Lecciones
Según las antiguas crónicas, los Portadores de la Habilidad se organizaban en grupos de seis. Estos destacamentos no incluían por lo general a nadie de excepcional sangre real, sino que se limitaban a los primos y sobrinos de la línea directa de ascensión, o a quienes daban muestras de gran aptitud y eran considerados dignos. Uno de los más célebres, el Destacamento de Fuegocruzado, supone un espléndido ejemplo de su forma de actuar. Dedicados a la reina Visión, Fuegocruzado y los demás integrantes de su grupo habían sido adiestrados por un Maestro de la Habilidad llamado Táctica. Los Integrantes de este destacamento se seleccionaban mutuamente entre sí, y luego recibían un entrenamiento especial por parte de Táctica para consolidarse en una estrecha unidad. Tanto cuando se dispersaban por los seis Ducados para recabar o impartir información como cuando se agrupaban para confundir y desmoralizar al enemigo, sus proezas se hicieron legendarias. Su último hito heroico, detallado en la balada El sacrificio de Fuegocruzado, consistió en la fusión de toda su fuerza, que luego canalizaron a la reina Visión durante la batalla Besham. Sin que la agotada reina lo supiera, le hicieron entrega de más de lo que podían prescindir, y en plena celebración de la victoria se halló a los integrantes del grupo en su torre, demacrados y moribundos. Puede que el cariño que siente el pueblo por el Destacamento de Fuegocruzado se deba en parte a que todos sus miembros recibieron lesiones de algún tipo: ciegos, cojos, con labio leporino o desfigurados por el fuego resultaron los seis, pero su fuerza con la Habilidad empequeñecía la potencia de fuego del mayor buque de guerra, y era más importante para la defensa de la reina.
Durante los pacíficos años del reinado de Generoso, se abandonó la instrucción de la Habilidad para la creación de destacamentos. Los grupos existentes se disolvieron debido a la avanzada edad de sus miembros, la muerte, o simplemente a la falta de finalidad. La enseñanza de la Habilidad comenzó a limitarse a los príncipes, y durante algún tiempo se consideró un arte arcaico. Cuando los saqueos de los Corsarios de la Vela Roja se convirtieron en un problema, solo el rey Artimañas y su hijo Veraz practicaban activamente la Habilidad. Artimañas se propuso localizar y reclutar a los antiguos portadores, pero muchos de ellos eran ancianos, o se había embotado su talento.
Galeno, Maestro de la Habilidad en tiempos de Artimañas, recibió la misión de crear nuevos destacamentos para la defensa del reino. Decidió prescindir de la tradición, y los miembros del destacamento fueron asignados en vez de elegirse entre sí. Los métodos de enseñanza de Galeno eran estrictos; su objetivo era que cada miembro fuese parte obediente de una unidad, una herramienta a la entera disposición del rey. Este aspecto en particular era idea exclusivamente de Galeno, y presentó al rey el primer destacamento de la Habilidad que creó como un obsequio. Al menos un miembro de la familia real manifestó su repulsa ante aquella idea. Pero eran tiempos desesperados, y el rey Artimañas no pudo resistir la tentación de empuñar el arma que le habían puesto en la mano.
Cuánto odio. Oh, cómo me odiaban. Conforme iba saliendo cada pupilo de la escalera al tejado de la torre para encontrarme allí esperando, me rechazaba. Sentí su desdén, tan palpable como si cada uno de ellos me hubiera lanzado un jarro de agua fría. Cuando apareció el séptimo y último estudiante, el frío de su odio era una empalizada que me cercaba. Pero me mantuve firme, callado y contenido en mi lugar de costumbre, y miré a los ojos de todo el que me observaba. Por eso, creo, nadie me dirigió la palabra. Estaban obligados a ocupar sus respectivos lugares a mi alrededor. Tampoco hablaban entre ellos.
Esperamos.
Salió el sol, iluminó la pared que rodeaba la torre, y Galeno seguía sin llegar. Pero ellos se mantuvieron en su sitio y esperaron, y yo hice lo mismo.
Por fin escuché sus dubitativos pasos en la escalera. Cuando salió, el pálido fulgor del sol le hizo parpadear, me miró de soslayo y se sobresaltó visiblemente. Permanecí en mi sitio. Nos miramos. Reparó en la pesada carga de odio que me habían impuesto los demás y se sintió complacido, como le complacieron las vendas que me rodeaban todavía la sien. Pero le sostuve la mirada y no me moví. No me atrevía.
