14

Galeno

Galeno, hijo de un tejedor, llegó a Torre del Alce cuando era crío. Su padre era uno de los criados personales de la reina Deseo, venidos con ella desde Lumbrales. Solícita era por aquel entonces la Maestra de Habilidad de Torre del Alce. Había instruido al rey Generoso y a su hijo Artimañas en la Habilidad, de modo que cuando los hijos de Artimañas alcanzaron la mocedad, ella ya era una anciana. Pidió permiso al rey Generoso para tomar un aprendiz, que le fue concedido. Galeno gozaba del favor de la Reina, y a petición de la Reina a la Espera Deseo, Solícita escogió al joven Galeno como aprendiz. En aquellos tiempos, igual que ahora, la Habilidad estaba fuera del alcance de los bastardos de la Casa Vatídico, pero cuando surgía el talento, de forma inesperada, entre quienes no pertenecían a la nobleza, se cultivaba y recompensaba. Sin duda Galeno fue uno de estos, un muchacho que hacía gala de un extraño e inesperado talento que llamó de improviso la atención a una Maestra de la Habilidad.

Cuando los príncipes Hidalgo y Veraz alcanzaron la edad necesaria para estudiar la Habilidad, Galeno era ya lo bastante experto para ayudarlos en su instrucción, aunque no fuese más que un año mayor que ellos.

Mi vida buscaba de nuevo el equilibrio y lo encontró por un breve espacio de tiempo. La incomodidad que me inspiraba lady Paciencia dio paso gradualmente a la mutua aceptación del hecho de que jamás gozaríamos de un trato informal ni abiertamente familiar. Ninguno de los dos sentía la necesidad de compartir sus sentimientos; preferíamos mantenernos a una distancia prudencial el uno del otro, pese a lo que logramos alcanzar una buena medida de comprensión mutua. Así y todo, en el baile formal que era nuestra relación, había sitio ocasionalmente para el genuino alborozo, y a veces conseguíamos danzar al son de la misma música.

Cuando hubo desistido de sus intenciones de instruirme en todo cuanto debería saber un príncipe Vatídico, logró enseñarme muchas cosas. Pocas entraban en su lista inicial de lecciones. Adquirí una comprensión práctica de la música, pero solo mediante el préstamo de sus instrumentos y muchas horas de experimentos por cuenta propia. Me convertí en su mensajero más que en su paje, y haciendo recados para ella aprendí mucho del arte de la perfumería, amén de aumentar mis conocimientos sobre las plantas. Incluso Chade se entusiasmó cuando descubrió mis nuevos talentos para la propagación de hojas y raíces, y siguió con interés los experimentos, pocos de ellos satisfactorios, a que nos entregábamos lady Paciencia y yo para conseguir que los brotes de un árbol reverdecieran al ser trasplantados a otro. Era esta una magia de la que ella había oído rumorear, sin bien había tenido reparos para abordarla. Aun hoy, en el Jardín de las Mujeres, se alza un manzano con una rama de la que pueden recogerse peras. Cuando expresé mi curiosidad por el arte del tatuaje, se negó a consentir que señalara mi propio cuerpo, arguyendo que era demasiado joven para tomar esa decisión. Pero sin reparo alguno, me permitió observar, y por fin ayudar, a insertar lentamente tinturas en su tobillo y su pantorrilla, que a la larga se convertirían en una enroscada guirnalda de flores.

Pero todo aquello se sucedió en el transcurso de meses y años, no en cuestión de días. Al término de los primeros diez días nos habíamos instalado en una especie de taciturna cortesía recíproca. Se reunió con Cerica y lo enroló en su proyecto relativo al papel de raíces. El cachorro crecía sano y me reportaba más dicha a cada día que pasaba. Los recados de lady Paciencia me llevaban a la ciudad y me proporcionaban oportunidades de sobra de ver a los amigos que allí tenía, sobre todo a Molly. Ella era mi inestimable guía en mis incursiones por los fragantes tenderetes donde compraba los perfumes de lady Paciencia. La Forja y los Corsarios de la Vela Roja continuaban siendo una amenaza que se cernía sobre el horizonte, pero durante aquellas escasas semanas se me antojaron un terror remoto, como el recuerdo del frío invernal un día de verano. Por un breve espacio de tiempo fui feliz y, don aún más preciado, supe que era feliz.

Luego empezaron mis clases con Galeno.

La noche antes de que comenzaran mis lecciones, Burrich mandó llamarme. Me presenté ante él preguntándome qué tarea habría hecho mal para merecerme la regañina que anticipaba. Lo encontré esperándome frente a los establos, removiendo el suelo con los pies, tan agitado como un semental encerrado. Me instó de inmediato a seguirlo y subió conmigo a sus aposentos.

