15

Las Piedras Testigo

La Habilidad, en resumidas cuentas, tiende puentes de ideas entre las personas. Se puede emplear de diversas maneras. En combate, por ejemplo, un comandante podría impartir información y órdenes directamente a los oficiales a su cargo, siempre y cuando dichos oficiales hayan sido entrenados para recibirlas. Alguien muy versado en la Habilidad podría aprovechar su talento para manipular mentes no amaestradas o jugar con el cerebro de sus enemigos, insuflándoles miedo, confusión o duda. Son pocos los que dominan la Habilidad de ese modo. Pero un hombre, de estar increíblemente dotado para la Habilidad, puede aspirar a hablar directamente con los vetulus, seres inferiores únicamente a los mismos dioses. Pocos han osado hacer tal cosa, y de quienes lo hicieron, aún menos consiguieron lo que se proponían. Pues se dice que puede uno preguntar a los vetulus, pero que su respuesta quizá no esté relacionada con la pregunta formulada, sino con la que debería haberse formulado. Y la respuesta a dicha pregunta bien pudiera ser una que nadie sea capaz de escuchar y seguir viviendo.

Cuando uno habla con los vetulus, el goce de la Habilidad se torna más fuerte y peligroso. Esto es lo que debe evitar todo practicante de la Habilidad, débiles y fuertes por igual. Quienes emplean la Habilidad sienten una afinidad por la vida, una sublimación del ser, que puede distraerlos y conseguir que se olviden de respirar. Esta sensación es poderosa, aun en los empleos comunes de la Habilidad, y adictiva para todo el que no esté preparado. Mas la intensidad de esta exultación que resulta cuando se habla con los vetulus es algo incomparable. Tanto los sentidos como el sentido pueden alejarse para siempre del hombre que se valga de la Habilidad para hablar con un vetulus. Ese hombre morirá enloquecido, si bien es cierto que morirá loco de alegría.

El bufón tenía razón. No tenía ni idea del peligro al que me enfrentaba. Me lancé de cabeza y a ciegas. Me falta el coraje para detallar las semanas siguientes. Baste decir que, a cada día, Galeno nos tenía cada vez más en su poder, al tiempo que se tornaba más cruel y manipulador. Algunos pupilos desaparecieron enseguida. Merry fue una de ellos. Dejó de venir al cuarto día. Solo la vi en una ocasión después de aquello, merodeando por la torre cariacontecida y desconsolada. Luego supe que Serena y las demás mujeres empezaron a darle de lado cuando abandonó el entrenamiento, y que cuando volvieron a dirigirle la palabra no era como si hubiera fallado una prueba, sino como si hubiera cometido algún crimen despreciable por el que jamás pudiera ser perdonada. No sé adonde fue, solo que se marchó de Torre del Alce, para no regresar jamás.

Igual que separa el mar los guijarros de la arena y los estratifica al son de las mareas, así cribaban los golpes y caricias de Galeno a sus estudiantes. Al principio, todos nos esforzábamos por destacar. No era porque nos gustase ni porque lo admiráramos. No sé qué sentían los demás, pero en mi corazón solo albergaba odio hacia él. Mas era un odio tan intenso que engendró la determinación de no ser aplastado por aquel hombre. Tras días de abuso, obtener de él siquiera una sola palabra de reconocimiento equivalía a recibir una tromba de elogios por parte de cualquier otro maestro. Tantos días de menosprecio deberían haberme insensibilizado a sus burlas. En vez de eso, llegué a creer en casi todo cuanto decía, y me esforzaba inútilmente por cambiar.

Pugnábamos constantemente entre nosotros por llamar su atención. Tenía sus predilectos. Augusto era uno de ellos, y a menudo se nos exhortaba a imitarlo. Yo era sin duda el más despreciado. Pero ni siquiera eso me impidió arder en deseos de sobresalir a sus ojos. No volví a llegar tarde a la torre después de aquella primera vez. Sus golpes no me conmovían. Ni a Serena, que compartía mi condición de menospreciado. Serena se convirtió en la prosternada acólita de Galeno, contra el que jamás volvió a pronunciar palabras de crítica tras la primera azotaina. Aunque eso no le impedía encontrar defectos en ella constantemente, ni sermonearla y humillarla, ni azotarla mucho más a menudo que a ninguna otra mujer. Pero así solo se fortalecía la determinación de la muchacha por demostrar que era capaz de soportar sus abusos, y ella, después del propio Galeno, era la que hacía gala de una mayor intolerancia frente a quienes vacilaban o dudaban de nuestro aprendizaje.

Nos adentrábamos en el invierno. Hacía frío y estaba oscuro en lo alto de la torre, con la excepción de la luz que procedía del hueco de la escalera. Era el lugar más recóndito del mundo, y Galeno era su dios. Nos templó hasta forjar una unidad. Nos teníamos por una élite, superiores, privilegiados por ser instruidos en la Habilidad. Hasta yo, que padecía su sorna y sus fustazos, pensaba así. Repudiábamos a los que se rendían. Durante todo ese tiempo solo nos veíamos los unos a los otros, solo teníamos oídos para Galeno. Al principio echaba de menos a Chade. Me preguntaba qué estarían haciendo Burrich y lady Paciencia. Pero conforme transcurrían los meses, esas insignificantes distracciones dejaron de interesarme. Incluso el bufón y Herrero llegaron a convertirse casi en un incordio para mí, así de ciegamente perseguía la aprobación de Galeno. El bufón iba y venía sin abrir la boca. Aunque hubo momentos, cuando más cansado y magullado estaba, en que el roce de la nariz de Herrero en mi mejilla era el único consuelo que tenía, y momentos en que lamenté no pasar más tiempo con mi cachorro.

Al cabo de tres meses de frío y crueldad, Galeno nos había reducido a ocho candidatos. Por fin comenzó entonces el verdadero entrenamiento, al tiempo que nos devolvía un ápice de confort y dignidad. Para entonces esas migajas se nos antojaban no solo lujos inmensos, sino dones por los que debíamos estar agradecidos a Galeno. Un puñado de frutos secos con la comida, permiso para calzarnos, para conversar brevemente a la mesa… eso era todo, y aun así nos rebajábamos dando gracias por ello. Pero los cambios no hacían sino comenzar.