Fui consciente del abatimiento que embargó a los demás. Nadie podía mirarlo sin fijarse en la paliza que había recibido. Las Piedras Testigo lo habían encontrado culpable, y todo el que lo viera podía darse cuenta. Su rostro enjuto era una colección de verdes y morado; difuminados con amarillos. Tenía el labio inferior partido por la mitad y un corte en la comisura de la boca. Vestía una túnica de manga larga que le cubría los brazos, pero su vaporosa holgura contrastaba de tal manera con sus acostumbradas camisas y chalecos ajustados que daba la impresión de estar viendo a un hombre en camisón. También sus manos estaban amoratadas y cuajadas de nudos, aunque no recordaba haber visto magulladura alguna en el cuerpo de Burrich. Llegué a la conclusión de que las había alzado en un vano intento por protegerse la cara. Seguía portando su pequeña fusta, pero dudé que pudiera blandiría con eficacia.
Así nos escrutamos mutuamente. No encontré satisfacción en sus heridas ni en su desgracia. Me inspiraban más bien algo parecido a la lástima. Había creído tan fuertemente en su invulnerabilidad y superioridad que esa evidencia de su mera condición humana me hacía sentir como un estúpido. Aquello desequilibraba su compostura. En dos ocasiones abrió la boca para dirigirme la palabra. A la tercera, dio la espalda a la clase y dijo:
—Empezad el calentamiento. Voy a observaros para comprobar que os movéis correctamente.
Remataba sus palabras con voz queda, las pronunciaba con los labios doloridos. Mientras nos estirábamos, agachábamos y balanceábamos al unísono, obedientes, él paseaba torpemente por el jardín de la torre. Intentaba no apoyarse en la pared, ni descansar demasiado a menudo. Se echaba en falta el zas, zas, zas de la fusta contra su muslo que antes orquestaba siempre nuestros ejercicios. En vez de eso, la sujetaba como temiendo que se le pudiera caer. Agradecí el que Burrich me hubiera obligado a salir de la cama y moverme. El vendaje de las costillas me impedía alcanzar la plena flexibilidad de movimientos que nos exigía antes Galeno. Pero me esforcé cuanto pude.
Aquel día no nos ofreció ninguna novedad, nos limitamos a repasar lo que habíamos aprendido ya. Y la clase terminó temprano, aun antes de la puesta de sol.
—Lo habéis hecho bien —dijo sin convicción—. Os habéis ganado estas horas libres, pues me complace ver que habéis seguido estudiando en mi ausencia.
Antes de despedirnos, nos hizo desfilar de uno en uno ante él para darnos un leve toque con la Habilidad. Los demás se fueron a regañadientes, volviendo la mirada atrás en más de una ocasión, curiosos por saber qué hacía conmigo. Mientras el número de mis compañeros de clase se reducía, me preparé para soportar un enfrentamiento en solitario.
Pero incluso eso supuso una decepción. Me llamó a su presencia y acudí, tan callado y respetuoso en apariencia como los demás. Me cuadré frente a él igual que los otros, e hizo unos breves pases de manos delante de mi cara y por encima de mi cabeza. Luego dijo con voz glacial:
—Te escudas demasiado bien. Debes aprender a relajar la guardia que impones sobre tus pensamientos si quieres proyectarlos o recibir los de otro. Vete.
Y me fui, igual que los demás, aunque con arrepentimiento. Por dentro me preguntaba si habría intentado realmente emplear la Habilidad conmigo. No había sentido su roce. Bajé las escaleras, dolorido y amargado, preguntándome por qué seguía intentándolo.
Me dirigí a mi cuarto, y luego a los establos. Cepillé someramente a Hollín bajo la atenta mirada de Herrero. Seguía sintiéndome ansioso e insatisfecho. Sabía que necesitaba dormir, que lo lamentaría si no descansaba. ¿Paseo de piedra?, sugirió Herrero, y accedí a llevarlo a la ciudad. Él galopaba y trazaba círculos a mi alrededor mientras nos alejábamos del castillo. Una tarde de viento había tomado el relevo de la tranquila mañana; en el mar se gestaba una tormenta. Pero el viento era inusitadamente caído, y sentí que el aire fresco me despejaba la cabeza; el ritmo constante del paseo aplacaba y desentumecía los músculos que los ejercicios de Galeno me habían dejado doloridos y entumecidos. El parloteo sensorial de Herrero me anclaba con firmeza en el mundo real, por lo que no pude abundar en mis frustraciones.
Me dije que era Herrero el que nos había conducido directamente a la tienda de Molly. Como el cachorro que era, había regresado donde tan buena acogida le dispensaron anteriormente. El padre de Molly guardaba cama ese día, y la tienda estaba muy tranquila. Solo había un cliente, que conversaba con Molly, y al que nos presentó. Se llamaba Jade. Era un muchacho que había llegado en un velero mercante procedente de la Bahía de las Focas. No habría cumplido los 20, y me hablaba como si yo tuviera 10 años, sin dejar de sonreír a Molly por encima de mi cabeza. Conocía un montón de historias relativas a los Corsarios de la Vela Roja y las tormentas en el mar. Llevaba un pendiente con una piedra roja en una oreja, y una barba incipiente le perfilaba el mentón. Se demoró más de lo necesario escogiendo velas y una lámpara de latón, pero al final se fue.
