La Prueba
Se supone que la Ceremonia de Hombría ha de celebrarse durante la luna del decimocuarto cumpleaños de un muchacho. No todos gozan de ese honor. Hace falta que un Hombre respalde y avale al candidato, que a su vez debe encontrar otra docena de Hombres que atestigüen que el muchacho es digno y está preparado. Al haberme criado entre soldados conocía la ceremonia, y sabía lo suficiente de su solemnidad y exclusividad como para no hacerme ilusiones de participar en ella. Para empezar, nadie conocía la fecha de mi nacimiento. Aparte, no sabía de nadie que fuera un Hombre, mucho menos de otros doce que pudieran juzgarme digno.
Pero una noche, meses después de superar la prueba de Galeno, desperté para encontrar mi cama rodeada de figuras encapuchadas. Enmarcadas por los negros capuchones atisbé las máscaras de los Pilares.
Nadie puede dar constancia escrita ni hablada de los detalles de la ceremonia. Creo que esto sí puedo decirlo. Conforme se ponía en mis manos una nueva vida, pez, ave y bestia, elegí liberarla, no a la muerte sino hacia su propia existencia en libertad. De modo que nada murió en mi ceremonia, y de ahí que nadie celebrara nada. Pero aun para mi mentalidad por aquel entonces, tuve la impresión de que había habido sangre y muerte suficientes a mi alrededor para llenar una vida, y me negué a matar con mis manos o dientes. Aún así mi Hombre decidió darme un nombre, por lo que no debió de sentirse del todo insatisfecho. El nombre pertenece a la antigua lengua, que carece de letras y no puede escribirse. Tampoco he encontrado nunca a nadie con quien haya decidido compartir el nombre de mi Hombre. Pero creo que puedo divulgar aquí su significado. Catalizador. El Que Cambia.
Me dirigí directamente a los establos, para visitar a Herrero y luego a Hollín. La turbación que me provocaba pensar en el día siguiente pasó de lo mental a lo físico, y me quedé en el cajón de Hollín con la cabeza apoyada en su cruz, sintiéndome muy débil. Allí me encontró Burrich. Reconocí su presencia y la firme cadencia de sus botas mientras cruzaba el pasillo del establo, hasta que se detuvo de golpe frente al cajón de Hollín. Sentí cómo me observaba.
—Vaya. ¿Y ahora qué? —preguntó bruscamente, y oí en su voz lo harto que estaba de mí y de mis problemas. Si no me hubiera sentido tan abatido, mi orgullo me habría empujado a levantar la cabeza y responder que no pasaba nada.
En vez de eso, murmuré contra el cuello de Hollín:
—Mañana Galeno planea ponernos a prueba.
—Ya lo sé. Me ha pedido con muchos aires que disponga los caballos para su estúpido plan. Me habría negado, si no hubiera presentado el sello de cera con el que lo autoriza el rey. Y no sé más que quiere los caballos, así que no preguntes —añadió refunfuñando cuando lo miré de repente.
—No iba a hacerlo —le dije, malhumorado. Demostraría mi valía a Galeno limpiamente, o de ningún otro modo.
—No tienes ninguna posibilidad de superar esta prueba que se ha sacado de la manga, ¿verdad? —El tono de voz de Burrich era indiferente, pero percibí cómo se preparaba para verse decepcionado por mi respuesta.
—Ni una sola —contesté, lacónico, tras lo que ambos permanecimos callados un momento, asimilando el significado de mi frase en su plenitud.
—En fin. —Carraspeó y tironeó de su cinturón—. En ese caso, más te vale terminar cuanto antes y volver aquí. Tampoco es que se te haya dado mal el resto de tus estudios. Nadie puede esperar tener éxito en todo lo que se proponga. —Intentaba que pareciera que mi fracaso con la Habilidad era inconsecuente.
—Supongo que no. ¿Cuidarás de Herrero mientras estoy fuera?
—Por supuesto. —Hizo amago de irse, antes de girarse de nuevo, casi con renuencia—. ¿Cuánto va a echarte de menos ese perro?
Comprendí su otra pregunta, pero intenté eludirla.
—No lo sé. He tenido que dejarlo solo tanto tiempo durante mis clases que me temo que no me extrañe en absoluto.
—Lo dudo —dijo Burrich, pensativo. Se dio la vuelta—. Lo dudo mucho —repitió, mientras recorría las hileras de compartimentos. Y supe que él lo sabía, y que le disgustaba no solo que Herrero y yo compartiéramos un lazo, sino que yo rehusara admitirlo.
—Como si tuviera elección —mascullé para Herrero. Me despedí de mis animales, intentando transmitir a Herrero que habrían de pasar muchas comidas y muchas noches antes de que volviéramos a vernos. Se agitó, me lisonjeó y protestó para que lo llevara conmigo, arguyendo que lo necesitaría. Había crecido demasiado para cogerlo en brazos y abrazarlo. Me senté, se subió a mi regazo y lo sujeté. Era tan cálido y sólido, tan próximo y real… Por un momento sentí que estaba en lo cierto, que lo necesitaría para sobrevivir a aquel fracaso. Pero me recordé que él estaría aquí, aguardando mi regreso, y le prometí varios días de mi tiempo para él solo cuando volviera. Saldría de cacería con él, algo para lo que nunca antes habíamos tenido tiempo. Ahora, sugirió, y pronto, le prometí. Luego subí de nuevo a la torre para embalar una muda limpia y algo de comida para el viaje.
La mañana siguiente estuvo tan cargada de pompa y drama como desprovista de sentido común, en mi opinión. Los demás candidatos se mostraban exultantes. De los ocho de nosotros que íbamos a partir, yo era el único que no parecía darse por impresionado con los desasosegados caballos y las literas cubiertas. Galeno nos puso en fila y nos vendó los ojos ante la atenta mirada de tres veintenas de personas o más. Casi todos los espectadores eran familiares de los pupilos, o amigos, o cotillas del castillo. Galeno pronunció un breve discurso, ostensiblemente dirigido a nosotros, si bien no hizo más que repetir lo que ya sabíamos: que íbamos a ser abandonados en distintos lugares; que debíamos cooperar, por medio de la Habilidad, para encontrar el camino de vuelta a la torre; que si teníamos éxito nos convertiríamos en un destacamento, serviríamos gloriosamente a nuestro rey y resultaríamos fundamentales para repeler a los Corsarios de la Vela Roja. La última frase impresionó a los curiosos, pues oí que se levantaba un murmullo mientras me escoltaban hasta mi litera y me guiaban a su interior.
Así transcurrió para mí un lastimoso día y medio. La litera oscilaba, y sin aire fresco que echarme a la cara ni paisaje con el que distraerme, pronto me sentí mareado por el vaivén. El hombre que guiaba los caballos había jurado guardar silencio y cumplió su palabra. Aquella noche hicimos una breve parada. Di cuenta de una cena somera, pan, queso y agua, antes de ser devuelto a los bamboleos y traqueteos de la litera.
