18

Asesinatos

Chade Estrellafugaz, consejero personal del rey Artimañas, realizó un exhaustivo estudio de la forja durante el período inmediatamente anterior a las guerras de la Vela Roja. De sus arcillas extraemos lo siguiente: «Nasa, hija del marinero Agalla y de la campesina Ryda, fue raptada con vida de su aldea Buenagua el decimoséptimo día después del Festival de Primavera. Fue forjada por los Corsarios de la Vela Roja y devuelta a su aldea tres días más tarde. Su padre fue asesinado durante el asalto, y su madre, con otros cinco niños pequeños de los que ocuparse, se veía incapaz de cuidar de Nasa. En el momento de su forjado contaba catorce veranos de edad. Llegó a mi poder unos seis meses después de haber sido forjada.

»Cuando me la trajeron estaba desaseada, harapienta y muy débil a causa del hambre y el frío. Siguiendo mis instrucciones, la bañaron, vistieron y alojaron en unos aposentos adyacentes a los míos. Seguí con ella el mismo procedimiento que con un animal salvaje. Todos los días le llevaba comida personalmente y me quedaba con ella mientras comía. Me encargué de que su cámara se mantuviera caldeada y su cama limpia, y de que gozara de lo mínimo que precisa una mujer: agua para asearse, peines y cepillos, y todo cuanto puede necesitar una mujer. Asimismo, me ocupé de que se le proporcionaran útiles de costura, pues había descubierto que antes de la forja era muy aficionada a ese tipo de manualidades y había creado varias piezas que demostraban su ingenio. Con todo esto mi intención era ver si, en las circunstancias adecuadas, un forjado podría recuperar alguna traza de la persona que era antes.

«Incluso una bestia salvaje podría haberse vuelto un poco más dócil en tales circunstancias. Pero Nasa reaccionaba a todo con la misma indiferencia. Había perdido no solo las costumbres de una mujer, sino aun el sentido común de un animal. Comía hasta hartarse, con las manos, y luego tiraba al suelo lo que sobraba, para pisotearlo. No se lavaba, ni cuidaba de su aspecto en ningún sentido. Incluso los animales ensucian solo una esquina de sus guaridas, pero Nasa era como un ratón que deja sus heces por todas partes, sin respetar siquiera su lecho.

»Podía hablar, de forma sensata, si se lo proponía o si había algo que deseara de veras. Cuando hablaba por volición propia, solía ser para acusarme de haberle robado algo, o para proferir amenazas contra mi persona cuando no le entregaba inmediatamente lo que fuese que se le hubiera antojado. Por lo general, me trataba con suspicacia y rencor. Hacía caso omiso de mis intentos por entablar una conversación normal, pero privándola de sustento conseguí obtener alguna respuesta a cambio de comida. Recordaba muy bien a su familia, pero no sentía curiosidad por saber qué era de ellos. Respondía a esas preguntas más bien como quien habla del tiempo que hizo ayer. Respecto a su forjado, solo dijo que los habían retenido en la bodega de un barco, con poco que comer y el agua justa para subsistir. No le habían dado de comer nada raro que ella recordara, ni la habían tocado de ninguna manera particular. Por consiguiente, no supo desvelarme nada relativo al mecanismo de la forja en sí. Esto me supuso una gran decepción, pues esperaba que, si sabía cómo se hacía algo, podría aprender a deshacerlo. Me propuse devolverle su conducta humana razonando con ella, en vano. Parecía comprender mis palabras, pero no reaccionaba ante ellas. Aunque se le dieran dos hogazas de pan y se le advirtiera de que debía reservar una para el día siguiente so pena de quedarse sin alimento, dejaba la segunda hogaza en el suelo, la pisaba, y al día siguiente daba cuenta de las migajas, sin prestar atención a lo sucias que estuvieran. No mostraba interés alguno en la costura ni en ningún otro pasatiempo, ni siquiera reparaba en los llamativos juguetes de una niña. Cuando no estaba comiendo o durmiendo, se contentaba con quedarse sentada o tumbada, tan ociosa su mente como su cuerpo. Si se le ofrecían dulces o pastas, comía hasta vomitar y luego seguía comiendo.

«La traté con distintos elixires y té de hierbas. La obligué a ayunar, a inhalar vapores, purgué su cuerpo. Los baños de agua fría y caliente no conseguían sino enfadarla. La obligué a dormir todo un día y una noche, sin cambios. También la atiborré de corteza feérica para que se pasara dos noches en vela, pero así únicamente aumentó su irritabilidad. La agasajé con mimo una temporada, pero al igual que cuando le aplicaba las restricciones más severas, su conducta seguía inalterable, así como el trato que me dispensaba. Si tenía hambre, hacía inclinaciones y sonreía dulcemente si se le ordenaba, pero en cuanto la comida llegaba a sus manos, pasaba por alto cualquier orden o ruego.

»Era ferozmente celosa de su territorio y sus posesiones. En más de una ocasión intentó agredirme, sin más motivo que haberme acercado demasiado a su comida, y una vez porque decidió de improviso que quería apropiarse de uno de mis anillos. Mataba con asiduidad a los ratones que atraía su suciedad, los capturaba con una rapidez asombrosa y los estampaba contra la pared. Un gato que en cierta ocasión se adentró en sus aposentos corrió la misma suerte.

«Parecía tener una percepción dispersa del tiempo que había transcurrido desde su forja. Sabía relatar con precisión los pormenores de su vida pasada, si así se le ordenaba cuando tenía hambre, pero en cuanto a los días posteriores al forjado, todo era un largo’ayer' para ella.

»Nasa no supo decirme si le habían quitado o añadido algo para forjarla. No sabía si era algo que se ingería, se olía, se oía o se veía. No sabía si era siquiera obra de un hombre, o de algún demonio marino sobre los que los lejanos afirmaban tener cierto control. Mi largo y exhaustivo experimento no arrojó ningún resultado.

«Una noche di a Nasa una triple poción para dormir mezclada con el agua. Hice que bañaran su cuerpo, que le arreglaran el pelo, y la envié de regreso a su aldea para que recibiera la debida sepultura. Al menos una familia podría poner punto y final a su historia con la forja. Casi todas las demás debían preguntarse, durante meses y años, qué habría sido de sus seres queridos. Mejor es que no lo sepan». Por aquel entonces había más de mil almas forjadas.

Burrich pretendía cumplir su palabra. Ya no quiso saber nada más de mí. Ya no era bien recibido en los establos ni en las perreras. Aquello satisfizo especialmente a Mazurco. Aunque a menudo acompañaba a Regio, cuando merodeaba cerca de los establos solía cruzarse en mi camino para prohibirme la entrada.

—Permitid que os traiga vuestro caballo, señor —se ofrecía obsequioso—. El caballerizo prefiere que sean los mozos de cuadra quienes se ocupen de los animales dentro de los establos. —Así me obligaba a quedarme plantado, como un señoritingo inepto, mientras ensillaba a Hollín y me la acercaba. El propio Mazurco barría su compartimento, se ocupaba de alimentarla y de cepillarla, y me reconcomía ver cómo se alegraba ella de verlo. Solo era una yegua, me decía, no podía culparla de nada. Pero para mí significaba otro abandono.

De repente me vi con demasiado tiempo libre. Antes siempre pasaba las mañanas trabajando para Burrich. Ahora eran para mí solo. Capacho estaba ocupada entrenando novatos para la defensa del castillo. Me invitó a practicar con ellos, pero hacía mucho tiempo que había aprendido aquellas lecciones. Cerica iba a pasar el verano fuera, como hacía todos los veranos. No sabía cómo disculparme ante Paciencia, y en Molly ni siquiera me atrevía a pensar. Incluso mis visitas a las tabernas de Torre del Alce se habían convertido en incursiones solitarias. Retinto era ahora el aprendiz de un titiritero, y Hoz se había enrolado en un barco. Estaba solo y aburrido.

Fue un verano desgraciado, y no solo para mí. Mientras me amargaba y crecía, en tanto saltaba y me ensañaba con quien fuera tan imprudente como para dirigirme la palabra, y buscaba la inconsciencia en el alcohol varias veces a la semana, no se me olvidaba que los Seis Ducados estaban siendo expoliados. Los Corsarios de la Vela Roja, más temerarios que nunca, asolaban nuestras costas. Aquel verano sumaron a sus amenazas diversas exigencias. Grano, cabezas de ganado, el derecho a coger cuanto quisieran de nuestros puertos, el derecho a amarrar sus embarcaciones y vivir de nuestras tierras y nuestras gentes durante el estío, el derecho a capturar a nuestros vecinos como esclavos… cada nueva demanda era más intolerable que la anterior, y lo único que resultaba más intolerable que sus demandas eran las forjas que seguían a cada negativa del rey.