—Cierra la tienda un poco —urgí a Molly—. Bajemos a la playa. Hoy hace un viento genial.
Negó con la cabeza, apesadumbrada.
—Voy retrasada con los pedidos. Si no viene nadie debería pasarme toda la tarde haciendo velas. Y si viene alguien, debería estar aquí.
Me sentí decepcionado sin motivo. La sondeé y descubrí cuánto deseaba salir.
—Oscurecerá enseguida —intenté persuadirla—. Siempre puedes hacer las velas por la noche. Y los clientes volverán mañana si encuentran la tienda cerrada esta tarde.
Ladeó la cabeza, pensativa, y dejó a un lado las mechas que sostenía con un gesto inopinado.
—¿Sabes?, tienes razón. Me vendrá bien un poco de aire fresco. —Cogió su capa con una alacridad que hizo las delicias de Herrero y consiguió desconcertarme. Cerramos la tienda y nos fuimos.
Molly acostumbraba a caminar deprisa. Herrero correteaba a su alrededor, dichoso. Conversamos, una charla superficial. El viento le arrebolaba las mejillas, y el frío parecía acrecentar el brillo de sus ojos. Y pensé que me miraba más a menudo, y más pensativa de lo que era habitual en ella.
La ciudad era un remanso y el mercado estaba casi desierto. Fuimos a la playa y paseamos despacio donde hacía apenas unos años correteábamos entre alaridos. Me preguntó si había aprendido a encender una lámpara antes de bajar las escaleras de noche, lo que me dejó extrañado hasta que recordé que había explicado mis heridas como fruto de haber bajado rodando una escalera a oscuras. Me preguntó si el maestro y el caballerizo seguían teniéndose ojeriza, y sus palabras me dieron a entender que el desafío entre Burrich y Galeno en las Piedras Testigo había adquirido ya tintes de leyenda local. Le aseguré que ya se había restaurado la paz. Pasamos un rato recogiendo cierto tipo de alga que quería ella para sazonar la sopa de pescado que pensaba preparar esa noche. Luego, pues yo estaba sin resuello, nos sentamos al abrigo de unas rocas y vimos cómo Herrero se esforzaba por limpiar la playa de gaviotas.
—Bueno. Tengo entendido que el príncipe Veraz va a contraer matrimonio —dijo como quien no quiere la cosa.
—¿Cómo? —pregunté, sorprendido.
Se rió con ganas.
—Nuevo, nunca he conocido a nadie tan inmune a los rumores como tú. ¿Cómo puedes vivir en el castillo y no enterarte de lo que sabe todo el mundo en la ciudad? Veraz ha accedido a desposarse, para garantizar la sucesión. Pero circula el rumor de que anda demasiado ocupado para ocuparse del cortejo, de modo que será Regio quien le busque una esposa.
—Oh, no. —Mi desconsuelo era auténtico. Me imaginaba al campechano Veraz emparejado con alguna de las muñecas de cristal de Regio. Cuando quiera que se celebrara algo en la torre, ya fuese el Comienzo de la Primavera, o el Corazón del Invierno, o el Día de la Cosecha, ahí venían ellas, procedentes de Chalaza, Lumbrales u Osorno, en carroza, o en palafrenes ricamente enjaezados, o en palanquines. Se cubrían con trajes semejantes a alas de mariposa, comían como gorriones y parecía que siempre revolotearan alrededor de Regio. Este se sentaba entre ellas, con sus propias sedas y terciopelos, y se pavoneaba mientras las voces musicales de ellas tintineaban y sus trémulos dedos sujetaban abanicos y encajes. «Cazadoras de príncipes», había oído que las llamaban, nobles que se exhibían como productos en el escaparate de una tienda con la esperanza de encontrar marido entre los hijos de la familia real. Su conducta no era impropia, no del todo. Pero a mí se me antojaba desesperada, y Regio, cruel cuando sonreía primero a esta y luego se pasaba toda la noche bailando con aquella, solo para bajar a desayunar tarde y salir a pasear con otra por los jardines. Adoraban a Regio. Intenté imaginarme a una del brazo de Veraz mientras este observaba a los bailarines en el salón, o tejiendo en silencio en su estudio mientras él estudiaba y bosquejaba los mapas que eran su pasión. Nada de paseos por los jardines; Veraz paseaba por los muelles y los sembrados, deteniéndose a menudo para hablar con las gentes del mar y los labriegos tras sus arados. Las zapatillas de seda y las camisas con brocados no formaban parte de su uniforme.
Molly deslizó un penique en mi mano.
—¿Para qué es esto?
—Para comprar lo que sea que te ha tenido tan ocupado como para quedarte sentado en el dobladillo de mi falda, aunque te he pedido dos veces que te levantaras. Me parece que no has oído una sola palabra de lo que he dicho.
Suspiré.