Alrededor del mediodía del día siguiente, la litera se detuvo. De nuevo me ayudaron a apearme. Nadie dijo una palabra y me quedé de pie, envarado, mareado y con los ojos vendados a merced de un fuerte viento. Cuando oí que se alejaban los caballos, estimé que había llegado a mi destino y me propuse quitarme la venda. Galeno la había anudado con fuerza y tardé un momento en desatarla.
Me encontraba en una ladera cubierta de hierba. Mi escolta se perdía a lo lejos por una carretera que rodeaba la base de la colina, cabalgando a buen paso. La hierba me llegaba por encima de las rodillas, seca por el invierno pero verde en la base. Podía divisar otras colinas de hierba salpicadas de rocas en los costados, y franjas boscosas que se resguardaban a sus pies. Me encogí de hombros y me di la vuelta para recoger mis pertenencias. Era un terreno accidentado, aunque podía oler el salitre de la bajamar hacia el este. Tenía la sospecha de que aquel paraje me resultaba familiar; no era que hubiese visitado antes aquel lugar en concreto, pero la disposición del terreno se me antojaba conocida. Me giré y vi el Centinela al oeste. Su cima hendida era inconfundible. Había copiado un mapa para Cerica hacía menos de un año, y el diseñador había elegido la característica cumbre del Centinela como motivo para el marco. Bueno. El mar por allí, allá el Centinela, y comprendí dónde me encontraba con un vuelco del estómago. No muy lejos de Forja.
Describí un rápido círculo sobre los talones para escrutar la ladera circundante, las arboledas y la carretera. Ni un alma a la vista. Sondeé, casi con desesperación, pero solo encontré aves, pequeños mamíferos y un alce que levantó la cabeza y olisqueó, preguntándose qué era yo. Por un momento me sentí aliviado, hasta que recordé que los forjados con los que me había cruzado antes no podían ser detectados por ese sentido.
Descendí hasta un racimo de peñascos que sobresalían de la ladera de la colina y me senté a su abrigo. No era que el viento soplase frío, pues el día estaba cargado con la promesa de la primavera. Lo hice para sentir algo firme respaldándome, para quitarme la impresión de haber sido un blanco perfecto de pie en la loma. Intenté pensar fríamente qué hacer a continuación. Galeno nos había sugerido que permaneciéramos donde nos dejaran, meditando, abriendo nuestros sentidos. En algún momento durante los dos próximos días, debería intentar comunicarse conmigo.
No hay nada que desaliente tanto a un hombre como la expectación del fracaso. No albergaba la esperanza de que intentara contactar conmigo de verdad, y menos de recibir una impresión nítida si llegaba a intentarlo. Tampoco tenía fe alguna en que el destino que había elegido para mí fuese un lugar seguro. Sin darle más vueltas a la cabeza, me puse de pie, volví a escrutar la zona por si hubiera alguien observándome y encaminé mis pasos hacia el origen del olor a mar. Si estaba donde creía encontrarme, desde la orilla tendría que poder ver la Isla de los Antílopes y, si el cielo estaba despejado, quizá también Isla Mezquina. Divisar una sola de ellas bastaría para indicarme a qué distancia de Forja me encontraba.
Mientras caminaba me dije que solo quería comprobar cuánto tendría que andar de regreso a Torre del Alce. Solo un necio pensaría que los forjados seguían representando una amenaza. Sin duda el invierno había acabado con ellos, o los habría dejado demasiado famélicos y debilitados como para ser una amenaza para nadie. No daba ningún crédito a los relatos que los describían agrupados en bandas de salteadores de caminos y asesinos. No estaba asustado. Solo quería ver dónde me encontraba. Si Galeno quería ponerse en contacto conmigo, mi emplazamiento no le supondría ningún impedimento. Nos había asegurado en infinidad de ocasiones que él buscaba a la persona, no su paradero. Sabría dar conmigo lo mismo si estaba en la playa que en lo alto de la colina.
Hacia el final de la tarde me encontraba en lo alto de unos acantilados rocosos, contemplando el mar. La Isla de los Antílopes, y detrás de ella una neblina que debía de ser Isla Mezquina. Estaba al norte de Forja. La carretera costera que conducía a casa atravesaría directamente las ruinas de esa ciudad. No era una perspectiva reconfortante.
¿Y ahora qué?
Al anochecer volvía a encontrarme en lo alto de la loma, arrebujado entre dos peñascos. Había decidido que aquel lugar era tan bueno para esperar como cualquier otro. Pese a todas mis dudas, me quedaría donde me habían dejado hasta que llegara la hora de establecer contacto. Comí un poco de pan con pescado en salazón y bebí con moderación del agua que llevaba conmigo. Entre las ropas que había embalado había una capa. Me embocé en ella y deseché tenazmente todo pensamiento de encender un fuego. Por pequeño que fuera, sería como una baliza para todo transeúnte de la polvorienta carretera que bordeaba la colina.
Creo que no hay nada más cruelmente tedioso que el nerviosismo pertinaz. Procuré meditar, abrirme a la Habilidad de Galeno, sin dejar de tiritar de frío y negándome a admitir que estaba asustado. El niño en mi interior no paraba de imaginarse siniestras figuras harapientas que reptaban en silencio por la ladera a mi alrededor, forjados que me apalearían y asesinarían para arrebatarme la capa y la comida que guardaba en mi bolsa. Había cortado una vara cuando regresaba a mi colina, y la asía con ambas manos, aunque se me antojaba un arma más bien endeble. Dormité alguna vez pese a mis temores, pero en mis sueños siempre aparecía Galeno regocijándose por mi fracaso mientras los forjados cerraban su cerco sobre mí, y siempre acababa despertándome sobresaltado para escudriñar desquiciado en rededor y ver si mis pesadillas se habían hecho realidad.
Contemplé el amanecer entre los árboles y me pasé toda la mañana durmiendo sincopadamente. La tarde trajo consigo una especie de paz exhausta. Me entretuve sondeando la vida salvaje de la ladera. Los ratones y las aves canoras eran poco más que brillantes chispazos de hambre en mi cabeza, y los conejos poco más que eso, pero había un zorro gobernado por el deseo de aparearse, y a lo lejos un alce machacaba el terciopelo de sus astas contra un árbol con la misma determinación del herrero que golpea su yunque. La tarde fue interminable. Era sorprendente cómo me costaba aceptar, mientras anochecía, que no había sentido nada, ni la menor presión de la Habilidad. O bien no me había llamado o bien yo no lo había oído. Cené mi pan y mi pescado a oscuras y me dije que daba igual. Pasé un rato intentando insuflarme ánimos a partir de mi enfado, pero mi desolación era demasiado tenebrosa y tenaz para sucumbir a las llamas de la ira. Estaba seguro de que Galeno me había engañado, aunque jamás podría demostrarlo, ni siquiera a mí mismo. Tendría que preguntarme siempre si el desprecio que me profesaba estaba justificado. En completa oscuridad, apoyé la espalda en la roca, crucé la vara sobre mis rodillas y me propuse dormir.
