a unos parientes. Cuando regresara, sería yo el que estaría de camino hacia Jhaampe, por lo que Galeno seguía escurriéndoseme entre los dedos.
Volvía a tener de nuevo demasiado tiempo libre. Seguía ocupándome de León, pero eso no me ocupaba más que una o dos horas al día. No había conseguido descubrir nada relativo al atentado contra Burrich, ni este daba muestras de querer mitigar mi ostracismo. Había bajado a la ciudad de Torre del Alce en una ocasión, pero cuando pasé por la velería la encontré cerrada y en silencio. Mis pesquisas en la tienda de al lado me permitieron averiguar que la velería llevaba diez o más días cerrada, y que a menos que quisiera comprar unos arneses de cuero, más me valdría irme con viento fresco y dejar de incordiar. Pensé en el joven que había visto con Molly la última vez y, amargado, no les deseé buena suerte en los brazos del otro.
Sin más motivo que mi soledad, decidí buscar al bufón. Nunca antes había intentado provocar un encuentro con él. Demostró ser más escurridizo de lo que me imaginaba.
Después de deambular por el castillo durante horas, con la esperanza de tropezarme con él, reuní el valor necesario para ir a su cámara. Hacía años que conocía su emplazamiento, pero nunca antes había ido allí, y no solo porque fuese una parte de la torre bastante apartada. El bufón no invitaba a intimar, salvo cuando y como él quería. Sus aposentos se encontraban en una estancia en lo alto de la torre. Cerica me había dicho que antaño había sido una sala de planos desde la que se gozaba de una excelente panorámica de los terrenos que rodeaban Torre del Alce. Pero las posteriores adiciones al castillo habían tapado sus vistas y las torres más altas la habían suplantado. Había dejado de ser útil para nada, salvo para albergar a un bufón.
Subí hasta allí, aquel día a principios de la época de recolección. Hacía un calor pegajoso. La torre estaba cerrada, salvo por las estrechas rendijas que apenas si servían para iluminar las motas de polvo que proyectaban mis pisadas al aire estancado. Al principio la oscuridad de la torre parecía más fresca que el caluroso día del exterior pero a medida que subía, parecía que el calor aumentara y se redujera el espacio, de modo que cuando llegué al último rellano me sentía como si no hubiese aire que respirar. Levanté un puño agotado y llamé a la puerta cerrada.
—¡Soy yo, Traspié! —me anuncié, pero el estancado aire caliente apagaba mi voz igual que apagaría una manta la luz de una vela.
¿Iba a utilizar aquello como excusa? ¿Iba a pensar que quizá no podía escucharme y entrar para ver si estaba allí? ¿O diría que tenía tanto calor y tanta sed que entré para ver si en sus habitaciones corría el aire o había un poco de agua? La razón no importa, supongo. Apoyé la mano en el pestillo, lo levanté y entré.
—¿Bufón? —llamé, pero podía intuir que no se encontraba allí. No en la manera en que solía percibir la presencia o ausencia de gente, sino por la quietud que me rodeaba. Aun así me quedé plantado en la puerta y me quedé boquiabierto mirando el alma desnuda que se ofrecía ante mis ojos.
En la habitación había luz, y flores, y profusión de colores. Había un telar en la esquina, y cestas de fino hilo de colores vivos y brillantes. El edredón tejido de la cama y las cortinas de las ventanas abiertas no se parecían a nada que hubiera visto antes, estaban confeccionadas con diseños geométricos que de algún modo sugerían campos de flores bajo un cielo azul. Una amplia tina de cerámica contenía flores flotantes y un estilizado alevín de plata nadaba entre los tallos y por encima de los brillantes guijarros que constituían el lecho. Intenté imaginarme al cínico y pálido bufón inscrito en aquel marco de arte y color. Me adentré un paso en el cuarto y vi algo que hizo que me diera un vuelco el corazón.
