12

Paciencia

Los Corsarios de la Vela Roja constituían un motivo de aflicción y miseria para su propio pueblo mucho antes de que empezaran a perturbar las costas de los Seis Ducados. Sus turbios orígenes sectarios dieron paso a un poder religioso y político obtenido merced a despiadadas estrategias. Aquellos líderes y caudillos que se negaban a comulgar con sus creencias no tardaban en descubrir que sus esposas e hijos se trocaban en víctimas de lo que hemos dado en llamar el Forjado, en recuerdo de la malograda ciudad de Forja. Por crueles y sádicos que pensemos que son los marginados, tienen por tradición una marcada vena de honor y castigos atroces para quienes infringen las normas de la familia. Imaginemos la angustia del padre marginado cuyo hijo haya sido Forjado. O bien oculta los crímenes de su hijo cuando el muchacho le mienta, le robe y fuerce a las mujeres de la casa, o bien verá cómo esos mismos delitos consiguen que su retoño termine desollado y deberá sufrir la pérdida de su heredero y del respeto de las demás casas. La amenaza del Forjado era una poderosa fuerza de disuasión a la hora de oponerse a la potencia política de los Corsarios de la Vela Roja.

Para cuando los Corsarios empezaron a azotar nuestras orillas, habían terminado con casi toda la oposición de las Islas del Margen. Quienes se oponían a ellos abiertamente morían o huían. Los demás les rendían tributo a regañadientes y soportaban los ultrajes de quienes controlaban la secta. Pero también eran muchos los que engrosaban sus filas voluntariamente, pintaban de rojo el casco de sus embarcaciones y no cuestionaban jamás lo correcto de sus empresas. Parece probable que estos conversos procedieran en su mayoría de las casas menores, que nunca antes habían gozado de la posibilidad de ganar influencia. Pero al líder de los Corsarios de la Vela Roja no le interesaban en absoluto los antecedentes de sus hombres, siempre y cuando éstos le profesaran una lealtad inquebrantable.

Vi a la dama en dos ocasiones antes de descubrir quién era. La segunda vez que la vi fue a la noche siguiente, sobre la misma hora. Molly había estado ocupada con sus moras, de modo que yo había salido a disfrutar de una tarde de música en la taberna junto a Hoz y Retinto. Quizá hubiera bebido un par de jarras de cerveza más de la cuenta. No me sentía mareado ni enfermo, pero caminaba despacio, pues ya había tropezado una vez con un bache en la carretera.

Hay una zona rodeada de setos, adyacente al polvoriento patio de la cocina con sus adoquines y puestos de carga. Recibe comúnmente el nombre de Jardín de las Mujeres, no porque sea su coto privado sino por el simple hecho de que son ellas las que más lo cuidan y mejor lo conocen. Se trata de un lugar agradable, con un estanque en el centro y muchos semilleros de hierbas dispuestos entre sembrados de flores, viñas y senderos pavimentados de piedras verdes. No era tan ingenuo como para irme a la cama en aquel estado. Si intentaba dormir ahora, la cama empezaría a dar vueltas y balancearse, y en cuestión de una hora estaría vomitando mareado. Había sido una velada agradable, y aquella parecía la peor manera de terminarla, de modo que me encaminé hacia el Jardín de las Mujeres en vez de a mi habitación.

En una esquina del jardín, entre una pared caldeada por el sol y un estanque más pequeño, crecían distintas variedades de tomillo. Su perfume en los días de calor podía llegar a resultar mareante, pero ahora, con la tarde al filo de la noche, las fragancias imbricadas parecían sosegar mi cabeza. Me lavé la cara en el pequeño estanque y luego apoyé la espalda en la pared de piedra que conservaba aún la calidez del día. Las ranas entonaban un coro de croares. Bajé la vista y contemplé la serena superficie del estanque para evitar que me diera vueltas la cabeza.

Pasos. Luego una voz femenina.

—¿Estás borracho? —preguntó mordazmente.

—Casi —respondí con afabilidad, pensando que se trataba de Tilly, la chica del huerto—. Me ha faltado tiempo y dinero —añadí, intentando ser gracioso.

—Supongo que lo aprendiste de Burrich. Es un borrachín y un libidinoso, y te ha inculcado sus cualidades. Tiene la manía de rebajar a su altura a quienes lo rodean.