Mis sueños fueron turbios y amargos. Regio señoreaba sobre mí, y yo volvía a ser un chiquillo dormido entre el heno. Se reía y empuñaba un cuchillo. Veraz se encogió de hombros y me dedicó una sonrisa contrita. Chade me volvió la espalda, decepcionado. Molly sonreía a Jade, a través de mí, sin reparar en mi presencia. Burrich me agarró por la pechera y me zarandeó, gritándome que me comportara como un hombre, no como una bestia. Pero yo estaba tendido en la paja, cubierto con una camisa vieja, royendo un hueso. La carne estaba deliciosa y era incapaz de pensar en otra cosa.
La comodidad tocó a su fin cuando alguien abrió una de las puertas del establo y la dejó entornada. Entró una maliciosa ráfaga de viento helado que surcó el suelo de la cuadra dispuesta a congelarme, ante lo que alcé la cabeza con un gruñido. Olía a Burrich y cerveza. Se acercaba despacio en la oscuridad y musitó: «No ocurre nada, Herrero», al pasar junto a mí. Volví a agachar la cabeza cuando subió las escaleras hacia su cuarto.
De repente, un grito, unos hombres que bajaban rodando las escaleras, enzarzados. Me puse de pie de un salto, gruñendo y ladrando. Casi aterrizan sobre mí. Me golpeó una bota, hinqué los dientes en la pierna que dejaba al descubierto y apreté las mandíbulas. Mordí más bota y pantalón que carne, pero el hombre siseó de rabia y dolor y me golpeó.
Un cuchillo se hundió en mi costado.
Apreté los dientes aún con más fuerza, gruñendo en torno a mi bocado. Se habían despertado otros perros y todos ladraban, los caballos pataleaban en sus cajones. Chico, chico, pedí ayuda. Lo sentía a mi lado, pero no acudía. El intruso me pateó, pero no estaba dispuesto a soltarlo. Burrich se había quedado tendido en la paja y podía oler su sangre. No se movía. Solté un gruñido contra mi mordaza de carne. Oí como la vieja Fosca se abalanzaba sobre la puerta del piso superior, intentando en vano llegar hasta su amo. El cuchillo se hundió en mí una y otra vez. Llamé a mi chico una última vez, hasta que ya no pude mantener mi presa. Salí disparado de la pierna para estrellarme contra la pared del compartimento. Me ahogaba, la sangre me inundaba la boca y las fosas nasales. Pies a la carrera. Dolor en la oscuridad. Gateé hasta Burrich. Apreté el hocico contra su mano. No se movió. Voces, una luz que se acerca, se acerca, se acerca…
Me desperté en una ladera oscura, aferrado a mi vara con tanta fuerza que me hormigueaban las manos. Ni por un instante pensé que hubiera sido un sueño. No podía dejar de sentir el cuchillo entre mis costillas y la sangre en mi boca. Como el estribillo de una canción espantosa, los recuerdos se repetían sin cesar, la ráfaga de aire frío, el cuchillo, la bota, el sabor de la sangre de mi enemigo y de la mía propia. Intenté encontrar sentido a lo que había visto Herrero. Había alguien en la habitación de Burrich, esperándolo. Alguien con un cuchillo. Burrich se había caído y Herrero había olido la sangre…
Me incorporé y recogí mis cosas. La diminuta presencia de Herrero en mi cabeza era tenue y frágil. Débil, pero presente. Sondeé con cuidado, pero me contuve cuando percibí cuánto le costaba recibirme. Quieto. Descansa. Ya voy. Tenía frío y me temblaban las rodillas, pero tenía la espalda empapada de sudor. En ningún momento dudé lo que debía hacer. Bajé la colina a largas zancadas hasta llegar al camino de polvo. Era una pequeña carretera comercial, un camino de vendedores ambulantes, y sabía que si la seguía terminaría por cruzarme con la carretera de la costa. La seguiría, encontraría la carretera de la costa, volvería a casa. Eda mediante, llegaría a tiempo de ayudar a Herrero. Y a Burrich.
Caminaba a buen paso, resistiendo el impulso de echar a correr. El ritmo constante me llevaría más lejos que un galope descontrolado a oscuras. La noche era clara, recto el camino. Pensé, una vez, que estaba poniendo fin a cualquier posible esperanza de demostrar mi valía para la Habilidad. Todo lo que me había costado, tiempo, esfuerzo, dolor, todo en vano. Pero de ningún modo podría haberme quedado sentado y esperar otro día entero a que Galeno intentara ponerse en contacto conmigo. A fin de abrir mi mente a un posible toque de la Habilidad por parte de Galeno, tendría que librarme del tenue hilo de Herrero. No estaba dispuesto. Puesta en la balanza, la Habilidad pesaba mucho menos que Herrero. Y que Burrich.
¿Por qué Burrich?, me pregunté. ¿Quién podía odiarlo tanto como para tenderle una emboscada? Y en sus propios aposentos. Con la nitidez de los partes que presentaba a Chade, empecé a ordenar mis ideas. Alguien que lo conocía lo suficiente para saber dónde vivía; eso descartaba cualquier posible atropello cometido en alguna taberna de la ciudad de Torre del Alce. Alguien que tenía un cuchillo; eso descartaba a cualquiera que solo quisiera propinarle una paliza. El cuchillo estaba afilado y el agresor sabía utilizarlo. El recuerdo me obligó a hacer una mueca.
Eso era lo que sabía. Con tiento, empecé a elaborar hipótesis sustentadas en los hechos. Alguien que conocía las costumbres de Burrich le guardaba un serio rencor, lo bastante serio para matar. Aminoré el paso de repente. ¿Por qué no había reparado Herrero en el hombre que acechaba en lo alto de la escalera? ¿Por qué no había ladrado Fosca al otro lado de la puerta? Eludir a unos perros en su propio territorio solo estaba al alcance de alguien versado en las artes del sigilo.
Galeno.
No. Solo quería que fuese Galeno. Me negué a sacar conclusiones precipitadas. Físicamente, Galeno no era rival para Burrich y él lo sabía. Ni siquiera con un cuchillo, al amparo de la oscuridad, con Burrich medio borracho y desprevenido. No. Quizá Galeno soñara con eso, pero sería incapaz de llevarlo a cabo. No en persona.
¿Enviaría a otro? Lo medité, y decidí que no lo sabía. Piensa un poco más. Burrich no era un hombre paciente. Galeno era el último enemigo que se había ganado, pero no el único. Recoloqué los hechos una y otra vez, intentando llegar a una conclusión sólida. Pero las pruebas eran insuficientes.