Un bebé. Eso fue lo que pensé en un primer momento y, sin pensar, di otros pasos y me arrodillé junto a la cesta que le servía de cuna. Pero no era una criatura viva, sino un muñeco, confeccionado con un arte tan increíble que casi esperaba ver cómo oscilaba su pecho al compás de su respiración. Estiré una mano hacia su cara, pálida y delicada, sin atreverme a tocarla. La curva de su frente, los párpados cerrados, el tenue rubor que tenían sus diminutas mejillas, incluso la manita que descansaba sobre las mantas era más perfecta de lo que hubiera creído posible en cosa alguna. Con qué delicada arcilla había sido moldeado, no pude adivinarlo, como tampoco qué mano había perfilado las menudas pestañas que se curvaban sobre los mofletes de la criatura. La pequeña colcha estada bordada toda ella con pensamientos, y la almohada era de satén. No sé cuánto tiempo pasé allí arrodillado, tan en silencio como si de veras tuviera delante un bebé dormido. Pero al cabo me levanté y salí de la habitación del bufón, y luego cerré la puerta sin hacer ruido. Bajé despacio la miríada de escalones, debatiéndome entre el temor de cruzarme con el bufón y apesadumbrado por la certeza de haber descubierto a un habitante del castillo que se sentía al menos igual de solo que yo.
Chade me llamó aquella noche, pero cuando acudí a su encuentro parecía que solo me hubiera hecho acudir para verme. Nos quedamos sentados casi sin cruzar palabra delante del negro hogar, y pensé que parecía más avejentado que nunca. Igual que Veraz se veía devorado, también Chade aparecía consumido. Sus manos huesudas lucían casi disecadas y el blanco de sus ojos era una telaraña de hebras rojas. Necesitaba dormir, pero en vez de eso me había hecho llamar. Empero, optaba por permanecer quieto y callado, mordisqueando apenas la comida que había colocado entre nosotros. Al cabo, decidí ayudarlo.
—¿Temes que no sea capaz de hacerlo? —pregunté en voz baja.
—¿Hacer el qué? —respondió, ausente.
—Matar al príncipe de las montañas. Rurisk.
Chade se giró para mirarme a los ojos. El silencio se prolongó largo rato.
—No sabías que el rey Artimañas me había encomendado esa misión —balbucí.
Despacio, volvió a fijarse en la chimenea apagada y la estudió tan intensamente como si hubiera llamas que interpretar.
—Yo solo soy el que fabrica las herramientas —dijo por fin, quedamente— que utilizan los demás.
—¿Crees que es una misión… fea? ¿Mala? —Cogí aire—. Según tengo entendido, tampoco es que le quede mucho tiempo de vida. Sería casi una suerte para él que la muerte le llegara sigilosamente una noche, y no…
—Muchacho —acotó Chade—. Nunca creas que somos otra cosa de la que somos. Asesinos. No piadosos agentes de un rey sabio. Asesinos políticos que impartimos muerte para que avance nuestra monarquía. Eso es lo que somos.
Me tocaba a mí estudiar el fantasma de las llamas.
—Me lo estás poniendo muy difícil. Más de lo que ya era. ¿Por qué? ¿Por qué has hecho de mí lo que soy, si luego intentas que se tambalee mi determinación…? —Mi pregunta pereció inconclusa.
—Creo… da igual. A lo mejor es la envidia, chico. Supongo que me pregunto por qué Artimañas te emplea a ti y no a mí. A lo mejor me atemoriza haber dejado de serle útil. Quizá, ahora que te conozco, desearía no haber empezado nunca a… —Esta vez fue Chade el que dejó su frase sin acabar, con el pensamiento lejos del alcance de sus palabras.
Permanecimos sentados, pensando en mi misión. Esta vez no se trataba de impartir la justicia del rey. No era la sentencia de muerte con que se castigaba un crimen. Era la simple eliminación de un hombre que suponía un obstáculo en el camino hacia un mayor poder. Medité hasta que empecé a pensar si lo haría. Luego alcé la vista hacia un cuchillo de plata para la fruta que estaba profundamente clavado en la repisa de la chimenea de Chade, y creí conocer la respuesta.
—Veraz ha formulado una protesta, en tu nombre —dijo Chade de improviso.
—¿Una protesta?
—A Artimañas. Para empezar, Galeno te ha maltratado y estafado. Esta queja tuvo carácter oficial. Arguyó que había privado al reino de tu Habilidad cuando más útil habría sido. Sugirió a Artimañas, extraoficialmente, que lo arreglara con Galeno antes de que lo soluciones tú a tu manera.
Al observar el semblante de Chade, pude ver que estaba al corriente de los pormenores de mi discusión con Veraz. No supe qué opinar de aquello.
—Yo no haría algo así, vengarme de Galeno por mi cuenta. No después de que Veraz me pidiese que no lo hiciera.
Chade me dedicó una mirada de muda aprobación.
—Eso le dije a Artimañas. Pero me respondió que yo debía decirte que él zanjará este asunto. Esta vez el rey impartirá su propia justicia. Debes ser paciente y darte por satisfecho.
—¿Qué piensa hacer?