La amargura que impregnaba la voz de la mujer me hizo levantar la cabeza. Entorné los párpados a la tenue luz para distinguir sus rasgos. Era la dama de la noche anterior. De pie en el sendero del jardín, vestida con un traje sencillo, a primera vista daba la impresión de no ser más que una muchacha. Era esbelta, y más baja que yo, aunque yo no destacaba por mi altura a los catorce años. Pero su rostro era el de una mujer, y en esos momentos tenía los labios esculpidos en una línea acusatoria, subrayada por las cejas alabeadas sobre los ojos de avellana. Tenía el cabello oscuro y ensortijado y, pese a procurar dominarlo, se le escapaban algunos mechones rebeldes sobre la frente y el cuello.

No era que me sintiera obligado a defender a Burrich; era simplemente que mi estado no se debía a su influencia. De modo que intenté contestar que se encontraba lejos en otra ciudad, de modo que mal podía culpársele de lo que yo me llevaba a la boca y tragaba.

La dama se acercó dos pasos.

—Pero nunca se ha molestado en educarte mejor, ¿no es así? Nunca te ha prevenido contra los efectos del alcohol, ¿cierto?

En las Tierras del Sur dicen que vino y verdad empiezan por la misma letra. La misma letra que descansa en el centro de la palabra cerveza, por cierto. Aquella noche me sentía impelido a mostrarme sincero.

—Lo cierto, mi señora, es que en estos momentos se sentiría muy decepcionado si me viera. Para empezar, me reñiría por no incorporarme en presencia de una dama. —Ahí es donde me puse de pie con dificultad—. Luego me soltaría un sermón sobre la conducta que se espera de quien tiene sangre real en las venas, ya que no sus títulos. —Conseguí ensayar una reverencia, que rematé enderezándome con una floritura—. Así que, buenas noches, linda señora del jardín. Buenas noches, enseguida procedo a retirar mi ofensiva figura de vuestra presencia.

Ya había recorrido toda la distancia que me separaba de la arcada de la pared cuando me llamó:

—¡Espera!

Pero mi estómago emitió un discreto gruñido de protesta y fingí no haberla oído. No vino tras mis pasos, pero sabía sin lugar a dudas que me vigilaba, de modo que mantuve la cabeza recta y el paso firme hasta que hube salido al patio de la cocina. Bajé a los establos, donde vomité en una pila de estiércol y terminé durmiendo en un compartimiento limpio y vacío porque los peldaños que conducían a la buhardilla de Burrich se me antojaron exageradamente empinados.

Pero la juventud goza de una dureza excepcional, sobre todo cuando se siente amenazada. Me levanté con el alba al día siguiente, pues sabía que se esperaba que Burrich regresara por la tarde. Me lavé en los establos y decidí que la túnica que llevaba puesta desde hacía tres días necesitaba un relevo. Fui doblemente consciente de su condición cuando la dama volvió a acosarme en el pasillo exterior. Me miró de arriba a abajo y, antes de que yo pudiera decir nada, se dirigió a mí.

—Cámbiate de camisa —me dijo. Luego añadió—: Esos pantalones te hacen parecer un alcornoque. Dile a la señora Premura que hay que sustituirlos.

—Buenos días, señora —dije. No era una respuesta, pero ésas eran las únicas palabras que consiguieron escapar al cerco de mi estupefacción. Decidí que era una excéntrica, más aún que lady Tomillo. Lo mejor que podía hacer era seguirle la corriente. Esperé a que se apartara y siguiera su camino. En vez de eso continuó inmovilizándome con la mirada.

—¿Tocas algún instrumento?

Meneé la cabeza en silencio.

—¿Cantas, pues?

—No, mi señora.

Parecía preocupada al insistir:

—En ese caso quizá te hayan enseñado a recitar los Cantares e hilvanar versos, a tratar con hierbas, a sanar, los rudimentos de la orientación… algo de eso.

—Sólo si está relacionado con el cuidado de los caballos, halcones y perros —contesté, casi fiel a la verdad. Burrich se había ocupado de que aprendiera esas cosas. Chade me había enseñado a manipular venenos y antídotos, pero también me había advertido de que no eran de conocimiento general, por lo que no debía hablar de ellos a la ligera.