Vuelve a mí en prístinos destellos. Recuerdo la primera vez que me tocó con la Habilidad. Estábamos en el tejado de la torre, aún más separados unos de otros ahora que quedábamos menos. Anduvo de uno a otro, deteniéndose un momento delante de cada uno, mientras los demás aguardábamos en reverente silencio.

—Preparad vuestra mente para el toque. Abríos a él, pero no os solacéis en su gozo. El propósito de la Habilidad no es el placer.

Deambuló entre nosotros, sin un orden concreto. Al estar tan separados, no podíamos ver el rostro de los demás, como tampoco complacía a Galeno que siguiéramos sus movimientos con la mirada. Por eso escuchamos solo sus breves y severas palabras, antes de oír la contenida inhalación de aquellos a los que tocaba.

—He dicho que te abras —espetó con indignación a Serena—. No que te acobardes como un perro apaleado.

Vino a mí el último. Escuché sus palabras, y como nos había aconsejado con anterioridad, intenté prescindir de toda conciencia sensorial y abrirme únicamente a él. Sentí el roce de su mente en la mía como un suave reguero que me resbalara por la frente. Me mantuve firme. Ganó fuerza, calor, luz, pero me negué a ser atraído hacia ella. Sentí que Galeno irrumpía en mi cabeza, me observaba con severidad, y gracias a las técnicas de concentración que nos había inculcado (imaginaos un cubo de la madera blanca más pura, y verteos en él) conseguí mantenerme firme, expectante, consciente del júbilo de la Habilidad, pero sin sucumbir a el. En tres ocasiones me empapó aquella calidez, y en tres ocasiones me mantuve firme. Luego se retiró. Me dedicó un brusco asentimiento, aunque no vi aprobación en sus ojos, sino una sombra de miedo.

Aquel primer toque fue como la chispa que prendió por fin en el leño. Aprehendí su significado. Todavía no podía hacerlo, no podía proyectar mis pensamientos lejos de mí, pero había adquirido un conocimiento que no se podía expresar con palabras. Iba a dominar la Habilidad. Aquella certeza fortaleció mi determinación, y no había nada, nada que pudiera hacer Galeno para impedir que aprendiera.

Creo que él lo sabía. Por algún motivo, aquello lo atemorizaba. Se volcó sobre mí en los días sucesivos con una crueldad que ahora encuentro increíble. Me prodigó duras palabras y golpes, pero nada podía apartarme de mi camino. En una ocasión su fusta se estrelló contra mi cara. Me dejó un verdugón visible, y dio la casualidad de que cuando entraba en el comedor, Burrich se encontraba también allí. Vi cómo se abrían sus ojos. Hizo ademán de levantarse de la silla, con los dientes apretados de aquella manera que yo tan bien conocía. Pero aparté la vista y agaché la cabeza. Se quedó de pie un momento, traspasando con los ojos a Galeno, que le devolvió la mirada con altanería. Luego, apretados los puños, Burrich dio media vuelta y salió de la sala. Me relajé, aliviado al ver que no iba a producirse ningún enfrentamiento. Pero entonces me miró Galeno, y el triunfo que se reflejaba en sus rasgos me congeló el corazón. Ahora era suyo, y él lo sabía.

La semana siguiente me reportó una mezcla de dolor y victorias. No desaprovechaba ninguna ocasión de menospreciarme. Y sin embargo yo sabía que sobresalía en todos los ejercicios que nos mandaba. Sentí que los demás avanzaban a tientas cuando los tocaba con la Habilidad, pero para mí era tan sencillo como abrir los ojos. Experimenté un momento de intenso temor. Había entrado en mi mente con la Habilidad y me había dado una frase que repetir en voz alta.

Soy un bastardo y una vergüenza para el nombre de mi padre —dije en voz alta, sereno. Y luego volvió a entrar en mi cabeza. Extraes poder de alguna parte, bastardo. Esta no es tu Habilidad. ¿Crees que no voy a encontrar la fuente? En ese momento me acobardé ante él y rehuí su toque, escondiendo a Herrero en lo más profundo de mi mente. Su sonrisa me permitió verle todos los dientes.

En los días siguientes, jugamos a una versión del escondite. Debía franquearle el acceso a mi mente si quería aprender la Habilidad. Una vez allí, yo bailaba sobre las brasas para ocultarle mis secretos. No solo Herrero, sino también Chade y el bufón, y Molly y Retinto y Hoz, y otros secretos aún más antiguos que me resistía a revelarme incluso a mí mismo. Él los buscaba dentro, y yo hacía malabarismos para mantenerlos lejos mi alcance. Pero a pesar de todo, o quizá gracias a aquello, sentía que la Habilidad arraigaba con fuerza en mi.

—¡No te burles de mí! —rugió tras una sesión, y se volvió cuando los demás estudiantes intercambiaron miradas de asombro—. ¡Atended a vuestros ejercicios! —bramó. Se alejó unos pasos de mí, para girar en redondo a continuación y embestirme. Con puños y patadas, me atacó como hiciera Molly una vez, y no tuve tiempo de pensar más que en protegerme la cara y el estómago. Los golpes que me propinó eran más propios de la pataleta de un niño que del asalto de un hombre. Sentí su ineficacia y comprendí con un escalofrío que lo estaba repeliendo. No hasta el punto de hacérselo notar, solo lo suficiente para que ninguno de sus golpes diera en el lugar escogido. Supe, además, que él no tenía ni idea de lo que yo estaba haciendo. Cuando bajó los puños por fin y me atreví a alzar la mirada, tuve la momentánea impresión de haber vencido. En el tejado de la torre, los demás lo miraban con expresiones que iban del miedo a la repugnancia. Había rebasado aun el límite de la tolerancia de Serena. Demudado, se alejó de mí. En ese momento sentí que tomaba una decisión.

Aquella noche en mi cuarto, estaba completamente agotado, pero demasiado enervado para dormir. El bufón había dejado comida para Herrero, y estaba haciéndole rabiar con un gran nudillo de ternera. Había hincado los dientes en mi manga y se ensañaba con ella mientras yo sostenía el hueso en alto donde no pudiera alcanzarlo. Le encantaba ese tipo de juegos, y rugió con fingida ferocidad mientras me zarandeaba el brazo. Ya casi había alcanzado su máximo tamaño, y palpé orgulloso los músculos de su cuello, pequeño y grueso. Con la mano libre le pellizqué la cola y giró gruñendo ante esta nueva agresión. Me pasé el hueso de una mano a otra, y sus ojos volaban a uno y otro lado mientras lanzaba bocados.

