Revelaciones
El tiempo y la marea no esperan a nadie, adagio inmortal donde los haya. Los marineros y los pescadores se refieren simplemente a que las condiciones del océano determinan la suerte de sus embarcaciones, la cual escapa a la voluntad del hombre. Pero a veces me quedo aquí tendido, cuando el té ha mitigado en gran parte el dolor, y medito al respecto. La marea no espera a nadie, sé que eso es verdad. Pero ¿el tiempo? ¿Me estaba esperándola época en que nací? ¿Encajaron en su sitio los acontecimientos igual que encajan los inmensos engranajes de madera del reloj de Sayntanns, inmiscuyéndose en mi gestación y dando impulso a mi vida? No aspiro a la grandeza. Empero, de no haber nacido, de no haber sucumbido mis padres a un arrebato de pasión, todo habría sido distinto. Todo. ¿Mejor? Lo dudo. Luego parpadeo e intento enfocarla vista, y me pregunto si estas ideas se me ocurren a mío son fruto de la droga que nada en mi sangre. Me gustaría hablar de nuevo con Chade, una última vez.
El sol anunciaba el final de la media tarde cuando alguien me zarandeó para despertarme.
—Tu señor te llama —fue todo lo que me dijeron, y me incorporé sobresaltado. Las gaviotas en el aire, la fresca brisa marina y el solemne balanceo de la barca me recordaron dónde estaba. Me puse de pie con dificultad, avergonzado por haberme quedado dormido sin asegurarme antes siquiera de que Chade estuviera cómodo. Me dirigí a popa, a la cabina del bote.
Allí descubrí que Chade se había adueñado de la diminuta mesa de la cocina. Examinaba un mapa que tenía desplegado sobre la misma, pero lo que me llamó la atención fue una enorme sopera llena de caldo de pescado. Me indicó que me sirviera, sin dejar de estudiar el mapa, y obedecí entusiasmado. Había galletas de barco para acompañar, y un vino tinto algo agrio. No supe cuánta hambre tenía hasta que la comida hubo llegado a mi estómago. Estaba rebañando el plato con un trozo de galleta cuando me preguntó Chade:
—¿Mejor?
—Mucho mejor —respondí—. ¿Y tú?
—Mejor —dijo, y me dedicó su acostumbrada mirada de halcón. Para mi alivio, parecía recuperado por completo. Apartó mis platos y desplegó el mapa frente a mí—. Por la tarde estaremos aquí. Desembarcar será mucho más complicado que subir a bordo. Con un poco de suerte, tendremos viento cuando nos haga falta. Si no, nos perderemos lo mejor de la marea y la corriente será más fuerte. Podríamos terminar obligando a los caballos a alcanzar la orilla a nado mientras nosotros seguimos en la arenera. Espero que no, pero estáte preparado, por si acaso. Cuando estemos en tierra…
—Hueles a semillas de carris —dije, sin dar crédito a mis propias palabras. Pero había percibido el inconfundible aroma dulzón de las semillas y el aceite en su aliento. Yo había probado los pasteles de semillas de carris, en el Festival de Primavera, cuando lo hace todo el mundo, y conocía la vertiginosa energía que confería incluso el simple espolvoreado de las semillas sobre una tarta. Todos celebraban así el Comienzo de la Primavera. Una vez al año no hace daño. Pero también sabía que Burrich me había advertido que no comprara nunca un caballo que oliera a semillas de carris, igual que me había advertido también que si alguna vez descubría a alguien mezclando aceite de semillas de carris en el grano de nuestros caballos, lo mataría. Con las manos desnudas.
—¿Sí? Fíjate. Veamos, sugiero que si los caballos tienen que nadar, metas la camisa y la capa en una bolsa de hule y la dejes conmigo en la arenera. Así por lo menos tendrás algo seco que ponerte cuando alcancemos la playa. Desde allí, nuestra carretera…
—Burrich dice que cuando un animal lo prueba, no vuelve a ser el mismo. Hace algo a los caballos. Dice que se puede utilizar para ganar una carrera, o para perseguir venados, pero después de eso la bestia no volverá a ser la de antes. Dice que los tratantes de caballos poco honrados utilizan esas semillas para que el animal tenga buena presencia en la subasta; le dan brío y le iluminan la mirada, pero el efecto se pasa enseguida. Burrich dice que les impide percatarse de su cansancio, de modo que siguen esforzándose mucho después del momento en que tendrían que haber caído rendidos de puro agotamiento. Burrich me contó que, a veces, cuando se disipa el efecto de las semillas, el caballo simplemente revienta.
Las palabras brotaban de mi boca, como el agua fría sobre las rocas.