—Pero bailarás, desde luego. Y te habrán instruido en las artes de la rima.

Estaba completamente desconcertado.

—Mi señora, creo que me confundís con otra persona. A lo mejor buscáis a Augusto, el sobrino del rey. Es un par de años menor que yo y…

—No estoy confundida. ¡Responde a mi pregunta! —exigió, casi chillando.

—No, mi señora. Las enseñanzas a las que os referís quedan reservadas para los… hijos legítimos. No he recibido ese tipo de instrucción.

A cada nueva negativa mía, parecía aumentar su turbación. Sus labios dibujaban una línea cada vez más recta y sus ojos castaños se encapotaron.

—Esto es intolerable —declaró. Dio medio vuelta en medio de un remolino de faldas y procedió a cruzar el pasillo a paso largo. Después de un momento me dirigí a mi cuarto, me cambié de camisa y me puse las mallas más largas que tenía. Me olvidé de la dama y me apliqué a mis tareas y lecciones del día.

Llovía aquella tarde cuando regresó Burrich. Lo recibí frente a los establos, sujetando la cabeza de su caballo mientras él desmontaba con movimientos rígidos.

—Has crecido, Traspié —comentó, y me observó con ojo crítico, como si yo fuese un caballo o un perro que exhibiera un potencial insospechado. Abrió la boca como si quisiera añadir algo, pero luego zangoloteó la cabeza y se conformó con proferir medio bufido—. ¿Bien? —preguntó, tras lo que comencé mi informe.

Había estado fuera algo menos de un mes, pero a Burrich le gustaba estar al tanto aun de los menores detalles. Caminó a mi lado, escuchando, mientras yo conducía su caballo a un compartimiento y procedía a ocuparme de él.

A veces me sorprendía cuan parecidos podían llegar a ser Chade y él. Se parecían en la forma en que esperaban de mí que recordara los detalles exactos, y que fuese capaz de referir lo acontecido durante toda una semana o un mes sin equivocar el orden de los sucesos. Aprender a dar parte ante Chade no había sido tan difícil; se había limitado a formalizar los requisitos que me exigía Burrich desde hacía tiempo. Años después comprendería lo parecida que era mi actuación a la del soldado que informa a su superior.

Cualquier otro se habría dirigido sin dilación a las cocinas o los baños tras escuchar mi resumen de todo lo acontecido en su ausencia. Pero Burrich insistió en recorrer los establos, deteniéndose aquí y allá para conversar con un mozo o tranquilizar aun caballo. Al llegar al viejo palafrén de la dama, se detuvo. Contempló al animal en silencio durante varios minutos.

—Yo adiestré a esta bestia —dijo de golpe, y su voz consiguió que el caballo se girara en su cajón para encararlo y relinchara suavemente—. Seda —dijo con voz queda, y acarició el hocico del animal. Exhaló un inesperado suspiro—. Así que la dama Paciencia ha venido. ¿Ya te ha visto?

Esa era una pregunta para la que no tenía fácil respuesta. Un millar de ideas se me agolparon a la vez en la cabeza. Lady Paciencia, la esposa de mi padre y, en opinión de muchas personas, la principal responsable de que mi padre se alejara de la corte y de mí. Ella era la mujer con la que había conversado en la cocina, a la que había saludado estando borracho. Ella era la mujer que me había interrogado esa mañana acerca de mi educación.

—Formalmente no —dije a Burrich—. Aunque ya nos conocemos.

Me sorprendió riéndose.

—Tu cara es todo un poema, Traspié. Ya veo que no ha cambiado mucho, a juzgar por tu reacción. La primera vez que la vi fue en el huerto de su padre. Estaba sentada en lo alto de un árbol. Me pidió que le quitara una astilla que se le había clavado en el pie, y se quitó el zapato y la media allí mismo para que pudiera hacerlo. Delante de mis narices. Y no me conocía absolutamente de nada. Ni yo a ella. La tomé por la doncella de alguna señora. Eso fue hace años, claro, aún años antes de que la conociera mi príncipe. Supongo que no sería mucho mayor que tú ahora. —Hizo una pausa, y su semblante se suavizó.

