13

Herrero

Lady Paciencia consolidó su excentricidad a muy temprana edad. Siendo una cría, sus niñeras la encontraban tozudamente independiente, si bien falta del sentido común necesario para cuidar de sí misma. Una de ellas observó: «prefiere pasarse todo el día con los cordones sueltos, pues no sabe atárselos sola, antes que permitir que se los anude nadie».

Antes de cumplir los 10 años, ya había decidido abstenerse de la formación tradicional que correspondía a una niña de su posición, y se afanaba en destrezas manuales de improbable utilidad: alfarería, tatuajes, elaboración de perfumes y el cultivo y propagación de todo tipo de plantas, sobre todo foráneas.

No tenía reparos en pasar largas horas lejos de toda supervisión. Prefería los bosques y los huertos a los patios y jardines de su madre. Cualquiera hubiese pensado que esto daría como resultado una niña práctica y robusta. Nada más lejos de la verdad. Parecía verse aquejada constantemente de sarpullidos, erupciones y abscesos, se extraviaba a menudo, y nunca logró desarrollar cautela alguna contra hombres o bestias.

Fue ante todo autodidacta. Sabía leer y hacer cálculos desde muy corta edad, y pronto dio en estudiar cuantos pergaminos, libros o arcillas caían en sus manos, con un interés voraz e indiscriminado. Sus tutores lamentaban su nula capacidad de atención y las frecuentes ausencias que en absoluto parecían perjudicar su talento para aprender cualquier cosa deprisa y bien. Mas la puesta en práctica de tales conocimientos no era algo que le interesara en lo más mínimo. Tenía la cabeza llena de fantasías e imaginaciones, sustituía la poesía y la música con lógica y modales, no expresaba interés alguno en la vida social ni en las artes del coqueteo.

Pero eso no le impidió desposarse con un príncipe, un príncipe que la había cortejado con el obstinado entusiasmo que habría de convertirse en el primer escándalo que se abatiría sobre él.

—¡Ponte recto!

Me enderecé.

—¡Así no! Pareces un pavo, desplumado y a la espera del machete. Relájate más. Pero no, echa los hombros hacia atrás, no te encorves. ¿Siempre has tenido los pies así de torcidos?

—Señora, no es más que un muchacho. Son todos iguales, todo huesos y aristas. Permitid que entre y se acomode.

—Ah, de acuerdo. Adelante.

Mostré mi gratitud con un ademán a una criada de cara regordeta que me sonrió a cambio. Me indicó que me acercara a un banco de iglesia tan invadido de chales y almohadas que apenas si quedaba sitio para sentarse.

Me apoyé en su filo y contemplé la estancia de lady Paciencia.

Era peor que la de Chade. Podría haberlo tomado por el desorden acumulado de varios años si no supiera cuan reciente era su llegada a la torre. Ni aun un inventario completo de la sala bastaría para describirla, pues era la yuxtaposición de objetos lo que la hacía tan excepcional. Un abanico de plumas, un guante de esgrima y un manojo de colas de gato, todo ello embutido en una bota raída. Una pequeña terrier negra con dos cachorros gordezuelos dormidos en una cesta forrada con una capucha de pieles y unas cuantas medias de lana. Una familia de morsas talladas en marfil, desperdigadas sobre una arcilla que versaba sobre herrería. Pero las plantas eran los elementos predominantes. Los exuberantes amasijos de vegetación rebosaban de tiestos de barro, tazas y copas; había cubos llenos de recortes, esquejes y hojas, sarmientos que escapaban de tazones sin asa y tazas resquebrajadas. Los palos desnudos que sobresalían de macetas llenas de tierra atestiguaban los cultivos fallidos. Las plantas se agolpaban y arracimaban en todas direcciones, allí donde diera el sol de la mañana o la tarde según la ventana por la que entrara. Producía el efecto de ser aquel un jardín que hubiera entrado por las ventanas y se hubiera adueñado de la atestada habitación.