—¿Té? —me ofreció, y cuando asentí me sirvió una taza de un puchero que mantenía caliente en la lumbre.

—¿Qué ocurre? —pregunté mientras aceptaba la taza. Nunca lo había visto igual de tenso. Aquello era tan impropio de Burrich que temí recibir alguna noticia horrible: que Hollín estaba enferma, o muerta, o que había descubierto a Herrero.

—Nada —mintió, con tal falta de convicción que hasta él se dio cuenta de inmediato—. Ocurre lo siguiente, chico —confesó de repente—: Galeno ha venido hoy a verme. Me ha dicho que vas a aprender la Habilidad. Y me ha encargado que mientras esté enseñándote, yo no podré interferir de ninguna manera, ni para aconsejarte ni para encomendarte ninguna tarea, ni siquiera para almorzar contigo. Se ha mostrado… tajante al respecto. —Burrich hizo una pausa, y yo me pregunté qué palabra sería la primera que se le había ocurrido. Apartó la mirada de mí—. Hubo un tiempo en que esperaba que te ofrecieran esta oportunidad, pero al ver que no sucedía pensé, en fin, será para bien. Galeno puede llegar a ser muy severo. Sumamente severo. Ya he oído hablar de él. Lleva a sus pupilos hasta el límite, aunque afirma que no les exige más de lo que se exige a sí mismo. Y, chico, he oído rumores que dicen lo mismo de mí, aunque no te lo creas.

Me permití esbozar una pequeña sonrisa, a la que Burrich respondió frunciendo el ceño.

—Escucha bien lo que te digo: Galeno no oculta a nadie la antipatía que le inspiras. Naturalmente, no te conoce, así que no es culpa tuya. Se basa únicamente en… lo que eres, y lo que provocaste, y sabe Dios que tú no tuviste la culpa de nada. Pero si Galeno admitiera eso, tendría que admitir también que la culpa fue de Hidalgo, y nunca le he oído expresar que Hidalgo tuviera ningún defecto… aunque se puede amar a un hombre sin dejar que el afecto te vende los ojos.

Burrich se paseó bruscamente por la sala, antes de regresar junto al fuego.

—Dime lo que me quieras decir —sugerí.

—Eso intento —espetó—. No es fácil saber qué decir. Ni siquiera estoy seguro de que deba estar hablando contigo. ¿Esto es una interferencia, o un consejo? Pero todavía no has empezado las clases, así que será mejor que lo diga. Supérate a ti mismo por él. No le contestes. Muéstrate respetuoso y cordial. Escucha cuanto diga y aprende todo lo deprisa que puedas.

Volvió a hacer una pausa.

—No tenía otra intención —señalé secamente, pues me daba cuenta de que no era aquello lo que intentaba decirme Burrich.

—¡Ya lo sé, Traspié! —Suspiró de repente y se dejó caer en la silla que había frente a mí. Se frotó las sienes con la eminencia de las palmas de las manos, como si le doliera la cabeza. Nunca lo había visto así de agitado—. Hace mucho tiempo te hablé de otra… magia. La Maña. El ser uno con las bestias, convertirse casi en una de ellas. —Se calló y miró en rededor como si temiera que alguien pudiera estar espiándonos. Se acercó más a mí y habló con voz queda pero urgente—. Cuídate de ella. He hecho cuanto estaba en mi mano para hacerte entender que es algo feo e indigno. Pero nunca he tenido la impresión de que estés de acuerdo conmigo. Ah, sé que has respetado mi opinión en contra de ella, casi todo el tiempo. Pero a veces he intuido, o sospechado, que jugabas con cosas que nadie toca. Te lo advierto, Traspié, antes preferiría… antes preferiría verte forjado. Sí, no pongas esa cara de espanto, eso es lo que siento. Y en cuanto a Galeno… Mira, Traspié, ni siquiera se lo menciones. No hables de eso, ni siquiera pienses en eso cuando él ande cerca. Sé poco de la Habilidad y cómo funciona. Pero a veces… oh, a veces tu padre me tocaba con eso, y parecía que conociera mis pensamientos incluso antes que yo, y veía cosas que yo tenía enterradas en lo más profundo de mi ser.

Un inesperado rubor se adueñó del atezado rostro de Burrich, y casi me pareció ver que afloraban las lágrimas a sus ojos negros. Me dio la espalda para encarar el fuego, y sentí que llegábamos al meollo de lo que tenía que decir. No quería decirlo, pero tenía que hacerlo. Lo embargaba un hondo temor, un temor que se había negado a reconocer. Un hombre más débil, menos severo consigo mismo, se habría permitido un escalofrío.