Tenía un perrillo diabólico que llevaba a todas partes metido en una cesta. No paraba de resollar y de arrancarse trozos de pelo él solo. Se llamaba Plumero. —Volvió a guardar silencio, y sonrió casi cariñosamente—. Mira tú de lo que se acuerda uno, con la de años que han pasado.

—¿Le caíste bien cuando os conocisteis? —pregunté sin ninguna sutileza.

Burrich me miró y su mirada se tornó opaca, desapareciendo el hombre tras los ojos.

—Mejor de lo que le caigo ahora —dijo abruptamente—. Pero eso importa poco. A ver, Traspié. ¿Qué opinión le mereces?

Otra pregunta peliaguda. Di cuenta de las veces que nos habíamos visto, refiriendo los detalles hasta donde me atrevía. Iba por la mitad de nuestro encuentro en el jardín cuando Burrich levantó una mano.

—Para —dijo en voz baja.

Me callé.

—Cuando omites la verdad para no quedar como un cretino terminas pareciendo completamente idiota. Empieza de nuevo.

Eso hice, sin omitir nada, ni acerca de mi comportamiento ni de los comentarios de la señora. Cuando terminé, esperé su opinión. En vez de emitir juicio alguno, extendió el brazo y acarició el morro del palafrén.

—Algunas cosas cambian con el tiempo —dijo al cabo—. Y otras no cambian jamás. —Suspiró—. Bueno, Traspié, tienes la manía de cruzarte en el camino de aquellas personas a las que tendrías que evitar por encima de todo. Seguro que esto acarreará consecuencias, aunque no tengo ni idea de cuáles podrán ser. Así las cosas, no hay de qué preocuparse. Echemos un vistazo a los cachorros de esa perra ratonera. ¿Dices que ha parido seis?

—Y todos han sobrevivido —dije orgulloso, pues la perra tenía un largo historial de crías malogradas.

—Esperemos que nosotros sepamos apañárnoslas igual de bien —musitó Burrich mientras recorríamos los establos, pero cuando lo miré de soslayo, sorprendido, no parecía que sus palabras estuvieran dirigidas a mí en absoluto.

—Pensé que tendrías cabeza suficiente para no arrimarte a ella —gruñó Chade.

No era el recibimiento que esperaba después de más de dos meses sin pisar sus aposentos.

—No sabía que fuese lady Paciencia. Me sorprende que no circularan rumores sobre su llegada.

—Es una firme detractora de las habladurías —me informó Chade. Estaba sentado en su silla frente al pequeño fuego de la chimenea. Los aposentos de Chade eran muy fríos, y siempre corría el riesgo de caer resfriado. Aquella noche parecía cansado además, acusaba el esfuerzo de lo que fuese que hubiera estado haciendo durante las semanas que había pasado sin verlo. Sus manos, en particular, se veían viejas, huesudas y abultadas en los nudillos. Probó un sorbo de vino y continuó—: Y a su excéntrica manera sabe ocuparse de quienes hablan de ella a sus espaldas. Siempre ha insistido en su derecho a la intimidad. Esa es una de las razones por las que jamás habría sido una buena reina. No es que a Hidalgo le importara. Su matrimonio obedecía a motivos personales, no políticos. Creo que fue el mayor disgusto que le dio a su padre. Después de aquello, nada de lo que hiciera terminaba de agradar a Artimañas.

Yo estaba sentado como un ratón. Sisa se me acercó y se me encaramó a la rodilla. Era raro ver a Chade tan comunicativo, sobre todo en cuestiones relativas a la familia real. Apenas me atrevía a respirar, por temor a interrumpirlo.

