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Forjas

El Hombre Picado es un personaje célebre del folclore y las artes de los Seis Ducados. Raro es el teatro de polichinelas que no posea una marioneta del Hombre Picado, no sólo para representar sus papeles tradicionales, sino también por su utilidad como ave de mal agüero a presentar en producciones más originales. A veces el títere del Hombre Picado simplemente se presenta en un segundo plano, a fin de dotar a la escena de un tinte ominoso. Dentro de los Seis Ducados, es un símbolo universal.

Cuentan que el origen de la leyenda se remonta al primer asentamiento de los Ducados, no a la conquista de los marginados Vatídico, sino a la ocupación más antigua del lugar por parte de inmigrantes anteriores. Incluso los marginados tienen su versión dé la leyenda más básica. Es una historia admonitoria que previene de la ira de El, el Dios del Mar.

Cuando el mar era joven, El, el primer Antiguo, creía en la gen te de las islas. A esas gentes dio su mar, y con él todo cuanto nadaba en sus aguas, y todas las tierras que tocaba. La gente se mostró agradecida durante muchos años. Pescaban en el mar, vivían en sus orillas y expulsaban a todos los intrusos que se aventuraban en el territorio que les había regalado El. Quienes surcaran su mar serían justas presas de la gente del mar. Este pueblo prosperó y creció fuerte y resistente, pues el mar de Ellos templaba. Sus vidas eran duras y peligrosas, pero contribuía a que los hombres crecieran hasta convertirse en hombres fuertes y sus muchachas en arrojadas mujeres tanto en el hogar como en cubierta. La gente respetaba a El. Ofrecían sus plegarias al Antiguo y sólo a él maldecían. Y El se sentía orgulloso de su gente.

Mas, llevado por su generosidad, El bendijo a su gente en exceso. El crudo invierno no se cobraba las suficientes vidas, y las tormentas que enviaba no eran rival para la pericia de los marineros. De modo que la población aumentó, como aumentaron sus rebaños y sus bandadas de aves de corral. En los años de abundancia, los niños débiles no perecían, sino que medraban y se quedaban en casa, y araban más tierras para alimentar a los superpoblados rebaños y otros seres tan débiles como ellos. Los labriegos no agradecían a El sus fuertes vientos y rápidas corrientes. En su lugar, adoraban y juraban únicamente por Eda, Antigua de quienes trabajan la tierra y cuidan de las bestias. De modo que Eda bendijo a sus enclenques con más plantas y animales. Eso no agradaba a El, pero no les prestaba demasiada atención, pues aún tenía al pueblo fuerte de los barcos y las olas. Estos empleaban su nombre para bendecir y maldecir, ya fin de alimentar su coraje El les enviaba tormentas y fríos inviernos.

Pero conforme pasaba el tiempo se reducía el número de quienes profesaban lealtad a El. El pueblo débil del barro sedujo a los marineros y les proporcionó hijos que sólo servían para cuidar de la tierra. El pueblo fuerte abandonó las heladas orillas y los pastos escarchados y se trasladó al sur, a las plácidas tierras en que crecían la uva y el trigo. Eran cada vez menos los que surcaban las olas y recogían los peces que les había cedido El. Cada vez con menos frecuencia escuchaba El su nombre en bendiciones o maldiciones. Hasta que al fin llegó el día en que sólo quedaba una persona que juraba en el nombre de El, un hombre viejo y esquelético, demasiado anciano para el mar, con las articulaciones hinchadas y doloridas y pocos dientes en la boca. Sus bendiciones y maldiciones estaban exentas de peso y ofendían más que halagaban a El, quien no favorecía a los ancianos desvalidos.

Al cabo se desató una tormenta que tendría que haber acabado con el anciano y su pequeña barca. Pero cuando las frías olas se cernieron sobre el hombre, éste se agarró a las tablas destrozadas y osó suplicar clemencia a El, aun cuando todo el mundo sabe que la clemencia le es desconocida. Aquella blasfemia enfureció a El de tal modo que se negó a acoger al anciano en su mar, lo arrojó a la orilla y lo maldijo a no volver a navegar jamás, privándolo al mismo tiempo de toda esperanza de morir. Cuando el hombre salió de las olas salobres, tenía la cara y el cuerpo picados como si hubiera tenido percebes adheridos, se puso en pie con dificultad y se adentró en las tierras plácidas. Y allá donde iba, no veía sino débiles labriegos a los que recriminaba su necedad y advertía de que El engendraría una nueva raza, más resistente, digna de recibir su herencia. Pero la gente no prestaba atención a sus palabras, así de blandos y apoltronados se habían vuelto. Por dondequiera que pasase el anciano, dejaba un rastro de enfermedad, una estela de dolencias eruptivas que no hacían distinciones entre fuertes y débiles, blandos y duros, sino que afectaban por igual a todo el que tocaban. Y justo castigo que era éste, pues es de todos sabido que la peste nace del polvo y se propaga al roturar la tierra.