—Seguro que también tiene hambre, ¿no es así, Cordonia? Eso he oído de los muchachos. Creo que queda queso y galletas en la mesita junto a mi cama. Tráeselas, ¿quieres, bonita?

Lady Paciencia se encontraba a poco más de un brazo de distancia de mí mientras hablaba así a su doncella, que se encontraba a mi espalda.

—No tengo hambre, de verdad, os lo agradezco —farfullé antes de que Cordonia pudiera ponerse de pie—. He venido porque me han comunicado que debía presentarme ante vos, cada mañana, en tanto así lo tengáis a bien.

Era una forma de decirlo. El rey Artimañas lo había expresado con otras palabras:

—Ve a sus aposentos cada mañana y haz lo que a ella le parezca que tendrías que estar haciendo, a ver si me deja en paz de una vez. Y no dejes de acudir hasta que se harte de ti tanto como yo de ella.

Su rotundidad me había dejado perplejo, pues nunca lo había visto tan hostigado como aquel día. Veraz apareció en la puerta de la cámara cuando me disponía a salir, y también él parecía atribulado. Los dos hablaban y se conducían como si padecieran los estragos de una noche de jarana, si bien la última cena había destacado por su falta de risas o vino. Veraz me revolvió el cabello cuando pasé por su lado.

—Cada día se parece más a su padre —comentó al malencarado Regio que le pisaba los talones. Regio me fulminó con la mirada al entrar en los aposentos del rey y cerró la puerta de golpe a su espalda.

De modo que allí estaba, en la cámara de mi señora, que me eludía y hablaba por encima de mi hombro como si yo fuese un animal que de repente pudiera abalanzarse sobre ella o ensuciar las alfombras. Era evidente que aquello divertía enormemente a Cordonia.

—Sí. Eso ya lo sabía, verás, porque fui yo la que solicitó al rey que te enviara a mi presencia —me explicó concienzudamente lady Paciencia.

—Sí, señora. —Me revolví en mi exiguo asiento e intenté ofrecer un aspecto inteligente y educado. Acordándome de nuestros anteriores encuentros, no podía culparla por tratarme como un patán.

Se hizo el silencio. Miré en derredor. Lady Paciencia miró hacia una ventana. Cordonia, sentada, se sonreía y fingía hacer encaje.

—Oh. Ten. —Rauda cual halcón que se lanza en picado sobre su presa, lady Paciencia se agachó y agarró al cachorro de terrier negro por la piel del pescuezo. El animal chilló sorprendido, y su madre levantó la cabeza enojada mientras lady Paciencia me lo ponía en los brazos—. Para ti. Ahora te pertenece. Todos los niños deberían tener una mascota.

Cogí al inquieto cachorro y conseguí sujetarlo antes de que ella lo soltara.

—¿O prefieres un pájaro? En mi dormitorio hay una jaula de pinzones. Puedes quedarte con uno, si lo prefieres.

—Ah, no. El cachorro está bien. Es estupendo. —La segunda mitad de mi aserto iba dirigida al animal. Mi respuesta instintiva a sus atiplados gañidos había consistido en sondearlo y apaciguarlo. Su madre había percibido mi contacto con él y lo aprobaba. Volvió a acomodarse en su cesta junto al cachorro blanco, con indiferente despreocupación. El cachorro levantó la cabeza y me miró fijamente a los ojos. Esto, según me dictaba la experiencia, era algo extraordinario. Casi todos los perros procuraban evitar el contacto visual directo prolongado. Pero también su conciencia era extraordinaria. Mis subrepticios experimentos en el establo me habían enseñado que muchos cachorros de su edad tenían poco más que una vaga conciencia de sí mismos, y su afinidad era principalmente para su madre, la leche y otras necesidades inmediatas. En cambio, aquel pequeñín hacía gala de una sólida identidad autoinculcada, y de un profundo interés en todo cuanto sucedía a su alrededor. Le gustaba Cordonia, que le daba trocitos de carne, y recelaba de Paciencia, no porque ésta fuese cruel, sino porque tropezaba con él y no dejaba de volver a meterlo en la cesta cada vez que él lograba escapar con mucho trabajo. Pensaba que mi olor era muy estimulante, y los olores de los caballos, las aves y otros perros eran como colores en su cabeza, imágenes de cosas que aún no tenían forma ni eran reales para él, pero que aun así encontraba fascinantes. Imaginé los olores para él y se me encaramó al pecho, meneándose, husmeando y lamiéndome emocionado. Llévame, enséñamelo, llévame

—¿… escuchas?