—Temo por ti, chico. —Hablaba para las piedras que remataban la repisa del hogar, y su voz era un retumbar tan profundo que me costó entender las palabras.

—¿Por qué? —Las preguntas sencillas obtienen las mejores respuestas, me había enseñado Chade.

—No sé si sabrá verlo en ti. Ni qué hará si lo ve. He oído… no. Sé que es verdad. Fue una mujer, en realidad apenas una muchacha. Tenía un don con las aves. Vivía en las colinas al oeste de aquí, y decían que podía hacer que bajaran los halcones salvajes del cielo. Había quienes la admiraban y decían que era un don. Le llevaban aves de corral enfermas, o la llamaban cuando las gallinas no ponían. Solo hacía buenas acciones, por lo que tengo entendido. Pero Galeno alzó la voz contra ella. Dijo que era una abominación, y que el mundo se lamentaría si ella llegaba a engendrar descendencia. Una mañana la encontraron muerta de una paliza.

—¿Se la propinó Galeno?

Burrich se encogió de hombros, gesto inhabitual en él.

—Su caballo no pasó la noche en el establo. De eso estoy seguro. Y él tenía las manos magulladas, y arañazos en el cuello y la cara. Pero esas marcas no se las podía haber producido ninguna mujer, chico. Eran heridas de garras, como si se hubiera abalanzado un halcón sobre él.

—¿Y tú no dijiste nada? —pregunté con incredulidad.

Profirió una risotada de amargura.

—Habló alguien antes que yo. Galeno fue acusado por el primo de la muchacha, que casualmente trabajaba en estos establos. Galeno no lo negó. Fueron a las Piedras Testigo y pelearon por la justicia de El, que siempre prevalece allí. La respuesta a cualquier pregunta allí formulada está por encima de la corte del rey, nadie puede rebatirla. El joven murió. Todo el mundo dijo que era la justicia de El, que el muchacho había levantado falso testimonio contra Galeno. Y este respondió que la justicia de El había dictado que la joven muriera antes de tener prole, así como su corrupto primo.

Burrich guardó silencio. Me sentía mareado por su relato, y un frío temor me enredó en su abrazo. Ningún litigio resuelto en las Piedras Testigo podía volver a disputarse. Eso estaba por encima de cualquier ley, era la voluntad misma de los dioses. De modo que iba a ser pupilo de un asesino, un hombre que intentaría matarme si llegaba a sospechar que yo fuera poseedor de la Maña.

—Sí —dijo Burrich, como si yo hubiera hablado en voz alta—. Oh, Traspié, hijo mío, ten cuidado, sé sabio. —Por un momento me extrañé, pues parecía temer por mi vida. Pero luego añadió—: No me avergüences, chico. Ni a tu padre. No permitas que diga Galeno que he dejado que el hijo de mi príncipe se convierta en un animal. Demuéstrale que por tus venas corre la auténtica sangre de Hidalgo.

—Lo intentaré —musité.

Aquella noche me acosté pesaroso y atemorizado.

El Jardín de la Reina no estaba cerca del Jardín de las Mujeres, ni de los jardines de las cocinas, ni de ningún otro jardín de Torre del Alce, sino que era una torre circular. Los muros del jardín eran altos en los lados que daban al mar, pero al sur y al oeste las paredes eran bajas y tenían asientos en su base. Los muros de piedra recogían el calor del sol y repelían los vientos cargados de sal que procedían del mar. Allí el aire estaba callado, casi como si me tapara los oídos con las manos. Aquel jardín arraigado en la piedra, no obstante, era extrañamente agreste. Había cuencas rocosas, quizá antiguas pilas para pájaros o jardines de agua, y diversas macetas, tiestos y canales de tierra, entremezclados con estatuas. En su día era probable que las macetas y los tiestos rebosaran de flores y verdor. De las plantas, solo quedaban algunos tallos y la tierra cubierta de musgo de los recipientes. El esqueleto de una vid se encaramaba a una espaldera medio podrida. Me llenaba de una antigua tristeza más fría que la primera helada del invierno, presente también en el jardín. Esto debería ser de Paciencia, pensé. Ella lo devolvería a la vida.

Fui el primero en llegar. Augusto vino poco después. Tenía la misma complexión fuerte de Veraz, igual que yo tenía la altura de Hidalgo, y la tez morena de los Vatídico. Como siempre, se mostraba distante pero educado. Me saludó con la cabeza y deambuló por el jardín, contemplando las estatuas.

Enseguida aparecieron más. Me sorprendió ver cuántos, más de una docena. Aparte de Augusto, hijo de la hermana del rey, nadie podía alardear de tener tanta sangre de Vatídico como yo. Allí había primos y primos segundos, de ambos sexos, mayores y menores que yo.