Chade levantó la vista del mapa. Me miró de soslayo.
—Se diría que Burrich lo sabe todo acerca de las semillas de carris. Me alegro de que prestaras tanta atención a sus enseñanzas. Ahora quizá pudieras hacerme el favor de fijarte igual de bien mientras planeamos la siguiente etapa de nuestro viaje.
—Pero, Chade…
Me traspasó con la mirada.
—Burrich es un buen caballerizo. Ya apuntaba maneras de crío. Rara vez se equivoca… cuando habla de caballos. Ahora atiende a mis palabras. Nos hará falta una lámpara para llegar desde la playa a los acantilados. El camino es muy malo; quizá tengamos que subir los caballos de uno en uno. Pero me han dicho que puede hacerse. Desde allí, iremos campo a través hasta Forja. No hay ninguna carretera por la que podamos viajar lo bastante deprisa. El terreno es accidentado, pero no hay bosques. Y viajaremos de noche, de modo que tendremos que guiarnos por las estrellas. Espero llegar a Forja mediada la tarde. Entraremos haciéndonos pasar por viajeros, tú y yo. Eso es cuanto he decidido por ahora; el resto habrá que planearlo sobre la marcha…
Así dejé escapar la ocasión de preguntarle cómo utilizar la semilla sin morir en el intento, enterrada por sus meditados planes y sus minuciosos detalles. Dedicó otra media hora a referirme los pormenores y luego me echó del camarote, arguyendo tener más preparativos de los que ocuparse e instándome a echar un vistazo a los caballos y descansar en la medida de lo posible.
Los caballos estaban delante, en un improvisado cercado marcado por una cuerda en la cubierta, sobre la cual se habían esparcido montones de paja para evitar a la madera los estragos causados por sus pezuñas y sus excrementos. Un hombre de semblante hosco se afanaba en la reparación de un trozo de barandilla que había roto Hollín de una coz al embarcar. No parecía dispuesto a entablar conversación, y los caballos estaban tan tranquilos y cómodos como cabía esperar. Deambulé un rato por la cubierta. Viajábamos a bordo de una embarcación pequeña, habituada al comercio entre las islas. Su anchura y su escaso calado la hacían ideal para remontar los ríos o acercarse a las playas sin sufrir desperfectos, pero su capacidad para surcar aguas profundas dejaba mucho que desear. Avanzaba a trompicones, columpiándose, con el paso sincopado de una campesina cargada con sus mercancías que se paseara por una plaza atestada. Al parecer nosotros constituíamos todo el cargamento. Uno de los marineros de cubierta me dio un par de manzanas para compartir con los caballos, pero poca conversación. De modo que, cuando hube distribuido la fruta, me acomodé cerca de ellos sobre la paja y procuré seguir el consejo de Chade y descansar.
El viento nos era favorable, y el capitán nos acercó a los impresionantes acantilados más de lo que yo hubiera creído posible, pero eso no facilitó la tarea de desembarcar a los caballos. Ni todos los sermones y advertencias de Chade me habían preparado para afrontar la negrura de la noche en el agua. Las lámparas de cubierta se me antojaban patéticas, me desorientaban con las sombras que proyectaban más que ayudarme con su débil luz. Al final, un marinero de cubierta acercó a Chade a la orilla remando en la arenera de la nave. Yo desembarqué con los renuentes caballos, pues sabía que Hollín se rebelaría contra los cabos y podría hacer zozobrar la arenera. Me agarré a Hollín y la tranquilicé, confiando en que su sentido común nos guiara hacia la tenue luz de la linterna que brillaba en la orilla. Me mantuve a cierta distancia del caballo de Chade, pues no quería que pataleara demasiado cerca de nosotros en el agua. El mar estaba helado, la noche era oscura y, de estar en mi sano juicio, habría rezado para encontrarme en cualquier otro lugar, pero los jóvenes tienen la habilidad de coger las dificultades y los retos mundanos y convertirlos en aventuras y desafíos personales.
Salí del agua empapado, aterido por el frío y absolutamente encantado. Sujeté las riendas de Hollín y convencí al caballo de Chade para que saliera. Para cuando hube logrado controlarlos a ambos, Chade estaba a mi lado, lámpara en mano, riendo exultante. El remero ya se había despedido y regresaba a la barca. Chade me entregó mi ropa seca, pero de poco me servía puesta sobre la mojada.
—¿Dónde está el sendero? —pregunté, con voz trémula a causa del castañeteo de mis dientes.
Chade soltó un bufido irónico.