—Poca cabeza —me burlé—. Solo piensas en lo que quieres. Poca cabeza, poca cabeza.

—Igual que su amo.

Di un respingo, y Herrero aprovechó aquel segundo para hacerse con el hueso. Brincó al suelo con él, sin dedicar al bufón más que un somero meneo de cola. Me senté, sin aliento.

—No he oído que se abriera la puerta. Ni que se cerrara.

Pasó por alto mis palabras y fue directo al grano.

—¿Crees que Galeno piensa dejar que te salgas con la tuya?

Sonreí con socarronería.

—¿Crees que puede impedírmelo?

El bufón se sentó a mi lado con un suspiro.

—Sé que puede. También él. Lo que no sé todavía es si será lo bastante despiadado. Pero sospecho que sí.

—Pues que lo intente —repuse con frivolidad.

—No tengo voz en esa decisión. —El bufón se mostraba imperturbablemente serio—. Lo que esperaba era disuadirte para que no lo intentaras tú.

—¿Me estás pidiendo que abandone? ¿Ahora? —No daba crédito a mis oídos.

—Te lo estoy pidiendo.

—¿Por qué? —quise saber.

—Porque… —empezó, y luego cerró la boca con un gesto de frustración—. No lo sé. Convergen demasiadas cosas. A lo mejor si suelto algún hilo no se forma el nudo.

El cansancio se abatió sobre mí de repente, y el anterior júbilo de mi triunfo se vino abajo aplastado por aquellas lacónicas advertencias. Mi irritabilidad se impuso y espeté:

—Si no sabes decir las cosas claras, ¿para qué dices nada?

Se calló como si lo hubiera abofeteado.

—Eso tampoco lo sé —dijo al fin. Se levantó para irse.

—Bufón…

—Sí. Eso es lo que soy —dijo, y se fue.

De modo que perseveré, y me hice más fuerte. Me impacientaba la lentitud con que progresaba nuestra instrucción. Todos los días repetíamos las mismas prácticas, y paulatinamente los demás empezaron a dominar lo que para mí era tan natural. ¿Cómo era posible que hubieran estado tan aislados del resto del mundo? ¿Cómo podía costarles tanto abrir su mente a la Habilidad de Galeno? Lo que me preocupaba a mí no era abrirme, sino cerrarle mi mente para no compartirlo todo. A menudo, cuando me tocaba someramente con la Habilidad, sentía un tentáculo explorador que tanteaba mi mente. Pero yo lo esquivaba.

—Estáis preparados —anunció una fría tarde. Las estrellas más rutilantes despuntaban ya en el oscuro manto azul del firmamento. Extrañaba las nubes que el día antes nos habían cubierto de nieve, aunque al menos habían conseguido mantener a raya ese frío seco. Flexioné los dedos dentro de los zapatos de cuero que nos permitía calzar Galeno, intentando devolverlos a la vida—. Hasta ahora os he tocado con la Habilidad, para que os acostumbréis a ella. Ahora, hoy, vamos a intentar una conexión completa. Cada uno de vosotros va a entrar en mí como entro yo en vosotros. ¡Pero cuidado! Muchos de vosotros habéis soportado las distracciones del toque de la Habilidad. Pero el poder de lo que sentíais no era sino el más leve de los roces. Hoy será más fuerte. Resistidlo, pero manteneos abiertos a la Habilidad.

De nuevo comenzó su lento deambular entre nosotros. Yo esperaba, enervado pero impertérrito. Había anhelado intentar algo así. Estaba preparado.

Algunos fracasaron estrepitosamente, y fueron tildados de idiotas o perezosos. Augusto acaparó los elogios. Serena recibió una bofetada por haber sondeado con demasiada lividez. Luego vino hacia mí.

Me dispuse a sostener un forcejeo. Sentí el roce de su mente contra la mía y le ofrecí un precavido pensamiento de tanteo. ¿Así?

Sí, bastardo. Así.

Por un momento permanecimos en equilibrio, oscilando como niños en un balancín. Sentí cómo fortalecía el contacto. Acto seguido, sin previo aviso, cargó contra mí. Sentí como si me arrebataran el aire, si bien de forma mental y no física. En vez de ser incapaz de inhalar aliento, era incapaz de dominar mis ideas. Cribó mi mente, saqueando mi intimidad, y yo estaba indefenso ante él. Había vencido y lo sabía. Pero ese instante de triunfo indolente me ofreció un resquicio. Me así a él, intentando capturar su mente como había apresado él la mía. Me agarré a él y supe por un vertiginoso instante que era más fuerte que él, que podía imprimir en su mente cualquier idea que se me ocurriera.

—¡No! —chilló, y percibí tenuemente que en algún momento anterior había forcejeado de ese modo con alguien a quien despreciaba. Alguien que también había vencido como me proponía yo.

—¡Sí! —insistí.

—¡Muere! —me ordenó, pero yo sabía que no iba a hacerlo. Sabía que iba a ganar, de modo que apresté mi voluntad y afiancé mi tenaza.

A la Habilidad no le importa quién vence. No permite a nadie rendirse a pensamiento alguno, ni siquiera por un instante. Pero yo lo hice. Y cuando lo hice, me olvidé de protegerme del éxtasis que es a un tiempo la miel y la ponzoña de la Habilidad. Me sumergí en la euforia, me ahogué en ella, y también Galeno se hundió bajo su superficie, sin explorar más mi mente, buscando solo la manera de regresar a la suya.

Nunca había experimentado algo semejante. Galeno lo había llamado placer, y yo esperaba algún tipo de sensación agradable, como el calor en invierno, o el perfume de una rosa, o un sabor dulce en la boca. Aquello no era nada de eso. No tenía nada que ver con la piel ni el cuerpo. Me sojuzgaba, me cubría con una ola a la que no podía oponerme. El júbilo me embargó y me traspasó. Me olvidé de Galeno y de todo lo demás. Sentí que se me escapaba, y supe que era importante, pero era incapaz de preocuparme. Me olvidé de todo salvo de explorar aquella sensación.

—¡Bastardo! —aulló Galeno, y estrelló el puño contra mi sien. Me desplomé, ausente, pues el dolor no bastaba para abstraerme del trance de la Habilidad. Sentí sus patadas, percibí el frío de las piedras que me magullaban y raspaban, y aun así me sentía arropado, embozado en un manto de euforia que me impedía prestar atención a la paliza. Mi mente me aseguraba, pese al dolor, que todo estaba en orden, que no era necesario huir ni luchar.