Augusto probablemente fuera el más joven, dos años menos que yo, y Serena, una mujer que superaba la veintena, debía de ser la mayor. Era un grupo curiosamente contenido. Algunos se reunieron en grupos y conversaban en voz baja, pero la mayoría merodeaba por allí, asomándose a los jardines o mirando las estatuas.

Luego llegó Galeno.

Dejó que la puerta de la escalera se cerrara de golpe a su espalda. Varios muchachos dieron un respingo. Se nos quedó mirando, y nosotros lo miramos en silencio a nuestra vez.

Hay una cosa sobre los flacos que me llama la atención. Algunos, como Chade, parecen estar tan preocupados por sus vidas que o bien se olvidan de comer, o bien queman hasta la última brizna de sustento en las llamas de su apasionada fascinación por la vida. Pero hay otro tipo, el tipo que vaga por el mundo con aspecto cadavérico, las mejillas hundidas, sobresalidos los huesos, y a uno le da la impresión de que desaprueba al mundo entero de tal modo que lamenta cada migaja del mismo que entra en su interior. En aquel instante habría apostado a que Galeno jamás había disfrutado realmente de un solo bocado o trago que hubiera dado en su vida.

Su atuendo me desconcertó. Era rico con opulencia, se abrigaba el cuello con pieles y su chaleco alojaba tantas cuentas de ámbar que habría repelido una espada. Pero las lujosas telas se adherían a él, la ropa le quedaba tan ajustada que se preguntaba uno si le habría faltado tela suficiente al sastre para terminar el traje. En una época en que las mangas holgadas y ornadas de colores distinguían al hombre acaudalado, él se cubría con una camisa tirante como la piel de un gato. Sus botas eran altas y ajustadas a las pantorrillas, y sostenía una pequeña fusta, como si volviera de montar a caballo. Su atuendo parecía incómodo y se combinaba con su delgadez para dar una impresión de tacañería.

Sus pálidos ojos recorrieron el Jardín de la Reina sin ninguna pasión. Nos estudió, y de inmediato juzgó que no dábamos la talla. Exhaló por su nariz aguileña, como aquel que se enfrenta a una tarea desagradable.

—Despejad la zona —nos ordenó—. Haced toda esta basura a un lado. Apiladla allí, contra la pared. Deprisa. No tengo paciencia con los holgazanes.

Así fue como se destruyeron los últimos restos del jardín. Se barrieron las hileras de tiestos y semilleros que eran la sombra de los pequeños paseos y cenadores allí erigidos. Hicimos las macetas a un lado y agolpamos sobre ellas de cualquier manera las encantadoras estatuillas.

Galeno habló solo una vez, dirigiéndose a mí.

—Deprisa, bastardo —me ordenó mientras yo porfiaba con un pesado macetero, y me cruzó los hombros con su fusta. No fue tanto un golpe como un roce, pero parecía tan forzado que cejé en mi empeño y lo miré—. ¿No me has oído? —preguntó.

Asentí, y volví a concentrarme en el macetero. Por el rabillo del ojo vi su extraña expresión de satisfacción. El golpe, intuía, había sido una prueba, pero desconocía si la había superado.

El tejado de la torre se convirtió en un espacio desnudo, donde solo las líneas verdes de musgo y los antiguos arroyuelos de tierra indicaban que aquello había sido un jardín algún día. Galeno nos pidió que formáramos dos filas. Nos ordenó según nuestra altura y edad, y luego nos separó por sexos, colocando a las chicas detrás de los chicos y a la derecha.

—No pienso tolerar distracciones ni interrupciones. Habéis venido a aprender, no a perder el tiempo —nos advirtió. Luego nos separó y nos pidió que extendiéramos los brazos en todas direcciones de modo que no pudiéramos tocarnos, ni siquiera rozarnos la yema de los dedos. Esto me hizo suponer que a continuación vendrían los ejercicios físicos, pero en vez de eso nos pidió que nos quedáramos quietos, con las manos a los costados, y lo escucháramos.

Allí de pie, en lo alto de la fría torre, nos aleccionó.

—Hace diecisiete años que soy Maestro de la Habilidad de este castillo. Antes de eso daba clase a grupos reducidos, con discreción. Quienes no daban muestras de ser aptos eran rechazados sin hacer ruido. En ese período los Seis Ducados no necesitaban que fuesen entrenados más que unos pocos. Solo adiestraba a los más prometedores, sin perder el tiempo con quienes carecían de talento o disciplina. Han pasado quince años desde la última vez que inicié a alguien en la Habilidad. Pero se ciernen sobre nosotros tiempos aciagos. Los marginados saquean nuestras orillas y forjan a nuestro pueblo. El rey Artimañas y el príncipe Veraz han puesto su Habilidad a nuestro servicio. Grandes son sus esfuerzos y muchos sus éxitos, aunque el populacho ni siquiera alcanza a sospechar sus proezas. Os grana tizo que, contra las mentes que yo he entrenado, los marginados no tienen ninguna posibilidad. Puede que se hayan alzado con algunas victorias insignificantes, aba lanzándose sobre nosotros cuando no estábamos prepara dos, ¡pero se impondrán las fuerzas que he creado para enfrentarse a ellos!