—¿Sendero? He echado un rápido vistazo mientras tirabas de mi caballo. No hay sendero que valga, es sólo el canal por el que baja el agua cuando llueve sobre los acantilados. Pero tendremos que conformarnos.
No era tan malo como él lo pintaba, aunque poco le faltaba. Era angosto, empinado, y la grava se desprendía bajo nuestros pies. Chade caminaba delante con la linterna. Yo lo seguía, con los caballos en fila detrás de mí. En un momento dado, el bayo de Chade se puso nervioso, reculó, consiguió hacerme perder el equilibrio y a punto estuvo de provocar que Hollín cayera de rodillas en su esfuerzo por seguir avanzando. Tenía el corazón en la garganta cuando por fin alcanzamos la cima de los acantilados.
Entonces se desplegaron ante nosotros la noche y la ladera bajo la luna llena y las estrellas esparcidas por el firmamento, y volvió a apoderarse de mí el espíritu de la aventura. Supongo que se debía en parte a la actitud de Chade. Tenía los ojos muy abiertos y brillantes, aun a la luz de la lámpara, debido a las semillas de carris; su energía, por antinatural que fuese, resultaba contagiosa. Incluso los caballos parecían sentirse afectados, a juzgar por cómo resoplaban y zangoloteaban la cabeza. Chade y yo nos reímos como dementes mientras ajustábamos los arneses y montábamos. Echó un vistazo a las estrellas y a la ladera que descendía ante nosotros. Arrojó la linterna a un lado con imprudente desdén.
—¡En marcha! —anunció a la noche, y espoleó al bayo, que salió disparado. Hollín no tenía intención de quedarse rezagada, de modo que hice algo que no había hecho en mi vida: galopar por una pendiente desconocida, en plena noche. Es un milagro que no nos rompiéramos el cuello. No en vano dicen que la suerte favorece a los niños y los locos. Aquella noche creo que cumplíamos todos los requisitos.
Chade iba delante y yo lo seguía. Aquella noche encajé otra pieza del rompecabezas que había sido siempre Burrich para mí. Pues reporta una extraña paz ceder tu capacidad de decisión a otra persona, decir: «Ve tú delante, que yo te sigo y confiaré a ciegas en que no me conduzcas hasta la muerte». Aquella noche, mientras probábamos el límite de nuestras monturas y Chade nos guiaba sin más referencia que el cielo estrellado, no pensé ni por un momento en lo que podría ocurrir si nos desviábamos del camino o si alguno de los caballos resbalaba de repente y se caía. No me sentía en absoluto responsable de mis actos. De pronto todo era fácil y evidente. Lo único que tenía que hacer era seguir las indicaciones de Chade y confiar en que supiera lo que se hacía. Mi alma se elevaba en la cresta de aquella ola de fe, y en algún momento de la noche pensé: Esto era lo que percibía Burrich de Hidalgo, lo que tanto echa de menos.
Cabalgamos durante toda la noche. Chade dio un respiro a los caballos, pero no tan a menudo como lo hubiera hecho Burrich. Y se detuvo más de una vez para estudiar el cielo anochecido y luego el horizonte, asegurándose así de que seguíamos la ruta correcta.
—¿Ves aquella colina de allí, recortada contra las estrellas? No se ve bien, pero sé que está allí. De día, tiene forma de gorra de vendedor de mantequilla. Roca del Legislador, la llaman. Que quede siempre a nuestra izquierda. Vamos.
En otra ocasión se detuvo en lo alto de una colina. Frené mi yegua detrás de su caballo. Chade se quedó sentado, inmóvil y erguido. Parecía una estatua. Luego levantó el brazo y señaló. Le temblaba ligeramente la mano.
—¿Ves aquella quebrada? Nos hemos desviado un poco hacia el este. Tendremos que corregir el rumbo sobre la marcha.
La quebrada era invisible para mí, un trazo algo más oscuro en medio del paisaje en penumbra. Me pregunté cómo era posible que la hubiera visto él. Había transcurrido una media hora cuando hizo gesto a nuestra izquierda, donde titilaba una luz solitaria.
—Esta noche hay alguien en Cuna de Lana-comentó. —El panadero, lo más probable, metiendo las primeras hogazas en el horno,-Se giró en la silla e intuí más que vi su sonrisa—. Nací a un kilómetro de aquí. Vamos, chico, en marcha. No me hace gracia que haya saqueadores tan cerca de Cuna de Lana.
De modo que reemprendimos la marcha y descendimos una ladera tan empinada que sentí cómo se tensaban los músculos de Hollín mientras se apoyaba en los cuartos traseros y bajaba casi patinando.