Así reza la historia. Y así se ha convertido el Hombre Picado en el heraldo de la muerte y la enfermedad, azote de quienes sucumben a la pereza y la mansedumbre debido a la fertilidad de sus tierras.

El regreso de Veraz a Torre del Alce se vio ensombrecido por lo acontecido en Forja. Veraz, pragmático hasta la médula, había abandonado Bahía Pulcritud en cuanto los duques Kelvar y Shemshy hubieron llegado a un acuerdo respecto a la Isla de la Guardia. En realidad, había salido de Bahía Pulcritud junto a sus tropas de élite antes de que Chade y yo volviéramos a la posada, de modo que el camino de vuelta estuvo impregnado de una sensación de vacío. De día, y en torno a las hogueras por la noche, la gente hablaba de Forja, e incluso en nuestra caravana las historias se multiplicaban e imbricaban.

Mi regreso a casa se vio enturbiado por Chade y su reanudación de la molesta charada que era la vil y anciana lady Tomillo. Tuve que atender hasta el menor de sus caprichos en todo momento, hasta el instante en que aparecieron sus lacayos de Torre del Alce para escoltaría hasta sus aposentos. La «anciana» vivía en el ala de las mujeres y, aunque en días venideros me hice el firme propósito de enterarme de cualquier rumor referente a ella, no oí nada salvo comentarios sobre lo solitaria y cascarrabias que era. Jamás llegué a descubrir por completo cómo consiguió crearla y mantenerla Chade.

Torre del Alce, en nuestra ausencia, parecía haber soportado una tempestad de nuevos acontecimientos, hasta el punto de antojárseme diez años y no meras semanas el tiempo que habíamos estado fuera. Ni siquiera Forja logró eclipsar del todo la actuación de lady Gracia. La historia se narraba una y otra vez, y los juglares pugnaban por ver quién conseguía componer la versión definitiva. Oí que el duque Kelvar había llegado incluso a arrodillarse y besar la yema de los dedos de su esposa cuando ésta hubo terminado de hablar, con suma elocuencia, de convertir las torres en las joyas más preciadas de sus tierras. Hubo aún quien me contó que lord Shemshy había dado las gracias personalmente a la dama y le había pedido un baile aquella misma noche, a punto de precipitar así una discordia de distinta naturaleza entre los ducados vecinos.

Me alegré de su éxito. Llegué a escuchar entre susurros, más de una vez, que el príncipe Veraz debería procurarse una dama de sentimientos afines. Cada vez que se ausentaba para dirimir diferencias internas y perseguir saqueadores, la gente añoraba la presencia de un regente fuerte en casa. El viejo rey, Artimañas, seguía siendo nuestro soberano oficialmente hablando. Pero, como observara Burrich, el pueblo tendía a mirar hacia delante.

—Y —añadió—, a la gente le gusta saber que su Rey a la Espera tiene un lecho caliente esperándolo en casa. Les da algo con que alimentar sus fantasías. Pocos pueden permitirse el lujo de vivir romance alguno, por eso vuelcan su imaginación sobre el rey. O el príncipe.

Mas yo sabía que Veraz no tenía tiempo para pensar en camas calientes, ni en ningún otro tipo de cama. Forja había sido al mismo tiempo una amenaza y una advertencia. Se sucedieron las nuevas de otros tres ejemplos similares, en rápida sucesión. Bocage, en las Islas Cercanas, aparentemente había sido «forjada por los Corsarios», como se llegó a conocer el fenómeno, pocas semanas antes. Las noticias tardaron en llegar desde las orillas heladas pero, cuando lo hicieron, fueron tristes. También el pueblo de Bocage había sido tomado como rehén. El consejo de la ciudad, al igual que Artimañas, se había quedado desconcertado por el ultimátum de los Corsarios, rendir tributo o sufrir la liberación de los rehenes. No habían pagado. Como ocurriera en Forja, sus prisioneros habían regresado, físicamente ilesos, pero despojados de toda emoción humana. Entre susurros se hablaba de que en Bocage habían adoptado una solución expeditiva. Las inclementes Islas Cercanas engendraban hombres igual de inclementes. Aun así, incluso ellos habían juzgado piadoso levantar la espada contra sus insensibles hermanos.

Otras dos aldeas fueron saqueadas después de Forja. La gente de Puerta de Piedra había pagado el rescate. Al día siguiente la marea acercó a la orilla distintos trozos de cuerpos, y la aldea se había reunido para enterrarlos. La noticia llegó a Torre del Alce sin pedir perdón, sólo con la inarticulada asunción de que, de haber estado más atento el rey, al menos habrían tenido noticia de los saqueos.