—A veces pienso que Paciencia tenía algo que Hidalgo consideraba importante para él. Era un hombre ordenado, cabal, de conducta intachable, siempre al tanto de lo que se desarrollaba a su alrededor. Era hidalgo, chico, en el mejor sentido de la palabra. Nunca sucumbía a impulsos mezquinos ni indebidos. Eso implicaba que exudara en ocasiones cierto tufo a represión. De modo que los que no lo conocían lo bastante bien lo tomaban por frío o arrogante. Hasta que conoció a esa joven… que casi no era más que una cría. Tenía la misma sustancia que las telarañas o la espuma del mar. Sus ideas y su lengua iban siempre en direcciones contrarias, venga a saltar de una cosa a otra, sin pararse a meditar nada de forma que yo pudiera percibir. Pero Hidalgo sonreía, y se maravillaba. Quizá se debiera al hecho de que ella no se mostraba particularmente ansiosa por conquistarlo. Pero entre una decena de mejores partidos, de damas de más alta cuna y más elevadas ideas, escogió a Paciencia. Y eso que ni siquiera era el mejor momento para casarse; cuando contrajo matrimonio, cerró la puerta a una decena de posibles alianzas que podría haberle reportado cualquier otra esposa. No tenía ninguna razón de peso para casarse cuando lo hizo. Ni una sola.

—Salvo que le placía —dije, aunque bien podría haberme mordido la lengua. Pues Chade asintió, y luego se desperezó. Apartó la mirada del fuego y la posó sobre mí.

—En fin. Basta de cháchara. No pienso preguntarte cómo le diste esa impresión, ni qué la ha hecho cambiar de parecer respecto a ti. El caso es que la semana pasada habló con Artimañas y exigió que se te reconociera como hijo y heredero de Hidalgo, y que recibieras la educación que corresponde a un príncipe.

Me sentí mareado. ¿Se movían los tapices delante de mí o me engañaban los ojos?

—Evidentemente, él se negó —prosiguió Chade, implacable—. Intentó explicarle por qué era imposible tal cosa. Ella no dejaba de repetir: «Pero si eres el rey… ¿Cómo puede ser imposible para ti?». «Los nobles jamás lo aceptarían. Se desataría una guerra civil. Piensa en lo que supondría para un crío que no estuviera preparado, arrojarlo de golpe a esa situación». Eso respondió él.

—Ah —dije, con un hilo de voz. No lograba recordar lo que había sentido por un instante. ¿Júbilo? ¿Rabia? ¿Miedo? Lo único que sabía era que esa sensación ya se había desvanecido, y me zahería y humillaba haber llegado a sentir algo en absoluto.

—Paciencia, claro está, no se dejó convencer. «Prepara al muchacho», dijo al rey. «Y cuando esté preparado, juzga por ti mismo». Sólo Paciencia pediría algo así, y delante de Regio y Veraz. Éste escuchaba sin decir nada, sabedor de cómo debía acabar todo, pero su hermano estaba pálido. Enseguida se deja llevar por las emociones. Hasta un idiota sabría que Artimañas no podía acceder a las demandas de Paciencia. Pero el rey sabe cuándo ceder. En todo lo demás, la complació, más que nada para frenarle la lengua.

—¿En todo lo demás? —repetí bobamente.

—En parte para bien, en parte para mal. Inconvenientemente mal, por lo menos. —Chade parecía irritado y alegre a un tiempo—. Espero que sepas encontrarle más horas al día, chico, porque no estoy dispuesto a sacrificar mis planes en favor de los suyos. Paciencia ha exigido que se te eduque como corresponde a la sangre que llevas. Y. se ha propuesto ocuparse en persona de dicha educación. Música, poesía, danza, canto, modales… Espero que tengas más estómago para eso que yo. Aunque a Hidalgo no le fue mal. A veces incluso sabía sacar provecho de esos conocimientos. Pero te robará buena parte del día. A partir de ahora serás también el paje de Paciencia. Ya eres demasiado mayor para eso, pero se ha empeñado. Personalmente, creo que se arrepiente de muchas cosas e intenta recuperar el tiempo perdido, algo que nunca sale bien. Tendrás que dedicar menos tiempo a las armas. Y Burrich deberá buscarse otro mozo de cuadra.

Me importaban un comino las armas. Como ya me había señalado Chade en más de una ocasión, los buenos asesinos actúan de cerca y con discreción. Si aprendía bien el oficio, nunca me vería delante de nadie blandiendo una espada. Pero el tiempo que pasaba con Burrich… Volví a tener la extraña impresión de no saber cómo me sentía. Detestaba a Burrich. A veces. Era despótico, autoritario e insensible. Esperaba de mí que fuese perfecto, pero me recordaba sin tapujos que jamás sería recompensado por mi perfección. Pero también era abierto, y franco, y me creía capaz de lo que me pedía…

—Te estarás preguntando en qué nos beneficia —continuó Chade, ajeno a mi pasmo. Percibí una emoción contenida en su voz—. Es algo que he solicitado para ti en dos ocasiones y en dos ocasiones me ha sido denegado. Pero Paciencia insistió hasta que Artimañas hubo de claudicar. La Habilidad, chico. Vas a aprender la Habilidad.