El alba clareaba en el cielo antes de que volviera a oler el mar. Y aún era temprano cuando coronamos una elevación y pudimos ver la pequeña aldea de Forja. Era un lugar desfavorecido en más de un sentido; su fondeadero sólo se utilizaba en determinados momentos del día. El resto del tiempo sus barcos tenían que anclar lejos de la orilla y dejar que las embarcaciones más pequeñas realizaran continuos viajes de ida y vuelta entre ellos y la orilla. Si Forja aparecía en los mapas era gracias exclusivamente a sus yacimientos de hierro. No esperaba encontrarme con una ciudad bulliciosa. Pero tampoco estaba preparado para los densos penachos de humo que se elevaban desde los edificios ennegrecidos y sin techo. Una vaca mugía en alguna parte, lamentándose por culpa de sus ubres doloridas. Un puñado de botes dispersos flotaban frente a la orilla, con sus altos mástiles semejantes a árboles muertos.
La mañana desvelaba únicamente calles vacías.
—¿Dónde está la gente? —me pregunté en voz alta.
—Muertos, secuestrados o escondidos todavía en los bosques. —La tensión que marcaba la voz de Chade atrajo mis ojos hasta su cara. Me sorprendió el dolor que encontré en ella. Se dio cuenta de que estaba mirándolo y se encogió de hombros sin decir nada—. La sensación de que esta gente es tu gente, de que su desgracia es también la tuya… Lo comprenderás cuando crezcas. Está en la sangre.
Me dejó cavilando sobre sus palabras mientras permitía que su agotada montura aminorara el paso. Bajamos de la colina y entramos en la ciudad.
Parecía que aminorar el paso era la única precaución que pensaba tomar Chade. Sólo éramos dos, desarmados, a lomos de unos caballos exhaustos, adentrándonos en una ciudad donde…
—El barco se ha ido, chico. Una nave de presa no se mueve sin una dotación completa de remeros. No con la corriente que barre este tramo de costa. Lo cual no deja de ser otro prodigio. ¿Cómo es posible que conocieran tan bien nuestras mareas y corrientes? ¿Por qué saquear esta aldea, en definitiva? ¿Para llevarse un cargamento de hierro? Les resultaría mucho más sencillo arrebatárselo a un buque mercante. No tiene sentido, chico. Ningún sentido.
La noche anterior había dejado un espeso manto de rocío. La ciudad emitía un tufo a hogares mojados y calcinados. Todavía ardían algunos. Frente a otros, la calle se veía sembrada de enseres domésticos, pero no sabía si los habitantes habían intentado rescatarlos, o si los saqueadores habían comenzado a llevárselos y luego habían cambiado de opinión. Un salero sin su tapa, varios metros de lana, un zapato, una silla rota: los restos daban resumidas cuentas de todo lo que había sido acogedor y querido y ahora no era más que basura atrapada en el barro. Sentí que me sobrecogía una desalentadora impresión de horror.
—Hemos llegado demasiado tarde —musitó Chade. Tiró de las riendas de su caballo y Hollín se detuvo a su lado.
—¿Cómo? —pregunté como un necio, arrancado de mi ensimismamiento.
—Los rehenes. Al final los devolvieron.
—¿Dónde?
Chade me observó con incredulidad, como si yo estuviera loco o fuese un estúpido.
—Allí. Entre las ruinas de aquel edificio.
Me cuesta referir lo que me sucedió en aquel instante de mi vida. Fue tanto lo que ocurrió, tan de repente… Alcé la mirada para ver un grupo de personas, de todas las edades y sexos, en el interior del armazón devastado de una especie de almacén. Murmuraban entre sí mientras escarbaban entre los restos. Su aspecto era lamentable, pero eso no parecía preocuparlos. Ante mis ojos, dos mujeres asieron la misma tetera a la vez, un recipiente de buen tamaño, y luego procedieron a abofetearse mutuamente en un intento por ahuyentar a la otra y quedarse con el botín. Me recordaron a una pareja de payasos que se disputaran una corteza de queso. Chillaban, gesticulaban y se insultaban mientras cada una tiraba de su respectiva asa. Los demás, ajenos a la reyerta, se ocupaban de su propio saqueo.
Aquel comportamiento resultaba sumamente extraño en unos aldeanos. Siempre había oído cómo, tras un saqueo, las víctimas cerraban filas, se ponían manos a la obra y habilitaban los edificios que aún quedaran en pie para luego ayudarse mutuamente a recuperar las pertenencias queridas, compartiéndolo todo y apañándoselas mientras se reconstruían las casas y se reemplazaban los almacenes. Pero aquellas personas parecían completamente ignorantes del hecho de que lo habían perdido casi todo y de que sus familiares y amigos habían perecido durante el saqueo. Al contrario, se habían reunido para pelear por los restos.