En alguna parte rompían las olas, que me dejaron agotado y sin aliento. Galeno estaba encumbrado sobre mí, desgreñado y sudoroso. Su respiración dibujaba penachos de vaho en el frío aire cuando se cernió sobre mí.

—¡Muere! —dijo, pero no escuché sus palabras. Las sentí. Me soltó el cuello y me caí.

Tras los pasos de la devoradora pasión de la Habilidad vinieron una desolación y un sentimiento de culpa tales que redujeron mi dolor a la nada. Sangraba por la nariz, me dolía al respirar, y la fuerza de las patadas que me había propinado me había desollado como si hubiera resbalado por una pendiente de piedras. Los distintos dolores se contradecían entre sí, todos exigían mi atención a la vez, de modo que era incapaz de evaluar siquiera la gravedad de mi estado. Ni siquiera conseguía reunir la fuerza necesaria para sentarme. Pero sobre mí planeaba la certeza de mi fracaso. Había sido derrotado, era indigno, y Galeno lo había demostrado.

A lo lejos, oí cómo gritaba a los otros, diciéndoles que se cuidaran, pues así era como se proponía castigar a los indisciplinados que no pudieran apartar su mente del gozo de la Habilidad. Les advirtió a todos ellos sobre la suerte que aguardaba a quienes intentaran usar la Habilidad y en su lugar cayeran bajo el hechizo de los placeres que reportaba. Ésos perderían la cabeza, serían como niños sin mente, incapaces de hablar, ciegos, nunca más dueños de sus cuerpos. Olvidado todo pensamiento, dejarían de comer y de beber, y al final morirían. Alguien así resultaba repugnante.

Alguien como yo. Me hundí en mi vergüenza. Sin poder evitarlo, comencé a sollozar. Me merecía el castigo que me había infligido. Me merecía algo incluso peor. La clemencia que no me merecía le había impedido matarme. Había malgastado su tiempo, había cogido su minucioso adiestramiento y lo había reducido a egoísta indulgencia. Huí de mí mismo, retrayéndome a lo más hondo de mi interior, pero allí no encontré más que asco y odio hacia mí, disperso por las distintas capas de mi pensamiento. Más me valdría estar muerto. Aunque saltara desde el tejado de la torre, seguiría sin borrar mi vergüenza, pero al menos ya no tendría que ser consciente de ella. Me quedé inmóvil y lloré.

Los demás se fueron. Todo el que pasó por mi lado me reservaba una palabra, un salivazo, una patada o un pescozón. Apenas si reparé en ellos. Mi rechazo hacia mi persona era más absoluto que el que pudieran prodigarme ellos. Cuando se hubieron marchado, Galeno se quedó a solas conmigo. Me dio un puntapié, pero yo era incapaz de reaccionar. De repente estaba en todas partes encima, debajo, alrededor y dentro de mí, y yo no podía oponerme.

—Lo ves, bastardo —dijo con aire de superioridad, sereno—. Intenté decirte que no eras digno. Intenté decirles que el entrenamiento acabaría contigo. Pero no me hicieron caso. Te propusiste usurpar lo que les había sido otorgado a otros. De nuevo el tiempo me da la razón. Bueno. Daré el tiempo por bien empleado si así consigo librarme de ti.

No sé cuándo se alejó. Al cabo me di cuenta de que era la luna la que me observaba, no Galeno. Rodé sobre el estómago. No podía ponerme de pie, pero podía arrastrarme. No de prisa, ni siquiera levantando el estómago del suelo completamente, pero al menos podía impulsarme y reptar. Con un solo objetivo en mente, me dirigí a la pared baja. Pensé que podría auparme hasta un banco, y de ahí hasta lo alto del muro. Y de ahí, abajo. Fin.

Fue un largo viaje en medio del frío y la oscuridad. Se escuchaban gimoteos procedentes de algún lugar, y también por eso me desprecié. Pero mientras me arrastraba creció, igual que una chispa a lo lejos se torna hoguera al acercarse uno. Crecía en mi mente, un lamento por mi destino, una diminuta voz desafiante que se oponía a mi muerte, que negaba mi fracaso. Era cálida y luminosa, además, y aumentaba en intensidad mientras intentaba encontrar su origen. Me detuve. Me quedé inmóvil. Estaba dentro de mí. Cuanto más la buscaba, más fuerte se hacía. Me quería. Me quería aunque ni yo mismo pudiera ni quisiera amarme. Me quería aunque yo me odiara. Hincó sus dientes diminutos en mi alma, con fuerza, impidiendo que me siguiera arrastrando. Y cuando lo intenté, profirió un aullido de desesperación que me traspasó, que me prohibía traicionar aquella confianza sagrada.

Era Herrero.

Lloraba con mi dolor, físico y mental. Y cuando dejé de esforzarme por alcanzar la pared, se sumió en un paroxismo de júbilo, una celebración del triunfo de ambos. Y todo cuanto yo pude hacer para recompensarlo fue quedarme tendido y dejar de intentar destruirme. Y él me aseguró que con eso bastaba, era la plenitud, era la dicha. Cerré los ojos.

La luna estaba alta cuando Burrich me dio la vuelta con cuidado. El bufón sostenía una tea y Herrero cabriolaba y saltaba entre sus pies. Burrich me recogió y se irguió, como si yo fuera todavía aquel crío que habían dejado a su cuidado. Atisbé su semblante nublado, pero no supe interpretar su expresión. Bajó la larga escalera de piedra cargando conmigo, alumbrado por la antorcha del bufón, que abría el camino. Me sacó de la torre y me llevó a los establos, a su cuarto. Allí el bufón nos dejó a Burrich, a Herrero y a mí, y no recuerdo que se cruzara ni una sola palabra. Burrich me dejó en su cama y luego la arrastró, con armazón y todo, para acercarla a la chimenea. El calor me devolvió un inmenso dolor, y entregué mi cuerpo a Burrich, mi alma a Herrero, y dejé que mi mente vagara durante mucho tiempo.

Abrí los ojos de noche. No sé qué noche. Burrich estaba sentado a mi lado, sin moverse, sin cerrar los ojos, sin repantigarse siquiera en la silla. Sentí el cerco de las vendas sobre mis costillas. Levanté una mano para tocarlas, pero me lo impidieron dos dedos entablillados. Los ojos de Burrich seguían mis movimientos.