—Eso no lo sé. Ni siquiera creo que el mismo Artimañas lo sepa todavía. Hay que castigar a Galeno. Pero debemos tener en cuenta que si queremos que se adiestren más destacamentos, Galeno no puede recibir un tratamiento demasiado severo. —Chade carraspeó y se quedó aún más inmóvil—. Veraz elevó otra queja ante el rey. Nos acusó a Artimañas y a mí, sin andarse por las ramas, de estar dispuestos a sacrificarte por el bien del reino.
Supe de repente que ese era el motivo de que me hubiera llamado Chade esa noche. Guardé silencio.
Chade siguió hablando, más despacio.
—Artimañas afirmó que ni siquiera se le había pasado por la cabeza algo así. En cuanto a mí, ni siquiera sabía que tal cosa fuera posible. —Suspiró de nuevo, como si le supusiera un esfuerzo pronunciar aquellas palabras—. Artimañas es rey, chico. Su principal preocupación ha de ser siempre su reino.
El silencio entre ambos se prolongó.
—Dices que estaría dispuesto a sacrificarme. Sin sentir reparos.
No apartó los ojos de la chimenea.
—A ti. A mí. Incluso a Veraz, si lo considerara necesario para la supervivencia del reino. —Se giró para mirarme—. Ten eso siempre presente.
La víspera del día de la partida de la caravana nupcial, Cordonia llamó a mi puerta. Era tarde, y cuando dijo que Paciencia deseaba verme, solo se me ocurrió preguntar como un bobo:
—¿Ahora?
—Bueno, te vas mañana —señaló Cordonia. La seguí obediente, como si aquello tuviera sentido.
Encontré a Paciencia sentada en una silla acolchada, con una túnica extravagantemente embrocada cubriendo su camisón. Llevaba el cabello suelto sobre los hombros y, cuando tomé asiento donde se me indicaba, Cordonia reanudó su cepillado.
—Esperaba que vinieras a disculparte —dijo Paciencia.
Abrí la boca de inmediato para hacerlo, pero me indicó que guardara silencio con un ademán de irritación.
—Pero, hablando esta noche con Cordonia, descubrí que ya te había perdonado. Los muchachos, decidí, tienen una determinada cantidad de rudeza que expresar, eso es todo. Decidí que no pretendías ofenderme, de ahí que no tengas que disculparte.
—Pero lo lamento —protesté—. Es que no sabía cómo decir…
—Ya es demasiado tarde para pedir perdón, porque ya estás perdonado —interrumpió bruscamente—. Además, no hay tiempo para eso. Estoy segura de que a estas horas tendrías que estar durmiendo. Pero dado que esta es tu primera incursión en la auténtica vida de la corte, quería darte una cosa antes de que te fueras.
Abrí la boca y volví a cerrarla. Si se empeñaba en considerar que esta era mi primera incursión en la auténtica vida de la corte, nada de lo que yo dijese podría convencerla de lo contrario.
—Siéntate aquí —ordenó imperiosa, y señaló un sitio a sus pies.
Fui y me senté obedientemente. Reparé entonces por primera vez en una cajita que sostenía en su regazo. Era de madera negra y en la tapa se apreciaba un venado tallado en bajorrelieve. Cuando lo abrió percibí una vaharada de la madera aromática. Sacó un pendiente y me lo acercó a la oreja.
—Demasiado pequeño —masculló—. ¿De qué sirve ponerse joyas si nadie las ve? —Cogió y descartó varios más, entre comentarios similares. Al fin encontró uno que era como un trocito de red de plata con una piedra azul inscrita. Hizo una mueca y luego asintió con renuencia—. Ese hombre tiene buen gusto. Aunque no tenga otra cosa, buen gusto no le falta. —Me lo acercó de nuevo a la oreja y, sin previo aviso, me atravesó el lóbulo con el alfiler.
Chillé y me llevé una mano a la oreja, pero ella me la apartó de un papirotazo.
—No seas crío. Solo duele un minuto. —Había una especie de broche que lo sujetaba atrás y me dobló la oreja brutalmente para cerrarlo—. Ahí está. Le queda bien, ¿no te parece, Cordonia?
—Muy bien —convino la interpelada por encima de su interminable bordado.
Paciencia me despidió con un gesto. Cuando me levantaba para irme, dijo:
—Recuerda una cosa, Traspié. Tanto si tienes la Habilidad como si no, tanto si llevas su nombre como si no, eres el hijo de Hidalgo. Procura comportarte con honor. Ahora vete y duerme un poco.