Ovejería había aceptado el reto sin amilanarse. Se negaron a pagar el rescate, pero con los rumores de Forja presentes en todo el territorio, se prepararon para lo peor. Habían recibido a sus rehenes liberados con grilletes y ronzales. Condujeron a sus vecinos de regreso, dejándolos sin sentido a palos en algunos casos, antes de maniatarlos y devolverlos a sus respectivos hogares. La aldea se unió en un intento por hacerlos regresar a su antiguo yo. Las historias de Ovejería eran las que más se contaban: la de la madre que repudió al bebé lactante que le devolvieron, declarando entre maldiciones que no quería tener nada que ver con aquella criatura mojada y llorona; la del pequeño que chillaba y gritaba estando maniatado, sólo para abalanzarse sobre su propio padre con un cuchillo de trinchar en cuanto lo hubo desatado el desconsolado progenitor. Algunos maldecían, se debatían y escupían a sus parientes. Otros se sumían en una vida de sumisión e inactividad, comiendo y bebiendo lo que les ponían delante, pero sin pronunciar palabras de agradecimiento ni afecto. Libres de sus ligaduras, ésos no atacaban a sus familias, pero tampoco trabajaban, ni siquiera se unían a sus parientes en los momentos de ocio. Robaban sin pudor, aun a sus propios hijos, y acumulaban monedas y engullían el alimento como glotones. No reportaban dicha a nadie, ni siquiera una sola palabra amable. Pero contaban que en Ovejería la gente estaba dispuesta a perseverar hasta que remitiera la «enfermedad de los Corsarios». Eso daba a los nobles de Torre del Alce un poco de esperanza a la que aferrarse. Hablaban del coraje de los aldeanos con admiración y juraban que también ellos harían lo mismo si sus parientes fueran forjados por los Corsarios.

Ovejería y sus valientes habitantes se convirtieron en un nexo de unión para los Seis Ducados. El rey Artimañas decretó más impuestos en su nombre. Algunos agricultores proporcionaron grano a quienes estaban tan ocupados cuidando de sus familiares impedidos que no tenían tiempo para regenerar sus rebaños diezmados ni replantar sus campos arrasados. Hubo quienes acudieron a construir más barcos y contratar más hombres para patrullar la costa.

Al principio la gente se enorgullecía de su labor. Los habitantes de los acantilados comenzaron a organizarse en turnos de guardia voluntarios. Se amplió el uso de corredores, pájaros mensajeros y señales de fuego. Algunas poblaciones enviaron ganado y provisiones a Ovejería, para su distribución entre los más necesitados. Pero conforme transcurrían las largas semanas y los rehenes devueltos seguían sin mostrar indicios de recuperar su sano juicio, todas las esperanzas y devociones empezaron a parecer más patéticas que nobles. Los principales partidarios de aquellas iniciativas declaraban ahora que, de ser capturados, preferirían ser cortados en pedazos y arrojados al mar antes que ser liberados para provocar a sus familias tanta congoja y pesar.

Lo peor, creo, era que en aquellos momentos de necesidad el mismo trono no sabía con certeza qué hacer. De haberse emitido un edicto real, donde se estipulara el carácter obligatorio o no del pago de los rescates exigidos, habría sido mejor. Con independencia de la orden, sin duda habría habido quienes se opusieran al decreto. Pero al menos así el rey habría manifestado su postura y la gente habría sabido hacerse una idea del modo en que se asumía la amenaza. En cambio, el aumento de las patrullas y las guardias no conseguía sino dar la imagen de una Torre del Alce aterrorizada por esta nueva amenaza, carente de una estrategia con la que hacerle frente. A falta de edictos reales, las aldeas costeras decidieron ocuparse del problema por sí solas. Se convocaron asambleas para decidir qué hacer en caso de resultar Forjados. En algunas se adoptaron ciertas medidas, y en otras se aprobaron medidas contrarias.

—Pero en cualquier caso —me dijo Chade con cansancio—, da igual lo que decidan. Su lealtad al reino se resiente.

Tanto si pagan el tributo como si no, los Corsarios se reirán a nuestra costa mientras brindan con sus jarras de sangre fermentada. Pues al tomar una decisión, nuestros aldeanos no se dicen para sus adentros: «si somos Forjados», sino «cuando nos Forjen». De esa manera ya sale malparada su alma, ya que no su cuerpo. Miran a sus vecinos, las madres miran a sus hijos, los hombres a sus padres, y saben que están condenándolos de antemano a la muerte o a la Forja. Y. el reino sale perdiendo, pues al decidir cada ciudad por sí sola, se separa del conjunto. Vamos a disgregarnos en un millar de pequeños concejos, preocupado cada uno de ellos únicamente por lo que hará por sí mismo en caso de ataque. Si Artimañas y Veraz no actúan deprisa, el reino se convertirá en algo que existirá únicamente a modo de título, de recuerdo en la mente de sus antiguos gobernantes.