—Veraz y Regio son tan distintos que no consigo imaginarme a uno buscándole novia al otro. —Molly compuso una expresión de perplejidad—. Regio escogerá a una mujer bella, acaudalada y de buena cuna. Sabrá bailar, cantar y tocar el carillón. Se vestirá con elegancia y se pondrá joyas en el pelo aunque solo baje a desayunar y olerá siempre como las flores que crecen en los Territorios Pluviales.
—¿Y Veraz no se alegrará de tener una mujer así? —La confusión que reflejaba el rostro de Molly no sería mayor si yo defendiera que el mar era una gigantesca sopera.
—Veraz se merece una compañera, no un adorno que prenderse en la manga —protesté con desdén—. Si yo fuese Veraz, querría una mujer que supiera hacer algo, no solo elegir sus joyas o trenzarse el cabello. Tendría que saber zurcir una camisa, o cuidar de su jardín, y tener una distracción especial y personal, como manuscribir o estudiar las hierbas.
—Nuevo, esas cosas no son propias de damas —me regañó Molly—. Se supone que tienen que ser bonitas y agradables. Y ricas. El trabajo no es para ellas.
—Claro que sí. Mira a lady Paciencia y su doncella Cordonia. Siempre andan haciendo algo. Sus aposentos son una selva llena con las plantas de la señora, y a veces los puños de sus trajes se quedan pegajosos después haber estado haciendo papel, o aparece con hojas en el pelos después de haber estado manipulando sus hierbas, pero sigue siendo bella. Y la belleza tampoco lo es todo para una mujer. Me he fijado en las manos de Cordonia mientras hace una red para pescar a algún crío del castillo, con un poco de hilo de yute. Tan hábiles y rápidos como los de cualquier redero del puerto son sus dedos; eso es algo bonito que no tiene nada que ver con su cara. ¿Y Capacho, que trabaja con armas? Le encanta tallar y labrar la plata. Hizo un puñal para el cumpleaños de su padre, con la empuñadura en forma de venado saltando, con tanta destreza que se amolda a la mano, sin filos ni bordes que se te claven. Ahí tienes algo bonito que perdurará mucho después de que a ella se le ponga el pelo blanco y se le arruguen las mejillas. Algún día sus nietos verán ese puñal y se felicitarán por haber tenido una abuela tan diestra.
—¿De veras lo crees?
—Sin lugar a dudas. —Me revolví, súbitamente consciente de lo cerca que estábamos el uno del otro. Me revolví, pero no llegué a distanciarme. En la playa, Herrero tendía una nueva emboscada a otra bandada de gaviotas. Le colgaba la lengua casi hasta las rodillas, pero seguía galopando.
—Pero si las damas de la nobleza hicieran todas esas cosas, el trabajo les estropearía las manos, el viento les secaría el cabello y les curtiría la piel. No querrás ver a Veraz con una mujer que parezca un estibador.
—Seguro que él lo preferiría. Mucho antes que a una mujer que parezca una carpa roja y gorda encerrada en una pecera.
Molly soltó una risita.
—Alguien que cabalgue a su lado por la mañana cuando saque a Cazador a galopar, o alguien que pueda mirar la sección de un mapa que acabe de terminar y sepa apreciar el trabajo. Eso es lo que se merece Veraz.
—Yo nunca he montado a caballo —protestó Molly de repente—. Y no sé mucho de letras.
La observé con curiosidad, preguntándome por qué parecía alicaída tan de repente.
—¿Qué más da eso? Eres lo bastante lista para aprender lo que quieras. Mira cuánto has aprendido tú sola sobre velas y hierbas. No me digas que eso te lo enseñó tu padre. A veces, cuando paso por la tienda, te huele el pelo y la ropa a hierbas frescas y sé que has estado experimentando con nuevos perfumes para las velas. Si quisieras leer o escribir mejor, podrías aprender. En cuanto a cabalgar, sería algo natural para ti. Tienes equilibrio y fuerza… mira cómo escalas las rocas de los acantilados. Y los animales te aprecian. Me has arrebatado el corazón de Herrero…
—¡Fa! —Me propinó un codazo—. Hablas como si fuera a bajar algún señor del castillo de un momento a otro para llevarme con él.
Pensé en Augusto, con sus remilgos, o en Regio y su sonrisa afectada.
—Eda no lo quiera. Sería un desperdicio. No tendría cabeza para entenderte, ni corazón para valorarte.
Molly se miró las manos embastecidas por el trabajo.
—¿Entonces, quién? —preguntó en voz baja.
Qué tontos son los jóvenes. La conversación había crecido enroscándose a nuestro alrededor. No era mi intención lisonjearla, ni coquetear con ella sutilmente. El sol comenzaba a hundirse en el agua, estábamos sentados muy cerca el uno del otro y la playa que se extendía ante nosotros era el mundo entero a nuestros pies. Si en ese momento hubiese dicho «Yo», creo que su corazón habría caído en mis torpes manos como la fruta madura que cae del árbol. Creo que me habría besado, y se habría entregado a mí por voluntad propia. Pero no fui capaz de asir la inmensidad de lo que de improviso supe que había llegado a sentir por ella. La simple verdad huyó de mis labios, me quedé sentado como un pasmarote y un instante después llegó Herrero, empapado y cubierto de arena, directo a nosotros como un proyectil, por lo que Molly hubo de ponerse de pie de un salto para salvar sus faldas y la oportunidad se perdió para siempre, volatilizada como la espuma en alas del viento.