Hice una mueca, esperando un coscorrón de Burrich, hasta que volví a cobrar conciencia del lugar en que estaba y de la menuda mujer que se había plantado ante mí con los brazos en jarras.

—Me parece que le pasa algo —comentó a Cordonia de repente—. ¿Te has fijado en cómo se ha quedado ahí plantado, mirando fijamente al cachorro? Pensé que iba a darle una especie de ataque.

Cordonia ensayó una sonrisa comprensiva y continuó con su bordado. —Me ha recordado a vos, señora, cuando empezáis a abstraeros con vuestras hojas y esquejes y termináis con la mirada clavada en la tierra.

—Vaya —dijo Paciencia, sin ocultar su desagrado—. Una cosa es que un adulto se muestre pensativo —señaló con firmeza—, y otra que un crío se quede ensimismado como un memo.

Luego, prometí al cachorro.

—Lo lamento —dije, e intenté parecer compungido—. Me he distraído con el cachorro.

Se había acurrucado en la parte interior de mi codo y mordisqueaba distraídamente el dobladillo de mi jubón. Tenía que prestar atención a lady Paciencia, pero aquel pequeño ser que se arrimaba a mí irradiaba gozo y satisfacción. Resulta embriagador que te proclamen de repente el centro del mundo de alguien, aunque ese alguien sea un cachorro de 8 semanas. Hizo que me diera cuenta de lo solo que me había sentido, y durante cuánto tiempo.

—Gracias —dije, e incluso a mi me sorprendió la gratitud que impregnaba mis palabras—. Muchísimas gracias.

—Solo es un perrillo —dijo lady Paciencia, y para mi sorpresa casi pareció avergonzada. Se hizo a un lado y se asomó a la ventana. El cachorro se lamió la nariz y cerró los ojos. Calor. Dormir.

—Háblame de ti —me pidió de repente.

Aquello me desconcertó.

—¿Qué queréis saber, señora?

Ensayó un gesto de contenida frustración.

—¿Qué haces a diario? ¿Qué te han enseñado?

Intenté decírselo, pero me daba cuenta de que aquello no la satisfacía. Apretaba los labios con fuerza cada vez que mencionaba el nombre de Burrich. No le impresionaba mi formación marcial. A Chade no podía mentarlo. Asintió con renuente aprobación cuando le hablé de mi incursión en el estudio de los idiomas, la escritura y el cálculo.

—Bien —me interrumpió de repente—. Por lo menos no eres un completo ignorante. Si sabes leer, puedes aprender cualquier cosa. Con voluntad. ¿Tienes voluntad para aprender?

—Supongo que sí. —Era una tibia respuesta, pero empezaba a sentirme acosado. Ni siquiera el regalo del cachorro podía contrarrestar su menoscabo de mi cultura.

—En tal caso, supongo que aprenderás. Pues me he propuesto que aprendas, aunque tú no te lo hayas propuesto todavía. —De improviso se mostraba severa, en un cambio de actitud que me desconcertó—. ¿Y cómo te llaman, chico?

Otra vez la pregunta de siempre.

—Chico está bien —musité. El cachorro adormilado en mis brazos gimoteó agitado. Me obligué a tranquilizarme por él.

Obtuve la satisfacción de ver cómo el rostro de Paciencia delataba brevemente su desconcierto.

—Te llamaré, oh, Thomas. Tom para abreviar. ¿Te parece bien?

