Lady Tomillo
La historia de los Ducados es el estudio de su geografía. El escribano real del rey Artimañas, un hombre llamado Cerica, siempre lo decía. No he encontrado nada que lo desmienta. Quizá todas las historias sean recuentos de fronteras naturales. Los mares y el hielo que se interponían entre los marginados y nosotros nos convertían en pueblos separados, y las abundantes praderas y fértiles campos de los Ducados originaban las riquezas que nos convertían en enemigos; quizá ése sería el primer capítulo de una historia de los Ducados. Los ríos Oso y Vin crearon los productivos viñedos y huertos de Haza, tan cierto como que las Montañas de los Bordes Pintados que señoreaban sobre Arenas del Borde ofrecían refugio y aislamiento a sus gentes y las hacían vulnerables a nuestros organizados ejércitos.
Me desperté sobresaltado antes de que la luna hubiera renunciado a su reinado en el firmamento, sorprendido de haber conciliado el sueño. Burrich había supervisado los preparativos de mi viaje tan minuciosamente la noche anterior que, si de mí hubiera dependido, me habría marchado un minuto después de engullir las gachas del desayuno.
Pero ésa no es manera cuando un grupo de gente se dispone a hacer algo junta. El sol se había alejado del horizonte antes de que estuviéramos todos reunidos y preparados.
—La realeza —me había advertido Chade— nunca viaja ligera. Veraz se embarca en este viaje con el peso de la espada del rey sobre sus espaldas. Todo el que lo vea pasar lo sabrá sin necesidad de que se lo diga nadie. La noticia debe llegar antes a Kelvar, y a Shemshy. La mano imperial está a punto de dirimir sus diferencias. Ambos deben terminar deseando que nunca hubiera existido diferencia alguna. Ésa es la clave de un buen gobierno: conseguir que la gente desee vivir de tal modo que no sea necesaria su intervención.
De modo que Veraz viajaba con una pompa que irritaba claramente al soldado que llevaba dentro. La tropa de hombres que había seleccionado vestía sus colores además de las insignias con el alce de los Vatídico, y cabalgaban al frente de los soldados de a pie. A mis jóvenes ojos, el espectáculo era impresionante. Pero para impedir que el impacto fuera demasiado marcial, Veraz se acompañaba de nobles que proporcionaban conversación y diversión al final del día. Halcones y perros con sus cuidadores, bardos y músicos, un titiritero, criados y porteadores para los lores y damas, sastres, peluqueros y cocineros encargados de preparar sus platos favoritos; bestias de tiro; todos desfilaban tras las engalanadas monturas de los nobles y componían la cola de nuestra procesión.
Mi sitio estaba en el centro de la procesión. Montaba a mi plácida Hollín junto a un elaborado palanquín que transportaban dos somnolientos castrados de color gris. Manos, uno de los mozos de cuadra más espabilados, había recibido entrega de un pony y estaba al cuidado de los caballos que tiraban de la litera. Yo debía encargarme de nuestra muía de carga y de satisfacer los deseos de la ocupante del palanquín. Ésta era la muy vetusta lady Tomillo, a la cual nunca había visto antes. Cuando apareció al fin para ocupar su litera, estaba tan embozada en capas, velos y bufandas que sólo obtuve la impresión de que era una de esas ancianas más secas que orondas, y de que su perfume provocaba estornudos a Hollín. Se acomodó en el palanquín en medio de un nido de cojines, mantas, pieles y capas, antes de ordenar inmediatamente que se corrieran y aseguraran las cortinas a pesar de la espléndida mañana que hacía. Las dos doncellas que la habían atendido estuvieron encantadas de despedirse de ella, y sólo quedé yo como su único criado. Se me encogió el corazón. Había esperado que al menos una viajara con ella en el interior de la litera. ¿Quién se ocuparía de atender sus necesidades personales cuando se montara su pabellón? No tenía ni idea de cómo servir a una mujer, y menos a una mujer de tan avanzada edad. Decidí seguir el consejo de Burrich en lo referente al trato de los jóvenes con las señoras mayores: ser solícito y educado, amable y de porte agradable. Las mujeres mayores se rendían ante la apostura de los jóvenes. Eso decía Burrich. Me acerqué a la litera.
—¿Lady Tomillo? ¿Estáis cómoda? —pregunté. Hubo un largo intervalo sin respuesta. Quizá fuese dura de oído—. ¿Estáis cómoda? —insistí, más alto.
—¡Deja de incordiarme, jovencito! —fue la respuesta, sorprendentemente vehemente—. Ya te llamaré cuando te necesite.