Nos incorporamos y desperezamos, Molly exclamó algo acerca de la hora, y de improviso me sentí asaltado por las magulladuras de mi cuerpo dolorido. Sentarme y coger frío en una playa a la intemperie era una estupidez que sin duda no habría cometido con ningún caballo. Acompañé a Molly hasta su casa y se produjo un momento de incertidumbre frente a su puerta, que ella resolvió agachándose y dando a Herrero un abrazo de despedida. Luego me quedé solo, salvo por el curioso cachorro que exigía saber por qué era tan lento, que insistía en que estaba muerto de hambre y quería correr y pelear durante toda la cuesta de la colina que conducía al castillo.
Caminaba arrastrando los pies, helado por dentro y por fuera. Devolví a Herrero a los establos, di las buenas noches a Hollín y subí a la torre. Galeno y sus polluelos ya habían dado buena cuenta de su cena frugal y se habían retirado. Casi todos los ocupantes de la torre habían cenado ya, y me descubrí merodeando de regreso a mis antiguos lugares predilectos. Siempre había comida en la cocina y compañía en la sala de guardia frente a la misma. Allí los hombres de armas entraban y salían a todas horas del día y la noche; por eso Perol tenía siempre un cazo humeante colgado del garfio al que añadía agua, carne y verduras conforme bajaba el nivel. El vino, la cerveza y el queso también estaban allí, así como la llana compañía de quienes protegían la torre. Me habían aceptado entre ellos el mismo día que me dejaron al cuidado de Burrich. De modo que me preparé una cena sencilla, no tan ligera como la que me habría procurado Galeno, pero tampoco tan generosa y abundante como me apetecía. Eso me lo había enseñado Burrich: debía alimentarme como alimentaría a un animal herido.
Escuché las conversaciones que tenían lugar a mi alrededor, concentrándome en la vida del castillo como hacía meses que no me concentraba. Me sorprendió descubrir cuánto desconocía a causa de mi absoluta inmersión en las enseñanzas de Galeno. La novia de Veraz acaparaba casi todas las conversaciones. Estaban los habituales y bastos chistes de los soldados que eran de esperar, así como varios comentarios de conmiseración por la mala suerte que había hecho que fuese Regio el que eligiera a su futura esposa. El que el enlace se sustentaría en alianzas políticas era algo que nadie cuestionaba; la mano de un príncipe no podía desperdiciarse en algo tan inane como sus gustos personales. Eso había generado buena parte del escándalo, que rodeó el cortejo de Paciencia por parte de Hidalgo. Ella procedía del interior del reino, hija de uno de nuestros nobles, allegado por lo demás a la familia real. Aquel matrimonio no había reportado ventaja política alguna.
Pero Veraz no cometería el mismo despilfarro. Y menos con los Corsarios de la Vela Roja amenazándonos por toda nuestra desordenada costa. Había especulaciones para todos los gustos. ¿Quién sería ella? ¿Una mujer de las Islas Cercanas, hacia el norte, en el Mar Blanco? Esas islas eran poco más que esquirlas de los huesos de la tierra que sobresalían del mar, pero una serie de torres dispuestas entre ellas nos ayudaría a prevenir las incursiones de los corsarios en nuestras aguas. Hacia el suroeste de nuestras fronteras, al otro lado de los Territorios Pluviales donde no gobernaba nadie, estaban las Costas de las Especias. Una princesa oriunda de las mismas tendría pocas ventajas defensivas que ofrecer, pero había quienes se mostraban a favor de los lucrativos acuerdos mercantiles que podría aportar como dote. A días de viaje hacia el sur y el este por mar se encontraban las numerosas y grandes islas en que crecían los árboles que tanto anhelaban los constructores de barcos. ¿Podría encontrarse allí un rey cuya hija estuviera dispuesta a cambiar sus vientos cálidos y dulces frutas por un torreón que señoreaba sobre una tierra cubierta de peñascos y hielo? ¿Qué pedirían a cambio de una complaciente muchacha sureña y sus islas ricas en madera? Alguien dijo pieles, otro dijo grano. Luego estaban los reinos de las montañas que nos respaldaban, con su celosa posesión de los pasos que comunicaban con las tundras. Una princesa de aquellos parajes tendría guerreros a su mando, amén de lazos comerciales con los talladores de marfil y los pastores de renos que vivían allende sus fronteras. En la linde del sur se encontraba el paso que desembocaba en la cabecera del gran río Pluvia, cuyos meandros daban nombre a los Territorios Pluviales. Hasta el último de nuestros soldados había oído hablar de los templos atestados de tesoros que languidecían abandonados a orillas de aquel río, de los altos dioses tallados que presidían sus manantiales sagrados, y de las pepitas de oro que rutilaban en sus arroyos. ¿Quizá una princesa de las montañas entonces?