—Supongo —dije despacio. Burrich se lo pensaba mucho más antes de poner nombre a sus perros. Burrich nombraba a cada bestia como si tuviera sangre real, con nombres que las describían o cualidades que esperaba descubrir en ellas. Incluso el nombre de Hollín encubría un agradable fuego que yo había aprendido a respetar. Pero esta mujer había decidido llamarme Tom en menos de un suspiro. Agaché la cabeza para que no pudiera reparar en mis ojos.

—Bien, en ese caso —dijo, un tanto brusca—, vuelve mañana a la misma hora. Habré dispuesto algunas cosas para ti. Te lo advierto, espero que des muestras de voluntad. Buenos días, Tom.

—Buenos días, señora.

Me di la vuelta y me fui. Cordonia me siguió con la mirada, antes de clavarla en su señora. Su decepción era palpable, aunque no supe comprender a qué se debía.

Aún era temprano. Aquella primera entrevista había durado menos de una hora. Nadie me esperaba en ninguna parte; era dueño de mi tiempo. Me dirigí a las cocinas, en busca de alguna sobra para mi cachorro. Habría sido fácil llevarlo a los establos, pero entonces Burrich habría sabido de él. Sabía lo que sucedería a continuación. El cachorro se quedaría en los establos. Seguiría perteneciéndome oficialmente, pero Burrich se encargaría de cortar este nuevo lazo.

No tenía intención alguna de permitir que ocurriera tal cosa.

Tracé mi plan. Un cesto de la lavandería, una camisa vieja sobre paja por cama. De momento sus estropicios serían pequeños, y cuando creciera mi lazo con él haría que resultase fácil adiestrarlo. Por ahora tendría que pasar solo buena parte del día, pero cuando creciera podría acompañarme. A la larga, Burrich terminaría por enterarse de su existencia. Aparqué resueltamente aquella idea. Ya me ocuparía de eso en su momento. Ahora tenía que ponerle nombre. Lo miré. No era uno de esos terrier ruidosos de pelo rizado. Tendría un pelaje corto y suave, el cuello fuerte y el morro como un cubo de carbón. Pero cuando fuera mayor no me llegaría a la rodilla, así que no podía ponerle un nombre demasiado robusto. No quería que fuese pendenciero. Así que nada de Rasgón ni Ariete. Sería tenaz, y alerta. Puño, tal vez. O Vigía.

—O Yunque. O Forja.

Levanté la cabeza. El bufón salió de una alcoba y me alcanzó en el pasillo.

—¿Por qué? —pregunté. Había dejado de extrañarme que el bufón conociera mis pensamientos.

—Porque tu corazón se estrellará contra él, y tu fuerza se templará en su fuego.

—Un poco dramático para mi gusto —objeté—. Y ahora Forja es una palabra fea. No quiero señalar a mi cachorro con ella. Justo el otro día, en la ciudad, oí que un borracho gritaba a un ratero: «Así forjen a tu mujer». Todos los transeúntes se detuvieron a mirar.

El bufón se encogió de hombros.

—Allá ellos. —Me siguió hasta mi cuarto—. Entonces Hierro. O Herrero. ¿Me dejas que lo vea?

Le entregué mi cachorro a regañadientes. Se agitó, se despertó y se estremeció en las manos del bufón. No huele, no huele. Me sorprendió darle la razón al cachorro. Aun con su naricilla negra a mi servicio, el bufón no desprendía ningún olor perceptible.

—Con cuidado. No lo sueltes.

—Soy payaso, no patoso —dijo el bufón, pero se sentó en mi cama y dejó el cachorro a su lado. Herrero empezó de inmediato a olisquear y merodear por mi cama. Me senté al otro lado por si se acercaba demasiado al borde.

—Bueno —dijo el bufón, con indiferencia—, ¿vas a consentir que te compre con regalos?

—¿Por qué no? —repuse, intentando mostrarme desdeñoso.

—Sería un error, para ambos. —El bufón tironeó del corto rabo de Herrero, que giró en redondo con un diminuto gruñido—. Querrá darte muchas cosas. Tendrás que aceptarlas, pues no hay forma educada de rechazarlas. Pero también deberás decidir si esas cosas tenderán un puente entre vosotros, o si alzarán un muro.

