9

Manteca Saca

El bufón llegó a Torre del Alce el decimoséptimo año del reinado de Artimañas. Este es uno de los pocos detalles que se conocen acerca de él. Cuentan que fue un regalo de los Comercios del Mitonar, aunque el origen del bufón continúa siendo un misterio. Ha dado pie a diversas historias. En una el bufón era cautivo de los Corsarios de la Vela Roja, rescatado por los comerciantes de Mitonar. En otra, fue encontrado a la deriva en una pequeña balsa siendo aún un bebé, protegido del sol por un parasol de piel de tiburón y tendido en un lecho de plumas y lavanda. Podemos desechar esta suposición por fantasiosa. Desconocemos realmente cómo era la vida del bufón antes de su llegada a la corte del rey Artimañas.

Es casi seguro que pertenece a la raza humana, aunque no lo es tanto el que sus padres fueran humanos. Las historias que dicen que nació engendrado por la Otra Gente son falsas casi con toda certeza, puesto que los dedos de sus manos y pies están libres de membranas y nunca ha mostrado el menor temor a los gatos. Las inusitadas características físicas del bufón (su falta de coloración, por ejemplo) parecen más bien rasgos propios de su progenitura, más que una aberración individual, aunque bien pudiera equivocarme a este respecto.

Por lo que concierne al bufón, lo que desconocemos adquiere casi más importancia que lo que sabemos. Mucho se ha especulado sobre la edad que tenía cuando llegó a Torre del Alce. Por mi experiencia personal, puedo asegurar que el bufón aparentaba ser mucho más joven, y en todos los sentidos más jovial que en la actualidad. Aunque dado que muestra escasos indicios de envejecimiento, quizá no fuese tan joven como aparentaba inicialmente y se encontrara al final de una prolongada niñez.

El sexo del bufón ha sido objeto de debate. Cuando, siendo más joven y directo que en la actualidad, lo interrogué al particular, me contestó que eso era algo que sólo a él concernía. Así que desistí.

A propósito de su presciencia y la irritantemente vaga forma que adopta no existe unanimidad sobre si se trata de la manifestación de un talento racial o individual. Hay quienes creen que lo sabe todo con antelación, que sabrá incluso si alguien, donde sea, habla de él. Otros argumentan que no es más que su desatorada afición a decir «¡Te lo advertí!», y que manipula sus observaciones más confusas para darles un tinte profético. Puede que así haya sido en ocasiones, pero, en muchos casos de los que pueden dar fe numerosos testigos, ha predicho, si bien vagamente, sucesos que terminaron por acontecer.

El hambre me despertó poco después de medianoche. Me quedé tumbado, escuchando los gruñidos de mi estómago. Cerré los ojos, pero sentía tal apetito que me provocaba mareos. Me levanté y tanteé hasta la mesa donde estaba antes la bandeja de pastas de Veraz, pero los sirvientes ya se la habían llevado. Debatí conmigo mismo, pero el estómago se impuso a la razón.

Tras abrir la puerta de la cámara, salí al pasillo tenuemente iluminado. Los dos hombres que había apostado Veraz allí me observaron con expresión inquisitiva.

—Hambre —les dije—. ¿Os habéis fijado en dónde estaban las cocinas?

No he conocido nunca a un soldado que no supiera llegar hasta las cocinas. Les di las gracias y prometí llevarles algo de lo que encontrara. Me adentré en el sombrío corredor. Mientras bajaba las escaleras me asaltó la extraña impresión de pisar sobre madera en vez de sobre piedra. Caminé como me había enseñado Chade, apoyando los pies sin hacer ruido, ateniéndome a las zonas en sombra de los pasadizos, andando por los laterales donde era menos probable que crujieran las tablas. Y todo aquello me pareció de lo más natural.

El resto de la torre parecía dormir plácidamente. Los pocos guardias que me crucé estaban adormilados; ninguno me puso trabas. En aquel momento lo atribuí a mi sigilo; ahora me pregunto si pensarían que un muchacho flacucho y despeinado no podía suponer alguna amenaza digna de consideración.

Encontré las cocinas sin problemas. Era una enorme sala abierta, revestida de losas y piedras para prevenir la propagación de cualquier posible incendio. Había tres grandes hogares, fogatas bien abastecidas para toda la noche. Pese a lo intempestivo de la hora, el sitio estaba bien iluminado. La cocina de una torre nunca duerme del todo.