Al cabo llegué a un arroyo y bebí un poco de agua. Reanudé la marcha. El bosque estaba cada vez más poblado, y la luna quedaba casi oculta por el ramaje de los árboles que delineaban el camino. No di la vuelta. Seguí adelante, hasta que mi camino desembocó en la carretera de la costa igual que el afluente de un gran río. Dirigí mis pasos hacia el sur, con la amplia carretera reluciendo argéntea a la luz de la luna.
Me pasé la noche caminando y cavilando. Cuando los primeros rayos de sol comenzaron a devolver su color al paisaje me asaltó una increíble fatiga, si bien esta no pudo socavar mi determinación. Mi preocupación era una carga de la que no podía desprenderme. Me aferré a la delgada hebra de calidez que me indicaba que Herrero vivía todavía, y me pregunté cómo estaría Burrich. Me resultaba imposible saber cuan graves eran sus heridas. Herrero había olido su sangre, por lo que el cuchillo había dado en el blanco al menos una vez. ¿Y la caída por las escaleras? Intenté aparcar los temores. Nunca me había parado a pensar que Burrich pudiera resultar herido de aquella manera, mucho menos cómo me sentiría si se diera el caso. No se me ocurría ningún nombre para lo que sentía. Simplemente vacío, me dije. Vacío. Y cansado.
Comí un poco sobre la marcha y rellené mi odre de agua en un arroyo. A mediodía se nubló y me cayó un chaparrón, que cesó tan bruscamente como había llegado al comenzar la tarde. Seguí adelante. Esperaba encontrar algo de tráfico en la carretera de la costa, pero no vi nada. Al anochecer, la carretera se había acercado a los acantilados. Me asomé a una pequeña ensenada y vi lo que en su día fue Forja. La serenidad del paisaje me produjo escalofríos. No se elevaba humo de las cabañas, ni había movimiento de botes en el embarcadero. Sabía que mi carretera me conduciría directamente a través de la aldea. No me apetecía, pero el cálido hilo de la vida de Herrero tiró de mí hacia delante.
Levanté la cabeza cuando oí un roce de pies contra la piedra. Solo los reflejos adquiridos durante el largo entrenamiento con Capacho me salvaron. Giré en redondo, blandiendo mi improvisado cayado, y tracé un círculo defensivo con la vara que impactó en la mandíbula del que estaba a mi espalda. Los otros retrocedieron. Los otros tres. Todos ellos forjados, vacíos. El que había recibido el golpe rodaba por el suelo y vociferaba. Nadie le prestó atención salvo yo. Le propiné otro golpe seco en la espalda. Aulló con más ímpetu y se debatió a ciegas. Aun en aquella situación, me sorprendió mi reacción.
Sabía que era prudente procurar que un adversario incapacitado permaneciera incapacitado, pero también sabía que nunca podría haber golpeado a un perro herido como había golpeado a aquel hombre. Aunque combatir a aquellos forjados era como pelear con fantasmas. No sentía la presencia de ninguno de ellos; no recibí impresión alguna del daño que había infligido al hombre herido, ni tampoco ecos de su rabia o su temor. Fue como dar un portazo, violencia sin víctima, cuando lo golpeé de nuevo para asegurarme de que no intentara aferrarme mientras saltaba por encima de él a un espacio despejado en el camino.
Hice girar la vara a mi alrededor, manteniendo a los otros a raya. Se les veía harapientos y desnutridos, pero intuí que podrían darme alcance si intentaba escapar corriendo. Ya estaba cansado, y ellos parecían lobos hambrientos. Me perseguirían hasta que desfalleciera. Uno se acercó demasiado y le propiné un golpe de soslayo en la muñeca. Soltó un herrumbroso cuchillo para el pescado y se llevó la mano al pecho, entre alaridos. De nuevo, los otros dos hicieron caso omiso del herido. Retrocedí.
—¿Qué queréis? —les pregunté.
—¿Qué tienes? —repuso uno de ellos. Su voz sonaba oxidada y vacilante, como si hiciera mucho tiempo que no hablaba, y sus palabras carecían de toda posible inflexión.
Se movió despacio a mi alrededor, describiendo un amplio círculo que me obligó a moverme a mi vez. Muertos que hablan, pensé, y no pude evitar que aquella idea despertara ecos en mi cabeza.
—Nada —jadeé, al tiempo que amagaba un golpe para detener la intentona de aproximación de uno de ellos—. No tengo nada para vosotros. Ni dinero, ni comida, nada. Lo he perdido todo por el camino.
—Nada —dijo el otro, y por primera vez reparé en que alguna vez debía de haber sido una mujer. Ahora era una malévola marioneta cuyos ojos apagados se iluminaron repentinamente con avaricia al decir—: Capa. Quiero tu capa.
Parecía complacida consigo misma por haber formulado su idea, y eso le hizo bajar la guardia lo suficiente para permitirme golpearle en la barbilla. Bajó la mirada hacia la herida, desconcertada, y luego siguió acosándome con paso vacilante.
—Capa —repitió el otro. Por un momento se miraron torvamente, al comprender que ambos querían lo mismo—. Yo. Mía —añadió.
—No. Te mato —amenazó tranquilamente la mujer—. A ti también te mato —me recordó, y volvió a acercarse. Blandí mi cayado contra ella, pero se apartó de un salto y luego intentó apoderarse de la vara que silbaba a su lado. Me giré, justo a tiempo de golpear al que ya tenía la muñeca magullada. Lo sorteé de un salto y empecé a correr. Avanzaba con torpeza, sujetando la vara con una mano mientras bregaba con el cierre de mi capa con la otra. Por fin se soltó y la dejé caer a mi espalda mientras seguía corriendo. La flojera de mis piernas me advirtió que aquella era mi única oportunidad. Pero instantes después debían de haber llegado hasta la prenda, pues oí voces furiosas y gritos que hablaban de pelea. Recé para que aquello bastara para mantenerlos ocupados a los cuatro y seguí corriendo. La carretera describía una curva, no muy cerrada pero sí lo suficiente para ocultarme a su vista. Empero, seguí corriendo, y luego trotando mientras pude antes de atreverme a mirar atrás. La carretera se veía amplia y despejada a mi espalda. Me obligué a avanzar un poco más, y cuando vi un sitio propicio, salí del camino.
Encontré un denso zarzal y me abrí paso hasta su corazón. Tembloroso y exhausto, me senté sobre los talones en medio de los arbustos espinosos e intenté escuchar cualquier posible indicio de persecución. Tomé unos sorbos de agua y procuré tranquilizarme. No tenía tiempo que perder; tenía que regresar a Torre del Alce, pero no me atrevía a salir.
Aún no logro entender cómo pude quedarme dormido, pero así fue.
Desperté gradualmente. Aturdido, tenía el convencimiento de estar convaleciente a causa de una herida grave o una larga enfermedad. Tenía los ojos legañosos, la boca seca y pastosa. Me obligué a abrir los párpados y miré en rededor desconcertado. La luz ondulaba y un velo cubría la luna.