—¿Conoces a Chade? —pregunté de improviso, pues el bufón sonaba tan parecido a él que de repente necesité cerciorarme. Nunca había mencionado a Chade delante de nadie, salvo Artimañas, ni había oído que nadie mentara su nombre en la torre.

—De Chade o dechado, sé cuándo estarme callado. Te vendría bien aprender a hacer lo propio. —El bufón se incorporó de repente y se dirigió a la puerta, donde se demoró un momento—. Solo te odió los primeros meses. Y ni siquiera te odiaba de veras; le cegaban los celos de tu madre, por haberle dado un hijo a Hidalgo cuando Paciencia no podía. Después, su corazón se ablandó. Quería enviar a buscarte, criarte como hijo suyo. Hay quienes dirán que lo único que quería era poseer todo cuanto tenía que ver con Hidalgo. Pero yo no lo creo.

Me había quedado mirando fijamente al bufón.

—Pareces un pescado, con la boca así abierta —señaló—. Pero naturalmente, tu padre se negó. Dijo que parecería que estaba reconociendo oficialmente a su bastardo. Aunque no creo que fuera eso todo. Creo que habrías corrido peligro. —El bufón hizo un extraño ademán, y apareció entre sus dedos un trozo de carne seca. Sabía que debía de guardarlo en la manga, pero era incapaz de ver cómo realizaba sus trucos. Tiró la carne a mi cama y el cachorro saltó sobre ella con avidez—. Puedes hacerle daño, si quieres. Se siente culpable por lo solo que has estado. Y te pareces tanto a Hidalgo que cualquier cosa que digas será como si saliera de sus labios. Es como una gema defectuosa. Si la golpeas en el sitio preciso, se romperá en mil pedazos. También está medio loca, ¿sabes? Nunca habrían podido asesinar a Hidalgo si ella no hubiera consentido que abdicara. Al menos, no con la misma despreocupación por las consecuencias. Ella lo sabe.

—¿Quién no habría podido? —quise saber.

Quiénes no habrían podido —me corrigió el bufón, y traspuso el umbral.

Cuando llegué a la puerta, se había perdido de vista. Sondeé en su búsqueda, pero no obtuve respuesta. Casi como si estuviera Forjado. Aquella idea me hizo estremecer, y regresé junto a Herrero. Estaba reduciendo la carne a trocitos masticados por toda mi cama. Lo miré.

—El bufón se ha ido —comuniqué a Herrero. Movió el rabo dándose por enterado y siguió triturando su comida.

Era mío, un obsequio. No un perro del establo que me gustara, sino de mi propiedad, lejos del conocimiento o la autoridad de Burrich. Aparte de mi ropa y del brazalete de cobre que me diera Chade, contaba con pocas posesiones. Pero él compensaba todo cuanto hubiera podido faltarme en el pasado.

Era un cachorro sano y lustroso. Ahora tenía el pelaje suave, pero se le erizaría cuando fuera adulto. Cuando lo acerqué a la ventana, vi que su abrigo mostraba tenues motas de color. Sería de un mosqueado oscuro. Descubrí una mancha blanca en su barbilla, y otra en su pata trasera izquierda. Cerró sus pequeñas mandíbulas sobre la manga de mi camisa y la sacudió con violencia, profiriendo feroces gruñidos de cachorro. Luché con él en la cama hasta que se quedó dormido, profundamente exhausto. Luego lo llevé a su colchón de paja y, a regañadientes, me dispuse a atender mis obligaciones y lecciones vespertinas.

Aquella primera semana junto a Paciencia fue una dura prueba para los dos. Aprendí a mantener un hilo de mi atención siempre con el cachorro para que no se sintiera tan solo como para empezar a aullar cuando lo abandonaba. Pero aquello requería práctica, de modo que me mostraba un tanto ausente. Burrich me recriminó mi talante distraído, pero lo convencí de que se debía a mis clases con Paciencia.