Comprender aquello ya era lo suficientemente espantoso.
Pero, además, tampoco podía sentirlos.
No los había visto ni oído hasta que Chade me llamó la atención sobre ellos. Habría pasado a su lado sin percatarme. Y el otro suceso significativo que experimenté en ese instante fue el comprender que yo no me parecía a nadie que conociese. Imaginemos que un niño crece en una aldea de ciegos, donde nadie sospecha siquiera de la existencia de ese sentido. El niño no tendría palabras con que aludir a los colores, ni a los distintos grados de iluminación. Los demás no tendrían ni idea del modo en que ese pequeño percibe el mundo. Así me sentí en aquel momento, sentado a lomos de Hollín, mirando fijamente a aquellas personas. Pues Chade se preguntó en voz alta, con voz de conmiseración:
—¿Qué ocurre aquí? ¿Qué les sucede?
Yo lo sabía.
Todos los hilos que envolvían a la gente, los que unían a madres e hijos, a hombres y mujeres, toda la afinidad que se extendía a la familia y los vecinos, a las mascotas y el ganado, incluso a los peces del mar y las aves del cielo… todo, todo había desaparecido.
Toda mi vida, sin saberlo, había dependido de aquellos hilos de sentimientos para percibir la presencia de los demás seres vivos que me rodeaban. Los perros, los caballos, incluso las gallinas los tenían, igual que los humanos. Por eso miraba hacia la puerta antes de que la cruzara Burrich o sabía cuándo había un cachorro recién nacido en el establo, casi enterrado bajo la paja. Por eso me despertaba cuando Chade abría la trampilla de la escalera. Porque podía sentir a la gente. Y ese sentido era el que me alertaba siempre primero, el que me avisaba para que utilizara también los ojos, los oídos y el olfato, para percibir cuanto me rodeaba.
Pero aquellas personas no emitían sensación alguna.
Imaginad que el agua no pesara ni mojase. Así eran aquellas personas para mí. Despojadas de lo que las hacía no sólo humanas, sino vivas. Para mí, era como si ante mis ojos se hubieran erguido unas piedras que musitaran y se enfrentaran entre sí. Una niña encontró un tarro de mermelada, metió la mano en su interior y extrajo un puñado que empezó a lamer. Un hombre mayor se apartó de la calcinada pila de telas entre las que había estado rebuscando y se dirigió hacia la pequeña. Agarró el frasco y empujó a la niña a un lado, sin hacer caso de sus gritos airados.
Nadie hizo ademán de intervenir.
Me incliné hacia delante y cogí las riendas de Chade cuando se disponía a desmontar. Lancé un grito inarticulado a Hollín y, pese a su cansancio, el temor que impregnaba mi voz la galvanizó. La yegua saltó al frente y el tirón que propiné a las riendas del bayo de Chade lo arrastró con nosotros. Chade estuvo a punto de caerse, pero se aferró a la silla, y nos saqué a ambos de la ciudad fantasma tan deprisa como pude. Oí gritos a nuestras espaldas, más frías que el aullido de los lobos, frías como el viento invernal que se cuela por el hueco de la chimenea, pero viajábamos a caballo y el terror se había apoderado de mí. No aminoré el paso ni solté las riendas de Chade hasta que hubimos dejado muy atrás los hogares. La carretera describía una curva y, junto a un pequeño macizo de árboles, me detuve por fin. Creo que ni siquiera reparé en las acaloradas preguntas de Chade hasta ese momento.
No recibió ninguna respuesta coherente. Me agaché sobre el cuello de Hollín y la abracé. Podía sentir su agotamiento, y los temblores de mi propio cuerpo. Percibí tenuemente que compartía mi desasosiego. Pensé en los seres huecos de Forja y azucé a Hollín con las rodillas. Empezó a caminar cansadamente y Chade se mantuvo a la par, exigiendo saber cuál era el problema. Tenía la boca seca y me temblaba la voz. No le dirigí la mirada mientras expulsaba mis miedos entre jadeos y balbucía una explicación de lo que había sentido.
Cuando me callé, nuestros caballos siguieron recorriendo despacio el camino de tierra prensada. Al cabo hice acopio de coraje y miré a Chade. Me observaba como si de repente me hubieran salido unos cuernos en la frente. Ahora que era consciente de este nuevo sentido, no podía pasarlo por alto. Percibí su escepticismo. Pero también sentí cómo se distanciaba Chade de mí, sólo un poco, un mero paso atrás frente a alguien que se había convertido de improviso en un desconocido. Me dolía sobre todo porque no se había retraído de aquel modo frente a la gente de Forja, que era mil veces más extraña que yo.