Cada posibilidad se debatía con mucha más sofisticación y maña política de la que hubiera creído posible Galeno en unos simples soldados. Me aparté de ellos avergonzado por el desprecio que les había dispensado; en tan breve espacio de tiempo Galeno me había hecho pensar en ellos como ignorantes carniceros, sacos de músculos sin sesera. Había pasado toda mi vida entre ellos. Tendría que haberlo sabido. No, lo sabía. Pero mis ansias de encumbramiento, mi afán de demostrar sin sombra de duda mi derecho a aquella magia real, me habían predispuesto a aceptar cualquier majadería que él tuviera a bien ofrecerme. Algo chascó en mi interior, como si de repente hubiera encajado en su sitio la pieza fundamental de un rompecabezas de madera. Me habían sobornado con ofertas de conocimiento igual que podrían haber sobornado a otro con promesas de oro.
No me tenía en demasiada alta estima cuando subí las escaleras hasta mi cuarto. Me acosté resuelto a no consentir que Galeno volviera a engañarme, ni a convencerme para que me engañara a mí mismo. También me hice el firme propósito de aprender la Habilidad, por dolorosas o difíciles que fueran las lecciones.
Así, aún a oscuras, a la madrugada del día siguiente volví a sumergirme de pleno en la rutina de mis clases. Escuchaba cada palabra de Galeno, me aplicaba a cada ejercicio, físico o mental, hasta el máximo de mis posibilidades. Pero conforme la semana, y luego el mes, avanzaba morosamente, me sentía cada vez más como un perro al que ofrecen un trozo de carne sin dejarlo jamás al alcance de sus fauces. Era evidente que algo ocurría para los demás. Se estaba forjando entre ellos una red de pensamiento compartido, una comunicación que los hacía volverse unos hacia otros aun antes de pronunciar palabra, que les permitía realizar los ejercicios físicos comunes como un solo ser. Hoscos, resentidos, se turnaban para hacer pareja conmigo, pero yo no sentía nada con ellos, y conmigo ellos se estremecían y retraían, se quejaban a Galeno porque la fuerza que les enviaba era bien un susurro, bien un huracán.
Observaba desesperado cómo bailaban en parejas, compartiendo el control de los músculos del otro, o cómo uno caminaba con los ojos vendados en medio del laberinto de carbones, guiado por los ojos de su compañero. A veces sabía que tenía la Habilidad. Podía sentirla creciendo en mi interior, abriéndose como una semilla en eclosión, pero era algo que al parecer no podía dirigir ni controlar. Ora estaba dentro de mí, resonando como las olas que rompen contra el acantilado, ora desaparecía y lo único que sentía dentro era la seca arena del desierto. En los momentos propicios podía impeler a Augusto a ponerse de pie, inclinarse o caminar. Al instante siguiente se encaraba conmigo, retándome a establecer la conexión con él.
Y nadie parecía capaz de alcanzar mi interior.
—Baja la guardia, derriba tus muros —me ordenaba furioso Galeno, plantado ante mí, intentando transmitirme en vano la directriz o sugerencia más simple. El roce de su Habilidad era una caricia casi imperceptible para mí. Pero no podía franquearle el paso al interior de mi cabeza, como no podría permanecer impasible mientras alguien me traspasaba las costillas con una espada. Por mucho que procurara contenerme, eludía su contacto, físico o mental, y el contacto de mis compañeros de clase era del todo inapreciable.
Ellos avanzaban de un día para otro, mientras yo observaba y pugnaba por dominar los rudimentos más elementales. Llegó un día en que Augusto miraba una página, y desde el otro lado del tejado, su compañero la leía en voz alta, mientras otra pareja jugaba una partida de ajedrez en la que quienes ordenaban los movimientos no tenían el tablero a la vista. Galeno estaba satisfecho con todos, salvo conmigo. Todos los días nos despedía después de darnos un toque, toque que yo apenas sentía. Y todos los días era yo el último en salir, y él me recordaba fríamente que si malgastaba su tiempo con un bastardo era solo porque así se lo había ordenado el rey.
Se acercaba la primavera y Herrero dejaba de ser un cachorro para convertirse en adulto. Hollín parió un potro mientras yo estaba en clase, una excelente potrilla engendrada por el semental de Veraz. Vi a Molly una vez, y paseamos por el mercado casi sin cruzar palabra. Habían montado un nuevo tenderete en el que un hombre de rudos modales vendía aves y otros animales, todos ellos capturados y enjaulados por él mismo. Tenía cuervos y gorriones, y hasta una golondrina, y un zorro joven tan debilitado por las lombrices que apenas si se tenía en pie. La muerte lo reclamaría antes que ningún comprador, y aunque yo hubiera tenido dinero para rescatarlo, había llegado a un estado en que la medicina contra los parásitos solo conseguiría envenenarlo a él junto a las lombrices.