—Os pido perdón —me apresuré a disculparme.
—¡Te he dicho que dejes de incordiarme! —rezongó indignada. Bajando la voz, añadió—: Patán.
Después de aquello, tuve la sensatez de callarme, aunque mi desolación se multiplicó por diez. Adiós a mi sueño de un viaje jovial y en buena compañía. Finalmente oí el bramido de los cuernos y vi que el estandarte de Veraz se izaba a lo lejos delante de nosotros. La polvareda levantada al frente me indicó que la vanguardia de la comitiva se había puesto en marcha. Transcurrieron unos minutos interminables antes de que comenzaran a caminar los caballos que teníamos delante. Manos azuzó a los caballos que transportaban el palanquín y yo hice lo propio con Hollín. La yegua se lanzó hacia delante animada y la muía la siguió con resignación.
Recuerdo bien aquel día. Me acuerdo del polvo que flotaba pesadamente en el aire, levantado por quienes nos precedían, y de cómo conversábamos Manos y yo en voz baja. Pues la primera vez que nos reímos en voz alta, lady Tomillo nos regañó: «¡Basta de ruidos!». También recuerdo el limpio cielo azul que se extendía sobre las colinas mientras seguíamos las suaves ondulaciones del camino de la costa. Desde lo alto de las lomas se disfrutaba de una vista espectacular y en los valles se respiraba un aire denso y aletargado, perfumado de flores. Luego estaban las pastorcillas, alineadas todas ellas en lo alto de un muro de piedra, riendo, señalándonos y sonrojándose a nuestro paso. Sus asustadizas pupilas punteaban la cara de la colina a sus espaldas, y Manos y yo comentamos en susurros el modo en que se habían recogido las coloridas faldas anudándolas a un lado, dejando sus rodillas y muslos desnudos, expuestos al sol y el viento. Hollín se mostraba inquieta y aburrida con nuestro lánguido paso, mientras que el pobre Manos tenía que castigar constantemente las costillas de su viejo pony para conseguir que mantuviera el paso.
Hicimos dos paradas a lo largo del día para que los jinetes desmontaran y estiraran las piernas, y para abrevar a los caballos. Lady Tomillo no salió de su palanquín, pero en una ocasión me recordó mordazmente que debería haberle traído un poco de agua. Me mordí la lengua y le di algo de beber. Fue lo más parecido a una conversación que hubo entre nosotros.
Nos detuvimos cuando el sol aún no se había ocultado tras el horizonte. Manos y yo levantamos el pabellón de lady Tomillo mientras ésta cenaba en el interior de su litera merced a una cesta de mimbre llena de embutidos, queso y vino que se había preocupado de procurarse con antelación. Manos y yo no tuvimos tanta suerte con nuestras raciones militares de pan duro, queso aún más duro y carne seca. En medio de la comida, lady Tomillo solicitó que yo la escoltara desde el palanquín hasta el pabellón. Emergió arropada en capas y velos como si esperara tener que protegerse de un vendaval. Sus galas ostentaban distintos colores y pertenecían a diferentes épocas, pero todas habían sido caras y elegantes en su día. Ahora, mientras cargaba el peso del cuerpo sobre mí y me seguía tambaleándose, pude oler una repulsiva aglomeración de polvo, moho y perfume, y una vaharada soterrada de orines. Me despidió sin miramientos en la puerta y me advirtió que tenía un cuchillo y que lo usaría si yo intentaba entrar y molestarla de cualquier manera.
—¡Y sé bien cómo empuñarlo, jovencito! —me amenazó.
Nuestro dormitorio era el mismo que el de los soldados: el duro suelo, arropados en nuestras propias capas. Pero la noche era agradable y encendimos una pequeña hoguera. Manos no paraba de bromear acerca del supuesto apetito que despertaba en mí lady Tomillo y el cuchillo que me esperaba si intentaba saciarlo. Aquello acabó con los dos revolcándonos por el suelo, hasta que lady Tomillo nos lanzó una sarta de chillidos recriminándonos por no dejarla dormir. Después de aquello hablamos en voz baja, y Manos me dijo que nadie me envidiaba el puesto; que todo el que había viajado con ella alguna vez la esquivaba siempre después. También me dijo que la parte más difícil de mi trabajo aún estaba por llegar, pero se negó tercamente, pese a tener los ojos anegados de lágrimas a causa de la risa contenida, a explicarme de qué se trataba. Me quedé dormido enseguida, pues mi mentalidad infantil me permitía aparcar lejos de mi pensamiento mi verdadera misión hasta que tuviera que enfrentarme a ella.