El pueblo abandonaba las ciudades portuarias y las aldeas pesqueras. Nadie podía culparlo, pero eso dejaba nuestra costa aún más vulnerable. Se contrataron más soldados, y más, y hubieron de subirse los impuestos para pagarlos, y la gente protestaba por el peso de los tributos y el miedo a los Corsarios de la Vela Roja. Aun más extraños eran los marginados que acudían a nuestras orillas en sus embarcaciones familiares, dejando atrás sus buques de guerra, para rogar asilo a nuestro pueblo y contar increíbles relatos de caos y tiranía en las Islas del Margen, donde los corsarios gobernaban ahora sin oposición. Eran reclutados para el ejército a bajo precio, aunque pocos se fiaban de ellos. Pero al menos sus historias de las Islas del Margen bajo el yugo de los Velas Rojas eran lo bastante preocupantes como para impedir que a nadie se le ocurriera ceder a las exigencias de los corsarios.

Aproximadamente un mes después de mi regreso, Chade me abrió su puerta. Yo estaba resentido por su indiferencia hacia mí y subí las escaleras más despacio que nunca. Pero cuando llegué a su cuarto, dejó de aplastar semillas en el mortero y me miró con expresión fatigada.

—Me alegro de verte —dijo, sin que su voz reflejara ni un ápice de esa supuesta alegría.

—Por eso te diste tanta prisa en darme la bienvenida —comenté con acritud.

Dejó de moler.

—Lo siento. Pensé que quizá necesitarías pasar una temporada solo, para recuperarte. —Volvió a mirar sus semillas—. Yo tampoco he tenido una primavera ni un invierno fáciles. ¿Por qué no intentamos hacer borrón y cuenta nueva?

Era una sugerencia cordial, razonable. Supe que sería lo más inteligente.

—¿Acaso tengo elección? —inquirí, con sarcasmo.

Chade terminó de moler sus semillas. Tamizó el polvo en un colador de fina rejilla y lo dejó sobre una taza para que goteara.

—No —dijo al cabo, como si lo hubiera estado meditando—. No, no la tienes, y tampoco yo. En muchos aspectos, no tenemos elección. —Me miró, sus ojos me recorrieron de arriba abajo, y luego volvió a remover sus semillas—. Tú —dijo—, vas a dejar de beber lo que no sea agua o té hasta que termine el verano. Te apesta el sudor a vino. Y tienes los músculos flojos, para ser tan joven. Este invierno de meditaciones con Galeno no le ha hecho ningún bien a tu cuerpo. Procura hacer ejercicio. Proponte, a partir de hoy, subir la torre de Veraz cuatro veces al día. Llévale comida, y el té que te enseñaré a preparar. No te presentes nunca ante él con mala cara, sino jovial y complaciente. Puede que una temporada al servicio de Veraz te convenza de que tenía motivos para no centrar en ti toda mi atención. Eso es lo que harás cada día que pases en Torre del Alce. Habrá otros días en que debas hacer otro tipo de recados para mí.

A Chade no le habían hecho falta muchas palabras para avergonzarme. Mi percepción de la vida pasó de lo dramático a la autocompasión en cuestión de momentos.

—He sido un poco holgazán —confesé.

—Has sido un poco imbécil —convino Chade—. Has tenido todo un mes para empuñar las riendas de tu vida. Te has estado comportando como… un niño malcriado. No me extraña que Burrich esté disgustado contigo.

Hacía mucho que había dejado de sorprenderme cuántas cosas sabía Chade. Pero esta vez tenía el convencimiento de que desconocía el verdadero motivo, y no me apetecía compartirlo con él.

—¿Has averiguado ya quién intentó asesinarlo?

—No… no lo he intentado, la verdad.

Ahora fue Chade el que pareció disgustado, y desconcertado.

—Chico, este no eres tú. Hace seis meses habrías puesto los establos patas arriba para descubrir un secreto así. Hace seis meses, si hubieras gozado de treinta días de vacaciones, no habrías permanecido ocioso ni uno solo. ¿Qué te ocurre?

Agaché la cabeza, sintiendo la verdad que entrañaban sus palabras. Quería contarle todo lo que me había pasado; no quería decirle una palabra de ello a nadie.

—Voy a contarte todo lo que sé sobre el atentado contra Burrich. —Y eso hice.

—Y el que vio todo eso —dijo cuando hube terminado—, ¿conocía a la persona que atacó a Burrich?

—No pudo verlo bien —me salí por la tangente. De nada serviría decir a Chade que sabía exactamente cómo olía, pero que solo había percibido una vaga impresión visual.

Chade guardó silencio un instante.

—Bueno, procura tener los oídos bien abiertos. Me gustaría saber quién ha tenido la osadía de atentar contra la vida del maestro caballerizo del rey en su propio establo.

—Entonces, ¿no crees que pudiera tratarse de un ajuste de cuentas con Burrich? —pregunté con cuidado.

—Es posible. Pero no saquemos conclusiones precipitadas. A mi me huele a estratagema. Alguien pretende llegar a alguna parte, pero ha dado el primer paso en falso. Espero que podamos aprovecharnos de eso.

—¿Me puedes decir por qué lo crees así?

—Podría, pero no voy a hacerlo. Quiero que tengas la cabeza despejada para que llegues a tus propias conclusiones, con independencia de lo que yo piense. Ahora ven. Quiero enseñarte los tés.

Me dolió que no me preguntara nada acerca del tiempo que había pasado con Galeno ni de la prueba. Parecía aceptar mi fracaso como algo que fuese de esperar. Pero cuando me mostró los ingredientes que había escogido para los tés de Veraz, me horrorizó la potencia de los estimulantes que estaba empleando.

Había visto muy poco a mi Veraz, en tanto Regio se exhibía continuamente. Había pasado el último mes entre idas y venidas. Siempre acababa de volver de algún sitio, o justo partía, y cada cabalgata parecía más lujosa y ornamentada que la anterior. Me daba la impresión de que estaba aprovechando el cortejo de su hermano como excusa para emperifollarse como un auténtico pavo real. La opinión popular coincidía en que así debía de ser, para impresionar a las partes con las que negociaba. En mi opinión, era un desperdicio de dinero que podría haberse empleado en el reforzamiento de nuestras defensas.

Cuando Regio desaparecía me sentía aliviado, pues el antagonismo que me profesaba se había recrudecido recientemente, y había descubierto varias y sutiles maneras de demostrármelo.

En las breves ocasiones en que había visto a Veraz o al rey, ambos parecían cansados y atribulados. Pero sobre todo Veraz me había dado la impresión de encontrarse casi aturdido. Impasible y distraído, solo había reparado una vez en mi presencia, para luego esbozar una sonrisa morosa y decir que había crecido mucho. Esa fue toda nuestra conversación. Pero me di cuenta de que comía como un inválido, sin apetito, renunciando a la carne y el pan como si masticar y tragar fuese un esfuerzo inmenso, subsistiendo en su lugar a base de sopas y gachas de avena.

—Utiliza demasiado la Habilidad. Eso me ha dicho Artimañas. Lo que no consigue explicarme es por qué lo extenúa de ese modo, por qué le consume la carne de los huesos. Así que le proporciono tónicos y elixires e intento convencerlo para que descanse. Pero nada. No se atreve, dice. Dice que solo con todo su empeño consigue confundir a los navegantes de la Vela Roja, enviar sus navíos contra las rocas, desalentar a sus capitanes. De modo que sale de la cama y va directo a su silla junto a la ventana, y allí se pasa sentado el día entero.

—¿Y el destacamento de Galeno? ¿Es que no le proporcionan ninguna ayuda? —Formulé la pregunta con una punzada de envidia, casi esperando escuchar que no servían para nada.

Chade exhaló un suspiro.

—Creo que los utiliza como uso yo palomas mensajeras. Los ha enviado a las torres, y se sirve de ellos para comunicar advertencias a sus soldados y para que estos reciban de él apercibimientos de los barcos. Pero la tarea de defender la costa, esa no se la confía a nadie más. Cualquier otro, me dice, tendría demasiada poca experiencia; podrían delatar su presencia a quienes Habiliten. No lo comprendo. Pero sé que no podrá seguir así mucho más. Rezo para que termine el verano, para que las tormentas de invierno empujen las Velas Rojas de regreso a sus puertos de origen. Ojalá hubiera alguien capaz de ayudarlo con su labor. Temo que acabe por consumirlo.