—No sé qué quiere de mí esa mujer —le dije al tercer día—. Ayer fue música. En el intervalo de dos horas, intentó enseñarme a tocar el arpa, el caramillo y la flauta. Cada vez que me acercaba a conseguir que sonaran algunas notas de uno u otro instrumento, me lo arrebataba y me pedía que probara con otro distinto. Terminó la sesión dictaminando que no tenía talento para la música. Esta mañana ha sido poesía. Se propuso enseñarme la de la reina Curalotodo y su jardín. Era un buen trozo, el de las hierbas que cultivaba y el uso de cada una. Y no dejaba de confundir las estrofas, y se enfadaba conmigo cuando se lo repetía del mismo modo, diciendo que ya debería saber que la nébeda no se emplea en emplastos y que me estaba burlando de ella. Fue casi un alivio cuando anunció que le había levantado dolor de cabeza y que no podía seguir. Y cuando me ofrecí a traerle unas flores de quimbombó para su jaqueca, se puso recta como una vela y me dijo: «¡Ves! Sabía que te burlabas de mí». No sé qué hacer para agradarla, Burrich.

—¿Para qué quieres agradarla? —rezongó, y dejé de insistir en el tema.

Aquella tarde acudió Cordonia a mi cuarto. Llamó, entró y arrugó la nariz.

—Más te vale sembrar el suelo de hierbas si pretendes tener al cachorro aquí encerrado. Y usa agua y vinagre cuando limpies sus cacas. Aquí dentro huele a establo.

—Supongo que lo es —admití. La miré con curiosidad y aguardé.

—Te he traído esto. Me pareció que era lo que mejor se te daba. —Me ofreció el caramillo. Observé las cañas gordas y cortas unidas con tiras de cuero. Era el instrumento que más me había gustado de los tres. El arpa tenía demasiadas cuerdas, y la flauta me había parecido estridente aun cuando la tocaba Paciencia.

—¿Me lo envía lady Paciencia? —pregunté, desconcertado.

—No. No sabe que lo he cogido. Se figurará que se ha perdido entre sus trastos, como de costumbre.

—¿Para qué me lo das?

—Para que practiques. Cuando hayas cogido algo de práctica con el instrumento, ve y enséñaselo.

—¿Por qué?

Cordonia exhaló un suspiro.

—Porque eso le haría sentirse mejor. Y a mí me haría la vida mucho más fácil. No hay nada peor que ser la doncella de alguien tan afligido como lady Paciencia. Anhela desesperadamente que destaquéis en algo. No deja de poneros a prueba, con la esperanza de que manifestéis cualquier inesperado talento que ella pueda aprovechar y pregonar al mundo: «Veis, os dije que tenía madera». Ahora bien, yo he tenido hijos, y sé que los muchachos no son así. No aprenden, ni crecen, ni se comportan cuando los miras. Pero te das la vuelta, vuelves a mirar y ahí los tienes, más altos, más listos, encantadores con todos salvo con sus madres.

Me había perdido.

—¿Quieres que aprenda a tocar esto para que Paciencia se sienta feliz?

—Para que pueda sentir que te ha dado algo.

—Me ha dado a Herrero. Ninguna otra cosa que pueda darme jamás será mejor que él.

Mi inesperada sinceridad desconcertó a Cordonia. Tanto como a mí.

—Bien. Podrías decirle eso. Pero también podrías intentar aprender a tocar el caramillo, o a recitar baladas, o a entonar alguna de las antiguas plegarias. Para que ella lo entienda mejor.

Cuando se fue Cordonia, me quedé sentado, pensativo, debatiéndome entre la rabia y la melancolía. Paciencia deseaba que yo tuviera éxito y se proponía descubrir qué sabía hacer yo. Como si, a sus ojos, yo nunca hubiera hecho ni conseguido nada. Pero mientras editaba mis obras, y lo que ella sabía de mí, comprendí que debía de haberse formado una imagen bastante gris de mi persona. Sabía leer y escribir, y cuidar de los perros y los caballos. También sabía confeccionar venenos, mezclar bebedizos que inducían al sueño, escamotear, hurtar y mentir, cosas que no la habrían complacido aunque estuviera enterada de ellas. ¿Para qué valía yo, más que para hacer de espía o asesino?