Vi las sartenes tapadas y olí el pan que se cocía. Había una gran olla de caldo que se mantenía templada al filo de una de las chimeneas. Cuando entreabrí la tapa, intuí que nadie echaría de menos un par de tazones. Rebusqué a mi alrededor y me serví. Unas hogazas envueltas y dejadas encima de un estante me proveyeron de restos de corteza, y en otra esquina había una tarrina de mantequilla puesta a enfriar dentro de un barreño grande de agua. Nada lujoso. Por fin, fuera lujos, sólo alimentos sencillos por los que llevaba suspirando todo el día.

Acometía mi segundo tazón de sopa cuando oí el suave roce de unos pasos. Levanté la cabeza y ensayé la más encantadora de mis sonrisas, con la esperanza de que esta cocinera compartiera la bondad de corazón de la de Torre del Alce. Pero era una criada, con una manta echada sobre los hombros y su camisón y un bebé en brazos. Estaba llorando. Aparté la mirada, incómodo.

Apenas me dedicó un vistazo soslayado, de todos modos. Dejó encima de la mesa el bulto que era su pequeño, cogió un tazón y lo llenó de agua fresca, sin dejar de musitar todo el rato. Se inclinó sobre su bebé.

—Toma, tesoro, corderito. Toma, mi vida. Mira qué bueno. Toma un poquito. Ay, pequeñín, ¿es que ni siquiera puedes sacar la lengua? Pues abre la boca. Venga, abre la boquita.

Me resultaba imposible no mirar. Sostenía el tazón con torpeza e intentaba acercarlo a los labios del bebé. Con la otra mano quería abrirle la boca al pequeño, con más fuerza de la que yo había visto jamás en una madre que atendiera a su hijo. Volcó el cuenco y se derramó el agua. Oí un gorgorito estrangulado y luego un jadeo sofocado. Cuando me levantaba para protestar, asomó del envoltorio la cabeza de un perrito.

—¡Ay, que se atraganta otra vez! ¡Se muere! Mi pequeño Gallardón se muere y a nadie le importa. El pobre no hace más que roncar, no sé qué hacer y mi tesoro se muere.

Abrazó con fuerza al perrito faldero mientras éste boqueaba y jadeaba. Sacudió la cabecita y luego pareció apaciguarse. De no haber podido escuchar su trabajosa respiración, habría jurado que se había muerto en brazos de la joven. Sus ojos oscuros y abultados se cruzaron con los míos, y sentí la fuerza del pánico y el dolor que atosigaban a la bestezuela.

Calma.

—Espera, así no —me oí decir—. No lo ayudas sujetándolo tan fuerte. Casi no puede ni respirar. Suéltalo. Sácalo de ahí. Que decida él cómo se siente más cómodo. Así envuelto tiene demasiado calor, por eso jadea y se atraganta al mismo tiempo. Pósalo.

La muchacha me sacaba una cabeza, y por un momento pensé que tendría que pelear con ella. Pero dejó que le arrebatara el bulto de los brazos y lo liberara de las distintas capas de tela. Lo posé encima de la mesa.

La bestezuela ofrecía un aspecto lamentable. Se quedó de pie con la cabeza metida entre las patas delanteras. Tenía el hocico y el pecho untados de saliva, el vientre tenso y duro. Empezó a tener arcadas, de nuevo. Abrió cuanto pudo las pequeñas fauces, con los labios apartados de sus diminutos dientes afilados. El fuerte color rojo de su lengua atestiguaba cuan violentos eran sus esfuerzos. La muchacha chilló y corrió hacia adelante, intentando cogerlo de nuevo, pero la aparté de un brusco empellón.

—No lo toques —le dije impaciente—. Está intentando vomitar algo, pero no lo conseguirá si no dejas de estrujarle las tripas.

Se detuvo.

—¿Vomitar?

—Se comporta como si tuviera algo alojado en el gaznate. ¿Podría haberse tragado un hueso o alguna pluma?

La joven parecía afligida.

—El pescado tenía espinas. Pero muy pequeñas.

—¿Pescado? ¿Qué idiota le daría pescado? ¿Era fresco o estaba podrido? —Había visto lo enfermo que podía ponerse un perro si le hincaba el diente a un salmón podrido a orillas del río. Si era eso lo que había engullido esa criatura, no tenía ninguna oportunidad.

—Era fresco, y estaba bien cocinado. Era la misma trucha que cené yo.

—Bien, por lo menos no es probable que se intoxique. En estos momentos se trata sólo de la espina. Pero si termina de tragársela, todavía podría matarlo.