Entendí aquello como una reprimenda por mi fracaso y me sumí en un hosco silencio. Deambulé por sus aposentos, encontrándolos conocidos y extraños a un tiempo tras meses de ausencia. El instrumental que empleaba para su estudio de las hierbas estaba, como siempre, desperdigado por doquier. Sisa había dejado su rastro por todas partes, con sus malolientes montoncitos de huesos abandonados en los rincones. Como de costumbre, las diversas sillas se veían cubiertas de un sinfín de arcillas y pergaminos. La última colección parecía versar principalmente sobre los vetulus. Merodeé por la estancia, intrigado por las coloridas ilustraciones. Una de las arcillas, más antigua y más elaborada que el resto, retrataba a un vetulus con forma de ave dorada y cabeza humana coronada por una mata de cabello plumoso. Empecé a fijarme en las palabras. El texto era picho, un antiguo dialecto nativo de Chalaza, el ducado más meridional. Muchos de los símbolos pintados se habían desdibujado o descascarillado en la madera vieja, y a mí nunca se me había dado bien el picho. Chade se acercó a mi lado.

—Sabes —dijo en voz baja—, no me ha resultado fácil, pero cumplí mi palabra. Galeno exigió el control absoluto sobre sus alumnos. Estipuló expresamente que nadie se pusiera en contacto con vosotros ni interfiriera en modo alguno con vuestra disciplina e instrucción y, como te dije en su día, en el Jardín de la Reina estoy ciego y no tengo influencia.

—Ya lo sabía —musité.

—Pero aprobé las acciones de Burrich. Si no contacté contigo fue porque había dado mi palabra al rey. —Hizo una pausa, dubitativo—. Ha sido una temporada difícil, sabes. Ojalá hubiera podido ayudarte. No deberías sentirte tan mal por haber…

—Fracasado —me adelanté a él mientras buscaba un eufemismo con el que concluir su frase. Suspiré, y acepté mi dolor de repente—. Dejémoslo ya, Chade. No puedo cambiarlo.

—Lo sé. —Luego, aún más caviloso—: Aunque quizá podamos sacarle provecho a lo que hayas aprendido sobre la Habilidad. Si pudieras ayudarme a comprenderla, a lo mejor podría idear alguna manera de ayudar a Veraz. Son tantos los años de secretismo que rodean a esos conocimientos… apenas si se mencionan en los antiguos pergaminos, salvo para decir que esta o aquella batalla se ganó gracias a que el rey volcó su Habilidad sobre los soldados, o que este o aquel adversario fue confundido por la Habilidad del rey. Pero no se menciona cómo se hace, ni…

Me atenazó la desesperación de nuevo.

—Déjalo. No es algo que deban saber los bastardos. Creo que eso lo he demostrado.

Se cernió el silencio entre nosotros. Al cabo Chade exhaló un pesado suspiro.

—Bueno. Si ha de ser así… También he estado estudiando el forjado, estos últimos meses. Pero lo único que he averiguado es lo que no es, y lo que no surte efecto para revertirlo. La única cura que he encontrado es el remedio para todo más antiguo que existe.

Enrollé y até el pergamino que estaba mirando, presintiendo lo que se avecinaba. No me equivocaba.

—El rey me ha comunicado un encargo para ti.

Aquel verano, en el transcurso de tres meses, asesiné en diecisiete ocasiones para el rey. Si no hubiera matado ya antes, por propia iniciativa y para defenderme, quizá me hubiera resultado más difícil.

Las misiones podrían parecer sencillas. Un caballo, yo y una bolsa de pan envenenado. Recorrí aquellas carreteras en que los viajeros denunciaban haber sido asaltados, y cuando me atacaban los forjados, huía dejando atrás un rastro de hogazas desmenuzadas. Quizá si yo hubiera sido un soldado corriente, habría pasado menos miedo. Pero me había pasado toda la vida confiando en mi Maña para saber cuándo había alguien cerca. Para mí, equivalía a tener que trabajar con los ojos vendados. Además, enseguida descubrí que no todos los forjados habían sido zapateros e hilanderas en vida. El segundo clan de ellos que envenené contaba con varios soldados entre sus filas. Tuve suerte de que la mayoría de ellos estuvieran peleándose por las migajas cuando me apearon del caballo. Recibí una profunda cuchillada, y hasta la fecha conservo la cicatriz en el hombro izquierdo. Eran fuertes y competentes, y parecían combatir como una unidad, quizá porque para eso habían sido adiestrados cuando aún eran completamente humanos. Habría muerto si no llego a gritarles que era una tontería enfrentarse a mí mientras los demás se comían todo el pan. Me soltaron, subí como pude al caballo y huí.

Los venenos no eran más crueles de lo necesario, pero para que resultaran eficaces aun en pequeñas dosis, nos veíamos obligados a utilizar los más potentes. Los forjados no morían plácidamente, pero era la muerte más rápida que podía preparar Chade. Me alegraba no tener que ser testigo de sus muertes, no tener que presenciar sus espasmos ni sus convulsiones, no tener que ver siquiera sus cadáveres tirados junto al camino. Cuando las noticias de los forjados abatidos llegaban a Torre del Alce, Chade contaba que probablemente habían perecido a causa de la ingestión de pescado en mal estado, capturado en algún afluente, y el rumor se propagaba veloz como el rayo. Los parientes recogían los cuerpos y les daban sepultura. Yo me decía que probablemente se sentían aliviados, y que los forjados habían encontrado una muerte más piadosa que el hambre que habría acabado con ellos durante el invierno. Así me acostumbré a matar, y contaba casi con una veintena de asesinatos en mi haber cuando hube de mirar a los ojos a un hombre y luego quitarle la vida.

Tampoco aquello resultó tan difícil como podría haber sido. Era un noble menor, dueño de unas tierras a las afueras del lago Turia. Hasta Torre del Alce llegó la historia de que, llevado por el mal genio, había golpeado a la hija de uno de sus criados, y que la pequeña se había quedado tonta de resultas de la agresión. Aquello bastó para sacar de sus casillas al rey Artimañas. El noble había pagado la deuda de sangre, y al aceptarla, el criado había renunciado a todo tipo de justicia del rey. Pero meses después llegó a la corte una prima de la muchacha, que pidió entrevistarse a solas con Artimañas.

Me enviaron a confirmar su relato y vi cómo el noble tenía a la niña como un perro al pie de su silla, y más aún, cómo su vientre abultado delataba lo avanzado de su embarazo. De modo que no me resultó difícil, mientras me ofrecía vino en finos vasos de cristal y me rogaba que le contara las últimas nuevas acontecidas en la corte del rey en Torre del Alce, encontrar un momento para levantar su vaso a la luz y ensalzar la cualidad del continente y de su contenido. Partí de allí días después, cumplido mi encargo, con las muestras de papel que había prometido a Cerica y los mejores deseos del noble para que tuviera un buen viaje de regreso. Al día siguiente, el noble se sintió indispuesto. Murió, rodeado de sangre, babas y locura, aproximadamente un mes después. La prima se hizo cargo de la pequeña y su retoño. Hasta la fecha sigo sin arrepentirme, ni de lo hecho ni de la muerte lenta que le dispensé.

Cuando no estaba eliminando forjados, atendía a mi señor príncipe Veraz. Recuerdo la primera vez que subí los muchos escalones que tenía su torre, haciendo equilibrios con una bandeja. Esperaba encontrar algún guardia o centinela en la cúspide. No había nadie. Llamé a la puerta, y al no recibir respuesta entré sigilosamente. Veraz estaba sentado en una silla junto a una ventana. Una brisa estival soplaba desde el océano y entraba en la estancia. Podría haber sido una cámara agradable, llena de luz y aire fresco en un caluroso día de verano. En vez de eso, se me antojó una celda. Estaba la silla junto a la ventana, y una mesita a su vera. En las esquinas y alrededor de todo el cuarto el suelo se veía cubierto de polvo y atestado de briznas de paja vieja. Y Veraz, con la barbilla pegada al pecho como si dormitara, salvo que yo percibía cómo palpitaba toda la habitación con su esfuerzo. Tenía el cabello desarreglado, la barbilla cubierta por la barba de un día. La ropa le colgaba de cualquier manera.

Cerré la puerta con un pie y llevé la bandeja hasta la mesita. La posé y me quedé de pie junto a ella, aguardando en silencio. Tardó algunos minutos en regresar de donde quiera que estuviese. Me observó con un fantasma de su antigua sonrisa y luego reparó en la bandeja.

—¿Qué es esto?

—El desayuno, señor. Todos han comido ya hace horas, menos vos.

—Ya he desayunado, muchacho. Esta mañana temprano. Una sopa de pescado asquerosa. Habría que colgar a los cocineros por haber pergeñado aquello. Nadie debería empezar el día comiendo pescado. —Parecía dubitativo, como un viejo balbuciente que intentara recordar los días de su juventud.