—¿Con esta oreja? —pregunté, enseñándole la yema de los dedos manchados de sangre.
—Lo hice sin pensar. Lo lam… —comenzó, pero la interrumpí.
—Demasiado tarde para lamentarlo. Ya os he perdonado. Y gracias.
Cordonia seguía riéndose por lo bajo cuando salí.
Madrugué a la mañana siguiente para ocupar mi puesto en la cabalgata nupcial. Debíamos transportar ricos presentes como muestra del nuevo lazo entre las dos familias. Había obsequios para la princesa Kettricken, una yegua de buena sangre, joyas, tela para vestidos, criados y raros perfumes. Luego estaban los regalos para su familia y su pueblo. Caballos, halcones y oro labrado para su padre y hermano, desde luego, pero los regalos más importantes eran los que estaban destinados a su reino, pues según la tradición de Jhaampe, ella pertenecía a su pueblo más que a su familia. De modo que había cabezas de cría, reses, ovejas, caballos y aves de corral, y poderosos arcos de tejo como no se encontraban en la montaña, y útiles para trabajar el metal hechos de buen hierro de Forja, y otros obsequios con los que se esperaba mejorar las condiciones de vida de los montañeses. También llevábamos conocimiento, en forma de algunos de los herbarios mejor ilustrados de Cerica, varias arcillas con curas y un pergamino sobre cetrería que era la minuciosa copia del que redactara Cetrero en persona. Oficialmente, impartir estos conocimientos era el motivo por el que acompañaba yo a la caravana.
Los escritos estaban a mi cuidado, junto al generoso surtido de hierbas y raíces que se mencionaban en el herbario, y las semillas para plantar las que no soportaban los largos trayectos. No era aquel un regalo trivial, y asumí la responsabilidad de entregarlo debidamente con la misma seriedad con que asumía mi otra misión. Todo estaba bien envuelto y guardado en un arcón de cedro labrado. Comprobaba los embalajes por última vez antes de bajar el baúl al patio cuando oí al bufón a mi espalda.
—Te he traído una cosa.
Me volví para encontrarlo de pie en el umbral de mi cuarto. Ni siquiera había oído cómo se abría la puerta. Me ofrecía una bolsa de cuero fruncida con un cordón.
—¿Qué es eso? —pregunté, intentando que no percibiera en mi voz ni rastro de las flores o la muñeca.
—Purga de mar.
Arqueé las cejas.
—¿Un catártico? ¿Como regalo de bodas? Supongo que habrá quien lo encuentre apropiado, pero las hierbas que llevo se pueden plantar y cultivar en las montañas. No creo…
—No es un regalo de bodas. Es para ti.
Acepté la bolsa con sentimientos encontrados. Era una purga excepcionalmente potente.
—Gracias por acordarte de mí. Aunque no soy propenso a padecer los males del viaje, y…
—No eres propenso, cuando viajas, a correr el peligro de que te envenenen.
—¿Hay algo que quieras contarme? —Intenté imprimir a mis palabras un tono ligero y jocoso. Echaba de menos en esta conversación las acostumbradas muecas y la sorna del bufón.
—Solo que harías bien en comer poco, o nada, a no ser que lo cocines tú mismo.
—¿En todos los banquetes y festejos que se celebrarán?
—No. Solo en aquellos de los que quieras salir con vida. —Se giró para marcharse.
—Lo siento —me apresuré a decir—. No pretendía entrometerme. Te estaba buscando, hacía mucho calor y la puerta no estaba cerrada con llave, así que entré. No era mi intención espiarte.
Me daba la espalda y no se giró cuando preguntó:
—¿Y te pareció divertido?
—Yo… —No se me ocurría nada que decir, ninguna manera de asegurarle que nada de lo que había visto allí saldría de mí. Dio dos pasos y se dispuso a cerrar la puerta.
Dije atropelladamente: —Me hizo desear que ojalá hubiera para mí un lugar como el que tú tienes ahí arriba. Un lugar en el que pudiera guardar un secreto.
La puerta se detuvo a un palmo de cerrarse.
—Acepta mi consejo y quizá sobrevivas a este viaje. Cuando pienses en las motivaciones de una persona, recuerda que no debes medir su trigo con tu rasero. Quizá él utilice un sistema de medidas completamente distinto.
La puerta se cerró y desapareció el bufón. Pero sus últimas palabras habían sido lo bastante crípticas y frustrantes para hacerme pensar que quizá me hubiese perdonado por mi intromisión.