Aquello me revolvía el estómago, de modo que me quedé allí plantado, sondeando las aves con sugerencias sobre cómo podrían abrir la puerta de sus jaulas picoteando cierta parte brillante de metal. Pero Molly pensó que me había quedado embobado mirando a las pobres bestias, y sentí que se distanciaba de mí más que nunca. Cuando la acompañaba a su casa, Herrero gañó lastimero para reclamar su atención, y así consiguió arrancarle una caricia y una palmada antes de despedirnos. Envidiaba su habilidad para hipar de aquel modo. Mis gañidos parecían caer en oídos sordos.
Con la primavera en el aire, todos los pobladores del puerto se prepararon, pues pronto el tiempo sería propicio para los saqueos. Había dado en cenar todas las noches con los guardias y prestaba mucha atención a los rumores. Los forjados se habían convertido en salteadores de caminos que infestaban nuestras carreteras, y los relatos de sus depravaciones y atropellos eran la comidilla en todas las tabernas. Como depredadores, hacían gala de una indecencia y una brutalidad sin igual entre las bestias salvajes. Resultaba fácil olvidar que alguna vez fueron humanos y odiarlos con más saña que a cualquier otra cosa.
El miedo a ser forjado aumentaba proporcionalmente. En los mercados se vendían cuentas de veneno recubiertas de caramelo para que las madres se las dieran a sus hijos en caso de que su familia cayera en manos de los forajidos. Se rumoreaba que algunos aldeanos de la costa habían empaquetado todas sus pertenencias en carretas y se habían trasladado al interior, renunciando a la pesca y el comercio para dedicarse a los cultivos y la caza lejos de la amenaza del mar. Lo cierto era que la población de mendigos en la ciudad era desbordante. Uno de los forjados llegó a la ciudad de Torre del Alce y se paseó por sus calles intocable como un orate mientras se servía a placer cuanto le agradaba de los tenderetes de la plaza. Desapareció antes de dos días y, según las habladurías, cabía esperar que las olas dejaran su cuerpo varado en la playa. Otros rumores decían que se había encontrado esposa para Veraz entre las gentes de la montaña. Algunos decían que era para asegurar nuestro acceso a los pasos; otros, que no podíamos permitirnos tener un enemigo en potencia a nuestra espalda cuando toda la costa era una puerta abierta de par en par para los Corsarios de la Vela Roja. Y aún circulaban otros rumores, no, apenas susurros, demasiados breves y fragmentados para merecerse el calificativo de rumores, que sembraban la incertidumbre sobre el estado de salud del príncipe Veraz. Cansado y enfermo, a decir de alguno, mientras que otros murmuraban acerca del nerviosismo y la fatiga que provocaba el noviazgo. Algunos maledicientes acusaban a Veraz de haberse dado a la bebida y de no dejarse ver salvo durante el día, bajo los efectos de resaca.
Descubrí que mi preocupación por los últimos rumores era más honda de lo esperado. Ningún miembro de la familia real me había prestado nunca mucha atención, al menos no de forma personal. Artimañas se ocupaba de mi educación y alojamiento, y hacía tiempo que había comprado mi lealtad, para que ahora le perteneciera sin sopesar siquiera otra alternativa. Regio me despreciaba, y hacía mucho que había aprendido a evitar su mirada entornada, igual que los fortuitos pescozones o empujones que tantas veces me hicieran rodar por los suelos de pequeño. Pero Veraz había sido amable conmigo, si bien de forma distraída, y quería a sus perros, su caballo y sus halcones de una manera que yo comprendía. Quería verlo erguido y orgulloso el día de su boda, y esperaba respaldar algún día el trono que ocuparía él, del mismo modo que respaldaba Chade el de Artimañas. Deseaba que estuviera bien, aunque no había nada que pudiera hacer yo si no lo estaba, pues ni siquiera tenía forma de verlo. Aunque tuviéramos el mismo horario, los círculos en que nos movíamos rara vez se cruzaban.
Todavía no había alcanzado la primavera todo su esplendor cuando Galeno nos anunció su comunicado. El resto del castillo se preparaba para el Festival de Primavera. Los puestos del mercado se lijaban y repintaban con vivos colores, y se recogían ramas que luego se combarían para que sus flores y hojas diminutas engalanaran la mesa del banquete de Vísperas de Primavera. Pero no eran tiernos tallos ni pasteles de huevo espolvoreados con semillas de carris lo que nos deparaba Galeno, nada de teatros de títeres ni batidas de caza. En su lugar, con la llegada de la nueva estación, seríamos puestos a prueba, bien para recibir su aprobación o para ser descartados.