—La Habilidad —repetí, sin tener conciencia de lo que decía. Todo aquello me superaba.

—Sí.

Me esforcé por poner en orden mis ideas.

—Burrich mencionó algo, una vez. Hace mucho tiempo. —Recordé de repente el contexto en que se había desarrollado aquella conversación. Después de que Morrón nos delatara involuntariamente. Se había referido a aquello como lo opuesto a lo que fuera el sentido que compartía yo con los animales. El mismo sentido que me había revelado el cambio operado en los vecinos de Forja. ¿Aprender lo uno me salvaría de lo otro? ¿O me privaría? Pensé en la afinidad que había compartido con caballos y perros cuando Burrich no andaba cerca. Me acordé de Morrón, con una mezcla de calidez y pesar. Nunca había estado tan cerca de otra criatura viva, ni antes ni después de él. ¿Me arrebataría eso aprender la Habilidad?

—¿Qué te ocurre, chico? —La voz de Chade era amable, aunque preocupada.

—No lo sé. —Vacilé. Pero ni siquiera ante Chade me atrevía a desvelar mis temores. O mi vergüenza—. Nada. Creo.

—Te habrán contado historias de viejas acerca del aprendizaje —intuyó, erróneamente—. Escucha, chico, no puede ser tan malo. Hidalgo lo superó. Igual que Veraz. Y con la amenaza de los Corsarios de la Vela Roja, Artimañas ha decidido recuperar las antiguas costumbres, y hacer el aprendizaje extensivo a potenciales candidatos. Quiere un séquito, quizá dos, con el que respaldar sus capacidades y las de Veraz con la Habilidad. A Galeno no le hace mucha gracia, pero supongo que no es tan mala idea. Aunque, bastardo como soy también yo, a mí siempre me estuvo vetado el aprendizaje. Así que no sé muy bien de qué manera podría emplearse la Habilidad para defender la tierra.

—¿Eres un bastardo? —Las palabras escaparon de mis labios. El nudo de mis pensamientos fue cortado de tajo por aquella nueva revelación. Chade se me quedó mirando, tan sorprendido por mis palabras como yo por las suyas.

—Claro. Pensaba que lo habrías deducido hace tiempo. Chico, para lo perceptivo que eres, hay cosas en las que no te fijas.

Miré a Chade como si fuese la primera vez que lo veía. Sus cicatrices, tal vez, lo habían ocultado. El parecido estaba ahí. La frente, la forma de las orejas, la línea del labio inferior.

—Eres hijo de Artimañas —me atreví a aventurar, fiándome únicamente de su aspecto. Comprendí lo equivocado de mi suposición aun antes de terminar la frase.

—¿Hijo? —Chade soltó una risa desprovista de humor—. ¡Cómo se pondría si te oyera decir eso! Aunque lo cierto es que la verdad lo mortifica más todavía. Es mi medio hermano menor, chico, aunque él fuera concebido en una cama de matrimonio y yo en un campamento militar cerca de Arenas del Borde. —En voz baja, añadió—: Mi madre era soldado cuando me engendró. Pero volvió a casa para dar a luz, y luego se casó con un alfarero. Al morir mi madre, su marido me subió a un burro, me dio un collar que ella siempre llevaba y me dijo que se lo enseñara al rey de Torre del Alce. Yo tenía diez años. Por aquel entonces, había un largo y arduo trecho entre Cuna de Lana y Torre del Alce.

No se me ocurría qué decir.

—Basta. —Chade se enderezó con severidad—. Galeno te instruirá en la Habilidad. Artimañas lo ha convencido. Aceptó, pero con reservas. Nadie puede interferir con sus alumnos mientras dure la formación. Tendrás que andarte con cuidado. Conoces a Galeno, ¿verdad?

—Un poco —respondí—. Por lo que dicen de él.

—¿Qué dirías tú? —me interrogó Chade.