Guardé la purga de mar en mi jubón, sin quererla para nada, pero sin atreverme ahora a dejarla atrás. Miré en torno a mi cuarto, pero seguía siendo el sitio desnudo y práctico de siempre. La señora Premura se había ocupado de embalar mi equipaje, temerosa de confiarme mi ropa nueva. Me percaté de que el alce tachado de mi blasón había sido reemplazado por otro que embestía con la testuz agachada.
—Me gusta más que el alce tachado. ¿A ti no?
—Supongo —contesté, y eso había sido todo. Un nombre y un blasón. Asentí para mí, cargué sobre el hombro el arcón lleno de hierbas y pergaminos y bajé para unirme a la cabalgata.
Cuando descendía los escalones me encontré con Veraz, que subía. Al principio casi no lo reconocí, pues subía igual que un anciano achacoso. Me aparté de su camino para permitirle el paso, y luego supe que era él cuando me miró. Resulta extraño ver a alguien que te es familiar de esa manera como si fuese un desconocido. Reparé en la manera en que le colgaba la ropa, y la mata de cabello negro que recordaba lucía ahora salpimentada de gris. Me dedicó una sonrisa ausente y luego, como si se le hubiese ocurrido de repente, me detuvo.
—¿Partes hacia el Reino de las Montañas? ¿Para la ceremonia nupcial?
—Sí.
—¿Me harás un favor, chico?
—Desde luego —contesté, consternado por la aspereza de su voz.
—Háblale bien de mí. Sé franco, claro, no te pido que cuentes mentiras. Pero háblale bien de mí. Siempre he pensado que me tienes en buena consideración.
—Así es —dije a su espalda—. Así es, señor. —Pero no se giró ni replicó de ningún modo, y me sentí igual que al despedirme del bufón.
El patio era un hervidero de gente y animales. Esta vez no había carretas; las carreteras que se adentraban en las montañas eran tortuosas y se había decidido que tendrían que bastar las bestias de carga para viajar más deprisa. No sería de rigor que el cortejo real llegara tarde a la boda; bastante malo era que no asistiera el novio.
Las reses y el resto de los animales de granja habían partido hacía días. Se esperaba que nuestro viaje durase dos semanas y emprendíamos la marcha con otra de antelación. Me ocupé de amarrar el arcón de cedro a una bestia de carga, me acerqué a Hollín y esperé. Aun en el patio empedrado, el viento levantaba aire aquel cálido día de verano. Pese a los cuidados preparativos, la caravana ofrecía un aspecto caótico. Divisé a Severino, el ayuda de cámara favorito de Regio. Regio lo había enviado de regreso a Torre del Alce hacía un mes, con instrucciones concretas sobre ciertos modelos que deseaba que se confeccionaran. Severino iba detrás de Manos, que titubeaba y protestaba por algo y, fuera lo que fuese, Manos se mostraba impaciente al respecto. Cuando la señora Premura me daba las últimas instrucciones sobre el cuidado de mi ropa nueva, había divulgado que Severino se llevaba tantos ropajes, sombreros y demás equipaje para Regio que se le habían concedido tres animales para transportarlo todo. Supuse que el cuidado de los tres animales había recaído sobre Manos, pues Severino era un excelente ayuda de cámara, pero las grandes bestias lo intimidaban. La imponente masa de Lucho, el chico para todo de Regio, se veía detrás de ambos con aspecto de impaciencia y mal humor. Llevaba sobre un ancho hombro otro baúl, y quizá fuera el peso añadido de este último objeto lo que enervaba a Severino. Pronto los perdí de vista en medio de la muchedumbre.
Me sorprendió descubrir a Burrich comprobando las guías de los sementales y la yegua que era un regalo para la princesa. Sin duda, quienquiera que estuviese a cargo de ellos podría hacer eso, pensé. Acto seguido, al verlo montar, comprendí que también él formaba parte de la procesión. Miré en rededor para averiguar quién lo acompañaba, pero no vi a ninguno de los mozos del establo que yo conocía, salvo a Manos. Mazurco estaba ya en Jhaampe con Regio. De modo que Burrich abordaba aquella empresa en solitario. No me extrañé.
Allí estaba Augusto, a horcajadas sobre una preciosa yegua gris, aguardando con una impasibilidad casi inhumana. La temporada que había pasado en el destacamento lo había cambiado. Antes era un joven rechoncho, callado pero agradable. Tenía el mismo cabello negro que Veraz y había oído que se parecía a su primo de pequeño. Reflexioné que al aumentar sus obligaciones para con la Habilidad, probablemente aumentaría todavía más su parecido con Veraz. Estaría presente en la boda, como una especie de ventana para Veraz mientras Regio pronunciaba los votos en nombre de su hermano. La voz de Regio, los ojos de Augusto, pensé. ¿Qué era yo? ¿Su estilete?