La muchacha boqueó.

—¡No, no puede! No tiene que morir. Se pondrá bien. Es que tiene el estómago revuelto. Le he dado mucho de comer. ¡Se pondrá bien! Además, ¿qué sabrás tú, pinche de cocina?

Vi cómo Gallardón sufría otro ataque de nauseas. No expulsó nada más que una bilis amarilla.

—No soy ningún pinche de cocina. Soy perrero. El perrero de Veraz, por si te interesa saberlo. Y si no ayudamos a este pobre chucho, se morirá. Enseguida.

Observó, con una mezcla de horror y temor reverencial, mientras yo sujetaba firmemente a su mascota. Intento ayudarte. No me creía. Le abrí la boca y le metí dos dedos en la garganta. Gallardón jadeó más ferozmente y me arañó frenético con las zarpas delanteras. Habría que cortarle las uñas. Sentí la espina en la yema de los dedos. Giré los dedos y sentí que se movía, pero estaba encajada de lado en la garganta de la criatura. El perro profirió un aullido estrangulado y se debatió histéricamente entre mis brazos. Lo solté.

—Bueno. Le hará falta ayuda para librarse de eso —comenté.

Dejé que la muchacha sollozara y lloriqueara sobre su perro. Por lo menos no lo cogió y lo apretujó. Me procuré un puñado de mantequilla del barreño y lo añadí a mi cuenco de caldo. Ahora necesitaba algo curvo, como un garfio, pero no demasiado grande. Rebusqué entre los peroles y por fin encontré un gancho de metal con un asa. Seguramente lo utilizaban para levantar las olías calientes del fuego.

—Siéntate —pedí a la doncella.

Me miró con la boca abierta, antes de sentarse obedientemente en el banco que le había señalado.

—Ahora sujétalo firmemente, entre las rodillas. Y no lo sueltes, da igual que te arañe, que chille o se retuerza. Y agárrale las patas delanteras para que no me haga trizas mientras tanto. ¿Entendido?

La joven inhaló hondo, antes de tragar saliva y asentir. Le corrían lágrimas por la cara. Posé el perro en su regazo y le puse las manos sobre él.

—Con fuerza —le dije. Cogí un trocito de mantequilla—. Voy a utilizar la grasa como lubricante. Luego tengo que abrirle la boca, enganchar la espina y extraerla. ¿Lista?

Asintió. Había dejado de llorar y tenía los labios apretados. Me alegré de ver que tenía algo de coraje. Le devolví el gesto con la cabeza.

Esparcir la mantequilla era la parte más fácil. Le obturó el gaznate, no obstante, por lo que el animal se asustó todavía más y puso a prueba mi autocontrol con oleadas de terror. No tuve tiempo para delicadezas cuando le abrí las fauces a la fuerza y le metí el gancho en la garganta. Esperaba no desgarrarlo por dentro. Aunque si lo hacía, en fin, iba a morir de todas formas. Giré el instrumento mientras se debatía, gañía y ensuciaba de orines a su ama. El garfio se enganchó en la espina y tiré, con firmeza y de modo uniforme.

Salió envuelta en un cuajo de saliva, bilis y sangre. Era un hueso pequeño, no una espina de pescado, sino un trozo de esternón perteneciente a un ave pequeña. Lo solté encima de la mesa.

—Tampoco debería comer huesos de pájaro —amonesté a la muchacha.

Creo que ni siquiera me oyó. El perrillo resollaba agradecido en su regazo. Cogí el plato de agua y se lo ofrecí al animal. Lo olisqueó, lamió un poco y se hizo un ovillo, agotado. La joven lo acunó y lo arrulló entre sus brazos, con la cabeza pegada a la de él.

—Quiero pedirte una cosa —dije.

—Lo que sea. —La muchacha hablaba con la boca pegada al pelaje de su mascota—. Pídeme lo que quieras y será tuyo.

—Para empezar, deja de compartir la comida con él. Dale sólo carne roja y cereales cocidos durante una temporada. Para un perro de ese tamaño, basta con lo que te quepa en la mano. Y no lo lleves encima a todas partes. Que corra, para que desarrolle los músculos y se le limen las uñas. Y báñalo. Le apesta el pelo y el aliento de tanto comer exquisiteces. De lo contrario, no vivirá más que otro par de años.

Alzó la cabeza, compungida. Se llevó la mano a la boca. Aquel gesto, tan semejante al manoseo de sus joyas durante la cena, me hizo comprender de repente a quién estaba reprobando. Lady Gracia. Y había hecho que su perro le manchara el camisón de meados.