—Eso fue ayer, señor. —Destapé los platos. Pan caliente recubierto de miel y uvas pasas, fiambres, un cuenco de fresas y una tacita de nata para acompañarlas. Todas las raciones eran pequeñas, casi infantiles. Serví el té humeante en una taza. Estaba fuertemente sazonado con menta y jengibre, para camuflar el fuerte sabor de la corteza feérica.

Veraz lo miró de soslayo y luego a mí.

—Chade nunca se rinde, ¿verdad? —Lo dijo con toda familiaridad, como si el nombre de Chade se pronunciara a diario en todos los rincones del castillo.

—Tenéis que comer algo si queréis continuar —respondí con voz neutra.

—Supongo que sí —dijo, con cansancio, y encaró la bandeja repleta de platos artísticamente elaborados como si fuese otra ardua tarea. Comió sin apreciar la comida, y se bebió el té de un solo trago, como si fuera medicina, sin dejarse engañar por la menta ni el jengibre. A mitad de la comida se detuvo con un suspiro y miró un rato por la ventana. Luego, aparentemente presente de nuevo, se obligó a dar cuenta de cada plato. Puso la bandeja a un lado y se recostó en la silla, como si estuviera exhausto. Me lo quedé mirando. Había preparado el té personalmente. Toda aquella corteza feérica habría conseguido que Hollín librara las partes de su compartimento de un salto.

—¿Mi príncipe? —dije, y al ver que no respondía, le toqué ligeramente en el hombro—. ¿Veraz? ¿Estás bien?

—Veraz —repitió, como si estuviera entontecido—. Sí. Me gusta más que «señor», o «mi príncipe», o «milord». Esto es obra de mi padre, enviarte a ti. Bueno. Puede que aún se lleve alguna sorpresa. Pero, sí, llámame Veraz. Y diles que he comido. Tan obediente como siempre, me lo he comido todo. Ahora vete, chico. Tengo cosas que hacer.

Pareció que se desperezara con esfuerzo, y su mirada se tornó distante de nuevo. Recogí los platos con toda la discreción que me fue posible y me dirigí a la puerta con la bandeja. Cuando levantaba el pestillo, habló de nuevo.

—¿Chico?

—¿Señor?

—¡Ah-ah! —me regañó.

—¿Veraz?

—León está en mis aposentos, muchacho. Sácalo a pasear en mi lugar, ¿quieres? Se muere de pena. No tiene sentido que nos consumamos los dos de esta manera.

—Sí, señor. Veraz.

Así que el viejo sabueso, olvidada ya la flor de su juventud, fue a parar a mi cuidado. Todos los días lo sacaba de las estancias de Veraz y recorríamos las colinas, los acantilados y las playas a la caza de los lobos que hacía años que no corrían por allí. Como sospechaba Chade, mi forma física dejaba mucho que desear, y al principio me las vi y me las deseé para mantener el ritmo del perro. Pero conforme pasaban los días íbamos recuperando nuestro antiguo tono muscular, y León llegó a cazar incluso un par de conejos para mí. Ahora que me habían exiliado de los dominios de Burrich, no sentía reparos en utilizar la Maña cuando me placía. Pero como descubriera años atrás, aunque podía comunicarme con León, no nos unía ningún lazo. No siempre me obedecía, ni siquiera me creía en todo momento. Si hubiera sido un cachorro, estoy seguro de que nos podríamos haber vinculado. Pero era viejo y su corazón pertenecería siempre a Veraz. La Maña no ejercía el control sobre las bestias, sino que permitía asomarse a su vida.

Tres veces al día subía las empinadas y sinuosas escaleras para convencer a Veraz de que comiera y sonsacarle un puñado de palabras de conversación. Había días en que era como hablar con un niño o con un viejo senil. Otros, preguntaba por León y me interrogaba sobre lo que acontecía en la ciudad de Torre del Alce. A veces me ausentaba durante días, reclamado por mis otros deberes. Por lo general, parecía que no se percatara, pero una vez, tras la incursión en la que recibí mi herida de cuchillo, se me quedó mirando azorado mientras recogía sus platos vacíos y los ordenaba encima de la bandeja.

—Seguro que se parten de risa si se enteran de que nos estamos matando entre nosotros.

Me quedé helado, sin saber qué responder a aquello, pues creía que solo Artimañas y Chade estaban al corriente de mis misiones. Pero los ojos de Veraz habían vuelto a perderse en el vacío y me fui sin hacer ruido.

Sin proponérmelo, empecé a realizar algunos cambios a su alrededor. Un día, mientras almorzaba, barrí la habitación, y aquella misma noche subí en otro viaje una saca de hierbas y paja. Me preocupaba que pudiera distraerlo, pero Chade me había enseñado a moverme con sigilo. Trabajaba sin dirigirle la palabra, y en cuanto a Veraz, no reparaba en mis idas y venidas. Pero así di un nuevo aire fresco a la estancia, y las flores de arrayán mezcladas con los cañizos despedían un perfume vigorizante. Al entrar un día, lo descubrí sesteando en su incómoda silla. Le traje algunos cojines, de los que hizo caso omiso durante días, hasta que un buen día los organizó a su gusto. La habitación seguía estando vacía, pero intuía que la necesitaba así para no perder la concentración. De modo que lo que le proporcionaba eran los elementos indispensables para su comodidad, nada de tapices ni colgaduras, nada de jarrones de flores ni tintineantes campanillas, sino tarros de flor de tomillo para aliviar los dolores de cabeza que lo acosaban, y un día de tormenta, una manta para protegerse de la lluvia y el aire frío que entraban por la ventana abierta.

Aquel día lo encontré dormido en su silla, laso como si estuviera muerto. Lo tapé con la manta como si de un inválido se tratara y dejé la bandeja ante él, aunque cubierta, para que la comida se mantuviera caliente. Me senté en el suelo junto a su silla, apoyado en uno de los cojines descartados, y escuché el silencio de la habitación. Parecía casi sereno ese día de verano, pese al pesado telón de agua que cubría la ventana y las fuertes rachas de viento que se colaban a intervalos. Debí de quedarme traspuesto, pues me despertó su mano en mi cabello.

—¿Te han pedido que me vigiles mientras duermo, chico? ¿De qué tienen miedo?

—De nada que yo sepa, Veraz. Solo me piden que te suba la comida y que procure conseguir que te la comas. Nada más.

—¿Y las mantas y los cojines, los frascos con flores aromáticas?

—Obra mía, mi príncipe. Nadie debería vivir en una habitación tan desolada.

En ese momento comprendí que no estábamos hablando en voz alta, me senté recto y lo miré.

También Veraz pareció volver en sí. Se revolvió en su incómoda silla.

—Bendita sea esta tormenta, que me permite descansar. La he ocultado de tres de sus barcos, convenciendo a quienes escrutaban el cielo de que no era más que un chaparrón de verano. Ahora empujan sus remos y miran con ojos de miope entre la lluvia, intentando mantener el rumbo. Ahora puedo permitirme dormir plácidamente un momento. —Hizo una pausa—. Te pido perdón, muchacho. A veces, ahora, la Habilidad me parece más natural que hablar. No pretendía incomodarte.

—Es igual, mi príncipe. Solo que me he sobresaltado. Yo no puedo practicar la Habilidad, salvo débilmente y de manera errática. No sé cómo me he abierto a vos.

—Veraz, chico, no tu príncipe. Ningún príncipe se pasa el día sentado con la camisa empapada de sudor y barba de dos días. Pero, ¿qué son esas bobadas? ¿No tenías que aprender a manejar la Habilidad? Recuerdo perfectamente que las palabras de Paciencia terminaron por minar la resolución de mi padre. —Se permitió una sonrisa lánguida.

—Galeno quiso enseñarme, pero me faltaban aptitudes. Con los bastardos, tengo entendido que a menudo…

—Espera —gruñó, y en un instante estuvo dentro de mi cabeza—. Así es más fácil —dijo, disculpándose, y luego musitó para sí—: ¿Qué es esto que te abruma? ¡Ah! —Volvió a salir de mi mente, con la misma destreza y facilidad con que arrancaría Burrich una garrapata de la oreja de un perro. Se quedó sentado, sin decir nada, y también yo, extrañado—. Se me da bien, igual que a tu padre. Al contrario que a Galeno.

—Entonces, ¿cómo es que llegó a ser Maestro de la Habilidad? —pregunté con voz queda. Me preguntaba si Veraz estaría diciendo aquello únicamente para mitigar mi sensación de fracaso.