—Pero ¿qué pueden hacer? —quise saber—. Da igual cuántos decretos se aprueben, ninguno dará con la solución adecuada. —Cogí las tenazas y acerqué un poco más al fuego el crisol que estaba atendiendo.

—En ocasiones —masculló Chade—, vale más equivocarse que no hacer nada. Mira, muchacho, si tú, un simple crío, te das cuenta de que cualquier decisión será errónea, cualquiera puede. Pero cuando menos un edicto nos proporcionaría una especie de respuesta común. No daría la impresión de que cada aldea debiese lamerse las heridas por sí sola. Y además de un decreto de ese tipo, Artimañas y Veraz tendrían que emprender otras acciones. —Se acercó para echar un vistazo al líquido que burbujeaba—. Más calor —sugirió.

Cogí un fuelle pequeño y lo accioné con cuidado.

—¿Qué otras acciones?

—Tomar represalias contra los marginados. Proveer de barcos y provisiones a quienes estén dispuestos a acometer esa empresa. Prohibir que los animales pasten tentadoramente cerca de la costa. Proporcionar más armas a las poblaciones, ya que no podemos destacar hombres a cada una para su protección. Arado de Eda, darles píldoras de semilla de carris y dulcamara para que las lleven en bolsas anudadas a la cintura y puedan utilizarlas si los capturan en alguna incursión, de modo que quienes lo deseen puedan quitarse la vida antes de convertirse en rehenes. Lo que sea, chico. Cualquier cosa que hiciera el rey a estas alturas sería preferible a esta maldita indecisión.

Me quedé sentado mirando a Chade. Era la primera vez que lo oía hablar tan enérgicamente, y tampoco antes lo había oído criticar a Artimañas con tanta franqueza. Me dejó sin habla. Contuve el aliento, esperando que dijera algo más pero casi atemorizado ante lo que pudiera salir de sus labios. Parecía ajeno al modo en que yo lo observaba atónito.

—Acerca eso un poco más al fuego. Pero ten cuidado. Si explota, el rey Artimañas tendrá dos hombres picados en vez de uno. —Me miró de soslayo—. Sí, así fue como me señalé la cara. Aunque bien pudiera haberse debido a la plaga, por el trato que me dispensa Artimañas últimamente. «Te rodean los malos presagios, el mal agüero y el mal fario», ha llegado a decirme. «Creo que sólo quieres adiestrar el muchacho en la Habilidad porque a ti no te la enseñaron. No me gusta esa ambición, Chade. Olvídate». Así habla el fantasma de la reina por boca del rey.

La amargura de Chade me tenía petrificado.

—Hidalgo. El nos hacía falta ahora —prosiguió al cabo—. Artimañas se contiene y Veraz es un buen soldado, pero presta demasiada atención a los consejos de su padre. Lo criaron para ser el segundo, no el primero. No sabe tomar la iniciativa. Nos hace falta un Hidalgo. El iría a esas ciudades, hablaría con la gente que ha perdido a sus seres queridos por culpa de la Forja. Maldita sea, hablaría aun con los mismísimos Forjados…

—¿Crees que serviría de algo? —pregunté quedamente. Apenas osaba moverme. Me daba la impresión de que Chade hablaba más para sí que para mí.

—No lo solucionaría, no. Pero nuestro pueblo sabría ver la implicación de sus gobernantes. A veces eso es lo único que hace falta, chico. Pero lo único que hace Veraz es desfilar con sus soldaditos de juguete y sopesar distintas tácticas. Y Artimañas se limita a observar, sin pensar en su gente, sólo en la forma de garantizar que Regio siga a salvo y asentado en el poder por si Veraz consigue que lo maten finalmente.

—¿Regio? —balbucí, patidifuso. ¿Regio, con sus bonitos ropajes y sus posturas de gallito? Andaba siempre a la vera de Artimañas, pero nunca se me había ocurrido considerarlo un auténtico príncipe. Me afectó escuchar su nombre en medio de aquella conversación.

—Se ha convertido en el predilecto de su padre —rezongó Chade—. Artimañas no ha hecho más que malcriarlo desde que muriera la reina. Intenta comprar con regalos el corazón del muchacho, ahora que su madre ya no anda cerca para exigirle obediencia. Y Regio se aprovecha al máximo. No dice más que lo que quiere oír el viejo, y Artimañas le da demasiada libertad. Deja que deambule a su antojo, dilapidando los dineros en visitas hueras a Lumbrales y Haza, donde la gente de su madre le llena la cabeza de ideas que alimentan su vanidad. El chico debería quedarse en casa y prestar más atención a la forma en que emplea su tiempo. Y el dinero del rey. Lo que gasta pavoneándose por ahí bastaría para dotar un barco entero. —De improviso, enojado—: ¡Está demasiado caliente! Sácalo enseguida, que se te va a echar a perder.