—Eran como marionetas —dije a Chade—. Como objetos de madera que hubieran cobrado vida y representaran una especie de obra maléfica. Si nos hubieran visto, no habrían dudado en matarnos para quedarse con nuestros caballos, o nuestras capas, o un trozo de pan. Ni siquiera… —busqué las palabras adecuadas—. Ni siquiera son animales ahora. No emiten nada. Nada. Son como cositas aisladas. Como una fila de libros, o piedras, o…
—Chico —dijo Chade, entre amable y enojado—, tienes que reponer fuerzas. Hemos tenido una larga noche de viaje y estás cansado. Demasiadas horas sin dormir, y la cabeza empieza a jugarte malas pasadas, se sueña despierto y…
—No. —Estaba desesperado por convencerlo—. No es eso. No es la falta de sueño.
—Vamos a volver allí-dijo con voz razonable. La brisa de la mañana le arremolinaba la negra capa alrededor, de forma tan ordinaria que pensé que se me iba a partir el corazón. ¿Cómo podían coexistir en el mismo mundo seres como los de aquella aldea y una simple brisa matutina? Y Chade, hablando con una voz tan serena y ordinaria. —Esas personas son gente corriente, muchacho, pero han pasado por una experiencia terrible, por eso se comportan de forma extraña. Una vez conocí a una chica que vio cómo un oso mataba a su padre. Se quedó así, con los ojos muy abiertos y gruñendo, sin moverse apenas, más de un mes. Esa gente se recupera cuando vuelven a su vida normal.
—¡Hay alguien delante! —le advertí. No había oído nada, ni visto nada, sólo había sentido un tirón en la urdimbre de sentidos que acababa de descubrir. Pero cuando escrutamos la carretera vimos que nos acercábamos a la retaguardia de una desangelada procesión de personas. Algunas guiaban bestias cargadas, otras empujaban o tiraban de carros atestados de maltrechas pertenencias. Miraron por encima del hombro y, cuando nos vieron montados a caballo, fue como si hubieran visto dos demonios surgidos de la tierra para perseguirlos.
—¡El Hombre Picado! —exclamó un hombre próximo al final de la comitiva, y levantó una mano para señalarnos. Tenía el rostro demudado por el cansancio y pálido de miedo. Sus palabras brotaban entrecortadas—. La leyenda se ha hecho realidad —advirtió a los demás, que se detuvieron pávidos para observarnos—. Los fantasmas sin corazón se pasean por nuestro pueblo en ruinas, y el Hombre Picado con su capa negra viene para infectarnos. Hemos gozado de una vida demasiado holgada, por eso nos castigan los antiguos dioses. Nuestra dichosa vida nos supondrá la muerte.
—Ah, maldita sea. No pretendía darles esa impresión —exhaló Chade. Vi cómo sus pálidas manos recogían las riendas, desviando su caballo—. Sígueme, chico. —No miró en dirección al hombre que seguía apuntando su dedo tembloroso hacia nosotros. Se movió despacio, casi con languidez, mientras conducía su caballo fuera del camino y lo instaba a subir una ladera salpicada de matas de hierba. Así se movía Burrich cuando quería acercarse a un perro o un caballo desconfiado: amistosamente. Su agotada montura abandonó el camino a regañadientes. Chade se dirigía a un grupo de abedules que había en lo alto de la colina. Lo miré sin comprender qué se proponía.
—Sígueme, chico —me instó por encima del hombro al ver que yo vacilaba—. ¿O quieres que te lapiden en medio de la carretera? No es una experiencia agradable.
Avancé con cuidado, apartando a Hollín del camino como si las aterrorizadas personas que teníamos delante no existieran. Se quedaron allí, debatiéndose entre la ira y el miedo. La sensación que emitían era una mácula roja y negra que embadurnaba la frescura del día. Vi a una mujer que se ponía de puntillas, a un hombre que abandonaba su carro.
—¡Se acercan! —previne a Chade, cuando empezaron a correr detrás de nosotros. Algunos cogieron piedras y, otros, varas verdes que encontraron en el bosque. Todos ofrecían el aspecto desaliñado de quienes viven en la ciudad y se ven obligados a trasladarse al campo. Estos eran los habitantes restantes de Forja, los que no habían caído prisioneros de los Corsarios. Comprendí todo aquello en el instante que tardé en hincar los talones y lo que tardó Hollín en salir disparada hacia delante. Nuestros caballos estaban exhaustos; en vano se esforzaban por correr, pese a la estela de guijarros que dejaban a su paso. Si los aldeanos hubieran estado en mejor forma física, o hubieran tenido menos miedo, podrían habernos dado alcance con facilidad. Pero creo que se sintieron aliviados al vernos huir. Les preocupaba más lo que deambulaba por las calles de su pueblo que unos desconocidos asustadizos, por ominosos que fuesen éstos.