Cogí aliento y pensé.

—Come solo. Nunca lo he visto a la mesa, ni con los soldados, ni en el comedor. Nunca lo he visto deambular por ahí y conversar sin más, ni en el patio de ejercicios, ni en los lavaderos, ni en cualquiera de los jardines. Siempre va camino de alguna parte cuando lo veo, y siempre tiene prisa. No tiene mano para los animales. No les gusta a los perros, y controla a los caballos con tanta energía que les estropea la boca y el carácter. Creo que tiene aproximadamente la misma edad que Burrich. Viste bien, es casi tan elegante como Regio. Dicen de él que es uno de los hombres de la reina.

—¿Por qué? —se apresuró a preguntar Chade.

—Hm, fue hace tiempo. Gago. Un hombre de armas. Buscó a Burrich una noche, algo borracho, un poco vapuleado. Se había peleado con Galeno, y éste lo había golpeado en la cara con una fusta o algo parecido. Gago pidió a Burrich que le mirara la herida, porque era tarde y no debía haber bebido esa noche. Creo que le tocaba la guardia, o algo. Gago contó a Burrich que había oído decir a Galeno que Regio era más noble que Hidalgo o Veraz, y que si no llegaba al trono era por culpa de una tradición estúpida. Galeno había dicho que la madre de Regio procedía de mejor cuna que la primera reina de Artimañas. Algo que sabe todo el mundo. Pero lo que enojó a Gago hasta el punto de empezar la pelea fue que Galeno dijera que la reina Deseo era más noble que el propio Artimañas, pues había recibido sangre de Vatídico de ambos progenitores, y Artimañas sólo de su padre. De modo que Gago se encaró con él, pero Galeno esquivó el golpe y le pegó en la cara con algo.

Me detuve.

—¿Y? —me animó Chade.

—Así que apoya a Regio, por encima de Veraz e incluso del rey. Y Regio, en fin, lo acepta. Le dispensa un trato mejor del que reserva a sus criados y soldados. Parece que le pide consejo, las pocas veces que los he visto juntos. Casi da risa verlos; cualquiera diría que Galeno imita a Regio, por la forma en que se viste y camina, igual que el príncipe. A veces parecen idénticos.

—¿En serio? —Chade se agachó hacia mí, expectante—. ¿En qué más te has fijado?

Busqué más información de primera mano sobre Galeno entre mis recuerdos.

—Me parece que eso es todo.

—¿Ha hablado contigo alguna vez?

—No.

—Ya veo. —Chade asintió para sí—. ¿Y qué me dices de su reputación? ¿Qué te parece? —Intentaba conducirme a alguna conclusión, pero yo no lograba averiguar cuál.

—Es de Lumbrales. Del interior. Su familia llegó a Torre del Alce con la segunda reina del rey Artimañas. Dicen que le tiene miedo al agua, a navegar o a nadar. Burrich lo respeta, pero no le cae bien. Dice que es un hombre que sabe hacer su trabajo y lo hace, pero Burrich es incapaz de trabar amistad con cualquiera que maltrate a los animales, aunque sea por desconocimiento. Al personal de las cocinas no le gusta. Siempre consigue que los más jóvenes terminen llorando. Acusa a las muchachas de soltar pelos en su comida o de tener las manos sucias, y dice que los mozos son demasiado bastos y no saben servirlos platos. Por eso no les gusta tampoco a las cocineras, porque cuando los aprendices están disgustados, no pueden hacer bien su trabajo. —Chade seguía observándome a la expectativa, como si esperara a que yo revelase algo importante. Escarbé en mis recuerdos en busca de más chismes—. Luce una cadena con tres gemas. Se la dio la reina Deseo, por algún tipo de servicio especial que hizo. Hm. El bufón lo aborrece. Una vez me dijo que cuando no hay nadie cerca, Galeno lo llama bicho raro y le tira cosas.

Chade arqueó las cejas.

—¿El bufón habla contigo?

Su tono denotaba algo más que incredulidad. Se enderezó en la silla tan de repente que el vino saltó de su copa y le salpicó la rodilla. Se la frotó distraídamente con la manga.

—A veces —admití con cuidado—. Tampoco muy a menudo. Sólo cuando le apetece. Aparece y me cuenta cosas.