Pero la advertencia llegó demasiado tarde, pues el crisol crepitaba ya con un ruido semejante al del hielo al resquebrajarse y su contenido inundó la estancia de Chade con un olor punzante que puso fin por aquella noche a las clases y la conversación.

No volví a ser convocado enseguida. El resto de las clases continuaron, pero echaba en falta a Chade conforme transcurrían las semanas y seguía sin recibir su llamada. Sabía que no estaba disgustado conmigo, sólo preocupado. Cuando, un día ocioso, proyecté mi conciencia hacia él, no sentí más que secretismo y discordancia. Y un coscorrón en la cabeza cuando me descubrió Burrich.

—Estáte quieto —siseó, sin prestar atención a mi calculada expresión de pávida inocencia. Miró en rededor del establo que yo estaba barriendo como si esperara encontrar algún perro o gato al acecho—. ¡Aquí no hay nada! —exclamó.

—Paja y estiércol, nada más —convine, frotándome la nuca.

—Entonces, ¿qué hacías?

—Soñar despierto —musité—. Nada más.

—A mí no me la das, Traspié —gruñó—. Ni se te ocurra intentarlo. En mis establos no. No vas a pervertir a mis bestias de esa manera. Ni a degradar la sangre de Hidalgo. Acuérdate de lo que te digo.

Apreté los dientes, agaché la cabeza y volví al trabajo. Transcurrido un instante lo oí suspirar y seguir su camino. Continué barriendo, hirviendo por dentro, decidido a no permitir que Burrich me pillara desprevenido de nuevo.

El resto de aquel verano fue una vorágine tal de acontecimientos que me cuesta recordar el orden exacto en que se desarrollaron. Por la noche, la misma textura del aire parecía alterarse. Cuando bajaba a la ciudad, no oía hablar más que de fortificaciones y preparativos. Aquel verano sólo se Forjaron dos ciudades más, pero parecían cien, tanto se repetían las historias y crecían a medida que volaban de boca en boca.

—Como si nadie supiera hablar de otra cosa —se quejaba Molly.

Paseábamos por Playa Larga, bajo el sol de una tarde estival. La brisa procedente del mar era un bálsamo que se agradecía tras todo un día de bochorno. Burrich había viajado a Boca de Primavera para ver si podía averiguar por qué desarrollaba todo el ganado de la zona unas llagas enormes. Aquello me suponía escapar de las clases matutinas, pero su ausencia implicaba que yo quedaba al cuidado de los perros y los caballos, sobre todo porque Mazurco había acompañado a Regio hasta el Lago Turia, donde debería ocuparse de sus animales durante una cacería.

Pero el contrapeso de aquella balanza lo constituía la menor supervisión a la que estaban sometidas mis tardes, por lo que disfrutaba de más tiempo para visitar la ciudad.

Mis paseos vespertinos con Molly se habían convertido casi en una rutina. La salud de su padre se resquebrajaba y ya ni siquiera le hacía falta beber para caer profundamente dormido temprano todas las noches. Molly envolvía salchichas y queso para nosotros, o una hogaza pequeña de pan y algo de pescado ahumado, cogíamos una cesta y una botella de vino barato y nos acercábamos a los rompientes de la playa. Allí nos sentábamos en las rocas que desprendían aún los últimos resto del calor acumulado durante el día, y Molly me hablaba de su trabajo y de los cotilleos del día. A veces nuestros codos se rozaban mientras caminábamos.

—Sara, la hija del carnicero, me ha dicho que se muere de ganas de que llegue el invierno. El viento y el hielo obligarán a los Corsarios de la Vela Roja a retirarse a sus orillas una temporada, y así dejaremos de pasar tanto miedo, eso dice. Pero luego salta Kelty y dice que a lo mejor dejamos de temer más Forjas, pero que seguiremos temiendo a los Forjados que deambulan por nuestras tierras. Corre el rumor de que algunos vecinos de Forja han salido de su pueblo, ahora que ya no les queda nada por saquear, y que van de un lado para otro como bandidos, asaltando a los viajeros.

—Me extraña. Lo más probable es que los salteadores de caminos sean otros que intentan hacerse pasar por Forjados para no ser el blanco de las represalias. A los Forjados les falta la camaradería necesaria para formar una banda de nada —la contradije lánguidamente. Tenía la mirada perdida en la bahía, con los ojos casi cerrados del todo para protegerlos del destello del sol en el agua. No me hacía falta mirar a Molly para sentirla a mi lado. Era una tensión curiosa que no alcanzaba a comprender del todo. Ella tenía dieciséis años, y yo casi catorce, y esos dos años se interponían entre nosotros como una muralla insalvable. Pero ella siempre sacaba tiempo para mí y parecía disfrutar de mi compañía. Parecía tan consciente de mí como yo de ella. Pero si la sondeaba, se replegaba, deteniéndose para quitarse un guijarro del zapato o hablando de repente de la enfermedad de su padre y lo mucho que la necesitaba. Empero, si apartaba mis sentidos de aquella tensión, se mostraba tímida e insegura, e intentaba mirarme a la cara y fijarse en mis ojos y mi boca. Yo no lo entendía, pero era como si sostuviéramos una cuerda tensa entre nosotros. Aunque ahora percibí una nota de frustración en su voz.