Se quedaron en el camino, vociferando y ondeando sus palos hasta que nos hubimos perdido entre los árboles. Chade había cogido la delantera y no cuestioné su decisión cuando nos condujo por una senda paralela que nos mantendría fuera de la vista de las personas que abandonaban Forja. Los caballos habían adoptado un caminar cansino. Di gracias por las colinas y las arboledas dispersas que nos ocultaban a los ojos de nuestros perseguidores. Cuando vi el destello de un riachuelo, lo señalé sin proferir palabra. Dimos de beber a los caballos en silencio y les dimos algo de grano procedente de las provisiones de Chade. Solté los arneses y les enjugué el desaliñado pelaje con puñados de hierba. Para nosotros, agua fría del arroyo y basto pan de viaje. Me ocupé de las bestias lo mejor que pude. Chade parecía ensimismado en sus pensamientos, cuya intensidad respeté largo rato. Pero al final no pude contener mi curiosidad por más tiempo y expresé la duda que me roía por dentro.
—¿De verdad eres el Hombre Picado?
Chade dio un respingo, y luego me miró fijamente. Su expresión reflejaba asombro y contrición a partes iguales.
—¿El Hombre Picado? ¿El legendario heraldo del desastre y la enfermedad? Oh, venga, chico, no seas simple. Esa leyenda tiene siglos de antigüedad. No creerás que tengo tantos años.
Me encogí de hombros. Quise contestar, «Tienes la cara picada, y eres un asesino», pero me contuve. Chade me daba la impresión de ser muy viejo en ocasiones, y a veces se mostraba tan lleno de energía que no parecía otra cosa que un joven encerrado en el cuerpo de un hombre mayor.
—No, no soy el Hombre Picado —prosiguió, hablando más para sí que para mí—. Pero después de hoy, los rumores que hablen de él se extenderán como el polen que arrastra el viento a lo largo y ancho de los Seis Ducados. Hablarán de enfermedad, de peste y de castigos divinos por pecados imaginados. Ojalá no me hubieran visto así. Los habitantes del reino ya tienen bastante que temer. Pero las supersticiones no son nuestro mayor problema. No sé cómo lo supiste, pero tenías razón. He estado pensando, meditando, en todo lo que vi en Forja, recordando las palabras de los aldeanos que intentaban apedrearnos. Y el aspecto de todos ellos. Conocí a la gente de Forja, hace tiempo. Eran personas esforzadas, no de las que sucumben al pánico de la superstición. Pero los refugiados que hemos visto en el camino hacían exactamente eso. Huir de Forja, para siempre, o al menos ésa es su intención. Llevándose consigo cuanto puedan cargar. Abandonando los hogares en que nacieron sus abuelos. Dejando atrás parientes que escarban y remueven los escombros como privados de razón. La amenaza de los Corsarios de la Vela Roja no era en vano. Me acuerdo de esas personas y me estremezco. Ha ocurrido algo espantoso, muchacho, y tiemblo al pensar en lo que pueda estar aún por venir. Pues si la Vela Roja puede capturar a nuestros vecinos, y luego exigirnos que les paguemos para matarlos si no queremos que nos los devuelvan convertidos en seres como los que hemos visto… ¡qué decisión más amarga! Y de nuevo han golpeado cuando menos preparados estábamos para afrontar el asalto.
Se giró hacia mí como si quisiera añadir algo, y se tambaleó de repente. Se sentó de golpe, con el rostro ceniciento. Agachó la cabeza y se cubrió la cara con las manos.
—¡Grade! —exclamé asustado, y me acerqué a él de un salto, pero me apartó.
—Semillas de carris. —Sus manos amortiguaban sus palabras—. Lo peor es cuando te abandona tan de repente. Burrich hizo bien al prevenirte contra ellas, chico. Pero a veces hay que elegir entre el menor de dos males. A veces, en situaciones comprometidas como ésta.
Levantó la cabeza. Tenía los ojos vidriosos, la boca entreabierta.
—Ahora tengo que descansar —dijo, con el tono lastimero de un niño enfermo. Lo agarré cuando se desplomaba y lo deposité con cuidado en el suelo. Le puse mis alforjas bajo la cabeza a modo de almohada y lo tapé con nuestras capas. Se quedó tendido, con el pulso lento y la respiración pesada, desde aquel momento hasta el atardecer del día siguiente. Aquella noche dormí pegado a su espalda, con la esperanza de proporcionarle calor, y al día siguiente empleé el resto de nuestras provisiones en darle de comer.