—¿Cosas? ¿Qué tipo de cosas?

Comprendí en ese momento que nunca había hablado a Chade del acertijo de la manteca. Me pareció demasiado complicado para abordar el tema entonces.

—Ah, pues cosas raras. Hará unos dos meses que me detuvo y me dijo que al día siguiente haría malo para salir a cazar. Pero hizo un día estupendo. Fue cuando Burrich se cobró aquel venado enorme, te acuerdas. Fue el mismo día que nos topamos con el glotón. Destrozó a dos perros.

—Me parece recordar que estuvo a punto de echársete encima. —Chade se acercó de nuevo, con una extraña expresión de complacencia.

Me encogí de hombros.

—Burrich lo abatió. Y luego me maldijo como si fuese culpa mía, y me aseguró que me habría dado una buena si el glotón llega a hacer daño a Hollín. Como si yo hubiera tenido manera de saber que iba a atacarme. —Vacilé—. Chade, sé que el bufón es muy raro. Pero me gusta cuando viene a hablar conmigo. Se expresa con acertijos, y me insulta, y me toma el pelo, y se permite el lujo de decirme lo que tendría que hacer, como lavarme la cabeza o no ponerme nada amarillo. Pero…

—¿Sí? —inquirió Chade, como si lo que le estaba relatando fuera de suma importancia.

—Me gusta —dije con timidez—. Se burla de mí, pero viniendo de él, parecen halagos. Me hace sentir, no sé, importante. Porque decide comunicarse conmigo.

Chade apoyó la espalda en la silla. Se llevó la mano a la boca para tapar una sonrisa, aunque se me escapaba el chiste.

—Haz caso de tus instintos —me dijo sucintamente—. Y de todos los consejos del bufón. Y, ya puestos, no le digas a nadie que habla contigo. Hay quienes podrían tomárselo a pecho.

—¿Quiénes?

—El rey Artimañas, por ejemplo. Al fin y al cabo, el bufón es suyo. Lo compró con su dinero.

Se me ocurrieron una decena de preguntas. Chade reparó en la expresión de mi rostro, pues levantó una mano apaciguadora.

—Ahora no. Eso es cuanto necesitas saber por el momento. De hecho, ya sabes más de lo necesario. Pero me ha sorprendido tu revelación. No soy de los que desvelan secretos ajenos. Si el bufón quiere que sepas algo más, ya te lo contará él. Creo recordar que hablábamos de Galeno.

Me hundí en mi silla con un suspiro.

—Galeno. Es desagradable con quien no puede hacer frente, viste bien y come solo. ¿Qué más tengo que saber, Chade? He tenido profesores estrictos, y los he tenido desagradables. Creo que sabré apañármelas con él.

—Más te vale. —Chade se había puesto mortalmente serio—. Porque te odia. Te odia más de lo que quería a tu padre. La intensidad de la emoción que sentía por tu padre me ponía nervioso. Ningún hombre, ni siquiera un príncipe, se merece esa clase de devoción ciega, y menos tan de repente. Y a ti te odia, todavía con más intensidad. Me asusta.

El tono de Chade consiguió provocarme escalofríos. Sentí un desasosiego casi mareante.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque se lo dijo a Artimañas cuando éste le pidió que te incluyera entre sus alumnos. «¿Acaso el bastardo no tiene que aprender cuál es el sitio que le corresponde? ¿No tiene que conformarse con lo que has decretado para él?». Luego se negó a enseñarte.

—¿Se negó?

—Ya te lo he dicho. Pero Artimañas no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer. Y es el rey, y ahora Galeno debe obedecerlo, pues no era más que un hombre de la reina. De modo que Galeno claudicó y dijo que intentaría enseñarte. Te reunirás con él a diario. Empiezas dentro de un mes a partir de hoy. Hasta ese momento estarás con Paciencia.

—¿Dónde?

—Hay una almena que llaman el Jardín de la Reina. Te alojarás allí. —Chade hizo una pausa, como si quisiera prevenirme pero no deseara asustarme—. Ten cuidado —dijo por fin—, pues entre las paredes del jardín, no tengo influencia. Allí estoy ciego.

Era una extraña advertencia. Una advertencia que me tomé muy a pecho.