—Ah. Ya veo. Tú sí que sabes cosas de los Forjados, ¿a que sí?; más que quienes han sufrido sus tropelías.

Su arisca reprimenda me cogió desprevenido y transcurrió un momento antes de que lograra hablar. Molly no estaba enterada de mi relación con Chade, mucho menos de mi escapada con él a Forja. Para ella yo no era más que un recadero de la torre que trabajaba para el encargado de los establos cuando no para el escribano. No podía contarle cuántas cosas sabía, y menos el modo en que había sentido lo que era la Forja.

—He oído hablar a los guardias, cuando pasan cerca de los establos o por la cocina, de noche. Los soldados como ellos conocen todo tipo de gente, y son ellos los que afirman que los Forjados no tienen amigos, ni familia, ni lazos afectivos con nadie. Aunque me imagino que si a alguno de ellos le diera por robar a los viajeros, los demás lo imitarían, y eso sería algo parecido a una banda de ladrones.

—A lo mejor. —Parecía apaciguada por mis comentarios—. Mira, subamos ahí a comer.

«Ahí» era una cornisa que sobresalía del filo del acantilado más que del rompeolas. Pero asentí con la cabeza, y pasamos los minutos siguientes intentando auparnos hasta allí con nuestras cestas. Hubimos de escalar más que en ninguna otra de nuestras excursiones. Me descubrí observando cómo se conducía Molly con sus faldas, aprovechando cualquier oportunidad para ofrecerle el brazo, o cogiéndola de la mano para ayudarla a sortear un tramo abrupto sin que tuviera que soltar su canasto. Un instante de inspiración me ayudó a deducir que la sugerencia de Molly había sido su manera de manipular la situación para provocar aquello. Por fin alcanzamos la cornisa y nos sentamos, contemplando las aguas con su cesta entre nosotros, mientras yo me solazaba en la comprensión de su conciencia de mí. Me recordaba a las mazas de los malabaristas del Festival de Primavera, que las lanzaban arriba y abajo, arriba y abajo, cada vez más y más deprisa. El silencio se prolongó hasta que llegó el momento en que alguno de los dos tenía que decir algo. La miré, pero ella rehuyó mis ojos. Prefirió fijarse en su cesta y decir:

—Ay, ¿vino de diente de león? Creía que nunca salía bueno hasta pasada la mitad del invierno.

—Es del año pasado… ha tenido todo un invierno para madurar —dije, antes de coger la botella para descorcharla con mi cuchillo. Me observó mientras bregaba un rato con ella, antes de quitármela, sacar su navaja delgada, ensartar el tapón y extraerlo con un experto giro de muñeca que despertó mi envidia.

Reparó en mi expresión y se encogió de hombros.

—Ya ni recuerdo el tiempo que llevo descorchando botellas para mi padre. Antes era porque estaba demasiado borracho. Ahora le falta fuerza en las manos, aunque esté sobrio. —Una mezcla de dolor y amargura teñía sus palabras.

—Ah. —Me esforcé por encontrar un tema de conversación más agradable—. Mira, la Dama de la Lluvia. —Señalé con el dedo hacia un barco de casco estilizado que entraba en el muelle a golpe de remo—. Siempre he pensado que era la nave más bonita de todo el puerto.

—Ha estado de patrulla. El gremio de textiles hizo una colecta. Contribuyeron casi todos los comerciantes de la ciudad. Hasta yo, aunque sólo pude ofrecerles velas para las lámparas. Ahora está tripulada por guardias, y escolta a los barcos que realizan el trayecto entre aquí y Altibajos. Allí sale el Verde Rocío a su encuentro y los acompaña por toda la costa.

—Eso no lo sabía. —Y me extrañaba no haber oído nada en la torre. Se me encogió el corazón al pensar que incluso la ciudad de Torre del Alce estaba adoptando medidas sin el consejo ni el consentimiento del rey. Así lo expresé.

—Bueno, la gente tendrá que apañárselas como pueda si lo único que piensa hacer el rey Artimañas es chasquear la lengua y fruncir el ceño. Para él es fácil pedirnos que seamos fuertes mientras se queda cómodamente sentado en su castillo. Tampoco es que corra peligro de que Forjen a su hijo, a su hermano o a su niñita.

Me avergonzó ser incapaz de decir algo en defensa de mi rey. Y fue la vergüenza lo que me impulsó a reponer:

—Hombre, tú estás casi tan a salvo como el propio Artimañas, al vivir aquí abajo en la ciudad de Torre del Alce.