—Estaban hinchados, y no a causa del frío. Demasiado hinchados para saber si estaban rotos, o solo torcidos. Te los he escayolado. Creo que solo estaban torcidos, si hubieran estado rotos, te habrías despertado a causa del dolor mientras los manipulaba.

Hablaba con calma, como si estuviera contándome que había purgado a un perro nuevo para prevenir el posible contagio de lombrices. Del mismo modo que su voz firme y su mano tranquila habrían apaciguado a un animal exaltado, consiguieron serenarme a mí. Me relajé, pensando que si él estaba tranquilo, no podía ser tan grave. Deslizó un dedo bajo los vendajes que me constreñían las costillas para comprobar su firmeza.

—¿Qué pasó? —preguntó. Se apartó de mí para coger una taza de té mientras hablaba, como si la pregunta y mi respuesta no revistieran mayor importancia.

Desanduve mentalmente las últimas semanas, intentando encontrar la mejor manera de explicarlo. Los sucesos se arremolinaban en mi cabeza, me eludían. Lo único que recordaba era la derrota.

—Galeno me puso a prueba —dije despacio—. Fallé. Y me castigó por eso.

Mis palabras vinieron acompañadas de una ola de desaliento, culpa y vergüenza que me bañó, llevándose el breve consuelo que había encontrado en la familiaridad del entorno. Encima del hogar, un adormilado Herrero se despertó de repente y se sentó. Sin pensar, lo apacigüé antes de que pudiera gañir. Échate. Descansa. Todo está en orden. Para mi alivio, obedeció. Y lo más reconfortante, Burrich pareció no darse cuenta de nuestro intercambio. Me ofreció la taza.

—Bébete esto. Tienes que ingerir líquidos, y las hierbas mitigarán el dolor y te permitirán conciliar el sueño. Bébetelo todo, vamos.

—Apesta —le dije, y asintió, y sostuvo la taza que mis manos magulladas no podían sujetar. Bebí y me recosté.

—¿Eso fue todo? —preguntó con cuidado, y supe a qué se refería—. Te puso a prueba con algo que te había enseñado, y no supiste hacerlo. Así que luego te hizo esto.

—No pude hacerlo. Me faltó… disciplina. Por eso me castigó. —Los detalles se me escapaban. Estaba cubierto de vergüenza, ahogado en la tristeza.

—Nadie aprende disciplina recibiendo una paliza de muerte. —Burrich desgranaba las palabras, como si estuviera explicándole alguna verdad absoluta a un perfecto idiota. Sus movimientos fueron sumamente precisos cuando volvió a posar la taza en la mesa.

—No lo hizo para enseñarme… Me parece que no cree que yo pueda aprender. Lo hizo para mostrar a los otros lo que pasaría si fracasaban.

—Con miedo se inculcan pocas cosas que valgan la pena —insistió Burrich. Con más calidez, añadió—: Mal maestro es el que intenta enseñar con golpes y amenazas. Imagínate, domar así un caballo. O un perro. Hasta el perro más obtuso aprende antes de una mano abierta que de un palo.

—Tú me has pegado alguna vez, cuando querías enseñarme algo.

—Sí. Sí, te he pegado. Pero para hacerte reaccionar, o para avisarte, o para que no te durmieras. Nunca para lastimarte. Nunca para romperte los huesos, para cegarte o dejarte tullido. Jamás. No digas nunca que te he pegado, ni a ti ni a ninguna criatura a mi cargo, de esa manera, porque no es cierto. —Parecía indignado porque yo hubiera sugerido siquiera algo así.

—No. Tienes razón. —Intenté encontrar la manera de hacer comprender a Burrich por qué me habían castigado—. Pero esto era distinto, Burrich. Es un aprendizaje distinto, una forma de enseñar diferente. —Me sentía obligado a defender la justicia de Galeno. Intentaba justificarlo—. Me lo merecía, Burrich. La culpa no es de su forma de enseñar. No conseguí aprender. Lo intenté. Lo intenté de veras. Pero como Galeno, creo que hay un motivo por el que no se enseña la Habilidad a los bastardos. Hay en mí una mancha, una debilidad indeleble.

—Paparruchas.

—No. Piénsalo, Burrich. Si cruzas una yegua percherona con un semental de raza, el potro tendrá tantas posibilidades de heredar la tosquedad de la madre como la elegancia del padre.

Se hizo un largo silencio. Luego:

—Dudo mucho que tu padre se hubiera acostado con ninguna «percherona». Sin cierta elegancia, sin algún rastro de genio o inteligencia, no se habría fijado en ella. Imposible.

—He oído que lo hechizó una bruja de las montañas. —Por primera vez repetí un rumor que había escuchado a menudo.

—Hidalgo no era de los que creían en ese tipo de sortilegios. Y su hijo no es ningún memo llorica ni mentiroso que se crea merecedor de una paliza. —Se acercó a mí y me dio un golpecito flojo bajo la sien. Una andanada de dolor zarandeó mi conciencia—. Así de cerca has estado dé perder un ojo con esta «lección». —Afloraba su genio, y me abstuve de contestar. Miró rápidamente en rededor, antes de volver a encararse conmigo—. Ese Cachorro. Es de la perra de Paciencia, ¿no es así?

—Sí.

—Pero no habrás… oh, Traspié, dime que esto no te ha Ocurrido por usar la Maña. Si te ha castigado por eso, no podré volver a dirigirle la palabra a nadie, ni volver a mirar a nadie a los ojos.

—No, Burrich. Te lo prometo, esto no tuvo nada que ver con el cachorro. Es que no supe aprender lo que se me había enseñado. Fue por mi incompetencia.

—Calla —me ordenó con impaciencia—. Me basta con tu palabra. Te conozco lo suficiente para saber que cumples lo que prometes. Pero en cuanto a todo lo demás, nada de lo que dices tiene sentido. Vuelve a dormirte. Voy a salir, pero vuelvo enseguida. Descansa. El reposo es la mejor cura.

Se le había metido algo en la cabeza. Parecía que por fin mis palabras lo habían satisfecho, sosegado. Se vistió aprisa, se puso las botas, se puso una camisa holgada y un jubón de cuero por encima. Herrero se irguió y gañó ansioso cuando salió Burrich, pero no pudo transmitirme su preocupación. Se acercó a la cama y trepó hasta colarse bajo las mantas a mi lado para consolarme con su confianza. En la sombría desolación que se abatía sobre mí, él era mi única luz. Cerré los ojos y dejé que las hierbas de Burrich me sumieran en un sueño sin sueños.