Mi agotamiento había sido tal que me había recostado en las zarzas y me había dormido pese a las innumerables espinas que se me clavaban. Me desenmarañé con dificultad, dejándome trozos de tela, pelo y piel en el intento. Salí de mi escondrijo tan precavidamente como cualquier animal acosado, no solo sondeando hasta donde alcanzaba mi sentido, sino husmeando el aire además y oteando todo a mi alrededor. Sabía que mi sondeo no me revelaría la presencia de forjados, pero esperaba que si hubiera alguno cerca, los animales del bosque los habrían visto y habrían reaccionado. Todo estaba en calma.
Salí a la carretera con mucha cautela. Amplia y despejada. Consulté el firmamento y encaminé mis pasos hacia Forja. Me atuve a la orilla del camino, donde las sombras de los árboles eran más densas. Intentaba avanzar rápido y sin hacer ruido, y no conseguí lo uno ni lo otro como me proponía. Había dejado de pensar en todo salvo en la necesidad de estar alerta y volver a Torre del Alce. La vida de Herrero era la sombra de un hilo en mi mente. Creo que la única emoción que aún era capaz de sentir era el temor que me impulsaba a mirar por encima del hombro y escrutar ambas lindes del camino mientras caminaba.
Era noche cerrada cuando llegué a la colina desde la que se divisaba Forja. Dediqué un momento a otear la aldea en busca de posibles señales de vida, antes de obligarme a seguir adelante. Se había levantado un viento que me regalaba caprichosamente retazos de luz de luna. Era un obsequio traicionero, tan engañoso como revelador. Creaba sombras que se agitaban en las esquinas de las casas abandonadas y proyectaba inesperados reflejos que refulgían como cuchillos en los charcos que salpicaban la calle. Pero nadie más se paseaba por Forja. El muelle estaba despejado de embarcaciones, ninguna chimenea expulsaba humo. Los habitantes normales la habían abandonado poco después de la fatídica incursión, y era evidente que los forjados también, cuando hubieron dado cuenta de las reservas de comida. La ciudad no había experimentado ninguna reconstrucción tras el asalto, y el largo invierno de tormentas y mareas había rematado la tarea que iniciaran los Corsarios de la Vela Roja. Solo el muelle parecía casi normal, salvo por los embarcaderos vacíos. Los espigones seguían adentrándose en la bahía como manos protectoras que arroparan el puerto. Pero ya no quedaba nada que proteger.
Recorrí la desolación que era Forja. Se me erizaba el vello cuando pasaba sigiloso frente a las puertas entreabiertas, sujetas a los marcos astillados de unos edificios medio calcinados. Fue un alivio alejarse del olor rancio de las casas vacías y asomarse a las dársenas que se miraban en el mar. La carretera atravesaba los muelles y describía una curva en la ensenada. Un muro de piedra toscamente cortada protegía antes el camino de la voracidad del mar, pero la fría estación que había transcurrido sin intervención de la mano del hombre consiguió que empezara a desmoronarse. Había piedras sueltas, y los pilotes eran ahora troncos a la deriva, agolpados en la playa por la marea. En el pasado habían viajado lingotes de hierro por ese mismo camino, rumbo a los barcos. Caminé junto al muro y vi que lo que me había parecido tan permanente desde lo alto de la colina quizá no resistiera más que otros dos inviernos antes de que el mar lo reclamara.
Sobre mi cabeza, las estrellas rutilaban a intervalos entre las nubes que surcaban el cielo. La luna huidiza se asomaba y escondía a su vez, y me permitía atisbar fugazmente el puerto. El susurro del oleaje era como la respiración de un gigante ebrio. Era una noche de ensueño, y cuando dirigí mi mirada hacia las aguas, el fantasma de un barco de la Vela Roja hendió el reflejo de la luna mientras entraba en el puerto de Forja. Su casco era largo y terso, en sus palos se habían recogido las velas para que entrara deslizándose en el muelle. La pintura roja del casco y la proa resplandecía como la sangre recién derramada, como si surcara torrentes de sangre y no de agua salada. En la ciudad muerta a mi espalda, nadie dio la voz de alarma.
Me quedé petrificado como un pasmarote, pegado al muro, estremeciéndome ante aquella aparición, hasta que el crujido de los remos y el goteo plateado del agua al extremo de un remo convirtieron el barco de la Vela Roja en algo real.
Me aplasté contra la carretera elevada y me arrastré por su lisa superficie hasta ocultarme entre los peñascos y los tablones apilados a lo largo del muro. El terror me impedía respirar. Tenía toda la sangre agolpada en la cabeza, latiendo, y el aire había abandonado mis pulmones. Tuve que meter la cabeza entre los brazos y cerrar los ojos para recuperar el control. Para entonces, incluso los pequeños sonidos que debe hacer aun el velero más sigiloso me llegaban tenues pero nítidos a través del agua. Un hombre carraspeó, un remo repicó en su retén, algo pesado golpeó la cubierta. Esperaba escuchar el grito o la orden que indicara que me habían descubierto. Pero no hubo nada. Levanté la cabeza con cuidado para espiar entre las raíces descoloridas de un tronco abandonado por la marea. Todo permanecía inmóvil salvo el barco que se acercaba inexorable mientras los remeros lo introducían en el puerto. Los remos subían y bajaban al unísono, casi sin hacer ruido.
Pronto pude oírlos hablar en un idioma semejante al nuestro, aunque su pronunciación era tan basta que apenas si lograba comprender el significado de las palabras. Un hombre saltó por la borda con un cabo y caminó con dificultad hacia la orilla. Amarró la nave a menos de dos quillas de donde yo permanecía oculto entre las rocas y los maderos. Saltaron dos más, blandiendo sendos cuchillos, y treparon el muro. Corrieron por la carretera en direcciones opuestas para apostarse como centinelas. Uno se quedó en el camino casi directamente encima de mí. Me encogí y me quedé inmóvil. Me aferré a Herrero en mi cabeza igual que se agarra un niño a su juguete favorito para defenderse de las pesadillas. Tenía que ir a casa, a su lado, de modo que no debían descubrirme. La certeza de que debía hacer lo uno conseguía que, de algún modo, lo otro pareciera casi imposible.
Los hombres bajaban deprisa de la nave. Todo en ellos delataba familiaridad. No logré entender por qué habían atracado allí hasta que los vi descargando unos barriles de agua vacíos. Los barriles rodaban sonando a hueco por la carretera alzada, y me acordé del pozo junto al que había pasado antes. La parte de mi cerebro que pertenecía a Chade tomó nota de lo bien que conocían Forja, para haber amarrado justo delante del pozo. No era la primera vez que ese barco se detenía allí para repostar agua. «Envenena el pozo antes de irte», me sugirió. Pero no disponía de los ingredientes necesarios para hacer algo así, ni coraje para otra cosa que no fuera seguir escondido.