Molly me miró fijamente a los ojos.

—Tenía un primo, estaba de aprendiz en la ciudad de Forja. —Se detuvo, antes de añadir despacio—: ¿Me juzgarás insensible si te digo que fue un alivio para nosotros enterarnos de que sólo lo habían matado? La incertidumbre se prolongó durante algo más de una semana, pero al fin recibimos noticias de alguien que lo había visto morir. Mi padre y yo pudimos respirar tranquilos. Pudimos llorar su pérdida, sabiendo que su vida había tocado sencillamente a su fin y podíamos echarlo de menos. Ya no teníamos que preguntarnos si seguiría con vida, comportándose como una bestia, reportando desgracia a los demás y vertiendo vergüenza sobre sí mismo.

Guardé silencio un instante. Por fin:

—Lo siento.

No parecía lo adecuado. Extendí la mano para acariciar la suya, inmóvil. Por espacio de un segundo fue casi como si no pudiera sentirla allí, como si su dolor la hubiera sumido en un entumecimiento emocional equiparable al de los Forjados. Pero luego suspiró y volví a sentir su presencia a mi lado.

—Sabes —dije—, a lo mejor es que ni siquiera el rey sabe qué hacer. A lo mejor la solución es tan inalcanzable para él como para nosotros.

—¡Es el rey! —protestó Molly—. Lo llamaron Artimañas para saber de artimañas. Ahora la gente dice que se mantiene al margen para no tener que desembolsar ni una moneda. ¿Por qué tendría que echar mano a sus arcas cuando los comerciantes desesperados contratan mercenarios por su cuenta? Pero, no quiero seguir hablando de esto… —y levantó una mano para atajar mis palabras—. Este no es el motivo por el que hemos salido buscando paz y aire fresco, para hablar de política y miedos. Prefiero que me cuentes lo que hayas estado haciendo. ¿Han nacido ya los cachorros de la perra moteada?

Así que cambiamos de tema, hablamos de los cachorros de Variopinta y del semental que había cubierto a la yegua en celo equivocada. Y luego ella me contó cómo recogía piñas verdes para perfumar sus velas, y moras; lo atareada que estaría durante toda esa semana, intentando envasar moras para el invierno mientras seguía ocupándose de la tienda y haciendo velas.

Charlamos, comimos, bebimos y contemplamos el sol de verano que se demoraba a un palmo del horizonte sin decidirse a ponerse del todo. Yo sentía la tensión como algo agradable que flotaba entre nosotros, un prodigio postergado. La veía como una extensión de mi nuevo y extraño sentido, y me maravillaba que Molly pareciera sentirla y reaccionar a ella a su vez. Quise hablarle de ella, preguntarle si era consciente de las demás personas del mismo modo. Pero temía que, al preguntarle, pudiera delatarme como había ocurrido con Chade, o que se sintiera repugnada como sabía que se sentiría Burrich. De modo que sonreí, y hablamos, y me guardé mis pensamientos para mí.

La acompañé a casa entre las calles en silencio y le di las buenas noches frente a la puerta de la velería. Se detuvo un momento, como si se le hubiera ocurrido algo que decir, pero al final me dedicó únicamente una mirada que reflejaba curiosidad y unas musitadas:

—Buenas noches, Nuevo.

Encaminé mis pasos hacia la torre bajo un cielo azul marino jaspeado de estrellas, pasé por delante de los centinelas entregados a sus sempiternas partidas de dados y subí a los establos. Hice una rápida ronda por los compartimientos, pero allí todo estaba en orden, incluso los cachorros recién nacidos. Reparé en la presencia de dos caballos desconocidos que ocupaban uno de los potreros, y en el palafrén de una dama que alguien había metido en el establo. Decidí que debía de haber venido alguna noble señora de visita. Me pregunté qué la habría traído hasta allí a finales de verano, y admiré la calidad de sus caballos. Luego abandoné las caballerizas y llegué a la torre.

La fuerza de la costumbre dictaminó que mi ruta atravesara las cocinas. Perol estaba familiarizado con los apetitos de los caballerizos y los hombres de armas y sabía que las comidas normales no siempre bastaban para llenarle el estómago a uno. De un tiempo a esa parte había descubierto que me asaltaba el hambre a cualquier hora, al tiempo que la señora Premura declaraba que si yo no dejaba de crecer tan deprisa, tendría que envolverme en cortezas como los salvajes, a falta de una manera de conseguir que me siguiera valiendo la ropa. Ya se me hacía la boca agua al pensar en la enorme olla que tendría Perol llena de galletas blandas, tapada con un paño, y en cierta rueda de queso especialmente fuerte, y en lo bien que casaría todo aquello con un poco de cerveza cuando traspuse la puerta de la cocina.