Subí a lomos de Hollín, más para distanciarme de las personas que intercambiaban saludos e instrucciones de última hora que por ningún otro motivo. Recé a Eda para que pudiéramos emprender la marcha de una vez. Se me antojó una eternidad el tiempo que tardó la línea en formar, la sujeción de los bártulos en el último minuto. Entonces, casi sin previo aviso, se levaron los estandartes, se sopló un cuerno y la columna de caballos, animales de carga y personas empezó a moverse. Alcé la vista una vez, para ver que Veraz se había asomado al tejado de la torre y presenciaba nuestra partida. Lo saludé con la mano, pero dudo que pudiera reconocerme entre tantos. Cruzamos las puertas y enfilamos el sinuoso y abrupto camino que se alejaba de Torre del Alce hacia el oeste.
Nuestra ruta nos conduciría hacia el nacimiento del río Alce, que vadearíamos en su punto más ancho y menos profundo en la conjunción de las fronteras de los Ducados de Gama y Lumbrales. Desde allí atravesamos las vastas llanuras de Lumbrales, bajo un sol abrasador como nunca antes había tenido que soportar, hasta llegar al Lago Azul. Desde el Lago Azul, seguimos un río denominado simplemente Frío que nacía en el Reino de las Montañas. En el Vado Frío comenzaba la ruta comercial que atravesaba las montañas y se adentraba en sus alturas, hasta el Paso de las Tormentas, y de allí a las densas espesuras de los Territorios Pluviales. Aunque no llegaríamos tan lejos, pues nos detendríamos en Jhaampe, que era lo más parecido a una ciudad que poseía el Reino de las Montañas.
En cierto modo fue un viaje aburrido, sin contar las vicisitudes propias de tales empresas. Después de los primeros tres días, nos sumimos en una rutina notablemente monótona, interrumpida solo por los distintos paisajes que atravesábamos. Cada pueblo o aldea que se cruzaba en nuestro camino salía a recibirnos y demorarnos con sus mejores deseos y felicitaciones oficiales con motivo de las festividades nupciales del Príncipe de la Corona.
Pero cuando llegamos a las amplias llanuras de Lumbrales, aquellas poblaciones se tornaron más escasas y dispersas. Las ricas granjas y las ciudades comerciales de Lumbrales se encontraban lejos hacia el norte de nuestra ruta, a orillas del río Vin. Atravesábamos las planicies de Lumbrales, cuyos moradores eran en su mayoría pastores nómadas que solo levantaban ciudades en los meses de invierno, cuando se asentaban junto a las vías comerciales para lo que llamaban la «estación verde». Pasamos junto a rebaños de cabras y ovejas, manadas de caballos y, más rara vez, piaras de los peligrosos cochinos de montaña que ellos llamaban haragares, pero nuestro contacto con los habitantes de aquella región solía limitarse a la vista de sus tiendas cónicas a lo lejos, o de algún pastor erguido en su silla que nos saludaba levantando su cayado.
Manos y yo nos reconciliamos. Teníamos que compartir la comida y una pequeña fogata de campamento al anochecer, y me regalaba historias de las continuadas protestas de Severino por el polvo que se adhería a su capa de seda, o los insectos que anidaban en sus cuellos de piel y el terciopelo que se le estropeaba debido a los rigores del viaje. Más serias eran sus quejas sobre Lucho. Yo no guardaba ningún recuerdo grato del hombre, y a Manos le parecía un compañero de viaje opresivo, pues parecía que sospechara continuamente que Manos intentaba sustraer lo que fuese de los bártulos de Regio. Una noche Lucho se acercó incluso a nuestra hoguera, donde pronunció trabajosamente una vaga e indirecta advertencia dirigida a todo el que intentara conspirar para robar a su señor. Mas aparte de aquellas groserías, disfrutábamos de nuestro tiempo libre en paz.