Me despertaron al alba los trinos de los pájaros y el pestilente olor de un orinal lleno a rebosar que habían dejado frente al pabellón de lady Tomillo. Aunque barrer y fregar establos y perreras me había insensibilizado el estómago, hube de hacer un enorme esfuerzo para vaciarlo y limpiarlo antes de devolvérselo a su propietaria. Para entonces ya estaba reprobándome desde el otro lado de la puerta de la tienda por no haberle llevado agua todavía, ni caliente ni fría, y por no haberle calentado las gachas, cuyos ingredientes ya había dispuesto. Manos había desaparecido para compartir el fuego y las raciones de los soldados, abandonándome a mi suerte enfrentado a la tirana. Para cuando le hube servido una bandeja que ella aseguró que estaba chapuceramente ordenada, hube fregado los platos y la perola y se lo hube devuelto todo, el resto de la procesión estaba casi lista para partir. Pero se negó a que desmontáramos su pabellón mientras ella no estuviera instalada sana y salva en su litera. Acometimos la empresa de embalarlo todo con precipitación y finalmente me encontré a lomos de mi caballo sin una masera miga de pan en el estómago.
Me moría de hambre después de aquella mañana de trabajo. Manos se apiadó de mi talante sombrío y me hizo una seña para que me acercara a él. Se inclinó para decirme:
—Somos los únicos que no habíamos oído hablar de ella. —Dedicó un ademán furtivo al palanquín de lady Tomillo—. La peste que produce cada mañana es legendaria. Dice Luzalbo que antes siempre acompañaba a Hidalgo en sus viajes… Tiene parientes repartidos por los Seis Ducados, y nada más que hacer que visitarlos. Todos los hombres de la tropa dicen que aprendieron a mantenerse lejos de su alcance so pena de tener que desempeñar un montón de tareas inútiles. Oh, y Luzalbo te envía esto. Dice que se imagina que no vas a poder sentarte a comer tranquilo mientras tengas que ocuparte de ella. Pero intentará reservarte un bocado todas las mañanas.
Manos me pasó una hogaza de pan de campamento con tres lonchas de tocino frío y grasiento en su interior. Sabía a gloria. Engullí los primeros bocados casi sin masticar.
—¡Patán! —chilló lady Tomillo desde el interior de su palanquín—. ¿Qué te traes entre manos? Ya estás poniendo verde a tus mayores, seguro. ¡Vuelve a tu puesto!
¿Cómo quieres ocuparte de mis necesidades si andas callejeando por ahí perdido?
Me apresuré a tirar de las riendas de Hollín y recuperé mi puesto junto a la litera. Me tragué un enorme pedazo de pan y tocino y conseguí preguntar:
—¿Necesita algo la señora?
—No hables con la boca llena —me espetó—. Y deja de incordiarme. Pedazo de alcornoque.
Siempre lo mismo. La carretera seguía la línea de la cosía, y con lo cargados que íbamos tardamos cinco días completos en llegar a Bahía Pulcritud. Sin contar dos pequeñas aldeas, nuestro paisaje consistió en acantilados azotados por el viento, gaviotas, prados y ocasionales grupos árboles retorcidos y atrofiados. Pero a mí se me antojaba un escenario lleno de prodigios y belleza, pues cada curva del camino me acercaba a un lugar que no había visto en mi vida.
Conforme proseguía nuestro viaje aumentaba la tiranía de lady Tomillo. Al cuarto día su torrente de quejas era imparable, al menos yo me veía impotente para detenerlo. Su palanquín se balanceaba demasiado; se mareaba. El agua que le traje de un arroyo estaba demasiado fría, y la de mis odres demasiado caliente. Los hombres y caballos que nos precedían levantaban demasiado polvo; lo hacían a propósito, no le cabía duda. Y diles que dejen de entonar esas canciones tan soeces. Con ella a mi cargo no me quedaba tiempo para pensar en matar o dejar de matar a lord Kelvar, ni aunque me lo hubiese propuesto.