Me desperté mucho después, entrada la tarde. Una ráfaga de aire frío precedió a la entrada de Burrich en la estancia. Me auscultó, abriéndome los párpados, palpándome las costillas y tanteando mis magulladuras. Gruñó satisfecho y sustituyó su camisa desgarrada y sucia de barro por una limpia. Tarareaba mientras tanto, aparentando un buen humor que contrastaba con mi depresión y mis lesiones. Casi me sentí aliviado cuando volvió a marcharse. Abajo, oí que silbaba e impartía órdenes a los mozos de cuadra. Todo parecía normal y rutinario, y se apoderó de mí un anhelo tan intenso que me sorprendió. Quería recuperar aquello, el cálido olor de los caballos, los perros y la paja, las tareas sencillas, bien hechas, y el reparador sueño que traía consigo el cansancio de todo un día de trabajo. Extrañaba todo aquello, pero el sentimiento de inutilidad que me embargaba me hacía predecir que aun en eso fracasaría. Galeno se burlaba a menudo de quienes desempeñaban ese tipo de trabajo llano en el castillo. Las cocineras y los pinches solo le merecían desprecio, irrisión los mozos de cuadra, y los soldados que nos protegían con sus espadas y arcos eran, citando sus palabras, «rufianes y mentecatos, condenados a ir por el mundo haciendo aspavientos, intentando dominar con la espada lo que son incapaces de dominar con la mente». Por eso ahora me sentía extrañamente indeciso. Ansiaba volver a ser algo que Galeno me había enseñado a despreciar, pero me desesperaba ante la sospecha de que ni siquiera de eso sería capaz.

Guardé cama durante dos días completos. Un Burrich jovial se ocupó de mí con una alegría y buen humor que me resultaban indescifrables. La viveza de su paso y la seguridad que irradiaba lo rejuvenecían. Contribuía a mi abatimiento el hecho de que mis heridas lo pusieran de tan buen humor. Pero tras dos días de descanso, Burrich me informó de que no era buena tanta inactividad para un hombre, y me dijo que ya iba siendo hora de que me levantara si quería recuperarme del todo. Procedió a encontrarme tareas que hacer, nada que supusiera un reto para mis fuerzas, pero sí más que suficiente para mantenerme ocupado, pues hube de pararme a menudo para coger aliento. Creo que era mi ociosidad lo que se proponía reparar, más que mi falta de ejercicio, pues lo único que había estado haciendo era languidecer en la cama, mirar a la pared y compadecerme. Enfrentado a mi adamantina depresión, hasta Herrero había empezado a perder el apetito. Aun así, el cachorro seguía siendo mi única fuente de verdadero consuelo. Seguirme mientras yo deambulaba por el establo le producía el mayor de los placeres. Me confiaba cada aroma e imagen con una intensidad tal que, a despecho de mi taciturnidad, renovaba en mí el sentido de la maravilla que me embargara cuando me sumergí por primera vez en el mundo de Burrich. Herrero era salvajemente celoso, además, disputaba incluso el derecho de Hollín a olisquearme, y llegó a ganarse un mordisco de Fosca, que lo mandó a mis pies gimoteando y con el rabo entre las piernas.

Solicité el día siguiente libre y bajé a la ciudad de Torre del Alce. El paseo se me hizo más largo que nunca, pero Herrero agradeció la lentitud de mi caminar, pues así le daba tiempo para husmear cada matojo y árbol de las orillas. Se me había ocurrido que ver a Molly me levantaría el ánimo y me devolvería el contacto con mi anterior vida. Pero cuando llegué a la velería, la encontré ocupada, cumpliendo con tres importantes encargos para otras tantas naves dispuestas a zarpar. Me senté junto a la chimenea de la tienda. Su padre se sentó frente a mí bebiendo y mirándome torvamente. Aunque su enfermedad lo había dejado debilitado, no le había alterado el genio, y los días en que se sentía lo bastante bien para sentarse erguido también encontraba fuerzas para beber. Al poco renuncié a intentar entablar conversación alguna, y me limité a verlo beber y menospreciar a su hija mientras Molly trajinaba, intentando mostrarse eficiente y hospitalaria a un tiempo con sus clientes. La abrumadora banalidad de aquel cuadro me deprimía.

A mediodía dijo a su padre que iba a cerrar la tienda para salir a entregar un pedido. Me dio una brazada de velas para que las transportara, cargó con otra y salimos, echando el pestillo de la puerta a nuestra espalda. Nos siguieron las alcoholizadas imprecaciones de su padre, pero ella las pasó por alto. Una vez en la calle, inmersos en el cortante frío invernal, seguí a Molly mientras esta caminaba aprisa hasta la trastienda. Tras indicarme que guardara silencio, abrió la puerta trasera y dejó dentro cuanto llevaba encima. También mi brazada de velas se quedó allí, y nos fuimos.

Al principio deambulamos sin más por la ciudad, racionando las palabras. Hizo un comentario sobre mi rostro magullado; me limité a decir que me había caído. El viento era frío e implacable, por lo que los puestos del mercado se veían casi vacíos, tanto de clientes como de vendedores.

Prestó mucha atención a Herrero, y este se solazó en ella. En el camino de regreso nos detuvimos en cada puesto de té, me invitó a vino caliente especiado y elogió a Herrero de tal manera que el cachorro se tumbó panza arriba y renunció a todo pensamiento que no estuviera relacionado con el afecto de Molly. Comprendí de repente cuan nítidamente percibía Herrero sus sentimientos, aun cuando ella no percibiera los de él en absoluto, salvo al más bajo nivel. La sondeé con suavidad, pero ese día la encontré vaga y elusiva, como la vaharada de perfume que se percibe penetrante y sutil en la misma ráfaga de viento. Sabía que podría haber ahondado más en ella, pero de alguna manera se me antojaba fatuo. Se abatió sobre mí la soledad, la mortífera melancolía de saber que ella nunca había sido ni sería más consciente de mí de lo que era de Herrero en ese momento. De modo que acepté sus lacónicas palabras como acepta un ave un puñado de migas de pan duro y me propuse respetar la cortina de silencio que había corrido entre nosotros. Pronto dijo que no podía demorarse demasiado o sería peor para ella, pues aunque su padre no tuviera ya fuerzas para golpearla, seguía siendo capaz de estrellar su jarra de cerveza contra el suelo o de volcar los estantes para mostrar su enojo. Ensayó una curiosa sonrisita al decir esto, como si su conducta resultara menos espantosa si de algún modo pudiéramos tomárnosla como algo divertido. No conseguí sonreír y ella rehuyó mi mirada.