Sus ojos pálidos centelleaban y había alzado los brazos al cielo mientras hablaba. Mantuvo un largo silencio, con la vista vuelta hacia arriba, los brazos estirados sobre la cabeza, como si intentara asir el poder de los mismos cielos. Luego dejó que sus brazos cayeran despacio.

—De eso estoy seguro —continuó, con voz más calmada—. De eso estoy seguro. Se impondrán las fuerzas que he creado. Pero nuestro rey, bendito y honrado sea por todos los dioses, duda de mí. Y como es mi rey, me inclino ante su voluntad. Me pide que busque entre vosotros, de sangre débil, para ver si hay alguno que tenga el talento y la voluntad, la pureza de propósito y la fortaleza de alma para ser entrenado en la Habilidad. Así lo haré, pues lo ordena mi rey. Cuentan las leyendas que en épocas pretéritas hubo muchos versados en la Habilidad, personas que ayudaban a sus reyes a alejar los peligros de sus tierras. Quizá sea cierto; quizá las viejas leyendas exageren. En cualquier caso, mi rey me ha ordenado que intente crear un ejército de soldados de la Habilidad, y eso es lo que me propongo conseguir.

Hacía como si las cinco mujeres o así de nuestro grupo no existieran. Ni una sola vez se posaron sus ojos en ellas. La exclusión era tan evidente que me pregunté en qué podían haberlo ofendido. Conocía un poco a Serena, pues también ella había destacado como pupila de Cerica. Casi podía sentir el calor que irradiaba su desagrado. En la fila que había a mi espalda, uno de los muchachos cambió de postura. Galeno se plantó ante él de un salto.

—¿Te aburres? ¿Te cansa la cháchara de este viejo?

—Se me había dormido la pierna, señor —respondió tontamente el muchacho.

Galeno le dio una bofetada, un revés que le volvió la cabeza al joven.

—Silencio, y estáte quieto. O márchate. Tanto me da. Salta a la vista que careces de la resistencia necesaria para alcanzar la Habilidad. Pero el rey te ha considerado merecedor de estar aquí, de modo que intentaré enseñarte.

Me estremecí por dentro. Pues aunque Galeno se dirigía al muchacho, me miraba a mí. Como si, de alguna manera, yo hubiera tenido la culpa de que el chico se moviera. Me embargó una poderosa aversión por Galeno. Había recibido golpes de Capacho durante mi instrucción en el manejo de porras y espadas, e incluso había soportado incomodidades en manos de Chade cuando me enseñaba puntos de inmovilización y técnicas de estrangulamiento, así como las distintas maneras de silenciar a un hombre sin incapacitarlo. Burrich me había propinado buenos pescozones, puntapiés y papirotazos, algunos justificados, algunos fruto de la frustración desatada de un hombre ocupado. Pero nunca había visto a nadie golpear a un muchacho con el aparente regocijo que mostraba Galeno. Me esforcé por ofrecer un rostro impasible y mirarlo sin que pareciera que lo hacía con descaro. Pues sabía que si apartaba la mirada, se me acusaría de no prestar atención.

Satisfecho, Galeno asintió para sí y reanudó su lección. Para dominar la Habilidad, antes debíamos aprender a dominarnos a nosotros mismos. La penitencia física era la clave. Mañana debíamos presentarnos allí antes de que el sol se encumbrara sobre el horizonte. No debíamos ponernos zapatos, calcetines, capas ni ropa alguna de lana. Debíamos llevar la cabeza descubierta. El cuerpo debía estar escrupulosamente limpio. Nos instó a imitarlo en cuanto a hábitos alimenticios y forma de vivir. Debíamos evitar la carne, la fruta dulce, los platos condimentados, la leche y los «alimentos frívolos». Abogaba por las gachas de avena y el agua fría, el pan solo y los tubérculos hervidos. Debíamos evitar toda conversación superflua, sobre todo con las personas del otro sexo. Nos aconsejó encarecidamente que evitáramos todo tipo de «anhelo sensual», entre los que se contaban el deseo de comida, sueño o calor. Y nos anunció, asimismo, que había dispuesto que nos reservaran una mesa aparte en el salón, donde podríamos comer adecuadamente sin distraernos con charlas ociosas. O preguntas. Añadió la última frase casi como una amenaza.