Temprano al quinto día vimos el humo que salía de Bahía Pulcritud. A mediodía podíamos distinguir los edificios más grandes y la torre de vigilancia erigida en la cima de los acantilados que señoreaban sobre la ciudad. Bahía Pulcritud era una tierra mucho menos abrupta que Torre del Alce. Nuestra carretera descendía atravesando un amplio valle. Las aguas azules de la bahía se abrieron frente a nosotros. Las playas eran de arena, y su flota pesquera se componía de veleros de bajura con la quilla achatada o de pequeñas areneras valientes que surcaban las olas como gaviotas. Bahía Pulcritud carecía de los profundos fondeaderos que tenía Torre del Alce, por lo que su puerto no conocía el ajetreado tránsito de mercancías de nuestra ciudad, pero así y todo me dio la impresión de que habría sido un buen lugar para vivir.
Kelvar envió una guardia de honor a nuestro encuentro, por lo que nos demoramos mientras sus soldados intercambiaban formalidades con los de Veraz.
—Igual que dos perros que se olisquean mutuamente el trasero —comentó agriamente Manos. Me puse de pie sobre mis estribos para avistar a lo lejos y observar las poses oficiales, e indiqué mi acuerdo a regañadientes con un cabeceo. Finalmente reanudamos el paso, y pronto entramos en las calles de la ciudad de Bahía Pulcritud.
Todos los demás se dirigieron directamente a la torre de Kelvar, pero Manos y yo tuvimos que escoltar el palanquín de lady Tomillo durante varias calles más hasta llegar a la posada en particular en la que ella había insistido en alojarse. A juzgar por la expresión de la camarera, no era la primera vez que la anciana se hospedaba allí. Manos condujo los caballos y la litera a los establos, pero yo tuve que soportar que la señora se apoyara pesadamente en mi brazo y escoltarla hasta su habitación. Me pregunté qué habría comido para especiar su aliento hasta el punto de revolverme el estómago con cada exhalación. Me despidió en la puerta, prometiéndome mil castigos distintos si no regresaba puntual dentro de siete días. Al salir sentí compasión de la camarera, pues ya la voz de lady Tomillo entonaba airadamente el elenco de doncellas ladronas con que se había encontrado en el pasado, y la forma exacta en que quería que se dispusieran las sábanas sobre su cama.
Con el corazón aligerado me subí a Hollín y apremié a Manos para que no se entretuviera. Cruzamos las calles de Bahía Pulcritud a medio galope y conseguimos reengancharnos a la cola de la procesión de Veraz cuando la comitiva entraba ya en la torre. Guardabahía se levantaba sobre un llano que ofrecía pocas defensas naturales, pero se fortificaba con una serie de murallas y fosos que cualquier enemigo tendría que sortear antes de arrostrar los sólidos muros de piedra de la torre. Manos me contó que los saqueadores nunca habían superado el segundo foso y lo creí. Había obreros realizando trabajos de mantenimiento en las murallas y los fosos cuando pasamos junto a ellos, pero todos se detuvieron y contemplaron maravillados la entrada del Rey a la Espera en Guardabahía.
Cuando se hubieron cerrado las puertas del castillo a nuestras espaldas, se produjo otra interminable ceremonia de bienvenida. Hombres, caballos y demás tuvimos que aguardar a pleno sol mientras Kelvar y Guardabahía recibían a Veraz. Sonaron los cuernos y un coro de anuncios oficiales amortiguado por la inquietud de hombres y caballos. Pero todo tocó a su fin, al cabo. La conclusión vino anunciada por una improvisada desbandada de hombres y bestias frente a nosotros cuando recibimos la orden de romper filas.
Desmontaron los jinetes y los criados de los establos de Kelvar estuvieron de repente entre nosotros, informándonos sobre dónde podíamos abrevar nuestras monturas, dónde recogernos para pasar la noche y, lo más importante para cualquier soldado, dónde podíamos asearnos y comer. Me uní a Manos y juntos llevamos a Hollín y su pony a los establos. Cuando oí mi nombre, me giré para ver a Sig de Torre del Alce señalándome con el dedo, hablando con alguien que vestía los colores de Kelvar.
—Ahí está…, ése es el Traspié. ¡Eh, Traspié! Aquí, Buenasiento, que dice que te han mandado llamar. Veraz te quiere en sus aposentos; León está enfermo. Manos, anda y encárgate tú de Hollín.
Casi pude sentir cómo me quitaban la comida de la boca. Pero cogí aire y mostré un semblante jovial a Buenasiento, como me había aconsejado Burrich. Dudo que aquel hombre tan adusto se fijara siquiera. Para él yo no era más que otro muchacho atareado en un día frenético. Me condujo a la cámara de Veraz y allí me dejó, visiblemente aliviado por poder regresar a sus establos. Llamé educadamente y el hombre de Veraz abrió la puerta de inmediato.