La expresión de mi rostro debió de delatarme. Sonrió encantada y abrazó a su perrito con fuerza.

—Haré lo que me dices, perrero. Pero ¿y tú? ¿No quieres ninguna recompensa?

Pensaba que le pediría dinero, o un anillo, o incluso un puesto de trabajo dentro de su casa. En vez de eso, con tanta firmeza como supe reunir, la miré y dije:

—Por favor, lady Gracia. Os ruego que pidáis a vuestro señor que guarnezca la torre de la Isla de la Guardia con sus mejores hombres, para de ese modo poner fin a los enfrentamientos entre los ducados de Garrón y Torote.

—¿Cómo?

Aquella simple pregunta me dijo cuanto necesitaba saber sobre ella. No había cogido su acento e inflexión siendo lady Gracia.

—Pedid a vuestro señor que defienda sus torres. Por favor.

—¿Qué le importan estos asuntos a un perrero?

Su pregunta fue demasiado directa. Dondequiera que la hubiese encontrado Kelvar, no descendía de alto linaje, ni había conocido riquezas antes de ahora. Su regocijo cuando la reconocí, la forma en que había llevado su perro a la familiar comodidad de una cocina, ella sola, envuelto en su manta, todo apuntaba a una chica corriente elevada demasiado deprisa y demasiado por encima de su antigua posición. Se sentía sola, e insegura, y carecía de la educación necesaria para representar el papel que se le exigía. Peor aún, era consciente de su ignorancia, y esa certidumbre la corroía y teñía sus placeres de miedo. Si no aprendía a comportarse como una duquesa antes de perder su juventud y su belleza, la aguardarían únicamente años de ridículo y aislamiento. Necesitaba un mentor, un maestro secreto, como Chade. Necesitaba el consejo que yo pudiera darle, en ese preciso instante. Pero debía actuar con cautela, pues ella no aceptaría consejos de un perrero. Sólo una muchacha corriente haría algo así, y lo único que sabía sobre sí mismo en esos momentos era que había dejado de ser una muchacha corriente para convertirse en duquesa.

—Tuve un sueño —dije, en un arrebato de inspiración—. Cristalino. Como una visión. O una advertencia. Me despertó y sentí que debía bajar a la cocina. —Dejé que se me extraviara la mirada. Abrió mucho los ojos. La tenía—. Soñé con una mujer, que pronunciaba sabias palabras y convertía a tres hombres fuertes en una sólida muralla infranqueable para los Corsarios de la Vela Roja. Ella estaba frente a ellos, con joyas en las manos, y les dijo: «Dejad que los faros brillen más que las gemas de estos anillos. Que los atentos soldados que las guarnecen rodeen nuestra costa igual que rodean mi cuello estas perlas. Que las torres recuperen su fuerza para repeler a quienes amenazan a nuestro pueblo. Pues es mi ilusión caminar sencillamente a la vista de reyes y comunes, y permitir que las defensas que protegen a nuestras gentes se conviertan en las joyas de nuestra tierra». Y el rey y sus duques se quedaron asombrados por la sabiduría que encerraba su corazón y su nobleza. Pero su pueblo era el que más amor le profesaba, pues sabía que los amaba más que al oro o la plata.

Era burdo, mucho menos agudo de lo que me había propuesto. Pero disparó su imaginación. Pude ver cómo se imaginaba a sí misma erguida y noble ante el Rey a la Espera, sorprendiéndolo con su sacrificio. Intuí en ella el abrasador deseo de destacar, de ser admirada por las gentes llanas de las que procedía. Quizá en el pasado fuese lechera o ayudanta de cocina, y quienes la rodeaban seguían viéndola así. Esto les demostraría que ahora era toda una duquesa, y no sólo en el nombre. Lord Shemshy y su séquito transmitirían la noticia de su hazaña al ducado de Torote. Los juglares celebrarían sus palabras con canciones. Y por fin su esposo se llevaría una sorpresa con ella. Que la viera como alguien que se preocupa por la tierra y la gente, y no sólo como una cosita bonita prendada de su título. Casi podía ver cómo desfilaban aquellos pensamientos por su cabeza. Su mirada se había extraviado y lucía una sonrisa embobada.