Luego nos ordenó hacer una serie de ejercicios. Cerrar los ojos y volverlos hacia arriba hasta donde pudiéramos. Intentar girarlos de tal modo que pudiéramos vernos el interior de la cabeza. Sentir la presión. Imaginar lo que veríamos si pudiéramos girar tanto los ojos. ¿Lo que veíamos nos parecía digno y correcto? Sin abrir los ojos, de pie sobre una sola pierna. Intentar permanecer completamente inmóvil. Encontrar el equilibrio, no solo del cuerpo, sino del espíritu. Expulsar de la mente todo pensamiento impuro y poder permanecer así indefinidamente.

Mientras permanecíamos de pie, con los ojos cerrados en todo momento, haciendo los distintos ejercicios, se paseaba entre nosotros. Podía seguir su itinerario gracias al sonido de la fusta.

—¡Concentraos! —nos gritaba, o—: ¡Intentadlo, al menos intentadlo!

Aquel día sentí la fusta en mis carnes al menos en cuatro ocasiones. Era insignificante, apenas un golpecito, pero resultaba enervante que te tocaran con una tralla, aunque no te doliera. La última vez que cayó fue por encima de mi hombro, y la tira me rodeó el cuello desnudo mientras la punta me golpeaba la barbilla. Hice una mueca, pero conseguí mantener los ojos cerrados y mi precario equilibrio sobre una rodilla dolorida. Cuando se alejaba sentí que una cálida gota de sangre me resbalaba despacio por la barbilla.

Estuvo con nosotros todo el día, sin dejar que nos fuéramos hasta que el sol era ya un medio disco de cobre en el horizonte y la noche desplegaba sus alas. Ni una sola vez nos permitió ir en busca de comida, agua ni cualquier otra necesidad. Nos vio desfilar ante él, con una torva sonrisa en la cara, y solo cuando hubimos cruzado la puerta nos sentimos libres de bajar las escaleras, corriendo y tambaleantes.

Me moría de hambre, tenía las manos hinchadas y enrojecidas por el frío, y la boca tan seca que no podría haber hablado aun cuando hubiese sentido deseos de hacerlo. Los demás ofrecían más o menos el mismo aspecto, aunque algunos habían padecido más que yo. Al menos yo estaba acostumbrado a las largas horas de trabajo físico, muchas de ellas al aire libre. Merry, un año o así mayor que yo, estaba acostumbrada a ayudar a la señora Premura con los telares. Su cara redonda estaba más blanca que roja a causa del frío, y oí que susurraba algo a Serena, que le cogió la mano mientras bajábamos las escaleras.

—No habría sido tan malo si nos hubiera prestado siquiera un mínimo de atención —susurró Serena a su vez. Luego tuve la desagradable experiencia de verlas mirar por encima del hombro al unísono, atemorizadas, para cerciorarse de que Galeno no las había visto conversando.

La cena de aquella noche fue la comida más triste de cuantas había soportado en Torre del Alce. Consistió en gachas frías de grano hervido, pan, agua y nabos hervidos y machacados. Galeno, sin probar bocado, presidió nuestra cena. No hubo conversación alguna; creo que ni siquiera nos miramos. Di cuenta de las porciones que me correspondían y me levanté de la mesa casi tan hambriento como llegué.

En mitad de las escaleras me acordé de Herrero. Volví a la cocina para coger los huesos y las sobras que me guardaba Perol, y una escancia de agua para rellenar su plato. Casi no pude subir las escaleras cargado con tanto peso. Se me antojó extraño que un día de relativa inactividad a la intemperie me hubiera dejado tan agotado como una jornada de fatigosa labor.

Cuando llegué a mi cuarto, la cálida bienvenida de Herrero y el ávido recibimiento que dispensó a la carne fueron como un bálsamo reparador. En cuanto hubo dado cuenta de su comida, nos acurrucamos en la cama. Quería morderme y pelear conmigo, pero pronto me dio por imposible. Me rendí al sueño.

Y desperté sobresaltado aún a oscuras, temiendo haber dormido demasiado. Un vistazo al cielo me indicó que todavía podía llegar al tejado antes que el sol, aunque por los pelos. No tenía tiempo de asearme, desayunar o limpiar las heces de Herrero, y fue una suerte que Galeno nos hubiera prohibido calzarnos y ponernos calcetines, pues ni siquiera tenía tiempo de buscarlos. Estaba demasiado cansado incluso para sentirme como un idiota mientras cruzaba el castillo a la carrera y subía los escalones de la torre. Vi a otros que corrían delante de mí a la trémula luz de las antorchas, y cuando crucé la puerta del tejado la fusta de Galeno cayó sobre mi espalda.