La ayudé a ponerse su capa y nos fuimos, colina arriba, sacudidos por el viento. De improviso aquella situación se me antojó una metáfora de mi vida. Delante de su puerta me sorprendió con un abrazo y un beso en el mentón, un gesto tan breve que podía compararse a cualquier encontronazo en el mercado.

—Nuevo… —dijo, y luego—: Gracias. Por tu comprensión.

Se coló en su tienda y cerró la puerta a su paso, dejándome aterido y pasmado. Me agradecía comprenderla cuando nunca me había sentido más lejos de ella, de cualquiera. Durante todo el trayecto hasta la torre, Herrero no dejó de parlotear para sí, enumerando los distintos perfumes que había percibido en ella, recordando cómo le había rascado justo donde él no llegaba, delante de las orejas, y elogiando la galletita que le había dado en la tienda de té.

Era media tarde cuando volvimos a los establos. Me hice cargo de algunas tareas y volví a subir a la estancia de Burrich, donde Herrero y yo nos quedamos dormidos. Desperté con Burrich plantado delante de mí, con el ceño ligeramente fruncido.

—Arriba, vamos a echarte un vistazo —ordenó. Me incorporé a regañadientes y permanecí inmóvil mientras examinaba mis heridas con mano hábil. Le satisfizo el estado de mi mano y me dijo que ya podía dejar de llevarla envuelta, aunque tendría que conservar el vendaje en torno a mis costillas y reajustarlo cada noche—. En cuanto al resto, procura que estén limpias y secas, y no juegues con la costra. Si ves que se te infecta alguna, ven a verme. Llenó un recipiente pequeño con un ungüento que aliviaba los músculos doloridos y me lo entregó, con lo que deduje que esperaba que me marchase.

Me quedé de pie sujetando el tarro de medicina. Bullía en mi interior una congoja terrible, aunque seguía sin encontrar palabras para expresarla. Burrich me miró, arrugó el entrecejo y se dio la vuelta.

—No hagas eso —me ordenó enfadado.

—¿Qué?

—A veces me miras con los ojos de tu padre —dijo con voz queda, y luego con la misma brusquedad de antes—: Bueno, ¿qué pensabas hacer? ¿Pasarte el resto de tu vida escondido en los establos? No. Tienes que volver. Tienes que volver, mantener la cabeza erguida y compartir la mesa con el resto de los habitantes del castillo, dormir en tu cuarto, vivir tu vida. Sí, y terminar esas malditas clases de Habilidad.

Si sus primeras órdenes se me habían antojado complicadas, la última sabía que era imposible.

—No puedo —dije, sin creerme que pudiera ser tan estúpido—. Galeno no permitirá que vuelva con el grupo. Y aunque lo hiciera, sería incapaz de recuperar el tiempo perdido. He fracasado, Burrich. He fracasado y no hay vuelta atrás, tengo que encontrar otra ocupación. Por favor, me gustaría aprender cetrería. —Me escuché a mí mismo pronunciar la última frase con cierto asombro; pues lo cierto era que nunca se me había pasado por la cabeza trabajar con los halcones.

La respuesta de Burrich no fue menos extraña.

—No puedes, porque los halcones no te tienen aprecio. Eres demasiado cálido y no prestas la suficiente atención a lo que haces. Ahora escúchame. No fracasaste, idiota. Galeno intentaba expulsarte. Si no regresas, le habrás concedido la victoria. Tienes que volver y tienes que aprender. Pero —y aquí se giró hacia mí, y la rabia que ardía en sus ojos iba dirigida hacia mí— lo que no tienes que hacer es quedarte aquí como la mula de un carretero, mientras te apalea. Oblígale a darte lo que te corresponde. No huyas. Huyendo nadie ha conseguido nada jamás. —Hizo una pausa, articuló los labios, se calló.

—He faltado a demasiadas clases. Nunca…

—No te has perdido nada —insistió Burrich. Me dio la espalda, y no supe interpretar el tono de su voz cuando añadió—: No ha habido más clases desde tu marcha. Deberías poder retomar el aprendizaje donde lo dejaste.

—No quiero volver.

—No me hagas perder el tiempo llevándome la contraria —dijo con voz tirante—. No te atrevas a poner a prueba mi paciencia. Ya te he dicho lo que tienes que hacer. Hazlo.

De repente volvía a tener 6 años, y en la cocina un hombre conseguía imponerse a la turba con una sola mirada. Me estremecí, acobardado. De golpe, me parecía más fácil enfrentarme a Galeno que a Burrich. Aun cuando este añadiera:

—Y vas a dejar ese cachorro a mi cuidado hasta que concluyan las clases. Pasarse el día encerrado en tu cuarto no es vida para un perro. Se le estropeará el pelaje y no desarrollará los músculos como es debido. Pero más te vale bajar aquí todas las noches, para visitarlos a él y a Hollín, o te las verás conmigo. Y me importa un bledo lo que tenga que decir Galeno al respecto.

Así fui despedido. Informé a Herrero de que tenía que quedarse con Burrich, y lo aceptó con una ecuanimidad que me sorprendió al tiempo que hería mis sentimientos. Desolado, cogí mi tarro de ungüento y arrastré los pies hacia la torre. Me procuré algo de cenar en la cocina, pues no me sentía con fuerzas para compartir la mesa con nadie, y subí a mi habitación. Estaba oscura y hacía frío, la chimenea estaba apagada, no había velas en los candelabros y la paja esparcida por el suelo hedía. Busqué velas y madera, encendí un fuego y, mientras esperaba a que repeliera el frío que impregnaba las paredes y el suelo, me afané barriendo. Luego, tal y como me había aconsejado Cordonia, fregué la estancia a conciencia con agua caliente y vinagre. Me las apañé para coger el vinagre tratado con estragón, por lo que cuando hube terminado el dormitorio olía a esa hierba. Exhausto, me dejé caer encima de la cama y me quedé dormido preguntándome por qué no había descubierto nunca cómo se abría la puerta secreta que comunicaba con los aposentos de Chade. Aunque no me cabía duda de que se habría limitado a expulsarme sin más, pues era un hombre de palabra y no se inmiscuiría hasta que Galeno hubiera terminado conmigo. O hasta que descubriera que yo había terminado con Galeno.