—Buenas noches, perrero —dijo en voz baja, y salió de la cocina, abrazada a su perro. Vestía su manta en torno a los hombros como si se tratara de una capa de armiño. Al día siguiente representaría su papel a la perfección. Sonreí de repente, preguntándome si habría cumplido mi misión sin necesidad de recurrir al veneno. No es que hubiera investigado realmente si Kelvar era culpable de traición, pero tenía la impresión de que había cortado el problema de raíz. Apostaría a que las torres de vigilancia estarían bien guarnecidas antes de que acabara la semana.

Volví a la cama. Había afanado una hogaza de pan fresco de la cocina y se la ofrecí a los guardias que me readmitieron en el dormitorio de Veraz. En alguna parte de Guardabahía alguien anunciaba la hora a voz en grito. No presté demasiada atención. Me acurruqué de nuevo en mi catre, con el estómago lleno y el ánimo expectante ante el espectáculo que ofrecería lady Gracia al día siguiente. Mientras me amodorraba aposté conmigo mismo a que la muchacha elegiría un atuendo sencillo y blanco, y a que llevaría el pelo suelto.

No tuve ocasión de descubrirlo. Parecía que habían transcurrido meros instantes cuando me despertó un zarandeo. Abrí los ojos para encontrar a Charim agazapado a mi lado. La tenue luz de una vela proyectaba sombras alargadas sobre las paredes de la cámara.

—Despierta, Traspié —susurró con voz ronca—. Ha llegado un mensajero a la torre, enviado por lady Tomillo. Requiere tu presencia de inmediato. Ya están preparando tu caballo.

—¿Mi presencia? —pregunté como un idiota.

—En efecto. Te he dejado la ropa lista. Vístete sin hacer ruido. Veraz duerme todavía.

—¿Para qué me quiere?

—Caray, qué sé yo. El mensaje no lo especificaba. A lo mejor ha caído enferma. Traspié. El mensajero sólo ha dicho que requería tu presencia de inmediato. Supongo que ya lo averiguarás cuando llegues allí.

Ese era un pobre consuelo. Pero bastó para espolear mi curiosidad y, en cualquier caso, tenía que ir. Desconocía exactamente qué relación unía a lady Tomillo con el rey, pero la mujer me superaba en importancia con creces. No me atrevía a pasar por alto su orden. Me vestí aprisa a la luz de la vela y abandoné mi cuarto por segunda vez aquella noche. Manos tenía a Hollín ensillada y dispuesta, y le había dado tiempo a pensar en un par de chistes soeces acerca de mi convocatoria. Le sugerí lo que podía hacer para entretenerse el resto de la noche y partí. Unos guardias avisados de mi llegada me abrieron las puertas de la torre y me franquearon la salida de las fortificaciones.

Me extravié dos veces en la ciudad. Todo tenía un aspecto distinto de noche, y no había prestado demasiada atención a mi ruta con anterioridad. Por fin encontré el patio de la hospedería. Una atribulada posadera me recibió despierto y con una luz en la ventana.

—Lleva quejándose y llamándoos casi toda una hora, joven señor-me informó ansiosa. —Me temo que es algo grave, pero se niega a recibir a nadie que no seáis vos.

Atravesé el pasillo corriendo hasta su puerta. Llamé precavidamente, medio esperando que su voz chillona me gritara que me fuese y dejara de importunarla. En vez de eso, una voz trémula dijo:

—Oh, Traspié, ¿eres tú al fin? Deprisa, chico. Te necesito.

Inhalé hondo y levanté el pestillo. Me adentré en la penumbra de la caldeada habitación, conteniendo el aliento para protegerme de los distintos olores que me asaltaron la nariz. El hedor de la muerte no podía ser peor que aquello, me dije.

Unas pesadas colgaduras guarecían la cama. La única luz de la estancia procedía de una vela solitaria que agonizaba en su abrazadera. La cogí y me arriesgué a acercarme a la cama.

—¿Lady Tomillo? —llamé en voz baja—. ¿Qué ocurre?

—Chico. —La voz surgió queda de una esquina ensombrecida del cuarto.

—Chade —dije, y al instante me sentí más idiota de lo que me gustaría recordar.

—No hay tiempo para explicaciones. No te sientas mal, chico. Lady Tomillo ha engañado a muchas personas en el pasado, y seguirá haciéndolo. Eso espero, al menos. Ahora. Confía en mí y no hagas preguntas. Limítate a seguir mis instrucciones. Para empezar, busca a la posadera. Dile que lady Tomillo ha sufrido uno de sus ataques y que debe guardar reposo durante algunos días. Dile que nadie debe molestarla bajo ningún pretexto. Su tátara tataranieta vendrá a ocuparse de ella…

—¿Quién?