Habían descendido otros hombres para estirar las piernas. Escuché una discusión entre uno de ellos y una mujer. Él pedía permiso para encender una fogata con los restos de madera que había diseminados por doquier, para asar carne. Ella se lo denegó, aduciendo que no se habían alejado lo suficiente, y que cualquier fuego resultaría demasiado visible. De modo que habían realizado algún saqueo recientemente, pues tenían carne fresca, y no muy lejos de allí. Ella le dio permiso para hacer otra cosa que no alcancé a comprender, hasta que los vi descargando dos barriles llenos. Otro hombre llegó a la orilla con un jamón entero al hombro, que soltó con un sonoro golpazo encima de uno de los barriles puestos de pie. Desenfundó un cuchillo y empezó a cortar generosos pedazos mientras otro hombre abría el otro barril. No pensaban marcharse enseguida. Y si encendían un fuego, o se quedaban hasta el amanecer, la sombra de mi tronco dejaría de servirme de refugio. Tenía que salir de allí.
A través de enjambres de pulgas de arena y esponjosas montañas de algas, bajo y entre maderos y piedras, gateé arrastrando el vientre por la arena y los guijarros. Juro que hasta el último gajo de raíz se me trabó en la ropa, y que hasta el último trozo de roca pugnaba por interponerse en mi camino. Había cambiado la marea. Las olas rompían con estrépito contra las rocas y el viento transportaba las gotas de espuma. Pronto estuve empapado. Intenté sincronizar mis movimientos con el sonido del oleaje, camuflar el ruido de mi avance con el rugir de la marea. Las piedras estaban forradas de percebes, y la arena se incrustaba en los cortes que me infligían sus caparazones en mis manos y rodillas. Mi vara se convirtió enseguida en una carga insoportable, pero me resistía a abandonar mi única arma. Aun mucho después de que dejara de ver u oír a los saqueadores, seguía sin atreverme a incorporarme, por lo que continué reptando y deteniéndome de piedra en tronco. Por fin llegué a la carretera y la crucé arrastrándome. Ya a la sombra de un desvencijado almacén, me puse de pie, pegado a la pared, y escruté en rededor.
Todo estaba en silencio. Me atreví a adentrarme dos pasos en el camino, pero incluso allí seguía sin ver ni rastro del barco ni de los centinelas. Quizá eso quisiera decir que tampoco ellos podían verme. Inspiré hondo para tranquilizarme. Sondeé en dirección a Herrero del mismo modo que algunas personas palpan sus bolsas para asegurarse de que su dinero sigue estando a buen recaudo. Lo encontré, aunque débil y callado; su mente parecía un plácido estanque.
—Ya voy —exhalé, temeroso de inquietarlo y obligarle a hacer cualquier esfuerzo. Emprendí la marcha de nuevo.
El viento soplaba sin cesar, y mis ropas caladas de agua salada se me pegaban al cuerpo. Tenía hambre, y frío, y estaba cansado. Mis zapatos mojados eran una ruina. Pero no tenía intención de detenerme. Troté como un lobo, la mirada siempre atenta, el oído presto a detectar cualquier posible sonido a mi espalda. De un momento a otro, la carretera negra y vacía que se abría ante mí dio paso a dos hombres, y cuando me giré vi otro detrás de mí. El ruido del oleaje había encubierto el sonido de sus pasos, y la luna huidiza no me ofrecía sino retazos de cada uno conforme acortaban distancias a mi alrededor. Apoyé la espalda en la sólida pared de un almacén, empuñé mi cayado y esperé.
Los vi acercarse, sigilosos y furtivos. Aquello me extrañó. ¿Por qué no daban la voz de alarma, por qué no venía toda la tripulación para capturarme? Pero aquellos hombres se vigilaban mutuamente tanto como me vigilaban a mí. No cazaban en manada, sino que cada uno esperaba que el resto muriera matándome y abandonara así su parte del botín. Forjados, no forajidos.
Un frío tremendo me atenazó. El menor sonido de escaramuza atraería a los corsarios, estaba seguro. De modo que si no acababan conmigo los unos, lo harían los otros. Pero cuando todos los caminos conducen a la muerte, no tiene sentido coger ninguno de ellos. Me enfrentaría a cada cosa a su tiempo. Eran tres. Uno tenía un cuchillo. Pero yo tenía una vara y me habían adiestrado en su manejo. Estaban demacrados, harapientos, tendrían al menos tanta hambre como yo, y el mismo frío. Mientras se aproximaban a mí, con tanto sigilo, supuse que eran conscientes de la presencia de los corsarios; los temían tanto como yo. No era halagüeño pensar en lo desesperados que debían estar para atacarme así y todo. Pero, un aliento después, me pregunté si los forjados eran capaces de sentirse desesperados o de cualquier otro modo. Quizá estuvieran demasiado embrutecidos para comprender el peligro.
El viento se llevó todos los conocimientos de arcano sigilo que me había impartido Chade, todas las brutales y elegantes estrategias de Capacho para combatir a dos o más oponentes. Cuando los dos primeros estuvieron a mi alcance, sentí que la brizna de calor que era Herrero se escurría entre mis dedos.
—¡Herrero! —susurré, suplicando desesperado para que se quedara conmigo. Casi me pareció ver la punta de un rabo que temblaba en un último esfuerzo por colear. Luego se rompió el hilo y se apagó la chispa. Me quedé solo.
Un negro caudal de fuerza me bañó como una oleada de locura. Di un paso al frente, hundí el extremo de mi cayado en la cara de un hombre, lo extraje rápidamente y perpetué el movimiento en un arco que conectó con la quijada de la mujer. La basta madera se llevó la mitad inferior de su rostro, tan violento había sido mi ataque. Volví a golpearla mientras caía, y fue como golpear con una pala para el pescado a un tiburón atrapado en una red. El tercero embistió contra mí de pleno, con la intención, supuse, de penetrar la periferia de mi vara. Me daba igual. Solté el cayado y forcejeé con él. Era un maloliente saco de huesos. Lo tumbé de espaldas y su aliento me abofeteó con su hedor a carroña. Me volqué sobre él con uñas y dientes, pese a su condición inhumana. Me habían apartado de Herrero cuando agonizaba. No me importaba lo que le hiciera, mientras le hiciera daño. Sus intenciones hacia mí eran idénticas. Le arrastré la cara por las piedras, le hundí un pulgar en un ojo.
Me clavó los dientes en la muñeca y me surcó el cuerpo de profundos arañazos. Cuando al fin dejó de debatirse entre mis manos, estrangulado, lo arrastré hasta el muro y arrojé su cuerpo a las rocas.
Me erguí jadeando, con los puños todavía apretados. Miré furioso en dirección a los corsarios, retándolos a venir, pero la noche estaba tranquila, salvo por las olas, el viento y el apagado gorgoteo de la mujer que agonizaba. O bien los corsarios no habían oído nada, o bien les interesaba demasiado pasar desapercibidos como para investigar aquellos sonidos en la noche. Esperé envuelto en el viento a que alguien se animara a venir a matarme. Nada. El vacío se adueñó de mí, suplantando mi locura. Tantas muertes en una sola noche, y tan insignificantes, salvo para mí.