Hizo una pausa, como si se propusiera abordar un tema delicado.

—Galeno era… la mascota de la reina Deseo. Su favorito. La reina sugirió con mucho convencimiento que Galeno debería convertirse en aprendiz de Solícita. A menudo pienso que nuestra Maestra de la Habilidad debía de estar desesperada para aceptarlo como aprendiz. Verás, Solícita sabía que se estaba muriendo. Creo que actuó impulsada por las prisas, y que al final lamentó su decisión. No creo que él gozara ni de la mitad de la formación necesaria para convertirse en «maestro». Pero ahí está; es lo que tenemos. —Veraz carraspeó y compuso una expresión de incomodidad—. Voy a hablar tan francamente como pueda, chico, porque veo que sabes tener la boca cerrada cuando las circunstancias lo requieren. Galeno recibió ese puesto por su cara bonita, no porque se lo mereciera. No creo que comprenda del todo lo que implica ser Maestro de la Habilidad. Ah, sabe que el puesto conlleva poder, y no ha tenido reparos a la hora de hacerlo valer. Pero Solícita no era solo alguien que se escudaba tras la seguridad que implicaba su cargo. Era la consejera de Generoso, un puente de unión entre el rey y todos los que esgrimían la Habilidad a su servicio. Se había propuesto encontrar y enseñar a todo aquel que manifestara verdadero talento y buen juicio para emplearlo. Este destacamento es el primero que adiestra Galeno desde que Hidalgo y yo éramos pequeños, y no me parece que estén bien enseñados. No, han sido adiestrados, igual que se adiestra a los loros y los monos para que imiten a las personas, sin saber lo que hacen. Pero ellos son todo cuanto tenemos. —Veraz miró por la ventana y prosiguió con voz queda—. A Galeno le falta sutileza. Es igual de basto que su madre, igual de presuntuoso. —Se calló de pronto, y se ruborizó como si hubiera dicho alguna insensatez. Más calmado, continuó—: La Habilidad es igual que el idioma, chico. No me hace falta gritar para decirte lo que quiero. Te lo puedo pedir, o sugerir, o indicarte mis deseos con un asentimiento y una sonrisa. Puedo Habilitar a un hombre, y dejarlo pensando que la idea de complacerme se le ha ocurrido a él solito. Pero todo eso se le escapa a Galeno, tanto a la hora de blandir la Habilidad como de enseñarla. Utiliza la fuerza para abrirse paso. Las privaciones y el dolor son una manera de debilitar las defensas de una persona; es la única manera en la que cree Galeno. Pero Solícita era insidiosa. Me pedía que observara el vuelo de una cometa, o una mota de polvo flotando en un rayo de sol, concentrándome en ella como si no existiera nada más en el mundo. Y de repente ahí estaba, dentro de mi cabeza, sonriendo y halagándome. Entrar en la mente de otro se consigue principalmente estando dispuesto a salir de la tuya. ¿Te das cuenta, muchacho?

—Creo que sí —fue mi ambigua respuesta.

—Crees que sí —suspiró—. Podría enseñarte la Habilidad, si tuviera tiempo, que no lo tengo. Pero, dime una cosa… ¿ibas bien en clase, antes del examen?

—No. Nunca demostré ningún talento… ¡espera! ¡Eso no es cierto! ¿Qué estoy diciendo, en qué estaba pensando? —Aunque estaba sentado, me caí de repente, mi cabeza rebotó en el brazo de la silla de Veraz. Estiró la mano y me sujetó.

—He sido demasiado brusco, supongo. Tranquilo, chico. Alguien te ha abrumado. Te han desorientado, como hago yo con los navegantes y los timoneles de los corsarios, convenciéndolos de que han avistado algo y de que su rumbo es el adecuado cuando en realidad se dirigen a un remolino. Convenciéndolos de que ya han dejado atrás un punto que todavía ni siquiera han divisado. Alguien te ha convencido de que no podías dominar la Habilidad.

—Galeno. —Lo dije con toda certeza. Casi sabía cuándo había sido. Me había invadido aquella tarde, y desde entonces nada había vuelto a ser lo mismo. Me había pasado todos aquellos meses inmerso en la bruma…

—Es probable. Aunque si alguna vez lo has Habilitado, estoy seguro de que habrás visto lo que le hizo Hidalgo. Odiaba a tu padre con toda su alma, antes de que Hidalgo lo convirtiera en su perrito faldero. Nos sentimos mal por aquello. Lo habríamos deshecho, si hubiéramos podido dilucidar la manera sin que Solícita se percatara. Pero Hidalgo era fuerte con la Habilidad y por aquel entonces todos éramos unos críos, e Hidalgo estaba enfadado cuando lo hizo. Por algo que Galeno me había hecho a mí, irónicamente. Aun cuando no estaba enfadado, que Hidalgo Habilitara era como ser atropellado por un caballo.

O, más bien, como si te arrastraran las corrientes de un rápido. Entraba con prisa, irrumpía en tu interior, volcaba su información y se iba. —Volvió a hacer una pausa y extendió el brazo para destapar un plato de sopa que había en su bandeja—. Supongo que asumíamos que todo eso ya lo sabías. Aunque que me aspen si había alguna manera de que pudieras saberlo. ¿Quién iba a contártelo?

Me abalancé sobre algo que había dicho.

—¿Podrías enseñarme la Habilidad?

—Si tuviera tiempo. Mucho tiempo. Te pareces mucho a Hidalgo y a mí, cuando estábamos estudiando. Errático. Fuerte, pero sin la menor idea de cómo aprovechar esa fuerza. Y Galeno te ha… en fin, te ha marcado, supongo. En ti hay muros infranqueables para mí, pese a mi fuerza. Tendrías que aprender a derribarlos. Eso es complicado. Pero podría enseñarte, sí. Si tú y yo dispusiéramos de un año, y nada más que hacer. —Dejó la sopa a un lado—. Pero no es así.

Todas mis esperanzas se vinieron abajo de nuevo. Esta segunda ola de decepción me tragó entero, aplastándome contra las rocas de la frustración. Todos mis recuerdos se reordenaron, y en un arrebato de ira supe todo lo que me habían hecho. De no haber sido por Herrero, habría vertido mi vida al pie de la torre aquella noche. Galeno había intentado matarme, tan definitivamente como si hubiera blandido un cuchillo. Nadie se habría enterado jamás de la paliza que me había propinado, salvo su fiel destacamento. Aunque había fracasado en eso, me había arrebatado la oportunidad de aprender la Habilidad. Me había tullido, y yo… Me puse en pie de un salto, furioso.

—¡So! Tranquilo. Tienes una afrenta que reparar, pero no podemos permitirnos el lujo de sembrar discordias dentro del castillo en estos momentos. Carga con ello hasta que puedas zanjarlo discretamente, por el bien del rey.

Incliné la cabeza ante la sabiduría de aquel consejo. Destapó una fuente que contenía una avecilla asada y volvió a dejarla en su sitio.

—Además, ¿para qué tanto empeño en aprender la Habilidad? Es una desgracia. Nadie se merece esta ocupación.

—Para ayudarte —respondí sin pensar, antes de comprender que era verdad. Antes habría querido demostrar que era el digno hijo de Hidalgo, impresionar a Burrich o a Chade, aumentar mi estima dentro del castillo. Ahora, tras ver lo que hacía Veraz, día tras día, sin recibir halago ni reconocimiento alguno por parte de sus súbditos, descubrí que solo quería ayudarlo.

—Para ayudarme —repitió. La tormenta amainaba. Con agotada resignación, alzó la mirada hacia la ventana—. Llévate esta comida, chico. Ahora no tengo tiempo para eso.

—Pero tienes que recobrar las fuerzas —protesté. Con una punzada de culpabilidad, comprendí qué me había dedicado el tiempo que debería haber empleado en alimentarse y descansar.

—Ya lo sé. Pero no tengo tiempo. Comer requiere energía. Qué extraño, darse cuenta de algo así. Ahora mismo no tengo fuerzas de sobra que malgastar comiendo. —Sus ojos estaban fijos en la lejanía, escrutando entre la lluvia que empezaba a amainar.

—Te daría mi fuerza, Veraz. Si pudiera.

Me miró con una expresión extraña.

—¿Estás seguro? ¿Completamente seguro?

Se me escapaba el porqué de la intensidad de sus preguntas, pero conocía la respuesta.

—Claro que sí. —Más quedamente—: Soy un hombre del rey.

—Y de mi propia sangre —afirmó. Suspiró. Por un momento, ofreció el aspecto de encontrarse muy enfermo. Volvió a contemplar la comida, y de nuevo miró por la ventana—. Tenemos el tiempo justo —susurró—. Y podría ser suficiente. Maldito seas, padre. ¿Siempre tienes que salirte con la tuya? Ven aquí, chico.