—Ya está todo dispuesto. Y su tátara tataranieta será quien le traiga la comida y cualquier otra cosa que precise. Insiste en que lady Tomillo necesita descanso y estar sola. Ahora ve y hazlo.

Y eso hice, tan sobresaltado que resulté sumamente convincente. La posadera me prometió que no permitiría que nadie golpeara siquiera una puerta con los nudillos, pues no estaba dispuesta a permitir que lady Tomillo perdiera la buena opinión que tenía de su hostal y sus servicios. Eso me hizo suponer que lady Tomillo no era tacaña a la hora de sufragar su estancia en aquel establecimiento.

Volví a entrar en el cuarto sin hacer ruido y cerré la puerta despacio a mi paso. Chade corrió el cerrojo y encendió otra vela con la llama del consumido tocón de cera. Extendió un pequeño mapa encima de la mesa. Vi que llevaba puestas ropas de viaje: capa, botas, jubón y pantalones, todo de color negro. Parecía un hombre distinto, de repente, vivaz y lleno de energía. Me pregunté si el anciano cubierto por una túnica raída no sería también una pose. Me miró de soslayo, y por un instante habría jurado que era Veraz el soldado que tenía delante. No me concedió tiempo para divagaciones.

—Habrá que dejar la situación aquí en manos de Veraz y Kelvar. Tú y yo tenemos otros asuntos que atender. Esta noche he recibido un mensaje. Los Corsarios de la Vela Roja han atacado, aquí, en Forja. Tan cerca de Torre del Alce que convierte la agresión en algo más que un insulto; es una verdadera amenaza. Y todo mientras Veraz se encontraba en Bahía Pulcritud. No me digas que no sabían que él estaba aquí, lejos de Torre del Alce. Pero eso no es todo. Han tomado rehenes, se los han llevado a sus barcos. Y han enviado un mensaje a Torre del Alce, al rey Artimañas en persona. Exigen oro, montones de oro, o devolverán los rehenes a la aldea.

—Querrás decir que matarán a los rehenes si no les damos el oro.

—No. —Chade zangoloteó la cabeza furioso, como un oso acosado por las abejas—. No, el mensaje no dejaba lugar a dudas. Si les damos el oro, matarán a los rehenes. De lo contrario, los liberarán. El mensajero procedía de Forja, un hombre cuya esposa e hijo habían sido secuestrados. Insistía en que ésa era la amenaza.

—No veo dónde está el problema —resoplé.

—A primera vista, tampoco yo. Pero el hombre encargado de entregar el mensaje a Artimañas seguía temblando, pese al largo viaje. No lograba explicarlo, ni siquiera decir si pensaba que debería pagarse el oro o no. Lo único que hacía era repetir, una y otra vez, cómo sonreía el capitán mientras anunciaba su ultimátum y cómo se carcajearon los demás saqueadores al escuchar sus palabras. Así que iremos a investigar, tú y yo. Ahora. Antes de que el rey anuncie ninguna respuesta oficial, antes incluso de que se entere Veraz. Escucha. Ésta es la carretera por la que hemos venido. ¿Ves cómo sigue la curva de la costa? Y éste es el sendero que vamos a tomar. Más directo, aunque mucho más abrupto y pantanoso en algunos lugares, por eso no lo transitan las carretas. Pero es más rápido para los jinetes. Aquí, un pequeño bote nos aguarda; cruzar la bahía nos ahorrará muchos kilómetros y tiempo de viaje. Fondearemos aquí, y luego subiremos a Forja.

Estudié el mapa. Forja estaba al norte de Torre del Alce; me pregunté cuánto había tardado el mensajero en llegar a nosotros, y si para cuando llegáramos allí la amenaza de los Corsarios de la Vela Roja se habría llevado ya a cabo. Pero de nada servía malgastar el tiempo con especulaciones.

—¿Y tu caballo?

—Ya está listo. Se ha ocupado el mismo que trajo este mensaje. Hay un bayo en la calle, con tres calcetines blancos. Ése es el mío. El mensajero se encargará también de proporcionarnos una tátara tataranieta para lady Tomillo, y la barca ya está dispuesta. En marcha.

—Una cosa —dije, e hice caso omiso de su ceño fruncido ante la demora—. Tengo que preguntártelo, Chade. ¿Has venido porque no te fiabas de mí?