A la mañana siguiente madrugué y busqué a Cerica. Le agradó que le pidiera prestados pinceles y colores. El papel que me dio era mejor que las hojas de prácticas, y me hizo prometerle que le enseñaría mi trabajo. Mientras subía las escaleras me pregunté cómo sería estudiar bajo su tutela. No podía ser tan complicado como las tareas que se me imponían de un tiempo a esta parte.

Pero la tarea que yo mismo me encomendé resultó ser más ardua que todas las que me imponía Paciencia. Veía a Herrero dormido en su colchón. Cómo podía ser la curva de su lomo tan distinta de la curva de una runa, las sombras de sus orejas tan diferentes del sombreado de las ilustraciones de hierbas que copiaba minuciosamente de la obra de Cerica. Pero allí estaban, y malgasté una hoja de papel tras otra hasta que comprendí de repente que eran las sombras que rodeaban al cachorro las que perfilaban las curvas de su lomo y la línea de sus patas. Tenía que pintar menos, no más, y plasmar lo que veía mi ojo en vez de lo que sabía mi mente.

Era tarde cuando enjugué los pinceles y los dejé a un lado. Tenía dos aceptables, y un tercero que me gustaba, aunque era difuso y borroso, más semejante al sueño de un cachorro que a un cachorro de verdad. Más parecido a lo que intuía que a lo que veía, pensé.

Pero cuando me encontraba frente a la puerta de lady Paciencia, miré los papeles que tenía en la mano y me vi de repente como un niño pequeño ofreciendo a su madre un manojo de dientes de león marchitos y aplastados. ¿Qué clase de pasatiempo era este para un mozo? Si fuese de verdad aprendiz de Cerica, los ejercicios de este tipo resultarían apropiados, pues un buen escribano debe ilustrar e iluminar amén de escribir. Pero la puerta se abrió antes de que yo llamara siquiera y allí estaba, con los dedos aún tiznados de pintura y las páginas húmedas en la mano.

No encontré palabras cuando Paciencia me invitó a entrar con irritación, riñéndome por haber llegado tarde. Me senté al borde de la silla junto a una capa arrugada y una labor de punto inacabada. Dejé los dibujos a un lado, encima de un montón de arcillas.

—Creo que podrías aprender a recitar versos, si te lo propusieras —señaló con cierta aspereza—. Y por eso mismo podrías aprender a componer versos, si quisieras. El ritmo y la métrica no son sino… ¿eso es el cachorro?

—Pretende serlo-musité. No conseguía recordar otro momento más miserable y embarazoso que aquel en toda mi vida.

Cogió las hojas con cuidado y las examinó una a una, acercándoselas y estirando luego el brazo cuan largo era. La más desdibujada fue la que más atención le mereció.

—¿Quién te las ha dado? —preguntó al fin—. No es que eso te disculpe por haber llegado tarde. Pero sabría sacarle provecho a alguien que puede plasmar sobre el papel lo que ve el ojo, con tanta fidelidad a los colores. Ese es el problema que tengo con todos mis herbarios; todas las hierbas aparecen dibujadas con el mismo verde, da igual que sean grises o se tiñan de rosa al crecer. Estas arcillas no te enseñan nada…

—Imagino que ha pintado al cachorro él solo, señora —intervino afablemente Cordonia.

—Y el papel, mucho mejor que el que he tenido que… —Paciencia se interrumpió de repente—. ¿Tú, Thomas? —Creo que esa fue la primera vez que se acordó de emplear el nombre que me había otorgado—. ¿Tú dibujas así?

Ante su incrédula mirada, conseguí asentir sucintamente. Volvió a sostener las ilustraciones en alto.

—Tu padre era incapaz de trazar una curva, como no fuera en un mapa. ¿Dibujaba tu madre?