El buen tiempo se mantuvo, y si de día nos derretíamos, las noches eran placenteras. Yo dormía encima de mi manta y rara vez me molestaba en cubrirme. Todas las noches revisaba el contenido de mi arcón y hacía cuanto podía para impedir que las raíces se secaran por completo, y evitando que el ajetreo estropeara las arcillas y los pergaminos. Hubo una noche en que me desperté de repente al escuchar a Hollín relinchando escandalosamente, y pensé que el arcón de cedro se habría movido ligeramente del lugar donde lo había dejado. Pero un somero repaso a su contenido demostró que todo estaba en su sitio, y cuando se lo comenté a Manos, se limitó a preguntar si me había contagiado de la enfermedad de Lucho.
Las aldeas y los rebaños con que nos cruzábamos con frecuencia nos proveían de víveres frescos y se mostraban realmente generosos, por lo que no pasamos penurias durante el viaje. No había tanta agua en los campos como cabría desear al atravesar Lumbrales, pero todos los días encontrábamos algún manantial o un pozo polvoriento donde reabastecernos, de modo que ni siquiera la sed fue tan mala como podría haberlo sido.
No vi mucho a Burrich. Se despertaba antes que cualquiera de nosotros y precedía al grueso de la caravana, para que sus animales pudieran disfrutar de los mejores pastos y del agua más limpia. Sabía que querría que sus caballos estuvieran en óptimas condiciones cuando llegaran a Jhaampe. También Augusto era casi invisible. Aunque técnicamente estaba al mando de nuestra expedición, delegaba la dirección en el capitán de su guardia de honor. Me costaba decidir si lo hacía impulsado por el buen juicio o por pereza. En cualquier caso, se mostraba sumamente reservado, aunque consentía que Severino se ocupara de él, levantara su tienda y le preparara la comida.
Para mí era casi como regresar a la infancia. Mis responsabilidades eran muy limitadas. Manos era un compañero amigable y no necesitaba que lo alentara para referirme su ingente surtido de chismorreos y aventuras. A menudo se me pasaba el día entero sin acordarme de que, al final de ese viaje, mataría a un príncipe.
Esos pensamientos solían asaltarme cuando me despertaba en plena noche. El cielo de Lumbrales estaba mucho más cuajado de estrellas que el que cubría Torre del Alce; me quedaba mirándolas y trazaba planes imaginarios para poner fin a la vida de Rurisk. Había otro baúl, más pequeño, guardado cuidadosamente en la bolsa que contenía mi ropa y mis objetos personales. Lo había embalado con mucha ansiedad y cuidado. Tenía que cumplir con mi misión sin errores. Había que hacerlo limpiamente, sin levantar la menor sospecha. También debía aguardar el momento propicio. El príncipe no podía morir mientras estuviéramos en Jhaampe. Nada debía empañar la boda. Tampoco debía morir antes de que se celebrara la ceremonia en Torre del Alce y se hubiera consumado felizmente el enlace, pues se consideraría un mal presagio para la pareja de recién casados. No iba a ser una muerte fácil de organizar.
A veces me preguntaba por qué se me había confiado a mí y no a Chade. ¿Era una especie de prueba que, de fallarla, me reportaría la muerte? ¿Era Chade demasiado viejo para ese reto, o demasiado valioso para ponerlo en peligro? ¿Podría ser que no tuviera que velar en todo momento por la salud de Veraz? Cuando alejaba mi mente de tales ideas, me preguntaba si debería utilizar un polvo que irritara los dañados pulmones de Rurisk para que muriese entre toses. Podría rociar sus sábanas y almohadas con él. ¿Debería ofrecerle un remedio contra el dolor del que se volviera dependiente paulatinamente e inducirlo a la muerte mientras dormía? Tenía un tónico que disolvía la sangre. Si ya padecía hemorragias crónicas en los pulmones, bastaría para enviarlo al otro barrio. Tenía un veneno, rápido, letal e insípido como el agua, aunque tendría que idear la manera de que lo ingiriera en un futuro próximo pero seguro. Estas cavilaciones no me ayudaban a conciliar el sueño, pero el aire fresco y el ejercicio de cabalgar durante todo el día solían bastar para contrarrestarlas, y a menudo me despertaba ansioso por comenzar un nuevo día de viaje.
Cuando divisamos al fin el Lago Azul, fue como estar a la vista de un milagro. Hacía años que permanecía tan lejos del mar durante tanto tiempo, y me sorprendió cuánto añoraba la visión del agua. Todos los animales de nuestra comitiva inundaron mis pensamientos con el límpido aroma del agua. El paisaje reverdecía y se tornaba más plácido conforme nos acercábamos al inmenso lago, y aquella noche hubimos de esforzarnos para que los caballos no pacieran en demasía.