Había una mujer sentada a la mesa. Estaba comiendo manzanas y queso, pero al entrar yo se puso en pie de un salto y se llevó la mano al corazón como si creyese que era el Hombre Picado en persona. Me detuve.

—No pretendía asustarla, señora. Me asaltó el hambre, así que se me ocurrió buscar algo de comer. ¿Os importa si me quedo?

La dama volvió a sentarse muy despacio. Me pregunté para mis adentros qué hacía alguien de su rango sola de noche en la cocina. Pues la noble cuna de la que procedía no podía disimularse bajo el sencillo manto crema con que se cubría, ni tras su expresión fatigada. Ésa era, sin lugar a dudas, la dueña del palafrén que había en el establo, y no la doncella de alguna dama. Si se había despertado con hambre en plena noche, ¿por qué no se había limitado a llamar a alguna criada para que le acercara un bocado?

La mano que aferraba la tela sobre su pecho subió para acariciarse los labios, como si quisiera aquietar su respiración desbocada. Cuando habló, su voz sonó bien modulada, casi musical.

—No quiero apartaros de vuestra comida. Me he sobresaltado, eso es todo. Entrasteis… tan de repente.

—Gracias, señora.

Deambulé por la espaciosa cocina, del barril de cerveza a la hogaza de pan, pasando por la rueda de queso, y allá donde iba me seguían sus ojos. Su comida descansaba ignorada sobre la mesa donde la había soltado al entrar yo. Me volví mientras me servía una jarra de cerveza para descubrir su mirada clavada en mí. La apartó de inmediato. Articuló los labios, pero no logró emitir sonido alguno.

—¿Puedo ayudaros en algo? —pregunté educada-mente—. ¿Necesitáis cualquier cosa? ¿Os apetece un poco de cerveza?

—Ya que sois tan amable. —Pronunció las palabras con voz queda. Le acerqué la jarra que acababa de servirme y la dejé en la mesa delante de ella. Se apartó cuando me aproximé, como si pudiera contagiarle alguna enfermedad. Me pregunté si olía mal después de haber trabajado en los establos. Decidí que no, pues sin duda Molly me habría dicho algo. Molly nunca tenía pelos en la lengua cuando se trataba de llamarme la atención sobre ese tipo de cosas.

Me procuré otra jarra y, luego, tras mirar en rededor, colegí que lo mejor sería llevarme la comida a mi cuarto. La actitud de la dama ponía de manifiesto cuán incómoda se sentía en mi presencia. Pero mientras hacía equilibrios con las galletas, el queso y la jarra, me indicó con un gesto que ocupara el banco frente a ella.

—Siéntate —me pidió, como si me hubiera leído el pensamiento—. No quisiera privaros de una cena tranquila.

Su tono no era de orden ni invitación, sino algo entre medias. Ocupé el asiento que me indicaba, derramando un poco de cerveza al hacer malabarismos con la comida y la bebida. Sentí el peso de su mirada sobre mí mientras me sentaba. Su comida seguía ignorada frente a ella. Agaché la cabeza para escapar a su escrutinio, y comí aprisa, furtivo como una rata en una esquina temerosa sospecha de que haya un gato detrás de la puerta, a la espera. No me miraba con rudeza, sino que me observaba francamente, con el tipo de atención que conseguía entorpecerme las manos y lograba hacerme plenamente de consciente de acabar de enjugarme la boca con la manga de la camisa.

No se me ocurría qué decir, pero el silencio me mortificaba. La galleta pareció secarse en mi boca, me hizo toser y, cuando quise empujarla con un trago de cerveza, me atraganté. Sus cejas se convulsionaron, su boca se asentó con mayor firmeza. Aun con los ojos clavados en mi bandeja, sentía su mirada. Me apresuré a dar cuenta de la comida, sin querer otra cosa que escapar de aquellos ojos de avellana y de aquellos labios rectos y mudos. Engullí los últimos bocados de pan y queso y me incorporé precipitadamente, tropecé con la mesa y a punto estuve de volcar el banco con las prisas. Me dirigí a la puerta, antes de recordar los consejos de Burrich relativos a excusarse en presencia de una dama. Tragué sin terminar de masticar.

—Que paséis buena noche, señora —musité, haciéndome un lío con la fórmula correcta, incapaz de recordarla. Di un paso cauto hacia la puerta.

—Espera —dijo, y cuando me detuve, añadió—: ¿Duermes arriba o fuera en los establos?

—Las dos cosas. A veces. Quiero decir, una cosa cada vez. Eh, pues, buenas noches, señora. —Di media vuelta y a punto estuve de salir corriendo. Me encontraba en medio de las escaleras antes de extrañarme por lo inusitado de su pregunta. No fue hasta que me disponía a desnudarme que me di cuenta de que aún sujetaba mi jarra de cerveza vacía. Me acosté sintiéndome como un idiota, y preguntándome por qué.