Sus palabras desprendían una intensidad tal que me asustaron, aunque obedecí. Cuando me incorporé junto a su silla, extendió una mano. La apoyó en mi hombro, como si necesitara ayuda para levantarse.

Lo miré desde el suelo. Tenía una almohada debajo de la cabeza, y me cubría la manta que había subido antes. Veraz estaba de pie, asomado a la ventana. Se estremecía a causa del esfuerzo y radiaba Habilidad en oleadas galopantes que me resultaban casi perceptibles.

—Contra las rocas —dijo con honda satisfacción, antes de apartarse de la ventana. Me dedicó una sonrisa, una antigua sonrisa feroz, que se apagó gradualmente mientras me observaba—. Igual que un ternero camino del matadero —dijo compungido—. Tendría que haberme figurado que no sabías lo que decías.

—¿Qué me ha pasado? —conseguí preguntar. Me castañeteaban los dientes y todo mi cuerpo era presa de incontrolables temblores. Sentía que iban a salírseme los huesos de su sitio.

—Me ofreciste tu fuerza. La cogí. —Sirvió una taza de té y se arrodilló para acercármela a los labios—. Bebe despacio. Tenía prisa. ¿Dije antes que Hidalgo era un toro con su Habilidad? ¿Qué tendría que decir de mí, entonces?

Había recuperado su antigua afabilidad y buen humor. Era ese un Veraz al que hacía meses que no veía. Conseguí tragar un buen sorbo de té y sentí el picor de la corteza feérica en la boca y la garganta. Cesaron mis temblores. Veraz también bebió de la taza, con un gesto fortuito.

—En la antigüedad —dijo, con familiaridad—, el rey recurría a su destacamento. Media docena de hombres o más y todos en sintonía con los demás, capaces de acumular poder y ofrecerlo cuando fuera preciso. Ese era su verdadero propósito. Proveer de fuerza al rey, o al miembro destacado del grupo. Creo que Galeno no comprende eso. Su destacamento es un amasijo de piezas ensambladas. Son como caballos, bueyes y burros, todos ellos uncidos al mismo carro. No forman un verdadero destacamento. Carecen de un firme propósito.

—¿Has extraído fuerza de mí?

—Sí. Créeme, chico, nunca habría hecho algo así, pero la necesidad era imperiosa y pensé que sabías lo que me ofrecías. Tú mismo te llamaste hombre del rey, el antiguo término. Por la sangre que nos une, supe que podría sondearte. —Dejó la taza encima de la bandeja con un golpazo. La repugnancia enronqueció su voz—. Artimañas. Pone las cosas en movimiento, hace girar las ruedas, da impulso al péndulo. No es por casualidad que seas tú el que me sube la comida, chico. Estaba poniéndote a mi disposición. —Miró rápidamente en rededor y luego se detuvo, de pie ante mí—. No volverá a ocurrir.

—No ha sido tan grave —dije con un hilo de voz.

—¿No? En ese caso, ¿por qué no intentas incorporarte? ¿O sentarte? No eres más que un muchacho, solo, no un destacamento. De no haberme dado cuenta de tu ignorancia y haberme retirado, podría haberte matado. Tu aliento y tu corazón se habrían parado. No pienso extenuarte de ese modo, por nadie. Ven. —Se agachó, y sin esfuerzo, me levantó y me acomodó en su silla—. Siéntate aquí un poco. Come algo. A mí no me hace falta ahora. Cuando te sientas mejor, busca a Artimañas en mi nombre. Dile que yo te he dicho que me distraes. Quiero que a partir de ahora me traiga la comida uno de los pinches de cocina.

—Veraz —protesté.

—No —me corrigió—. «Mi príncipe». Pues en esto soy tu príncipe y no admito réplica. Ahora, come algo.

Agaché la cabeza, abatido, pero comí, y la corteza feérica del té consiguió reavivarme antes de lo esperado. Pronto pude ponerme de pie, para amontonar los platos en la bandeja y dirigirme a la puerta. Me sentía derrotado. Levanté el pestillo.

—Traspié Hidalgo Vatídico.

Me detuve en seco, paralizado por aquellas palabras. Me di la vuelta despacio.

—Ese es tu nombre, chico. Yo mismo lo escribí en mi diario militar el primer día que te vi. Deja de pensar en ti como en el bastardo, Traspié Hidalgo Vatídico. Y procura ver a Artimañas hoy mismo.

—Adiós —me despedí casi sin voz, pero él ya volvía a mirar absorto por la ventana.

Así nos encontró a todos la plenitud del verano. Chade con sus arcillas, Veraz con su ventana, Regio con el encargo de encontrar una princesa para su hermano, y yo asesinando discretamente en nombre del rey. Los ducados del interior y los costeros se dividieron en bandos en las mesas de consejo, siseando y escupiéndose entre ellos como gatos enfrentados por el mismo pescado. Sobre todo aquello reinaba Artimañas, que mantenía cada hebra de su red tan tirante como cualquier araña, alerta al menor tañido de una de sus cuerdas. Los corsarios se lanzaban sobre nosotros, como barbos voraces sobre el cebo lanzado al agua, arrancándonos bocados de nuestra gente que luego convertían en nuevos forjados, y los forjados se convirtieron en un tormento para la tierra, mendigos, depredadores o cargas para sus familias. La gente no se atrevía a salir a faenar, ni a comerciar, ni a cultivar las llanuras de las desembocaduras de los ríos. Aun así, debían aumentarse los impuestos para dar de comer a los soldados y los vigías que parecían incapaces de defender la tierra, a pesar de su creciente número. Artimañas me había liberado a regañadientes de mi servicio a Veraz. Hacía más de un mes que mi rey no había vuelto a llamarme hasta que, una buena mañana, se me invitó inesperadamente a asistir al desayuno.

—Es un mal momento para casarse —objetaba Veraz. Miré al hombre adusto y demacrado que compartía la mesa del desayuno con el rey y me pregunté si ese era el mismo príncipe lozano y afable de mi niñez. Había empeorado mucho en un solo mes. Jugueteó con un trozo de pan, lo dejó sobre la mesa. El encierro se reflejaba en sus mejillas y sus ojos; tenía el cabello deslustrado, flojos los músculos. El blanco de sus ojos se veía amarillo. Burrich le habría aplicado sanguijuelas de tratarse de un perro.

—Hace dos días salí a cazar con León —dije, sin que nadie me consultara—. Capturó un conejo para mí.

Veraz se volvió hacia mí, con el fantasma de su antigua sonrisa asomado a sus labios.

—¿Has sacado mi perro lobo a cazar conejos?

—Le encantó. Aunque te echa de menos. Me trajo el conejo y lo felicité por ello, pero no parecía satisfecho. —No podía decirle cómo me había mirado el perro, diciéndome no es para ti claramente tanto con los ojos como con su cuerpo.

Veraz cogió su vaso. Le temblaba levemente la mano.

—Me alegra que salga contigo, chico. Es mejor que…

—La boda —intervino Artimañas— alentará a la población. Me hago viejo, Veraz, y corren tiempos aciagos. El pueblo no ve fin a sus problemas y no me atrevo a prometerles unas soluciones que no están a nuestro alcance. Los marginados tienen razón, Veraz. No somos los guerreros que antaño se instalaran aquí. Nos hemos acomodado, y un pueblo acomodado puede recibir amenazas que no inquietarían a los nómadas y los vagabundos.

De esa manera pueden destruirnos. Cuando la gente asentada busca seguridad, lo que persigue es perpetuarse.

Levanté la cabeza de golpe. Esas eran palabras de Chade, habría apostado mi sangre. ¿Significaba eso que aquella boda era algo que estuviera ayudando a orquestar Chade? Se agudizó mi interés y volví a preguntarme por qué se me había invitado a desayunar aquella mañana.

—Es cuestión de tranquilizar a nuestro pueblo, Veraz. Te faltan el encanto de Regio y el porte de Hidalgo para convencer a la gente de que puedes hacerte cargo de cualquier asunto. No te ofendas; tienes más talento para la Habilidad del que yo haya visto en nadie de nuestro linaje, y en muchas épocas tus estrategias militares habrían sido más importantes que la diplomacia de Hidalgo.