Dejé los otros dos cuerpos destrozados en lo alto del estropeado muro para que dieran cuenta de ellos las olas y las gaviotas. Me alejé. No había sentido nada en ellos Cuando los maté. Ni miedo, ni rabia, ni dolor, ni siquiera desesperación. Eran objetos. Mientras reanudaba mi largo paseo de vuelta a Torre del Alce, dejé de sentir nada por fin en mi interior. Quizá, pensé, la forja sea contagiosa y ahora la haya contraído. No conseguí darle importancia a la posibilidad.
Es poco lo que guardo en el recuerdo de aquel viaje. Caminé todo el tiempo, aterido, cansado y famélico. No volví a encontrarme con más forjados, y los escasos transeúntes con que me crucé en aquel tramo de carretera sentían tan pocos deseos como yo de hablar con un desconocido. Solo pensaba en regresar a Torre del Alce. Y en Burrich. Llegué al castillo dos días después del comienzo de las celebraciones del Festival de Primavera. En un primer momento, los guardias de la puerta quisieron impedirme el paso. Los miré.
—Es el Traspié —boqueó uno—. Decían que habías muerto.
—Cierra el pico —ladró el otro. Era Gago, al que conocía desde hacía tiempo, y se apresuró a añadir—: Burrich está herido. Está en la enfermería, muchacho.
Asentí y pasé junto a ellos.
En todos mis años en Torre del Alce, nunca había puesto un pie en la enfermería. Burrich y nadie más se había ocupado siempre de cuidarme cuando enfermaba de pequeño. Pero sabía dónde estaba. Caminé sin ser visto entre los corros y racimos de celebrantes, y me sentí de golpe como si volviera a tener 6 años y llegara a Torre del Alce por vez primera. Me había agarrado al cinturón de Burrich. Aquel largo trayecto desde Ojo de Luna, con su pierna desgarrada y vendada. Pero ni una sola vez me subió al caballo de otro, ni me confió al cuidado de nadie más. Me abrí paso entre la gente, con sus cascabeles, sus flores y sus pastelillos, hasta llegar a la torre interior. Detrás de los barracones había un edificio aislado de piedra encalada. Allí no había nadie, y deambulé sin oposición por la antecámara hasta alcanzar la sala que había detrás.
Se habían esparcido nuevos montones de cañas en el suelo, y las amplias ventanas permitían el paso de un torrente de aire y luz primaverales, pero aun así la sala daba una impresión de confinamiento y enfermedad. Ese no era el lugar apropiado para Burrich. Todas las camas estaban vacías, salvo una. Ningún soldado guardaba cama durante el Festival de Primavera, a no ser que no le quedara otro remedio. Burrich yacía boca arriba, con los ojos cerrados, bañado por la luz de sol que caía sobre su estrecho catre. Nunca lo había visto así de quieto. Había apartado sus mantas a un lado y vi que tenía el torso cubierto de vendas. Me acerqué a él sin hacer ruido y me senté en el suelo junto a su cama. Estaba inmóvil pero podía sentirlo, y las vendas oscilaban al compás de su lenta respiración. Le cogí la mano.
—Traspié —dijo, sin abrir los ojos. Me apretó la mano.
—Sí.
—Has vuelto. Estás vivo.
—Así es. He venido aquí directamente, en cuanto he podido. Oh, Burrich, temía que hubieras muerto.
—Yo pensaba que tú estabas muerto. Los demás volvieron hace días. —Inspiró con dificultad—. Está claro, el muy bastardo les dejó caballos a los otros.
—No —le recordé, sin soltarle la mano—. El bastardo soy yo, ¿recuerdas?
—Perdona. —Abrió los ojos. El blanco de su ojo izquierdo era un cuajo de sangre. Intentó sonreír. Vi que la hinchazón del lado izquierdo de su cara todavía no había remitido del todo—. Vaya. Menuda pareja hacemos. Deberías aplicarte un empasto a esa mejilla. Se te está infectando. Parece que te arañó un animal.
—Forjados —dije, aunque no conseguí reunir fuerzas para dar más explicaciones. Me limité a decir, en voz baja—: Me envió al norte de Forja, Burrich.
La rabia le contrajo el rostro.
—Se negó a decírmelo. Ni a mí ni a nadie. Llegué a enviar un hombre a Veraz, para rogar a mi príncipe que le obligara a decir qué había hecho contigo. No recibí respuesta. Debería matarlo.
—Déjalo estar —dije, convencido—. He vuelto y estoy vivo. He suspendido su examen, pero eso no me ha matado. Y como tú mismo me dijiste, hay más cosas en la vida.
Burrich se removió ligeramente en su cama. Era evidente que aquello no lo consolaba.
—En fin. Seguro que eso hace que se sienta decepcionado. —Exhaló una trémula bocanada de aire—. Me asaltaron. Alguien con un cuchillo. No sé quién.
—¿Grave?
—Bastante, a mi edad. Un corrillo como tú se sacudiría el dolor de encima enseguida y saldría adelante. De todos modos, solo consiguió clavármelo una vez. Pero me caí, y me golpeé la cabeza. Pasé dos días casi sin conocimiento. Y, Traspié. Tu perro. Fue algo estúpido, no tuvo ningún sentido, pero mató a tu perro.
—¿Cómo?
—Murió rápido —dijo Burrich, como si eso pudiera aliviarme.
La mentira hizo que me envarara.
—Murió bien —lo corregí—. Y si no lo hubiera hecho, te habrían clavado el cuchillo más de una vez.
Burrich se quedó muy quieto.
—Estuviste allí —dijo al cabo. No era una pregunta, y su significado estaba claro.
—Sí —me oí decir, lacónico.
—¿Estuviste allí aquella noche, con el perro, cuando tenías que estar poniendo a prueba tu Habilidad? —alzó la voz, ofendido.
—Burrich, no fue…
Se soltó de mi mano y se apartó de mí todo lo que pudo.
—Déjame solo.
—Burrich, no fue Herrero. Es que no tengo la Habilidad. Déjame tener lo que tengo, déjame ser lo que soy. No hago mal uso de mi talento. Aun sin él, se me dan bien los animales. Me has obligado a ser lo que no soy. Si lo utilizo, puedo…
—Aléjate de mis establos. Y aléjate de mí. —Giró para encararse conmigo, y para mi asombro, una lágrima corría por su atezada mejilla—. ¿Que tú has fracasado? No, Traspié. Soy yo el que ha fracasado. No tuve coraje para darte la paliza que te merecías cuando empezaste a dar las primeras señales. «Críalo bien», me dijo Hidalgo. Fue su última orden. Y le he decepcionado. Y tú, si no te hubieras implicado en la Maña, Traspié, habrías podido aprender la Habilidad. Galeno habría podido enseñarte. No me extraña que te enviara a Forja. —Hizo una pausa—. Bastardo o no, podrías haber sido digno hijo de Hidalgo. Pero renunciaste a todo. ¿Por qué? Por un perro. Sé lo que puede llegar a significar un perro para un hombre, pero no se tira una vida por la borda por…
—No era un perro cualquiera —intervine bruscamente—. Era Herrero. Mi amigo. Y no fue solo por él. Dejé de esperar y volví a por ti. Pensaba que podrías necesitarme. Herrero murió hace días. Ya lo sabía. Pero volví por ti, pensando que quizá me quisieras a tu lado.