Me despertaron las velas del bufón. Estaba completamente desorientado en cuanto al espacio y el tiempo hasta que dijo:

—Tienes el tiempo justo para lavarte, comer algo y llegar el primero al tejado de la torre.

Había traído una palangana llena de agua caliente, y panecillos recién sacados de los hornos de la cocina.

—No pienso subir.

Era la primera vez que veía al bufón sorprendido.

—¿Por qué no?

—No tiene sentido. No lo conseguiré. Me faltan aptitudes, y estoy harto de estrellar la cabeza contra la pared.

El bufón abrió los ojos todavía más.

—Y yo que pensaba que te iba bien…

Me tocaba a mí sorprenderme.

—¿Bien? ¿Por qué crees que me pega y se mofa de mí? ¿Para recompensarme por mi evolución? No. Ni siquiera he conseguido entender de qué va todo. Los demás ya me han adelantado. ¿Para qué debería volver? ¿Para que Galeno pueda demostrar aun con más motivo cuánta razón tenía?

—Algo —dijo despacio el bufón— va mal aquí. —Pensó un momento—. Cuando te pedí que dejaras las clases, te negaste. ¿Lo recuerdas?

Hice memoria.

—A veces puedo ser muy testarudo —admití.

—¿Y si ahora te pidiera que siguieras? ¿Que subieras a la torre y continuaras intentándolo?

—¿Por qué has cambiado de parecer?

—Porque lo que intentaba evitar ya ha pasado. Y has sobrevivido. De modo que ahora me propongo… —Dejó la frase inacabada—. Tenías razón. ¿Para qué decir nada, si no sé expresarme con claridad?

—Si dije eso, lo retiro. No se habla así a un amigo. No me acuerdo.

Esbozó una tenue sonrisa.

—Si tú no te acuerdas, yo tampoco. —Extendió los brazos y me envolvió las manos con las suyas. Las tenía extrañamente frías. Su toque me provocó un escalofrío—. ¿Continuarías si yo te lo pidiera? ¿Como amigo?

La palabra sonó extraña en sus labios. La pronunció sin sombra de burla, quedamente, como si decirla en voz alta pudiera destruir su significado. Sus ojos incoloros se clavaron en los míos. Descubrí que no podía negarme. De modo que asentí.

Aun así, me levanté a regañadientes. Me observó con interés impasible mientras alisaba las ropas con que me había acostado, me lavaba la cara y atacaba el pan que había traído.

—No quiero ir —le dije mientras daba cuenta del primer panecillo y cogía un segundo—. No entiendo qué puedo conseguir.

—No sé para qué se toma tantas molestias contigo —convino el bufón. Había regresado su acostumbrado cinismo.

—¿Galeno? Es su deber, el rey…

—Burrich.

—Le gusta mangonearme —protesté, pero incluso a mí me sonó pueril.

El bufón meneó la cabeza.

—No tienes ni idea, ¿verdad?

—¿De qué?

—De cómo el encargado de los establos sacó a Galeno de la cama y lo llevó a rastras hasta las Piedras Testigo. Yo no estaba allí, claro, de lo contrario sabría decirte cómo maldijo y se revolvió Galeno al principio, pero el caballerizo no le hizo ningún caso. Se limitó a encorvarse para resistir los golpes y guardó silencio. Cogió al Maestro de la Habilidad por el cuello, de modo que el hombre casi se ahoga, y tiró de él sin contemplaciones. Los soldados, los guardias y los mozos de cuadra los siguieron en una procesión que se convirtió en un torrente de hombres. Si hubiera estado allí, sabría decirte que nadie se atrevió a inmiscuirse, pues era como si el encargado de los establos fuera el hombre que fue Burrich en su día, un hombre de músculos de hierro y genio encendido, como si lo poseyera la locura. Nadie osaba, entonces, enfrentarse a ese genio, y ese día era como si Burrich volviera a ser aquel hombre. Si aún cojeaba, nadie se percató de ello. En cuanto al Maestro de la Habilidad, gesticulaba y maldecía, hasta que se quedó quieto, y todos creyeron que iba a volcar cuanto sabía sobre su captor. Pero si lo hizo, no surtió efecto, salvo porque el caballerizo apretó aún más su presa sobre el cuello del hombre. Y si Galeno se esforzó por ganar adeptos para su causa, nadie reaccionó. Quizá verse asfixiado y arrastrado bastara para anular su concentración. O puede que su Habilidad no estuviera a la altura de los rumores. O es posible que fueran muchos los que recordaran nítidamente sus vejaciones y eso los inmunizara a su influencia. O…

—¡Bufón! ¡Ve al grano! ¿Qué ocurrió? —Una fina película de sudor me empapaba el cuerpo y me estremecí, sin saber qué esperar.

—No estuve allí, claro —aseveró dulcemente el bufón—. Pero he oído decir que el hombre oscuro arrastró al flaco todo el camino hasta las Piedras Testigo. Y allí, sin soltar al Maestro de la Habilidad para que no pudiera hablar, pronunció su reto. Pelearían. Sin armas, con las manos desnudas, del mismo modo que el Maestro de la Habilidad había asaltado a un muchacho la víspera. Y las Piedras atestiguarían, si vencía Burrich, que Galeno no había tenido derecho a golpear al muchacho, ni a negarse a adiestrarlo. Galeno habría declinado el desafío y apelado al rey en persona, de no ser porque el hombre oscuro ya había solicitado el testimonio de las Piedras. De modo que combatieron, de modo parecido al combate de un toro contra una bala de heno, embistiéndola, pisoteándola y desmenuzándola. Cuando hubo acabado, el encargado de los establos se agachó y susurró algo al oído del Maestro de la Habilidad, antes de darse la vuelta junto a los demás y dejar al hombre allí tendido, con las Piedras como testigo de sus sollozos y estertores.

—¿Qué le dijo? —quise saber.

—No estuve allí. No vi ni oí nada. —El bufón se puso de pie y se desperezó—. Vas a llegar tarde —me señaló, y se fue. Salí de mi cuarto, hecho un mar de dudas, y subí la alta torre hasta el desnudo Jardín de la Reina, y aún llegué a tiempo de ser el primero.