—Te debo una respuesta, supongo. No. Vine para escuchar en la ciudad, a las mujeres, igual que tú debías escuchar en la torre. Las sombrereras y las vendedoras de botones pueden saber tanto o más que el consejero de un rey, aun sin ser conscientes siquiera de lo que saben. Ya. ¿Montamos?

Montamos. Salimos por la entrada de servicio, y el bayo estaba amarrado justo a la puerta. Hollín no parecía sentir demasiada simpatía por él, pero supo comportarse. La impaciencia de Chade era palpable, pero mantuvo los caballos al paso hasta que hubimos dejado atrás las calles empedradas de Bahía Pulcritud. Cuando las luces de los hogares se hubieron quedado a nuestra espalda, pusimos nuestras monturas al trote. Chade indicaba el camino, y me llamó la atención lo bien que montaba, la facilidad con que elegía el camino en la oscuridad. A Hollín no le gustaba viajar deprisa de noche. De no ser por la luna, casi llena, no creo que hubiera logrado persuadirla para mantener el ritmo del bayo.

Nunca olvidaré aquella galopada nocturna. No porque fuese una carrera precipitada al rescate, sino porque no lo era. Chade nos conducía a los caballos y a mí como si fuésemos fichas sobre el tablero. No jugaba deprisa, sino para ganar. Por eso hubo momentos en que permitimos que los animales caminaran para que recuperaran el aliento, y lugares en que desmontamos y los guiamos a salvo por trechos traicioneros.

Cuando el alba agrisaba el cielo hicimos un alto para dar cuenta de las provisiones que guardaba Chade en sus alforjas. Nos encontrábamos en lo alto de una colina, tan poblada de árboles que el cielo apenas se atisbaba entre las copas. Podía oír el océano, y olerlo, pero no conseguía ver ni rastro de él. Nuestro sendero se había convertido en una trocha sinuosa, poco más que un camino de ciervos que atravesaba aquellos bosques. Ahora que nos habíamos detenido, pude oír y oler la vida que nos rodeaba. Los pájaros piaban, y capté el deambular de pequeñas criaturas entre los arbustos y en las ramas sobre nuestras cabezas. Chade se había desperezado para luego sentarse en un mullido cojín de musgo, con la espalda apoyada en un árbol. Bebió con avidez de un odre de agua y luego más contenidamente de un frasco de brandy. Parecía cansado, y la luz diurna ponía de relieve su edad con mayor inclemencia que la de las velas. Me pregunté si llegaría al final del viaje o si desfallecería antes.

—Me recuperaré —dijo cuando me descubrió observándolo—. Me he enfrentado a tareas más arduas que ésta, y con menos tiempo para dormir. Además, dispondremos de unas cinco o seis horas para descansar en la barca, si el paso está en calma. Así que no hay necesidad de añorar la cama. En marcha, muchacho.

Unas dos horas más tarde se bifurcó nuestro camino, y de nuevo tomamos la opción más oscura. No pasó mucho tiempo antes de que me viera obligado a tenderme sobre el cuello de Hollín para eludir el azote de las ramas bajas. El terreno era un fangal, y sufrimos el acoso de hordas de diminutas moscas furiosas que torturaban a los caballos y se colaban entre mis ropas en busca de carne con la que darse un banquete. Los enjambres eran tan densos que, cuando por fin reuní el valor necesario para preguntar a Chade si nos habíamos extraviado, a punto estuve de ahogarme con los insectos que se me metieron en la boca.

A mediodía salimos a la cara de una colina azotada por el viento en terreno más abierto. Volví a ver el océano. El viento refrescaba a los sudorosos caballos y alejaba a los insectos. Suponía un placer inmenso poder sentarse erguido en la silla de nuevo. El sendero era lo bastante ancho como para que Chade y yo cabalgáramos a la par. Las manchas lívidas contrastaban sobre su pálida piel; parecía más exangüe que el bufón. Tenía los ojos ribeteados de morado. Me descubrió observándolo y arrugó el entrecejo.

—Da parte, en vez de quedarte ahí mirándome como un bobo —me ordenó secamente, y eso hice.

Costaba vigilar el camino y su rostro al mismo tiempo, pero, la segunda vez que bufó, lo miré de soslayo para descubrir una expresión irónica en su rostro. Concluí mi informe y meneó la cabeza.