Hordas de barcos de vela ejercían su oficio mercante en el Lago Azul y los colores de sus velas anunciaban la familia para la que navegaban además de lo que vendían. Los asentamientos que rodeaban el Lago Azul estaban construidos sobre pilotes que asomaban del agua. Recibimos una calurosa acogida y nos deleitamos con pescado de agua dulce, de original sabor para mi paladar acostumbrado al pescado azul. Me sentía un viajero consumado, y Manos y yo nos vanagloriamos la noche en que se acercaron a nuestra fogata algunas muchachas de ojos verdes pertenecientes a familias que comerciaban con grano. Trajeron con ellas pequeños tambores de vivos colores, cada uno afinado de modo distinto, y tocaron y cantaron para nosotros hasta que vinieron sus madres para regañarlas y llevárselas a casa. Fue una experiencia embriagadora, y aquella noche no pensé en absoluto en el príncipe Rurisk.
Ahora viajábamos hacia el norte y el oeste, surcando el Lago Azul a bordo de unas barcazas de fondo plano que no me inspiraban mucha confianza. Al llegar a la otra orilla, nos encontramos inmersos de repente en un bosque, con los calurosos días de Lumbrales convertidos en un recuerdo lejano. Nuestra ruta nos condujo a través de inmensas extensiones de cedros, punteadas aquí y allá por macizos de abedules y replantadas en zonas quemadas con alisos y sauces. Los cascos de nuestros caballos resonaban en la negra tierra del sendero forestal y nos rodeaban las dulces fragancias del otoño. Vimos aves desconocidas, y en una ocasión divisé un enorme venado de un color y una especie que nunca había visto ni jamás he vuelto a ver. Los pastos que encontraban los caballos por la noche no eran buenos, y nos alegramos de haber comprado grano a las gentes del lago. Encendíamos fogatas al anochecer, y Manos y yo compartíamos una tienda.
Nuestro camino conducía inexorablemente hacia arriba. Trazábamos nuestra ruta entre las laderas más empinadas, pero sin desviarnos de la senda que ascendía las montañas. Una tarde nos encontramos con una delegación de Jhaampe, enviada para recibirnos y mostrarnos el camino. Después de aquello parecimos viajar más deprisa, y todas las noches gozábamos del entretenimiento de los músicos, poetas y malabaristas, y celebrábamos banquetes con sus manjares. Todos los esfuerzos iban dirigidos a darnos la bienvenida y agasajarnos, pero eran tan diferentes de lo que yo conocía que me resultaban extraños y atemorizadores. A menudo debía recordarme las lecciones de Burrich y Chade sobre cortesía, en tanto el pobre Manos se aislaba casi completamente de nuestros nuevos compañeros.
Físicamente, casi todos ellos eran chyurdos, y eran como yo esperaba que fueran: altos, pálidos, de cabello y ojos claros, algunos pelirrojos como un zorro. Eran gente musculosa, tanto las mujeres como los hombres. Todos parecían portar un arco o una honda, y resultaba evidente que se encontraban más a gusto viajando a pie que a lomos de un caballo. Se cubrían con lanas y cuero, y hasta los más humildes lucían finas pieles como si de arpillera se tratase. Caminaban a la par que nosotros, aunque nosotros fuésemos montados, y no parecía que les supusiera ningún esfuerzo mantener el ritmo de los caballos. Cantaban mientras caminaban, largas canciones en una antigua lengua que sonaba casi plañidera, aunque intercalaban gritos de dicha o victoria. Más tarde aprendí que nos estaban cantando su historia, para que supiéramos mejor a qué pueblo iba a unirnos nuestro príncipe. Deduje que eran, en su mayoría, bardos y poetas; los «hospitalarios», en su idioma, enviados tradicionalmente a recibir a los invitados y hacer que se alegraran de haber venido aun antes de haber llegado.
En el transcurso de los dos días siguientes el camino se ensanchó, pues otras sendas y carreteras desembocaban en él conforme nos aproximábamos a Jhaampe. Se convirtió en una amplia ruta comercial, pavimentada en algunos tramos con piedra blanca molida. Cuanto más cerca estábamos de Jhaampe, más numerosa era nuestra procesión, puesto que se nos unían grandes contingentes de aldeas y tribus que bajaban de los confines del Reino de las Montañas para asistir al compromiso de su princesa con el poderoso príncipe de las tierras bajas. Pronto, con perros y caballos y algún tipo de cabra que empleaban como bestia de carga, con carros cargados de obsequios y familias de todo tipo componiendo nuestro cortejo, llegamos a Jhaampe.