Aquello me sonaba sospechosamente a discurso ensayado. Observé a Artimañas, que había hecho una pausa. Puso queso y embutidos sobre una rebanada de pan y la mordisqueó caviloso. Veraz guardaba silencio, mirando asimismo a su padre. Parecía atento y divertido a un tiempo. Igual que alguien que intenta permanecer despierto y alerta cuando lo único que le ronda la cabeza es recostarse y cerrar los ojos; en fin, lo cierto era que Veraz se mostraba al menos así de cansado. Mis escarceos con la Habilidad y la concentración dividida que requería para resistirse a sus tentaciones, en tanto se sometía a la voluntad de uno, hacían que me maravillara la capacidad de Veraz para blandirla el día entero.

Artimañas apartó los ojos de Veraz, me miró de soslayo y volvió a fijarse en su hijo.

—En pocas palabras, tienes que casarte. Es más, tienes que engendrar un hijo. Eso daría ánimos al pueblo. Dirían, «Bueno, las cosas no pueden ir tan mal si a nuestro príncipe no le asusta traer un hijo al mundo. Seguro que no haría algo así si el reino entero estuviera a punto de desmoronarse».

—Pero tú y yo sabríamos la verdad, ¿no es así, padre? —La voz de Veraz delataba un ápice de acritud y una amargura inusitadas para mí.

—Veraz… —comenzó Artimañas, pero lo interrumpió su hijo.

—Mi rey —dijo con formalidad—. Tú y yo sabemos que nos encontramos al borde del desastre y que ahora, ahora mismo, no podemos bajar la guardia. No tengo tiempo para cortejos ni noviazgos, y menos aún para las sutiles negociaciones que requeriría la búsqueda de una novia real. Mientras el tiempo sea propicio, los corsarios seguirán saqueando, y cuando empeore y las tempestades se lleven sus barcos de regreso a sus puertos, deberemos volcar nuestro ingenio y toda nuestra energía en la fortificación de nuestras costas y el adiestramiento de tripulaciones capaces de gobernar nuestras propias naves piratas. Eso es lo que quiero discutir contigo. Construyamos nuestra propia flota, no pesados navíos mercantes que se paseen tentando a los corsarios, sino veloces buques de guerra, como los que teníamos antaño y todavía saben diseñar nuestros armadores más veteranos. Llevemos la guerra al terreno de los marginados… sí, sin importarnos las tormentas de invierno. Antes teníamos marineros y guerreros así. Si empezamos a construir y entrenar ahora, la primavera que viene al menos podríamos mantenerlos alejados de nuestras costas y es posible que hacia el invierno…

—Para eso haría falta dinero, y el dinero no mana de los hombres aterrados. A fin de recaudar los fondos que necesitamos, tendremos que inspirar la confianza suficiente en nuestros comerciantes para que conserven sus negocios, tendremos que tranquilizar a los ganaderos para que lleven sus rebaños a pastar a los prados y las colinas de la costa. Todo eso nos remite de nuevo, Veraz, a tu boda.

Veraz, tan animado cuando hablaba de barcos de guerra, se repantigó en su silla. Pareció derrumbarse sobre sí mismo, como si algún tipo de andamiaje se hubiera desplomado en su interior. Casi esperaba ver cómo se caía a pedazos ante mis ojos.

—Como ordenéis, mi rey —dijo, pero al hablar meneaba la cabeza, negando el aserto de sus propias palabras—. Haré lo que consideres más juicioso. Ese es el deber de un príncipe para con su rey y su reino. Pero como hombre, padre, se me antoja vacuo y amargo aceptar la mujer que elija mi hermano pequeño. Apostaría a que, tras haber posado los ojos primero sobre Regio, cuando nos presenten no verá en mí ningún trofeo digno de alegría. —Veraz se miró las manos, las cicatrices producidas por la guerra y el trabajo, que ahora resaltaban nítidamente en su pálida piel. Escuché su nombre en sus palabras cuando dijo quedamente—: Siempre he sido el segundo de tus hijos. Detrás de Hidalgo, con su apostura, su fuerza y su sabiduría, y ahora detrás de Regio, con su ingenio, su encanto y sus aires. Sé que piensas que él sería mejor sucesor que yo. No siempre te llevo la contraria. Nací el segundo y me crié para ser el segundo. Siempre creí que mi puesto estaría detrás del trono, no sobre él, y cuando pensaba que Hidalgo heredaría tu alto asiento, no me importaba. Conseguía que me sintiera orgulloso, mi hermano. La confianza que me prodigaba era todo un honor para mí; me hacía partícipe de todos sus logros. Ser la mano derecha de un rey así era mejor que ser el rey de mil manos menos diestras. Creía en él como creía él en mí. Pero se ha ido, y no has de sorprenderte si afirmo que a Regio y a mí no nos une lazo alguno de esa clase. Quizá sean demasiados años; quizá Hidalgo y yo estábamos tan unidos que no dejábamos sitio para un tercero. No creo que busque una mujer que me ame. O que…

—¡Te está buscando una reina! —interrumpió bruscamente Artimañas. Supe en ese momento que no era aquella la primera vez que se producía esa discusión, y percibí que a Artimañas le enojaba el que yo hubiera escuchado aquellas palabras—. Regio ha elegido una mujer no para ti, ni para él, ni monsergas de ese tipo. Ha elegido una mujer para que sea la reina de este país, de estos Seis Ducados. Una mujer capaz de proporcionarnos los dineros, los hombres y los acuerdos comerciales que necesitaremos si queremos sobrevivir a estos Corsarios de la Vela Roja. Las manos tiernas y los agradables perfumes no construirán tus buques de guerra, Veraz. Tienes que olvidarte de los celos que te inspira tu hermano; no podrás repeler al enemigo si no confías en las personas que te respaldan.

—Exacto —respondió Veraz, muy despacio. Retiró su silla.

—¿Adónde vas? —quiso saber Artimañas, irritado.

—Voy a atender mis deberes —fue la lacónica respuesta—. ¿Adónde si no?

Por un momento, incluso Artimañas pareció sentirse desconcertado.

—Pero si apenas has probado bocado… —Le fallaron las palabras.

—La Habilidad mata los demás apetitos. Ya lo sabes.

—Sí. —Artimañas hizo una pausa—. Como también sé, igual que tú, que cuando eso ocurre es porque el hombre ha llegado al límite de sus fuerzas. El hambre de Habilidad devora al hombre, no lo nutre.

Parecía que los dos se hubieran olvidado por completo de mí. Me encogí y procuré no llamar la atención, mordisqueando mi galleta igual que un ratoncito en una esquina.

—Mas qué importa la consunción de un hombre, si sirve para salvar un reino. —Veraz no se molestó en camuflar la amargura que destilaban sus palabras, y para mí fue evidente que no estaba refiriéndose solo a la Habilidad. Empujó su plato lejos de sí—. A fin de cuentas —añadió, con ponderado sarcasmo—, tampoco es que te falte otro hijo en el que delegar la corona. Un hijo ajeno a los estragos que causa la Habilidad en las personas. Un hijo libre de casarse cuando le plazca y solo si le place.

—Regio no tiene la culpa de carecer de aptitudes para la Habilidad. Fue un niño enfermizo, demasiado débil para soportar la formación de Galeno. Quién hubiera previsto que dos príncipes Hábiles no serían suficientes —protestó Artimañas. Se incorporó de repente y cruzó la cámara a largas zancadas. Se asomó a la ventana y contempló el mar que se extendía a sus pies—. Hago lo que puedo, hijo —añadió en voz más baja—. ¿Crees que no me importa, que no me doy cuenta de cómo te estás consumiendo?

Veraz exhaló un rotundo suspiro.

—No. Ya lo sé. Es el agotamiento de la Habilidad lo que me hace hablar así. Uno de nosotros, al menos, debe tener la cabeza despejada e intentar asimilar la totalidad de lo que acontece. En cuanto a mí, no existe nada más que el tirar las redes de los sentidos, y luego recogerlas y seleccionar la captura, separar al timonel del remero, cosechar los temores secretos que puede magnificar la Habilidad, encontrar los corazones más melindrosos entre la tripulación y atacarlos antes que los demás. Cuando duermo, los sueño, y cuando intento comer, se me atragantan. Sabes que nunca he gozado con esto, padre. Nunca lo he considerado digno de un guerrero, espiar e infiltrarme en la mente del enemigo. Dame una espada y exploraré gustoso sus entrañas. Preferiría castrar a un hombre con mi propio filo que azuzar los perros de sus temores contra él.