Su aguijón me traspasó la fina camisa. Grité más sorprendido que dolorido.

—Compórtate como un hombre y domínate, bastardo —me dijo severamente Galeno, y la fusta cayó de nuevo. Los demás habían ocupado ya sus lugares del día anterior. Parecían tan cansados como yo, y la mayoría también parecía tan sorprendida como yo por el tratamiento que me dispensaba Galeno. Ni siquiera hoy sé por qué, pero ocupé mi sitio en silencio y me puse firme de cara a Galeno.

—El que llega el último llega tarde, y por eso será castigado —nos advirtió. Se me antojó una regla cruel, pues la única manera de evitar su fusta mañana sería llegar a tiempo de ver cómo caía sobre otro de mis compañeros.

Así se sucedió otro día de incomodidad y antojadizos abusos. Así lo veo ahora. Así creo que lo veía entonces, en el fondo de mi corazón. Pero él siempre estaba hablando de demostrar nuestra valía, de hacernos fuertes y duros. Hacía que pareciera un honor estar de pie a la intemperie, con los pies descalzos entumecidos contra la fría piedra. Nos instaba a competir, no solo entre nosotros, sino contra la lastimosa imagen que tenía de nosotros.

—Demostradme que me equivoco —repetía una y otra vez—. Os lo ruego, demostrad que me equivoco, que podré enseñar al rey siquiera un alumno digno de mi tiempo.

Lo intentábamos. Qué extraño resulta ahora mirar atrás y tener alguna duda, pero en espacio de un día había conseguido aislarnos y arrojarnos a otra realidad, donde todas las normas de la cortesía y el sentido común quedaban anuladas. Permanecíamos callados en medio del frío, en distintas posturas a cuál más incómoda, con los ojos cerrados, cubiertos poco más que con nuestra ropa interior. Y él se paseaba entre nosotros, provocándonos cortes con su estúpida fusta, insultándonos con su lengua ponzoñosa. A veces prodigaba coscorrones, o empujones, algo que resulta todavía más doloroso cuando uno está helado hasta los huesos.

Los que se encogían o vacilaban eran acusados de debilidad. Se pasaba el día restregándonos nuestra inutilidad, repitiendo que si había accedido a intentar enseñarnos era únicamente porque así se lo había pedido el Rey. Hacía como si las mujeres no existieran, y aunque a menudo hablaba de reyes y príncipes de antaño que habían blandido la Habilidad en defensa del reino, ni una sola vez habló de las reinas y princesas que habían hecho lo mismo. Ni una sola vez se molestó en explicarnos qué era lo que intentaba inculcarnos. No conocíamos más que el frío y la incomodidad de sus ejercicios, y la incertidumbre de no saber cuándo caería de nuevo su fusta. Por qué nos esforzamos por soportarlo, lo desconozco. Así de rápido nos convertimos en cómplices de nuestra propia degradación.

El sol volvía a decantarse de nuevo por el horizonte, pero Galeno nos tenía reservadas dos sorpresas para ese día. Dejó que, aún de pie, abriéramos los ojos y nos estiráramos libremente un momento. Luego nos aleccionó una vez más, esta vez para prevenirnos contra aquellos entre nosotros que se propusieran sabotear la formación con absurdas indulgencias. Se paseó lentamente entre nosotros mientras hablaba, sorteando las distintas hileras, y vi más de una mirada atemorizada y un suspiro contenido a su paso. Luego, por primera vez en todo el día, se acercó al rincón del patio donde estaban las mujeres.

—Algunos —nos advirtió mientras deambulaba— creen que están por encima de las reglas. Se creen merecedores de atenciones especiales y tratos de favor. Debéis deshaceros de tales sueños de superioridad si queréis aprender algo. No sé ni por qué me molesto en enseñar estas lecciones a tamaños idiotas y holgazanes. Es una pena que se hayan infiltrado entre nosotros. Pero entre nosotros están, y honraré la voluntad de mi rey intentando enseñarles. Aunque solo conozco una forma de doblegar mentes tan perezosas.

Propinó dos rápidos golpes con la fusta a Merry. A Serena le hizo hincar la rodilla y la golpeó cuatro veces. Para mi vergüenza, me quedé allí junto al resto, viendo cómo caía la fusta, esperando únicamente que la muchacha no gritara y se buscara un castigo más severo.