—¡Ah! Gracias a Eda que eres tú. Entra, corre, que la bestia se niega a comer y Veraz está convencido de que es algo grave. Deprisa, Traspié.
El hombre exhibía la insignia de Veraz, pero no me sonaba su cara. A veces era desconcertante cómo me conocían muchas personas cuando yo no tenía ni idea de quiénes podían ser. En una habitación contigua Veraz chapoteaba y daba instrucciones a alguien respecto a la ropa que deseaba ponerse esa noche. Pero no era él quien me preocupaba, sino León.
Lo sondeé, pues no sentía reparos al respecto cuando Burrich no andaba cerca. León levantó su huesuda cabeza y me miró con ojos martirizados. Estaba tendido encima de la camisa sudada de Veraz, en una esquina, junto al fuego. Tenía mucho calor, se aburría y, si no pensábamos salir a cazar, prefería irse a casa.
Hice el paripé de acariciarlo y levantarle los labios para examinarle las encías, y luego le apreté la barriga con mano firme. Concluí la exhibición rascándolo detrás de las orejas, antes de decir al hombre de Veraz:
—No le pasa nada, sólo que se siente inapetente. Vamos a darle un cuenco de agua fría y a esperar. Cuando quiera comer, nos lo hará saber. Y llevémonos todo esto, antes de que se estropee con el calor, se lo coma de todos modos y enferme de verdad. —Me refería a un plato lleno de restos de pastas procedentes de una bandeja destinada a Veraz. Aquella no era comida para un perro, pero yo tenía tanta hambre que no me hubiera importado dar cuenta de las sobras; a decir verdad, me rugió el estómago cuando las vi—. Me pregunto, si pudiera encontrar las cocinas: ¿no tendrían un buen hueso de buey para él? Algo que sea más juguete que alimento es lo que más agradecería en estos…
—¿Traspié? ¿Eres tú? ¡Ven aquí, chico! ¿Qué le ocurre a León?
—Ya voy yo a buscar ese hueso —me aseguró el hombre. Me levanté y me acerqué a la entrada de la habitación adyacente.
Veraz se levantó goteando aún dentro de la bañera y cogió la toalla que le ofrecía su criado. Se secó el cabello vigorosamente y volvió a preguntar mientras hacia lo propio con el resto del cuerpo:
—¿Qué le ocurre a León?
Así era Veraz. Hacía días desde la última vez que habíamos hablado, pero no perdió el tiempo con presentaciones. Chade decía que era un defecto que tenía, que no conseguía transmitir a sus hombres la impresión de que eran importantes para él. Creo que pensaba que si me hubiera ocurrido algo significativo, alguien se lo habría comunicado. Me gustaban su campechanería y su actitud, según la cual todo debía de ir bien cuando nadie le había avisado de lo contrario.
—No le ocurre gran cosa, señor. Se resiente un poco del calor y el viaje. Una noche de descanso en un sitio fresco le levantará el ánimo, aunque yo no lo atiborraría de dulces y grasas, no con este calor.
—Bien. —Veraz se agachó para secarse las piernas—. Seguramente tengas razón, chico. Burrich dice que tienes buena mano con los perros, así que no pasaré por alto tus recomendaciones. Pero es que parecía tan abatido, cuando por lo general come lo que le echen, sobre todo si proviene de mi plato. —Parecía incómodo, como si lo hubieran atrapado arrullando a un bebé. Yo no sabía qué decir.
—Si eso es todo, señor, ¿puedo volver a los establos?
Me miró de soslayo por encima del hombro, desconcertado.
—Pienso que sería una pérdida de tiempo. Manos se ocupará de tu montura, ¿no? Tienes que bañarte y vestirte si quieres llegar a tiempo a cenar. ¿Charim? ¿Tienes agua para él?
El criado, que estaba ordenando las ropas de Veraz encima de la cama, se enderezó.
—Desde luego, señor. Le prepararé el atuendo también.
En cuestión de una hora, mi lugar en el mundo pareció dar un giro completo. Sabía que esto ocurriría. Burrich y Chade habían intentado prepararme. Pero pasar tan de repente de ser un parásito insignificante en Torre del Alce a formar parte del séquito oficial de Veraz resultaba un tanto turbador. Todo el mundo suponía que yo sabía cómo dominar la situación.
Veraz se vistió y salió de la habitación antes de que yo me hubiera metido en la bañera. Charim me informó de que se había ido a hablar con el capitán de su guardia. Di gracias por que Charim fuera tan cotilla. No consideraba mi rango tan elevado como para privarse de chismorrear y quejarse en mi presencia.