—Qué suerte. La misma que tenía tu padre. Tus dotes para la diplomacia doméstica podrían servir para dar un vuelco a la situación, si ésta no se complica. Los rumores que he podido escuchar así lo confirman. Bien. Kelvar era un buen duque antes de esto, y parece que todo lo ocurrido se debía simplemente a la embriaguez que le producía su joven esposa. —Suspiró de repente—. Aun así, es una contradicción: mandar aquí a Veraz para amonestar a un hombre por desproteger sus torres y que luego el mismo Veraz sufra un saqueo en la ciudad de Torre del Alce. ¡Maldita sea! Hay demasiadas cosas que no sabemos. ¿Cómo consiguieron sortear nuestras torres los Corsarios sin ser avistados? ¿Cómo sabían que Veraz estaba en Bahía Pulcritud, lejos de Torre del Alce? ¿O no lo sabían? ¿Sería un golpe de suerte? ¿Qué significa ese extraño ultimátum? ¿Se trata de una amenaza o de una burla?

Por un momento, cabalgamos en silencio.

—Ojalá supiera qué pretende hacer Artimañas. Cuando me envió al mensajero, aún no se había decidido. A lo mejor llegamos a Forja y descubrimos que todo se ha solucionado ya. Y ojalá supiera exactamente qué mensaje ha Habilitado a Veraz. Cuentan que en el pasado, cuando había más hombres versados en la Habilidad, uno podía saber qué pensaba su líder con sólo guardar silencio y prestar atención un instante. Aunque quizá eso sea sólo una leyenda. La Habilidad ya no está tan extendida. Creo que fue el rey Generoso quien lo decidió así. Mantén la Habilidad más en secreto, más como herramienta de una élite, y aumentará su valor. Ésa era la lógica de entonces. Nunca he conseguido entenderla. ¿Y si dijeran lo mismo de los buenos arqueros o de los marineros? Con todo, supongo que el aura de misterio podría ensalzar a un líder a los ojos de sus hombres… o, tratándose de un hombre como Artimañas, por ejemplo, disfrutaría haciendo que sus súbditos se preguntaran si realmente puede descubrir lo que piensan aunque no pronuncien palabra. Sí, eso complacería a Artimañas, claro que sí.

Al principio pensé que Chade estaba preocupado, furioso incluso. Nunca lo había visto divagar de ese modo acerca de nada. Pero cuando su caballo se asustó por una ardilla que se cruzó en su camino, estuvo a punto de caerse de la silla. Extendí el brazo y sujeté sus riendas.

—¿Te encuentras bien? ¿Qué sucede?

Meneó la cabeza, despacio.

—Nada. Cuando lleguemos al bote, me repondré. Tenemos que seguir. Ya no falta mucho.

Su piel pálida se había tornado grisácea y, a cada paso que daba su caballo, se balanceaba en la silla.

—Descansemos un poco —sugerí.

—La marea no espera. Y descansar no me servirá de nada, preocupado por si nuestra barca se estrella contra las rocas. No. Tenemos que seguir adelante. —Y añadió—: Confía en mí, chico. Sé que puedo hacerlo, y no soy tan estúpido como para intentar lo imposible.

Así que seguimos. Teníamos pocas opciones. Pero cabalgué junto a la cabeza de su caballo, donde podría cogerle las riendas si hiciera falta. El sonido del océano cobró fuerza, y el sendero se volvió mucho más empinado. Pronto me vi abriendo el camino en contra de mi voluntad.

Salimos de una zona de arbustos a un acantilado que señoreaba sobre una playa de arena.

—Gracias a Eda, están ahí —musitó Chade a mi espalda, y entonces vi la balsa que estaba casi varada cerca de la punta. Un hombre de guardia nos saludó y agitó su gorra en el aire. Levanté el brazo para devolverle el saludo.

Descendimos, patinando más que andando, y Chade subió a bordo de inmediato. Eso me dejó con los caballos. A ninguno le atraía la idea de meterse en el agua, mucho menos de sortear la barandilla baja y subir a cubierta. Intenté sondearlos, transmitirles mis deseos. Por primera vez en mi vida descubrí que estaba demasiado cansado para conseguirlo. Me faltaba la concentración necesaria. De modo que hicieron falta tres pares de manos, muchas imprecaciones y dos fintas mías para lograr subirlos a bordo. Hasta la última porción de cuero y cada hebilla de sus arneses se habían salpicado de agua salada. ¿Cómo iba a explicárselo a Burrich? Esa era mi mayor preocupación mientras me acomodaba en la proa y veía cómo los remeros de la arenera doblaban la espalda sobre los remos y nos conducían a aguas más profundas.