—Ya lo sé, ya lo sé —dijo Artimañas suavemente, pero no creo que lo supiera en realidad. Yo, al menos, comprendía la repugnancia que le inspiraba aquella tarea a Veraz. Tenía que admitir que la compartía, y lo percibía de algún modo mancillado a causa de ello. Pero cuando me miró de soslayo, mi semblante y mis ojos no transmitían juicio alguno. En lo más profundo de mi interior estaba la culpa insidiosa que me corroía por no haber conseguido aprender la Habilidad y no servir de nada a mi tío en ese momento. Me pregunté si estaba mirándome, pensando en la posibilidad de volver a extraer fuerzas de mí. Era una idea pavorosa, aunque me preparé para afrontar la pregunta. Pero se limitó a sonreírme con afabilidad, si bien algo ausente, como si esa idea ni siquiera se le hubiera pasado por la cabeza. Cuando se levantó y pasó junto a mi silla, me revolvió el cabello como si yo fuese León.

—Saca a pasear a mi perro, aunque solo sea a cazar conejos. Tengo que dejarlo en mis aposentos todos los días, pero sus lastimeras plegarias me distraen de mi misión.

Asentí, sorprendido por lo que sentí que emanaba de él. Una sombra del mismo dolor que me había afligido a mí cuando tenía que separarme de mis perros.

—Veraz.

Se volvió para atender la llamada de Artimañas.

—Casi se me olvida decirte para qué te he hecho venir. Se trata, claro está, de la princesa de las montañas. Ketkin, me parece que se llamaba…

—Kettricken. De eso me acuerdo. Era una cría flacucha la última vez que la vi. ¿De modo que esa es la que has elegido?

—Sí. Por todos los motivos que te he explicado antes. Se ha fijado una fecha. Diez días antes del Festival de la Cosecha. Tendrás que salir de aquí a comienzos de la Siega para llegar allí a tiempo. Se celebrará una ceremonia delante de su pueblo donde enlazaréis y sellaréis todos los acuerdos, y más tarde una boda oficial, cuando vuelvas con ella. Regio dice que tienes que…

Veraz se había encrespado y la frustración le nublaba el semblante.

—No puedo. Sabes que no puedo. Si abandono mi trabajo aquí durante la Siega, no habrá ningún sitio al que pueda volver con mi esposa. Los marginados siempre han sido más codiciosos e implacables el último mes antes de que las tormentas de invierno los empujen de regreso a sus condenadas orillas. ¿Crees que será distinto este año? ¡Lo más probable es que volviera aquí con Kettricken para encontrarlos festejando en nuestra propia Torre del Alce, con tu cabeza clavada en una pica para darme la bienvenida!

El rey Artimañas parecía enfadado, pero contuvo su genio para preguntar:

—¿De verdad crees que podrían someternos hasta ese punto si redujeras tus esfuerzos apenas una veintena de días?

—Lo sé —dijo Veraz, cansado—. Lo sé con la misma certeza que sé que tendría que estar en mi puesto ahora mismo en vez de estar aquí discutiendo contigo. Padre, diles que hay que posponer la ceremonia. Iré a buscarla en cuanto haya un buen manto de nieve cubriendo el suelo y una dichosa galerna acunando todas las naves amarradas en sus respectivos puertos.

—No puede ser —repuso Artimañas, contrito—. También ellos tienen sus creencias, arriba en las montañas. La boda que se celebra en invierno reporta malas cosechas. Debes darle el sí en otoño, cuando las tierras entregan sus frutos, o a finales de primavera, cuando labran sus pequeños sembrados de montaña.

—Imposible. Cuando llega la primavera a sus montañas aquí hace buen tiempo y los corsarios se plantan en nuestro umbral. ¡Tienen que entenderlo! —Veraz cabeceaba como un caballo nervioso atado en corto. No quería estar allí. Por desagradable que le pareciera su labor con la Habilidad, lo reclamaba. Quería obedecer su llamada, lo deseaba de una manera que nada tenía que ver con la defensa de su reino. Me pregunté si Artimañas sabía eso. Me pregunté si lo sabría Veraz.

—Entender algo es una cosa —acotó Artimañas—. Insistir en que quebranten sus tradiciones es otra bien distinta. Veraz, hay que hacerlo así, ahora. —Se frotó la cabeza como si le doliera—. Necesitamos esta unión. Necesitamos sus soldados, su dote, el respaldo de su padre. No puede esperar. ¿No podrías quizá viajar en una litera cerrada, sin verte obligado a dirigir un caballo, y seguir practicando la Habilidad durante el trayecto? A lo mejor incluso te vendría bien salir un poco, tomar el aire y…

—¡NO! —Veraz aulló la palabra y Artimañas se giró en el sitio, casi como si estuviera acorralado contra la repisa de la ventana. Veraz se acercó a la mesa y la aporreó, evidenciando un genio que jamás hubiera sospechado posible en él—. ¡No, no, no y no! No puedo hacer lo que es preciso para mantener a los corsarios lejos de nuestra costa entre los tumbos y bamboleos de una litera. Y no, no pienso ir a buscar a la esposa que has elegido para mí, a esta mujer de la que casi ni me acuerdo, en una litera como si estuviera inválido o fuese imbécil. No toleraré que me vea de ese modo, como tampoco pienso tolerar que cuchicheen los hombres a mi espalda, diciendo «Ay, mira en lo que se ha convertido el valiente Veraz, viajando como un anciano tullido, vendido a una mujer cualquiera como si fuese una ramera marginada». ¿Dónde se te ha perdido el ingenio para idear un plan tan estúpido? Conoces a la gente de la montaña, sabes cómo son. ¿Piensas que una de sus mujeres aceptaría a un pretendiente que acudiera a ella como un inválido? Incluso sus nobles abandonan sus hijos en el campo si nacen algo menos que enteros. Echarías a perder tu propio plan al tiempo que dejarías los Seis Ducados a merced de los corsarios.

—Entonces quizá…

—Entonces quizá haya una Vela Roja ahora mismo a la vista de Isla Oval y su capitán ya esté olvidándose de los malos augurios que soñó anoche, y el navegante esté corrigiendo su rumbo, preguntándose cómo es posible que malinterpretara las líneas de nuestra costa. Mientras estamos aquí plantados, discutiendo, todo lo que hice anoche cuando tú dormías y Regio bailaba y se emborrachaba con sus cortesanos está viniéndose abajo. Padre, disponlo. Disponlo como desees y como buenamente puedas, siempre y cuando yo no tenga nada que hacer salvo dirigir la Habilidad en tanto el buen tiempo ponga en peligro nuestras orillas. —Veraz había estado caminando mientras hablaba, y el portazo que dio al salir de la cámara del rey ahogó casi sus últimas palabras.

Artimañas se enderezó y se quedó mirando la puerta un momento. Luego se pasó la mano por los ojos, frotándoselos, aunque no sabría determinar si lo hizo movido por el cansancio, para enjugarse alguna lágrima o para barrer una mota de polvo. Paseó la mirada por la estancia y frunció el ceño al reparar en mi presencia, como si yo fuera una pieza incomprensiblemente fuera de lugar en aquel marco. Como si recordara por qué estaba allí, me dijo con voz tirante:

—Bueno, no ha ido mal, ¿eh? Sea como sea, encontraremos alguna manera. Cuando Veraz parta en busca de su prometida, irás con él.

—Si esos son vuestros deseos, mi rey —dije en voz baja.

—Lo son. —Carraspeó y se volvió de nuevo hacia la ventana—. La princesa solo tiene un hermano, varón, mayor que ella. No goza de buena salud. Ah, antes era fuerte, pero recibió un flechazo en los Campos de Hielo que le traspasó el pecho. Lo atravesó de parte a parte, o eso cuenta Regio. Las heridas del pecho y la espalda cicatrizaron, pero en invierno tose sangre y en verano no puede montar a caballo ni entrenar a sus hombres más que media mañana. Conociendo a la gente de las montañas, me sorprende que siga siendo su Rey a la Espera.

Me quedé pensativo un momento.

—Entre la gente de las montañas la costumbre es la misma que la nuestra. Hombre o mujer, los descendientes heredan por orden de nacimiento.

—Sí. En efecto —dijo Artimañas, despacio, y en ese momento supe que pensaba que Siete Ducados serían más fuertes que Seis.

—Y el padre de la princesa Kettricken, ¿cómo está de salud?

—Todo lo sano que cabe esperar de un hombre con sus años. Estoy seguro de que reinará al menos durante otros diez años, manteniendo su reino sano y salvo para su heredero.

—Probablemente para entonces nuestros problemas con los corsarios se habrán resuelto hace mucho. Veraz tendrá tiempo para dedicarse a otros menesteres.

—Probablemente —convino el rey, con voz queda. Por fin me miró a los ojos—. Cuando Veraz acuda a buscar a su prometida, tú lo acompañarás —repitió—. ¿Comprendes cuál será tu deber? Confío en tu discreción.

Incliné la cabeza ante él.

—Como ordenéis, mi rey.