—Te prepararé un catre para que duermas aquí esta noche. No creo que pases frío. Veraz ha dicho que quiere que te hospedes cerca de él, y no sólo para cuidar del perro. ¿Es que tiene más recados para ti?
Charim se calló aguardando mi respuesta. Camuflé mi silencio metiendo la cabeza en el agua tibia y aclarándome el polvo y el sudor del cabello. La saqué cuando me quedé sin aire.
Suspiró.
—Voy a prepararte la ropa. Déjame los trapos sucios, que yo te los lavo.
Resultaba de lo más extraño tener a alguien pendiente de mis necesidades mientras me bañaba, y más extraño todavía que alguien supervisara mi atuendo. Charim insistió en enderezar las costuras de mi jubón y ocuparse de que enormes mangas de mi nueva mejor camisa colgaran en toda su enojosa longitud. Me había vuelto a crecer el pelo lo suficiente para tener que pelearme con algún que otro nudo recalcitrante. Para un muchacho que estaba acostumbrado a vestirse solo, parecía que no tuvieran fin tanto acicalamiento e inspección.
—La sangre no engaña —dijo una voz pasmada en la entrada. Me giré para encontrar a Veraz contemplándome con una mezcla de dolor y humorismo en el rostro.
—Es la viva imagen de Hidalgo a su edad, ¿no creéis, mi señor? —Charim sonaba enormemente complacido consigo mismo.
—Sí que lo es. —Veraz hizo una pausa para aclararse la garganta—. A nadie se le ocurriría dudar de la identidad de tu progenitor, Traspié. Me pregunto en qué estaría pensando mi padre cuando me pidió que te luciera. Artimañas se llama y artimañas tiene para dar y tomar. Me pregunto qué espera conseguir. Ah, en fin. —Suspiró—. Esa es su forma de reinar, y no soy quién para cuestionarla. La mía consiste simplemente en preguntar a un viejo vanidoso por qué no es capaz de tener sus torres debidamente guarnecidas. Vamos, chico. Es hora de bajar.
Se dio la vuelta y se fue sin esperarme. Cuando me disponía a seguirlo, Charim me agarró del brazo.
—Tres pasos por detrás de él y a su izquierda. Acuérdate.
Seguí sus indicaciones. Mientras recorría el pasillo salieron de sus habitaciones otros miembros de nuestro séquito para seguir a su príncipe. Todos se habían vestido con sus mejores galas para aprovechar al máximo esta oportunidad de ser vistos y envidiados fuera de Torre del Alce. La holgura de mis mangas resultaba incluso razonable si las comparaba con las de otros. Por lo menos mis zapatos no estaban cuajados de diminutos cascabeles ni de ristras de cuentas de ámbar.
Veraz se detuvo en lo alto de la escalera, y el silencio se abatió sobre los congregados abajo. Observé los rostros vueltos hacia su príncipe y me dio tiempo a leer en ellos todas las emociones conocidas. Algunas mujeres sonreían con afectación mientras otras parecían hacerlo socarronamente. Algunos jóvenes adoptaron poses que exhibían sus vestimentas; otros, de atuendo más sencillo, se irguieron como si estuvieran de guardia. Leí envidia y amor, desdén, miedo y, en algunas caras, odio. Pero Veraz no dedicó a ninguna de ellas más que un vistazo fugaz antes de bajar. La multitud se abrió ante nosotros para revelar a lord Kelvar en persona, quien nos aguardaba para conducirnos al comedor.
Kelvar era distinto de lo que me esperaba. Veraz lo había llamado presumido, pero cuanto vi fue un hombre que envejecía a marchas forzadas, delgado y atribulado, que se ponía sus extravagantes ropas como si fueran una coraza que pudiera defenderlo del paso del tiempo. Llevaba el pelo canoso recogido en una fina coleta como si todavía fuese un soldado, y caminaba con el paso peculiar que caracteriza a los buenos espadachines.
Lo vi como me había enseñado Chade a ver a la gente, y creí comprenderlo lo suficientemente bien incluso antes de sentarnos a la mesa. Pero fue después de ocupar nuestros asientos (el mío, para mi sorpresa, no estaba tan alejado de la nobleza) cuando tuve ocasión de atisbar mejor el fondo de su alma. Y no lo hice debido a ninguna acción suya, sino al porte de su dama cuando llegó ésta para unirse a nosotros.