—Descartados —repitió, y la atención de sus pupilos no habría podido ser más intensa aunque estuviera condenando a muerte a los no aptos. Yo intenté aprehender el pleno lignificado de lo que me ocurriría cuando fracasara. No me hacía ilusiones de someterme a un examen imparcial, ni de poder aprobar aunque el examen fuese justo—. Formaréis un destacamento, los que demostréis vuestra valía. Un destacamento sin precedentes, en mi opinión. En el apogeo del Festival de Primavera os presentaré a vuestro rey, y él habrá de ver el prodigio que han generado mis denuedos. Puesto que me habéis acompañado hasta aquí, sabed que no toleraré que me avergoncéis ante él. De modo que seré yo quien os ponga a prueba, para comprobar el límite de vuestras aptitudes, para garantizar que el arma que ponga en manos de mi rey tenga un filo digno de su propósito. Mañana os dispersaré como semillas al viento por todo el reino. Lo he dispuesto de modo que viajéis veloces a caballo hasta vuestro destino. Allí seréis abandonados cada uno de vosotros, solos. Ninguno conocerá el paradero del otro.
Hizo una pausa, creo que para permitirnos sentir la tensión que pulsaba en la estancia. Sabía que los demás vibraban al son, compartiendo una emoción común, casi una mente común mientras se les impartían las instrucciones. Sospeché que oían mucho más que las simples palabras que brotaban de los labios de Galeno. Me sentí como un extranjero, escuchando las palabras de un idioma que era incapaz de comprender. Iba a fracasar.
—A los dos días, seréis convocados. Me encargaré yo. Os indicaré con quién debéis poneros en contacto, y dónde. Cada uno de vosotros recibirá la información necesaria para regresar aquí. Si habéis aprendido, y habéis aprendido bien, mi destacamento estará aquí en Vísperas de Primavera, listo para presentarse ante el rey. —De nuevo la pausa—. No penséis, sin embargo, que lo único que debéis hacer es volver a Torre del Alce la Víspera de Primavera. Vais a formar un destacamento, no una bandada de palomas mensajeras. Cómo vengáis y en compañía de quién me demostrará que habéis dominado vuestra Habilidad. Estad listos para partir mañana por la mañana.
Luego nos dejó salir, uno a uno, de nuevo con un toque por cabeza y una palabra de alabanza para todos, salvo para mí. Me cuadré frente a él, tan abierto como me era posible, todo lo vulnerable que me atrevía, mas el roce de la Habilidad en mi mente fue más sutil que el roce del viento. Me miró y yo lo miré a él, y no me hizo falta la Habilidad para sentir que me aborrecía y me despreciaba. Soltó un bufido de desdén y apartó la mirada, liberándome. Hice ademán de irme.
—Habría sido mejor —dijo con su característica voz cavernosa— que aquella noche saltases el muro, bastardo. Habría sido mejor. Burrich pensaba que te maltraté, cuando lo único que hice fue ofrecerte una salida, lo más parecido a una salida honorable que podrás encontrar. Vete y muere, chico, o al menos vete. Tu existencia es una lacra para el nombre de tu padre. Por Eda, no entiendo cómo llegaste a nacer. Que un hombre como tu padre pudiera caer tan bajo como para acostarse con algo capaz de engendrarte me parece inimaginable.
Como siempre, había una nota de fanatismo en su voz cuando hablaba de Hidalgo, casi ponía los ojos en blanco por la ciega idolatría que le profesaba. Con gesto ausente, dio media vuelta y se alejó. Llegó a lo alto de la escalera y se giró, muy despacio.
—Tengo que preguntarte una cosa —dijo, y el veneno que destilaba su voz hervía de odio—: ¿Acaso eres su catamita, para que permita que extraigas fuerzas de él? ¿Por eso se muestra tan posesivo contigo?
—¿Catamita? —repetí, pues no conocía aquella palabra.
Sonrió. Su semblante, de por sí cadavérico, se asemejó más que nunca a una calavera.
—¿Creías que no te había descubierto? ¿Creías que te iba a permitir utilizar su fuerza para esta prueba? Nada de eso. Te lo aseguro, bastardo, nada de eso.
Se volvió, bajó los escalones y me dejó solo en el tejado. No sabía qué significaban sus últimas palabras; pero la fuerza de su odio me había dejado mareado y débil, como si fuese un veneno que corriera por mis venas. Me acordé de la última vez que me dejaron todos a solas en el tejado de la torre. Esa esquina del castillo no encaraba el mar, pero seguía habiendo una gran cantidad de rocas afiladas al pie. Nadie sobreviviría a esa caída. Si fuese capaz de tomar una decisión cuya firmeza durara más de un segundo, pondría fin a todas mis desdichas. Y lo que pensaran Burrich o Chade o cualquier otro dejaría de preocuparme.
Oí el eco lejano de un gañido.
—Ya voy, Herrero —musité, y me aparté del borde.