—No tengo recuerdos de ella, señora. —Mi respuesta fue lacónica. No recordaba que nadie se hubiera atrevido antes a preguntarme algo así.

—¿Qué, nada? Pero si tenías 6 años. De algo te acordarás… el color de su cabello, su voz, cómo te llamaba… —¿Era un doloroso anhelo lo que teñía su voz, una curiosidad que no soportaba satisfacer?

Por un instante, casi me acordé. El perfume de la menta, o… nada.

—Nada, señora. Si hubiera querido que la recordara, se habría quedado conmigo, supongo. —Cerré mi corazón. La madre que no se había ocupado de mí, que no me había buscado, no se merecía mis recuerdos.

—Bueno. —Creo que Paciencia comprendió entonces que había dirigido nuestra conversación hacia un terreno pantanoso. Contempló el día gris a través de las ventanas—. Alguien te ha enseñado bien —comentó de improviso, con demasiado ímpetu.

—Cerica. —Al ver que no decía nada, añadí—: El escribano de la corte, señora. Le gustaría que estudiara con él. Mi caligrafía es de su agrado, y ahora me emplea para copiar sus ilustraciones. Cuando tenemos algo de tiempo, claro. A menudo yo estoy ocupado, y a menudo él se encuentra de viaje, en busca de cañas de papel.

—¿Cañas de papel? —preguntó distraída.

—Le queda poco papel. Antes tenía gran cantidad, pero lo ha ido utilizando poco a poco. Se lo compró a un comerciante, que lo había conseguido de otro a su vez, y este de otro anterior, de modo que desconoce su origen. Pero según tiene entendido, estaba hecho de cañas de papel. Ese papel es de una calidad muy superior al que fabricamos nosotros; es fino, flexible, y la edad no lo estropea tan deprisa, pese a lo que absorbe bien la tinta, sin esponjarse y difuminar el contorno de las runas. Cerica afirma que si pudiéramos duplicarlo, supondría un gran adelanto. Con un buen papel, cualquiera podría disfrutar de una copia de las arcillas que se guardan en la torre. Si el papel fuese más asequible, aprenderían más niños a leer y escribir, o eso dice. No entiendo por qué están tan…

—No sabía que aquí hubiera alguien que comparte mi interés. —Una inesperada animación iluminaba el semblante de la señora—. ¿Ha probado el papel de raíz de azucena machacada? He logrado buenos resultados con él. Y también con el papel que se confecciona tejiendo primero y prensando después planchas de corteza de kinue. Es fuerte y flexible, aunque su superficie deja mucho que desear. No como este papel…

Volvió a echar un vistazo a las hojas que sostenía en la mano y guardó silencio.

—¿Tanto te gusta ese cachorro? —preguntó al cabo, vacilante.

—Sí —respondí simplemente, y nuestras miradas se cruzaron de repente.

Me observaba fijamente, con la misma expresión distraída con que se asomaba tan a menudo por la ventana. De improviso, se le anegaron los ojos de lágrimas.

—A veces te pareces tanto a él que… —Perdió la voz—. ¡Tendrías que haber sido mío! ¡No es justo, tendrías que haber sido mío!

Anunció aquellas palabras con tal ferocidad que pensé que iba a golpearme. En vez de eso, saltó sobre mí y me abrazó al vuelo, al tiempo que tropezaba con su perra y volcaba un jarrón lleno de flores. El animal huyó con un gañido, la vasija se destrozó contra el suelo y proyectó agua y trozos de cerámica en todas direcciones, mientras la frente de mi señora impactaba de lleno contra mi barbilla, consiguiendo que viera las estrellas por un momento. Antes de que pudiera reaccionar, se desembarazó de mí y huyó a su dormitorio chillando como una gata escaldada. La puerta se cerró de golpe a su paso.

Mientras tanto, Cordonia seguía bordando.

—Se pone así, a veces —comentó plácidamente, y me indicó la puerta con la cabeza—. Vuelve mañana —me recordó, antes de añadir—: Sabes, lady Paciencia está muy encariñada de ti.