Dudo que lady Gracia, la esposa de Kelvar, fuese siquiera cinco años mayor que yo, pero estaba emperifollada como el nido de una urraca. En mi vida había visto un atuendo como aquel, que hablaba a gritos de despilfarro y mal gusto. Tomó asiento como un remolino de florituras y gestos que me recordaron a un ave en celo. Su perfume me arrolló como una ola, y también ahí olí más a dinero que a flores. La acompañaba un perrito, una cosita vivaz que era todo pelo sedoso y ojos enormes. La dama le hacía arrumacos mientras lo acomodaba en su regazo, y la bestezuela se encogió apretada contra su dueña y apoyó la barbilla en el borde de la mesa. Lady Gracia mantuvo en todo momento la mirada fija en el príncipe Veraz, intentando ver si él reparaba en ella y se sentía impresionado. Por mi parte, vi a Kelvar atento a los flirteos de su esposa, y me dije que mantener las torres de vigilancia guarnecidas no constituía ni la mitad de nuestros problemas.
La cena fue un suplicio para mí. Me moría de hambre, pero los buenos modales me impedían expresarlo. Comí tal y como me habían enseñado, cogiendo la cuchara cuando lo hacía Veraz y apartando los platos en cuanto él dejaba de interesarse por ellos. Ansiaba una buena bandeja de carne caliente con pan para mojar en la salsa, pero lo que nos ofrecieron fueron bocaditos de carne extrañamente sazonada, compotas de frutas exóticas, panes pálidos y verduras cocidas hasta la palidez para luego ser condimentadas. Era una impresionante exhibición de buena comida maltratada en nombre de la cocina de moda. Pude ver que Veraz no mostraba más apetito que yo y me pregunté si se darían cuenta todos de que el príncipe no estaba impresionado.
Chade me había enseñado más cosas de las que yo mismo suponía. Era capaz de saludar educadamente con la cabeza a mi compañera de mesa, una joven pecosa, y seguir su conversación acerca de lo difícil que era conseguir una buena tela de lino en Garrón hoy por hoy, al tiempo que mis oídos captaban retazos de conversación dispersos por toda la mesa. Ninguna se ocupaba de la cuestión que nos había llevado hasta allí. Veraz y lord Kelvar discutirían ese tema en privado al día siguiente. Pero gran parte de lo que escuché a hurtadillas versaba acerca de la guarnición de la torre de la Isla de la Guardia y arrojaba una extraña luz sobre todo el asunto.
Escuché quejas a propósito de las carreteras, las cuales no estaban tan bien vigiladas como antaño. Alguien comentó que se alegraba de ver que se habían reanudado las reparaciones de las fortificaciones de Guardabahía. Otro se lamentaba de que los salteadores de caminos conseguían que apenas recibiera de Lumbrales dos tercios de su mercancía. Parecía que éste fuera el pilar de las protestas de mi compañera de mesa acerca de la escasez de telas de calidad. Miré a lord Kelvar y lo vi atento al mínimo gesto de su joven esposa. Como si tuviera a Chade susurrándome al oído, escuché su valoración: «Ahí tienes un duque cuya mayor preocupación no es el gobierno de su ducado». Supuse que lady Gracia vestía las necesarias reparaciones de las carreteras y los sueldos de los soldados que habrían protegido sus rutas comerciales de los bandidos. Quizá las joyas que colgaban de sus orejas pudieran haber pagado la guarnición de las torres de la Isla de la Guardia.
Al fin se acabó la cena. Tenía el estómago lleno, pero mi hambre persistía debido a la escasa sustancia de las viandas. Después nos entretuvieron dos juglares y un poeta, pero yo presté más atención a las informales conversaciones de los presentes que a los delicados versos del vate o las baladas de los músicos. Kelvar estaba sentado a la diestra del príncipe, mientras que su señora se sentaba a la izquierda, compartiendo el asiento con su perro faldero.
Gracia participaba arrobada de la presencia del príncipe. Sus manos se movían erráticas para tocar ora un pendiente, ora un brazalete. No estaba acostumbrada a llevar tantas joyas encima. Sospechaba que sus orígenes eran modestos y que se sentía impresionada por su propia posición. Uno de los juglares entonó «Bella corona de rosas», sin apartar los ojos del rostro dé la cara de la joven, y fue recompensado por el arrebol de sus mejillas. Pero conforme avanzaba la velada, y aumentaba mi cansancio, vi que también lady Gracia se sentía fatigada. Bostezó en una ocasión, levantando la mano demasiado tarde para taparse la boca. Su perrito se le había quedado dormido en el regazo, y se estremecía y gimoteaba a ratos, víctima de sus minúsculos sueños. Cuanto más somnolienta Gracia, más me recordaba a una niña; acunaba a su mascota como si fuese una muñeca, y terminó por apoyar la cabeza en una esquina del respaldo de su silla. Por dos veces estuvo a punto de quedarse traspuesta en el sitio. La vi pellizcarse disimuladamente la piel de las muñecas en un intento por mantenerse despierta. Se mostró visiblemente aliviada cuando Kelvar convocó a los juglares y al poeta para recompensarlos por su actuación. Se agarró al brazo de su marido y lo acompañó en dirección al dormitorio sin renunciar en ningún momento al perro que abrazaba contra su cuerpo.