Pero Serena se levantó, se tambaleó y volvió a erguirse recta, inmóvil, mirando al frente por encima de las muchachas que tenía delante. Exhalé un suspiro de alivio. Pero Galeno volvía a trazar círculos a nuestro alrededor como un tiburón en torno a una balsa, hablando ahora de quienes se creían demasiado buenos para compartir la disciplina del grupo, de quienes gozaban de carne en abundancia mientras los demás se limitaban a degustar saludables cereales y alimentos puros. Me pregunté nervioso quién habría sido tan estúpido como para visitar la cocina entre horas.

Entonces sentí el abrasador mordisco de la tralla en los hombros. Si antes pensaba que estaba utilizando al máximo las cualidades de la fusta, ahora supe que me equivocaba.

—Pensabas que ibas a engañarme. Pensabas que no me enteraría si Perol reservaba un plato de sobras a su querida mascota, ¿no es así? Pero yo sé todo cuanto ocurre en Torre del Alce. No lo dudes ni por un instante.

Caí en la cuenta de que se refería a las sobras que le había dado a Herrero.

—Esa comida no era para mí —protesté, aunque deseé haberme mordido la lengua.

Sus ojos refulgieron con un fuego helado.

—Serías capaz de mentir con tal de librarte de un poco de dolor. Nunca conseguirás dominar la Habilidad. Nunca serás digno de ella. Pero el rey me ha ordenado que intente enseñaros, y eso intento hacer. A pesar de ti o tu humilde cuna.

Soporté humillado los verdugones que me prodigó, despotricaba contra mí a cada fustazo, refiriendo a los demás las antiguas normas que se oponían a que un bastardo aprendiera la Habilidad, precisamente para impedir que ocurrieran cosas así.

Al término, permanecí en pie, callado y contrito, mientras él recorría las filas, repartiendo mecánicos trallazos entre todos mis compañeros, explicando que lo hacía porque todos debíamos pagar por el fracaso de cada individuo. Daba igual que aquel aserto careciera de sentido, o que la fusta cayera con suavidad en comparación con el castigo que acababa de infligirme Galeno. Era la idea de que estuvieran pagando todos por mi infracción. Nunca en mi vida me había sentido tan avergonzado.

Luego nos soltó para que bajáramos a disfrutar de otra insípida cena, semejante a la de la noche anterior. Esta vez nadie habló, ni bajando las escaleras ni a la mesa. Y después, subí directamente a mi habitación.

Carne pronto, prometí al hambriento cachorro que me esperaba. Pese a tener la espalda y los músculos doloridos, me obligué a limpiar la estancia, fregué lo que había ensuciado Herrero y fui a buscar más cañas que esparcir por el suelo. Herrero estaba algo malhumorado por haberse pasado todo el día solo, y me preocupaba no saber hasta cuándo se prolongaría aquel miserable entrenamiento.

Esperé hasta muy tarde, cuando todos los ocupantes corrientes de la torre se hallaban en la cama, antes de aventurarme escaleras abajo para procurarle algo de comer a Herrero. Temía que Galeno lo descubriera, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Había descendido la mitad de la gran escalera cuando vi el resplandor de una vela solitaria que subía en mi dirección. Me pegué a la pared, con la repentina certeza de que se trataba de Galeno. Pero fue el bufón quien llegó a mi lado, refulgiendo blanco y pálido como la vela de cera que portaba. En la otra mano sujetaba un cubo de comida y una escancia de agua en equilibrio. Me indicó sin palabras que volviera a mi cuarto.

Una vez dentro, con la puerta cerrada, se giró hacia mí.

—Puedo ocuparme del cachorro por ti —me dijo secamente—. Pero no puedo cuidar de ti. Piensa un poco, chico. ¿Qué lección vas a sacar de lo que hace contigo?

Me encogí de hombros e hice una mueca de dolor.

—Solo pretende curtirnos. No creo que pase mucho tiempo antes de que empiece a enseñarnos algo de verdad. Puedo soportarlo. Espera —añadí, mientras él sacaba pedazos de carne del cubo y se los daba a Herrero—. ¿Cómo sabes lo que hace Galeno con nosotros?

—Ah, te lo diría —respondió lacónico—. Pero no puedo hacerlo. Decírtelo, digo.

Volcó el resto de los contenidos del cubo para que Herrero los recogiera, le cambió el agua y se irguió.

—Daré de comer al cachorro —me dijo—. Trataré de sacarlo a pasear un poco todos los días. Pero no pienso limpiarle las cacas. —Se detuvo en la puerta—. Por ahí no paso. Más te vale que decidas por dónde no quieres pasar tú. Y pronto. Muy pronto. El peligro es mayor de lo que te imaginas.

Dicho lo cual se fue, llevándose consigo su vela y sus advertencias. Me tumbé y me quedé dormido mientras Herrero roía un hueso, profiriendo gruñidos de cachorro para sí.