Guardó silencio durante tanto tiempo que pensé que no iba a dirigirme la palabra.
—No tenías por qué hacerlo —dijo, con un hilo de voz—. Sé cuidar de mí mismo. —Y con más autoridad—: Eso ya lo sabes. Siempre he sabido cuidarme solo.
—Y de mí —admití ante él—. Siempre has sabido cuidar de mí.
—De bien poco nos ha servido a los dos —dijo despacio—. Mira en qué he permitido que te convirtieras. Ahora no eres más que… Vete de aquí. Vete. —Volvió a darme la espalda y sentí que algo se desprendía de aquel hombre.
Me puse en pie lentamente.
—Voy a prepararte una friega de heliconia para ese ojo. Te la traigo esta tarde.
—No traigas nada. No me hagas favores. Sigue tu camino y sé lo que tengas que ser. No quiero nada contigo. —Hablaba para la pared. En su voz no había clemencia para ninguno de los dos.
Volví la vista atrás al salir de la enfermería. Burrich seguía sin moverse, pero incluso su espalda parecía más vieja, más pequeña.
Así fue mi regreso a Torre del Alce. Era distinto del joven ingenuo que había partido de allí. La noticia de mi supervivencia no fue recibida con grandes fanfarrias, como era de esperar. Tampoco di pie a que así fuera. Del lecho de Burrich, fui directamente a mi cuarto. Me lavé y me cambié de ropa. Dormí, aunque no muy bien. Mientras duró el Festival de Primavera, comí de noche, solo, en las cocinas. Redacté una nota para el rey Artimañas, en la que apuntaba que los corsarios podrían estar utilizando con regularidad los pozos de Forja. No recibí contestación, de lo que me alegré. No buscaba el contacto con nadie.
Con gran pompa y boato, Galeno presentó su destacamento ante el rey. Además de mí, había otro muchacho que no había conseguido regresar a tiempo. Me avergüenza reconocer ahora que no recuerdo su nombre, y si alguna vez supe qué fue de él, lo he olvidado. Igual que Galeno, supongo que lo desprecié por insignificante.
Galeno solo me dirigió la palabra una vez aquel verano, y eso de forma indirecta. Nos cruzamos en el patio, no mucho después del Festival de Primavera. Paseaba conversando con Regio. Al llegar a mi altura, me miró por encima de la cabeza de Regio y masculló:
—Más vidas que un gato.
Me detuve y los miré fijamente hasta que ambos se vieron obligados a mirarme. Busqué los ojos de Galeno con los míos, sonreí y asentí. Nunca pregunté a Galeno por su intento de enviarme a la muerte. Después de aquello fue como si no pudiera verme; su mirada me esquivaba, o salía de la habitación cuando yo entraba.
Tenía la impresión de haberlo perdido todo cuando perdí a Herrero. O quizá mi amargura me impulsaba a destruir lo poco que pudiera quedar de mí. Merodeé como un alma en pena por el castillo durante semanas, dispensando comentarios mordaces entre cuanto imprudente se atrevía a dirigirme la palabra. El bufón me evitaba. Chade seguía sin llamarme. Vi a Paciencia en tres ocasiones. Las dos primeras veces me presenté ante ella a petición suya, sin esforzarme apenas por respetar las normas de cortesía elementales. En la tercera ocasión, harto de su incesante cháchara sobre la poda de los rosales, me levanté y me fui. No volvió a requerir mi presencia.
Pero llegó un momento en que sentí que tenía que sondear a alguien. Herrero había dejado un vacío enorme en mi vida. Y yo no me esperaba que mi exilio de los establos pudiera ser tan devastador. Los encuentros fortuitos con Burrich eran increíblemente incómodos, pues los dos nos esforzábamos por fingir que no nos veíamos.
Anhelaba acudir a Molly, contarle todo lo que me había ocurrido, todo cuanto se había cernido sobre mí desde mi llegada a Torre del Alce. Me imaginaba con todo detalle cómo podríamos sentarnos en la playa mientras charlábamos, y que cuando yo concluyera, ella no me juzgaría ni intentaría darme consejo alguno, sino que se limitaría a coger mi mano y permanecer en silencio a mi lado. Por fin alguien lo sabría todo, y ya no tendría que seguir escondiéndome de ella. Y ella no me daría la espalda. No me atrevía a imaginar nada más después de eso. Mi anhelo estaba teñido de desesperación, y mi temor era el que solo puede conocer un muchacho cuyo amor es dos años mayor que él. Si le confiaba todas mis tribulaciones, ¿me consideraría un crío indefenso y se compadecería de mí? ¿Me odiaría por todo lo que nunca le había contado? Aquella idea apartó mis pasos del camino de la ciudad de Torre del Alce una decena de veces.
Pero unos dos meses más tarde, cuando al fin me atreví a ir a la ciudad, mis traidores pasos me condujeron a la velería. Llevaba conmigo una cesta, una botella de vino de cerezas en su interior y cuatro o cinco pequeñas rosas amarillas silvestres, conseguidas con esfuerzo en el Jardín de las Mujeres, donde su fragancia se imponía incluso a la de los arriates de tomillo. Me dije que no tenía ningún plan. No tenía por qué contárselo todo sobre mí. Ni siquiera tenía por qué verla. Podía decidirlo sobre la marcha. Pero al final todas las decisiones estaban tomadas, y para ninguna se había contado conmigo.
Llegué justo a tiempo de ver cómo Molly salía del brazo de Jade. Tenían las cabezas muy juntas, y ella se apoyaba en su brazo mientras hablaban con voz muy queda. Frente a la puerta de la velería, él se detuvo para mirarla a la cara. Ella alzó sus ojos hacia él. Cuando él alargó una mano vacilante para rozarle la mejilla, Molly se convirtió de repente en una mujer, una mujer a la que yo no conocía de nada. La diferencia de edad que nos separaba era un abismo inmenso que no tenía esperanzas de sortear. Me escondí tras una esquina antes de que pudiera verme y me volví, cabizbajo. Pasaron junto a mí como si yo fuera una piedra o un árbol. Ella llevaba la cabeza apoyada en el hombro de él, caminaban despacio. Tardaron una eternidad en perderse de vista.
Aquella noche me emborraché como nunca lo había hecho, y desperté al día siguiente en medio de unos matorrales, en algún punto de la carretera que conducía al castillo.