Al anochecer se había recuperado lo suficiente para reemprender el viaje, y comenzamos un monótono periplo. Avanzamos despacio, viajando siempre de noche. Chade elegía el camino, pero yo abría la marcha, y a menudo él era poco más que una carga a lomos de su caballo. Tardamos dos días en cubrir la distancia que habíamos recorrido en una sola noche de galope salvaje. El alimento escaseaba, y más aún escaseaba la conversación. Chade parecía fatigarse por el mero hecho de pensar y, fueran cuales fueran sus pensamientos, los encontraba demasiado deprimentes para expresarlos con palabras.
Me indicó dónde debía encender el fuego que atraería al barco hasta nosotros. Enviaron una arenera a tierra en su busca, y subió a ella sin decir nada. Eso evidenciaba cuan exhausto se hallaba. Asumía sin más que yo sería capaz de subir nuestra agotados caballos al barco. De modo que mi orgullo me obligó a cumplir aquella tarea y, una vez a bordo, dormí como hacía días que no dormía. Luego vino el desembarco y el lento regreso a Bahía Pulcritud. Llegamos de madrugada, y lady Tomillo volvió a alojarse en la posada.
Al atardecer del día siguiente pude informar a la posadera de que mi señora se encontraba mucho mejor y sabría apreciar una bandeja procedente de sus cocinas si tenía a bien enviarla a su aposento. Chade tenía mejor aspecto, aunque sudaba profusamente en ocasiones, ocasiones en que desprendía un penetrante y dulzón olor a semillas de carris. Comió con apetito y bebió grandes cantidades de agua. Pero al cabo de dos días me ordenó informar a la posadera de que lady Tomillo partiría a la mañana siguiente.
Yo me recuperé mucho más deprisa y gocé de varias tardes libres para explorar Bahía Pulcritud, deambulando ocioso entre tiendas y comerciantes, procurando tener las orejas bien abiertas para captar los rumores que tanto apreciaba Chade. De ese modo me enteré de gran parte de lo que ya nos esperábamos. La labor diplomática de Veraz había sido satisfactoria, y lady Gracia era ahora la niña de los ojos de la ciudad. Ya se apreciaba un aumento en las labores de fortificación y reparación de las carreteras. La torre de la Isla de la Guardia se había guarnecido con los mejores hombres de Kelvar, y ahora los vecinos se referían a ella como la Torre de Gracia. En más de una ocasión oí mencionar que se había visto al Hombre Picado, y las historias que contaban en torno al fuego de la posada acerca de los actuales habitantes de Forja me produjeron pesadillas.
Los que habían escapado de Forja referían escalofriantes relatos de parientes que habían perdido el corazón y el calor. Ahora vivían allí, como si fueran humanos todavía, pero quienes mejor los conocían no podían ser engañados fácilmente. Aquellos seres hacían a plena luz del día cosas de las que no se había tenido constancia en toda la historia de Torre del Alce. Las maldades que susurraba la gente superaban mi imaginación. Los barcos ya no fondeaban en Forja. Había que encontrar hierro en otra parte. Se decía que nadie quería acoger siguiera a los refugiados, pues quién sabía qué enfermedades portaban consigo; a fin de cuentas, se les había aparecido el Hombre Picado. Pero de algún modo resultaba todavía más impactante oír a la gente corriente que decía que pronto acabaría todo, que las criaturas de Forja se matarían entre sí y oírles dar gracias a todo lo divino por eso. La buena gente de Bahía Pulcritud deseaba la muerte a quienes en su día fueron la buena gente de Forja, se la deseaban como si ésa fuera la única suerte a la que podrían aspirar. Quizá lo fuera.
En vísperas de que lady Tomillo y yo nos reuniéramos con el séquito de Veraz para volver a Torre del Alce, me desperté para encontrar una vela encendida y a Chade sentado, contemplando la pared. Sin que yo abriera la boca, se volvió hacia mí.
—Tienes que aprender la Habilidad, chico —dijo, como si acabara de tomar una difícil decisión—. Se aproximan tiempos aciagos, y nos acompañarán durante una larga temporada. Es en estos momentos cuando los hombres de bien deben procurarse cuantas armas tengan a su alcance. Apelaré a Artimañas de nuevo, y esta vez se lo exigiré. Se aproximan tiempos aciagos, chico. Me pregunto si alguna vez se irán.
Durante años me hice la misma pregunta.