Me sentí liberado cuando pude subir a la antecámara de Veraz. Charim me había procurado un colchón de plumas y algunas mantas. Mi catre era tan cómodo o más que mi propia cama. Me caía de sueño, pero Charim me indicó que pasara al dormitorio de Veraz. Este, soldado hasta la médula, prescindía de lacayos que se arremolinaran a su alrededor y le quitaran las botas. Sólo Charim y yo lo atendimos. Charim cloqueaba y musitaba mientras deambulaba tras los pasos de Veraz, recogiendo y alisando las ropas que el príncipe dejaba tiradas sin mirar dónde. Se llevó las botas de Veraz a un rincón inmediatamente y empezó a aplicar más cera al cuero. Veraz se puso una camisa de dormir y luego se volvió hacia mí.
—¿Y bien? ¿Qué tienes que contarme?
De modo que le informé como hacía con Chade, repasando cuanto había escuchado, tan al pie de la letra como me lo permitía la memoria, acotando quién había hablado y con quién. Para terminar añadí mis propias suposiciones acerca de lo que significaba todo aquello.
—Kelvar es un hombre que ha tomado por esposa a una mujer mucho más joven que él, una muchacha que se deja impresionar fácilmente por el lujo y los regalos —resumí—. Ella desconoce por completo cuáles son las responsabilidades de su puesto, más todavía las de él. Kelvar desvía dinero, tiempo y concentración en sus tareas a encandilarla. Si no fuese irrespetuoso por mi parte, me atrevería a suponer que comienza a fallarle su antiguo vigor y que pretende suplir esta carencia con obsequios para complacer a su esposa.
Veraz suspiró con fuerza. Se había abalanzado sobre la cama durante la última parte de mi informe. Ahora se encontraba recostado sobre un almohadón demasiado blando, el cual hubo de doblar para poder apoyar la cabeza.
—Maldito Hidalgo —rezongó distraído—. Ésta es su especialidad, no la mía. Traspié, hablas igual que tu padre. Si él estuviera aquí, encontraría una forma de solucionar este embrollo sutilmente. Hidalgo ya lo habría puesto todo en su sitio, con una de sus sonrisas y algún beso en la mano de alguien. Pero yo no soy así, ni pretendo serlo. —Se revolvió incómodo en su cama, como si esperara que yo alzara alguna protesta a propósito de sus responsabilidades—. Kelvar es un hombre y un duque. Y tiene un deber. Debe guarnecer esa torre como es debido. Es de lo más simple, y pienso hacérselo notar sin andarme con rodeos. Pon unos soldados decentes en esa torre y déjalos allí, y tenlos contentos para que hagan bien su trabajo. A mí me parece de lo más sencillo. No tengo intención de perderme en bailes diplomáticos.
Volvió a revolverse incómodo, antes de darme la espalda de improviso.
—Apaga la luz, Charim.
Y Charim apagó la luz, tan de repente que me quedé plantado a oscuras y tuve que salir a tientas de la habitación y encontrar de nuevo mi catre. Cuando me acosté me pregunté cómo era posible que Veraz viera sólo una parte tan pequeña del conjunto. Podía obligar a Kelvar a guarnecer la torre, sí. Pero no podía obligarlo a guarnecerla bien, ni a enorgullecerse de ello. Ésa era una cuestión diplomática. ¿Acaso no le importaban el mal estado de las carreteras ni los problemas con las fortificaciones y los salteadores de caminos? Todo eso exigía una solución sin tardanza. Una solución que permitiera que el orgullo de Kelvar siguiera intacto y que su postura frente a lord Shemshy se corrigiera y reafirmara al mismo tiempo. Y alguien tenía que ocuparse de enseñar a lady Gracia cuáles eran sus responsabilidades. Demasiados problemas. Pero me quedé dormido en cuanto mi cabeza tocó la almohada.